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CONSTRUYENDO UNA CULTURA DEL ETHOS VITAL

Las ciencias químicas, físicas y biológicas aportan al mundo de la cultura valiosa información sobre
el misterioso fenómeno de la vida y su lógica. Es decir, de qué está hecha la vida y de cómo la
interacción de las cuatro fuerzas de la materia-energía dan a luz y sostienen el fenómeno de lo
viviente en el planeta, de las intrincadas relaciones entre lo abiótico y lo biótico, y de la creciente
complejidad que, a pesar de la entropía, da de sí sorprendentes novedades biológicas con
sinergias evolutivas diacrónicas y sincrónicas en sistemas abiertos. Sobra advertir que las ciencias
positivas, por sí mismas, no descifran el misterio de la vida y del mundo, sino que ayudan a su
descripción y reconocimiento. “Lo que es un misterio no es cómo sea el mundo, sino que el mundo
sea".

El ser humano es la novedad biológica más compleja y prodigiosa que conocemos. Tan compleja,
que ha evolucionado hacia gradientes de cognición del entorno y de sí mismo cifrados en códigos
simbólicos abstractos de tipo espiritual trascendente, vale decir, no materiales ya la vez
desligantes del espacio-tiempo, aunque subsidiarios de ellos. Estamos hablando, entonces, de la
cultura: del reino del conocimiento racional, del lenguaje, de la volición, de la libertad, de la
conciencia, de la autonomía, de la tecnociencia, de las expresiones estéticas, lúdicas, creativas y
religiosas, y de la insaciable búsqueda de felicidad inscrita en la psique humana de todos los
tiempos. A la felicidad tendemos todos los seres humanos como máxima utilidad o provecho de la
acción de vivir. Así lo expresa Jeremy Bentham: "El fin, entiendo, es la felicidad, y la tendencia de
cualquier acto hacia la misma es lo que denominamos su utilidad: de forma semejante, la
divergencia correspondiente es lo que denominamos perjuicio.”

La cultura es la red simbólica evolutiva de expresiones humanas, espirituales y materiales, que dan
coherencia, identidad y pertenencia al individuo con un grupo social y su hábitat. Es la manera
como los seres humanos se dotan de recursos prácticos de supervivencia y de maneras de pensar
su vida, una cosmovisión, valores morales y actitudes que guían su vida, su acción y sus relaciones
económicas. En el fondo de la cultura están los valores que dan soporte ético, estético y espiritual
al discernimiento y al buen gusto de vivir, que generan el juicio de lo justo y de lo injusto, de lo
bueno y de lo malo, lo útil y lo inútil, lo necesario y lo conveniente, lo honesto y lo deshonesto, lo
aceptable y lo rechazable.

En esta gigantesca red simbólica de expresiones humanas, la tecnociencia se ha venido


posicionando con fuerza socioeconómica, desde tres siglos atrás, como producto cultural
altamente deseable para la supervivencia de la especie por sus efectos útiles mediáticos, a la vez
que como agente productor de conceptualización de una nueva cultura que hoy llamamos
“Sociedad del Conocimiento".

Lo anterior significa que la tecnociencia no sólo dota a la comunidad humana de un creciente


poder autonómico jamás tenido para resolver exitosamente las necesidades de una vida mejor,
sino también de fuerza moral para llevar responsablemente una vida buena definida en términos
de satisfactores de calidad y de preguntas conducentes a esclarecer el sentido de la vida, aunque
esto último proviene más de las críticas humanísticas a las condiciones tecnocientíficas. Desde los
albores del Homo sapiens, el ser humano se ha venido constituyendo como tal en aprendizajes
simultáneamente técnicos y morales. De esta manera, los aspectos materiales e instrumentales de
la tecnociencia acceden a la inmaterialidad de la red simbólica de la cultura, convirtiéndose en
"tecnocosmos”, es decir, en un modo genérico de pensamiento, conciencia o psique colectiva.

La técnica tiende a generar condiciones de propia autonomía, de construir cada vez más sistemas
articulados que autosatisfacen sus propios objetivos cibernéticamente, impactando con ello el
desarrollo de la cultura contemporánea. Por autonomía del fenómeno técnico hay que entender
que la (técnica) no depende finalmente más que de ella misma (...), es un factor primero y no
segundo, tiene que ser considerada como un 'organismo' que tiende a cerrarse, a
autodeterminarse: es un objetivo por sí misma. La autonomía es la condición misma del fenómeno
técnico". “Cada elemento técnico está adaptado primero al sistema técnico, y es en relación con
éste como tiene su verdadera funcionalidad, más que en relación con una necesidad humana o
con un orden social”.

No es cultura lo que se hereda genéticamente, aunque es su soporte biológico cerebral, e influye


en ella. Cultura es fundamentalmente el constructo simbólico-social aprendido y transmitido
vitalmente como conocimiento en el gran acervo histórico de la memoria colectiva. Es la manera
como un grupo de personas vive, satisface sus necesidades vitales, piensa, siente, se organiza, se
dota de sentido existencial, celebra y comparte la vida. En toda cultura subyace un sistema de
valores, de significados, de visiones del mundo que se expresan al exterior por medio del lenguaje,
los gestos, los símbolos, los ritos y estilos de vida.

DE RIESGOS Y OPORTUNIDADES EN EL ETHOS VITAL

Estas novedades simbólicas y materiales del proceso de evolución cultural provienen del proceso
de evolución biológica y conviven con ella. Desde la cultura tecnocientífica contemporánea
intervenimos la naturaleza propia y ajena para modificarlas con fines altruistas de búsqueda de
calidad y de sentido de la vida, a riesgo también de causar perturbaciones severas, imprevisibles e
irremediables en la lógica de la vida, como la contaminación, con terribles efectos
desnaturalizadores del hábitat. En otras palabras, con el afán de bienestar quizás corremos riesgos
innecesarios y de macro impacto que pueden ser ecocidas y suicidas. Estas situaciones pueden ser
previsibles y minimizables si obramos éticamente, asumiendo el Principio de precaución y de
control.

Este tipo de riesgos se han hecho evidentes por su magnitud desde los años sesenta, cuando con
la acelerada fusión de las tecnociencias y de éstas con la economía, accedemos a un gigantesco
poder manipulador de cuanto nos venga en gana, incluyendo a los mismos seres humanos.
Citemos dos ejemplos de macroimpacto ético. La ingeniería genética no para en sus ambiciones de
modificar todo tipo de vida en el planeta alegando criterios eugenésicos y, lo que es peor, aplica
estas tecnologías en armamentismo biológico de incalculable poder destructivo, además de lo que
ya la física perversamente aportó al armamentismo atómico. Otro ejemplo: los años sesenta
trajeron el sexo sin procreación con la introducción al mercado de todo tipo de anticonceptivos; y
los años ochenta trajeron la procreación sin sexo, con los métodos de procreación humana asistida
en laboratorio, hasta que en nuestros días estamos ad portas de clonar seres humanos con interés
reproductivo y terapéutico.

El conocimiento aportado por las ciencias de la vida se constituye hoy en un insumo obligado para
la reflexión moral de las ciencias sociales y humanas, a la vez que estas últimas asumen la vocación
de fecundar los análisis críticos de las primeras para enrumbar mancomunadamente el mundo de
la cultura hacia un ethos vital sustentable. En esta convergencia de conocimientos, y con el
propósito de cuidar de la vida en todas sus manifestaciones como imperativo ético prioritario,
nace la Bioética a finales de los años sesenta.

La evolución cultural es emergencia de la evolución biológica o natural, que da de sí realidades


cualitativas no reductibles a la normatividad de sus precedentes biofísicos que implican
"necesariedad” en términos de organización. A la condición volitiva, inteligente y libre de los seres
humanos, gestora de cultura y moralidad, no le conviene antagonizar con la lógica de la vida
inscrita en la naturaleza, sino hacer sinergias con ella. El antagonismo lleva a destruir la naturaleza
y también al destructor. La crisis ambiental lo dice a gritos.

La afirmación anterior no significa que las leyes ciegas que rigen los fenómenos naturales sean
simultáneamente normas de moralidad, puesto que ellas fundamentan la necesariedad de los
fenómenos biofísicos que acontecen así y no de otra manera, mientras que los actos morales
siguen el curso de la toma de decisiones libres y conscientes entre varias alternativas de acción
signadas como valores o antivalores. Desde Moore se tiene la advertencia de la “falacia
naturalista", en la cual no se pretende recaer. El propósito es armonizar naturaleza y cultura,
equívocamente disociadas, en pos de un ethos vital sustentable.

A la naturaleza se debe volver la mirada con ojos sapienciales para interpretar y acatar sus
mensajes éticos, estéticos, espirituales y de vida práctica. Siendo los seres humanos naturaleza, no
es correcto violentarla y violentarnos. Los mensajes de la naturaleza son fuente de vida, de calidad
de vida y de sentido existencial. Constituyen un referente ineludible e inagotable de reflexión
moral. A ellos debemos acudir para entender y seguir la dinámica articulante de biodiversidad,
biológica y cultural, vale decir, las íntimas relaciones entre territorio, biota y las comunidades
humanas endógenas que han evolucionado con ellos logrando su identidad cultural y, por lo tanto,
reivindican justamente sus derechos.

El acto moral es propio y exclusivo del ser humano, como organismo altamente complejo que ha
devenido autopoiésicamente en sapiens, es decir, que sabe que sabe. O también, que es
consciente de que es consciente. De ningún otro organismo vivo de la naturaleza puede predicarse
la conciencia moral como característica sustancial y, por lo tanto, la exigencia de responder por
sus actos y las consecuencias futuras de los mismos, ante la comunidad moral de pertenencia
situada espacio-temporalmente.

Con todos los organismos, desde los unicelulares más simples hasta los más complejos inmediatos
al humano (bacterias, protistas, fungí, vegetales y animales, además de los priones y virus),
compartimos gradientes de cognición computante de interrelaciones con el entorno, que son
organizacionalmente configurativas del conocimiento reflejo. Estas relaciones cognitivas conllevan
procesos de mayor complejidad reflexiva en la medida en que los organismos autopoiesicamente
adquirimos mayor complejidad, lo que nos permite percibir diferenciadamente el mundo con el
cual necesariamente nos vinculamos en redes energéticas de interacción y reciprocidad.

Estas redes energéticas están en la base de la selección natural. Y dicha selección natural tiene
lugar cuando se produce una variación heredable en eficacia (utilidad): capacidad para sobrevivir
en competencia, colaboración, reproducirse y morir; capacidad que se representa en términos de
probabilidades estadísticas como especie, es decir, población de organismos que comparten
información con barreras biológicas propias de identidad y diferenciación, que dotan a esta
comunidad orgánica de sistemas de emparejamiento, mutación, migración, deriva genética al azar
y recombinación.

El proceso evolutivo, con su dinámica de selección natural que pone en interacción nuestra carga
genética individual con el entorno epigenético, nos ha dotado de emergencias cognitivas de mayor
competitividad hasta lograr duplicar nuestra condición de sapiens, ubicándonos privilegiadamente
en el género sapiens. Gracias a las emergencias cognitivas “El ser humano ajusta su conducta para
maximizar su eficacia" (hipótesis promovida por Alexander, 1979-1987).

Con este plus de cognición, los seres humanos superamos las condiciones adaptativas al ambiente
que compartimos con todos los organismos o seres vivos del planeta, haciendo progresiva y
simultáneamente una doble ganancia: adaptar el ambiente a nuestras necesidades reales o
presuntas y tomar conciencia moral de nuestro ser en el mundo. Las dos ganancias van juntas, son
inseparables y generadoras de novedades simbólicas que estructuran el mundo de la cultura.
Ambas están mediadas por acciones instrumentales del hombre con el hábitat, a través de las
cuales el hombre se apropia del hábitat para modificarlo en beneficio propio y también se apropia
de sí mismo para dotarse de sentido existencial. Este proceso evolutivo biológico-cultural conlleva
cambios, tanto entrópicos como autopoiésicos, hacia niveles de mayor complejidad, transidos
siempre por el caos, el azar y la necesidad.

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