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Una figura en movimiento, que palpita, se contrae y se expande. Una figura que danza.
Hecha de miradas, de palabras, de gestos, de silencios, de esperas, de emociones, de
historias, de cuerpos.
Juego a pensar en la terapia Gestalt relacional como esa figura. No es un cuadrado pero
veo cuatro lados, cuatro ángulos, cuatro puntos de encuentro. Mirar, sentir, responder,
ir al encuentro; es decir: una óptica, una estética, una ética y una erótica.
¿Así es la terapia Gestalt? ¿Así debe ser? No. Supongo que es de muchas formas, que es
algo siendo. Hablo de la terapia Gestalt como me interesa a mí, como me gusta hoy.
Esos cuatro ángulos me guían, me hacen guiños, me invitan. Desde ellos, surge mi
palabra.
Una óptica.
La terapia Gestalt es una óptica, un modo de mirar. Mirar es también elegir cómo se
mira, y desde dónde. Mirar es ubicarse, saber que miro desde aquí y no desde allá,
desde mí y no desde otro (nunca sabemos con certeza cómo mira el otro). Es saber que
miro solo una parte pequeñísima: esto, aquí, ahora, pues cuando miro esto no puedo
mirar lo otro, cuando miro aquí no puedo mirar allá. Mirar es tener muchas miradas.
Cada cosa del mundo, cada otro y otra convocan una particular forma de mirar. La
Gestalt me invita a una óptica que no se apropia de lo que mira, sino que hace lugar y
da espacio. Lo que miro no es de mí, sino en mí cuando lo miro. Ya son tantas las
miradas que se apropian o intentan hacerlo, miradas que colonizan, que atrapan, que
acumulan. Mío el pájaro que veo, mía la nube, mío el rostro que me ve a lo lejos. Al
final, mi cuerpo se doblará de tantas cosas que he hecho mías al mirarlas.
También es común mirar manchando, mirar con ojos de juez, de experto, de analista
que alza el dedo para señalar lo que está bien o no, lo adecuado o no, lo puro o no, lo
que falta o sobra, lo sano o enfermo, según sus propios estándares que más que propios
suelen ser introyectados. La mirada es entonces una balanza desde la que se evalúa al
mundo y a los otros (incluyendo a los pacientes), desde la que se califica y descalifica, se
salva o se condena. Miro una y otra vez aquello que me confirma, que me asegura que
tengo razón; me alimento de miradas que miran como yo, miradas-espejo, miradas-
mismidad que me impiden la posibilidad de otra mirada. Entonces solo miro una parte,
la que me conviene mirar. Cualquier cosa que se oponga a mi mirada pierde validez o
está equivocada o no existe.
Mirar gestálticamente es otra cosa: es abrirme a lo que miro, ser habitado, hacer sitio a
lo que no soy yo y entonces ser lo que no he sido, mirar sin apropiarme… e invitar al
paciente a esa mirada otra.
Podría parecer sencillo: mirar. ¿No es algo que hacemos todo el tiempo? Creo que no,
no así. Mirar de verdad a nuestros pacientes me parece fundamental. “Todo lo que
puede ver desea ser visto” dice Bárcena. Así como deseamos mirar el mundo anhelamos
que el mundo nos mire. Y continúa: “Porque todo lo que está vivo, todo lo que existe,
siente una necesidad propia de aparecer, de introducirse en el mundo y exhibirse como
individuo (...) Y porque estamos destinados a ser vistos, oídos, tocados, olidos y
percibidos, el mayor drama consiste en que nada dé testimonio de nuestra presencia en
el mundo, en el juego del mundo”. (Barcena 2004 p.126)
Si me miras me salvas. ¿De qué? De no existir o de que mi existencia sea indiferente,
de que pase sin que nada pase. Si me miras me enseñas que hay otra forma de mirar y
otro lugar desde el cual mirar y otros ecos que resultan de haber mirado. Si me miras
me haces aparecer, surgir, me das un lugar que me permite saber quién soy. Creo que
es eso lo que damos a los pacientes cuando los miramos de verdad. Mirar y ser mirado:
quizá así comienza todo. Darnos existencia, habitarnos mutuamente aunque sea por un
instante y entonces no estar solos, no ser solos. Llenar de algo esa nada entre nosotros.
¿Algo? Una vibración, una cuerda que se tensa hasta hacer posible el sonido de una
nota, una confirmación de ser, una bienvenida, un aparecer ante el otro.
Quiero mirar a mis pacientes y crear un espacio donde mirar sea posible. La terapia es
un tiempo-espacio donde mirar detenidamente.
Esta óptica invita a una mirada que no produce, que no consume, que no se apropia,
que no es apropiable, que no sirve como medio para conseguir nada. Mirar para mirar,
nada más, como la que describe Alessandro Baricco en Océano mar:
“Ann Deverià la miró —pero con una mirada para la que mirar es ya una palabra demasiado
fuerte —mirada maravillosa que en ver sin preguntarse nada, ver y basta —algo así como dos
cosas que se tocan —los ojos y la imagen —una mirada que no toma sino que recibe, en el
silencio más absoluto de la mente, la única mirada que de verdad podría salvamos —virgen de
cualquier pregunta, aún no desfigurada por el vicio del saber —única inocencia que podría
prevenir las heridas de las cosas cuando desde fuera penetran en el círculo de nuestro sentir —
ver —sentir —porque no sería más que un maravilloso estar delante, nosotros y las cosas, y en
los ojos recibir el mundo entero —recibir —sin preguntas, incluso sin asombro —recibir —sólo
—recibir —en los ojos— el mundo”. (Baricco 1999)
¿Cómo volver a mirar de verdad? ¿Cómo mirar atentamente? Mirar con atención es lo
contrario a la indiferencia. Acercarme, dejar que lo que veo (la experiencia de mi
paciente) me toque, me afecte, me conmueva. Dice Josep María Esquirol, el filósofo
catalán, que cuando miramos con atención surge el respeto por lo que miramos. La
palabra respeto, en su etimología, viene de mirar atrás, mirar atentamente, re-mirar. La
atención es “Una luz que alumbra” dice Husserl.
La mirada en la terapia es una mirada que se aproxima y se demora, una mirada sin
prisa, una mirada-entrega. Se trata de una mirada que es a la vez activa: va hacia; y
pasiva: recibe, se abre. “Una mirada -dice de nuevo Esquirol- que no se pregunta qué
hago con esto sino qué hace esto conmigo”. (Esquirol 2006) Ante ella, lo mirado se
revela y se muestra de un modo único. Y surge el respeto, porque en la historia de mi
paciente hay fragilidad (lo que puede ser roto), hay misterio (lo que no podré entender
del todo) y hay cosmicidad (una cierta armonía, un equilibrio aunque sea provisional).
Mirar así es contemplar y contemplar es hacer oración con la mirada. Todo lo
contrario al zapping que nunca se detiene y solo pasa por encima y queda indiferente y
siempre inmune.
Mirar atentamente a mis pacientes me revela que también hay lo que no se revela.
Todo lo que miro esconde algo que no puedo mirar del todo: el otro lado, la sombra. Es
absurdo, incluso en terapia, el intento de mirarlo todo o de mirar algo por completo.
Mirar entonces también es renunciar, rendirse ante aquello que nunca podrá ser visto.
Una estética.
Una ética.
Ya Jean-Marie Robine (2006 p.87) escribió que la terapia Gestalt no tiene una ética
sino que es una ética. Cuando digo ética no hablo de normas o códigos sino del modo de
responder a un otro concreto. Y digo ética, no moral.
Pero ¿a qué le llamo ética? Retomo la propuesta de Lévinas: La ética es la radical
responsabilidad infinita hacia el otro, la otra. No hay ética sin el otro, sin la otra, pues
como afirma el mismo Lévinas, ética es justamente “…este cuestionamiento de mi
espontaneidad por la presencia del Otro”. (Lévinas 1977 p.22) Es decir, el otro, la otra
irrumpe y su presencia es una pregunta que espera respuesta y que interrumpe mi
modo de andar por la vida atento solo a mí, a lo mío. Más allá de si le llamo paciente,
cliente o consultante, quien está frente a mí en el consultorio es un otro, una otra.
El otro, la otra no como una abstracción sino como una presencia real que nos
interpela, que rompe nuestra autorreferencialidad, que de pronto está ante nosotros
con toda la desmesura de su otredad. El otro irrumpe y al hacerlo me produce una
conmoción, me sacude y “me deja el alma perpleja”, como dice Deleuze. (Skliar 2008,
p.14)
Se trata de recuperar nuestra mirada (una óptica) y de poner atención: allí, frente a
nosotros hay un otro, una otra, diferente y semejante, que sufre. La ética supone ver a
ese otro o esa otra más allá que cualquier idea previa que tenga acerca de él o ella, más
allá de mis definiciones, de mis teorías incluso, de mis intentos por conocerlo y
entenderlo por completo. Descubro -como dice Josep María Esquirol- su fragilidad
(algún día dejará de estar, como yo), descubro que no puedo saberlo del todo (“La
relación con el otro es una relación con un misterio”, decía Lévinas), descubro su
belleza herida. Y todo eso me convoca, me llama, me demanda cuidado y respeto.
Mirar de verdad al otro, a la otra, sabiéndolos semejantes y por lo mismo vulnerables,
nos invita (¿nos exige?) a ampararlos, a aliviarlos del sufrimiento y si es posible a
evitarlo a toda costa. Cuidar del otro, de la otra, de la misma forma que nosotros
necesitamos ser cuidados.
No estamos hablando de moralidad, sino de ética. No son lo mismo. Se puede ser
intachable en lo moral (hacer lo que se debe según la norma) y ser indiferente al dolor
del otro. La moral surge de la certeza, de estar convencidos de lo que es el Bien, la
Verdad, el Deber. La moral implica seguir una ley que nos antecedió y que nos marca
el camino. No es que sea fácil seguirlo, pero el camino está allí y es claro. Pero ¿qué
ocurre cuando vivimos a la intemperie, como hemos dicho, en donde no hay certezas ni
caminos trazados de antemano? Nos queda la ética, y la ética va más allá de la
obediencia a alguna ley, es anterior a la idea de bien o mal, justo o injusto. A la ética no
le sirve el “deber ser”. La ética es responder de modo individua al otro.
“Para un ser finito –dice Joan-Carles Melich) vivir éticamente es (…) estar pendiente
del sufrimiento del otro, tener algo infinitamente pendiente con él/ella y, por tanto, no
acabar de estar instalado en el mundo, y no saber cómo estarlo”. (Melich 2010 p.94) No
se trata de una respuesta preconcebida y aplicable a muchos casos, porque la ética, a
diferencia de la moral, es situacional, es decir, es una respuesta a una persona en
concreto, una persona con nombre, rostro y cuerpo; una respuesta que surge de ese
encuentro presente. Soy yo quien te responde a ti en esta situación concreta, y como
cada situación es única mi respuesta también lo es.
¿Cómo saber que mi respuesta es la adecuada si no hay un camino trazado, si no hay
una ley, si no hay el Bien con mayúscula? No puedo saberlo. No hay forma. La ética se
enfrenta a la incertidumbre una y otra vez. Lo diremos de nuevo: la moral surge de la
certeza, la ética de la falta de certeza. “Nunca podremos saber a priori –por adelantado-
qué es lo ético, cómo hay que actuar éticamente, cuál es la respuesta ética adecuada (…)
no hay ética porque sepamos lo que está bien y lo que está mal, sino precisamente
porque no lo sabemos, porque nos vemos obligados a responder in situ a las cuestiones
que otros nos formulan y nos demandan”. (Melich 2010 p.45) Ser ético, dice el mismo
Melich es no tener nunca la conciencia tranquila.
La respuesta ética requiere compasión, afecto, sensibilidad, ternura, respeto, capacidad
de indignación y ese deseo que es potencia de hacer algo, que va más allá de anhelo y se
vuelve acción real y comprometida con el otro.
Una erótica.
Eros, en la tradición griega es mucho más que un pequeño dios travieso y descafeinado
que provoca enamoramientos. Es, ni más ni menos que el poder que unió el cielo con la
tierra para que de allí surgiera la vida. Eros entonces es fuerza que llama, que une lo
separado, que invita para que desde esa unión algo nazca.
“La palabra griega eros –escribe Anne Carson (2020 p.23), la poeta canadiense- denota
deseo, falta, deseo de eso que está ausente”. Una ausencia que como toda ausencia evoca
y convoca una presencia. Más que un anhelo es una sed, “Sed de otredad” dirá Octavio
Paz, y cuando digo otredad quiero decir, lo que no soy, lo que no seré, lo que está más
allá de mí. Los seres humanos somos seres eróticos porque al no bastarnos necesitamos
salir de nosotros mismos para ir al encuentro con lo otro. Desde esa mirada, la terapia
es un espacio erótico, pues es a través del encuentro con otro, con lo otro, que nos re-
conocemos a nosotros mismos. Voy a ti para volver a mí diferente de como era, voy a
saberte para saberme, te busco para encontrarme.
Pienso que en terapia lo erótico tiene que ver con esa sed de encuentro: con el modo
cómo acudimos o nos abrimos a dicho encuentro, con nuestra capacidad de sentir ese
deseo de lo que está ausente para intentar hacerlo presente. Escribo esto último e
inevitablemente pienso en las ideas de Gianni Francesetti: la ausencia como puente que
nos une.
Hace poco, escuché a mi admirado Joan-Carles Melich, el filósofo catalán, diciendo que
lo erótico está presente en el cuerpo a través de los gestos: miradas que se cruzan,
sonrisas, manos que se rozan, abrazos, incluso pequeños actos de amabilidad (dar el
paso, por ejemplo) ante la existencia del otro.
¿Qué gestos conforman la erótica en la terapia Gestalt?
Margherita Spagnuolo (2013 p-193-210) dice con claridad que es necesario sentirnos
atraídos hacia nuestros pacientes, pues solo así podemos revelarles su belleza. La
atracción es también el cuerpo y el alma yendo hacia el otro, la otra. En terapia los
cuerpos hablan y se hablan. Mi cuerpo completo tiende hacia el paciente, me inclino,
me abro, miro y escucho con una intensidad especial. Suspendo el afuera en la medida
de lo posible para estar plenamente presente.
Mis pacientes, o la mayoría de ellos, acaban por gustarme de muchos modos. Al mirar
su humanidad como pocas personas la han visto o la verán (eso me hace pensar en la
desnudez) soy conmovido por su particular belleza. He aprendido a abrazar ese gusto
que a veces es mutuo.
No quiero dejar de lado que un gesto erótico importante en la terapia es la renuncia.
Elegimos no consumar lo amoroso ni lo sexual y en esta renuncia hay también un
cuidado por el otro o la otra.
Pienso también que en lo erótico habita el tacto. Tacto es tocar y acariciar, sí, pero
también decimos “tener tacto” a una forma particular de contactar en donde está
presente el cuidado y la delicadeza que evitan invadir, violentar, apropiarse. “Tener
tacto –dice Max Van Manen- es ser solícito, sensible, perceptivo, discreto, consciente,
prudente sagaz, perspicaz, cortés, considerado, precavido, cuidadoso” (1998 p.138)
El tacto, y esa particular forma del tacto que es la caricia, nos saca de nosotros mismos
pues es una práctica orientada al otro. Tu existencia rompe mi centralidad y voy hacia
ti sabiendo que eres libre de rechazar mi aproximación.
La caricia, cuando es verdadera, es una forma de diálogo. Tocarte, acariciarte, implica
sentirte, pero a la vez sentir-me, pues no es posible tocar sin ser, a la vez tocado por lo
que toco. La caricia es una cocreación (y por lo tanto no se puede planificar) pues al
tocarte siento tu respuesta y esa respuesta transforma mi caricia, la vuelve suave o
firme, de apoyo o de consuelo, busca y encuentra un ritmo mutuo. Al tocarte siento tu
apertura o tu límite, tu invitación a seguir o tu petición de distancia. Cuando digo tocar
y acariciar no me refiero solo al contacto de una piel con la otra, pues me parece que en
el espacio terapéutico el/la paciente y yo nos tocamos también de otras maneras: a
través de las miradas, de las palabras, de los silencios, de los gestos, de los detalles,
incluso de las esperas y las pausas.
“«¿Cómo estás?», «¿Cómo te encuentras?», «Me alegro de verte», «Cuídate»,
«Adiós»… son expresiones de amparo y de acogida. Al prestarles atención, ¿acaso es
posible no maravillarse de su sentido? Decir «¿Estás bien?» con franca solicitud es ya
cuidar del otro. Literalmente es una pregunta, pero, en realidad, es tacto e imposición
de manos”. (Esquirol 2015 p.90)
Acariciar al otro, a la otra también es preservar su espacio, proteger su vulnerabilidad,
acompañarle en el dolor, compartir su risa, sanar lo herido, reforzar lo bello, rescatar lo
único. (Van Manen 1998 169-178)
¿Una poética?
Quizá, la intersección de estas líneas, la figura que se conforma al mezclar esta óptica,
esta estética, esta ética y esta erótica sea una poética de la terapia Gestalt.
Una poética, es decir, un modo de hacer surgir, de dar a luz, de hacer que lo que no es,
sea. Una mínima creación que agrega algo a lo creado. Un modo de ser obrero o
artesano del mundo, un desordenar para inventar un orden otro.
No confundir, por favor, con la grandilocuencia empalagosa con la que se rellena el
vacío, ni con el oropel y las palabrotas y las lentejuelas. Nada más lejano. Poética es
algo mucho más sencillo y también mucho más complejo.
“Poiesis es la palabra griega que significa ‘hacer, elaborar, producir, crear’. De ella
deriva poética, que es un tipo muy especial de elaboración (...) Obra, puede ser, en
efecto, la obra de un artista o de un escritor, pero también la obra de una artesana o la
labor de una abuela, la acción de una revolucionaria, o el buen hacer de un campesino.
La obra es lo que da un poco más de consistencia al mundo, o lo que intensifica y da
sentido a la vida”. (Esquirol 2021 p.63-65)
Cuando hablo de una poética de la terapia me refiero a la elección de un modo de hacer
que intenta no repetir sino crear, no interpretar desde parámetros ya conocidos sino
acompañar la novedad que surja. Crear sí, pero eso nunca ocurre a solas, sino con el
otro. Con y también para y también desde y también contra pero nunca sin. “Creamos
para no estar solos. Y creamos para que el otro tampoco esté solo”. (Esquirol p.4)
Cocrear entonces. Cocreación.
¿Por qué una poética y no una técnica? Quizá porque partimos del encuentro. Ante mí
hay un otro, una otra y esa presencia viva me deja desarmado. Ante él o ella las
técnicas y su repetición pierden sentido pues el encuentro es siempre único e
impredecible. Las técnicas se parecen a eso que Hannah Arendt llamaba fabricación: el
intento por repetir lo mismo. Arendt pone especial atención a un hecho que parece
obvio: nacimos. Somos seres que nacen, no que se fabrican. Fabricar es repetir un
molde, un diseño previo de modo que funcione de cierta forma. La fabricación
estandariza, es impositiva, fija, fría; un acto de funcionarios que produce nuevos
funcionarios. El resultado es un producto, no una persona. Nacer es otra cosa: un
acontecimiento que rompe la continuidad del tiempo. Arendt nos recuerda que cada
uno de nosotros nace, y al nacer trae consigo algo único, un modo especial de ver el
mundo, una mirada nueva, una palabra nueva, un pensamiento nuevo: la más absoluta
novedad. A diferencia de la fabricación, la creación intenta preservar la novedad del
otro preservando también la novedad del encuentro, invita a hacer nacer para seguir
naciendo.
Aquí, otra vez, el riesgo de lo grandioso. Lo oigo mucho, cada vez más: “La terapia
como una obra de arte, como un poema, como alquimia que hace brotar el oro oculto.
El terapeuta, entonces, como el mago, el artista, el alquimista, el poeta”. Hinchados de
nosotros mismos vamos al consultorio con nuestra magia a cuestas dispuestos a la
grandeza.
Así no. Hemos hablado aquí de lo roto, de lo frágil, de lo pequeño, de lo incierto. Hablo
entonces de una poética a ras de tierra que incluya todo lo anterior: la del encuentro, y
esa siempre es falible e incompleta. La Belleza, con mayúscula es inalcanzable. Es más
bien un andar a tientas, tropezando, siempre lejos del ideal, intentando trazar una
línea que muchas veces sale torcida, una palabra perfecta que escapa siempre y si
rozamos la belleza fue solo su orilla, un milagro fugaz e irrepetible. Hablo de una
poética que vuela bajo: no soy un artista sino, en todo caso, un artesano intentando
hacer un trabajo digno: un plato de barro con dos líneas temblorosas; no soy un
alquimista que hace surgir el oro sino un cocinero que prepara una sopa; no soy un
poeta sino alguien intentando escribir alguna frase sin salirse del renglón.
Pero esta poética, aun en su sencillez, implica una rebelión porque atiende a la vida
antes que al mundo, a lo frágil antes que a lo poderoso, a la compasión antes que a la
exigencia.
Una poética de la terapia: cocrear una nueva posibilidad, un nuevo sentido para la vida.
No digo “una nueva vida” sino apenas una nueva posibilidad: una mirada, una palabra,
un silencio, una decisión, una pregunta.