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Según el relato de Lucas, es el mensaje del ángel a los pastores el que nos
ofrece las claves para leer desde la fe el misterio que se encierra en un niño
nacido en extrañas circunstancias en las afueras de Belén.
Es de noche. Una claridad desconocida ilumina las tinieblas que cubren Belén.
La luz no desciende sobre el lugar donde se encuentra el niño, sino que
envuelve a los pastores que escuchan el mensaje. El niño queda oculto en la
oscuridad, en un lugar desconocido. Es necesario hacer un esfuerzo para
descubrirlo.
Estas son las primeras palabras que hemos de escuchar: «No temáis. Os
anuncio una gran alegría, que será para todo el pueblo». Es algo muy grande
lo que ha sucedido. Todos tenemos motivo para alegrarnos. Ese niño no es de
María y José. Nos ha nacido a todos. No es solo de unos privilegiados. Es para
toda la gente.
¿Dónde está este niño? ¿Cómo lo podemos reconocer? Así dice el mensajero:
«Esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado
en un pesebre». El niño ha nacido como un excluido. Sus padres no le han
podido encontrar un lugar acogedor. Su madre le ha dado a luz sin ayuda de
nadie. Ella misma se ha valido como ha podido para envolverlo en pañales y
acostarlo en un pesebre.
Aquí hay una lección esencial extraída de la historia del nacimiento de Jesús:
¡Dios siempre cumple su palabra! Él prometió el nacimiento de su Hijo, y eso
ocurrió en el día determinado. Hermanos, Dios es confiable, cumple lo que
promete.
“No faltó palabra de todas las buenas promesas que el Señor había hecho a la
casa de Israel; todo se cumplió” (Josué 21,45). ¡Qué espectacular! Tenemos
todas las razones del mundo para creer que el Señor cumple lo que promete.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito,
para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.
Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo sea salvo por Él” (Juan 3,16-17).
Quien imaginaría que, para salvar al ser humano, Dios estaría dispuesto a
encarnar a su único Hijo, a fin de que viviera entre nosotros, como uno de
nosotros. Pues Dios hizo eso, uniéndose a la humanidad por lazos que jamás
se romperán. El Señor podría tratar a la humanidad con la misma indiferencia
con la que Él suele ser tratado. Pero, Él actuó de forma diferente:
“El Señor se manifestó a mí hace ya mucho tiempo, diciendo: ‘Con amor eterno
te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia’” (Jeremías 31,3).
“Mas tú, Señor, Dios misericordioso y clemente, lento para la ira, y grande en
misericordia y verdad” (Salmo 86,15).