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LAS EMPRESAS RACIONALES DE STEPHEN TOULMIN

ANGIE YAGARI; LINA MOSQUERA

Vamos a considerar ahora una nueva tentativa que parece situar el problema en
un nuevo enfoque más satisfactorio, al englobar la racionalidad científica en el
contexto más amplio de la racionalidad de las empresas intelectuales y en general
de las empresas colectivas: esta tentativa, realizada por Toulmin, pretende
explícitamente superar los planteamientos que hasta ahora hemos considerado,
pero en definitiva se encuentra también inficionada por la carencia de una
adecuada teoría del conocimiento que haga posible plantear adecuadamente la
caracterización del conocimiento científico.
Stephen Toulmin se ha ocupado de los problemas del conocimiento y de la
filosofía de la ciencia en obras diversas aparecidas a lo largo de varias décadas.
Aquí centramos nuestra atención en una de ellas, publicada en 1972, en cuyo
prefacio afirma Toulmin que su propósito es replantear el tema de la racionalidad:
“La presente ‘crítica de la razón colectiva’ es la primera etapa de una vasta
reevaluación de nuestras ideas corrientes sobre la racionalidad, y tiene el
propósito de corregir esa situación”
Toulmin propone su postura como alternativa frente a las de Popper, Kuhn,
Lakatos y Feyerabend, que critica expresamente.
Pueden señalarse dos grandes coordenadas que sitúan el enfoque de Toulmin.
Por una parte, la racionalidad científica viene considerada como un caso particular
de los problemas generales del conocimiento: Toulmin plantea expresamente los
problemas de la fundamentación del conocimiento humano de modo general, y
dentro de la solución que propone estudia el problema específico del conocimiento
científico.
Por otra parte, Toulmin intenta situar los problemas en el ámbito de las
actividades humanas tal como de hecho se dan: el conocimiento se considera
dentro de los objetivos de determinadas ‘empresas’ colectivas —la actividad
científica es una de tales empresas—, y el valor de los conceptos y en general del
conocimiento se mide en función de la realización de esos objetivos. Por tanto, el
enfoque de Toulmin tiene en cuenta aspectos importantes que estaban
descuidados en las posturas que hasta ahora hemos examinado.
En cuanto a la primera coordenada —las bases del conocimiento en general—,
Toulmin sostiene que los problemas del conocimiento tienen que ver con la
adaptación de los conceptos a la resolución de problemas mucho más que con las
cuestiones lógicas, por lo cual su enfoque se sitúa sobre todo en relación con el
desarrollo efectivo de las empresas humanas que buscan el conocimiento para la
resolución de problemas:
“La tesis central de este volumen fue presentada por primera vez en mi anterior
libro, Los usos de la argumentación (1958). Dicha tesis puede resumirse en una
sola convicción profundamente arraigada: que, en la ciencia y en la filosofía por
igual, la preocupación exclusiva por la sistematicidad lógica ha resultado
destructiva para la comprensión histórica y la crítica racional. Las nociones
fundamentales son las de ‘adaptación’ y ‘exigencia’, más que las de ‘forma’ y
‘validez’. El programa filosófico que aquí proponemos deja de lado todos estos
supuestos, para patrocinar esquemas de análisis que son al mismo tiempo más
históricos, más empíricos y más pragmáticos”.
Este enfoque histórico y pragmático se dejará sentir de tal modo que, como
veremos, el problema de la verdad objetiva del conocimiento quedará demasiado
a merced de los aspectos pragmáticos de las empresas cognoscitivas, con lo que
nuevamente encontraremos una postura en la cual la falta de una adecuada teoría
realista del conocimiento provocará deficiencias importantes de cara a la
valoración del conocimiento.
La segunda coordenada que hemos señalado y que se relaciona claramente con
la primera, lleva a Toulmin a afirmar que:
“La racionalidad no es un atributo de los sistemas conceptuales en cuanto tales,
sino de las actividades o empresas humanas de las cuales son cortes temporarios
los conjuntos particulares de conceptos: específicamente, de los procedimientos
por los cuales se critican y cambian los conceptos, juicios y sistemas formales
corrientemente aceptados en esas empresas”.
El problema de la racionalidad, por tanto, no se sitúa en el ámbito de las
argumentaciones lógicas, sino en el contexto de las actividades humanas que
utilizan determinados sistemas conceptuales: se tratará de estudiar de qué modo
se utilizan esos conceptos de acuerdo con los objetivos de las respectivas
actividades o empresas humanas, y cómo se llegan a aceptar de modo que la
evolución de las actividades pueda describirse como racional. Una primera
consecuencia de este enfoque es que el desarrollo de los conceptos científicos no
puede concebirse como un proceso autónomo —que constituiría la ‘historia
interna’ de la ciencia— sólo accidentalmente condicionado por los factores
sociológicos —que constituyen la ‘historia externa’—:
“La historia disciplinaria o intelectual de la empresa interacciona con su historia
profesional o sociológica, y sólo podemos separar la historia ‘interna’ de la vida de
las ideas con respecto a las historias ‘externas’ de las vidas de los hombres que
tienen esas ideas al precio de una excesiva simplificación”.
En el texto recién citado aparece una distinción importante para situar la postura
de Toulmin: la distinción entre los aspectos de las empresas racionales
consideradas como ‘disciplinas’ o como ‘profesiones’:
“Toda empresa racional bien estructurada presenta dos fases. Podemos
concebirla como una disciplina, con una tradición comunal de procedimientos y
técnicas para abordar problemas teóricos o prácticos; o podemos concebirla como
una profesión, con un conjunto organizado de instituciones, roles y hombres cuya
tarea es aplicar o mejorar esos procedimientos o técnicas”.
El desarrollo de las ideas —historia interna— corresponde a la empresa
considerada como disciplina, y el desarrollo de las organizaciones e instituciones
—historia externa— corresponde a la empresa como profesión. La dicotomía entre
lo ‘interno’ y lo ‘externo’ —en la ciencia y en cualquier ‘empresa racional’—, que es
fuente de dificultades en las posturas anteriormente examinadas, es aquí
eliminada: se trata de dos aspectos diferentes, pero no autónomos, el uno no
puede prescindir del otro.
Intentaremos ahora comprender qué entiende Toulmin por ‘empresa racional’ y,
en general, por ‘racionalidad’. Para ello, debemos considerar sus afirmaciones
básicas acerca del valor del conocimiento.
Toulmin pretende plantear en toda su generalidad el problema del conocimiento —
o de la ‘comprensión humana’, tal como él titula su obra—. Ese problema sería el
examen de las bases de la autoridad intelectual, o sea, qué tipos de certeza
podemos alcanzar, cómo se adquiere el conocimiento, cómo podemos valorar
concepciones rivales, qué base tiene el conocimiento en la experiencia sensorial.
“El objetivo filosófico final de las indagaciones que siguen, por consiguiente, es dar
una explicación adecuada de la autoridad intelectual de nuestros conceptos en
términos de la cual podemos comprender los criterios por los que deben ser
sopesados”.
Y, desde el comienzo, Toulmin señala que se debe realizar esta tarea
examinando el desarrollo real de las actividades cognoscitivas, afirmando que si
se prescinde del estudio de los procedimientos científicos e históricos se cae en
una concepción de la epistemología que es inadmisible: hay que liberarse de la
tentación de concebir la epistemología como una disciplina autónoma que tuviera
unos problemas propios que estudiar.
Por otra parte, Toulmin declara inadmisibles lo que él llama ‘los tres axiomas de la
tradición del siglo XVII’, que seguirían inficionando en la actualidad los estudios
acerca de la comprensión humana. Estos tres axiomas que hay que rechazar son:
la existencia de un orden fijo en la naturaleza y de unos principios también fijos del
entendimiento humano; la distinción entre la materia inerte y la conciencia
totalmente distinta de la materia que sería la sede de las funciones mentales
superiores; y la consideración de las demostraciones geométricas como patrón de
todo conocimiento válido . Puede así advertirse ya que el planteamiento de
Toulmin supone un rechazo acertado de los planteamientos racionalistas que,
efectivamente, han desempeñado un papel central en el pensamiento moderno
desde el siglo XVII.
Toulmin señala a Descartes y Locke como la fuente de los ‘tres axiomas’ que
critica, y en eso no le falta la razón: las pretensiones racionalistas de establecer
principios del entendimiento y métodos demostrativos basándose en unas
consideraciones ideales desligadas de las condiciones reales del conocimiento
deben ser abandonadas. Pero, al mismo tiempo que rechaza los elementos
racionalistas, Toulmin rechaza otros elementos que no lo son, y que además son
imprescindibles para una comprensión adecuada de la realidad: la existencia de
un orden en la naturaleza y de una inteligencia humana que está por encima de
las condiciones puramente materiales —y que es capaz de captar el orden natural
— no están directamente relacionadas con el racionalismo, aunque
accidentalmente pueden estarlo en determinados autores, y se trata de realidades
indispensables para plantear adecuadamente una teoría realista del conocimiento.
El rechazo de estas realidades no está justificado por las consideraciones de
Toulmin, quien inevitablemente se verá conducido a un planteamiento pragmatista
del conocimiento. Efectivamente, Toulmin afirma:
“Las proposiciones que figuran en las teorías científicas nunca —como no sea
indirectamente— nos dicen nada ‘verdadero’ o ‘falso’ sobre los aspectos del
mundo empírico al que se aplican”.
Esto equivale a prescindir totalmente de la ‘verdad’ y de la ‘falsedad’ en la teoría
del conocimiento científico, dejando por tanto de lado el sentido realista de este
conocimiento. En estas condiciones, el valor del conocimiento científico
difícilmente podrá ser considerado de un modo realista
La causa de este planteamiento puede encontrarse en la profunda aversión que
Toulmin manifiesta hacia todo lo que parezca relacionarse con principios
inmutables del conocimiento o de la realidad: da la impresión de que cualquier
principio fijo y estable supondría admitir planteamientos racionalistas —que
Toulmin rechaza con razón—, cuando en realidad no es así, puesto que cabe
admitir un orden estable en la naturaleza y la capacidad humana de conocerlo —
aunque sea parcialmente— sin admitir en absoluto ningún planteamiento
racionalista.
Toulmin insiste una y otra vez en el valor relativo de los conceptos y en su sentido
instrumental; respecto a la ciencia, Toulmin hace suya la afirmación de
Wittgenstein de que las leyes científicas se refieren a los objetos del mundo, pero
de tal modo que las teorías en sí no nos dicen nada acerca del mundo, lo cual
difícilmente podrá conciliarse con una postura realista. En concreto, Toulmin
afirma:
“En la ciencia, el significado se muestra por el carácter de un procedimiento
explicativo; y la verdad, por el éxito de los hombres en hallar aplicaciones para ese
procedimiento".
Esto requiere matizaciones. Parece que, como tantos otros autores, Toulmin
centra su atención en las elaboraciones teóricas sistemáticas de las ciencias
formalmente más desarrolladas, donde efectivamente se da un uso bastante
instrumental de muchos conceptos: pero de ahí no se pueden extraer
consecuencias generales respecto al conocimiento científico sin más, ya que ese
conocimiento tiene básicamente un sentido realista. De hecho, Toulmin hace notar
en sus explicaciones que se refiere a teorías generales abstractas, pero de ahí da
un salto injustificado al conocimiento científico como tal en toda su extensión.
Puede advertirse todo esto en las siguientes afirmaciones que Toulmin expone
con un alcance general:
“El conocimiento empírico que una teoría científica nos brinda es siempre el
conocimiento de que algún procedimiento general de explicación, descripción o
representación (especificado en términos abstractos, teóricos) puede aplicarse
exitosamente (de manera específica y con un grado particular de precisión,
discriminación o exactitud) a una clase particular de casos (especificados en
términos concretos, empíricos)”.
Estas afirmaciones, que podrían ser correctas si se tomaran como referentes a
aspectos determinados del conocimiento científico, son inadecuadas si se toman
—como parece ser el caso— como aplicadas a la naturaleza misma y al valor de
todo conocimiento científico, ya que tomadas en este sentido llevan a una
concepción instrumentalista —probablemente ajena a la intención de Toulmin,
pero inevitable según su postura—.
Toda esta valoración del conocimiento científico tiene consecuencias importantes
respecto al modo de concebir la ‘racionalidad’. Como ya hemos visto, Toulmin
afirma que la racionalidad no se refiere al contenido del conocimiento, sino a la
actitud ante ese contenido; de modo concreto, la racionalidad viene concebida —
de modo similar a lo que sucede en Popper— en función de la disposición a
cambiar los conceptos admitidos hasta un momento determinado:
“Los hombres muestran su racionalidad en su disposición a ‘abandonar’ el sueño
de un único sistema universal de pensamiento que posea una autoridad exclusiva
y a revisar cualquiera de sus conceptos y teorías a medida que se amplía y
profundiza progresivamente su experiencia del mundo”.
Pero es esta una manera extraña de concebir la racionalidad, a menos que no se
admita la posibilidad de alcanzar la verdad objetiva. Parece obvio que, si se llega a
obtener un conocimiento verdadero, lo racional sea admitirlo como tal.
Toulmin parece oponer dos concepciones que serían excluyentes: o bien se está
dispuesto a abandonar cualquier concepto, o bien se admite un ‘único sistema
universal de pensamiento’ incorregible. Pero esa alternativa es falsa, y el concepto
de racionalidad a que da lugar es altamente insatisfactorio. De nuevo la postura de
Toulmin parece demasiado condicionada por su reacción frente a un racionalismo
rígido, hasta el punto de caer en un pragmatismo igualmente rígido en el que la
disposición a cambiar los conceptos parece un valor superior a la verdad.
Pero la alternativa entre ‘principios inmutables del conocimiento’ —entendidos al
modo racionalista— y un ‘relativismo pragmatista’ —que condiciona el
conocimiento por sus aplicaciones hasta el punto de que no es fácil hablar de la
verdad del conocimiento— es una falsa alternativa. Toulmin va a encontrarse
finalmente con el grave problema de cómo superar el relativismo al que parece
conducir su postura, y, como veremos, no consigue resolverlo de un modo
aceptable.
Una gran parte del estudio de Toulmin que estamos analizando se centra en
amplias consideraciones acerca de diversas características de las ‘empresas
racionales’, tanto en su aspecto ‘disciplinar’ como en el ‘profesional’, y muchas de
las observaciones que recoge son interesantes para conseguir situar los
problemas del conocimiento en su contexto real. Es éste un punto que Toulmin
subraya y que ciertamente es importante, puesto que con demasiada frecuencia
se abordan los problemas del conocimiento (ordinario o científico) sin tener en
cuenta el contexto real en que se plantean, dando lugar a visiones distorsionadas.
La contrapartida es que Toulmin acentúa tanto los aspectos sociológicos que los
problemas del conocimiento parecen quedar demasiado relativizados e incluso
diluidos dentro del contexto de las actividades humanas. Podemos señalar que
Toulmin considera inalcanzable formular un ‘criterio de demarcación’ que separe
definitivamente a la ciencia de la metafísica, la teología y la ideología, por el
motivo de que los objetivos de las disciplinas intelectuales —junto con todos sus
conceptos y teorías— están sujetos a desarrollo histórico. Vemos así cómo no
llega a alcanzarse la suficiente profundidad como para enfocar adecuadamente
esta importante cuestión, ya que el carácter histórico de toda actividad humana no
basta para afirmar la relatividad de sus objetivos y contenidos. Al tratar de esta
cuestión, Toulmin vuelve sobre el tema de la racionalidad, y hace su pensamiento
más explícito:
“Lo que convierte las creencias de un hombre en prejuicios o supersticiones no es
su contenido, sino su modo de sustentarlas. A este respecto, el prejuicio y la
superstición son lo contrario de lo ‘razonable’; tienen menos que ver con lo que
nuestras opiniones son que con la manera en que tratamos de hacerlas valer”.
Pero esta concepción de la racionalidad —prácticamente equiparada a lo que
suele llamarse ‘razonabilidad’ — fácilmente puede interpretarse sin más como un
asunto personal —en el sentido de ‘subjetivo’—, que sería más tema de psicología
humana que de filosofía. Precisamente este punto aparentemente trivial puede
arrojar luz sobre la génesis y desarrollo del problema de la racionalidad en los
autores de que nos ocupamos. Considerada la cuestión a grandes rasgos, parece
que básicamente se concibe la racionalidad en el sentido recién mencionado de
razonabilidad, como lo opuesto de la actitud mental anquilosada de quien sostiene
unas convicciones negándose a reflexionar sobre ellas y a rectificar si fuera
conveniente.
Pero simultáneamente se añaden consideraciones de un tipo muy diferente,
relacionando esa actitud de razonabilidad con el examen de los fundamentos del
conocimiento, y concluyendo que la afirmación de unas verdades estables
equivaldría a una actitud poco razonable, lo cual da lugar a notables confusiones y
ambigüedades filosóficas y supone, en realidad, admitir una postura filosófica
antidogmática de un modo dogmático: si no puede existir razonablemente ninguna
posesión cierta de la verdad, la conclusión escéptica —con todas sus dificultades
y contradicciones— parece inevitable.
Y a todo ello se unen consideraciones epistemológicas según las cuales se
presenta una imagen de la ciencia —simplificada y distorsionada— que serviría de
modelo de la actividad racional que se defiende: así se comprenden las grandes
lagunas existentes en cada una de las posturas examinadas, puesto que las
imágenes de la ciencia que presentan como paradigma de racionalidad
forzosamente incurren en deficiencias diversas, que son advertidas por otros
autores quienes son incapaces de remediar la confusa situación por admitir en el
fondo los mismos equívocos que la provocan. No es de extrañar, por tanto, que la
sucesión de diversas ‘teorías de la racionalidad’ que consideramos sea altamente
insatisfactoria.
Por lo que se refiere a Toulmin, la descripción general que acabamos de señalar
puede aplicarse a su postura, en cuanto que en ella no hay lugar para una teoría
realista del conocimiento debido a que su insistencia en los factores sociológicos
acaba acentuándolos en exceso, y a que su antirracionalismo le lleva a rechazar
indebidamente la posibilidad de alcanzar la verdad objetiva de un modo estable.
La imagen de la ciencia que propone es acorde con su concepción general: la
considera como empresa racional y estudia sus aspectos disciplinario y
profesional resaltando siempre los aspectos históricos y sociológicos, con lo que
su perspectiva es bastante amplia pero le lleva a dificultades cuando pretende
salvar su postura del relativismo al que parece conducir.
Vamos a examinar ahora este último aspecto, a propósito del cual Toulmin critica
las posturas de Popper, Feyerabend, Lakatos y Kuhn.
En el capítulo conclusivo de la obra que analizamos, Toulmin se propone:
“Considerar brevemente las implicaciones filosóficas de nuestra explicación, con
la esperanza de mostrar cómo, a pesar de la diversidad de conceptos y patrones
racionales en diferentes empresas, situaciones y medios humanos, podemos —al
menos en casos apropiados— definir para nosotros un punto de vista imparcial
sobre la racionalidad, y escapar de tal modo a las amenazas o las tentaciones del
relativismo”.
Para ello, la primera condición que se propone es renunciar a considerar la
racionalidad como una característica de sistemas de proposiciones o conceptos —
casi a la letra lo que Stegmüller llama la ‘concepción lingüística de las teorías—: la
racionalidad, según Toulmin, se considera como una característica de empresas
en desarrollo histórico, y consiste primariamente en los ‘procedimientos para llevar
a cabo el cambio conceptual’. A partir de aquí, aunque el planteamiento de
Toulmin es más general, de hecho se centran las consideraciones en torno a las
ciencias experimentales, que parecen ser los ‘casos apropiados’ de que habla
Toulmin en los que puede definirse ‘un punto de vista imparcial sobre la
racionalidad’, subrayando una vez más que la racionalidad no tiene nada que ver
con las demostraciones formales de la lógica.
Toulmin reprocha a Popper que se centre en problemas relacionados con pruebas
y refutaciones formales así como en cuestiones acerca de la aceptabilidad de
proposiciones, en lugar de estudiar la aplicabilidad de conceptos; la filosofía de la
ciencia de Popper es abstracta y ahistórica, y las bases de la racionalidad
dependen de unas condiciones a priori impuestas por su definición arbitraria de lo
que debe considerarse como científico. La arbitrariedad de la epistemología de
Popper explica, según Toulmin, la reacción de Feyerabend, quien defiende su
anarquismo irracional por no estar dispuesto a aceptar unas normas arbitrarias
que además podrían obstaculizar el avance de la ciencia. La postura de
Feyerabend no merece más comentarios de Toulmin, sin duda porque al criticar la
postura de Popper se sobreentiende que la reacción de Feyerabend queda sin
punto de apoyo.
Lakatos —afirma Toulmin— rechaza el apriorismo de Popper y presta mayor
atención al proceso real de la ciencia, e incluso avanza a tientas hacia el correcto
planteamiento de la racionalidad —que reside en las estrategias de cambio
conceptual empleadas en las disciplinas científicas—, pero sigue centrado —
continuando a Popper— en problemas lógicos que colocan su postura en un plano
abstracto incapaz de permitir un planteamiento concreto de los problemas de la
racionalidad, y no puede escapar al relativismo.
Por lo que a Kuhn se refiere, Toulmin afirma que su postura oscila —según cómo
se interprete— entre el relativismo y el logicismo abstracto. Hay que advertir que
Toulmin ha criticado anteriormente a Kuhn con cierta amplitud, distinguiendo cinco
fases diferentes en el desarrollo de su postura, y afirmando que su evolución ha
hecho que su postura sea cada vez más ambigua: Toulmin critica fuertemente los
mismos conceptos básicos utilizados por Kuhn en sus explicaciones del desarrollo
de la ciencia, desde los ejemplos históricos que aduce a favor de sus tesis hasta el
concepto de revolución científica.
Pero las dificultades para Toulmin comienzan cuando pretende explicar y
fundamentar positivamente su postura propia, mediante la cual pretende superar
los inconvenientes que ha señalado en los autores criticados. Puede advertirse de
antemano que las dificultades han de ser incluso insalvables, si se tiene en cuenta
que se trata de defender la racionalidad de los cambios conceptuales sin admitir
una concepción realista del conocimiento. No es extraño, por tanto, que Toulmin
señala de pronto que solamente debe mostrar que el problema que aborda es
soluble ‘en principio’, aunque esta limitación sea un tanto decepcionante. Toulmin
sitúa el problema en los términos siguientes:
“El problema esencial es, pues, mostrar cómo las consideraciones ‘racionales’ se
vinculan —en cualquier nivel— con esos cambios de opinión que suponen
reemplazar un conjunto de conceptos por otro mejor”.
La dificultad se centrará, pues, en cómo evaluar que un sistema de conceptos es
‘mejor’ que otro: y ciertamente la dificultad no es pequeña, hasta el punto de que
Toulmin no puede resolverla. Anteriormente ya había utilizado una expresión que
sintetiza su postura: nos encontraríamos ante ‘apuestas racionales’; en efecto,
hablando acerca de las estrategias para el cambio conceptual que lleven a
procedimientos explicativos mejores, había afirmado:
“Los juicios de este tipo suponen estimaciones prospectivas de las consecuencias
que cabe esperar de políticas intelectuales alternativas, por lo cual equivalen a
‘apuestas racionales’”.
Y como el problema de la racionalidad, según hemos visto, se centra en esos tipos
de juicios acerca de las estrategias para el cambio conceptual, queda claro que la
racionalidad se refiere fundamentalmente a la realización de tales apuestas
racionales. Pero, ¿qué significa realizar “apuestas racionales” en los cambios
conceptuales? Al utilizar el término ‘apuesta’, Toulmin deja claro que no existen
criterios generales que garanticen que los cambios conceptuales conduzcan a
mejores explicaciones. Por otra parte, al añadir el calificativo ‘racional’ da a
entender que existen modos correctos de realizar esas apuestas y otros modos
incorrectos (que serían ‘apuestas irracionales’). Entonces, se tratará de precisar
en qué consiste esa diferencia, o sea, qué es lo que hace a una apuesta ser
racional.
Pero es inútil que esperemos una mejor clarificación de este problema. Toulmin no
la proporciona, y es que sería imposible hacerlo. Lo único que Toulmin hace a
partir de este punto es repetir los inconvenientes que trata de superar, pero poco
puede decir acerca de su solución positiva. Insiste en que trata de evitar tanto el
relativismo, según el cual cada sistema conceptual sería totalmente autónomo en
la actividad para la que se utiliza, como el absolutismo según el cual se intentará
imponer desde fuera un criterio único para valorar cualquier sistema conceptual —
su problema, desde luego, es cómo evitar el relativismo, puesto que su postura se
aparta claramente de lo que él llama ‘absolutismo’—.
Pero él mismo advierte explícitamente que sus conclusiones positivas están
formuladas en términos tan generales que son demasiado vagas para su
aplicación concreta, por lo cual, para concretarlas, habría que considerar
situaciones más restringidas, como sería el caso de empresas racionales que
constituyen disciplinas compactas y bien estructuradas. Sin embargo, tampoco en
ese caso —que sería el de las ciencias ya suficientemente desarrolladas— se
encuentra Toulmin en condiciones de avanzar netamente en su explicación de lo
que sería una ‘apuesta racional’ —y, por tanto, de lo que habría que entender por
‘racionalidad’—. Sigue subrayando —es evidente dentro de su planteamiento—
que:
“En verdad, los problemas implicados en una elección entre nuevas estrategias
alternativas exigen, en ciertos aspectos, un elemento de profecía”.
Y, desde luego, no es para menos: si Toulmin —o cualquier otra persona— fuera
capaz de proporcionar criterios válidos para el problema que plantea, su
descubrimiento podría calificarse de realmente histórico —además de
enormemente sorprendente y sospechoso, pues más bien parece que tales
criterios no pueden existir si se entienden como criterios operativos—. Toulmin
señala que para efectuar esas apuestas racionales se requiere:
“Una apreciación de la experiencia disciplinaria pasada y presente suficientemente
amplia y penetrante como para obtener un pronóstico bien fundado con respecto a
qué nueva dirección de avance —en ese punto del tiempo histórico y del
desarrollo disciplinario— satisface de modo más completo las ambiciones a largo
plazo de la empresa racional correspondiente. Si la disciplina es científica, la frase
‘satisfacer las ambiciones a largo plazo’ significará proporcionar tipos de
explicación y de comprensión más ricos y fructíferos; si es una disciplina técnica,
los objetivos serán prácticos o técnicos; si es una 233 Ídem, p. 489. EL CÍRCULO
DE VIENA Y LOS NUEVOS PARADIGMAS DE LA FILOSOFÍA DE LA CIENCIA
175 disciplina legal o judicial, la disciplina se ocupará de la justicia, la equidad y/o
la ‘política pública’”.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos si Toulmin realmente da algún
contenido concreto a la noción de ‘racionalidad’, ya que las ‘apuestas racionales’
parecen reflejar simplemente el deseo de que cada empresa racional se desarrolle
de modo fructífero, de acuerdo con sus objetivos propios. ¿Para qué sirve seguir
hablando de ‘racionalidad’ en estas condiciones? No parece afirmarse sino que se
dará un cambio racional cuando la dirección nueva que se emprende prometa ser
fructífera: pero que realmente lo sea es un asunto frecuentemente difícil de
comprobar, e incluso en las disciplinas más compactas —como son en general las
ciencias experimentales y las técnicas— no es raro que direcciones que acaban
comprobándose como progresivas atraviesen por una primera época de
incertidumbre en la que discrepan las opiniones acerca de ellas.
La propuesta positiva de Toulmin acerca de las comparaciones de conceptos y
juicios en las empresas racionales parece reducirse a una sencilla afirmación que
no aporta ningún elemento significativo u operativo de interés real:
“Las tareas básicas de la evaluación racional conciernen, en última instancia, a la
combinación de una experiencia bien dirigida con predicciones bien fundadas
efectuadas en el curso de tales comparaciones”.
¿Qué significa entonces la ‘evaluación racional’? No parece añadir nada al
comportamiento de un buen profesional en su disciplina propia. Desde luego, no
proporciona ninguna indicación concreta sobre las maneras de conseguir avances
positivos en las respectivas disciplinas, pero al mismo tiempo se sitúa totalmente
en el ámbito del desarrollo concreto de las mismas: sólo parece posible concluir
que el concepto de ‘racionalidad’ en Toulmin acaba siendo un concepto
prácticamente vacío de contenido. Toulmin se limita a seguir afirmando que las
‘apuestas racionales’ son decisiones que se toman por ‘razones de fondo’ y que
están sujetas siempre a revisión ‘a la luz de la experiencia’, y lo hace de una
manera tan general que sus orientaciones parecen imposibles de aplicar:
“Sólo hay una base sobre la cual nuestros juicios sobre ‘racionalidad’ y ‘méritos’
conceptual puedan ser verdaderamente imparciales. Es la que toma en cuenta la
experiencia que los hombres han acumulado al enfrentarse con los aspectos
importantes de la vida humana — explicativos o judiciales, médicos o tecnológicos
— en ‘todas’ las culturas y periodos históricos”.
En definitiva, la postura de Toulmin, al contemplar la ‘racionalidad’ como una
característica de las ‘empresas’ humanas que consiste en afrontar los cambios
conceptuales de un modo progresivo, supone en la práctica la eliminación del
concepto mismo de racionalidad. Lo cual era de esperar.
El problema de la racionalidad, tal como se había venido planteando desde la
época del neopositivismo —y especialmente a raíz de la postura de Popper—
respondía a una pretensión cientificista: se intentaba demostrar que las ciencias
experimentales poseen unas características que permitirían proponerlas como
paradigma de todo conocimiento válido e incluso de toda actitud humana correcta.
El repetido fracaso de las diversas teorías de la racionalidad formuladas dentro de
ese enfoque acaba llevando a una situación en la que, al considerar más y más
los complejos factores reales que intervienen en el desarrollo de las ciencias, se
sigue hablando de ‘racionalidad’ pero ese concepto queda privado de todo sentido.
Hay que señalar que Toulmin, en la obra que consideramos, se centra en el
estudio del uso colectivo de los conceptos; es lógico, por tanto, que acentúe los
aspectos históricos y sociológicos de los problemas. Pero se advierte fácilmente
que una parte de sus consideraciones pertenecen estrictamente a la teoría del
conocimiento, y que también en este ámbito los factores sociológicos son
presentados por Toulmin como decisivos.
Todo ello contribuye a que el enfoque de Toulmin evite una buena parte de las
dificultades que hemos señalado en los autores precedentes: el contexto en el que
sitúa los problemas es amplio y bastante relacionado con el desarrollo real de las
disciplinas intelectuales. Por este motivo, su postura tiene menos ambiciones
inmediatas —lo cual no es, evidentemente, ningún defecto— y es más equilibrada
que las anteriores expuestas.
Sin embargo, sigue notándose la falta de una teoría realista del conocimiento:
como hemos visto, el modo en que Toulmin rechaza el racionalismo —con razón—
le lleva a rechazar al mismo tiempo —sin razón— la posibilidad de una tal teoría
realista, con lo que sus consideraciones quedan básicamente a merced de los
factores sociológicos.
De este modo, Toulmin no consigue superar el relativismo que expresamente
pretende evitar. Únicamente podría superarse el relativismo admitiendo —con
todas las matizaciones necesarias— que el conocimiento humano en general y el
conocimiento científico en concreto lleva a una cierta posesión de la verdad
objetiva. Si se prescinde de ello, es inútil pretender esquivar la conclusión
relativista. Toulmin busca establecer un ‘punto de vista imparcial’ sobre la
racionalidad que le permita señalar la posibilidad de hablar de “mejoras” en los
cambios conceptuales, pero no consigue explicar satisfactoriamente esa
posibilidad, y sus afirmaciones quedan en un plano general muy difícil de
concretar.
¿Qué puede decirse de la postura de Toulmin respecto al cientificismo?
Evidentemente, puede afirmarse que Toulmin lo evita en el nivel concreto. En la
actualidad no hay solución para plantear los problemas de la teoría de la ciencia
de un modo satisfactorio. En realidad, las diversas teorías de la ciencia de que nos
hemos ocupado vienen a ser una consecuencia del planteamiento cartesiano: una
vez que —por obra de Descartes— se ha renunciado a admitir el sentido realista
del conocimiento en base a factores subjetivos, lógicamente se acaba llegando a
percibir que esa valoración no puede ajustarse —en esas condiciones— a unos
patrones objetivos, y el conocimiento científico viene diluido en los estudios
parciales de diversos aspectos de la actividad científica. El problema de la
racionalidad que entonces se plantea viene a ser un intento de recuperar de algún
modo la objetividad perdida, pero al fallar la consideración de las bases que harían
posible defender esa objetividad —que sólo es posible si se admite una metafísica
realista—, el concepto de racionalidad queda sin fundamento, y las teorías de la
racionalidad acaban desembocando en un puro sociologismo como el defendido
por Toulmin.
La postura de Toulmin representa lógicamente el final del proceso que estamos
examinando y que tuvo comienzo con el Círculo de Viena. Se sigue hablando de la
racionalidad con la intención de recuperar el valor objetivo del conocimiento, pero
el concepto de racionalidad ha quedado ya vaciado de todo contenido, y tiene un
sentido pragmático general y difuso que en definitiva coincide con una vaga
afirmación de que puede darse un cierto progreso en las empresas cognoscitivas.
Se ha renunciado ya a hablar de la racionalidad del conocimiento mismo y se ha
aplicado el concepto de racionalidad a las empresas colectivas, pero las
‘empresas racionales’ no reciben más ayuda que una cierta comprensión de
algunos aspectos sociológicos de su desarrollo: por el hecho de calificarlas como
‘racionales’, no se ha aportado una mayor comprensión filosófica ni una ayuda
para su desarrollo.
Se ha renunciado ya a hablar de la racionalidad del conocimiento mismo y se ha
aplicado el concepto de racionalidad a las empresas colectivas, pero las
‘empresas racionales’ no reciben más ayuda que una cierta comprensión de
algunos aspectos sociológicos de su desarrollo: por el hecho de calificarlas como
‘racionales’, no se ha aportado una mayor comprensión filosófica ni una ayuda
para su desarrollo.

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