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10.

ELECCIÓN RACIONAL Y
OPORTUNIDAD
DELICTIVA
10.1. INTRODUCCIÓN: CONCEPTOS FUNDAMENTALES 465
10.2. DECISIÓN DELICTIVA Y DISUASIÓN 466
10.2.1. Teoría del delito como elección racional 469
A) La infracción como decisión 469
B) Valor o utilidad de la conducta 472
C) La elección del curso de acción preferible: recompensas y
castigos 472
D) Factores que modulan la relación ganancias-pérdidas 473
E) Implicaciones para la práctica 474
10.2.2. Evaluación empírica de las tesis de la disuasión 475
A) Efectos preventivos de la estancia en la cárcel 476
B) Estudios realizados sobre la prevención general 479
C) ¿Produce la pena de muerte efectos disuasorios generales
(sobre el conjunto de la ciudadanía)? 483
D) ¿Dureza o certeza de las penas? 484
E) ¿Disuasión o control informal? 485
F) ¿Disuasión o moralidad? 486
10.3. CRIMINOLOGÍA AMBIENTAL Y OPORTUNIDADES
DELICTIVAS 487
10.3.1. Teoría de las actividades cotidianas 489
A) Mejorar las condiciones de vida no reduce la delincuencia
490
B) Los cambios en las actividades cotidianas incrementan las
oportunidades para el delito 490
C) Confluencia de delincuentes, víctimas y ausencia de
controles 491
D) Derivaciones aplicadas 492
E) La ecología de las actividades cotidianas: ‘ecosistema’
delictivo 494
F) La delincuencia como proceso vital 498
G) Evaluación empírica 500
H) ¿Existe una motivación individual de cariz situacional? 502
10.3.2. Situación y decisión: Teoría del patrón delictivo 504
10.3.3. ¿Prevención o desplazamiento del delito? 508
10.3.4. Teoría de las ventanas rotas 510
10.3.5. Actualidad y futuro de la Criminología ambiental 514
PRINCIPIOS CRIMINOLÓGICOS Y POLÍTICA CRIMINAL 516
CUESTIONES DE ESTUDIO 517

10.1. INTRODUCCIÓN: CONCEPTOS


FUNDAMENTALES
Bajo el epígrafe el delito como elección racional y
oportunidad delictiva se incluyen aquellas perspectivas
teóricas que, en conjunto, realzan como explicación de la
conducta delictiva los procesos de decisión que se
adoptan, en términos de beneficios y costes, frente a las
oportunidades delictivas que se presentan. Estas teorías
abarcan más de doscientos años de reflexión
criminológica, desde la escuela clásica iniciada por
Beccaria, ya referida en el capítulo 2 sobre historia de la
Criminología, hasta nuestros días. Más concretamente, en
este sector teórico se presentarán dos aproximaciones
distintas pero estrechamente vinculadas: en primer lugar,
la teoría vigente sobre el delito como elección racional, y
también referida desde otros planteamientos como teoría
económica del delito; en segundo término, las teorías
sobre estructuras de oportunidad para el delito, que
incluyen la teoría de las actividades rutinarias de Cohen
y Felson (1979), la teoría del patrón delictivo de
Brantingham y Brantingham (1991), y la teoría de las
ventanas rotas (Wilson y Kelling, 1982; Skogan, 1990;
Kelling y Coles, 1996). Ambos grupos de teorías
consideran, en su ecuación del delito, tanto las decisiones
humanas como las situaciones de oportunidad que se
ofrecen a los individuos (Walsh, 2012). Su diferencia
principal reside en la prioridad concedida a uno y otro
elemento: mientras que las teorías de la elección ponen
énfasis en el primer factor, la decisión, las teorías de la
oportunidad lo sitúan en el segundo, las situaciones
ambientales que estimulan los delitos.

10.2. DECISIÓN DELICTIVA Y DISUASIÓN


El paradigma de la elección racional plantea que el ser humano siempre se
halla ante el dilema de elegir el bien o el mal; que se decante por lo uno o por
lo otro esencialmente dependería de lo que la razón le dicte acerca de cuales
son los beneficios y castigos esperados.

La doctrina de la disuasión, derivada de los postulados


de la escuela clásica, es el fundamento sobre el cual se
asientan actualmente las leyes y la justicia penal de la
inmensa mayoría de los países, tal vez por la gran
adaptabilidad que tienen las ideas penales clásicas a la
realidad social (Serrano Maíllo, 2008a). El esquema
delito-pena permite estructurar un sistema simple,
coherente y fácil de operar dentro de la enorme
complejidad de las instituciones sociales. Las sociedades
modernas necesitan políticas públicas que resulten lógicas
y comprensibles para los ciudadanos. El sistema de
justicia penal está planteado como un encadenamiento
intuitivo de causas y efectos. Ante los problemas sociales
que se derivan de las amenazas y violencias a otros o a
sus propiedades, se dictan leyes que prohíben ciertas
conductas, definiéndolas como delitos, y, como una
consecuencia lógica, se regulan sanciones legales para los
infractores. La operativa de este sistema se hace recaer
sobre la policía, que debe detener a los delincuentes, los
tribunales, que han de juzgarlos y sancionarlos, y las
prisiones y otros mecanismos de control, que aplicarían
las sentencias y penas impuestas.
A las sanciones y penas, suelen atribuírseles finalidades
y efectos de prevención especial o individual, es decir de
evitación de la reincidencia del delincuente que es
castigado, y de prevención general, o de disuasión
delictiva del conjunto de los ciudadanos. Estos dos tipos
de efectos globales pueden perseguirse a través de
diversos mecanismos, tal y como se ilustra en el cuadro
10.1.
CUADRO 10.1 Las teorías de la prevención especial y general
Fuente: elaboración propia basada en Zimring (1973) y Andenaes (1974).

Prevención especial
Según la doctrina penal, la prevención especial podría
favorecerse, a partir de las penas privativas de libertad,
mediante de los siguientes mecanismos:
• Incapacitación o inocuización: la permanencia en
prisión del sujeto le impediría la comisión de nuevos
delitos en la sociedad, al menos durante el período que
dure su encarcelamiento.
• Maduración: tras su estancia en prisión el individuo
saldría de ella con mayor edad y, en consecuencia, con
menor menos energía para delinquir.
• Mejoras personales: el individuo podría mejorar
cualitativamente durante su estancia en prisión, como
resultado de su tratamiento, escolarización, cambio de
ambiente, desempeño de un trabajo, etc.
Prevención general
La prevención general podría estimularse a través de
tres sistemas:
• Habituación: sugiere la idea de que, como resultado de
la existencia de normas y sanciones penales, las
personas acabarían automatizando aquellos
comportamientos que se hallan dentro de la legalidad
normativa. Un ejemplo de ello sería cómo los
ciudadanos generalmente detienen su vehículo de
forma automática ante un semáforo en rojo, sin tener
que pensar y decidir en cada caso acerca de la
conveniencia de esta conducta.
• Formación normativa: haría referencia al efecto
educativo que, a largo plazo, podrían tener las normas
penales, a lo que Silva Sánchez (1992) se refirió como
“prevención general positiva”. La idea implícita aquí
es que las leyes penales, que suelen ser ampliamente
publicitadas a partir de la gran atención mediática que
reciben los delitos y las sentencias, podrían promover,
a largo plazo, la “educación” penal de la población,
acerca de qué conductas están prohibidas y pueden ser
castigadas. Así podría suceder, por ejemplo, que la
difusión de sentencias penales sobre el acoso sexual en
el trabajo contribuyera a cambiar las costumbres
sexistas en las relaciones laborales, o que ciertas
condenas sobre delitos ecológicos fortalecieran la
conciencia social sobre la protección del medio
ambiente.
• Disuasión: este efecto, también denominado
“prevención general negativa”, sería dependiente de
tres parámetros, comentados con antelación, en el
marco de la teoría clásica: certeza, prontitud o
inmediatez, y dureza de la pena. La certeza y la
inmediatez dependerían ante todo de la eficacia
policial y de la rapidez del procedimiento penal,
mientras que la dureza estaría directamente
determinada por el código penal.
Además de las precedentes consideraciones acerca de
las finalidades teóricas del castigo penal, distintos autores
han puesto de relieve un marcado seguidismo en las
políticas criminales de las últimas décadas, incluido el
caso de España, del alarmismo y las “soluciones”
punitivistas dictaminadas por los medios de comunicación
o que proceden de Estados Unidos (Corcoy Bidasolo, Mir
Puig y Gómez Martín, 2007b; García Arán y Peres-Neto,
2008; Gómez Martín, 2007; Mir Puig, 2007a, 2007b;
Queralt Jiménez, 2007a).

10.2.1. Teoría del delito como elección racional


A) La infracción como decisión
Una teoría relevante, que revitalizó las ideas de la
escuela clásica, es la denominada teoría del delito como
elección racional, formulada por James Q. Wilson y
Richard J. Herrnstein, en su difundida obra Crime and
Human Nature, cuya primera edición corresponde a 1985
(Wilson y Herrnstein, 1998), y en una versión diferente
por Donald V. Clarke y Derek B. Cornish (Clarke y
Cornish, 1985; Cornish y Clarke, 1986). Todos estos
autores interpretaron la acción delictiva, no como una
reacción frente a la frustración, o como un producto de las
influencias sociales o del aprendizaje de hábitos
delictivos, sino, primariamente, como el resultado de una
elección racional (Serrano Maíllo, 2008a; Tibbetts, 2012;
Vozmediano y San Juan, 2010). Reconocían que, entre los
antecedentes del comportamiento delictivo, podrían
hallarse también factores psicológicos, sociales, y
experiencias del individuo. Sin embargo, consideraban
que la clave explicativa de la conducta delictiva residía en
que ciertos sujetos poseerían una “mentalidad criminal”,
al valorar que podrían beneficiarse de situaciones ilegales,
aunque para ello debieran asumir un cierto riesgo de ser
detenidos y castigados.
Ronald Clarke es catedrático en la Escuela de Justicia Criminal en Rutgers
University, New Jersey. De formación psicológica, se doctoró en la
Universidad de Londres, y trabajó hasta su marcha a Estados Unidos con el
Ministerio del Interior británico en el desarrollo de programas de prevención
medio-ambiental del delito, así como en el diseño de las encuestas de
victimación en ese país. Es uno de los criminólogos que más ha influido en la
política criminal en Gran Bretaña y Estados Unidos.
En el cuadro 10.2 se presenta el modelo de inicio de la
conducta delictiva que fue propuesto por Clark y Cornish
(1985), aplicado a la conducta de robo. Como puede
verse, la teoría contempla ocho constructos diferentes que
podrían influir sobre la elección de la conducta delictiva.
Estos constructos son: 1) los factores antecedentes, tanto
psicológicos y de crianza de los sujetos como sociales; 2)
las experiencias previas y el aprendizaje del sujeto; 3) sus
necesidades generales (dinero, sexo, estatus, etc.); 4) la
valoración de opciones; 5) las soluciones consideradas,
tanto legales como ilegales; 6) la reacción del individuo
ante la oportunidad de la conducta delictiva; 7) su
disponibilidad para cometer el delito; y, finalmente, 8) la
decisión de llevarlo a cabo.
CUADRO 10.2. Teoría del delito como elección racional: modelo de inicio
de la conducta delictiva de robo

Fuente: R. Clarke y D. Cornish (1985). Modeling Offenders’ Decisions: A


Framework for Research and Policy. En M. Tonry y N. Morris: Crime and
Justice: An Annual Review of Research (147-185). Chicago: The University
of Chicago Press: 168.

En términos generales, la teoría de la elección racional,


que tiene sus antecedentes próximos en los trabajos
previos de Becker (1968; Becker y Landes, 1974), Hineke
(1978), y Cornish y Clarke (1986), explica la conducta
delictiva a partir del concepto económico de utilidad
esperada. Según ello, las personas se comportan de una
manera u otra dependiendo de las expectativas que tienen
acerca de los beneficios y costes que pueden obtener de
diferentes conductas. Estos beneficios y costes pueden ser
tanto económicos como psicológicos. En sus
formulaciones modernas, “la perspectiva criminológica de
la elección racional asume que el delito puede ser
comprendido considerando que las personas eligen
delinquir utilizando los mismos principios de análisis
coste-beneficio que usan al seleccionar conductas legales
(…). Es decir, la decisión de delinquir es influida por las
preferencias de las personas, sus actitudes hacia el riesgo
y ahorro de tiempo, y sus estimaciones sobre las
oportunidades delictivas disponibles incluidos sus costes
y beneficios, frente a la disponibilidad de oportunidades
legítimas (…) para lograr beneficios iguales o
comparables” (McCarthey, 2004).
Ahora bien, el que los delincuentes calculen los posibles
costes y beneficios derivados del delito (como proponen
las teorías de la elección racional) no significa,
obviamente, que acierten con seguridad en sus
estimaciones. Según Sullivan (referenciado en Vold y
Bernard, 1986: 32), “el presupuesto principal de la teoría
económica no afirma que las personas no cometan errores
[en sus cálculos de costes y beneficios] sino más bien que
actúan de acuerdo con su mejor interpretación acerca de
sus posibilidades presentes y futuras, sobre la base de los
recursos de que disponen” (el texto entre corchetes es
nuestro). Además, la teoría realza la idea de la
especificidad delictiva, en cuanto que se considera que
distintos delitos pueden producir diferentes beneficios
para diversos tipos de delincuentes (Curran y Renzetti,
2008).
En un trabajo más reciente, Cornish y Clarke (2008)
sintetizaron su perspectiva de la elección racional a partir
de los siguientes postulados fundamentales:
1. La conducta delictiva es intencional, influida por
necesidades y deseos, y orientada, como el resto del
comportamiento humano, al logro de objetivos
particulares.
2. La conducta delictiva es racional, en el sentido de
que los delincuentes intentan elegir los mejores
medios de que pueden disponer para lograr sus
propósitos. La presunción de racionalidad no asegura,
claro, que las decisiones adoptadas por quienes
cometen un delito sean racionalmente perfectas y
efectivas, sino, que, como a menudo sucede, pueden
ser erradas.
3. El proceso de toma de decisión delictiva es específico
para cada delito concreto: los delincuentes no
delinquen en un sentido genérico, sino que cometen
delitos específicos, cada uno de los cuales tiene sus
motivos, propósitos y beneficios particulares.
4. Las elecciones pro-delictivas son de dos tipos
fundamentales: relativas a la implicación, o no, en un
delito concreto (un robo, una agresión, un ataque
terrorista); y concernientes al modo de llevarlo a
cabo, planificándolo, ejecutándolo y finalizándolo.
5. La implicación en la actividad criminal pasa por tres
etapas distintas, iniciación en el delito, habituación y
abandono de la delincuencia, en cada una de las cuales
serán diferentes los factores que influyen sobre la
toma de decisiones que efectúan los delincuentes.
6. En el transcurso de cada evento delictivo específico
existe una sucesión de estadios y decisiones
vinculadas (selección del objetivo, elección del
momento de actuación, de un arma o forma de
intimidación, de responder ante las reacciones de la
víctimas, etc.).

B) Valor o utilidad de la conducta


Para una exposición más detallada de la teoría del delito
como elección racional se seguirá aquí la formulación
realizada por Wilson y Herrnstein (1998). Estos autores
parten de la misma concepción de la acción humana que
fue empleada por la escuela clásica y que, con diversa
nomenclatura, se halla presente en distintas áreas del
conocimiento: el hedonismo o utilitarismo recogidos en la
filosofía, el valor o utilidad de la terminología
económica, o el reforzamiento o recompensa del lenguaje
psicológico. En suma, todos estos conceptos se
fundamentan en la idea de que la conducta se dirige al
logro del “placer”, o beneficio propio a corto plazo, y a la
evitación de sus contrarios, el “dolor”, o consecuencias
desagradables. Wilson y Herrnstein (1998) emplean en la
formulación de su teoría del delito como elección el
lenguaje psicológico, aunque presuponen que sus
conceptos son fácilmente trasladables a otras
nomenclaturas.

C) La elección del curso de acción preferible:


recompensas y castigos
El presupuesto teórico de partida es que las personas
que se hallan frente a una elección, eligen el curso de
acción preferible. Ello no implica que en todos los casos
se haga una elección consciente, sino simplemente que el
comportamiento está determinado por las consecuencias
que tiene para el individuo. Así pues, según Wilson y
Herrnstein, la elección de un comportamiento no delictivo
(por ejemplo, trabajar para obtener dinero) o de uno
delictivo (robar para el mismo fin), dependerá de la
valoración que el individuo haga de la relación entre
recompensas y castigos de uno y otro comportamiento.
“Cuanto mayor sea la razón de las recompensas
(materiales y no materiales) de la no-delincuencia y las
recompensas (materiales y no materiales) del delito,
menor será la tendencia a cometer delitos” (Wilson y
Herrnstein, 1985: 61).
Las recompensas (o los ‘placeres’, en la denominación
clásica) asociadas al comportamiento delictivo pueden ser
muy variadas, incluyendo las propias ganancias
materiales, la gratificación emocional, la aprobación de
los amigos, la satisfacción por el ajuste de cuentas con un
enemigo, o el realce del propio sentido de la justicia. Lo
mismo sucedería con los castigos o pérdidas, que pueden
ser de tipo material, o bien tener un cariz emocional,
como podrían ser la desaprobación de una acción por
parte de los espectadores de la misma, el temor a la
revancha de la víctima de un delito o, también, el propio
remordimiento de conciencia. Las ganancias y pérdidas
dependerán, en cada caso, del tipo de comportamiento
delictivo de que se trate.

D) Factores que modulan la relación ganancias-


pérdidas
Según Wilson y Herrnstein, existen dos elementos
principales que influyen decisivamente en la valoración
individual de la relación ganancias/pérdidas (o
recompensas netas), a saber: su grado de
inmediatez/demora y su certeza/incerteza. Estos dos
elementos pueden favorecer que algunas personas opten
por la delincuencia, a partir del siguiente proceso. Sucede,
en primer lugar, que las recompensas por los
comportamientos no delictivos tienen con frecuencia un
carácter demorado, es decir no son inmediatas (por
ejemplo, para ahorrar cierta suma de dinero con la que
comprar un coche nuevo, una persona debe trabajar
durante largo tiempo, incluso años). Por el contrario,
muchas recompensas asociadas al delito tienen un cariz
más inmediato (el robo es la forma más rápida de
‘adquirir’ un coche apetecido). Según se sabe, la fuerza de
los refuerzos o recompensas decrece a medida que se
hacen más distantes en el tiempo. La inmediatez de las
consecuencias podría favorecer, en algunas personas, el
incremento de su conducta delictiva a la vez que la
demora en la gratificación podría dificultar sus
comportamientos no delictivos.
En segundo término, en la valoración de las
recompensas y castigos vinculados al comportamiento no
delictivo o delictivo, juega también un papel fundamental
su grado de certeza o incerteza. No es seguro que una
conducta acarree ciertos beneficios, como tampoco lo es
que comporte ciertos riesgos. En general, los
comportamientos delictivos suelen ir acompañados con
mayor certeza de beneficios que de castigos (al menos, a
corto plazo).
De esta manera, van a jugar un papel decisivo, a la hora
de optar por determinada conducta, las valoraciones que
el individuo haga, en cada caso concreto, de todos los
elementos mencionados: 1) de las ganancias y pérdidas
esperables, 2) de su inmediatez o demora, y 3) de su
certeza o incerteza.

E) Implicaciones para la práctica


De acuerdo con todo lo anterior, Wilson y Herrnstein
concluyen que la teoría tiene una implicación obvia para
la práctica: la reducción de la demora y de la incerteza de
las recompensas asociadas al comportamiento no
delictivo, reducirá la probabilidad de cometer delitos (en
la medida en que aumentaría la probabilidad de sus
contrarios, los comportamientos prosociales). Sin
embargo, el mero incremento de la severidad de los
castigos asociados al delito (es decir, el aumento formal
de las penas en la ley), pero sin tomar en consideración
los elementos inmediatez y certeza, no garantizaría la
reducción de la tendencia individual a cometer delitos.
La teoría del delito como elección ha recibido diferentes
críticas, especialmente dirigidas contra la idea de la
absoluta racionalidad en la toma de decisiones que plantea
como explicación de la conducta delictiva. Se ha
cuestionado su postulado de que la mayoría de los
delincuentes calculen racionalmente, con antelación a la
comisión de un delito, cuáles son los beneficios que
pueden obtener y los riesgos que pueden correr. En
realidad, antes o después, la mayoría de los delincuentes
reincidentes acaban siendo detenidos y pasan largas
temporadas en la cárcel, lo que quiere decir que sus
supuestos “cálculos” yerran con frecuencia. Bennett y
Wright (1984) refirieron, a partir de entrevistas realizadas
con delincuentes contra la propiedad, que éstos
informaron que tanto ellos como otros ladrones que
conocían, simplemente no se paraban a pensar en las
posibles consecuencias legales de sus acciones delictivas,
antes de llevarlas a cabo. Según este estudio, no se trataría
solo de que los delincuentes cometan errores al calcular
los beneficios y costes de su comportamiento, sino que,
sencillamente, no pensarían en las posibles consecuencias
negativas de su conducta.
La estructura de decisión que proponen las teorías de la
elección racional no constituye probablemente una
imagen certera del funcionamiento de las elecciones
humanas (Tibbetts, 2012; Lilly et al., 2007). Ante una
alternativa de conducta, no solemos analizar pros y contra
de un modo prolongado y completamente ordenado.
Muchas decisiones de comportamiento, lo que incluye las
opciones delictivas, se toman en poco tiempo, de modo
veloz, considerando aspectos parciales de las opciones en
lid, sin valorar todos los condicionantes, y en muchos
casos, principalmente a la luz de sus malos resultados
previos, sin contar con información suficiente. Pero,
¿cuándo la información es o no suficiente para efectuar
una elección de conducta? Herber Simon sugirió en
psicología, en 1957, el término escocés satisficing, que
podría trasladarse al castellano mediante la construcción
del neologismo “satisficiente”, para significar que el
proceso de decisión se interrumpe, a efectos de adoptar
una decisión, en el instante en que se localiza una opción
“satisfactoria” de un elenco de alternativas, no ideal, sino
“suficiente” (Wilson, 1999).

10.2.2. Evaluación empírica de las tesis de la


disuasión
La evaluación empírica de una teoría criminológica
consiste en comprobar en qué medida sus postulados se
confirman o no en la propia realidad social y delictiva.
Así, para las teorías de la disuasión se trataría de verificar
si se cumplen sus previsiones teóricas principales, que
argumentan que la imposición de penas disuadirá a los
delincuentes de cometer nuevos delitos (prevención
especial), y, también, prevendrá la delincuencia en el
conjunto de la ciudadanía (prevención general) (Barberet,
1997).
Pese a la larga historia, de miles de años, con la que
cuentan las prácticas penales disuasorias, son muy escasos
los análisis empíricos, incluso en la modernidad,
orientados a verificar si la aplicación de penas más
estrictas o de mayor duración verdaderamente produce
una disminución de los delitos (Díez Ripollés, 2006). El
derecho penal ha dirigido principalmente su actividad a
crear, interpretar y aplicar las leyes, pero se ha interesado
poco en conocer qué efectos producen.
Sin embargo, a la Criminología, desde un planteamiento
científico y empírico, le interesa en grado sumo
comprobar qué efectos producen las diversas penas —y
sus distintas durezas e intensidades— en el
comportamiento de los delincuentes (Tamarit, 2007):
¿Disminuye o aumenta la reincidencia como resultado de
la imposición de penas más largas o más cortas? ¿Se
observan diferencias entre el comportamiento posterior de
reclusos que han estado 6 meses en la cárcel y aquéllos
que han cumplido 2 años de prisión? También interesa a
la Criminología verificar los postulados de la teoría de la
prevención general: ¿Cómo afecta a las personas con
cierta disposición o motivación para cometer
determinados delitos el riesgo existente de detención? ¿Es
distinta su valoración y probabilidad de un delito, si la
pena a éste asignada es de 6 meses o de 2 años?
Equipo de Profesores e Investigadores del Departamento de Derecho Penal y
Ciencias penales de la Universidad de Barcelona con dedicación en
Criminología. Los miembros del equipo son, de izquierda a derecha y de
abajo a arriba: Joan Josep Queralt Jiménez; Santiago Mir Puig; Mirentxu
Corcoy Bidasolo; Víctor Gómez Martin; José-Ignacio Gallego Soler; Silvia
Fernández Bautista; Sergi Cardenal Montraveta; David Carpio Briz, y
Carolina Bolea Bardon. También forma parte del equipo Juan Carlos Hortal
Ibarra. La actividad docente e investigadora del equipo se desarrolla,
fundamentalmente, en los siguientes ámbitos: Dogmática del Derecho penal
(Parte General y Especial), Política criminal, Derecho penal juvenil,
Delincuencia socioeconómica, Delincuencia Organizada, Delincuencia
Sexual y de Género y Ejecución penitenciaria.

A) Efectos preventivos de la estancia en la


cárcel
Los estudios de reincidencia delictiva permiten
aproximarse a la evaluación de las tesis disuasorias. En un
trabajo de Redondo, Funes y Luque (1994) se evaluó,
durante un período de seguimiento de tres años y medio,
la reincidencia delictiva de una muestra de 485
delincuentes, que habían cumplido previamente penas de
prisión. Se obtuvo una tasa promedio de reincidencia del
37,9%, que, además, se analizó en relación con diversas
variables personales de los sujetos (edad, sexo y otros
factores), y con distintas circunstancias jurídico penales y
relativas al cumplimiento de las penas de prisión.
La conclusión principal de este estudio, en lo que se
refiere a la eventual capacidad disuasoria de las penas de
prisión, fue que éstas, per se, no previenen la futura
reincidencia. Esta conclusión se basó en distintos
resultados específicos acerca de la relación penas-
reincidencia. En primer lugar, quienes más veces habían
ingresado previamente en prisión —de quienes cabía
esperar que reincidieran menos, puesto que, según la
teoría de la disuasión, la experiencia de la cárcel debería
haberles disuadido de futuras conductas delictivas—
reincidieron, sin embargo, en mayor grado. En concreto,
el 85% de los sujetos que resultaron ser reincidentes tenía
ingresos previos en prisión, mientras que solo reincidió un
14,7% de quienes no contaban con anteriores ingresos
carcelarios. La probabilidad de reincidir aumentó, según
ello, en proporción al número de veces que los sujetos
habían ingresado en prisión con antelación. A
conclusiones semejantes se llegó también en el estudio de
reincidencia de Luque, Ferrer y Capdevila (2004, 2005),
realizado, con una metodología análoga, sobre una
muestra de excarcelados una década más tarde.
Una segunda hipótesis que puede derivarse de los
postulados de la teoría disuasoria es que cuanto mayor sea
el tiempo que un individuo pase en prisión, mayor debería
ser el efecto disuasorio de la pena y menor, por tanto, la
probabilidad de reincidencia futura. Sin embargo, sucedió
justamente lo contrario: la mayor probabilidad de reincidir
se relacionó con la mayor duración de la estancia en
prisión. Los 184 sujetos de la muestra que reincidieron,
acumularon un promedio de 498 días pasados en prisión,
mientras que para los restantes 301 sujetos no
reincidentes, su estancia promedio en prisión fue de la
mitad, 234 días. Por tanto, cuanto mayor era el tiempo de
encarcelamiento experimentado por una persona, mayor
era también su probabilidad de reincidir.
Un tercer postulado que cabe deducir de las teorías de la
disuasión es que cuanto más estricto sea el cumplimiento
de una pena —en este caso, del encarcelamiento— mayor
debería ser el efecto intimidatorio esperado, y, en
consecuencia, menor la probabilidad de reincidencia. Para
evaluar esa predicción de la teoría clásica, Redondo et al.,
(1994) crearon una variable denominada penosidad del
encarcelamiento. El presupuesto de partida para ello fue
que, para una misma duración de la pena, su penosidad no
sería la misma si ésta se cumplía en todo o en parte en
régimen abierto, en régimen ordinario, o en régimen
cerrado. En definitiva, dos años en prisión podrían ser
muy distintos para un sujeto —y producir en él muy
diferentes efectos intimidatorios u otros—, según el
régimen carcelario en que el individuo se hallase. La
penosidad del encarcelamiento fue calculada para cada
persona en función del tiempo de reclusión pasado en
cada uno de los posibles regímenes de cumplimiento de la
condena. Sobre esta base se clasificó a los sujetos en tres
posibles gradaciones de penosidad carcelaria: baja, media
y alta. De los 161 sujetos cuyo cumplimiento fue
calificado de baja penosidad reincidieron el 16,3%. De
los 163 individuos catalogados con una penosidad media
volvió a delinquir el 40,2%. Y de los sujetos cuyo
cumplimiento de condena se calificó como de penosidad
alta reincidió el 43,5%. Resulta obvio que tampoco la
menor penosidad en el cumplimiento de las penas de
prisión es, per se, garantía de mayor disuasión, sino que
sucede justamente lo contrario: los encarcelamientos más
estrictos se asocian a una mayor reincidencia. De idéntica
manera sucedió en el estudio de reincidencia de Luque et
al. (2005).
Un último análisis de la investigación de Redondo et al.
(1994), que tampoco parece sustentar la hipótesis de la
disuasión, se refiere a la relación existente entre forma de
excarcelación y reincidencia. Según la teoría de la
disuasión, hipotéticamente podría esperarse (como no es
infrecuente oír a muchos tertulianos y demás “expertos”),
que el cumplimiento íntegro de las penas, finalizándolas a
término, sin acceder a ningún tipo de beneficios propios
del sistema progresivo, como el régimen abierto o la
libertad condicional, tendría mayores efectos disuasorios
y reductores de la reincidencia delictiva que lo contrario.
Sin embargo, también aquí los datos fueron contrarios a
las perspectivas e intuiciones disuasorias: finalizar una
condena de prisión en régimen cerrado (cumpliéndola
íntegramente) aumentó la probabilidad de reincidir. De
los 9 sujetos que acabaron su condena en este régimen,
reincidieron 7 (el 78%), mientras que de los 37 que la
terminaron en régimen abierto y en libertad condicional,
solamente reincidieron 6 (un 16%).
Un problema metodológico importante que dificulta la
generalización y la validez de los resultados de este
estudio, es que carece de un grupo de control o
comparación. El que algunas personas hayan cumplido
penas de cárcel más largas, es probablemente debido a
que previamente habían cometido delitos más frecuentes y
más graves, es decir, a que con antelación a la aplicación
de las penas de prisión en sí, ya eran delincuentes multi-
reincidentes. En puridad metodológica, para poder
pronunciarse con mayor garantía sobre los efectos que
tiene la estancia en prisión sobre la conducta delictiva
futura, deberían compararse grupos equivalentes de
delincuentes (o sea, con perfiles personales y delictivos
semejantes) que, sin embargo, hubieran recibido
reacciones penales distintas. Existen varios proyectos de
investigación de este tipo. Algunos han elaborado
sistemas de predicción estadística de la probabilidad de
reincidencia. Ello permite la comparación entre personas
con un nivel de riesgo semejante, pero que han cumplido
sentencias distintas.
En países que otorgan un amplio poder discrecional al
juez, o, como sucede en Estados Unidos, donde existe
gran variación entre estados en la dureza de las condenas,
estas diferencias pueden ser utilizadas para investigar el
efecto de la prisión o del internamiento juvenil sobre la
conducta futura. Ejemplos de este tipo de estudios son los
de Gottfredson et al. (1973) y Bondesson (1989).
También se han realizado algunos estudios
experimentales en los que, por ejemplo, a un grupo de
presos, elegido al azar, les ha sido concedida la libertad
condicional con una antelación de seis meses a la fecha
prevista, mientras que a otros reclusos no. Estos diseños
de investigación han permitido estudiar la influencia que
tendría el adelantamiento de la libertad condicional sobre
la futura reincidencia de los sujetos, en comparación a
aquéllos que no obtuvieron la libertad condicional
anticipadamente.
Son notorios los reparos éticos que podrían ponerse a
los estudios comentados. Por otro lado, la mayor parte de
ellos fueron reevaluados con posterioridad por
investigadores independientes, por ejemplo en las obras
de Lipton, Martinson y Wilks (1975) y Brody (1976). La
investigación indica que, en general, el efecto de la cárcel
sobre la vida futura de los condenados, por lo que se
refiere a su mayor o menor probabilidad de reincidencia,
es mínimo (Nagin, Cullen y Jonson, 2009; Nagin, 2013).
De hecho en los estudios comentados, quienes fueron
liberados con antelación no delinquieron ni más ni menos
que los sujetos del grupo de control, que permanecieron
en prisión. Tampoco se apreciaron diferencias
sustanciales en la conducta futura entre aquéllos que
cumplieron penas de corta o larga duración.
Como ha podido verse, los resultados de la
investigación acerca de la eficacia de la prevención
especial son ambivalentes, sin que pueda saberse a ciencia
cierta si que la mayor dureza penal se asocia a una mayor
reincidencia o, más bien, la mayor o menor dureza
punitiva es irrelevante a efectos de la reincidencia
delictiva. Por ello, se requiere que la investigación futura
clarifique más y mejor dicha relación punición-
reincidencia. Por ahora, lo que es con toda seguridad
cierto es que los incrementos de las penas de prisión
producen un aumento constante de los gastos públicos en
control y prisiones, que en toda circunstancia deberán
sufragar los ciudadanos a partir de los impuestos que
pagan.

B) Estudios realizados sobre la prevención


general
El efecto disuasorio general del sistema penal, en
relación con el conjunto de los ciudadanos, y no solo de
los delincuentes, es todavía más difícil de investigar. Sin
embargo, existen situaciones donde, debido a alguna
circunstancia histórica dramática, ha decaído
temporalmente el sistema de control formal, lo que ha
permitido estudiar su efecto sobre el delito. La más
conocida de estas situaciones fue la denominada “historia
de los siete meses”, cuando Dinamarca, bajo ocupación
alemana, se quedó siete meses sin policía, debido a que
ésta se negó a colaborar con las fuerzas alemanas, y los
propios policías fueron detenidos. Ante ello los
ciudadanos organizaron un sistema de vigilancia civil,
pero la investigación policial de los delitos comunes cayó
por completo. ¿Qué sucedió con la delincuencia? Para
comenzar, durante las dos primeras semanas no se apreció
ningún aumento en la delincuencia común. Sin embargo,
cuando la gente se hizo consciente de que la impunidad
delictiva era casi total, empezaron a incrementarse los
hurtos, los robos en tiendas y viviendas, y los atracos en
la calle. En resumen, la delincuencia contra la propiedad
se multiplicó por diez, mientras que otros tipos de delitos
aumentaron de forma más moderada (Trolle, 1945, citado
en Zimring, 1973: 167-168).
Otros estudios, en situaciones menos dramáticas que la
anterior, han evaluado también el efecto disuasorio que
tendría el riesgo de detención por determinados delitos.
Un ejemplo son los estudios realizados en Inglaterra sobre
la introducción de nuevas leyes contra el consumo de
alcohol por parte de conductores de vehículos. Una nueva
ley de 1967 se acompañó de una intensa campaña de
publicidad durante tres meses. En esta campaña se
advertía a la ciudadanía sobre los controles de
alcoholemia que se iban a realizar a la hora del cierre de
los bares y sobre las elevadas multas que se iban a
imponer a los infractores. Los efectos positivos de este
plan se apreciaron claramente en el menor número de
accidentes de tráfico. Durante los tres primeros meses de
aplicación de la nueva norma, el número de accidentes
con lesiones se redujo en un 16% y el número de muertes
en un 23%. También se constató que el descenso de los
accidentes fue mayor durante la noche, horario en el que
seguramente había una mayor conexión entre abuso de
alcohol y accidentes de tráfico. Es muy probable que estos
efectos positivos realmente se debieran a la nueva ley
sancionadora aplicada y a la campaña publicitaria, de
índole disuasoria, que se llevó a cabo. Sin embargo, estas
mejoras fueran transitorias. Dos años después el número
de accidentados había recuperado su nivel anterior. Es
posible que, con el tiempo, algunos conductores, a medida
que se dieron cuenta de que el número de controles
policiales ya no era muy elevado, volvieran a conducir
habiendo abusado del alcohol, como antes. Seguramente
la publicidad que, como en el presente caso, acompaña a
una ley sancionadora con el objetivo de potenciar sus
efectos disuasorios, solamente resulta eficaz si es seguida
de un aumento real en el riesgo de detección infractora, es
decir, al aumentar la certeza del castigo (Ross, 1973,
citado en Andenaes, 1974; Zimring y Hawkins, 1973).
Existen también estudios experimentales sobre cómo la
disuasión puede controlar la conducta en la vida diaria.
Un buen ejemplo fue un estudio, ampliamente
referenciado, de Tittle y Rowe (1973), en el contexto de la
universidad. Estos investigadores, profesores de
sociología, acompañaron sus clases universitarias con un
pequeño examen semanal, de respuestas alternativas.
Después de la primera evaluación, los profesores
comunicaron a sus estudiantes, tras haberles informado de
las respuestas correctas al examen, que les consideraban
suficientemente maduros y responsables como para
confiar en ellos de cara a su propia autoevaluación: cada
semana, en la sesión de clase siguiente a cada ejercicio,
informarían en el aula de las respuestas correctas, y
devolverían a cada alumno su propio examen para que él
mismo lo corrigiera y calculara su nota. La evaluación
global del curso sería la suma del conjunto de todas estas
autoevaluaciones.
Después de cuatro semanas de aplicar este
procedimiento, les volvieron a recordar su confianza en la
honradez de los alumnos, y que ellos tenían la obligación
ética de evaluar correctamente sus propios resultados. A
la séptima semana, los profesores explicaron que habían
recibido quejas sobre la existencia de fraudes en las
autoevaluaciones, y que, por eso, tendrían que realizar
unas comprobaciones aleatorias para verificar la
veracidad de las mismas. Antes de llevar a cabo el octavo
y último examen, los profesores manifestaron que las
comprobaciones efectuadas habían revelado un caso de
fraude y que iban a tomar medidas contra el culpable.
En realidad, los profesores habían evaluado
personalmente todos los exámenes antes de devolverlos a
los estudiantes para la autoevaluación. Los fraudes eran,
desde el principio, generalizados. Solamente 5 de 107
alumnos se autoevaluaron correctamente en todas las
ocasiones. El exhorto moral a la honradez y a la ética
personal no había tenido muchos efectos preventivos. Sin
embargo, la amenaza de realizar comprobaciones
aleatorias redujo fuertemente el número de fraudes. Y,
posteriormente, la declaración de que habían identificado
a un alumno deshonesto reforzó este efecto disuasorio.
Además, se observó que las chicas eran más susceptibles
a la disuasión que los chicos, y que los alumnos con malas
calificaciones, más necesitados de una buena nota en la
asignatura, estaban más dispuestos a correr el riesgo y
seguir falsificando sus resultados.
A estos estudios de “laboratorio” se unen también datos
de encuesta, en que se preguntaba a muestras de jóvenes
sobre cómo evaluaban el riesgo de ser detenidos, en el
supuesto de que cometieran cierto delito (resumido en
Zimring, 1973: 102-103). Resultó que los jóvenes que no
habían cometido delitos eran más “pesimistas”:
calculaban un mayor riesgo de detención que los jóvenes
con experiencia delictiva. Los delincuentes eran, por el
contrario, más “optimistas”, y valoraban el riesgo de
detección como bajo. Resultaba que los “optimistas” en
esta ocasión eran los “realistas”. Es decir, los
delincuentes, basándose en experiencias propias,
efectuaban una estimación más certera del nivel real de
esclarecimiento policial de delitos, que era en general
bajo. Existen a este respecto también estudios de campo,
basados en el contacto diario con pandillas de
delincuentes. El estudio de Marry (1981a, 1981b), de un
barrio marginado, concluyó que los delincuentes
habituales son muy pragmáticos. Analizan, por ejemplo,
muy detenidamente el lugar, antes de cometer un tirón.
Prefieren sitios conocidos, con varias vías de escape.
Distinguen entre aquellos vecinos que, si les ven,
posiblemente llamarán a la policía y aquellos otros que
probablemente no lo harán. Lo que verdaderamente
parece disuadirles de cometer delitos es el riesgo real, o
certeza, del castigo (más que otras consideraciones sobre
la dureza de la pena, etc.).
Es probable que quienes cometen delitos contra la
propiedad o contra la seguridad vial, calculen más
racionalmente los riesgos de su acción, que los que
cometen delitos violentos o sexuales. Por ejemplo, en una
investigación de Scully (1990), se observó que muchos
violadores entrevistados no se habían planteado la
posibilidad de ser identificados y castigados.
Los estudios que documentan la eficacia de la disuasión
se han centrado prioritariamente sobre el aspecto que sí
que parece resultar efectivo, como se acaba de señalar: la
certeza o la probabilidad de que el delito sea conocido y el
delincuente sea detenido.
Sin embargo, no se obtienen resultados favorables a la
disuasión en los estudios que investigan la severidad de la
reacción penal. En la ciudad de Filadelfia, Schwartz
(1968) estudió el efecto que había producido una nueva
ley sobre agresiones sexuales, más severa que la anterior,
implantada tras el escándalo y la alarma social suscitados
por la noticia de la violación de tres mujeres de la misma
familia. Los efectos de esta nueva ley sobre el número de
violaciones fueron nulos, lo cual indica que los resultados
empíricos no avalan que el incremento de la dureza de las
penas sea un elemento eficaz por sí mismo en la lucha
contra la delincuencia, si no se mejora paralelamente la
eficacia policial.
Por el contrario, en el caso de delitos económicos y
contra el medio ambiente, sus posibles autores parecen
calcular costes y beneficios de un modo más racional que
en otros delitos. Braithwaite (1993) concluyó que el
riesgo de detección sí que parecía influir en la conducta
de un conjunto de corporaciones y empresas estudiadas
por él, y que, además, los infractores solían conocer las
penas a que se arriesgaban. En estos tipos de delitos,
mientras que la amenaza de multa no parecía ser muy
eficaz, la posibilidad de ir a prisión mostraba tener mayor
capacidad disuasoria.

C) ¿Produce la pena de muerte efectos


disuasorios generales (sobre el conjunto de la
ciudadanía)?
En algunos estados norteamericanos en que existe y se
aplica la pena de muerte, se han efectuado diversos
estudios en torno a la efectividad disuasoria general que
podría tener esta pena. Para ello, los investigadores han
comparado estados que emplean la pena de muerte con
otros que no la utilizan, con la finalidad de evaluar si la
delincuencia violenta (que sería el objetivo principal de la
pena de muerte) acaba siendo menor en los primeros que
en los segundos. Otra metodología usada a este respecto
ha sido comparar la tasa de asesinatos, antes y después de
la abolición de la pena de muerte, en aquellos estados que
previamente la tenían y posteriormente la suprimieron.
Los resultados de estas investigaciones norteamericanas
no han confirmado tampoco la predicción teórica de la
disuasión: la existencia o no de pena de muerte parece no
tener efecto alguno sobre las tasas de homicidios (Akers,
1997; Barberet, 1997).
En España, aunque no existe ninguna investigación
específica sobre los efectos disuasorios de la pena de
muerte —abolida en 1978—, cabe deducir conclusiones
semejantes a las norteamericanas, a partir de la
comparación entre la situación previa y posterior a su
abolición. Cuando estaba vigente la pena capital, durante
la dictadura franquista, la tasa de homicidios no era
sustancialmente inferior a la existente en la actualidad. Un
caso paradigmático a este respecto es el terrorismo, cuya
evolución, tanto en España como en otros países, no
parece tener relación alguna con la aplicación de la pena
de muerte a los terroristas. Este tipo de castigo puede
servir más bien como acicate y estímulo a determinados
criminales, que acabarían mitificando a los ajusticiados
como “mártires” y emulando sus conductas más violentas.
Tres integristas egipcios ríen al conocer su sentencia de muerte. ¡Alá es
grande! Es dudoso que la pena de muerte tenga un efecto disuasorio en
personas que buscan precisamente el martirio.

D) ¿Dureza o certeza de las penas?


Uno de los puntos nucleares de la eficacia del sistema
punitivo tiene que ver, probablemente, con la cuestión de
la dureza y la certeza de las penas. La dureza
generalmente hace referencia a la duración de la pena,
mientras que la certeza tendría que ver con la
probabilidad (real o percibida) de castigo penal para
determinado tipo de delito. Para analizar estas
dimensiones deben generarse indicadores adecuados al
efecto. Por ejemplo, en uno de los primeros estudios
empíricos que se realizó acerca de la disuasión, Gibbs
(1968, citado en Vold et al., 2002) evaluó la dureza de la
penas, para un delito determinado, a partir del promedio
de meses de prisión cumplidos por el conjunto de los
delincuentes que habían cometido dicho delito, y ponderó
la certeza del castigo, o probabilidad de detección, como
la razón entre los ingresos en prisión que se producían
anualmente por ese delito y el número de denuncias por el
mismo.
Las investigaciones que han evaluado la disuasión penal
vienen a señalar, de modo bastante general, que la eficacia
disuasoria de una pena dependería más de su grado de
certeza que de su severidad. Por ejemplo, Pauwels,
Weerman, Brinsma y Bernasco (2011) concluyeron, a
partir del análisis de una muestra de 843 adolescentes
holandeses, que la disuasión resultaba eficaz si los sujetos
tenían una elevada expectativa de certeza de castigo. En
este estudio, el riesgo de sanción percibido por los sujetos
se asoció claramente a su menor participación en
conductas antisociales, independientemente de las
variaciones en otras variables como sus niveles de
autocontrol y de moralidad.
Desde una perspectiva racional, podría afirmarse que lo
que probablemente intimida más a los seres humanos, y
tendría mayor probabilidad de ser considerado en sus
cálculos de consecuencias, es si existe un riesgo alto o
bajo de que determinada acción sea conocida y castigada
(ya que cualquier castigo es indeseable), y no tanto cuánta
sea la magnitud o dureza del castigo teórico que podría
corresponderle (¿2, 3, 4 años de prisión?). La estimación
de la certeza, que suele ser más “segura” o “veraz”, se
realizaría habitualmente a partir de la experiencia real o
vicaria que una persona pueda tener: de si habiendo
cometido delitos, ha sido o no detectado, o bien conoce
las experiencias de otras personas a este respecto. Por el
contrario, la estimación de la dureza de una pena, por
ejemplo de prisión, debería ser generalmente más
especulativa, ya que la mayoría de las personas no cuenta
con vivencias específicas al respecto (es decir, no han
pasado 4, 6, 8 o 12 años en prisión). Por ello,
probablemente la estimación de la dureza sea más
“insegura” e “incierta” en lo tocante a qué significa en
realidad. En todo caso, todas estas cuestiones configuran
problemas de estudio relevantes para futuras
investigaciones empíricas.
Pese a las consideraciones anteriores, que cuestionan la
eficacia disuasoria de la mayor severidad sancionadora,
en la práctica de la política criminal es mucho más fácil
gestionar la dureza de las penas, a partir de asignarles
distintas duraciones, que asegurar la certeza de los
castigos. Para aumentar la certeza de las penas deberían
mejorarse los sistemas de control, y en concreto la
eficacia policial, la agilidad de los procesos penales, la
colaboración ciudadana en la investigación de los delitos,
etc. Todas esas mejoras son, a todas luces, complejas y de
resultados probablemente inciertos y demorados en el
tiempo. Por lo que, a corto plazo y en términos de costes-
beneficios sociales y políticos, las dificultades y costos
que representaría efectuar tales cambios, en dirección al
logro de una mayor certeza punitiva, serían
probablemente muy superiores a sus ventajas inmediatas.
En cambio, los incrementos de la dureza punitiva
requieren tan solo, a corto plazo, la puesta en marcha de
las correspondientes reformas legales para alargar las
penas, pudiendo anunciarse en seguida, ante los
ciudadanos que reclaman mayor seguridad, que se han
tomado cartas en el asunto y que los delincuentes sufrirán
mayores castigos (ni qué decir tiene, si son descubiertos y
detenidos, y se prueba que son culpables, implícitos todos
que no formarán parte del debate de la dureza). De este
modo, la opción de endurecimiento de las penas se vería
favorecida en la actuación de los gobiernos, a partir del
mismo paradigma de la elección racional costes-
beneficios bajo el cual la teoría clásica presupone que
operan los propios delincuentes.

E) ¿Disuasión o control informal?


Disuasión informal hace referencia a todas aquellas
sanciones sociales y consecuencias negativas (crítica,
etiquetado, exclusión social, etc.), tanto reales como
percibidas, que a menudo irán parejas a las propias
sanciones y castigos que siguen a los delitos. Tales
penalidades informales podrían también tener efectos
disuasorios que previnieran el comportamiento delictivo
(Akers, 1997). Así, el encarcelamiento, que es una
sanción formal, legalmente establecida, podría asociarse a
otras consecuencias negativas informales como la pérdida
del empleo, la separación de la pareja, o el rechazo por
parte de los hijos o de los amigos. Éstas son
consecuencias sociales que pueden vincularse, con
frecuencia, al castigo penal, y que, a pesar de no formar
parte de las sanciones legales, también podrían tener
efectos disuasorios. Es posible que algunas personas
eviten cometer ciertos delitos como resultado de tomar en
consideración los graves problemas familiares, laborales y
sociales que ello podría acarrearles, más que debido a que
piensen en el castigo penal en sí.
En realidad, diversas investigaciones ha mostrado que
las sanciones informales que acostumbran a seguir al
castigo formal pueden tener, en muchos casos, un efecto
disuasorio superior al de las propias sanciones formales
(Barberet, 1997). Sin embargo, la eventual eficacia
preventiva que pudiera tener el control informal no sería
un aval directo de la teoría de la disuasión. El control
informal es un sistema más básico y general de regulación
de la conducta que las sanciones formales prescritas por la
teoría penal clásica (Akers, 1997). Así, aunque las
sanciones informales pudieran producir efectos
disuasorios del delito, la pregunta seguiría siendo si las
consecuencias formales atribuidas a los delitos —las
penas— disuaden o no disuaden por sí mismas.
De todo lo razonado se desprende que la práctica de la
disuasión, derivada de la teoría clásica y convertida en
estrategia fundamental de la política criminal, no es
avalada por los datos disponibles, especialmente en lo
referente a la prevención especial, o sea, a aquella
pretensión disuasoria que se dirige a los propios
delincuentes, para que, como resultado de la imposición
de castigos, no vuelvan a cometer delitos. Algo distinto
podría ser el caso de la prevención general, orientada a la
ciudadanía en general, donde los resultados disponibles
sugieren que la mayor probabilidad de detección policial
sería un elemento importante de disuasión delictiva. Es
decir, los ciudadanos parecen considerar en mayor grado,
para evitar cometer delitos, el riesgo que tienen de ser
descubiertos, es decir, la certeza del castigo, que no la
dureza de la pena que futuramente pudiera recaer sobre
ellos. En conclusión, la duración y la dureza de las penas,
que constituyen pilares básicos de la doctrina y la
operativa del sistema penal, probablemente tienen escasa
influencia sobre la disuasión delictiva. Este resultado es
de gran relevancia para la política punitiva,
informándonos de que el aumento de las penas, a pesar de
los ingentes costes económicos y sociales que comporta
(que deben pagar los sufridos contribuyentes), no
contribuye a mejorar la disuasión penal.

F) ¿Disuasión o moralidad?
Más allá de la disuasión y el control, formal o informal,
la conducta social de las personas también, o
principalmente, se regula a partir de los valores morales,
creencias, actitudes, destrezas, habilidades, etc., recibidos
a lo largo del proceso de socialización. Así por ejemplo,
Wikström, Tseloni y Karlis (2011), evaluando una
muestra de adolescentes del Peterborough Adolescent and
Young Development Study, desarrollado en Inglaterra a
partir de una cohorte de 716 sujetos, no obtuvieron apoyo
empírico global para la disuasión como constructo
autónomo. Analizaron cuatro tipos de conductas
infractoras: hurtos en tiendas, robos de objetos del interior
de los vehículos, vandalismo y agresión. Hallaron que la
mayoría de los jóvenes no evitaban cometer delitos
porque tuvieran miedo de las consecuencias negativas
para ellos, sino sencillamente debido a que no
contemplaban el delito como una alternativa de
comportamiento. Con todo, la amenaza percibida de
castigo fue una consideración relevante para evitar el
delito en aquellos adolescentes que mostraban con
antelación una fuerte inclinación delictiva.
Resultados parecidos obtuvieron también Kroneberg,
Heintze y Mehlokop (2010), a partir de una muestra de
2.130 adultos en la ciudad alemana de Dresde. En
conjunto se halló, contrariamente a la expectativa de las
teorías de la elección racional y la disuasión, que la
mayoría de los sujetos con normas prosociales claramente
internalizadas, no basaban sus elecciones de conducta en
los eventuales beneficios y costes de los delitos. Tal tipo
de elecciones racionales coste/beneficio del delito solo
aparecían en aquellos sujetos que no se sentían vinculados
con normas morales de índole prosocial. Chen y Howitt
(2007) hallaron, a partir de una muestra de 330
delincuentes juveniles varones, internados en el sistema
correccional juvenil de Taiwan, y de 114 jóvenes no
delincuentes, que los infractores mostraban con claridad
un menor desarrollo moral, en términos de los estadios de
desarrollo moral de la teoría de Kohlberg (1984). Los
estudios aquí referidos ampararían perspectivas teóricas
que incluyen elementos de moralidad como factores
inhibidores del delito, tal como la Teoría de la acción
situacional (Wikström, 2008a; aludida en un capítulo
anterior), por encima de teorías puras de elección
racional.

10.3. CRIMINOLOGÍA AMBIENTAL Y


OPORTUNIDADES DELICTIVAS
La segunda parte de este capítulo dirige su atención
hacia la Criminología ambiental o situacional, que se
interesa especialmente por analizar los eventos delictivos
y las características de los lugares en que se producen,
bajo el presupuesto de que son dichas características
topográficas las que favorecen, o, contrariamente, pueden
prevenir, la actividad criminal.
“La Criminología Ambiental plantea que los elementos delictivos
deben entenderse como una confluencia de infractores, víctimas u
objetivos del delito, y normativas legales, en escenarios específicos,
ocurriendo en un momento y lugar concretos. Esto significa que un
análisis completo del delito tiene cuatro dimensiones: la dimensión
legal, la dimensión del infractor, la dimensión de la víctima/objetivo, y
una dimensión espacio-temporal. Lo que es más, esas dimensiones
han de comprenderse e interpretarse sobre un telón de fondo histórico
y situacional complejo, de características sociales, económicas,
políticas, biológicas y físicas, que establecen el contexto en el que
están contenidas las dimensiones del delito” (Brantingham y
Brantingham, 1991, a partir de Vozmediano y San Juan, 2010, p. 35).

Inevitablemente, en un manual general de criminología


como el presente, se efectuará, por limitaciones de
espacio, un tratamiento muy resumido de este relevante y
vasto campo de análisis criminológico. Por ello, se
recomienda al lector interesado en él, el estudio de obras
especializadas al respecto. En inglés, el libro editado por
Wortley y Mazerolle (2008), titulado Environmental
Criminology and Crime Analysis, que integra capítulos
correspondientes a los autores más relevantes en este
campo (algunos aquí referenciados), y en castellano, las
obras de Serrano Maíllo (2009) Oportunidad y delito y de
Vozmediano y San Juan (2010), Criminología ambiental.
Ecología del delito y de la seguridad.
La Criminología ambiental cuenta con antecedentes
remotos, según se vio, en los análisis criminológicos
pioneros de Quetelet y Guerry, en la primera mitad del
siglo XIX, acerca la distribución de la criminalidad en
Francia, y, con los trabajos geográficos sobre delito, de la
Escuela de Chicago, durante la segunda mitad del siglo
XX (Vozmediano y San Juan, 2010). También Lombroso
efectuó múltiples análisis territoriales de la criminalidad
(algo que es más desconocido en su obra), como se ilustra
a continuación.

Mapas del crimen en Italia elaborados por Lombroso. Construyó mapas


semejantes sobre los delitos en España, Francia y otros países europeos.

Uno de los desarrollos modernos más conocidos acerca


de la relación entre espacio físico y delincuencia
correspondió a Newman, en su famosa teoría del espacio
defendible (Newman, 1972). Para la presentación aquí de
sus principales conceptos se seguirá la revisión realizada
por Reynald y Elffers (2009). El concepto de Newman de
espacio defendible hace referencia a cómo el diseño físico
de los ambientes residenciales podría hacerlos menos
vulnerables para los delitos (Chang, 2011). Sus tres
conceptos fundamentales son los de “territorialidad”,
“vigilancia natural” e “imagen y entorno”. Territorialidad
significa que el ambiente físico es susceptible de generar
zonas de influencia sobre la conducta de las personas que
las transitan. Newman (1972) sugiere que estas áreas
pueden ser delimitadas mediante el empleo de barreras,
tanto físicas —vallas, puertas, muros…— como
simbólicas o psicológicas —setos alrededor de las casas,
marcas o señales territoriales…—. A partir de la
territorialización de una zona, cualquier comportamiento
producido en ella, incluidas posibles actividades
delictivas, podría detectarse con mayor facilidad.
El concepto de vigilancia natural haría referencia al
grado en que el diseño físico de un área residencial
permite a sus residentes (o a sus agentes) poder
supervisarla. El principal indicador de vigilancia natural
sería la “observabilidad” de los distintos espacios desde
los propios lugares de residencia o tránsito de los
propietarios (puertas de las viviendas confrontadas unas
con otras, ventanas y vidrieras que permiten la visibilidad
de las zonas exteriores, etcétera). De ese modo el aumento
de la vigilancia natural reforzaría la territorialidad de un
área.
Algo más etéreo es el constructo imagen y contexto,
concebido por Newman como la capacidad que tiene el
diseño urbanístico para trasladar a los extraños una
percepción de unicidad, aislamiento y estigma del espacio
territorializado. Es decir, la apariencia de un lugar debe en
cierto grado simbolizar el estilo de vida de sus residentes,
trasladando a los extraños, entre ellos a eventuales
delincuentes, que se trata de una zona ordenada y
controlada, en que será más difícil realizar un delito.

10.3.1. Teoría de las actividades cotidianas


La teoría situacional más importante y citada en
Criminología es la denominada teoría de las actividades
cotidianas o rutinarias, de Lawrence E. Cohen y Marcus
Felson (1979), también conocida como teoría de la
oportunidad (Cohen, Kluegel y Land, 1981; Serrano
Maíllo, 2009; Walsh, 2012). Fue formulada en un artículo
titulado Social Change and Crime Rate Trends: A Routine
Activity Approach (Cohen y Felson, 1979), en el que se
basará esencialmente la exposición que sigue,
complementándola a partir de trabajos posteriores de
Felson (2006, 2008).

El profesor Marcus Felson, autor de la teoría de las actividades cotidianas,


fotografiado junto a Elisa García España, Profesora de Criminología de la
Universidad de Málaga, y Nerea Marteache, Licenciada en Criminología en
la Universidad de Barcelona, y actualmente profesora de Criminología en la
Universidad de Texas.

A) Mejorar las condiciones de vida no reduce la


delincuencia
Cohen y Felson empezaron constatando, de cara a su
propia reflexión teórica, que en las décadas que habían
mediado entre la segunda Guerra Mundial y los años
setenta se había evidenciado una paradoja sociológica
importante: mientras que las condiciones económicas y de
bienestar habían mejorado sustancialmente en los países
desarrollados, la delincuencia no solo no había
disminuido, como habría sido esperable, sino que en
general había aumentado. Cohen y Felson consideraron
que aunque la mejora de las condiciones de vida de los
ciudadanos, que suponen eliminación de la pobreza,
aumento de la escolarización y del empleo, etc., deba
constituir un objetivo social y político en sí mismo, la
relación entre tales mejoras y la delincuencia no será
directa.

B) Los cambios en las actividades cotidianas


incrementan las oportunidades para el delito
En las sociedades modernas se estarían produciendo
cambios importantes en las rutinas de la vida diaria, entre
las que se cuentan los permanentes desplazamientos de un
lugar a otro y el aumento del tiempo que se pasa fuera de
casa respecto a otras épocas anteriores. También habrían
cambiado las actividades cotidianas que tienen que ver
con el movimiento de propiedades, que habría aumentado
considerablemente. Tal es el caso del dinero, que es
objeto de continuas transacciones, de pagos, de ingresos y
de reintegros bancarios. Se mueven también las
propiedades visibles y materiales: los coches, los artículos
de consumo, etc. La sociedad es un magnífico escaparate.
Cada vez hay más objetos y más oportunidades para
delinquir, lo que incrementará las tendencias predatorias,
agresivas o delictivas en la comunidad, especialmente
aquéllas que se dan en el contacto directo entre
delincuentes y víctimas. Habrían aumentado también las
situaciones de interacción directa entre individuos, al
haber más personas en lugares públicos, lo que
igualmente incrementaría la probabilidad de
confrontaciones y delitos. Existiría, en definitiva, una
interdependencia entre las actividades cotidianas no
delictivas —movimientos bancarios, movimientos de
propiedades, desplazamientos de las personas, salidas
fuera de casa, presencia en lugares públicos— y las
actividades y rutinas de los propios delincuentes (ver
cuadro 10.3).
La esencia de la teoría de las actividades cotidianas de
Cohen y Felson intentaría responder a la pregunta
siguiente: ¿De qué forma la organización espacio-
temporal de las actividades sociales en la vida moderna
favorece que las personas con inclinaciones delictivas
lleguen a cometer delitos? Los autores consideran que los
cambios estructurales propios de la vida moderna, en lo
relativo a las actividades cotidianas de las personas,
incrementan las tasas de criminalidad. Las
transformaciones que en los países modernos favorecen el
desarrollo económico y el empleo, el trabajo fuera de casa
y el bienestar general, habrían propiciado también un
aumento paralelo de las posibilidades para los delitos.

C) Confluencia de delincuentes, víctimas y


ausencia de controles
Cohen y Felson explican el aumento de la delincuencia
a partir de la convergencia en el espacio-tiempo de tres
elementos interdependientes (ver esquema de la teoría en
el cuadro 10.3):
CUADRO 10.3. Teoría de las actividades rutinarias/de la oportunidad
Fuente: elaboración propia a partir de L. E. Cohen y M. Felson (1979). Social
Change and Crime Rate Trends. A Routine Activity Approach. American
Sociological Review, 44, 588-608.

1) La existencia de delincuentes motivados para el


delito. Los delincuentes deben haber aprendido, además,
las habilidades necesarias para delinquir.
2) La presencia de objetivos o víctimas apropiados:
visibles, descuidados, descontrolados.
3) La ausencia de eficaces protectores. Los autores se
refieren aquí, no solo, ni principalmente, a la policía
(Felson, 1994), sino a cualquier ciudadano capaz de
protegerse a sí mismo, de proteger a otros o de proteger
las propiedades (tanto propias como ajenas). Podemos ser
eficaces protectores nosotros mismos, y también pueden
serlo nuestros familiares y amigos, y, asimismo, vigilantes
y policías.
Los autores consideran que si los anteriores elementos
(delincuentes motivados, objetivos o víctimas propicios y
ausencia de protección) confluyen en el mismo espacio y
momento, se producirá un aumento de las tasas de
criminalidad, con independencia de que mejoren o
empeoren las condiciones sociales (pobreza, desempleo,
etc.) que podrían afectar a la motivación delictiva.

D) Derivaciones aplicadas
Desde esta teoría se derivarían dos predicciones
principales acerca de la conducta delictiva:
a) La ausencia de uno solo de los elementos
mencionados será suficiente para prevenir la comisión de
un delito: si no existe un delincuente motivado, un
objetivo atractivo o una víctima propicia, o no se carece
del oportuno control, se elimina la posibilidad del delito.
b) Contrario sensu, la convergencia de estos tres
elementos producirá un aumento de las tasas de
criminalidad.
Si estas predicciones fueran certeras, deberían
observarse dos efectos de las actividades cotidianas sobre
la magnitud de la delincuencia. El primero sería que las
rutinas que tienen lugar en el seno de la familia o cerca de
ella, o en general dentro de los grupos primarios o
afectivamente próximos, deberían suponer un menor
riesgo de victimización, debido a la improbable presencia
en ellos de delincuentes motivados (desconocidos, etc.), y
a la paralela presencia de eficaces protectores (familiares,
amigos, vecinos…). Contrariamente, para aquellas
propiedades o personas expuestas en lugares visibles o
accesibles, aumentaría el riesgo de victimización.
Cohen y Felson pusieron especial énfasis aplicado en el
último elemento condicionante del delito, los eficaces
protectores. Consideran muy difícil evitar, con finalidades
preventivas, el primer y segundo elementos teóricos: la
existencia de delincuentes motivados, y la posible
presencia de víctimas propicias u objetos atractivos y
valiosos. Por eso afirman que la criminalidad aumenta
cuando se reduce el control ejercido por las personas
sobre sí mismas o sobre sus propiedades.
Eck (Eck y Wartell, 1998; Eck y Clarke, 2003) propuso
un modelo integrador, que incorpora los elementos
fundamentales de la teoría de las actividades rutinarias
sobre la delincuencia y añade los elementos de control
que les son parejos, en el que podría denominarse
triángulo de la delincuencia y del control:
CUADRO 10.4. Triángulo de la delincuencia y del control
Fuente: elaboración propia a partir de J. Eck y R. Clarke (2003), Classifying
common police problems. En M. S. Smith y D. B. Cornish (Eds.), Theory for
practice in situational crime prevention, Montsey (New York), Criminal
Justice Press.

• Frente a los potenciales delincuentes, los cuidadores o


monitores (tales como padres, maestros o, en general,
cualesquiera personas que cuidan de otros) supervisan
el bienestar de niños, escolares, clientes de
instalaciones de recreo, etc.
• Ante posibles objetivos o víctimas atractivos para el
delito que pueda haber en un determinado lugar, los
guardianes o vigilantes que se hallan en ese lugar
observan dichos objetivos y lo que sucede a su
alrededor, y de ese modo pueden disuadir de llevarse
cierta propiedad o de asaltar a una posible víctima.
Generalmente los guardianes son ciudadanos
corrientes (vecinos, transeúntes, etc.), aunque también
puede tratarse de policías o vigilantes privados.
• Los administradores de negocios, fábricas, edificios,
oficinas, bares, etc., tales como personal de
administración, gerentes (o incluso los vecinos),
cuidan de dichos lugares intentando evitar que se
produzcan en ellos delitos.

E) La ecología de las actividades cotidianas:


‘ecosistema’ delictivo
En síntesis, Cohen y Felson establecieron que la
probabilidad de delincuencia es una función
multiplicativa de la existencia de delincuentes motivados,
la presencia de víctimas propicias, y la ausencia de
eficaces protectores o cuidadores (véase cuadro 10.3). La
actividad delictiva tiene, de este modo, una naturaleza
ecológica, de interacción de elementos en el espacio-
tiempo, una interdependencia entre delincuentes y
víctimas. Actividades ilegales como el asalto a una
farmacia, a una gasolinera o a un banco se nutren de otras
actividades legales: la apertura de farmacias de guardia
por las noches, o la existencia de bancos o de gasolineras.
También juega un papel decisivo en la delincuencia la
estructura espacial y temporal de las actividades legales
cotidianas. Por ejemplo, influye sobre la menor o mayor
probabilidad de que se produzcan concretas acciones
delictivas por la noche, la manera como las farmacias
expenden los medicamentos, o los mecanismos utilizados
por las gasolineras para el cobro a los clientes. En
definitiva, la estructura de las actividades legales en una
sociedad determina también cómo se organiza el delito en
la sociedad y cuáles son los lugares donde se produce con
mayor frecuencia.
Dos son las principales vías de influencia de las
actividades cotidianas sobre la criminalidad:
a) Las actividades cotidianas facilitan a los delincuentes
medios más efectivos para delinquir. La organización
social actual, caracterizada por una amplia disponibilidad
de tecnología —automóviles veloces, ordenadores ligeros,
móviles, microcámaras, potentes herramientas, etc.—,
suministra instrumental sofisticado y económico a los
delincuentes, susceptible de ayudarles a cometer más
eficazmente sus delitos. Es verdad que la tecnología
también puede servir para evitar el delito (por ejemplo,
mediante alarmas, cámaras de seguridad o GPS), pero no
es infrecuente que los delincuentes tomen la delantera en
lo referido al uso de las innovaciones tecnológicas para la
realización de los delitos (véase, más adelante, el capítulo
en que se trata la delincuencia organizada).
b) Las actividades cotidianas ofrecen a los eventuales
delincuentes nuevos objetivos y nuevas posibles víctimas.
Es evidente que, si en vez de permanecer generalmente en
casa o en sus proximidades, como hacían en mayor grado
nuestros abuelos, salimos por la noche con más
frecuencia, tenemos también mayor probabilidad de ser
atracados o agredidos. Felson y Cohen entienden por
objetivos atractivos o víctimas propicias, aquéllos que
tienen un elevado valor material (joyas, un banco, un
coche) o simbólico (por ejemplo, personajes famosos).
También son criminalmente atractivos aquellos objetivos
fácilmente visibles y accesibles, como puedan ser
escaparates no protegidos o muy llamativos, que exhiben
lujos a los que muchos no pueden acceder. Asimismo,
resultarían víctimas más probables aquellas personas que
por su ocupación profesional o actividad —vigilantes
nocturnos, taxistas, prostitutas que trabajan en la calle,
vendedores de drogas, etc.—, o bien por su descuido
personal, pueden verse más expuestas al delito.
En el cuadro 10.5 recogen diversos ejemplos, en gran
parte deducidos de la criminología ambiental, de posibles
situaciones de oportunidad para delitos violentos, por un
lado, y para delitos contra la propiedad, por otro (Aebi y
Mapelli, 2003; Felson, 2002, 2006; Redondo, 2008a; San
Juan, 2000; San Juan, Vergara y Germán, 2005; Serrano
Maíllo, 2009; Stangeland et al., 1998; Wikström, 2009;
Wikström, Ceccato, Hardie y Treiber, 2010).
CUADRO 10.5. Correlatos situacionales de riesgo, o de oportunidad, para
la conducta antisocial y delictiva
CORRELATOS CON AMPLIA CONFIRMACIÓN EMPÍRICA
Para delitos violentos
Contingencias sociobiológicas de agresión: encuentros con extraños, defensa del
alimento, aglomeración, cambios estacionales
Exposición a un incidente violento como modo de resolución de un problema de
interacción
Insulto o provocación
Locales y contextos de ocio sin vigilancia (personal o física)
Espacios públicos y anónimos (para la violencia por parte de desconocidos)
Espacios privados (para la violencia por parte de familiares y conocidos)
Proximidad temporal a una separación matrimonial traumática (para la agresión grave y
el asesinato de pareja)
Personas aisladas
Calles y barrios escasamente iluminados
En general, víctimas desprotegidas
Para delitos contra la propiedad
Propiedades descuidadas, desprotegidas o abandonadas
Propiedades solitarias, apartadas o dispersas (casas, almacenes, coches, materiales
valiosos, etc.)
Propiedades de gran valor económico expuestas (un coche de lujo aparcado en la calle)
Propiedades con valor simbólico o coleccionables (obras de arte, objetos históricos,
símbolos de marcas automovilísticas: la estrella frontal de Mercedes, etc.)
Propiedades de gran valor acumuladas (un camión cargado de coches nuevos, aparcado
en un descampado)
Invisibilidad, desde el exterior, de casas urbanas
Casas independientes

Bloques de pisos o apartamentos sin vigilancia o control de entrada


Establecimientos comerciales (como supermercados o gasolineras) cuyo diseño
dificulta el control de accesos y movimientos
Pequeños productos (electrónicos, etc.) sin controles de seguridad
Proximidad a calles y barrios de alta densidad delictiva (“Un delito crea un nicho para
otros delitos”, Felson, 2006, p. 134)
Proximidad a calles y barrios escasamente iluminados
Proximidad a zonas de ocio
Proximidad a zonas degradadas
Proximidad a zonas con actividades marginales (venta de drogas, prostitución, etc.)
Aparcar el coche o la moto junto a zonas degradadas de la ciudad
Turistas con apariencia de llevar encima dinero o propiedades de valor (cámaras
fotográficas o de vídeo, regalos, etc.)
Zonas turísticas y de juego
Lugares de concentración de turistas (para actos terroristas)
Mayor tiempo pasado en compañía de personas con comportamiento antisocial
Mayor tiempo pasado en ocio desestructurado (sin realizar actividades prosociales,
deportivas o culturales, etc.)
Lugares carentes de controles (informales o formales)
En general, el “diseño urbano” en cuanto generador de espacios “crimípetos” versus
“crimífugos”, en terminología de San Juan (2000)

Como puede verse, las eventuales oportunidades


estimuladoras de los delitos pueden ser elementos muy
variados, incluyendo tanto objetivos directos del delito
tales como propiedades y víctimas desprotegidas, como
también otros aspectos más globales y diluidos como
podrían ser ciertos contextos urbanos y determinadas
interacciones grupales y sociales. Lo que conecta entre sí
a todos estos elementos diversos, es que su consideración
reorienta el foco del análisis criminológico “desde las
historias personales de los delincuentes hacia la
dependencia del delito de las oportunidades que ofrecen
las actividades cotidianas en la vida diaria” (Osgood,
Wilson, O’Malley, et al., 1996, p. 635).
Algunas situaciones pueden constituir opciones
delictivas que resulten evidentes para cualquier persona,
con experiencia delictiva o sin ella: por ejemplo, un coche
abierto y con la llave de contacto a la vista. Incluso la
mera proximidad geográfica a determinados ambientes o
grupos criminógenos (de tráfico de drogas, de venta de
objeto robados, etc.), podría desencadenar en algunas
personas posibles elucubraciones sobre acciones ilícitas,
que acabaran favoreciendo cometer determinados delitos
(Fagan, Piper y Cheng, 1987). Sin embargo, muy a
menudo las oportunidades delictivas no serían tan
evidentes, sino que serían más bien construidas por los
individuos a partir de las interacciones complejas que se
producen en el binomio individuos-situaciones (Serrano
Maíllo, 2009). Por ejemplo, Hochstetler (2001) analizó,
en una muestra de 50 varones, que eran ladrones de casas
y atracadores, el papel que las interacciones entre co-
delincuentes jugaban en la percepción de oportunidades
delictivas. En este estudio se puso de relieve que tanto la
percepción de las oportunidades infractoras como los
procesos de decisión para la comisión de los delitos,
estaban mediatizados por las interacciones comunicativas
que se producían entre co-delincuentes que actuaban
juntos, acerca de qué lugares y qué víctimas podían
resultar más apropiados y rentables.
Otro factor que favorece la existencia de víctimas
propicias es la movilidad. Cada día pasamos muchas
horas fuera de nuestros contextos familiares, en compañía
de extraños. Por supuesto que la inmensa mayoría no son
delincuentes, pero cabe la posibilidad de que algunos de
ellos lo sean. Además, las personas se separan
cotidianamente de sus propiedades más valiosas —su
casa, su coche u otras— que de ese modo se convierten en
posibles objetivos del delito.
Felson y Cohen sostienen que el nivel de criminalidad
no está vinculado sistemática y únicamente a las
condiciones económicas de la sociedad. De esta manera,
la paradoja que produce la mejora de las condiciones de
vida y el aumento paralelo de la delincuencia es solo
aparente. Las mejoras sociales y económicas de una
sociedad pueden efectivamente disminuir la delincuencia,
aunque quizá solo la delincuencia de subsistencia, que
constituye una mínima parte de la delincuencia de
contacto directo entre delincuentes y víctimas. Es posible
que tales mejoras en las condiciones de vida alteren, con
carácter general, los objetivos del resto de la delincuencia,
pero no parecen tener, per se, la capacidad de reducirla.
En un capítulo posterior se prestará atención detenida a
la cibercriminalidad, o delincuencia cometida en el
contexto, o a partir del uso, de las nuevas tecnologías de
la comunicación, particularmente a través de Internet
(Vozmediano y San Juan, 2010). Aun así, es necesario
ahora, en el marco de la criminología situacional, un
breve comentario y reflexión a este respecto. Los enormes
desarrollos y cambios tecnológicos que se han producido,
y continúan produciéndose, en las comunicaciones e
interacciones sociales, probablemente requieren un
replanteamiento a fondo de los conceptos de espacio y
tiempo reales, que son tan relevantes en las teorías
situacionales del delito (Miró, 2011). En la actualidad,
muchos delitos (económicos, contra la libertad, sexuales,
etc.) pueden realizarse más fácil y eficazmente a través de
medios como Internet, que no directamente. Los
delincuentes motivados y sus posibles víctimas pueden
ser ubicuos en un ciberespacio global y en un tiempo
inespecífico, que claramente transcienden la topografía e
instantaneidad del espacio y del tiempo reales. Lo anterior
probablemente anuncia un aumento y diversificación de la
cibercriminalidad en consonancia con el desarrollo
paulatino de las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación (Miró, 2011).
REALIDAD CRIMINOLÓGICA: La policía alerta sobre dos nuevas formas de
robo: la rueda pinchada y la mancha (El PAÍS, sábado 6 de junio de 1998, Cataluña,
p. 4)
El verano convierte el centro de las ciudades y los lugares de atracción turística en
zonas propicias para un tipo de ratero que hace su agosto al socaire de la candidez
con la que se comportan muchas personas. Se trata de delincuentes que utilizan dos
modalidades concretas para conseguir el dinero ajeno: la trampa de la mancha en el
vestido y la rueda pinchada. La Jefatura de Policía de Barcelona advierte de que estas
maneras de robar se ceban en las personas que se mueven por el centro de Barcelona
y en los turistas.
Se trata de dos delitos que no son nuevos, y solo el año pasado las estadísticas de la
policía reflejan 209 denuncias en Barcelona motivadas por estos tipos de robo.
Aunque las víctimas propiciatorias de estas acciones suelen ser extranjeros con toda
la apariencia exterior de turistas, también los nacionales caen en las trampas que les
ponen los rateros. Un experto inspector señala con socarronería: “Los nacionales
piensan que estas cosas solo pasan a los turistas en las autopistas, y el día en que un
distraído paseante, como por casualidad, les mancha con su helado y amablemente les
ayuda a limpiarse, no desconfían. Solo después, cuando descubren que les han robado
la cartera, recapacitan y descubren la treta”.
“Por tanto, cuando un amable ciudadano nos advierta de una mancha o,
directamente, nos manche y, además, pretenda limpiarnos, desconfiemos”, señala la
policía.
También hay que desconfiar cuando algún peatón nos advierte de que nuestro
coche lleva una rueda pinchada o echa humo. Es otra treta para que el conductor o
conductora para el coche y salga a comprobar el desperfecto. En ese momento
descubrirá que unas manos hábiles se apropian de los objetos de valor —el bolso en
el caso de las conductoras— depositados en los asientos. Para salir indemne de una
situación parecida, la policía aconseja, en primer lugar, no dejar ningún objeto de
valor a la vista en el interior del coche; en segundo lugar, llevar puestos los seguros
de las puertas, y en tercer lugar, no abandonar el vehículo y circular unos metros para
comprobar si la alarma es falsa.

F) La delincuencia como proceso vital


Felson (2006) profundizó posteriormente en algunas de
sus ideas teóricas sobre la ecología de la delincuencia,
especialmente en el marco de las ciudades. Según esta
perspectiva, la delincuencia es movimiento y acción, al
igual que cualesquiera otros sistemas y procesos vitales, y
presentaría una serie de características, que son comunes a
todos estos sistemas: organización, adaptación,
metabolismo, movimiento, desarrollo, reproducción, e
irritabilidad o reactividad. Veamos el sentido que atribuye
Felson a dichos procesos en la criminalidad:
• La delincuencia se organiza (en un sentido
‘naturalista’) de muy diversas maneras: primitivas y
elaboradas, informales y formales, a corto y largo
plazo, de forma individual y colectiva, etc.
• Los actores de la delincuencia (delincuentes, víctimas
y sistemas de control) efectúan adaptaciones continuas
a los cambios recíprocos y a las circunstancias de cada
momento: los delincuentes exploran nuevas
oportunidades delictivas (p. e., mediante el uso de las
nuevas tecnologías para sus delitos: pornografía
infantil, venta de drogas, hurtos mediante el acceso
ilícito a cuentas bancarias o a tarjetas de crédito, etc.),
a la vez que las eventuales víctimas y la policía
intentan reducir dichas oportunidades.
• En analogía con el metabolismo o ritmos vitales de los
seres vivos, la delincuencia también está sometida a
ciertos ritmos o ciclos periódicos: “La vida diaria de
las ciudades provee y retira [en función de sus propios
ritmos: horarios de tiendas, de comidas, días festivos,
etc.] los objetivos para el delito” (Felson, 2006, p. 6).
• Los delincuentes experimentan, asimismo, procesos de
desarrollo, en la medida en que sus evoluciones
vitales (llegar a la edad juvenil, madurar o envejecer)
condicionan la incidencia y prevalencia delictivas, que
son cambiantes en una comunidad.
• La criminalidad presenta también procesos
reproductivos o de renovación y permanencia: el
aumento de las tasas de natalidad acabará influyendo,
pasados algunos años, en las tasas de delincuencia, ya
que al haber más jóvenes en la comunidad habrá más
posibles delincuentes juveniles, pero también más
eventuales víctimas.
• La irritabilidad hace referencia, en primera instancia,
al hecho de que tanto los delincuentes como las
víctimas responden a los estímulos externos, o aquello
que los sucede, no necesariamente de un modo
mecánico y automático, sino mediante conductas
variadas que intentan adaptarse a las diversas
circunstancias estimulares. En segundo término, la
irritabilidad o reactividad de la delincuencia también
implica que cuando confluyen determinadas
condiciones, que pueden irse preparando a lo largo de
un periodo prolongado de tiempo (p. e., una mayor
disponibilidad de bienes, como pequeños
electrodomésticos, que pueden ser más fácilmente
robados; una mayor presencia —por diversas razones
sociales— de familias monoparentales, con una menor
supervisión sobre sus hijos, la apertura de un mayor
número de tiendas de productos de pequeño tamaño en
esos mismos barrios, etc.), las tasas de delincuencia
pueden experimentar una ‘explosión repentina’. Es
decir, la delincuencia ‘reacciona’ y se dispara de un
modo desorbitado ante la confluencia de una serie de
factores, de muy distinta índole, pero que, en conjunto,
acaban constituyendo potentes cadenas causales para
el incremento delictivo.
En definitiva, Felson (2006) propone que la
delincuencia real es un sistema vivo, sometido a distintos
cambios y variaciones a lo largo del día, semanas, meses
y ciclos temporales más amplios, y su análisis científico
del delito insta a prestar atención a todos esos cambios y
dinámicas. Además, la concepción de la delincuencia
como ecosistema supone estudiar los procesos e
interrelaciones entre actividades criminales y no
criminales. En sus propias palabras:
“Un ecosistema dado de delincuencia toma en consideración sus
interacciones con otros delitos y con los ambientes no delictivos que
lo envuelven. Se trata de un sistema dinámico, vivo, que permite al
delito pervivir y a veces florecer. Así, por ejemplo, el ecosistema del
robo de coches debe tomar con consideración la interrelación entre el
propietario del vehículo, el ladrón, los vendedores de coches y los
talleres de reparación; y cómo en las rutinas legales de la vida
cotidiana los coches quedan a menudo expuestos de manera
descontrolada. La ecología de la delincuencia estudia los ecosistemas
delictivos, tanto a gran escala como a pequeña” (Felson, 2006, p. 60).

Una implicación importante de lo anterior es que todos


los procesos descritos en la ecología de la criminalidad
deberían ser considerados también a la hora de prevenir la
delincuencia.

G) Evaluación empírica
Las investigaciones que se ha desarrollado sobre la
teoría de las actividades cotidianas, en general han
centrado su atención sobre los lugares donde se producen
los delitos y sobre las características y el comportamiento
de las víctimas. Una de sus conclusiones más reiteradas, a
la vez que obvia y esperable, ha sido establecer que pasar
más tiempo fuera de casa aumentaría la probabilidad de
ser víctima de un delito a manos de desconocidos, tal y
como anticipa la propia teoría.
Sherman et al. (1989) describieron la existencia en las
ciudades de lugares o espacios calientes o de alto riesgo
(hot spots) para los delitos, en los cuales acontecería el
mayor número de acciones delictivas dentro de la ciudad,
muy por encima del que se produce en otras
localizaciones adyacentes (Vozmediano y San Juan,
2010). Por ejemplo, en un estudio realizado en la ciudad
de Minneapolis se encontró que el 50% de las llamadas de
denuncia recibidas por la policía procedían de tan solo el
3% de los espacios urbanos, a la vez que los robos
violentos se concentraban en el 3,6% del conjunto la
ciudad (Sherman, Gartin y Buerger, 1989: 27-55). De
acuerdo con una investigación de Wikström sobre la
ciudad de Estocolmo (Tonry y Farrington, 1995: 429-468)
el 47% de los asaltos callejeros se producían en el 3% de
las calles del centro de la ciudad, y en el Distrito Central
de Negocios, pese a que éste ocupaba solamente el 1% del
espacio urbano, tenía lugar el 31% del total de los delitos.
Tradicionalmente, la policía ha construido sus mapas de
“puntos delictivos calientes” a partir de sus registros
históricos de hechos delictivos, a pesar de que tales
puntos a menudo no son estáticos, sino fluidos o
cambiantes. Ello aconseja, idealmente, el empleo de
técnicas estadísticas más sofisticadas (como la tabla de
contingencia de Knox o la simulación de Monte Carlo),
que permita estimar la fluidez o movilidad de tales puntos
calientes del delito y sus posibles regularidades
(Summers, 2007).
En la investigación española, Sabaté y Aragay, y más
recientemente el Institut d’Estudis Regionals i
Metropolitants de Barcelona (IERMB), en sus diversos
estudios sobre la victimización en Barcelona (véase, por
ejemplo, Sabaté y Aragay, 1995, 1997; IERMB, 2012),
han constatado que las mayores tasas de victimización
delictiva se producen en los barrios centrales de la ciudad,
en los más adinerados, y en los menos protegidos (por
ejemplo, el mayor número de delitos contra los vehículos
correspondía a barrios con menor proporción de
parkings). Conclusiones semejantes fueron obtenidas por
Stangeland y Garrido de los Santos (2004) al respecto de
la ciudad de Málaga, en sus análisis del mapa del crimen,
y por Hernando (2007) en su Atlas de la seguridad de
Madrid. Las agresiones contra la seguridad personal son
más numerosas en los distritos centrales de la ciudad, que
parecen ofrecer a los delincuentes mayor anonimato a la
vez que abundancia de víctimas potenciales (Sabaté y
Aragay, 1997; IERMB, 2012).
Diversos estudios han puesto de relieve cómo la mayor
oferta de oportunidades infractoras que se asocia a los
desarrollos económicos, tecnológicos, etcétera, habidos en
la modernidad, contribuyen a favorecer muchos delitos.
Pese a ello, tal relación no siempre es unidireccional.
Durante las últimas décadas del siglo veinte y las primeras
del veintiuno se han producido ingentes cambios y
avances sociales y tecnológicos que, según uno de los
postulados centrales de la teoría de las actividades
cotidianas, tendrían que llevar a una expansión de los
delitos. Sin embargo, en un amplio estudio de Tseloni et
al. (2010), se constató, a partir del análisis de la evolución
de diferentes categorías delictivas en 26 países de diversas
regiones del mundo, que desde mediados de los noventa
se ha producido una reducción significativa de los hurtos
en el interior de los vehículos, de robos de los propios
vehículos, de robos de casas, y de hurtos y robos a
personas.
Por lo que se refiere a la delincuencia organizada,
Kleemans y Poot (2008) analizaron en Holanda, a partir
tanto de información cuantitativa como cualitativa,
alrededor de 1.000 casos de delincuentes vinculados a
delitos organizados, hallando firme evidencia para la tesis
de que la estructura de oportunidad social, es decir la
disponibilidad de conexiones sociales susceptibles de
ofrecer a los individuos ventajas delictivas provechosas,
es clave para explicar la implicación en delincuencia
organizada.
Además de los avales empíricos con los que cuenta,
desde una perspectiva formal, la teoría de las actividades
cotidianas es una elaboración conceptual explícita y
lógica, con proposiciones claramente definidas y
coherentes entre sí. No obstante, como es lógico y sucede
a todas las teorías, tampoco en este aspecto le han faltado
críticas. Por ejemplo, Akers (1997), uno de los autores
principales de la teoría del aprendizaje social, criticó su
falta de definición del constructo “delincuentes
motivados”. ¿Qué son o quiénes son los delincuentes
motivados? ¿Todas la personas están motivadas para el
delito? O, ¿en qué momento está presente en un lugar un
delincuente motivado? ¿Qué características tiene? Para
Akers (1997) la teoría de las actividades cotidianas, más
que una teoría de la delincuencia, sería una teoría de la
victimización. La teoría asume, como premisa de partida,
que existen individuos motivados para el delito, pero no
se explica tal presunción, sino indirectamente, al
describirse algunas de las características más típicas de las
personas o lugares donde se llevan a cabo los delitos.
Además, Akers (1997) afirma que es del puro sentido
común el que la gente que menos se expone tiene menos
posibilidades de ser víctima de un delito, y no considera
que recordar esta obviedad constituya una gran aportación
teórica.

H) ¿Existe una motivación individual de cariz


situacional?
En un intento de soslayar el concepto problemático de
“delincuente motivado”, Osgood et al. (1996) generaron
una versión individual de la teoría de las actividades
cotidianas, introduciendo para ello el constructo
“motivación situacional”. Desde entonces hasta ahora, la
interpretación de la situación como motivador principal
del delito ha sido un aspecto central de las perspectivas
situacionales (Van der Laan, Blom y Kleemas, 2009). La
idea de una motivación situacional correspondió
originariamente a Briar y Piliavin (1965), quienes
adujeron que “más que considerar los actos delictivos
como resultado exclusivo de motivos a largo plazo
derivados de conflictos o frustraciones cuyos orígenes
están muy alejados de las situaciones en las que las
conductas delictivas suceden” debería aceptarse “que tales
actos son promovidos por experiencias apetecidas por
todos los jóvenes que les son inducidas por las propias
situaciones…” (p. 36; referenciado en Osgood et al.,
1996, p. 638).
Para la definición del concepto motivación situacional,
Osgood et al. (1996) tomaron en consideración algunas
perspectivas teóricas precedentes. Una es la imagen de
jóvenes a la “deriva”, de Matza, ya aludida en un capítulo
anterior, que sugiere que la conducta desviada de los
jóvenes sería el resultado de la mayor apertura que tienen
los adolescentes hacia eventuales valores y
comportamientos de riesgo e infractores, sin que ello
suponga que abiertamente rechacen los valores y estilos
de vida convencionales. También adoptaron la
interpretación de Gottfredson y Hirschi (1990), en su
teoría general de la delincuencia, de que “el motivo para
el delito es inherente o limitado a las ganancias
inmediatas que ofrece el acto en sí mismo” (p. 256;
referenciado en Osgood et al., 1996, p. 638).
Inspirándose en estas bases, Osgood et al. (1996)
reemplazaron el concepto de “delincuente motivado” de
Cohen y Felson (1979) por la noción de que “la
motivación reside en el comportamiento infractor en sí
(…): Cuanto más fácil sea la acción transgresora y cuanto
más potentes sus refuerzos simbólicos y materiales,
mayor será también la instigación hacia la desviación” (p.
639).
Un indicador de que los adolescentes y jóvenes podrían
experimentar tentaciones delictivas es el tiempo que pasan
con amigos, realizando actividades no estructuradas, en
ausencia de figuras de autoridad (Hay y Forrest, 2008;
Osgood et al., 1996). Según Osgood et al. (1996), las
actividades juveniles no estructuradas se asociarían al
incremento de las oportunidades delictivas por tres
razones: en primer lugar, porque la carencia de estructura
y de obligaciones formales sencillamente permite más
tiempo disponible para posibles actividades antisociales;
en segundo término, porque cuando se está con los
amigos, los delitos pueden ser más fáciles, debido a la
cooperación y ayuda mutua, y más reforzantes como
resultado de la aprobación recíproca (Warr, 2005); y,
finalmente, como consecuencia de que la ausencia de
personas adultas suele dejar a los jóvenes sin referente de
autoridad pro-normativa.
Para analizar su hipótesis de conexión entre motivación
situacional y tiempo pasado con los amigos en actividades
no estructuradas, Osgood et al. (1996) estudiaron una
muestra de casi 2.000 sujetos, que fueron evaluados en
diferentes momentos, entre los 18 y 26 años. Se hallaron
asociaciones consistentes entre cuatro actividades no
estructuradas (subir a un coche por diversión, visitar a los
amigos, ir a fiestas, y pasar noches fuera de casa) y cinco
conductas problemáticas (comportamiento delictivo,
abuso grave de alcohol, consumo de marihuana, consumo
de otras drogas, y conducción temeraria). Las cuatro
actividades no estructuradas, que eran las variables
predictoras, sustentaron entre el 1,2% y el 10,9% de la
variación en la conducta antisocial de los jóvenes. Sin
embargo, estas magnitudes de varianza explicada de la
actividad delictiva fueron superadas por otros predictores
como el hecho de que los jóvenes hubieran realizado
previamente otras conductas infractoras, sus actitudes
prodelictivas, y tener amigos delincuentes, variables que
no corresponderían al concepto teórico de “motivación
situacional”, sino a otras teorías de la delincuencia.

10.3.2. Situación y decisión: Teoría del patrón


delictivo
Sin descartar completamente la influencia de otros
factores, los teóricos situacionales se interesaron
principalmente por conocer cómo el entorno físico, las
actividades sociales y el comportamiento de las víctimas
aumentaban las oportunidades para el delito (Vozmediano
y San Juan, 2010). Personas dispuestas a cometer un
hurto, un homicidio o una violación, probablemente
existirán siempre. Pero lo delitos también son facilitados
o inhibidos por la mayor o menor disponibilidad de
oportunidades. De ahí que la prevención más eficaz debe
buscarse, entonces, en la reducción de dichas
oportunidades1. Es decir, de acuerdo con las perspectivas
situacionales, aunque los factores que motivan a los
individuos a cometer delitos no varíen, el número de
delitos aumentará o disminuirá, si se presentan más
blancos fáciles o menos, o si la vigilancia se debilita o se
fortalece. Así, los análisis de las actividades cotidianas de
cierta población —de cómo viven las personas, dónde
trabajan, en qué actividades de ocio participan, etc.—
resultarán decisivos para comprender el nivel delictivo
existente.
En función de todo lo anterior, las perspectivas
situacionales coinciden con la teoría clásica, incluidos
también sus desarrollos modernos, en su consideración de
que la mayoría de los delitos son decisiones racionales, en
el proceso de las cuales el delincuente podría haber
optado por hacer una cosa diferente. A pesar de todos los
condicionantes con los que pueda contar, un ladrón de
coches siempre podría buscar otros medios, distintos del
robo, para obtener el dinero que necesita para vivir. Su
diferencia es que, mientras que la teoría clásica explica las
decisiones delictivas a partir del principio de placer, el
egoísmo y búsqueda del propio beneficio, etc., las
perspectivas situacionales consideran que las
oportunidades resultarán más decisivas a la hora de
adoptar una u otra opción de comportamiento2.
Existe gran similitud entre las teorías que se han
denominado “teoría ecológica” (Park y Burgess, 1925),
“teoría del estilo de vida” (Hindelang, 1978), “teoría
situacional” (LaFree y Birkbeck, 1991), “teoría de la
oportunidad” (Gottfredson y Hirschi, 1990), “teoría de las
actividades rutinarias o cotidianas” (Cohen y Felson,
1979), “teoría de la elección racional” (Cornish y Clarke,
1979), y “teoría medioambiental” (Brantingham y
Brantingham, 1991). Estos últimos autores propusieron en
1994 una integración de teorías sobre el ambiente físico y
la motivación del delincuente, que denominaron esta vez
“teoría del patrón delictivo” (también en Brantingham y
Brantingham, 2008).
El cuadro 10.6 muestra los elementos principales que,
según la teoría del patrón delictivo, e incluyendo algunas
adaptaciones efectuadas por nosotros, conducirían al
delito.
CUADRO 10.6. Teoría del patrón delictivo
Fuente: elaboración propia.

Una primera condición necesaria para la actividad


delictiva es la presencia de un individuo suficientemente
motivado para llevarla a cabo, lo que se representa en la
parte superior de la figura.
Lo siguiente son las actividades cotidianas del
delincuente potencial. Su vida diaria podría ofrecerle
oportunidades para los delitos, y tal vez le muestre y
enseñe modos de llevarlos a cabo. Un delincuente que
viva en determinado barrio céntrico de una gran ciudad
llegará a conocer bien unas cuantas zonas, en las que
habitualmente transcurre su vida. Podrá saber qué
posibilidades existen de cometer un robo en esas mismas
áreas, que le resultan familiares, mientras que constituirán
territorios desconocidos para él las zonas residenciales
periféricas, más distantes de su domicilio, lo que hará más
improbable que robe en ellas, a pesar de que puedan
constituir blancos teóricamente más lucrativos.
La tercera condición para el delito sería algún suceso
desencadenante; por ejemplo, escuchar una conversación
sobre alguien que se ha marchado de vacaciones, u
observar una casa que destaca entre las demás por su
aspecto o colorido, y que, asimismo, parece tener una
ventana abierta (Bennett y Wright, 1984; Cromwell,
Olson y Avary, 1991).
El método para la búsqueda de un blanco u objeto del
delito vendría determinado por el previo esquema o
“guión”, que se forma el delincuente en su mente, como
resultado de la experiencia acumulada con anterioridad
acerca de situaciones semejantes.
Nuestra aportación al modelo de Brantingham y
Brantingham se encuentra en la parte inferior del gráfico.
Se ha introducido el elemento obstáculos, o dificultades
que pueden aparecer en el desarrollo de la acción delictiva
y condicionar su curso posterior. Los obstáculos pueden
dimanar de medidas de protección física, como por
ejemplo la existencia de una persiana metálica en el
escaparate de una tienda, o bien ser de índole social,
como la presencia de vecinos observando la calle desde
una ventana.
En algunos casos estos impedimentos pueden ser
suficientes para hacer que el delincuente abandone su plan
delictivo, al menos temporalmente. Sin embargo, la
experiencia negativa de una serie de intentos fracasados
de delito, puede hacer también que el delincuente cambie
su guión inicial y adopte un plan de comportamiento
diferente. Es decir, los obstáculos podrían conducir o bien
a la prevención del delito, cuando el intento delictivo es
definitivamente abandonado, o bien al desplazamiento del
delito hacia un blanco más fácil, o hacia un delito distinto.
Algunas investigaciones han confirmado la proximidad,
propuesta por la teoría del patrón delictivo, entre lugares
de residencia de los delincuentes y espacios de comisión
de sus delitos. Bernasco y Kooistra (2010) obtuvieron, en
un estudio realizado en Holanda con una muestra de 352
sujetos con antecedentes de robos en comercios, una
asociación estadísticamente significativa entre su propia
historia residencial (esto es, los domicilios en los que
habían vivido sucesivamente) y los lugares de comisión
de sus delitos. Bernasco (2010) halló un resultado
parecido, en cuanto a la elección por los delincuentes de
lugares próximos a su residencia actual o pasada, también
para el caso de los delitos de robo con violencia, robos en
vivencias y hurtos en el interior de los vehículos.

10.3.3. ¿Prevención o desplazamiento del delito?


Un problema de la teoría del patrón delictivo que se
acaba de presentar, que comparte con la mayoría de las
perspectivas sobre oportunidad, factores situacionales,
estilo de vida y actividades cotidianas, es que no se
enfrenta directamente al problema del desplazamiento del
delito, limitándose a explicar por qué en ciertos lugares se
escogen algunos blancos delictivos y se desatienden otros.
Sin embargo, la cuestión del desplazamiento de la
delincuencia es vital para la prevención de los delitos: las
medidas de prevención, ¿disuaden de cometer delitos o
simplemente los desplazan de un lugar a otro? Si en un
barrio se le presentaran a un delincuente más obstáculos
para cometer sus delitos, ¿desistiría de llevarlos a cabo o
los intentaría en otros lugares, o bien se plantearía otras
metas delictivas? ¿Son la mayoría de los delitos realmente
evitables, a partir de aumentar la vigilancia o de reducir el
atractivo de los posibles objetivos? (En el capítulo 24
volveremos sobre este punto).
En absoluto pueden afirmarse que todos los delincuentes
estén predestinados a cometer cierto número de delitos al
año y que, si encuentran obstáculos para ello,
automáticamente buscarán otros “blancos” criminales.
Pero tampoco es posible sostener radicalmente lo
contrario, que los obstáculos y medidas de seguridad y
vigilancia serán completamente eficaces en la prevención
de los delitos. Lo más probable sería que la relación
prevención/desplazamiento del delito, se situara en algún
punto intermedio entre estos dos extremos: los obstáculos
e impedimentos logran evitar definitivamente algunos
delitos, aunque en otros casos los delitos obstaculizados
se desplazan a otros lugares.
Un hallazgo importante que se obtiene de las encuestas
a víctimas es que la mayoría de los intentos de comisión
de delitos resultan frustrados. De todos los conatos de
homicidios, violaciones, robos en viviendas, robos con
violencia, y hurtos diversos, en la mayoría de las
ocasiones los delincuentes se ven obligados a abandonar
el lugar del delito sin haber podido consumarlo de manera
completa (Block, 1989; Hindelang, 1978; Van Dijk,
1994). Tales tentativas frustradas rara vez son
comunicadas a la policía, e incluso son ignoradas en los
estudios de víctimas, puesto que con frecuencia las
propias víctimas los olvidan en seguida, al no haber
sufrido daños o pérdidas graves.
De cualquier modo, el análisis de los intentos frustrados
de delito podría ofrecer información crucial para la
prevención delictiva, si pudiera conocerse con precisión
en qué casos el delincuente desistió del delito que
pretendía y en cuáles resolvió buscar un objetivo
alternativo. Podría ser que los obstáculos que encontró en
su camino hubieran evitado realmente el delito. Sin
embargo, siempre cabe sospechar que el delincuente
simplemente se haya desplazado a otro sitio, o que haya
cambiado de estrategias delictiva. Este fue el caso cuando
en Alemania, a principio de la década de los ochenta, las
sucursales bancarias comenzaron a instalar cristales
blindados y otras medidas técnicas de seguridad, y a
continuación se produjo un aumento de los atracos a
oficinas de correos y vehículos de transporte de dinero
(Rengier, 1985). Sin embargo, los proyectos de
prevención delictiva que, a la vez, han estudiado el
posible desplazamiento del delito, suelen llegar a la
conclusión de que solo alrededor de la mitad de los delitos
se desplaza a otros lugares y objetivos, mientras que la
otra mitad es realmente evitada (Hesseling, 1995).
Van Dijk (1994) formuló un sugerente modelo teórico
que interpreta los sucesos delictivos como interacciones
entre la “demanda” de bienes ilícitos, que encarnarían los
delincuentes, y la “oferta” de oportunidades delictivas,
que representarían las víctimas, como suministradoras
involuntarias de posibilidades para los delitos. La “oferta”
de oportunidades dependería, a gran escala, tanto del
volumen de mercancías y bienes que son exhibidos como
de los niveles de vigilancia existentes, informales y
formales.
La interacción entre ambos factores, “demanda” y
“oferta” delictiva, presentaría cierta elasticidad, según
tipos de delito y marcos culturales. Incrementos de la
demanda, como resultado de una mayor pobreza,
desigualdad o falta de opciones de subsistencia lícitas,
podrían conducir a un incremento de los delitos. Sin
embargo, conscientes de este incremento delictivo, los
“suministradores”, o víctimas potenciales, tenderían a
intensificar la protección de sus bienes y obstaculizar en
mayor medida los delitos, lo que, en consecuencia,
tendería a reducir el beneficio neto obtenido por los
delincuentes en cada transacción delictiva. Ello podría
revertir, a su vez, en un aumento de la propia demanda
delictiva, que compensara los menores beneficios netos
ahora logrados, mediante una intensificación de las
actividades ilícitas. De esta forma, el volumen total de
delincuencia tendería a mantenerse más o menos
constante a partir del reequilibrio dinámico entre la oferta
y la demanda.
De forma paralela, también las oleadas, o variaciones
bruscas de la delincuencia, podrían tener su origen bien en
aumentos de la oferta o bien en incrementos de la
demanda. Por ejemplo, una sociedad con muchos equipos
electrónicos ligeros, como es el caso actualmente del
conjunto de las sociedades industrializadas, presentará
más “ofertas” delictivas para el hurto y el robo. El
televisor familiar de décadas atrás tenía un peso
considerable, y, por ello, era más difícil de usurpar y
transportar. Tampoco existían, hace años, equipos de CD
y ordenadores portátiles, móviles, etc., cuya presencia
creciente y ubicua en la actualidad estaría claramente
asociada al incremento de su sustracción. Sin embargo,
también habría oleadas de delincuencia causadas por
aumentos de la demanda, cuando, por ejemplo, acontecen
largas épocas de desempleo crónico, o se disparan las
diferencias económicas entre clases sociales.

10.3.4. Teoría de las ventanas rotas


La “teoría de las ventanas rotas” intentó explicar el
círculo vicioso que parece producirse en las grandes
ciudades entre, por un lado, la existencia de un control
informal debilitado (algo ya señalado por la Escuela de
Chicago, según se comentó), y, por otro, una delincuencia
en aumento, tal y como se ilustra el cuadro 10.7:
CUADRO 10.7. Teoría de las ventanas rotas
Fuente: elaboración propia a partir de Kelling y Coles, 1996.

Para los autores de esta teoría (Wilson y Kelling, 1982;


Skogan, 1990; Kelling y Coles, 1996), en aquellos barrios
en que existe un miedo excesivo al delito se instauraría en
los ciudadanos una ansiedad generalizada, que traería
consigo un decaimiento del control informal, en la medida
en que muchas personas, amedrentadas por los tirones,
robos, agresiones, venta y consumo de drogas, presencia
de prostitutas en la calle, etc., comienzan a evitar la calle
y los espacios comunes, como plazas, parques públicos y
zonas de recreo. Esta inhibición ciudadana general, con
unas calles y espacios comunes vacíos y a merced de los
delincuentes, alentaría paulatinamente la expansión de
todas aquellas formas de delincuencia callejera que
precisamente se pretendían evitar. Los comportamientos
marginales e ilícitos interaccionarían entre ellos y se
estimularían recíprocamente. Actividades como la
prostitución o el menudeo de drogas facilitarían actos de
pillería, timo o robo, al aparecer en escena, como posibles
víctimas, personas que como los toxicómanos, las
prostitutas, o sus clientes, pueden llevar encima, y con
escaso control, jugosas sumas de dinero.
Según Sousa y Kelling (2006; Wagers, Sousa y Kelling,
2008) las ocho ideas centrales de la teoría de la ventanas
rotas serían las siguientes:
1. Desorden y miedo al delito están estrechamente
relacionados.
2. La policía (con sus actuaciones y prácticas) suele
“negociar” las reglas que rigen el funcionamiento de la
calle, “negociación” en la que también estarían
implicadas las “personas asiduas de la calle”
(ciudadanos corrientes, mendigos, prostitutas,
vendedores de drogas…).
3. Barrios distintos se rigen por reglas de la calle
diferentes.
4. Un desorden urbano desatendido e irresuelto suele
llevar a la ruptura de los controles comunitarios.
5. Las áreas en que se quiebran los controles
comunitarios son más vulnerables a ser invadidas por
actividades delictivas y por delincuentes.
6. La esencia del rol policial para mantener el orden
debe orientarse a reforzar los mecanismos
comunitarios de control informal.
7. Los problemas en una calle, barrio, etc., no suelen ser
tanto el resultado de personas problemáticas
individuales cuanto del hecho de que se congreguen en
un lugar múltiples individuos problemáticos.
8. Diferentes barrios cuentan con capacidades distintas
para manejar el desorden.
De esta teoría, que vincula entre sí comportamientos
como prostitución, venta y consumo de drogas, y diversos
delitos contra la propiedad, se pueden deducir
recomendaciones para la política criminal preventiva
opuestas a las de la criminología crítica y las teorías del
derecho penal minimalista, que se presentaron en el
capítulo precedente. Estas últimas perspectivas
recomiendan restringir el ámbito del derecho penal,
reservándolo exclusivamente para aquellos
comportamientos que atenten contra bienes jurídicos
importantes, como la protección de la vida y la integridad
de las personas, o los delitos graves contra la propiedad,
y, paralelamente, descriminalizar o despreocuparse de
problemas menos importantes, como los relacionados con
la venta callejera, la droga, la pornografía o la
prostitución. Por el contrario, desde la teoría de las
“ventanas rotas” se derivarían políticas preventivas
concentradas precisamente en el control de actividades
marginales o de pequeña delincuencia como las
anteriores, antes de que se conviertan en caldo de cultivo
de delitos más graves. El descenso considerable de la
delincuencia que se produjo en las grandes ciudades
americanas durante los años noventa se atribuyó, al
menos parcialmente, a políticas de esta naturaleza
(Garland, 2005; Kelling y Coles, 1996).
Un ejemplo español de este tipo de actuación preventiva
es la que desarrolló en los años noventa el Ayuntamiento
de Marbella, y también fueron aplicadas en otras ciudades
españolas, introduciendo notables mejoras físicas y
estéticas en el casco urbano, especialmente en las zonas
más deterioradas del centro de la ciudad, y estableciendo
una vigilancia policial más estricta de las actividades de
mendicidad, venta de droga, y prostitución en la calle.
Estas actuaciones pudieron contribuir a reducir el miedo
de los ciudadanos al delito y aumentar su satisfacción con
la policía. Al igual que parece que sucedió en diversas
ciudades norteamericanas donde se aplicaron las tesis de
la teoría de las ventanas rotas, también en Marbella se
produjo una disminución considerable de la delincuencia
común (Stangeland et al., 1998). Sin embargo, en este y
otros casos semejantes, sería bastante discutible si algunos
de los remedios aplicados, como hostigar y perseguir la
venta callejera, particularmente la ejercida como medio de
subsistencia por muchos inmigrantes ilegales, el acoso
municipal a las prostitutas y su clientela, y la persecución
y sanción de las muchas, y a menudo inverosímiles,
conductas incívicas sancionadas por las ordenanzas
municipales de cada lugar, constituyen en sí soluciones a
los problemas delictivos o, por el contrario, son
productores iatrogénicos de nuevas infracciones y
quebrantos de la convivencia (Redondo, 2009).
Un último comentario acerca del fondo de la secuencia
causal, que presupone la teoría de la ventanas rotas, entre
deterioro del espacio urbano, incremento de las
actividades ilícitas y marginales, aumento del miedo al
delito, decaimiento del control informal y, a la postre,
explosión de la criminalidad a mayor escala. En dicho
esquema se postula una línea de relación directa entre una
mayor delincuencia real y un miedo al delito
incrementado. Sin embargo, probablemente la conexión
entre delincuencia y miedo al delito no sea tan lineal y
sencilla como podría inicialmente pensarse. A este
respecto, Vozmediano y San Juan (2006a; 2006b)
evaluaron, en tres barrios de la ciudad de San Sebastián
representativos de tres diferentes niveles socio-
económicos (alto, medio y bajo), la posible relación entre
la distribución real de la delincuencia y la percepción
ciudadana de miedo al delito. Para ello se entrevistó, en
conjunto, a 504 sujetos, correspondientes en proporciones
semejantes a varones y mujeres, y a los tres
barrios/niveles económicos analizados. Mediante la
tecnología SIG (Sistemas de Información Geográfica) se
generaron mapas urbanos tanto de los delitos reales
acontecidos en los diversos barrios (según los registros
judiciales y la distribución geográfica de las víctimas)
como de la percepción de inseguridad por parte de sus
residentes. También se analizaron diversas variables
personales (sexo, edad…), psicosociales (dinámica y
cohesión vecinales, satisfacción residencial, apego al
barrio…), y ambientales (estructura del espacio urbano,
degradación física, etc.).
Vozmediano y San Juan (2006) encontraron, en
consonancia con múltiples investigaciones anteriores, que
las zonas céntricas de la ciudad (en que se ubicaban
barrios de niveles socio-económicos medio y alto)
aglutinaban la mayor densidad delictiva, pese a lo cual sus
residentes no mostraron un miedo al delito elevado. En
cambio, el mayor grado de miedo al delito se produjo en
la zona que se evaluó como de nivel socio-económico
bajo, a pesar de existir en ella una menor tasa de delitos.
Es decir, quienes manifestaban haber sufrido, en
promedio, menor victimización, mostraron, pese a todo,
mayor miedo delictivo.
En realidad, el mayor temor al delito manifestado por
los residentes del barrio de nivel socio-económico bajo se
asoció significativamente, no al nivel real de delitos que
habían experimentado, sino a variables psico-socio-
ambientales como menor satisfacción con los vecinos,
mayor precepción del barrio como inseguro, y menor
contento con las actuaciones judiciales y con la política
del ayuntamiento.
En conclusión, según los autores de este estudio, a
menudo se produce, en expresión de Fattah (1993), la
paradoja del miedo al delito, o falta de correspondencia
entre la realidad de la delincuencia y la subjetividad del
temor percibido que suscita, cuya explicación suele
requerir la consideración de factores variados:
“La influencia de las características de los espacios dibujaría en
cada contexto urbano estudiado un patrón de miedo al delito propio,
coincidente, en unos casos con el delito objetivo, pero en otros no.
Otro elemento que puede influir en la disparidad de resultado al
respecto es el desplazamiento del fenómeno delictivo en la ciudad.
Desde una perspectiva espacio-temporal, una zona que ha soportado
altos índices de delito en el pasado podría mantener un mayor nivel de
miedo al delito aun cuando el delito haya ‘migrado’ a otra zona de la
ciudad como consecuencia, por ejemplo, de la intensificación puntual
de la actividad policial. La percepción de ese espacio como peligroso
podría perdurar más allá de la persistencia de elementos objetivos, una
vez que se ha incorporado a la dinámica de la vida cotidiana en un
vecindario concreto. Por otro lado, las variables psico-socio-
ambientales incluidas en el estudio sugieren que la percepción del
espacio físico por los vecinos, así como las creencias compartidas
sobre la efectividad de la justicia y el papel del ayuntamiento en
garantizar la seguridad, podrían estar jugando un papel en la génesis y
mantenimiento del miedo al delito” (Vozmediano y San Juan, 2006a,
pp. 3-4).

10.3.5. Actualidad y futuro de la Criminología


ambiental
Grupo de investigación sobre Delincuencia, Marginalidad y Relaciones
Sociales, de la Universidad del País Vasco (vinculado al Instituto Vasco de
Criminología). De izquierda a derecha: Juan Aldaz, Doctor en Sociología;
Nerea Martín, Doctoranda; Laura Vozmediano, Doctora en Psicología;
Estefanía Ocáriz, Doctora en Psicología; Anabel Vergara, Profesora titular de
Dep. de Psicología Social y Metodología; Natalia Alonso, Doctoranda; y
César San Juan, Profesor titular del Dep. de Psicología Social y Metodología.
Sus líneas de investigación son: Justicia juvenil (delincuencia de menores y
evaluación de medidas educativas); inteligencia emocional y conducta anti-
social; Criminología ambiental (espacios seguros y amigables); etiología
multinivel de la agresión sexual; victimización y miedo al delito en contextos
digitales.

En este epígrafe se han recogido los principales


planteamientos de la Criminología ambiental para la
explicación del delito y algunas de sus posibles
aplicaciones preventivas. Como síntesis de estas
perspectivas, se resumen a continuación los diez
principios de las teorías de la oportunidad, que sugirieron
Felson y Clarke (1998; según la síntesis de Vozmediano y
San Juan, 2010):
1. La oportunidad juega un papel decisivo en la
comisión de cualquier delito, tanto de los delitos
económicos (donde resulta más evidente), como en
cualesquiera otros.
2. Las oportunidades son específicas para cada delito
(hurto de carteras, robo en un banco, agresión sexual,
etc.), lo que debe ser atendido para el diseño de las
correspondientes estrategias preventivas.
3. Las oportunidades delictivas tienden a concentrarse
en lugares y tiempos concretos (calles, plazas,
barrios; mañanas, tardes, noches, fines de semana).
4. Existe una estrecha correspondencia entre los
patrones de actividad de la vida diaria
(desplazamientos, aglomeraciones de gente, etc.) y las
oportunidades delictivas.
5. Un delito específico puede promover las
oportunidades para otros delitos. Por ejemplo, los
robos en viviendas, coches, tiendas, etc., favorecen la
compraventa de objetos robados, el hurto mediante
tarjetas de crédito sustraídas, etc.
6. Algunos objetos (dependiendo de su valor, inercia o
transportabilidad, visibilidad y accesibilidad)
constituyen oportunidades más atractivas para los
delitos que otros.
7. Los cambios sociales y tecnológicos (p. e., el
desarrollo de móviles u ordenadores ligeros, acceso
masivo a Internet, etc.) generan nuevas oportunidades
para los delitos.
8. Los delitos pueden prevenirse a partir de reducir las
oportunidades delictivas.
9. Reducir las oportunidades puede prevenir el delito de
modo efectivo, sin que necesariamente tenga por qué
producirse el desplazamiento de los delitos a otros
lugares alternativos.
10. Disminuir las oportunidades delictivas para franjas
horarias y lugares concretos puede producir efectos
de generalización preventiva a otros momentos y
contextos próximos, inicialmente no incluidos en las
estrategias de prevención situacional.
De los anteriores principios, relativamente probados en
la investigación, se derivan diversas implicaciones para el
desarrollo científico y aplicado de la Criminología
ambiental, entre las que pueden mencionarse las
siguientes (Vozmediano y San Juan, 2010): la creación de
nuevas técnicas de mapeo de los delitos y de geografía
delictiva (de barrios, ciudades, países, etc.), para su
análisis en relación con diversas variables poblacionales,
económicas, etc. (Anselin, Griffiths, y Tita, 2008; Rossmo
y Rombouts, 2008); la representación de las actividades y
eventos delictivos a partir de simulaciones por ordenador
y mediante modelos matemáticos; la paulatina
especificación de los análisis y las medidas preventivas,
de índole situacional, para tipologías delictivas concretas
(hurtos de bolsos, robos en casas, abuso sexual, etc.); el
desarrollo de la prevención criminal a través del diseño
ambiental (Cozens, 2008); la creación de productos contra
los delitos (Ekblom, 2008); y el análisis y la prevención
de los procesos de revictimización delictiva (Farrel y
Pease, 2008).
PRINCIPIOS CRIMINOLÓGICOS Y POLÍTICA CRIMINAL
1. Las teorías del delito como elección racional y las teorías de la oportunidad se
conectan entre sí a partir de que ambas realzan, a la hora de explicar el
comportamiento delictivo, tanto los procesos de decisión sobre costes y beneficios
de una conducta como la relevancia criminogénica de las oportunidades
infractoras.
2. Según el principio de utilidad esperada, el comportamiento humano, incluido el
delictivo, depende de las expectativas que tienen los individuos sobre los
beneficios y costes (tanto materiales como psicológicos) que pueden obtener por
diferentes conductas: “Cuanto mayor sea la razón de las recompensas (materiales
y no materiales) de la no-delincuencia y las recompensas (materiales y no
materiales) del delito, menor será la tendencia a cometer delitos” (Wilson y
Herrnstein, 1985: 61).
3. Según la teoría de la elección racional, en el momento de decidir si se realiza o no
una conducta delictiva, resultarán críticas las valoraciones que el individuo efectúe
de los siguientes aspectos: 1) de las ganancias y pérdidas esperables por ella, 2) de
la inmediatez/demora de tales ganancias o pérdidas, y 3) de su certeza o incerteza.
4. Las implicaciones más relevantes de lo anterior para la política criminal son las dos
siguientes: 1) la reducción de la demora y de la incerteza de las recompensas que
se asocian al comportamiento no delictivo, aumentarán la probabilidad de dicho
comportamiento y, en consecuencia, reducirán la probabilidad de delito; 2) el
mero incremento de la dureza de los castigos asociados al delito, sin asegurar su
inmediatez y certeza (que son los elementos que en mayor grado se vinculan a la
disuasión punitiva), no garantiza la reducción de la tendencia individual a cometer
delitos.
5. Contrariamente a lo que suele esperarse desde una perspectiva puramente
disuasoria, la probabilidad de reincidencia de un individuo es directamente
proporcional al número de ingresos y tiempo pasado en prisión, a la mayor
penosidad o dureza de su encarcelamiento, y a la finalización de su condena en
regímenes más duros o estrictos, como el régimen cerrado.
6. El control y la disuasión informal (por el temor a pérdidas sociales en relación con
la familia, el trabajo, los amigos, etc.), y el propio desarrollo moral de los
individuos (a partir de creencias y actitudes prosociales y contrarias al delito),
tendrán, en muchos casos, un mayor poder disuasorio de la delincuencia que las
meras sanciones penales.
7. Según la teoría de la actividades cotidianas, la delincuencia aumenta cuando
convergen en el espacio-tiempo tres elementos: 1) delincuentes motivados (y
entrenados) para el delito, 2) objetivos o víctimas propicios (visibles,
descuidados…), y 3) ausencia de protectores eficaces (propietarios, familiares,
vecinos, vigilantes, policías…).
8. La ausencia de uno solo de los elementos anteriores es suficiente para prevenir la
comisión de un delito. Sin embargo, ya que es muy difícil evitar que haya
personas motivadas para el delito y que puedan existir víctimas u objetivos
atractivos, la clave de la prevención estará más bien en el aumento y mejora de la
protección de posibles víctimas y propiedades.
9. Los delincuentes, las víctimas y objetivos delictivos, y los cuidadores o
protectores, interaccionan de forma dinámica y permanente en los mismos
contextos sociales, conformando “ecosistemas” delictivos. En dichos ecosistemas,
las actividades ilícitas (hurtos de vehículos, robos en casas, estafas por Internet,
lesiones, agresiones sexuales, etc.) se nutren y condicionan a partir de las
actividades cotidianas lícitas que existen en la sociedad (comercio de coches,
existencia de casas inseguras, transacciones económicas por Internet, personas que
pasean, viajan solas, etc.).

10. Como ecosistema social, a la delincuencia pueden serle atribuidas también las
características generales de todo sistema vivo: 1) la delincuencia se organiza de
diversas formas (primitivas/elaboradas, individuales/colectivas…); 2) efectúa
adaptaciones continuas a los cambios y circunstancias del momento; 3) cuenta con
metabolismo, o ritmos y ciclos periódicos (p. e., en función de los horarios de la
actividad comercial); 4) experimenta desarrollos y evoluciones vitales (inicio de
los jóvenes en el delito, consolidación de su actividad criminal, desistimiento
delictivo); 5) procesos de reproducción y renovación (incorporación, a un
ecosistema criminal, de nuevos delincuentes o de nuevas víctimas); y 6) la
delincuencia reacciona y se reajusta frente a los cambios que se producen en el
contexto circundante.
11. Se comprueba que la mayor oferta y diversificación de las oportunidades
infractoras, que suele asociarse al desarrollo económico y social, contribuye
relativamente a favorecer nuevos delitos.
12. Frente al concepto de delincuente motivado, se ha considerado también que puede
existir una motivación situacional para el delito: cuanto más fácil sea la acción
transgresora y más potentes sus refuerzos, mayor será la instigación hacia el
comportamiento infractor.
13. Un indicador frecuente de que los adolescentes y jóvenes podrían experimentar
tentaciones delictivas es el tiempo que pasan, junto a sus amigos, en actividades
no estructuradas, en ausencia de figuras de autoridad (generalmente, personas
adultas).
14. Según la teoría del patrón delictivo, la mayor probabilidad de delito se producirá
en aquellos lugares en que confluyan las rutas cotidianas de posibles delincuentes
motivados (en sus desplazamientos habituales por la ciudad) con la presencia de
oportunidades delictivas (turistas, comercios, casas, coches…).
15. Como resultado de la prevención situacional de los delitos (a partir del aumento
de los obstáculos, del control informal y de la vigilancia) una parte de los delitos
se previene definitivamente mientras que otros se desplazan a otros lugares más
favorables.
16. Según la teoría de la ventanas rotas, para prevenir que en un lugar aflore y se
consolide una delincuencia más frecuente y grave, como resultado del abandono
de la calle por parte de los ciudadanos y del consiguiente decaimiento del control
social informal, debe empezarse por controlar y evitar en ese mismo lugar las
diversas actividades marginales y de pequeña delincuencia tales como la venta
callejera, el menudeo de drogas, la prostitución, etc.

CUESTIONES DE ESTUDIO
1. ¿En qué se parecen y en qué se diferencian las teorías de la elección racional y las
de la oportunidad delictiva? ¿Se parecen más que se diferencian? ¿Tiene sentido
aunarlas en un solo capítulo o sería mejor analizarlas de modo separado?
2. ¿Puedes definir los conceptos de disuasión, prevención especial y prevención
general? ¿E inocuización? ¿Cuáles son los mecanismos principales a partir de los
que podrían operar la prevención especial y la general?
3. ¿Hay una sola o varias teorías de la disuasión? Razona tu respuesta.
4. ¿Qué significa valor o utilidad de la conducta? ¿Y recompensas y castigos? ¿De
qué factores dependen?
5. ¿Han confirmado las investigaciones la disuasión delictiva? ¿En qué supuestos?
¿Funciona la prevención especial disuasoria? ¿Y la prevención general? ¿Qué
tiene mayor efecto disuasorio, la dureza o la certeza de las penas? ¿Puedes
mencionar algunos estudios al respecto de estas diversas cuestiones? De acuerdo
con lo explicado en el capítulo 2 (Método e investigación criminológica), qué
metodologías han seguido los estudios sobre disuasión.
6. ¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza realizar una acción ilegal (obviamente,
no tiene por qué ser un homicidio)? ¿Cuáles fueron las razones para desistir de
llevarla a cabo?
7. Individualmente o en grupos, y repasando previamente el capítulo 2, preparar un
proyecto esquemático de investigación para analizar el posible efecto disuasorio
de la legislación contra las drogas, o al respecto de cualquier otra categoría de
delitos.
8. Define los conceptos de “territorialidad”, “vigilancia natural” e “imagen y
entorno”, de la teoría del espacio defendible.

9. ¿A partir de qué conceptos principales explica la teoría de las actividades


cotidianas la delincuencia? Aplica dichos conceptos a diversos tipos de delitos (p.
e., hurtos, robos en casas, lesiones, violencia de género, etc.), y reflexiona acerca
de su adecuación y capacidad explicativa ¿Qué indicaciones para la prevención se
derivarían, en cada delito analizado, del triángulo de la delincuencia y el control?
10. ¿A qué se refiere el concepto de “ecosistema delictivo”? ¿Qué significa que la
delincuencia es un proceso vital?
11. Individualmente o en grupos, los alumnos pueden ir a distintos lugares de la
ciudad y efectuar un observación sistemática sobre posibles oportunidades para el
delito en cada uno de ellos, presentándolo posteriormente al conjunto de la clase.
12. Según los resultados de investigación revisados en este capítulo, ¿puede afirmarse
que exista una motivación situacional para el delito? Razona tu respuesta.
13. ¿En qué consiste la teoría del “patrón delictivo”? ¿Cuáles son sus elementos más
importantes? ¿Y la teoría de las ventanas rotas?
14. La prevención situacional, ¿previene o desplaza la delincuencia? ¿Cómo pueden
interaccionar la demanda y la oferta delictivas?

1 El diseño físico de una tienda puede influir en el número de hurtos que se


cometen en ella (Farrington, 1992c). La mayor disponibilidad de armas de
fuego tiene mucho que ver con el número de homicidios que se producen
en un país (Killias, 1993; Lester, 1993). Al mismo tiempo que, bajo la
influencia de diversas contingencias situacionales (vecinos que observan,
personas que pasean por un parque, vehículos que se detienen en una
calle, etc.), solo una pequeña parte de los intentos de violación en lugares
públicos suele llegar a consumarse (Block, 1989).
2 La elección racional no implica que necesariamente los delitos sean
premeditados (Cornish y Clarke, 1989). En realidad muchos delitos
acontecen de manera rápida, fortuita, con una mínima preparación y con
un resultado poco fructífero, en términos coste-beneficio, para el
delincuente (Gottfredson y Hirschi, 1990). Sin embargo, el delincuente
suele ser en general consciente de lo que está haciendo, y acostumbra a
pensar en alternativas. Comete un delito porque, en un determinado
momento, y según su propia percepción, esta conducta constituye la
“mejor” solución a su problema (ya sea económico o personal).

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