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Feria del Libro Buenos Aires – Abril 2006

Conferencia Inaugural de las Jornadas de Profesionales del Libro


ACERCA DE RUPTURAS O CONTINUIDADES EN LA LECTURA.
Emilia FERREIRO

Hace muy pocos meses, el 27 enero 2006, la compañía Western Union, que había
mantenido por más de un siglo el monopolio de los telegramas en USA, anunció que
acababa de cancelar el envío de telegramas. Mensaje escueto en la página web de la
compañía, como quien hace pública una muerte anunciada.

Ese objeto, el telegrama, asociado a eventos importantes (nombramientos o despidos,


nacimientos o muertes), materializado en un papel doblado dentro de un sobre, con
caracteres singulares impresos en mayúsculas de imprenta, ha desaparecido. El género –
mensaje mínimo que evita todo recurso retórico para ahorrar palabras – ha migrado hacia
otros soportes (mensaje de texto de celular a celular o chat) y sus funciones se han
trivializado: los nuevos mensajes breves, plagados de abreviaturas, sirven para fijar
encuentros, compartir estados de ánimo momentáneos, o simplemente para “conectarse o
comunicarse”, sin que importe demasiado el contenido a ser comunicado.

¿Qué otros géneros están migrando de soporte? ¿Habrá acaso desaparición de algunos
géneros y sustitución de antiguos soportes?

Hace cinco o seis años, al principio de este milenio, se escuchaban reiteradamente voces
premonitorias que señalaban, con fecha precisa, la última edición en papel del New York
Times y la desaparición definitiva del libro en papel. Actualmente, esos vaticinios son
recibidos con mucho más escepticismo. Se apuesta a una cohabitación del texto soportado
por el papel con el texto digitalizado y desmaterializado. Después de todo, los aviones no
hicieron desaparecer los grandes navíos, ni la transmisión de partidos de football por TV ha
hecho desaparecer el interés por ver el juego desde el estadio.
Sin embargo, muchas cosas están cambiando. No se trata de hacer proyecciones a futuro
sobre cada uno de esos indicadores ni de construir discursos apocalípticos sino de
reflexionar sobre su posible significación, tratando de mantener en estado de alerta el
espíritu analítico porque los espectaculares cambios que se iniciaron hace casi 25 años, con
la llegada de las computadoras personales, siguen dando lugar continuamente a
deslumbrantes novedades. (Recordemos que el 12 de agosto de 1981 se puso en el mercado
la primera IBM 5150 Personal Computer. Por cierto, las ventajas tecnológicas generaron
rápidamente sus propios inconvenientes: también los virus informáticos acaban de celebrar
sus primeros 20 años). En apenas 25 años las TIC han cambiado radicalmente los modos
de comunicación a distancia haciendo casi obsoletas las cartas en papel, han transformado
los controles empresariales, han hecho surgir nuevas profesiones y desaparecer otras, han
penetrado profundamente en la vida pública y en la vida privada.

Ustedes, profesionales del libro, saben mucho más que yo del impacto de las nuevas
tecnologías en la industria editorial. Yo, como autora, se algo de los intricados problemas a
los que se enfrentan los contratos de edición y la institución del copyright, amenazada por
las fotocopiadoras de Xerox mucho antes de la amenaza Internet.

Alguien agregó 16 palabras al título de esta conferencia y lo hizo, sin duda, con buenas
intenciones, para ayudarme a aterrizar mis reflexiones pero creando en ustedes, los editores,
expectativas desmesuradas. Si yo tuviera la fórmula para reubicar comercialmente al libro
en un público de nuevos lectores, probablemente no la ofrecería en un acto público sino que
me dirigiría, por razones elementales de cortesía, a mis propios editores. Pero no tengo, por
desgracia, aptitudes de clarividente y se poco, casi nada, del funcionamiento del mercado.
Como investigadora, tengo más interrogantes que respuestas para ofrecerles, pero quizás no
sea inoportuno compartir con ustedes algunos de esos interrogantes, inquietudes y
cuestionamientos en esta época de transición, donde las marcas escritas transitan entre el
papel y las pantallas, en esta época de fascinación con tecnologías que han transformado
profundamente nuestra relación con las marcas escritas y con las imágenes.

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La potencia de las nuevas tecnologías de la palabra es tan innegable que no parecería
necesario contribuir a su promoción con discursos seductores. Sin embargo, son productos
que hay que vender y no escapan a las reglas del juego de la propaganda. Una de las
vertientes de esos discursos habla de la libertad, a tal punto que todos los productos
digitales parecieran anunciar una “tecnología de la liberación” (Paul Duguid). El texto se
está liberando de la tecnología del libro, nos dicen. Los textos circulan sin que circulen los
soportes materiales que tradicionalmente le daban cuerpo, forma y sustancia. También el
lector se estaría liberando de los órdenes impuestos por la tecnología precedente: ya no está
obligado a hojear páginas que se suceden en cierto orden, puede saltar con facilidad de un
texto a otro, yuxtaponer, componer. No debe desplazarse físicamente para encontrar una
información. Los textos están a la distancia de un click.

¿Cuál es el precio de esta libertad, para los textos y para el lector? En el objeto libro, el
texto era un objeto cerrado, acabado, con garantía de permanencia. En el espacio digital los
textos son objetos abiertos, en perpetuo movimiento, sin garantías de que los volvamos a
encontrar allí donde los vimos hace pocas horas. Textos pensados, reflexionados, coexisten
en el espacio Internet con textos apresurados, ni siquiera revisados antes de ponerlos en
circulación. Todos tienen más o menos la misma apariencia. Mejor dicho, es muy fácil en
Internet dar apariencia de seriedad a textos precarios, mucho más fácil que imprimir con
prolijidad. Es muy fácil producir textos disfrazados en Internet.

Por lo tanto, hay nuevas demandas hacia el lector. El lector en búsqueda de una
información carece de los indicadores, construidos durante siglos de práctica editorial, que
permiten dar confiabilidad a un texto antes de ser leído: el prestigio de una casa editorial, el
cuidado de la edición, la pertenencia a cierta colección. En el espacio Internet tenemos dos
alternativas: confiar en sitios cuya seriedad preexiste al espacio Internet o construir nuevos
índices de confiabilidad. Lo primero es lo más fácil y no constituye en sí ninguna novedad.
Transferimos al sitio Internet de organizaciones nacionales o internacionales previamente
conocidas la misma confianza informativa que le atribuíamos a su producción en papel. Y
lo mismo hacemos con la versión Internet de los periódicos y las editoriales.

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Lo difícil es construir índices de confiabilidad para la gran mayoría de los sitios Internet
que carecen de una contrapartida institucional previamente dotada de legitimidad. Por
supuesto, es de práctica el botón con la leyenda “quienes somos”, pero como es tan fácil
crear apariencias, la información que se despliega debe ser, a su vez, críticamente evaluada.
Los enlaces que el sitio ofrece hacia otros sitios también son un indicador, tanto como el
diseño de la página y el recurso a imágenes o animaciones. Para quienes nos preocupamos
por la formación del lector es importante reconocer la dificultad de esta tarea. Debemos
construir junto con los jóvenes esos indicadores. De hecho, tenemos poco que enseñarles.

El lector gana en libertad pero debe aprender a seleccionar con rigor. Los buscadores son
muy potentes, pero las listas que satisfacen el criterio de búsqueda pueden ser abrumadoras.
También hay que apoyarse en pocos indicadores para estimar si la referencia enlistada
corresponde a lo buscado. Seguir todas las pistas que da un buscador es correr el riesgo de
olvidar el objetivo inicial y perderse en múltiples senderos alternativos.

El nuevo lector debe construir índices de confiabilidad, debe categorizar lo que decide
conservar, debe recordar nombres y siglas momentáneas, rutas de acceso, passwords y
contraseñas. Debe aprender nuevos modos de identificación de sí mismo y de los sitios a
los que quiere tener acceso. Las demandas hacia el lector van en el sentido de abarcar cada
vez una mayor cantidad de textos que, obviamente, serán leídos con menor profundidad.
Muchos de ellos serán leídos rápidamente una única vez.
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¿Qué es lo que atenta contra la lectura de libros?, se preguntan a menudo los profesionales
del libro y de la lectura. Hay una respuesta obvia para la lectura recreativa y otra, menos
obvia, para la lectura de estudio. Para la lectura recreativa la respuesta fácil es que hay una
apreciable cantidad de distractores, dentro y fuera del ámbito doméstico, que compiten con
el libro. La televisión, ya lo sabemos, y “el cine en casa” con una calidad de resolución de
imágenes y sonidos que llega a competir seriamente con el cine “fuera de casa”. Además,
los juegos en computadora, el compartir música e imágenes. Y lo que vendrá... En
términos de elegir, se prefiere la seducción inmediata de las imágenes al esfuerzo sostenido
que supone la lectura de un libro. Sobre todo porque el libro pone al lector en aislamiento,

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haciendo algo solo, por sí mismo, mientras que todo lo demás es fácil hacerlo en grupo.
Una encuesta a jóvenes realizada hacia 1990 en 7 capitales europeas indicaba que la
compra de libros no figuraba ni siquiera en último lugar entre los gastos de los jóvenes. Las
prioridades para gastar el dinero disponible eran entonces: compra de CDs, fast food,
pizzerías, discotecas, bares, cine, conciertos de bandas o grupos musicales de moda, comics,
revistas. Todo parece indicar que esta lista permanece tal cual, sólo que se agregan ahora,
evidentemente, los nuevos dispositivos para copiar y transportar música, los DVDs y los
teléfonos celulares. Los libros no forman parte del conjunto de objetos de consumo a los
que aspiran los jóvenes urbanos de sociedades modernas. Leen otras cosas. Lo que leen está
en otros soportes. Han tenido una escolaridad más prolongada que sus padres, pero la
cultura que los define como jóvenes no pasa por los anaqueles de las bibliotecas.

Los distractores de la era tecnológica compiten fuertemente con la lectura recreativa. Pero
quizás no sea conveniente pensar en la tradicional distinción entre lectura de estudio y
lectura recreativa. Hay otras dicotomías posibles. Por ejemplo, hay libros que sugieren, por
su contenido y organización, una lectura fragmentada. Típicamente, un diccionario o una
enciclopedia, pero también una antología de cuentos, poesías o ensayos. Hay, en cambio,
libros que exigen una lectura continuada en un tiempo relativamente largo, libros donde los
capítulos no son independientes, obras cuyas divisiones internas indican rupturas dentro de
la continuidad (una novela, una biografía, un texto de estudio con un tema unificado).

Estos dos tipos de libros exigen actitudes diversas por parte del lector. Los primeros, donde
cada sección, apartado o capítulo se cierra sobre sí mismo, se prestan bien para los tiempos
cortos de lectura, la atención momentánea, el recuerdo fugaz o fragmentado. Los otros, en
cambio, exigen un compromiso a largo plazo. Los de estudio, un compromiso de semanas
o meses. Una novela o biografía voluminosa puede atraparnos al punto de devorarla en el
espacio de una noche o disputarle espacios al quehacer cotidiano. Pero, en cualquier caso,
estos libros exigen un compromiso duradero del lector con la obra, a sabiendas que el texto
le obligará a guardar en memoria de largo plazo una serie de nombres, datos y precisiones
que van a ir siendo utilizados probablemente “en lo que sigue”.

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Es este tipo de lectura, que exige continuidad, compromiso con el texto, esfuerzo de
atención y memoria, el que está siendo atacado – indirectamente – por algunos de los
nuevos desarrollos tecnológicos. En particular, el teléfono celular es el prototipo de
tecnología exitosa que atenta contra la lectura continuada. Lo que acabo de decir puede
sonar a una aproximación alucinada. Necesito explicarme y para ello hay que hacer una
breve incursión sobre otro tema: el silencio y la soledad.
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En la antigüedad clásica (occidental), como todos sabemos, la lectura en voz alta era
considerada la “verdadera lectura”, porque el lector era un intérprete de un texto no
marcado (un texto sin espacios entre palabras y sin puntuación). El lector se preparaba para
la interpretación, como hoy día un músico (que puede leer perfectamente una partitura sin
“sonarla”) se prepara para “hacerla sonar”, o sea, para leerla en voz alta, con la voz de su
instrumento.

La lectura sin voz se fue imponiendo cuando los dispositivos textuales cambiaron: textos
puntuados, con párrafos o secciones claramente distinguidos, con títulos y sub-títulos, con
números de páginas y, dentro de la página con incisos ordenados, son textos que permiten
la consulta, la recuperación de un fragmento y la citación. Esto, por supuesto, no ocurrió de
manera aislada sino que es contemporáneo de la aparición de nuevos modos de circulación
de textos, de la sustitución de la lectura intensiva por la lectura extensiva y de nuevos
modos de enseñanza, progresivamente desprendidos de la vida monacal: las universidades.
Las bibliotecas, antes bulliciosas, se hicieron silenciosas. El silencio se asoció de manera
vinculante con el acto de lectura.

Silencio y soledad parecen ser términos “políticamente incorrectos” del mundo


contemporáneo. Nadie hace el elogio de esos conceptos. Más bien, se habla de ellos como
de “peligros a ser evitados”. La inter-conectividad es el antídoto para la soledad.
“Comunícate con cualquiera, no seas selectivo, comunícate. Ten siempre prendido tu
celular y sufre angustias si durante 4 horas consecutivas no recibes llamadas. (“¿Dónde
estás?” ha reemplazado, como pregunta telefónica de inicio de conversación, al tradicional
“¿cómo estás?”). Entra en cualquier chat, el que sea, y comunícate con quien sea, diciendo

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verdad o mentiras, poco importa. Lo que importa es que “te comuniques” (el contenido de
la comunicación ya no importa). No estés en silencio. Prende tu televisor, selecciona
alguno de los más de 50 canales de cable o satélite (y si no te bastan, paga por ver otras
opciones), o bien busca en un Blockbuster un DVD con tus artistas favoritos.... Pero, por
favor, evita el silencio que es deprimente. En lo posible, despiértate con la televisión
encendida o, mejor aún, no la apagues nunca. Tampoco apagues tu computadora, porque es
garantía de conexión con lo virtual”.

Estar a solas, y en silencio, con un libro entre las manos, siempre fue una actitud
potencialmente peligrosa. En la primera mitad del siglo XX, en medios rurales, inclusive
europeos, y franceses por añadidura, se le consideraba “un vice solitaire”, al mismo nivel
que otros vicios solitarios. A menos que se trate de un manual escolar o de un libro de
piedad religiosa, esa lectura silenciosa, para sí mismo, es considerada aún hoy “tiempo
perdido” o cosa de “holgazanes” en muchos medios populares sometidos a las urgencias de
la sobrevivencia cotidiana.

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Los tiempos apretados y la inmediatez de los resultados van en contra de la lectura


continuada. Ya nos acostumbramos a comprar tiempo de comunicación por adelantado
bajo la forma de una tarjeta. Los editores no venden, junto con el libro, el tiempo de la
desconexión.

El celular con sus múltiples funciones y su vertiginosa diseminación es un objeto


emblemático que simboliza plenamente el ideal de “ser parte de la red virtual de inter-
conectados”. No es sólo el prototipo del valor de la inter-conexión por encima del
contenido de la comunicación. Es también el símbolo de la fragmentación de los textos y
de la comunicación disruptiva. Espacios antes cerrados a los ruidos del exterior (una
conferencia, una clase) son de pronto quebrados por un sonido de alarma que no es la sirena
de la policía ni la de las ambulancias. “No puedo desconectarme”, le explica un alumno a

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un profesor. Está claro que, para el alumno, desconectarse es como cortar el cordón
umbilical que le permite respirar.

El celular es también emblemático de la pérdida de intimidad. Las conversaciones con el


celular son públicas. La idea misma de cabina telefónica está en vías de desaparición. El
teléfono fijo imponía restricciones al movimiento del cuerpo. El celular, en cambio, parece
suscitar el movimiento de todo el cuerpo. Hablar caminando, desplazándose pero llevando
consigo al interlocutor, es una experiencia a la cual no hay que resistirse.

Es bueno saber que la psicología clínica norteamericana ya habla de “specific learning


disabilities” vinculadas con las nuevas tecnologías. No me extrañaría que dentro de poco
alguien que rechace el celular sea definido como teniendo una peculiar patología. No me
extrañaría que la pregunta “¿con quién o con qué grupo chateas?” se incorpore al
cuestionario básico de diagnóstico psicológico para adolescentes. Estoy preparada para
imaginar que elegir el silencio para leer (o escribir) y preferir hacerlo en soledad sean
considerados síntomas de patología.

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¿Cómo formar a los nuevos lectores en este mundo ruidoso y falto de privacidad? ¿Cómo
formarlos tanto para la lectura de corto plazo como para la lectura de largo plazo? ¿Poner
computadoras en cada mochila escolar es acaso la solución?

Los grandes del negocio saben vender y saben crear adeptos. Ya han convencido a la
sociedad del riesgo de una nueva forma de analfabetismo: el analfabetismo digital.

Las estrategias tendientes a multiplicar exponencialmente el número de usuarios van a un


ritmo vertiginoso. Al inicio, computadoras en cada empresa o institución. Luego,
computadoras en cada hogar y, casi de inmediato, varias computadoras en cada hogar, una
para cada miembro de la familia, en lo posible. Simultáneamente, las computadoras se
hicieron obsoletas cada tres años y dejaron de ser reciclables. Los niños y jóvenes de la

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familia no quieren heredar la computadora de los mayores porque necesitan cada vez más
capacidad de memoria y velocidad de procesamiento. ¿Qué es eso de esperar medio minuto
a que baje una página?

De pronto, nos encontramos con otra novedad: no sólo una computadora por persona sino
varias computadoras por persona. Con la mayor naturalidad decimos ahora: “la
computadora de mi oficina, la de mi casa, mi portable”.

En el año 2000 el negocio de las computadoras llegó al ámbito de la educación básica. Los
ministros de educación -- de latinoamérica en particular -- adoptaron el eslogan
“computadoras en todas las escuelas”, “internet en todas las escuelas”. Antes de que ese
eslogan se hiciera realidad, antes de que los maestros entendieran qué se esperaba de ellos,
antes de que se probara el beneficio propiamente educativo de esas inversiones, a fines de
2005 se lanza un nuevo eslogan: “una laptop para cada niño”.

El prototipo de la “laptop de 100 dólares” se presentó en la Cumbre Mundial de Naciones


Unidas sobre Sociedad de la Información, celebrada en Túnez en diciembre 2005. Es el
plan más ambicioso para dar acceso al mundo digital a los niños de los países pobres, y se
presenta lleno de buenas intenciones: contribuir a cerrar la brecha digital, modernizar la
enseñanza, dar un nuevo medio de entretenimiento y diversión a las familias.

Al respecto, una nota de “The Economist” se titula: “Laptops para pobres – Gran negocio
para ricos”. ¿Quiénes serán los primeros compradores de estas laptops de funciones
reducidas? Evidentemente, no las familias pobres sino los ministerios de educación. Estas
laptops sólo se van a vender a los gobiernos, en primera instancia. Cito a “The Economist”:
“La fabricación sólo comenzará cuando se hayan ordenado y pagado por anticipado entre 5
y 10 millones de unidades [...] sólo se aceptarán pedidos de un millón de máquinas en
adelante, así que el pedido mínimo valdrá 100 millones de dólares”. La gran novedad es
que, para bajar el precio, estas laptops para pobres vendrán equipadas con software libre, el
sistema conocido popularmente como Linux, la competencia al software patentado de
Microsoft. Linux permite, entre otras cosas, que estas máquinas, conectadas en red, puedan

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simular mayor potencia y brindar conexión a Internet a través de una única máquina central
más potente.

Las nuevas tecnologías son maravillosas y no estoy tratando, en modo alguno, de negar su
utilidad para los aprendizajes. De lo que se trata es de distinguir entre los objetivos del
desmesurado negocio que han generado, entender mínimamente la guerra desatada entre los
grupos de MIT y Microsoft, y hacer frente a la propaganda de la tecnología digital con el
mismo distanciamiento que tenemos frente a la propaganda de cualquier otro producto. Así
como no creemos que una mujer o un hombre se convertirán en símbolos sexuales por
utilizar tal o cual perfume, tampoco podemos creer en los aprendizajes instantáneos que se
producirían cuando la pantalla reemplace a los libros en las mesas escolares.

Estas tecnologías se instalan en un mundo profundamente desigual. Se presentan como


“todopoderosas” y también van a contribuir, se nos dice, a reducir las desigualdades.
¿Estas laptops de 100 dólares van a ayudar a reducir las muertes infantiles por causas tan
previsibles como las infecciones por falta de agua potable? Los vendedores dicen que sí,
porque se pondrán a disposición de todos las informaciones pertinentes sobre los riesgos
del agua contaminada. Si tienes información, ya tienes todo lo que necesitas.

Este es el punto: confundir el acceso a la información con el acceso a las condiciones que
van a cambiar el modo de vida de las personas. Antes se decía: son subdesarrollados
porque no saben lo suficiente (la educación como llave del desarrollo). Ahora se dice: son
subdesarrollados porque no tienen acceso a la información suficiente (la información como
llave para el éxito individual y de asociaciones empresariales de cualquier tamaño que ellas
sean).

Ser líder, ser propositivo, arriesgar en la toma de decisiones... y tener información


actualizada al minuto. ¿Conocer? ¿Qué es eso? Conocer es integrar informaciones. Otra
acepción del verbo “conocer” parece que nos remite a la historia de la epistemología, una
historia que no conmueve ni perturba a los exitosos del mercado informático.

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¿Cuáles son los nuevos cuentos maravillosos del mercado informático? Va un ejemplo que
quizás ustedes hayan visto, detalle más o menos, en Internet. “Había una vez una
comunidad pobre, pero muy pobre. Cada año se empobrecía más. Un día llegó un ángel del
cielo que les anunció la buena nueva: ‘Conectaos y seréis prósperos y felices’, y les dejó
una computadora. Los pobladores no entendían de qué se trataba y enviaron ofrendas a la
nueva máquina. Pero vinieron nuevos emisarios, llamados capacitadores, y les dijeron que
no se trataba de eso. Ellos develaron los abracadabra para hacer hablar a las máquinas. Los
pobladores se alfabetizaron en un tríquete-trácate, surgió un líder que se informatizó antes
que nadie y poco tiempo después la comunidad descubrió que podía vender por internet sus
(antes) raquíticas artesanías o sus (antes) magros cultivos.... Ahora son competitivos pero
solidarios, ya no les basta con una computadora porque cada quien quiere tener la suya
propia para poder disfrutarla a sus anchas.”

Estas narrativas rurales se complementan ahora con otras narrativas contemporáneas,


ubicadas en el ámbito escolar. Dicen así: “En un lugar remoto de un lejano país había una
escuela pobre, con chicos pobres, desnutridos y un maestro mal pagado y poco motivado.
El maestro se cansaba de pedir al ministerio cuadernos, lápices y sacapuntas para que los
chicos pudieran copiar del pizarrón. Sus ruegos fueron finalmente escuchados, pero lo que
le enviaron es otra cosa: algo del tamaño de un cuaderno, que se dobla como un libro pero
que al abrirlo muestra teclas y una pantalla. Los chicos están entusiasmados. Aprietan
teclas pero no pasa nada. Alguien descubre la manivela (porque las Laptops de 100 dólares
han pensado en todo: “un dispositivo que se mueve a mano generará la energía suficiente
para operar cada laptop”) y, oh milagro, se hizo la luz. Los chicos se divierten como locos,
buscando imágenes tras imágenes. El maestro ha desaparecido. Se cierra el telón.”

El 62% de la población de USA tiene acceso a Internet, pero apenas el 14% de la población
mundial tiene la práctica de la inter-conexión. No es un espacio para analfabetos. Por el
contrario, el espacio internet exige, como dije al inicio, competencias adicionales a las que
estábamos acostumbrados a exigir en el caso de los libros. La definición del analfabetismo
no es estática sino histórica. Cambia según cambien las exigencias sociales, en virtud de

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nuevas prácticas relacionadas con las marcas escritas. Estar alfabetizado para el mundo
contemporáneo exige mucho más que hace 50 años.

Quedaron atrás, afortunadamente, los tiempos en que ciertos grupos sociales tenían
prohibido el acceso a la cultura escrita, tiempos en que algunos pocos esclavos de los USA
se alfabetizaban a escondidas, para acceder a la Biblia. Tiempos en donde un esclavo, o
incluso un liberto, podía ser castigado en la plaza pública si se descubría que sabía leer.

Los tiempos han cambiado. En 2005, un empleado de almacén de una institución es


despedido – o sea, castigado con el despido -- por no poder utilizar el programa informático
que controla entradas y salidas de la mercadería.

Efectivamente, la alfabetización digital invade todas las profesiones, de las que tienen más
requisitos de calificación a las que tienen menos. Pero ¿qué entendemos por alfabetización
digital? En una primera acepción significa capacidad para comprender y utilizar las
funciones básicas de un conjunto de programas (procesador de texto, bases de datos,
diagramación de resultados, conservación y recuperación de documentos, etc.). También
supone capacidad para utilizar el correo electrónico y hacer búsquedas elementales en
Internet. Pero, en segunda acepción, alfabetización digital supone bastante más: instalar y
desinstalar programas, poder juzgar cuál es el programa más conveniente entre varios
potencialmente similares, hallar solución para problemas de fallas en el transcurso de las
operaciones, administrar páginas web y muchos otros saberes prácticos involucrados en el
uso del software de las tecnologías informáticas.

Sabemos definir con bastante precisión el comportamiento de un individuo altamente o


medianamente alfabetizado frente a un conjunto de libros. Un individuo altamente
alfabetizado es independiente, no necesita de ayuda suplementaria para elegir, ordenar,
comparar y encontrar las informaciones requeridas. Frente a una computadora, la mayoría
de los que se consideran alfabetizados lo son en grado menor. Son parcialmente
independientes porque ignoran muchas de las funciones de los programas, porque se
mueven con dificultad en aquellos programas que manejan con poca frecuencia, porque

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entran en crisis fácilmente cuando algo no funciona como se esperaba. Hemos aprendido a
tener tutores muy jóvenes, que funcionan como prótesis temporarias, asistentes técnicos
que solucionan los problemas momentáneos de los usuarios. Esos personajes se han hecho
indispensables en las instituciones. Ayudan a simular que todos tienen competencias
informáticas cuando en realidad la mayoría tiene una alfabetización digital básica, casi
equivalente al deletreo.

¿Quién va a ocuparse de la alfabetización digital? Como medida de emergencia,


instituciones y empresas ofrecen cursos de reciclaje. A largo plazo, existe la expectativa de
que el sistema escolar, a alguno de los niveles de la educación básica obligatoria (de 4 a 15
años) asuma esa función.

La educación básica es el reservorio de todas las expectativas sociales. Basta con que un
tema cobre urgencia social a través de los medios para que de inmediato aterrice en el
curriculum escolar. La escuela debe ocuparse de educación sexual (quién lo duda, con la
diseminación del SIDA), de la educación para la preservación del medio ambiente (a pesar
de que nadie controla a las empresas contaminantes o depredadoras). Debe participar en las
campañas de vacunación (es indudable). Debe dar instrucción cívica, haciendo énfasis en el
ejercicio democrático del voto (visto el incremento del abstencionismo en los países
desarrollados). Debe luchar contra todas las discriminaciones (de género, religión o color
de la piel). Debe crear el placer por la lectura (a pesar de que nunca supo crear el placer del
descubrimiento). Y ahora, la alfabetización digital, además del curriculum tradicional. Todo
eso en 4 horas teóricas de clase por día (3 o menos horas efectivas), con maestros mal
pagados, peor capacitados y con bajísimo prestigio social.

Y, sin embargo, es allí donde muchos niños descubren por primera vez el libro. Un libro
que la maestra no leerá por el puro gusto de leer sino para enseñar a leer. En este mundo
desigual y dicotómico hay dos clases sociales en función del libro y los modos de leer: un
grupo social descubre en el ámbito familiar el placer de la lectura antes de enfrentarse a la
lectura de estudio; otro grupo social debe enfrentar lo escrito como objeto de estudio sin
que nada permita imaginar que la otra lectura aparecerá en el horizonte personal.

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Sabemos que los libros, contrariamente a otros objetos, pueden estar en las manos de los
niños mucho antes de que sean lectores autónomos. Tener “sus propios libros”, su propia
pequeña biblioteca antes de los 4 años, es algo bien diferente de tener sus propios juguetes.
Porque esos primeros libros son la posibilidad cierta de conocer, antes de saber leer, el
placer de la lectura.

Estar rodeado de cariño, en los brazos de un adulto acogedor, mientras se escucha una
historia que surge misteriosamente de las letras. Escuchar de nuevo la misma historia, esa
que adulto y niño se saben casi de memoria, es asistir a la fascinación de la repetición: la
escritura fija las palabras de tal manera que no se desorganizan ni se confunden. No hay
paráfrasis en la lectura. No hay sinonimia. El ritual se ejecuta, una y otra vez, con el
implacable rigor de la sucesión de las letras, los párrafos y las páginas.

Sabemos de la importancia de las primeras experiencias para conformar el imaginario


personal y podemos creer, con fundamento, que una temprana y placentera aproximación al
libro como la que he descripto tendrá efectos duraderos. Quizás no garantice un lector
consecuente a lo largo de la vida, pero ya es mucho si el libro se ubica junto con los más
preciados recuerdos de la época en que todo es descubrimiento y asombro.

¿Pero cuántos niños de este planeta pueden asociar lectura y placer desde la más tierna
infancia? ¿Cuántos, en este mundo profundamente desigual donde los padres alfabetizados
tienen pocos hijos mientras los otros siguen procreando para garantizar que al menos
algunos sobrevivan?

Libros para el placer, para unos. Libros para estudiar, para otros. Sin embargo, están las
bibliotecas de aula, que comienzan a complementar oportunamente a las bibliotecas
escolares. Por ejemplo Mëxico, país que tiene una tradición de más de 20 años de producir
y distribuir oportunamente libros de texto gratuitos a una población de 15 millones de
alumnos de primaria, ya tiene muy instaladas las bibliotecas de aula, además de las
bibliotecas escolares, para todos los niveles de la educación básica (prescolar, primaria y

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secundaria, lo que nos lleva a una población de 25,525,000 estudiantes para el presente
ciclo escolar 2005-2006). Para las bibliotecas de aula y las bibliotecas escolares son
convocados los editores, a través de convocatorias públicas anuales (la última se publicó el
28 febrero 2006). El proceso de selección es bastante participativo y regionalizado.

¿Se espera que estas acciones ofrezcan resultados inmediatos? Por supuesto que no. Todas
las acciones referidas a consolidar comportamientos lectores deben concebirse a largo plazo.
Las bibliotecas de aula generan sentimientos encontrados en los maestros, que no están
preparados para alfabetizar con libros, en plural. Muchos consideran la presencia de libros
como una sobrecarga de trabajo: hay que leerlos (o cuando menos explorarlos), ordenarlos,
clasificarlos, organizar el servicio de préstamo y garantizar la integridad de la colección. Lo
que rara vez descubren por sí mismos – sino a través de un proceso de capacitación que
despierte su inteligencia – es que todas esas actividades pueden hacerse con los niños, que
organizar la biblioteca de aula es un proyecto a largo plazo en donde todos pueden
participar y donde todos aprenden mucho participando.

¿Qué esperamos de los editores quienes estamos involucrados en los procesos de


alfabetización, dentro y fuera de la escuela?

Sabemos que las casas editoriales han sufrido profundas transformaciones en los últimos
años y que algunas de esas transformaciones van inexorablemente en el sentido de la
rentabilidad de los productos. Pero sabemos también que los editores – a diferencia de otros
productores y empresarios – son parte de un linaje de “hombres de cultura” que buscaron y
buscan incidir en los parámetros que definen el nivel de cultura de una población, en el
tránsito hacia una cultura letrada de poblaciones ajenas a la tradición escrita, en la memoria
histórica de los pueblos, en el acceso al libro y a la cultura escrita de los niños de hoy que
serán padres de otros niños en un futuro previsible.

A ustedes, herederos de una tradición humanística, les digo: los niños, todos los niños de
este planeta están ávidos de libros inteligentes, bien pensados, desafiantes, libros que

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puedan llevar consigo, muy pegados al cuerpo. Libros que se escuchan, que se miran, libros
con textura y con olor. Libros entrañables que entran por el cuerpo entero.

No basta con producir libros. Hay que garantizar el acceso al libro. Como hay que
garantizar el acceso al alimento, a los servicios de salud, a la educación y al agua potable.
Al mismo nivel.

Los primeros lectores se forman en las familias, cuando hay libros y lectores a su alrededor.
Por ahora, y hasta que seamos capaces de reducir la desigualdad social que caracteriza a
América Latina como región, la educación básica, la escuela pública, es el lugar donde se
forman los primeros lectores de los otros grupos. Allí es necesario que haya libros, muchos,
variados y atractivos. También pizarrones y tanto mejor si hay una o varias computadoras.
Pero, sobre todo, debe haber libros.

No estoy sugiriendo que los editores publiquen preferencialmente libros para niños. Estoy
enfatizando que los lectores se forman desde el inicio y que nada puede reemplazar a una
primera relación amistosa, cuerpo a cuerpo, con la letra impresa materializada en un libro.

También apuesto a que los editores exploren la complementariedad entre cierto tipos de
textos y los CDs multimedia o los DVDs, y yo misma lo he intentado con una editorial
amiga que se atrevió a la empresa.

Quizá sea hora de dejar de especular sobre las nuevas tecnologías con una mezcla de
sorpresa y temor. Estamos, de hecho, conviviendo con ellas. Convivencia difícil,
reconozcámoslo, ya que apenas hemos comprendido una, el reemplazo por otras se hace
inminente. En épocas de rápidos y frecuentes desplazamientos es extraordinario poder
transportar en un minúsculo dispositivo electrónico la música, las imágenes y los textos que
necesitamos. Pero seguimos dando un lugar de privilegio a los libros, que no compiten con
los textos electrónicos porque cumplen otras funciones.

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Los cambios son muy rápidos y toda predicción es riesgosa. Sin embargo, el objeto libro
tiene virtudes intrínsecas. Está cargado de historia y la historia nos constituye en un
presente que apuesta hacia el futuro.

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