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Miedo al efecto Wirecard

El colapso de Wirecard, la fintech alemana de pagos electrónicos que se declaró


insolvente tras haber falsificado sus cuentas, se perfila como uno de los mayores
escándalos corporativos de Alemania, una suerte de bofetada general al sistema,
por cuanto al regulador financiero alemán, la Autoridad Federal de Supervisión
Federal (BaFin), le llueven críticas en su país y en el extranjero por no haber
detectado el fraude. También las empresas de auditoría, en este caso EY, están en
el punto de mira. El Gobierno alemán habla de “escándalo sin equivalente en el
mundo de las finanzas” y ha anunciado un endurecimiento de los controles en el
sector tecnofinanciero.

El escándalo de Wirecard se añade al de los motores trucados de Volkswagen –


conocido como Dieselgate –, y al de malversación de fondos en Deutsche Bank,
así que la caída fraudulenta de esta fintech agranda el daño a la reputación
alemana en ética de los negocios. “Alemania es el último lugar donde podríamos
haber imaginado una situación así”, dijo respecto al caso Wirecard el ministro de
Economía, el democristiano Peter Altmaier, y pidió “medidas enérgicas”.

El escándalo empezó a aflorar a mediados de junio. El jueves 18 de ese mes, la


auditora EY, que verificaba las cuentas de la fintech alemana desde hace más de
un decenio, anunció que no avalaría su contabilidad del 2019. Había un agujero
contable de 1.900 millones de euros. “Hay indicios claros de que esto fue un
fraude elaborado y sofisticado que involucró a múltiples partes en todo el
mundo”, dijo EY en un comunicado. Al día siguiente, su consejero delegado, el
austriaco Markus Braun, abandonó el cargo; y el lunes 22 de junio, Wirecard
admitió que esa cantidad de 1.900 millones, que en sus balances figuraba adscrita
a bancos en Filipinas, “muy probablemente” no existía. El dinero esfumado
corresponde a avales bancarios de Bank of the Philippine Islands (BPI) y BDO
Unibank, pero ambas entidades filipinas niegan que Wirecard fuera su cliente.

Ese mismo lunes, Braun fue detenido en Munich, pero fue puesto en libertad al
día siguiente bajo fianza de 5 millones de euros. La justicia alemana también
busca al exdirector de operaciones de Wirecard, el también austriaco Jan
Marsalek, que salió disparado hacia Filipinas, donde consta su llegada al
aeropuerto de Manila el martes 23 de junio. Como su esposa es filipina y le
acompañaba, pudo entrar pese a las restricciones a extranjeros por la Covid-19, y
las autoridades filipinas creen que sigue en el país.

Hay además deudas por valor de 3.500 millones de euros, puntilla definitiva por
la que la fintech presentó suspensión de pagos ante la “amenaza de insolvencia y
sobreendeudamiento”. Wirecard se convertía así en la primera firma del DAX, el
prestigioso índice bursátil alemán, en irse a pique, apenas dos años después de
hacerse un hueco entre las 30 compañías más cotizadas del país. Fundada en
1999 con sede en Aschheim, a las afueras de Munich, Wirecard empezó como
procesador de pagos para páginas web de pornografía y juegos de azar, y
evolucionó hasta ser una exitosa empresa de servicios online.

Ahora, los acreedores tienen escasas esperanzas de recuperar los 3.500 millones
que se les debe, mientras los 6.000 empleados de la empresa afrontan un destino
incierto. La Fiscalía de Munich investiga a su jefe Braun por tergiversación de las
cuentas y manipulación del mercado. Y esta semana ha trascendido que también
podría haber ramificaciones de falsa contabilidad en las islas Mauricio.

La prensa alemana ha cargado contra organismos de supervisión, agencias de


calificación, auditorías, bancos y compañías de inversiones. Ninguno de estos
actores parece haber cuestionado o investigado en serio el funcionamiento del
modelo de negocio de Wirecard. De hecho, este modelo ya levantó rumores de
fraude en el 2015. Y en marzo del año pasado, el Financial Times alertó de
sospechas de manipulación de balances en Wirecard, con Asia como epicentro.

Al inicio del escándalo, el ministro de Finanzas, Olaf Scholz, ya admitió que es


hora de que Alemania revise la regulación en la materia. “Debemos repensar
nuestras estructuras de supervisión; si se necesitan medidas legales, legislativas y
regulatorias, las adoptaremos y las implementaremos”, dijo el socialdemócrata
Scholz.
También al principio, el presidente del órgano supervisor BaFin, Felix Hufeld,
calificó lo sucedido de “desastre total”, pero esta semana se mostró más
específico y habló de “simple y clásico comportamiento penal”. En su
comparecencia el pasado miércoles ante la comisión de Finanzas del Bundestag
(cámara baja del Parlamento), Hufeld defendió la actuación del BaFin, que tenía
en marcha una investigación policial al respecto desde hacía 19 meses.

Los analistas señalan que ciertamente la BaFin estuvo corta de reflejos, pero que
parte del problema radica también la delegación de responsabilidades. Alemania
es uno de los pocos países que divide la revisión de la contabilidad entre una
institución privada y el supervisor financiero estatal. El regulador privado Panel
de Aplicación de Informes Financieros (FREP, por su sigla en inglés) se ha
encargado desde el 2005 de examinar los informes financieros de las empresas
que cotizan en bolsa en Alemania. “Rastrear fraudes contables e investigar no
forma parte de nuestras tareas”, dijo FREP el pasado miércoles en un
comunicado. Por lo pronto, el Gobierno de gran coalición de conservadores y
socialdemócratas de la canciller Angela Merkel cancelará su contrato con el
FREP, y el ministro de Finanzas Scholz sostiene que el BaFin debería tener poder
un investigativo similar al de la Fiscalía.

Para más inri, el viernes 26 de junio trascendió que la Unión Europea investiga al
BaFin por el caso Wirecard, una medida poco habitual y decididamente
embarazosa para Alemania, que a los pocos días asumió la presidencia rotatoria
del Consejo de la UE. Mientras, la auditora EY afronta una oleada de litigios,
acusada de no haber intervenido antes, en un terremoto que remite a la fatal
supervisión que hizo otro gigante de la auditoría, Arthur Andersen, de la
energética estadounidense Enron, que se hundió a inicios de los años 2000 tras
inventarse sus cuentas. El caso Wirecard apunta, en definitiva, a que el sector
tecnofinanciero está todavía poco vigilado en general.

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