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No.

Carné 202250654 , Heidy Noemí López Yos

Curso: E 410 Práctica Sociocomunitaria

Lic: Gustavo Ramiro Tellez Mora

ANTROPOLOGÍA SOCIAL

Universidad de San Carlos de Guatemala


Facultad de Humanidades
Departamento de Pedagogía

Zunilito, 17 abril 2024


INTRODUCCIÓN
La antropología estudia la diversidad de las realizaciones socioculturales del ser
humano, incluida la emergencia misma de los humanos en sus entornos
ecológicos. La antropología no está limitada en su objeto específico. Toda realidad
pertinente para la comprensión de lo humano puede formar parte de su campo de
investigación. Por ello, los antropólogos están habituados a la flexibilidad de los
enfoques teóricos. Su formación consiste normalmente en un cuerpo de teoría
clásica que, progresivamente, se va especializando en algún área concreta de
interés. En la actualidad, estas áreas son innumerables: procesos económicos,
técnicas y tecnologías, formas de conocimiento, prácticas lingüísticas, formas
simbólicas, políticas, religiosas, jurídicas, educativas, escenarios corporales y
subjetivos, formas de estructuración social según diferencias étnicas, de género,
etcétera. En cualquiera de estos campos —entre muchos otros—, los
antropólogos intentan ampliar el conocimiento acerca de cómo los seres humanos
producen sociedad y cultura.
Debido a sus orígenes históricos, la antropología es identificada a menudo como
una ciencia especializada en el estudio de sociedades muy diferentes de la
nuestra, «otras sociedades». Sin embargo —especialmente a lo largo de las
últimas décadas—, los antropólogos hemos llegado a comprender que tal
diferencia conceptual entre «nosotros» y «los otros» se convierte en ficticia, una
vez que aprendemos a mantener un adecuado extrañamiento de lo propio. Hoy la
antropología rechaza toda forma de exotismo, pues nada es realmente externo a
su verdadero objeto considerado del modo más general: la acción social humana
situada en concretos entornos de práctica.
La flexibilidad teórica de la antropología se corresponde con una metodología de
investigación que es también extremadamente flexible. La etnografía basada en
trabajo de campo antropológico es la marca distintiva de la disciplina; así como
sus variantes etnohistóricas, basadas en documentación. El proceso metodológico
de la etnografía concluye en un texto narrativo que toma por objeto acciones y
experiencias humanas en entornos concretos. Durante el trabajo de campo, el
investigador obtiene una experiencia de comunicación con las personas, y de
participación en sus escenarios vitales. La entrevista, la observación de acciones
situadas, y la producción de documentos suelen mencionarse como componentes
fundamentales de esta metodología. En realidad, esos tres componentes acogen
una diversidad de técnicas concretas tan amplia y flexible como podamos
imaginar.
La antropología basa todo su potencial de producción de conocimiento en la
facultad que poseemos los seres humanos para hacer inteligible el
comportamiento de los seres humanos. Por eso, la antropología es una ciencia
social reflexiva. Una parte fundamental de esa reflexividad consiste en el
reconocimiento de que la habilidad interpretativa del investigador no puede
desarrollarse en solitario; sino que depende crucialmente de la incorporación de
las voces y experiencias de las personas. Así considerada, la antropología es una
ciencia basada en el diálogo sociocultural, lo que la convierte en una disciplina con
grandes posibilidades de aplicación a las situaciones que los propios agentes
sociales consideran como problemáticas.
ANTROPOLOGÍA SOCIAL
Lo que distingue a la antropología del resto de ciencias sociales son, por un lado,
su objeto de estudio y por otro, la metodología que emplea para su análisis. Dicho
en pocas palabras, el objeto de estudio de la antropología social es la Cultura y la
diversidad de sus formas. Pero la auténtica dificultad consiste en determinar qué
es, por lo tanto, la cultura.
El término cultura proviene del término en latín ‘cult-’ que etimológicamente
significa “cultivo”, “culto” o “cultivar”. El uso del mismo por parte de las ciencias
sociales fue considerablemente posterior. Sin embargo, existen tantas definiciones
de cultura como corrientes antropológicas o incluso, sería más adecuado decir,
como antropólogos y antropólogas. Por ello, lejos de intentar producir una única
definición sobre este término resultará mucho más adecuado y fructífero recoger
aquellas características o aspectos irrefutables sobre el mismo.
En primer lugar, debemos tener en cuenta que la cultura es una característica
específica y particular de los seres humanos, concretamente aquella que nos
diferencia del resto de los animales. Para que exista cultura es necesario disponer
de un sistema cognitivo previamente establecido. Este sistema que existe a priori
sólo entre los humanos es su capacidad para simbolizar, es decir, para construir
significados sobre una serie de significantes y proceder de esta manera a
interpretar la realidad circundante.
En segundo lugar, la cultura es grupal y colectiva, no es un rasgo particular del
individuo. La cultura existe en tanto que el ser humano es un ser social que vive
inserto en una sociedad. Como consecuencia de esta característica, la cultura
permanece en el tiempo y no desaparece con las personas ya que forma parte del
conocimiento y de la forma de vida del grupo. En definitiva, la cultura se transmite
de generación en generación y sin embargo, estos rasgos y características
comúnmente compartidas están por encima de las individualidades.
El hecho de que la cultura se transmita generacionalmente dentro del grupo no
significa que ésta sea estática y se mantenga inalterable en el tiempo. La cultura
es una realidad estable y cambiante al mismo tiempo. Las culturas cambian
porque así lo hacen las personas y la realidad social en la que éstas se
desenvuelven. Sin embargo, para que una determinada cultura siga siendo
identificada como tal a lo largo del tiempo a pesar de los cambios producidos
dentro de la misma, resulta indispensable que ciertos elementos o características
de la misma permanezcan inalterables durante más tiempo. Otras características
de la cultura, sin embargo, cambiarán a mayor velocidad. Los elementos que
permanecen estables durante más tiempo dentro de una misma cultura
representan la estructura social del grupo (el sistema de parentesco, la religión o
la lengua son sólo algunos de ellos).
Cuando hablamos sobre cultura debemos tener en cuenta si lo hacemos con
mayúscula o con minúscula. La Cultura tal y como hemos comprobado, es una
característica universal de la especie humana, concretamente, aquella que nos
distingue del resto del mundo animal. Todos los grupos humanos han desarrollado
la cultura a lo largo de la historia y esto ha dado como resultado la creación de las
culturas. Cada colectivo desarrolla su propia cultura o lo que es lo mismo, su
manera particular de adaptarse al medio en el que habita y de entender las formas
de interacción entre los miembros que lo componen. Así, las diferentes tradiciones
culturales representadas por sociedades específicas producen culturas
particulares. La descripción y el análisis de estas particularidades culturales es,
precisamente, lo que le interesa a la antropología social.
Finalmente, debemos tener en cuenta que la cultura es integral en el sentido de
que moldea o condiciona la totalidad de los aspectos que tienen que ver con la
vida de las personas. La antropología no interpreta la cultura como refinamiento,
educación o entendimiento sino que considera que cualquier pequeño detalle de la
vida cotidiana de las personas (un gesto, la forma de sentarse, qué se come y
cómo, la ropa, las formas de entretenimiento, etc.), constituye un rasgo cultural
importante digno de ser estudiado. Se puede llegar a estudiar la cultura particular
de una determinada sociedad a partir del día a día de sus miembros ya que la
cultura moldea o condiciona notablemente la forma de pensar, de sentir y actuar
de las personas. Por ello, necesariamente, la antropología social tiene que ser una
disciplina holística.
Para terminar con este punto, hay que saber que los aspectos o elementos que
componen una determinada cultura son tanto materiales como inmateriales. Entre
los componentes materiales de una cultura se encuentran todos los objetos
producidos o empleados para el desarrollo de la misma (vivienda, utensilios de
cocina, medios de transporte, vestimenta, objetos para el ocio, etc.). Por su parte,
la cultura inmaterial se compone de todos los conocimientos, formas de actuar,
sentimientos e ideas propias y características del grupo.
IDENTIDAD CULTURAL DE LOS PUEBLOS
El concepto de identidad cultural se comprende a través de las definiciones de
cultura y de su evolución en el tiempo. Como se puede apreciar en las secciones 1
y 2 de este artículo, estos conceptos, que se originan en los siglos XVIII y XIX, son
relativamente nuevos. A través de los términos: cultura, patrimonio cultural y su
relación con el territorio iremos encontrando el de identidad territorial. Que un
producto, un bien patrimonial o un servicio sea reconocido como particular, a
veces como único en el mundo y en su más alto grado como patrimonio nacional o
de la humanidad supone un largo recorrido de pasos, procesos y cumplimiento de
normativas. Si bien la amplitud de este proceso evita toda tentación de abordarlo
en detalle, en la sección 3, se explicitan las diversas convenciones y
procedimientos que se aplican para diferentes tipos de patrimonio, apoyándose
básicamente en la normativa de la Organización de las Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), que permite avanzar en los
complejos temas de la cultura.
El concepto de identidad3 cultural encierra un sentido de pertenencia a un grupo
social con el cual se comparten rasgos culturales, como costumbres, valores y
creencias. La identidad no es un concepto fijo, sino que se recrea individual y
colectivamente y se alimenta de forma continua de la influencia exterior. De
acuerdo con estudios antropológicos y sociológicos, la identidad surge por
diferenciación y como reafirmación frente al otro. Aunque el concepto de identidad
trascienda las fronteras (como en el caso de los emigrantes), el origen de este
concepto se encuentra con frecuencia vinculado a un territorio.
La identidad cultural de un pueblo viene definida históricamente a través de
múltiples aspectos en los que se plasma su cultura, como la lengua, instrumento
de comunicación entre los miembros de una comunidad, las relaciones sociales,
ritos y ceremonias propias, o los comportamientos colectivos, esto es, los sistemas
de valores y creencias (...) Un rasgo propio de estos elementos de identidad
cultural es su carácter inmaterial y anónimo, pues son producto de la colectividad.
Es el sentido de pertenencia a una colectividad, a un sector social, a un grupo
específico de referencia. Esta colectividad puede estar por lo general localizada
geográficamente, pero no de manera necesaria (por ejemplo, los casos de
refugiados, desplazados, emigrantes, etc.). Hay manifestaciones culturales que
expresan con mayor intensidad que otras su sentido de identidad, hecho que las
diferencias de otras actividades que son parte común de la vida cotidiana. Por
ejemplo, manifestaciones como la fiesta, el ritual de las procesiones, la música, la
danza. A estas representaciones culturales de gran repercusión pública, la
UNESCO las ha registrado bajo el concepto de “patrimonio cultural inmaterial. La
identidad sólo es posible y puede manifestarse a partir del patrimonio cultural, que
existe de antemano y su existencia es independiente de su reconocimiento o
valoración. Es la sociedad la que a manera de agente activo, configura su
patrimonio cultural al establecer e identificar aquellos elementos que desea valorar
y que asume como propios y los que, de manera natural, se van convirtiendo en el
referente de identidad (...) Dicha identidad implica, por lo tanto, que las personas o
grupos de personas se reconocen históricamente en su propio entorno físico y
social y es ese constante reconocimiento el que le da carácter activo a la identidad
cultural (...) El patrimonio y la identidad cultural no son elementos estáticos, sino
entidades sujetas a permanentes cambios, están condicionadas por factores
externos y por la continua retroalimentación entre ambos. La identidad está ligada
a la historia y al patrimonio cultural. La identidad cultural no existe sin la memoria,
sin la capacidad de reconocer el pasado, sin elementos simbólicos o referentes
que le son propios y que ayudan a construir el futuro.
LA COSMOVISION Y EL MEDIO AMBIENTE
La crisis ambiental actual, obedece a una visión antropocéntrica que sitúa a los
seres humanos al centro del mundo, colocándonos en una condición de
superioridad, en la cual el resto de la naturaleza está a nuestro servicio. Este
paradigma ha llevado a las comunidades, en la medida que crecen en población, a
sobrepasar la capacidad de recuperación de los ecosistemas de que dependemos
para nuestra sobrevivencia. Así es como paulatinamente hemos ido agotando o
contaminando las aguas, los bosques, el aire, es decir todo aquello que nos brinda
los elementos esenciales para la vida; desde la posibilidad de respirar, pasando
por la alimentación, el abrigo, hasta el sosiego emocional, hemos ido debilitando el
tejido de la vida. Superar la crisis ambiental y avanzar hacia un Desarrollo
Sustentable, requiere de una recreación de nuestros saberes ancestrales. En
efecto, lo que necesitamos es recordar que nuestra supervivencia depende del
bienestar general del Planeta, acercándonos de este modo hacia una visión
biocéntrica, cuyo origen se aloja en la cosmovisión de los pueblos originarios.
Desarrollar programas de educación ambiental que contribuyan a un cambio
cultural que nos permita caminar por la senda del Desarrollo Sustentable, nos lleva
a conocer y valorar la cosmovisión de los pueblos originarios, ya que "por milenios,
los pueblos indígenas han aprendido de la naturaleza a vivir en armonía con todos
sus elementos constitutivos. La tierra no les pertenece, son parte de ella y de los
equilibrios que hacen posible la vida en su seno", recuperar y poner en valor esta
sabiduría hoy, resulta clave para el futuro del Planeta y por ende de la humanidad.
Educación Ambiental, se asume que ocurre a lo largo de la vida de cada ser
humano, en una constante, en la cual el medio en que se desarrolla juega un rol
relevante. También se explícita que en su diseño e implementación como
instrumento de gestión ambiental, se requiere la confluencia de múltiples
disciplinas, lo que implica un reconocimiento de que el medio ambiente y el
desarrollo de valores y respectivas conductas que propendan a su conservación,
involucra diversas disciplinas del conocimiento humano; ciencias sociales, ciencias
físicas, matemáticas, arte, entre otras.
Un aspecto crucial de la definición anterior, es que orienta la formación de la
ciudadanía hacia el re - conocimiento de valores, lo que implica asumir que el
substrato valórico necesario para educarnos ambientalmente para la
sustentabilidad, es parte de nuestro patrimonio ancestral como sociedad y que hoy
se requiere recuperarlo.
En este reto, la cosmovisión de los pueblos originarios, viene a constituir un
recurso pedagógico gravitante. Finalmente, es destacable señalar que la
orientación o el fin que persigue la educación ambiental, es alcanzar una
convivencia armónica entre seres humanos y con su ambiente, convivencia que
los pueblos originarios experimentaron, por ende, al preguntarnos ¿quiénes
pueden orientar a las actuales generaciones a encontrar respuestas sobre como
conservar el tejido de la vida?, no debe sorprendernos, que la respuesta apunte
hacia los actuales integrantes de los pueblos originarios.
Es así como los exponentes actuales de los pueblos originarios, en su calidad de
portadores de una cosmovisión inspirada en la convivencia armónica de los seres
humanos con su ambiente, vienen a constituirse en actores claves en el
florecimiento de la Educación Ambiental, como instrumento de gestión ambiental,
para cimentar las bases de un nuevo paradigma denominado Desarrollo
Sustentable.
FORMAS DE VIDA DE LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA
Se me pide que aporte una perspectiva sociológica en relación con la cultura de la
vida en nuestra sociedad. Además de agradecer la oportunidad de participar en un
diálogo interdisciplinar como el propiciado por estas Jornadas, me parecía
oportuno comenzar recordando de forma elemental los rasgos más característicos
del quehacer sociológico, para que luego se entienda mejor lo que puede hacer
esta forma de estudiar la realidad social aplicada al fenómeno de la vida.
La sociología se interesa por lo que ocurre cuando los seres humanos viven
juntos, en sociedad. Partiendo de la suposición de que en ocasiones el todo es
más que la suma de sus partes, se considera que la convivencia social da lugar a
fenómenos y procesos que no tienen una explicación suficiente a partir de la mera
personalidad de los individuos que intervienen en ellos. Pero como esa vida social
es sumamente compleja, lo primero que debe hacer el sociólogo que se acerca a
ella con ánimo de estudiarla es delimitar, acotar con la mayor precisión posible el
ámbito de lo que pretende analizar. Una vez determinado el fenómeno que nos
interesa, se buscará comprenderlo, captar su sentido, pues los actores humanos
suelen dar un significado a su conducta, incluida la que les pone en relación con
los demás miembros de la sociedad. Llegar a comprender esos fenómenos no es
poco, pero, además, el sociólogo también busca explicar, es decir, encontrar las
causas o factores que han influido en los fenómenos estudiados. Si esa
explicación causal es lo suficientemente capaz, se puede articular en forma de
hipótesis susceptible tal vez de convertirse después en teoría de alcance general.
Y si hay suerte, incluso es posible que esa teoría tenga alguna capacidad
predictiva y nos permita intuir lo que puede suceder en el futuro, aunque hay que
adelantar que este ideal rara vez se alcanza. Como decía el político inglés, las
predicciones son muy difíciles, de modo particular las que se refieren al futuro.
La sociología, como disciplina que pretende ser científica, subraya su carácter
empírico, pues apoya su tarea en la observación y en la experimentación. Es claro
que en las llamadas ciencias sociales resulta muy difícil experimentar para
comprobar la validez de las hipótesis formuladas, por lo que hay que recurrir sobre
todo a la observación de la vida misma en ese gran laboratorio que es la propia
sociedad. Pero esto tampoco es siempre posible, tanto por la amplitud y
complejidad de los fenómenos estudiados como por la dificultad de acceder a los
protagonistas de la acción social, así que la principal fuente de los datos que
maneja el sociólogo procede de la interrogación de los propios actores. Esa
interrogación puede ser directa, adoptando diversas formas que cabe englobar
básicamente en dos grandes tipos: cuantitativa –encuestas que preguntan por
variables concretas y que luego se cuantifican– y cualitativa –entrevista en
profundidad, grupo de discusión–, o indirecta, que acude, no ya a los mismos
actores, sino a lo que otros han dicho o escrito sobre ellos. Esta segunda manera
de acceder a los datos pone de relieve que la sociología es una disciplina de
síntesis, que aprovecha las aportaciones de las más diversas ciencias o campos
de estudio: historia, literatura, economía, derecho, etc.
Aplicando –bien que de modo rudimentario– esta metodología, me propongo
formular algunas reflexiones suscitadas por la observación de nuestra realidad
social. Para complementar esa visión, pediré la palabra a algunos testigos
cualificados, que considero representativos del clima de opinión dominante.
Todavía está muy cercano el fin del siglo pasado, que también era fin del milenio,
y en circunstancias como ésta es convencional e inevitable hacer balance. Así, en
los últimos meses han proliferado los análisis sobre la situación actual de nuestra
cultura, y cabe afirmar que de la casi totalidad de esos comentarios se desprende
un tono ambivalente. El siglo XX parece haber combinado los mayores extremos
de civilización y de barbarie, en lo que tal vez no sea más que un simple reflejo de
la condición del hombre, capaz de lo mejor y de lo peor. Occidente ha alcanzado
unas cotas de desarrollo económico y de bienestar nunca vistas en la historia de la
humanidad –disminución de la mortalidad infantil, asistencia sanitaria
generalizada, prolongación de la esperanza de vida y notable incremento de su
calidad–, junto con logros como el avance científico y tecnológico, la educación
universal –y gratuita en buena medida–, la difusión de la democracia política, los
derechos humanos, el reconocimiento de la libertad y el pluralismo, el aprecio por
la dignidad humana, el mejoramiento de la situación de la mujer, etc. Pero las
partidas que deben apuntarse en el debe no son menos imponentes: guerras
mundiales, genocidios, limpieza étnica, holocausto, archipiélago Gulag, bomba
atómica, armas químicas y biológicas, tortura, manipulación, totalitarismo,
terrorismo, aborto masivo y –probablemente en breve– eutanasia, etc.
Ante el espectáculo de tanta violencia desatada, el hombre de la calle y, con él, los
expertos se formulan algunos interrogantes: ¿Es la violencia algo genético, que
está de modo necesario en nuestra naturaleza, o más bien de algo aprendido,
adquirido al hilo del proceso de socialización o de la interacción social? ¿Somos
hoy más o menos violentos que en el pasado? ¿Se respetan la vida y la dignidad
humanas hoy más que antes? Seguramente no hay una respuesta neta y fácil a
estas preguntas. En cualquier caso, los contrastes entre los logros de la
civilización y las aberraciones de la barbarie resultan particularmente intensos, lo
que podría explicar, al menos en parte, el malestar de fondo que nos invade. Ante
los portentosos logros que nos ha conseguido el desarrollo científico y tecnológico,
cabría exultar de satisfacción y orgullo, pero no nos sentimos del todo satisfechos.
Hay conciencia de que algunos obstáculos, tal vez no del todo visibles, entorpecen
el funcionamiento del maravilloso engranaje de nuestra cultura moderna, y esto ya
antes del fatídico 11 de septiembre. Esta maquinaria, llamada a proporcionarnos
una vida feliz, chirría en más de un sentido, a pesar del lubricante que los
ingenieros sociales al servicio del Estado del bienestar se encargan de
administrarle. Voy a intentar mostrar a continuación algunas de las raíces que, tal
como lo veo, explican esta situación.
Para entender el tratamiento que nuestra sociedad da a la vida, será oportuno
mencionar algunos de los rasgos más característicos de la cultura occidental
contemporánea.
El hombre moderno, apoyado en los extraordinarios progresos de la ciencia y la
tecnología, se considera emancipado de trabas seculares, que durante milenios
incluso aherrojaron la existencia de las sociedades y de los hombres. La libertad
se entiende ahora como emancipación, como ruptura con los más diversos tabúes.
Es lícito, incluso deseable, probarlo todo, adentrarse por nuevos caminos a la
búsqueda de experiencias distintas. Los valores del pasado dejan de merecer
respeto. En general, todo lo tradicional se vuelve sospechoso, hay que innovar,
ser original. El hombre ya no acepta tutelas de fuera, ya sea de la tradición, de la
naturaleza o de la religión. Lo propio de este nuevo hombre, adulto y emancipado,
es no aceptar más normas que las que él mismo se impone; si es que tiene
sentido aceptar limitaciones, algo que no se tardará mucho en poner en duda. Por
fin está en condiciones de erigirse en soberano de su propia existencia. Prometeo
y Fausto pueden estar de enhorabuena, pues sus sueños están a punto de
cumplirse.
El progreso, necesario e ilimitado, se convierte así en el gran mito de la
modernidad. En cierto modo, ocupa ahora el lugar que tradicionalmente había
correspondido al bien. Así, los calificativos ‘progresista’ y ‘bueno’ acaban
identificándose. Y de modo correlativo, lo reaccionario es el mal en absoluto, sin
paliativos. Nada puede detener ese progreso, cuyo sujeto es en última instancia el
conjunto de la humanidad. "La historia del género humano en conjunto puede
considerarse como la ejecución de un plan oculto de la naturaleza, en orden a
realizar una constitución del Estado internamente perfecta y, para este fin, también
externamente perfecta; ése es el único estado en el que la naturaleza puede
desarrollar completamente sus disposiciones", declara Kant en tono tan solemne
como ingenuo. La ‘astucia de la razón’ ocupa el lugar de Dios en el gobierno del
mundo. Tocqueville escribe unos 50 años después, y como buen conocedor de los
entresijos de la política, es menos ingenuo que Kant, pero en el prólogo de ‘La
democracia en América’ también se refiere a esa gran revolución democrática que
parece extenderse por encima de cualquier resistencia: "El desarrollo gradual de
la igualdad de condiciones constituye, pues, un hecho providencial, con sus
principales características: es universal, es duradero, escapa siempre a la
potestad humana y todos los acontecimientos, así como todos los hombres, sirven
a su desarrollo… Todo este libro ha sido escrito bajo una especie de terror
religioso, sentimiento surgido en el ánimo del autor a la vista de esta revolución
irresistible que desde hace tantos siglos marcha sobre todos los obstáculos, y que
aún hoy vemos avanzar entre las ruinas a que da lugar".
El motor del progreso es la ciencia, que persigue un conocimiento objetivo de las
leyes que rigen el funcionamiento de la realidad física. El hombre clásico y
medieval vivía en un mundo del que formaba parte como un ser natural más,
aunque dotado de entendimiento y voluntad, de ‘logos’, lo que le servía para
conocer esa realidad y destacarse de ella. Era microcosmos, compendio de todas
las formas de ser presentes en la realidad, y, por designio divino, rey de la
creación, que quedaba sometida a su gobierno. Así, no resulta extraño que una de
las primeras tareas de Adán en el Paraíso consistiera en poner nombre a los
animales. Dar el nombre implica dominio, pero también parentesco, familiaridad
con aquello que nombramos.
Ese mundo, con el que el hombre se siente emparentado a pesar de trascenderlo
en cierto modo, no es hermético, sino que se deja conocer. El hombre es su
dueño, pero de alguna manera la realidad manda: es la medida o criterio de la
verdad y del bien. La verdad consiste en la adecuación a la realidad, y portarse
éticamente significa hacer justicia a la realidad, respetarla y tratarla como se
merece. El ideal de una vida plena, lograda, consiste en la contemplación del
orden del mundo y, después, de la misma esencia divina.
Esta armoniosa relación entre hombre y mundo se desbarata en el comienzo de la
modernidad. La escisión de la realidad en dos ámbitos distintos y heterogéneos–
pensemos, por ejemplo, en la ‘res cogitans’ y la ‘res extensa’ de Descartes–, entre
los que no cabe una mediación natural –Descartes, que todavía es cristiano,
resolverá el problema acudiendo a Dios–, permitirá cambiar radicalmente nuestra
actitud frente a la naturaleza. El moderno ya no está para contemplaciones. El
nuevo programa se encuentra claramente formulado en el ‘Novum Organon’ de
Bacon, sin duda uno de los textos programáticos de la modernidad científica:
"Disecar la naturaleza… vencerla mediante la acción para instaurar el Reino del
Hombre… Podemos tanto cuanto sabemos". Y Hobbes, otro de los adalides de la
modernidad, dirá que conocer algo es "saber lo que podemos hacer con ello
cuando lo tenemos en nuestro poder".
La ciencia moderna sólo puede surgir en un humus cristiano, pues es
precisamente el cristianismo quien desacraliza la naturaleza, que deja así de ser
algo divino o de estar llena de dioses, para quedar reducida a la condición de
simple criatura. Si ya no se le debe reverencia, es posible observarla e investigarla
sin limitaciones. No sorprende entonces que fueran frailes franciscanos de Oxford
o París los pioneros de la ciencia experimental en sentido moderno, pues su
carisma religioso les hacía particularmente sensibles para todo lo relativo a la
naturaleza. Y los grandes científicos que inauguran la etapa clásica de la ciencia
moderna –Descartes, Galileo, Kepler, Newton– son profundamente cristianos y
creen leer la voluntad de Dios escrita en el libro de la naturaleza mediante el
inequívoco lenguaje de la matemática. Las siguientes etapas de esta singladura
son bien conocidas: deísmo, agnosticismo, ateísmo e, incluso, antiteísmo.
La instauración del reino del hombre exige eliminar a Dios, competidor peligroso
por la soberanía, y después del deísmo que caracteriza el s. XVIII, Haeckel puede
proclamar solemnemente, como típico representante del positivista s. XIX, que "el
mundo ha de tener presente que el descubrimiento más importante del siglo es
éste: no existe lo sobrenatural". Y Swinburne declara lleno de entusiasmo en
1871: "¡Gloria al hombre en las alturas! Porque el hombre es el señor de todas las
cosas".
Después de la crisis de fundamentos que atraviesan de modo particular la física y
las matemáticas en el primer tercio del s. XX, las ciencias se vuelven más
modestas en sus pretensiones cognoscitivas. Bohr expresa el nuevo estado de
opinión al afirmar, por ejemplo, que "la física no averigua lo que es la naturaleza,
sino que se limita a ocuparse de lo que se puede decir acerca de la naturaleza".
La realidad parece imponer límites insalvables a su conocimiento exacto y
objetivo, tal como lo pretendía la física clásica, pero esto no impide el desarrollo
espectacular de la investigación orientada hacia el dominio tecnológico de la
naturaleza. Interesa sobre todo la aplicación práctica de los nuevos conocimientos,
lo que lleva a la ciencia y la tecnología al corazón de la economía y la política.
Ahora las cuestiones que ocupan a los científicos tienen casi siempre amplísimas
repercusiones económicas y políticas. Las inversiones necesarias para realizar la
investigación alcanzan cifras descomunales, pero los beneficios que va a
proporcionar la explotación comercial de esos descubrimientos son todavía
mayores: hay negocio a la vista. La política se siente desbordada, y para intentar
no perder comba ante el curso adoptado por los acontecimientos, se ve obligada a
entregarse en manos de los expertos. Como declaraba recientemente el premio
Nobel de Química, Richard Ernst, "la ciencia tiene la responsabilidad de mirar
hacia el futuro y decir a la sociedad lo que debe hacer".
El primado de lo económico, característico de nuestra época, se da la mano con
los intereses de científicos y técnicos para doblegar la resistencia que algunos
gobiernos, todavía anclados en una visión tradicional del hombre y del bien
común, intentan oponer tímidamente. Se consideraría inadmisible que un gobierno
timorato pusiera trabas a esos desarrollos tan prometedores. En un mundo
globalizado como el nuestro, esa política obstruccionista no llevaría más que a
forzar la emigración de laboratorios y empresas. Se calcula que el volumen de
negocio en el sector biotecnológico alcanzará en el año 2001 los 25.000 millones
de dólares en Estados Unidos –donde hay unas 1.500 empresas dedicadas a esa
actividad–, y unos 15.000 millones en el resto del mundo. Y esto no ha hecho más
que empezar. Human Genoma Sciences (HGS), con sede en Maryland, es una de
las empresas punteras en este sector. Su agresiva política se ve adecuadamente
premiada por analistas y público, lo que la ha convertido en una de las estrellas de
la bolsa. Durante la feria ‘Bio 2001’, organizada por la Biotechnology Industry
Organization, (a la que pertenecen casi 1.000 empresas y centros de investigación
de 33 países) y celebrada en el pasado junio en San Diego con la presencia de
14.000 participantes –empresas, laboratorios, universidades, etc.–, Jim Davis,
Vicepresidente de HGS, exponía con toda claridad sus previsiones para el futuro
inmediato: "Queremos todo, todos los genes y todas sus variaciones, todas las
proteínas y todas sus variaciones, todas las funciones, todas las posibles
aplicaciones, y esto para el ámbito mundial". Es revelador del modo de trabajar de
esta empresa que cada uno de sus equipos de investigación tiene asociado un
abogado experto en patentes, que se encarga de presentar las correspondientes
solicitudes en cuanto se descubre algo digno de ser explotado comercialmente.
Los acontecimientos se suceden con rapidez: fecundación in vitro, ingeniería
genética, avances médicos como el diagnóstico preimplantatorio, clonación,
prolongación de la vida, etc. Y la alianza de disciplinas que hasta ahora habían
trabajado por separado abre perspectivas prometedoras o terribles, según se mire.
Escuchar a los nuevos profetas de la nanotecnología, las ciencias de la
computación, la robótica o las neurociencias produce en una persona sensata
tanto miedo como estupor. Watson, descubridor junto con Crick de la estructura
helicoidal del ADN –lo que les valió el premio Nobel en 1962– decía hace unos
meses que consideraba un imperativo ético no dejar en las manos de Dios el
futuro del hombre. Los testimonios se podrían multiplicar, pero para no abandonar
el distinguido club de los Nobel, cedo la palabra a uno de sus más conspicuos
representantes, Harold Varmus, que obtuvo el de Medicina en 1989 por sus
investigaciones sobre oncogenes, estuvo al frente del Instituto Nacional de Salud
estadounidense durante seis años y en la actualidad dirige el Memorial Sloan–
Kettering Cancer Center en Nueva York, uno de los centros más prestigiosos en la
investigación y tratamiento del cáncer: "Las cuestiones éticas planteadas por la
utilización de embriones humanos están ya resueltas. Muy pocos americanos se
rompen ya la cabeza con este motivo. Actualmente se registra una tendencia a la
aceptación creciente de estos nuevos desarrollos. Cuando la gente vea el
pequeño puntito que consta de células sobrantes de la fecundación asistida y que,
al igual que sucede con miles de embriones al año, está destinado a acabar en el
cubo de la basura, se olvidará de la problemática… Considero una obligación
moral usar los embriones humanos para la investigación".
Ante cada nuevo descubrimiento o aplicación se repite el mismo proceso por parte
de la opinión pública: rechazo horrorizado, rechazo sin horror –la situación
empieza a ‘normalizarse’–, reconocimiento de la importancia del asunto –los
profetas de este nuevo mundo son expertos en el manejo de los mecanismos
configuradores de la opinión pública–, curiosidad e interés por el asunto –que
merece ser estudiado a fondo–, aceptación para algunos casos excepcionales y
rigurosamente determinados, generalización de hecho, legalización, aceptación
pacífica. El hombre muestra así una notable capacidad para acostumbrarse y dar
por buena la conducta aparentemente más insólita o aberrante, con tal de que se
repita con la frecuencia necesaria.
Aunque parezca imparable, este proceso no es un mero paseo triunfal, y
numerosas voces se elevan para denunciar su carácter inhumano y señalar que
no todo lo que se puede hacer se debe hacer, de acuerdo con las exigencias de
una ética natural, que postula el respeto a la realidad como uno de sus principios
fundamentales. Aquí no nos las tenemos que ver únicamente con los
representantes de las religiones tradicionales en general y del cristianismo en
particular –es obligado pensar en Juan Pablo II y su incansable cruzada a favor de
una cultura de la vida que contrarreste el creciente imperio de la cultura de la
muerte–. No faltan los testimonios de destacados miembros de la misma
comunidad científica, que han conservado un mínimo de lucidez, que les permite
advertir los males causados por esos genios que tan alegremente han dejado
escapar de la botella y que ahora quisieran, con una mezcla de decepción y
nostalgia, volver a someter, en un empeño tan encomiable como imposible. Por
ejemplo, ahí está el venerable Erwin Chargaff, uno de los padres de la
investigación genética, que ante la evolución de su disciplina y desde la atalaya de
sus 96 años, no acierta más que a formular, desconcertado, una pregunta: "¿Por
qué?" En una entrevista realizada en junio pasado manifestaba que "vivimos en
una época terrible, nada más que por el hecho de que sea necesario hablar de
estas cosas. Se impone la tesis de que lo que no está expresamente prohibido,
debe permitirse de modo automático… Tal vez me he convertido en un
reaccionario, pero hace ya tiempo que pienso que la biología molecular se ha
desmadrado y hace cosas de las que no se puede responsabilizar. La ciencia
comete hoy auténticos crímenes… La ciencia natural se ha convertido en parte de
la economía de mercado". Ian Vilmut, el autor de la clonación de la oveja Dolly,
también ha asumido el papel de aprendiz de brujo arrepentido y no se cansa de
llamar la atención de la opinión pública sobre los peligros de la clonación. Rudolf
Jaenisch, uno de los fundadores de la transgenética, declaraba por las mismas
fechas que Chargaff que se dedicaba ahora a releer ‘Un mundo feliz’, de A. Huxley
y ‘1984’, de G. Orwell. "Es increíble lo que esos dos autores supieron intuir.
Asombra ver lo real que se han vuelto tantas de sus previsiones", concluía más
bien asustado.
Pero al día de hoy parece que nadie es capaz de detener el avance de esa lógica
del descubrimiento y de su aplicación, que lleva a que todo lo que se concibe en la
teoría y pueda desarrollarse en la práctica deba ser experimentado y, en su caso,
explotado y generalizado. Andrew Grove, jefe de Intel, lo dice sin ambages:
"Tengo una regla corroborada por más de 30 años dedicados a la alta tecnología.
Es muy simple: lo que puede hacerse, se hará. Igual que ocurre con la fuerza
natural, es imposible detener la tecnología. Encuentra la manera de abrirse paso
independientemente de los obstáculos que la gente ponga en su camino". Pero el
filósofo del derecho Reinhard Merkel va todavía más allá: "Ya no nos limitamos a
preguntar lo que es factible técnicamente. Ahora nos preguntamos más bien qué
es lo que queremos, lo que deseamos. Y esto es únicamente decisión nuestra.
La tecnología nos abre posibilidades, pero no nos dice los caminos que debemos
recorrer". Si los fines no están claros y los medios se vuelven cada vez más
poderosos e incluso autónomos, el futuro se torna arriesgado y amenazador. Ray
Kurzweil, uno de los científicos cognitivos más destacados de la actualidad, da por
supuesto que, en un plazo breve, y al hilo de la conjunción de las revoluciones
computacional, genética y nanotécnica, podremos conectar cerebros humanos y
ordenadores –algo que considera "sensato, deseable e inevitable"–, lo que
producirá unos híbridos tal vez algo repulsivos para nuestros actuales cánones
estéticos, pero mucho más capaces. Ya se ha dado, por ejemplo, la implantación
de un transmisor en el cerebro de un tetrapléjico, que tiene el ratón en la pantalla
de un ordenador.
Para tranquilizar los espíritus más pusilánimes –el tono de Kurzweil puede ser
iluminado, pero también conciliador–, nos recuerda que esas inteligencias habrán
sido obtenidas a partir de la inteligencia biológica del hombre, es decir, del
pensamiento humano, que se refleja luego en nuestras tecnologías. Si tuviéramos
una idea del término de esa evolución o, al menos, de lo que aletea como objetivo
en la mente de sus promotores, podríamos emitir un juicio, aprobatorio o
condenatorio. Pero lo peor de esos delirios tecnológicos se encuentra en las
palabras con las que Kurzweil termina su exposición: "Creo que tenemos la
capacidad de configurar ese destino de acuerdo con nuestros valores, tan pronto
como consigamos ponernos de acuerdo en el contenido de esos valores".
Goethe escribió que cuando el objetivo no está claro, el camino se hace mucho
más largo, incluso errático. La situación aún se agrava más si, una vez perdido el
rumbo y presa de la consiguiente agitación, se pisa a fondo el acelerador para
aumentar la velocidad. Ante el espectáculo que científicos, empresarios y políticos
nos están ofreciendo con sus planes delirantes, me temo que en los próximos
decenios nuestra sociedad se expone a dar tumbos considerables antes de que,
escarmentada, vuelva en razón.
DESARROLLO HUMANO
La utilización del índice de desarrollo humano como indicador del nivel de
desarrollo de una población se basa en la idea, generalmente aceptada hoy en los
medios políticos y académicos, de que si bien el crecimiento económico es una
condición necesaria para explicar el grado de avance de un país, no constituye
una condición suficiente.
En otras palabras, se acepta la idea de que crecimiento y desarrollo son
conceptos relacionados, pero distintos. La implicación empírica de dicha posición
no es trivial: los indicadores del producto per capita, utilizados por muchos años
como medidas del desarrollo de los países, son incompletos y no proporcionan
toda la información deseada.
Es común ver en la literatura correspondiente ejemplos de países que tienen una
posición relativamente aceptable si las comparaciones internacionales se realizan
con base en su ingreso per capita, mientras que resultan en posiciones inferiores
cuando se incorporan otros indicadores.
Existen también los casos opuestos, países cuya política social ha sido exitosa y
brinda a la población acceso a servicios sociales que están por encima de lo que
su nivel de ingreso podría permitirles. ¿Conceptualmente, la discusión sobre el
desarrollo económico fue redefinida a partir de las conferencias del profesor
Amartya Sen tituladas “Equality of What?”. Sen retomó la discusión sobre la
importancia de la igualdad económica planteando una pregunta central: ¿cuál es
la dimensión relevante para medir la desigualdad? Los conceptos introducidos en
dicho debate serían desarrollados posteriormente en los trabajos del profesor Sen
y de otros filósofos y economistas del desarrollo, de entre los cuales destaca
“Bienes y capacidades”.
El argumento central de estos trabajos se basa en la idea de que la medición del
bienestar no debe derivarse de indicadores “ex-post”, como lo planteaban los
filósofos utilitaristas clásicos al otorgar una importancia central al acceso a bienes
y servicios. De acuerdo con el profesor Sen, esta visión utilitarista carece de
relevancia normativa. La nueva propuesta hace énfasis en el carácter instrumental
del acceso a bienes y servicios, concibiéndolos únicamente como un medio para
poder alcanzar un plan de vida o una realización individual plena. Así, la medición
del bienestar debería verse como un proceso con varios componentes: el acceso a
bienes y servicios, una función de “conversión” de estos bienes y servicios en
opciones reales de planes de vida y, por último, una función de “evaluación” que
transforma la elección hecha en un nivel de satisfacción individual.
La función de conversión, por ejemplo, introduce una gran heterogeneidad entre
individuos, heterogeneidad que se consideraba inexistente en los enfoques
utilitaristas o bien derivaba en implicaciones inaceptables. Un ejemplo clásico de
implicación inaceptable de la regla utilitarista de bienestar social sería la de dar
menos bienes a un individuo con alguna discapacidad debido a su imposibilidad
de “convertir” dichos bienes en niveles altos de bienestar.
En la ciencia económica clásica y neoclásica el desarrollo es considerado básica y
exclusivamente como sinónimo de crecimiento económico, y el indicador del
desarrollo de un país es el Producto Interior Bruto (PIB), especialmente el PIB per
cápita. Se relaciona el crecimiento económico con la distribución del ingreso,
manteniendo que para reducir la desigualdad es necesario favorecer el
crecimiento, ya que éste genera empleo. Además, el aumento de la productividad
contribuye al incremento de los salarios y de los niveles de renta per capita.
El PIB es el valor monetario de todos los bienes y servicios que produce un país o
una economía a precios corrientes (PIB nominal) o constantes (PIB real) en el año
en que los bienes son producidos. Sin embargo, el PIB como indicador del
desarrollo presenta algunas inconsistencias: unas relativas a la fiabilidad del
indicador, es decir, si el indicador realmente llega a medir con una alta correlación
aquello que se propone que mida; y otras, de carácter conceptual, referidas al
mismo concepto de desarrollo, y si un indicador del valor monetario puede dar
información real acerca del estado y evolución del desarrollo de un país o región.
En efecto, el PIB es un indicador que no tiene en cuenta los valores monetarios
que producen las economías reales, dado que no contempla el autoconsumo, ni la
riqueza generada por la economía informal, ni el trabajo no retribuido,
principalmente el de las mujeres, ni las pérdidas e incrementos patrimoniales
derivadas de cataclismos, causas fortuitas, remediaciones o fenómenos naturales.
En segundo lugar, el PIB no es un indicador de calidad de vida o bienestar, tan
solo de la acumulación y consumo material, dado que no tiene en cuenta ni la
distribución de la riqueza, ni las “externalidades” sociales y medioambientales,
como la contaminación, la erosión y pérdida de suelos, las desigualdades sociales
generadas, ni la inequidad de género. Joseph E. Stiglitz, premio nobel de
economía, expresa que el PIB:
“No mide adecuadamente los cambios que afectan al bienestar, ni permite
comparar correctamente el bienestar de diferentes países […]. No toma en cuenta
la degradación del medio ambiente ni la desaparición de los recursos naturales a
la hora de cuantificar el crecimiento […]. Esto es particularmente verdadero en
Estados Unidos, donde el PIB ha aumentado más, pero en realidad gran número
de personas no tienen la impresión de vivir mejor porque sufren la caída de sus
ingresos”.
A pesar de estas consideraciones, es ineludible el éxito que el PIB per capita ha
tenido en el desarrollo de pueblos y comunidades, lo que demuestra la concepción
de la economía desde un punto de vista exclusivamente monetario o financiero, y
próxima a una determinada opción ideológica: capitalismo o neocapitalismo.
Dentro de este marco conceptual, el desarrollo es lo mismo que crecimiento
económico.
Los planteamientos desarrollistas favorables a este modelo de crecimiento
progresivo se fundamentan en una serie de postulados que desde las instituciones
económicas –Banco Mundial, Fondo Monetario, Banco Central Europeo, entre
otras- y el poder político, se transmiten a la población. Entre éstos destacamos los
siguientes:
· El incremento de la productividad es indispensable para el crecimiento
económico.
· El crecimiento económico sólo es posible a través de la expansión del mercado,
y la globalización lo está facilitando.
· El crecimiento económico permite que la población disponga de mayores
recursos personales, y al aumentar la demanda de bienes y servicios crece el
consumo, lo que produce una actividad económica expansiva.
· El crecimiento económico conduce al progreso colectivo.
· El progreso incrementa los niveles de seguridad y bienestar de la población, que
consigue mejorar su nivel de vida.
Cada vez está más extendida la idea entre la población de que este modelo de
crecimiento y desarrollo nos permite alcanzar mayores cuotas de bienestar,
impensables hace unas décadas, a sectores cada vez más amplios de población.
Los diferentes gobiernos presentan frecuentemente indicadores económicos de
crecimiento (PIB, consumo interior, renta per cápita, balanza comercial, entre
otros) asociándolos al bienestar colectivo y a la calidad de vida de los ciudadanos,
como si ésta dependiera exclusivamente de cifras y porcentajes
macroeconómicos.
No obstante, algunos sectores de población son cada vez más partidarios de la
necesidad de poner ciertos límites, no al crecimiento económico por sí mismo, sino
a la forma como se está consiguiendo durante las últimas décadas. No se puede
seguir midiendo el desarrollo económico y el bienestar social exclusivamente por
indicadores macroeconómicos de crecimiento, como es el Producto Interior Bruto,
la renta nacional, entre otros, sin tener en consideración los efectos derivados de
este modelo de crecimiento acumulativo y progresivo, como:
1ª. La dualización espacial a nivel mundial y el incremento de la brecha entre el
norte y el sur. Países cada vez más desarrollados tecnológicamente y, otros, en
los que el nivel de subdesarrollo es elevado, su situación de dependencia y
distancia respecto al mundo desarrollado es cada vez mayor y, en la mayoría de
las ocasiones, su pobreza no reside en la carencia de recursos naturales sino en
no disponer de la tecnología necesaria para poder explotarlos o comercializarlos
libremente.
2ª. Desplazamientos de población. La situación de desigualdad espacial que se
acaba de describir es causa de los desplazamientos masivos de población, desde
sociedades subdesarrolladas del sur hacia las sociedades del bienestar del norte.
Por tanto, los movimientos de población únicamente podrán reducirse mediante
una explotación racional de los recursos endógenos existentes en los países
expulsores, con ayudas y apoyo tecnológico para conseguir que puedan ser cada
vez más autónomos e independientes en su actividad productiva y en sus
relaciones de intercambio comerciales.
3ª. El crecimiento sin límites, basado en un consumo creciente y expansivo,
contribuye al agotamiento de los recursos naturales. La política económica para
incrementar la capacidad de consumo de la población a fin de mantener la
actividad productiva de cada país, y evitar que su economía entre en recesión,
tiene un efecto negativo a medio y largo plazo, que es la degradación
medioambiental. Hasta hace pocos años no se ha planteado, a nivel mundial, los
posibles “costes” de este modelo de crecimiento expansivo, derivados de los
recursos que van a ser necesarios para la reconstrucción de amplios espacios
territoriales destruidos por la contaminación, por el abandono de residuos no
degradables, por la expansión incontrolada de la sociedad urbana, entre otros, así
como sus consecuencias sobre la calidad de vida y bienestar de los ciudadanos
residentes en esas zonas.
4º. La expansión incontrolada de la actividad productiva y extractiva de recursos
naturales tiene, entre otros, un efecto ecológico perverso a nivel mundial, dado
que afecta al clima y al calentamiento del planeta, a la desertización del espacio y
a la aparición de nuevas enfermedades.
El desarrollo humano “se produce cuando las personas tienen iguales
oportunidades para tener una vida más larga, más saludable, más plena y
creativa” y para ello es necesario un modelo socioeconómico contrario a la
acumulación de riqueza y que promueva una redistribución más igualitaria de la
misma. La proporción del PIB destinado al gasto social es determinante tanto para
el crecimiento económico como para el desarrollo y crecimiento humano.
El crecimiento económico debe dejar de ser un fin para convertirse en un medio
para promover el desarrollo humano. Se trata de una doble y diferente cadena
causal:
“…una de ellas va del crecimiento económico al desarrollo humano, a medida que
los recursos provenientes del ingreso nacional se asignan a actividades que
contribuyen a este último; la segunda va del desarrollo humano al crecimiento
económico e indica de qué manera el desarrollo humano, aparte de ser un
objetivo primordial, contribuye a aumentar el ingreso nacional”.
Las actividades económicas que contribuyen al desarrollo humano están
relacionadas con la distribución del PIB en forma de renta entre la población,
distribución del ingreso nacional a través de prestaciones sociales (educación,
sanidad, formación para el empleo, entre otros) y gasto social público como
vehículo para la redistribución de la renta nacional. Por su parte, el desarrollo
humano contribuye al crecimiento y desarrollo económico en la manera en que las
personas más formadas, más sanas y mejor alimentadas son más productivas.
Por ello, el crecimiento económico posibilita el desarrollo humano siempre y
cuando mejore los factores de producción, las condiciones así como la calidad de
vida de todos. Para Sen (1995) el desarrollo humano tiene como punto de partida
la libertad real de la persona, que únicamente puede ser garantizada cuando
existe un pacto social respaldado por las instituciones económicas y sociales,
dado que la pobreza y tiranía, la escasez de oportunidades, de bienes y servicios
públicos, la intolerancia y la represión del estado son, entre otros, obstáculos para
el desarrollo económico y humano.

CONCLUSIONES
 No se puede concebir un modelo de desarrollo que se base exclusivamente
en la acumulación material y el crecimiento económico, a costa de la
riqueza y sustentabilidad del medio ambiente y naturaleza, y que no tenga
en cuenta el libre ejercicio de las capacidades y potencialidades humanas.
 El desarrollo humano es imprescindible para el desarrollo sustentable y
para el mismo crecimiento económico, y requiere la utilización de una
tecnología limpia que ahorre recursos naturales y sea respetuosa con la
naturaleza, evitando la contaminación y ajustando la actividad productiva a
las necesidades de la población. Y para ello es preciso sociedades más
homogéneas e iguales, y que las generaciones presentes sean solidarias
con las futuras, y capaces de renunciar a tener más, en beneficio de la
calidad ambiental de sus descendientes. Por tanto, el gran reto de la
humanidad para el siglo XXI es establecer un vínculo entre crecimiento
económico, desarrollo económico y desarrollo humano.
 La ciencia y tecnología debe replantearse sus actuales esquemas, y el
progreso humano no debe enfocarse prioritariamente al crecimiento
económico, sino orientarse a resolver los problemas reales de la
humanidad: la pobreza, la desigualdad, la conservación del medio
ambiente, entre otros. No es sostenible el actual sistema científico y
tecnológico pues, aunque se consiga una mayor eficiencia de los procesos
productivos, no se evita los efectos adversos que se derivan del actual
sistema de producción masiva, intensiva y fundada en el consumo.
 Es necesario realizar un breve recorrido por el origen y contenido
conceptual de las palabras como cultura, identidad y patrimonio y emplear
los conceptos y contenidos de las definiciones de la normativa internacional
que existen al respecto, resultado de años de discusiones interdisciplinarias
y de consensos conceptuales.
 Las palabras, normas y contenidos generan un lenguaje que ayuda a “leer”
en claves comunes las diversas experiencias que por su propia naturaleza
(un territorio, una identidad, una cultura, ciertos productos del lugar) son
únicas e incomparables.
 Conceptos como cultura encierran muchos aspectos del desarrollo humano,
que se manifiestan en lo inmaterial (como el conocimiento, las tradiciones,
forma de ver la vida, valores, etc.) y lo material (diseños, arte, monumentos,
etc.) de una colectividad. Algunas manifestaciones culturales plasmadas en
bienes, productos y servicios pueden generar un sentimiento de
pertenencia a un grupo, a un territo - rio, a una comunidad (un sentimiento
de identidad) y, además, fomentar una visión de desarrollo del territorio que
implica la mejora de calidad de vida de su pobla - ción. Pareciera difícil
pensar en desarrollo territorial con identidad sin incorporar centralmente los
activos culturales de la población de un territorio.

RECOMENDACIONES
 La antropología cultural y la sociología comparten su interés en las
relaciones, la organización y el comportamiento sociales. Sin embargo,
surgen importantes diferencias entre estas disciplinas a partir de los tipos
de sociedades que cada una de ellas ha estudiado tradicionalmente.
 Tanto en la teoría como en la práctica, se puede apreciar que el desarrollo
de un territorio supone una visión que pasa por una acción colectiva, que
involucra a los gobiernos locales, regionales, el sector privado y la
población en general. Y esta acción colectiva implica numerosas
actividades que pueden basarse en lo cultural, como la identidad y el
patrimonio.
 La identidad supone un reconocimiento y apropiación de la memoria his -
tórica, del pasado. Un pasado que puede ser reconstruido o reinventado,
pero que es conocido y apropiado por todos. El valorar, restaurar, proteger
el patrimonio cultural es un indicador claro de la recuperación, reinvención y
apropiación de una identidad cultural.
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 Kottak, Conrad Phillip. (2007). Capítulo 1. La Antropología y sus
aplicaciones. En Kottak, C.P. Introducción a la Antropología Cultural.
McGrawHill: Madrid. (1-10).
No. Carné 202250654 , Heidy Noemí López Yos

Curso: E 410 Práctica Sociocomunitaria

Lic: Gustavo Ramiro Tellez Mora

ENSAYO: ANTROPOLOGÍA SOCIAL


Universidad de San Carlos de Guatemala
Facultad de Humanidades
Departamento de Pedagogía

Zunilito, 17 abril 2024

La frontera que separa y distingue la antropología cultural de la social es apenas perceptible, y hay
incluso quien afirma que dicho deslinde obedece a diferencias establecidas por tradiciones
académicas disímbolas.

La Antropología es la descripción, análisis y explicación de los orígenes, el desarrollo y la


naturaleza de la especie humana a través del uso de métodos especializados. La palabra
antropología es una forma combinada derivada de los términos griegos anthropos, que significa
ser humano, y logos, palabra, y puede ser traducida como el estudio de la humanidad. Su campo,
por consiguiente comprende la investigación de los primeros huesos fosilizados de criaturas
prehomínidas, los restos materiales y los artefactos elaborados por ellas, así como la descripción y
el análisis de los grupos humanos contemporáneos. De este modo, mediante el examen y la
comparación de los diferentes grupos humanos, la antropología busca comprender y explicar las
semejanzas y diferencias entre las diversas sociedades, así como desarrollar y profundizar los
conocimientos acerca de la condición humana para su transformación.

Lo que los etnólogos y antropólogos sociales estudian se relaciona con lo que la humanidad crea,
produce y construye. En este sentido, su campo de estudio tiene que ver con la cultura, que es el
sistema de conocimientos, creencias, leyes, valores, costumbres y prácticas que los seres humanos
aprenden de sus predecesores y se manifiesta en instituciones, normas de pensamiento y objetos
materiales.

La cultura, entonces, es aprendida, compartida y transmitida de generación en generación al


interior de una tradición social particular. Nótese que cuando hablo de cultura no me refiero sólo a
los logros literarios y artísticos de los individuos o los grupos privilegiados: para la antropología, los
obreros o los campesinos poseen cultura al igual que los académicos universitarios o los amantes
de la ópera. Puesto que la antropología incluye no sólo la investigación del proceso de
hominización sino también el estudio de la diversidad humana en términos físicos y culturales, se
han creado distintas subdisciplinas: la antropología física, la arqueología, la lingüística, la etnología,
la etnohistoria y la antropología cultural o social. Aquí me enfocaré sólo en esta última.

Respecto a la distinción que muchos antropólogos establecen entre la antropología cultural y


social, debe señalarse que mientras algunos sostienen que los que se dedican a la primera
estudian los modos de vida de los grupos contemporáneos, enfatizando el análisis de las
tradiciones culturales y su contenido, mientras que los segundos se enfocan en el comportamiento
y la interacción social. Otros, en cambio, afirman que la antropología social, practicada por los
ingleses, estudia el sistema del parentesco para comprender la estructura social, mientras que en
la antropología cultural, asociada a las tradiciones académicas norteamericanas, el interés se
centra en el examen de los patrones y rasgos culturales para inferir la organización y la estructura
social.

La antropología cultural es la versión norteamericana de lo que en Inglaterra se llama antropología


social, y visualiza este debate como un afán imperialista de ambas potencias por imponer sus
ópticas. Es por ello que, aunque muchos antropólogos están de acuerdo en separarlas y
distinguirlas, yo usaré los términos de manera intercambiable.

Quienes estudian la organización social de los grupos humanos del presente, las sociedades
simples y las complejas, los grupos que viven en conglomerados urbanos y ciudades cosmopolitas
o en ranchos dispersos, con una tecnología sencilla o compleja, se llaman a sí mismos
antropólogos sociales. Éstos estudian los procedimientos ideados por los humanos para
desarrollarse en un determinado medio ambiente, el espacio culturalmente construido, y cómo se
aprende, conserva y transmite un cuerpo de costumbres que varían ampliamente de un pueblo a
otro y a través del tiempo. Para ello emplean herramientas analíticas específicas y enfocan su
trabajo a partir de ciertas teorías y estrategias de investigación.

Los inicios de esta disciplina pueden encontrarse cuando Europa comenzó su expansión territorial
y su exploración mercantil. La invasión y la conquista de nuevas tierras y sus “extraños” habitantes
mostró a los filósofos, teólogos y científicos los asombrosos contrastes de la condición humana.
Hacia la mitad del siglo XVIII, durante la Ilustración, surgieron los primeros intentos sistemáticos
de plantear teorías sobre las diferencias culturales.

El afán de explicar esta diversidad dio inicio a lo que sería posteriormente la antropología. Aunque
inicialmente a ésta se le consideró una rama de la sociología, que se llamaba “comparativa”, con el
tiempo ha llegado a desarrollar sus propias herramientas analíticas y métodos particulares y ha
logrado trazar fronteras conceptuales con la historia o la psicología, ciencias con las que también
se le ha identificado.

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