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El libro de la risa y el olvido

Autoras/es: Milan Kundera


(Fecha original del artículo: 1978)
Fragmento

«Soplaba el viento y el suelo estaba hecho un barrizal. Frente a la sepultura abierta


los asistentes al funeral formaban un semicírculo irregular. Ahí estaban, estaban
casi todos sus conocidos, la actriz Hana, los Clevis, Bárbara y por su puesto los
Passer: su mujer, el hijo que lloraba y la hija.
Dos hombres con trajes muy gastados izaron las cuerdas sobre las que descansaba
el féretro. En ese mismo momento se acercó a la sepultura un hombre muy
emocionado, con un papel en la mano, se dio media vuelta hacia los sepultureros,
miró al papel y comenzó a leer en voz alta. Los sepultureros lo miraron, dudaron un
momento si tenían que volver a dejar el cajón a la sepultura, pero luego comenzaron
a bajarlo lentamente al hoyo, como si hubieran decidido ahorrarle al muerto un
cuarto discurso.
La inesperada desaparición del féretro hizo que el orador se sintiese inseguro. Todo
su discurso estaba elaborado en segunda persona del singular. Se dirigía al muerto,
le agradecía y respondía a sus supuestas preguntas. El féretro llegó al fondo del
pozo, los sepultureros sacaron las cuerdas, se quedaron humildemente de pie junto
a la tumba. Al darse cuenta de la insistencia con la que el orador se dirigía a ellos,
agacharon la cabeza, confusos.

Cuanto más se daba cuenta el orador de lo inadecuado de la situación, más lo


atraían aquellas dos tristes figuras y tenía que hacer un gran esfuerzo para arrancar
los ojos de ellas. Se dio vuelta hacia el semicírculo de los asistentes al entierro. Pero
ni aún así sonaba mejor su discurso en segunda persona porque parecía como si el
finado se ocultase en medio de la gente.

¿Hacía dónde podía mirar? Dirigió la mirada angustiado al papel y a pesar de que se
sabía su discurso de memoria no levantó la cabeza de las letras.
Todos los presentes estaban poseídos por una especie de inquietud aumentada por
los neuróticos golpes de viento que los sacudían a cada momento. Papá Clevis tenía
el sombrero bien encasquetado en la cabeza, pero el viento era tan fuerte que de
repente se lo arrebató y lo hizo posarse entre la sepultura abierta y la familia Passer
que estaba en primera fila.

En un principio su intención fue atravesar la masa de gente y recoger el sombrero,


pero inmediatamente se dio cuenta de que con tal comportamiento daría la
impresión de que le importaba más el sombrero que la solemnidad del homenaje
dedicado al amigo. Decidió por lo tanto no interrumpir y hacer como si no hubiese
pasado nada. Pero no fue una buena solución. Dese el momento en que el
sombrero fue a dar al espacio abierto que había ante la tumba, el cortejo fúnebre
se intranquilizó aún más y ya no fue capaz de atender a las palabras del orador. El
sombrero, con toda su humilde quietud interrumpía la ceremonia mucho más que
si Clevis hubiera dado un par de pasos para recogerlo. Por eso le dijo al que estaba
delante de él perdone y atravesó el gentío. Se encontró así en el espacio vacío
(parecido a un pequeño escenario) que había entre la tumba y los invitados al
entierro. Se agachó, estiró el brazo, pero en ese momento el viento volvió a soplar
e impulsó al sombrero un poco más hacia delante, junto a los pies del orador.

En ese momento ya nadie pensaba más que en papá Clevis y su sombrero. El orador
no sabía nada del sombrero, pero comprendió que estaba ocurriendo algo entre su
auditorio. Levantó la vista del papel y con sorpresa se encontró con un desconocido
que estaba a dos pasos de distancia y lo miraba com si se preparase para saltar.
Volvió la vista rápidamente hacia las letras: quizá tenía la esperanza de que al volver
a levantarla la increíble aparición se hubiese esfumado. Pero cuando la levantó, el
hombre seguía allí y continuaba mirándolo.

Y es que papá Clevis no podía ni avanzar ni retroceder. Echarse bajo los pies del
orador le parecía atrevido y volver sin el sombrero ridículo. Se quedó por lo tanto
inmóvil, paralizado por su indecisión, intentando en vano que se le ocurriese alguna
solución.

Ansiaba que alguien le ayudase. Miró a los sepultureros. Estos estaban inmóviles al
otro lado de la sepultura, mirando fijamente a los pies del orador.

En ese momento volvió a soplar el viento y el sombrero se desplazó lentamente


hasta el borde de la sepultura. Clavis tomó la decisión. Se adelantó con energía,
estiró el brazo y se inclinó. El sombrero retrocedía y retrocedía ante él, hasta que
por fin, un instante antes de que llegara a cogerlo, resbaló por el borde y cayó al
hoyo.

Clevis extendió aún el brazo hacia él, como si quisiera llamarlo para que volviese,
pero inmediatamente después decidió comportarse como si nunca hubiese existido
ningún sombrero y él estuviese junto al borde de la sepultura sólo gracias a alguna
casualidad insignificante. Intentó entonces comportarse con naturalidad y soltura,
pero era muy difícil, porque todos los ojos se dirigían hacia él. Tenía la cara estirada
por una extraña mueca, trataba de no ver a nadie y fue situarse a la primera fila
donde sollozaba el hijo de Passer.

Cuando desapareció la peligrosa visión del hombre listo para saltar, el hombre del
papel se tranquilizó y levantó los ojos hacia el gentío que ya no oía nada de lo que
decía, para pronunciar la última frase de su discurso. Después se dio la vuelta hacia
los sepultureros y exclamó en tono muy solemne «Viktor Passer, los que te han
amado nunca te olvidarán. Descansa en paz».

Se agachó hacia el montón de tierra que estaba junto a la tumba, cogió un poco de
tierra con una pequeña pala que allí había y se inclinó sobre la sepultura. En ese
momento una ola de risa ahogada agitó las filas de los asistentes al acto. Todos se
imaginaban que el orador, que se había quedado paralizado con la pala llena de
tierra en la mano inmóvil hacia abajo, veía al fondo del féretro y encima de él el
sombrero como si el muerto, en vano intento por mantener la dignidad, no hubiera
querido permanecer con la cabeza descubierta durante un discurso tan solemne.
El orador se contuvo, echó la tierra sobre el féretro, cuidando de que no tocase el
sombrero, como si debajo de él se escondiese realmente la cabeza de Passer. Le
pasó la gala a la viuda. Sí, todos tuvieron que beber el cáliz de la tentación final,
todos tuvieron que luchar en ese horrible combate contra la risa. Todos, incluso la
mujer, el hijo que sollozaba, tuvieron que coger la tierra con la pala e inclinarse
sobre el hoyo en el que estaba el féretro con el sombrero puesto, como si Passer,
con su optimismo y su vitalidad incorregibles, sacase la cabeza fuera.»

Kundera, Milan, El libro de la risa y el olvido, Buenos Aires, Seix Barral, 1991

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