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LA INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD DE LOS ÁRBITROS Y LA BUENA FE PROCESAL DE

LAS PARTES

La sentencia en comentario encuentra su antecedente en un arbitraje entre dos sociedades vinculadas


por un contrato de compraventa de trigo. Ante el incumplimiento del comprador (una sociedad italiana) a
las obligaciones nacidas del contrato, el vendedor (una sociedad francesa) inició un proceso arbitral
ante la Cámara Arbitral Internacional de París en procura de obtener la indemnización de los perjuicios
ocasionados por el incumplimiento. Luego de dictado un primer laudo que desestimó el reclamo del
vendedor, y durante la instancia de apelación que prevé el reglamento de la Cámara Arbitral, el
comprador demandado puso de manifiesto que “había oído rumores” acerca de ciertas vinculaciones
que tendrían los árbitros con las partes. Finalmente, el tribunal arbitral que conoció del caso en
instancia de apelación revocó el primer laudo y condenó al comprador demandado a pagar una
indemnización. Contra este segundo laudo aquel dedujo recurso de nulidad con base en dos de las
causales previstas en el Código Procesal Civil francés: que el tribunal arbitral había sido irregularmente
constituido y que no se había respetado la garantía del debido proceso.

El caso pone en tensión dos cuestiones centrales en materia de arbitraje: por un lado, la necesidad de
que los árbitros sean realmente independientes e imparciales y, por el otro, la conveniencia de no
consentir actitudes desleales o maliciosas de las partes tendientes a entorpecer el proceso o a procurar
la anulación de un laudo invocando, tardíamente, actos procesales consentidos.

No es discutible que la independencia e imparcialidad de los árbitros constituyen principios


fundamentales del arbitraje. Sobre ellos se apoya, en gran medida, la credibilidad del sistema mismo,
a punto que, en nuestra concepción, nadie que carezca de esas condiciones puede, con propiedad, ser
llamado árbitro. No llama la atención, por ello, que todas las normas legales o reglamentarias se
ocupen de ellas: no sólo sientan una regla general declarativa, sino que avanzan en proveer
instrumentos para garantizar que efectivamente se cumplan (algunos preventivos, otros correctivos y
hasta punitivos).

El primer instrumento, de naturaleza preventiva, es el “deber de revelar” que se impone a los árbitros.
La Ley Modelo de Arbitraje Comercial de UNCITRAL, por ejemplo, obliga a los mismos árbitros a
revelar “todas las circunstancias que puedan dar lugar a dudas justificadas acerca de su imparcialidad o
independencia” (artículo 12.1); el Reglamento de la CCI va un paso más allá, al exigir que toda persona
propuesta como árbitro, antes de su nombramiento o confirmación, debe suscribir una declaración de
aceptación, disponibilidad, imparcialidad e independencia y dar a conocer por escrito cualesquiera
hechos o circunstancias susceptibles, desde el punto de vista de las partes, de poner en duda su
independencia, así como cualquier circunstancia que pudiere dar lugar a dudas razonables sobre su
imparcialidad (artículo 11.2), obligación que se extiende a las circunstancias sobrevinientes: deberá dar
a conocer inmediatamente cualesquiera hechos o circunstancias relativas a su imparcialidad o
independencia que pudieren surgir durante el arbitraje (artículo 11.3). Si se observa con cuidado la
fórmula empleada por este reglamento, se aprecia que la exigencia es mucho mayor que la de revelar
todo aquello que objetivamente pueda afectar su desempeño: lo que la norma manda es la revelación
de aquellas circunstancias que, “a los ojos de las partes” sean apenas “susceptibles” de crear una
“duda razonable” sobre esas cualidades.

Ello significa, como señalan las Directrices de la IBA, que las dudas que surjan acerca de si se debe o
no revelar algún hecho o circunstancia deben resolverse a favor de darlo a conocer. Esta regla de
interpretación de la obligación de revelar tiene, además de sustento normativo, justificaciones
axiológicas, teleológicas y prácticas. Por un lado, en la medida que las partes dejan en sus manos la
suerte de sus intereses, los árbitros ejercen una misión de estricta confianza; para corresponderla,
deben ser absolutamente transparentes y esforzarse por dar muestras de que son imparciales e
independientes; y una de las formas de mostrarlo es descubrir espontáneamente cualquier situación
que, de ser conocida por una parte, podría motivar una afectación o una disminución de aquella
confianza. Por el otro, es razonable exigir al árbitro una generosa revelación de sus vinculaciones
preexistentes, debido a la asimetría de información que existe entre aquel y las partes, y porque de otro
modo el derecho de éstas a recusarlo podría ser ilusorio: el árbitro, quien conoce perfectamente sus
vinculaciones con todas las partes y con la materia objeto del arbitraje, debe “nivelar” la información que
aquellas poseen y poner esos datos a su disposición, a efectos de permitirles ejercer el derecho a
recusarlo. La justificación práctica radica en que al árbitro le conviene hacer una revelación completa:
primero, quien revela circunstancias susceptibles de generar alguna duda sobre su imparcialidad o
independencia contribuye, con la sola revelación, a despejarla, pues demuestra una actitud abierta y
sincera capaz de erradicar el eventual recelo que una parte podría tener hacia su persona; segundo, es
reconocido que un árbitro que revela ciertos hechos se considera a sí mismo, a pesar de ellos, imparcial
e independiente respecto de las partes y capaz de cumplir a cabalidad con sus deberes; tercero, la
revelación tiene efectos “saneadores” porque si las partes no objetan al árbitro en forma temporánea no
podrán hacerlo más adelante y perderán no sólo el derecho a recusarlo en el futuro sino también el de
plantear la nulidad del laudo; y finalmente, no revelar una circunstancia que debió haber revelado
expone al árbitro a ser recusado sólo por no haberlo hecho, aunque el hecho no revelado no fuese
susceptible de provocar la recusación, o pone en riesgo la validez del laudo, en tanto esa omisión
podría ser juzgada como un indicio de parcialidad o como una afectación al derecho de defensa en
juicio.

El segundo instrumento que leyes y reglamentos proporcionan como medio correctivo de la


independencia e imparcialidad es la recusación. La Ley Modelo de UNCITRAL prescribe que se puede
recusar a un árbitro si existen “circunstancias que den lugar a dudas justificadas respecto de su
imparcialidad o independencia” (artículo 12.2); el Reglamento de la CCI también establece como causal
de recusación la “falta de imparcialidad o independencia” (artículo 14.1). Si bien este es un remedio
común al proceso judicial y al arbitraje, en este último ámbito adquiere una importancia mayor, desde
que los laudos son generalmente inapelables. La eventual parcialidad o falta de independencia de un
tribunal judicial tendría, usualmente, alguna vía de reparación a través de los recursos habilitados
contra sus sentencias, cosa que no sucede respecto de árbitros, cuyos laudos no son –en su mayoría–
susceptibles de revisión salvo por las limitadas causales de anulación. Es por ello que las modernas
legislaciones y reglamentos contemplan una causal genérica y amplia, consistente en la existencia de
dudas sobre su imparcialidad e independencia, abandonando la antigua e inadecuada fórmula de
replicar, para los árbitros, las mismas causales de recusación que rigen para los jueces estatales.

El tercer instrumento que las normas brindan con el objeto de proteger la integridad del arbitraje, ya de
carácter punitivo, consiste en la inclusión de causales que permiten privar de efectos al laudo en caso
de haberse visto afectadas la imparcialidad o la independencia de un árbitro. Entre las causales de
nulidad de un laudo habituales en las legislaciones comparadas, hay dos que podrían invocarse en
estas hipótesis: que la parte no ha podido hacer valer sus derechos o que el tribunal arbitral fue
irregularmente constituido. Estas mismas causales también pueden invocarse, con independencia de la
suerte que hubiese corrido el planteo de nulidad ante los tribunales de la sede del arbitraje, como
motivos para oponerse al reconocimiento y ejecución del laudo en cualquier otro Estado.
La falta de imparcialidad o independencia de un árbitro afecta, por dos vías, la garantía del debido
proceso: vulnera la igualdad procesal y el derecho a ser oído. Un árbitro que, a causa de sus relaciones
con las partes o sus abogados o de los prejuicios que tenga sobre aquellas o sobre la materia que debe
decidir, esté teñido de algún favoritismo, indefectiblemente estará faltando a su deber de tratar a ambas
partes con igualdad. Y, frente a un árbitro parcial, de nada vale que una parte tenga el derecho formal
de presentar su caso si aquel a quien esa presentación está destinada ya tiene una decisión tomada
frente al asunto. Si el juez carece de independencia e imparcialidad, en suma, no puede hablarse de un
juicio justo.

Esta circunstancia sería, igualmente, capaz de encuadrar en la segunda causal: en tanto independencia
e imparcialidad son condiciones exigidas para ser árbitro (ver, por ejemplo, los ya citados artículos 11.5
de la Ley Modelo de UNCITRAL y 11.1 del Reglamento de la CCI), la ausencia de esas cualidades
conduciría a que el tribunal no se encuentre regularmente constituido o, para utilizar la expresión
contenida en la Ley Modelo y en la Convención de Nueva York, careciendo los árbitros de ellas, la
composición del tribunal arbitral no se habría ajustado al acuerdo entre las partes o a la ley.

Por lo dicho, nadie puede negar la importancia de preservar la integridad del arbitraje ni la lógica de las
reglas que comentamos. Sin embargo, también es exigible a las partes una conducta diligente y leal
para con el proceso: lo primero, para averiguar por sí mismas aquellos antecedentes de los árbitros que
sean de dominio público; lo segundo, para deducir la recusación tan pronto conozcan alguna situación
susceptible de provocarla, en lugar de esperar a conocer el resultado del laudo para deducir el recurso
de nulidad invocando alguna de las causales mencionadas. Es por ello que la mayoría de las leyes y
reglamentos de arbitraje prevén que la prosecución del arbitraje, conociendo que no se ha cumplido
alguna disposición de la ley o del reglamento o algún requisito del acuerdo de arbitraje y sin expresar
prontamente su objeción, implica una renuncia al derecho a objetar la validez del procedimiento por esa
razón.

Esta regla encuentra sus raíces en el principio nemo contra factum propius venire potest, que tiene su
fundamento axiológico en el principio más general de la buena fe. Y no sólo es aplicable en los
regímenes de derecho romano continental –en los cuales se considera un principio fundamental del
derecho comercial internacional– sino también en los del Common Law, a través de la figura del
estoppel. Con base en esta regla, quien haya conocido y consentido una situación susceptible de
afectar la independencia e imparcialidad de un árbitro no sólo no podría plantear luego la recusación,
sino tampoco la nulidad del laudo, ni podría invocarse como causal para resistir la ejecución de un
laudo extranjero.

Las escuetas referencias fácticas que surgen del fallo impiden emitir un juicio sobre la solución
adoptada por la Corte. Inicialmente puede causar sorpresa que se haya convalidado un laudo dictado
por un tribunal cuyos integrantes tenían vinculaciones profesionales o comerciales no reveladas con
alguna de las partes. Sin embargo, conociendo que los tribunales franceses han sido históricamente
celosos guardianes de la imparcialidad e independencia de los árbitros, es probable que hayan existido
en el caso elementos que llevaron a los jueces al convencimiento de que la demandada conocía –y
consintió– las circunstancias que luego invocó como casuales de anulación.

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