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ALETA

Por J. N.

¡Aleta! ¡Aleta! –llamó Catalina— ¡Aleta! —Y en ese momento apareció chorreando agua una
cabecita azabache, con dos ojos traviesos, unos bigotes largos y una movediza naricilla negra.

Sí, Aleta era una foquita que había vivido en las frescas y azules aguas del sudoeste de Alaska. Había
matado a su madre poco después que ella naciera, y a Aleta la encontraron sobre una roca, llorando
de hambre.

El viejo Pedro, uno de los indios de la aldea cercana, decidieron guardar el animalito para engorarlo
para celebrar alguna fiesta futura, ya que el hígado de la foca es considerado como un bocado
exquisito.

Pero a los poco días, por suerte para la foquita, ancló un barco pesquero. Era una gran ballenera
blanca. A bordo vivían el Sr. y la Sra. Swenson, su esposa y su hija catalina, de trece años de edad.

Esa tarde, cuando se terminaron las tareas en el “Nirvana”, que así se llamaba el barco de los
Swenson, Catalina y sus padres remaron hasta la orilla para visitar al viejo Pedro y a los demás
habitantes de la aldea. Los indios se alegraron al verlos llegar, porque los Swenson eran viejos
amigos y muchas veces les habían regalado pescado.

Cuando estaban ya listos para salir, se oyó un sonido extraño. Se parecía al llanto de un niño que
tuviera un sapo en la garganta. Catalina, olvidándose de los buenos modales y mostrándose tan
curiosa como cualquiera otra niña de su edad, le preguntó a Pedro si había un nuevo bebé en la
aldea. El anciano se rió y la llevó para que viera a la foca. Mirarla y enamorarse de ella fue todo uno.
¡Pobre Pedro! La ansiosa mirada de la niña era un ruego mudo, y al indio no le quedó otro remedio
que ofrecérsela. El Sr. Swenson no estaba tan seguro de que la foca sería el animal más adecuado
para un barco pesquero, ya que al crecer, llegaría a ser gran consumidora de peces caros. Pero
pronto la mamá de Catalina manifestó la convicción de que a ella también le gustaría criar un animal
tan singular.

Mientras la familia remaba de vuelta al barco,


había en el grupo una niña muy feliz que
llevaba en sus brazos a una graciosa foquita, y
todos disfrutaron de una de las bellas puestas
de sol que suelen verse en Alaska.

Durante las dos semanas que siguieron, la vida


de Catalina estuvo regida por los llantos de la
foca. Dondequiera que estuviera tenía que dar
un salto y venir corriendo a la cama que le

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habían hecho en uno de los barriles vacíos destinados a contener pescado, y llenarle la boca, que
siempre tenía abierta y a la espera de alimento. A pesar de todo, una foca cuenta con mil maneras
de ganarse las simpatía de las personas, y los Swenson no pudieron menos que quererla.

Le pusieron el nombre de Aleta, porque tenía gran habilidad para dar palmadas a todos, y a todo lo
que estaba a su alcance. Rulito, el perrito de aguas, constituía el blanco principal de sus bromas,
porque cada vez que éste pasaba, Aleta lo alcanzaba y le ayudaba a recorrer su camino dándole un
tremendo empujón.

Los pescadores de la flota la consideraban su mascota, y todas las noches, después de anclar las
barcas, la rodeaban para admirar sus gracias. La foca ya se había acostumbrado a la compañía de
los seres humanos, de modo que ofrecía un espectáculo para todos los concurrentes el verla realizar
sus proezas dentro de su piscina de agua salada. Pero cuando estaba cansada o deseaba que la
dejaran tranquila, se valía de una treta: chapoteaba en el agua con tanta energía que salpicaba a
todos los que la rodeaban.

A pesar de la atención que recibía, a Aleta, como buena foca que era, la carcomían los celos y eso la
hacía actuar como un perro guardián, a veces más enérgicamente que el mismo Rulito. Esa actitud
resultaba un tanto molesta para sus dueños y los amigos de éstos, pues cuando alguna persona de
las relaciones de los Swenson quería visitarlos a bordo, Aleta procuraba celosamente mantenerla a
distancia haciendo salpicar agua en su derredor y gritando desaforadamente.

Cuerta noche, dos de las amiguitas de Catalina, Julia y Alba, vinieron a visitarla. Estaba por terminar
la temporada de pesca y los Swenson pronto partirían rumbo al sur. Las niñas pensaron que sería
lindo coronar todas las diversiones de ese verano con una buena caramelada.

En la cabina reían y conversaban alegremente recordando todos los incidentes agradables que
habían tenido, mientras preparaban los caramelos. ¡Pobre Aleta! ¡Se sintió muy abandonada!
Porque nunca le permitían entrar en la cabina. Cuando tuvieron la mezcla lista, la pusieron en una
fuente y la llevaron a cubierta. Pero olvidándose completamente de la curiosidad que dominaba a
la pequeña Aleta, volvieron a cabina a esperar que se enfriaran los caramelos.

A los pocos instantes oyeron un llanto lastimero procedente del puente. ¿Qué creen Uds. que vieron
cuando corrieron a cubierta? La foca, la curiosa foquita, había sentido tanta curiosidad de saber lo
que había en la fuente, que metió la punta de su aletita adentro. Pero la mezcla estaba muy caliente,
y aunque el animal retiró su aleta en seguida, el caramelo se le pegó, y con el tirón, la fuente se cayó
al suelo.

Cuando llegó el grupo de personas, allí estaba la pobre foquita envuelta en caramelo. Se había
llevado la aleta a la nariz y se le quedó pegada. Se le enredaron los bigotes y cuando se quiso ayudar
con la otra aleta, ésta también se pegó. Por fin, cuando el caramelo empezó a enfriarse y dejó de
quemarle, parece que le entretenía esa masa pegajosa, y empezó a hacer cabriolas. Primero levantó
una aleta tan alta como pudo mientras contemplaba cómo se extendía la liga que formaba el
caramelo. Luego hizo lo mismo con la otra. Al ver que se estiraba, trató de sacudírselo, pero sólo
consiguió que se le enredara más alrededor de sus tiesos bigotes.

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Catalina y sus amiguitas casi no pudieron perdonarla cuando la vieron divertirse así con sus ricos
caramelos. Dejaron que la foca siguiera jugando, y mientras tanto fueron a buscar un recipiente con
agua salada, porque las focas beben agua salada y viven en ella.

La Sra. de Swenson había comprado un jabón especial de sosa que podía usarse únicamente en agua
de mar. Ese jabón era el uso particular y exclusivo de Aleta. Cuando todo estuvo listo, se prepararon
para bañarla. Pero no quería que la privaran de su pegajosa diversión. Julia, que ignoraba el
extraordinario apetito que siempre dominaba a la foca echó el jabón en el agua después de usarlo,
pero cuando lo necesitó de nuevo, todo lo que pudo encontrar fueron unos miserables pedacitos,
porque Aleta ya se lo había comido.

De vez en cuando, los Swenson le permitían a Aleta lanzarse al mar para que nadara en las profundas
y azules aguas del océano. Nunca había intentado escaparse, porque sabía que la familia Swenson
era como su propia familia. A ellos les gustaba contemplarla cuando daba saltos mortales y
practicaba sus zambullidas en las aguas profundas. Cuidaban de no dejarla ir al océano a menos que
las máquinas estuvieran paradas, por temor a que, al nadar demasiado cerca de la hélice, ésta la
hiriera. Catalina había recibido estrictas órdenes de no dejar nunca a Aleta sin tener permiso de su
padre o su mamá.

Ese día la maquinaria de la vieja “Nirvana” permanecía silenciosa, pues cuando se intentó poner en
marcha el motor, éste contestó sólo con algunas enfermizas tosecitas y se negó a funcionar. Durante
toda la mañana estuvieron trabajando y por la tarde el padre de Catalina dijo que no podía hacerlo
marchar y que lo más probable era que tendrían que mandar al pueblo a alguien en busca de algunas
piezas. No obstante, no queriendo darse por vencido, siguió trabajando. La tarde era cálida y seca,
y Aleta miró anhelante las frescas aguas del océano y luego, dirigiéndole a su amita una mirada que
le llegó hasta el alma, le suplicó con sus grandes ojos negros que le permitiera nadar. La pobre
Catalina trató de esquivar esa mirada suplicante y sacudió la cabeza. Porque el padre había dicho
que esa tarde Aleta debía jugar en su cubo, ya que en cualquier momento la maquinaria podía
empezar a marchar y si Aleta se hallaba debajo del barco, las consecuencias serían graves.

Como la tarde se estaba pasando y la máquina todavía no daba señales de vida, Catalina se
impacientaba más y más, hasta que por fin pensó que el padre era cruel, porque de no haber sido
por él, a esas horas Aleta podría estar dándose un buen baño. La foca era ya grandecita y solía hacer
lo que quería. Ya no le gustaba entrar en el cubo cuando las aguas más profundas del océano le
ofrecían la posibilidad de divertirse más. Lloraba y lloraba, hasta que por fin la pobre Catalina decidió
llevarla al océano sólo por unos minutos.

“Al fin y al cabo –se dijo–, las máquinas no andan y papá nunca lo sabrá.

Pero apenas había comenzado Aleta a chapalear alegremente al lado del barco cuando la
maquinaria comenzó a marchar. ¡Pobrecita! Se había zambullido debajo del barco, fue alcanzada
por la hélice, y recibió una herida mortal. El impacto producido resonó en todo el barco y el padre
de Catalina salió corriendo de la cubierta de máquinas y se dirigió al puente, a tiempo para ver la
sangrante e inerte Aleta flotar sobre la superficie. Una mirada a la espantada carita de Catalina le

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reveló la historia de su desobediencia, y el Sr. Swenson, sin decir una palabra, la tomó y la llevó a la
cabina para acostarla.

Cuando la familia se sentó esa tarde para contemplar otra puesta de sol, tan hermosa como la que
habían contemplado la primera tarde después de la adopción de Aleta, todos se sintieron
embargados por un hondo sentimiento de tristeza. Todos, especialmente Catalina, habían sentido
un creciente cariño por la foca. La apesadumbrada niña meditó mucho esa tarde, e hizo una
resolución que desde entonces ha tratado de mantener: que obedecía siempre a sus padres, aun
cuando le pareciera que no tenían razón, porque sabía que de no haber sido por su desobediencia,
la pequeña Aleta hubiera estado también allí para mirar la puesta de sol y recostar en ella su mimosa
cabecita.—

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