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COMENTARIO SOBRE LA CREOLIZACIÓN

Omar Velasco
I.

Quiero comenzar diciendo que estas últimas sesiones que dedicamos a la lectura de

Glissant, Benítez Rojo, Kamau Brathwaite y García Canclini me han ayudado a

comprender un poco mejor eso que en ocasiones, por pura inercia y como si se tratara de un

simple apéndice, se agrega después del nombre “América Latina”. Gracias a ellas he caído

en la cuenta de la bastedad de temas y problemas que conlleva el estudio del Caribe.

Además, me han servido para enriquecer y contrastar las formas de trabajar cuestiones

culturales desde la filosofía, que revisamos en la primera parte del curso. Conocer cómo

trabajan otras disciplinas y qué lenguajes utilizan para construir sus campos de trabajo,

siempre me resulta muy valioso porque me ayuda a poner en perspectiva las estrategias de

investigación que como alguien (bien o mal) formado en cierta disciplina he aprendido.

Dicho esto, me gustaría relacionar mi comentario sobre la creolización con lo que

intenté señalar la última sesión respecto a la necesidad de tener clara la diferencia entre el

potencial descriptivo o explicativo del término “hibridación” de García Canclini, y el

carácter prescriptivo o justificativo que podría llegar a atribuirse a los procesos culturales

de mezcla y combinación a los que ese término intenta dar sentido. Creo que abordar la

cuestión sobre la creolización planteada por los tres autores caribeños que revisamos,

partiendo de la diferenciación entre la pregunta por el qué tan explicativo puede ser el

término “creolización” y la pregunta por el qué tan deseables pueden ser los procesos de

creolización, me puede ayudar a ordenar un poco mis provisorias ideas sobre el asunto, a

relacionarlas con la cuestión de la ideología que atendimos el semestre pasado y a pensar la

cuestión sobre los supuestos e implicaciones éticas e ideológicas del “discurso explicativo”,

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que he intentado pensar con las lecturas de este semestre. De antemano me disculpo si no

logro cumplir con la brevedad solicitada.

II.

En primer lugar, me llama la atención cómo el término o la imagen de la “creolización”

puede ser usado para dar cuenta de procesos culturales de mezcla y variación propios del

Caribe. Es decir, me llama la atención su utilidad para explicar el funcionamiento

especifico de fenómenos y procesos característicos del Caribe. Su eficacia para explicar,

por ejemplo, la “prevalencia de África” en la constitución de la “Neo-América” (Glissant),

de los procesos de confluencia en un “contexto de tráfico de esclavos” caracterizado por “la

desigualdad de poder, prestigio y recursos materiales” (García Canclini), o esa “cierta

manera” del Caribe (Benitez Rojo), me resulta muy valiosa. Sobre todo, si tenemos en

cuenta que la introducción de un nuevo término, la renovación del sentido de uno

preexistente o la confección de un nuevo concepto se justifican cuando los vocablos o

categorías de las que disponemos para nombrar y dar sentido a ciertos objetos o procesos

nos resultan insuficientes o no del todo adecuados. Creo que esta puede ser una forma de

reflexionar en torno al término, concepto o imagen de creolización. Preguntándonos qué

tanto puede responder a la necesidad de tener herramientas lingüísticas y conceptuales

mucho más precisas o adecuadas, que permitan una mejor comprensión de los fenómenos o

procesos que buscamos comprender.

Además, me parece que esta forma de plantear la reflexión guarda cierta relación con la

pretensión “historicista” de analizar los fenómenos o problemas culturales de manera

diferenciada, dando cuenta de sus particulares condiciones históricas, sociales, políticas,

culturales y simbólicas que encontrábamos en las filosofías de lo mexicano de Ramos y

Portilla, en la filosofía (hispano)latinoamericana de la que nos hablaban Gaos y Villegas, o


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en el intento de Villoro por renovar el liberalismo clásico con la incorporación del ideal

comunitario de los pueblos indígenas. Creo detectar algunas similitudes entre la intención

de estos autores de crear categorías adecuadas para estudiar el carácter o el ser del

mexicano o para entender mejor la política y el pensamiento político latinoamericano, y la

escritura ensayística y poética de Glissant, Benítez Rojo y Kamau Brathwaite, en la que el

“discurso explicativo” logra fusionarse con las figuras y el imaginario antillanos

(“creolización”, “pensamiento archipelágico”, “pueblos del mar”, “meta-archipiélago”,

“lenguaje nación”, “lengua sumergida”, etc.). Esta vinculación de lo teórico/conceptual con

lo simbólico/imaginario permite que sus propuestas para comprender los procesos

culturales caribeños sean tan interesantes y sugerentes.

La búsqueda de categorías que den cuenta de mejor manera de la realidad caribeña; el

anhelo de tener “autoridades propias”, “modelos perceptuales” y una “inteligencia silábica”

que permita a los caribeños describir sus propias experiencias (Kamau Brathwaite); la

necesidad de hacer una “relectura del Caribe” que empiece a “revelar su propia textualidad”

y su “código maestro” (Benítez Rojo); aproximan las reflexiones de estos autores caribeños

a la tradición de pensamiento latinoamericano preocupada por confeccionar “categorías

oriundas” que los historiadores de las ideas latinoamericanas (como Gaos, Zea y Villegas)

intentaron rescatar. Me resulta interesante que esa intención, más marcada en unos que en

otros, de tener un lenguaje apropiado para comprender el Caribe, no antagoniza con el uso

que estos autores hacen de conceptos y modelos teóricos hegemónicos (Deleuze, Guattari,

Lyotard…).

Aunque el tener una postura crítica, o cuando menos cuidadosa, con respecto al uso de

“categorías importadas” o pretendidamente universales es una cuestión política por las

implicaciones que puede llegar a tener en la práctica o la “aplicación” del conocimiento;


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también es una cuestión teórica, relacionada con el potencial explicativo, pues se parte del

supuesto relativista de que los modelos y conceptos oriundos pueden explicar mejor la

realidad estudiada que los traídos de los centros hegemónicos de producción de

conocimiento. Considero que atender este problema, al que Gaos aludía con la expresión

“imperialismo de las categorías”, puede enriquecer la discusión planteada por Gilissant,

Benítez Rojo y García Canclini sobre el sentido y la pertinencia de términos como

“mestizaje”, “creolización” o “hibridación” para dar cuenta de tales o cuales procesos

culturales e identitarios.

III.

En segundo lugar, me llama la atención que el asunto sobre el potencial explicativo de la

“creolización” trasciende su adecuación para explicar el ámbito caribeño, porque también

puede dar cuenta de algunos de los procesos culturales que se dan gracias al contexto

mundial de finales del siglo XX. Esto puede verse de manera muy clara en el empleo crítico

que tanto Glissant como Benítez Rojo hacen de algunos conceptos, posturas y

problemáticas planteados por los pensadores de la posmodernidad. Discutir el potencial

explicativo del concepto o imagen de “creolización” para comprender procesos culturales

en una configuración mundial especifica –sea la “Relación” (Glissant) o el contexto

globalizado y financiarizado de la economía (García Canclini)– permite relacionar las

reflexiones del martiniqués y el cubano con las que hacen, a su modo, García Canclini y

Villoro en torno a la crítica de la modernidad. Es más, también es posible vincularlos con la

crítica historicista/circunstancialista al saber universalista y a la filosofía moderna que

intentaron hacer los filósofos de lo mexicano y los filósofos latinoamericanistas, aunque sin

mucho éxito (como muestra Abelardo Villegas en Filosofía de lo mexicano y Santiago

Castro-Gomez en Crítica de la razón latinoamericana).


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En los cuatro autores que hemos revisado para esta parte del curso puede advertirse una

actitud epistemológica compartida de rechazo hacia el conocimiento que se pretende

universal. Por ejemplo, cuando Glissant explica que “cualquier modalidad de criollización

es una forma de barroco llevado a la práctica” debido a que recupera de él la idea de la

imposibilidad de que un valor particular se universalice sin la necesidad de recurrir a la

fuerza; o cuando y Kamau Brathwaite menciona los “terribles términos de la universalidad”

al narrar cómo el poeta Calude Mckay tuvo que renunciar a su “lenguaje nación” para ser

“universalmente aceptado”; o cuando Benítez Rojo describe “el desplazamiento errático” o

“fuga caótica ” infinita de significantes hacia otros puntos espacio-temporales; o cuando

García Canclini dice que la primera condición para evaluar las posibilidades y los límites de

la “hibridación” es renunciar al “realismo mágico de la comprensión universal”. Me parece

que este rechazo de los universales tiene de fondo una postura epistemológica similar en

todos ellos, en tanto que busca ser crítica de la “razón arrogante, omnipresente” (Villoro) o

del “pensamiento sistémico” (Glissant) propios de la modernidad.

Creo que esta búsqueda de formas de saber más abiertas, dinámicas, que no den cabida a

la incertidumbre y lo imprevisible (Glissant), “lo marginal, lo residual, la incoherente”

(Benítez Rojo), lo caótico (Glissant, Benítez Rojo), o la innovación (Glissant, Benítez Rojo,

Kamau Brathwaite, García Canclini) es una de las principales condiciones que hacen

posible el abandono o la reformulación de los discursos sobre la identidad y la incursión en

los discursos de la diferencia, lo diverso y la heterogeneidad. Estas “nuevas” formas de

entender el conocimiento permiten tematizar y problematizar los procesos culturales de

mejor manera, permiten mostrar lo equivocados que estaban los discursos esencialistas de

la identidad y la pureza cultural al creer posible conocer el carácter o el ser de una nación

(Ramos, Portilla), la cultura de un continente (Ribeiro, Guadarrama), o los rasgos


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“atávicos” de una cultura (Glissant). Tal vez, pensar la “creolización” desde esta especie de

“cambio de paradigma” de las ciencias sociales (Kuhn) pueda llegar a ser interesante.

IV.
Para terminar, me gustaría señalar que ese “cambio de paradigma” no sólo tiene

consecuencias teóricas o conceptuales al permitir una mejor comprensión o un mayor

potencial explicativo de los fenómenos culturales, sino que pueden llegar a tener

implicaciones éticas e ideológicas. Así como Roger Bartra mostraba que los estudios sobre

lo mexicano (incluidos los filosóficos como los de Ramos y Portilla) contribuyeron,

muchas veces inadvertidamente, a la creación de mitos sobre la identidad mexicana, que, a

su vez, fundamentaban los proyectos nacionalistas e indigenistas del Estado mexicano

posrevolucionario; así mismo, creo, tendríamos que preguntarnos a qué estarán

contribuyendo los estudios sobre la heterogeneidad y diversidad cultural, o sobre los

procesos de creolización o de hibridación.

En este otro terreno, ya no meramente “científico” sino más bien político, es donde se

puede plantear la pregunta por el qué tan deseables pueden ser los procesos de creolización

o hibridación que mencionaba al principio de este comentario. Creo que en este terreno

podemos preguntarnos cosas como si la creolización o la hibridación pueden funcionar

como ideales utópicos o valores éticos que orienten la política, así como Villoro buscaba

hacer de la comunidad un nuevo valor para la “sociedad por venir”.

Como decía en clase, me parece que Canclini no le atribuye propiedades normativas a la

hibridación. Sin embargo, se me hace valioso que, al menos en un plano descriptivo, admita

que existen desigualdades y asimetrías de poder entre culturas (como se deja ver en su

planteamiento sobre lo popular). También Kamau Brathwaite, pese a las criticas que le hace

Richards, da cuenta descriptivamente de relaciones políticas colonialistas entre culturas

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cuando habla de las “culturas misil” y las “culturas cápsula”. Glissant, por su parte, parece

que sí le atribuye una función normativa a la creolización al caracterizarla como un proceso

en el que “los elementos heterogéneos concurrentes se intervalorizan” sin que “haya

degradación o disminución del ser”. Esta “intervalorización” supone un quiebre con el

estado de hecho en el que predominan las desigualdades y las asimetrías.

En fin, quería terminar con estos señalamientos porque me parece importante tener claro

que la reflexión sobre la creolización no sólo es de carácter teórico, sino que puede llegar a

ser ética y política; y porque, creo que algo parecido pasa con el tema de la

interculturalidad que estamos por revisar.

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