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Citas Bíblicas

Jn 3,16-19
Esta es una sorprendente declaración para este evangelio, que “generalmente opera con
una perspectiva negativa del mundo, no porque el mundo sea inherentemente malo, sino
porque el mundo rechaza a Jesús” (Brueggemann, 228). ¿Cómo puede Dios amar al
mundo? Lutero decía “Si fuera como nuestro Señor Dios, y estos viles pueblos fueran tan
desobedientes como lo son ahora, yo haría pedazos el mundo” (citado por Gossip, 510).
¡El milagro es que Dios no lo hace! Dios da a su hijo “para que todo aquel que en él cree,
no se pierda, mas tenga vida eterna” (v. 16). Lutero llama a este versículo “el evangelio en
miniatura”. El motivo de Dios fue el amor, y el objetivo de Dios es la salvación. Sin
embargo, Dios no provee la salvación, sino una oportunidad para el mundo. Quienes
realmente reciben vida eterna son quienes creen en el Hijo.
Las palabras en este versículo se parecen mucho a las de la historia de Abraham, a quien
Dios le mandó “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, y vete a tierra de
Moriah, y ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te diré” (Génesis
22:2). Abraham se preparó para obedecer este mandato, pero se le detuvo de hacerlo por
un ángel de Dios. Dios, sin embargo, no se detiene a sí mismo de lo que se detuvo a
Abraham. Fue con la encarnación que Dios comenzó a dar a su hijo, pero también
requería la cruz.
La respuesta de Dios no es una “débil indulgencia, sino un divino sacrificio” (Gossip, 510).
Hubiera sido menos costoso para Dios ignorar los pecados del mundo y permitir que la
gente viviera en tinieblas, pero eso reflejaría, no el amor, sino la apatía. Los padres
terrenos proveen una analogía. Es mucho más costoso en tiempo y energía para un padre
o madre supervisar a uno de sus hijas o hijos, que dejar que hagan lo que quieran.
Algunos padres lo ven de manera diferente, prefieren no restringir a su hijo o hija, pero
eso que parece ser un don de libertad, en realidad pone en riesgo su bienestar. No es una
política de “no meter las manos” lo que demuestra el amor, sino la voluntad de hacer que
los sacrificios de quienes los atienden sean para la seguridad del hijo o hija. Dios hace
ese sacrificio al enviar al Hijo para salvar al mundo.
“…más tenga vida eterna”. La palabra “tener”, está en tiempo presente, sugiriendo que los
creyentes la poseen en el aquí y en ahora, más que tener que esperar por ella como una
herencia futura. Esta es la “escatología realizada” juanina – el don ya recibido – la vida
eterna como una relación con Dios que ya comenzó.
Juan 3:16 probablemente es el versículo más amado en la Biblia, y lo escuchamos
frecuentemente. “Un problema con que sea tan conocido es que este pasaje
frecuentemente se imprime por todos lados – desde las camisetas hasta las pegatinas
para los carros – pero siempre fuera de su contexto. “Aunque el versículo puede ser el
centro del banquete, una dieta bien balanceada requiere el resto del alimento; lo que lo
acompaña, y lo que va antes o viene después”.
Lc 2,1-20
Los primeros dos capítulos del evangelio de Lucas son llamados el Evangelio de la
Infancia de Jesús. En estos capítulos Lucas nos expone el misterio de Jesús que luego se
irá desarrollando a lo largo del evangelio.
El fragmento del nacimiento de Jesús en Belén de Judea comienza con un encuadre
temporal que quiere ayudar al lector del evangelio a ubicar en la historia de la humanidad
el nacimiento y la vida de Jesús; igualmente quiere ayudar a comprender porque Jesús
nació en Judea cuando su familia estaba afincada en Galilea.
El nacimiento es narrado de forma muy simple. El chico es depositado en un pesebre, es
decir donde se alojaban los animales, en la planta baja o al lado de las casas. La razón es
bien simple: ya no había lugar en la sala destinada a las personas. Jesús nace "fuera" de
la casa, tal como también morirá "fuera" de la ciudad. Hasta aquí nada de particular.
La novedad comienza en v. 8 cuando el autor narra una aparición de ángeles a unos
pastores de la región. En la literatura de la época en que se componen los evangelios los
ángeles tienen siempre una función comunicadora: son mensajeros y reveladores del
sentido divino de los hechos humanos. Y así los pastores reciben la revelación del chico
que acaba de nacer y que ellos aún no conocen: es el Salvador, el Mesías, el Señor. Este
anuncio tiene un alcance cósmico ya que supone la gloria de Dios en el cielo y la paz de
los hombres en la tierra.
Cuando los pastores llegan a Belén comprueban el nacimiento del niño y son ellos
quienes ahora "revelan" su misterio a María y José: les comunican el mensaje del ángel
del Señor. El anuncio de los pastores causa maravilla entre los presentes y también una
actitud contemplativa en María, la madre del niño. Los pastores regresan glorificando a
Dios porque todo correspondía a lo que les había sido anunciado. Los pastores han sido
los primeros evangelistas de la historia; ellos han revelado el misterio de Jesús a sus
padres y a los presentes, entre los que nos encontramos nosotros.
Lc 6,20-47
Dichosos los pobres… Dichosos los que lloráis».
«Bienaventurados los pobres.» No todos los pobres son bienaventurados; porque la
pobreza es una cosa neutra: puede haber pobres buenos y pobres malos…
Bienaventurado el pobre que ha clamado al Señor y ha sido escuchado (Sl 33,7): pobre
de faltas, pobre de vicios, el pobre en quien el príncipe de este mundo nada ha
encontrado (Jn 14,30), pobre a imitación de ese Pobre, el cual, siendo rico se ha hecho
pobre por nosotros (2Co 8,9). Es por eso que Mateo da una explicación más completa:
«Dichosos los pobres en espíritu», porque el pobre en espíritu no se hincha, no se
ensalza en un pensamiento totalmente humano. Así es la primera bienaventuranza.
[«Bienaventurados los mansos» escribe, seguidamente, Mateo.] Habiendo dejado todo
pecado…, estando contento de mi simplicidad, desnudo de mal, sólo me falta moderar mi
carácter. ¿De qué me sirve no poseer bienes de este mundo si no soy manso y pacífico?
Puesto que seguir el camino recto quiere decir seguir a aquél que dice: «Aprended de mí
que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)…
Hecho esto, acuérdate de que eres pecador: llora tus pecados, llora tus faltas. Está bien
que la tercera bienaventuranza sea para los que lloran sus pecados, porque es la Trinidad
la que perdona los pecados. Purifícate, pues, con tus lágrimas y lávate con tu llanto. Si
lloras por ti mismo, nadie tendrá que llorarte… Cada uno tiene sus muertos por quien
llorar; estamos muertos cuando pecamos… Que el que es pecador llore, pues, por él
mismo y se corrija para llegar a ser justo, porque «el justo se acusa a sí mismo» (Pr
18,17).
Mc 4, 1-32
«Ser tierra buena…»
Hermanos queridos, cuando os exponemos algo útil para vuestras almas, que nadie trate
de excusarse diciendo: » no tengo tiempo para leer, por eso no puedo conocer los
mandos de Dios ni observarlos «… Abandonemos las vanas habladurías y las bromas
mordaces, y veamos si no nos queda tiempo para dedicar a la lectura de la Escritura
santa… ¿Cuándo las noches son más largas, habrá alguien capaz de dormir tanto que no
pueda leer personalmente o escuchar a otro a leer la Escritura?… Porque la luz del alma
y su alimento eterno no son nada más que la Palabra de Dios, sin la cual el corazón no
puede vivir ni ver…
El cuidado de nuestra alma es muy semejante al cultivo de la tierra. Lo mismo que en una
tierra cultivada arrancamos por un lado y extirpamos por otro hasta la raíz para sembrar el
buen grano, debemos hacer lo mismo en nuestra alma: arrancar lo que es malo y plantar
lo que es bueno; extirpar lo que es perjudicial, incorporar lo que es útil; desarraigar el
orgullo y plantar la humildad; echar la avaricia y guardar la misericordia; despreciar la
impureza y gustar la castidad…
En efecto sabéis cómo se cultiva la tierra. En primer lugar arrancamos las zarzas,
echamos las piedras bien lejos, luego aramos la tierra, empezamos de nuevo una
segunda vez, una tercera, y por fin sembramos. De igual manera en nuestra alma: en
primer lugar, desarraiguemos las zarzas, es decir los malos pensamientos; luego
quitamos las piedras, es decir toda malicia y dureza.
En fin labremos nuestro corazón con el arado del Evangelio y el hierro de la cruz,
trabajémoslo por la penitencia y la limosna, por la caridad preparémoslo para la semilla
del Señor, con el fin de que pueda recibir con alegría la semilla de la palabra divina y
producir no sólo treinta, sino que sesenta y cien veces su fruto.
Lc 7 ,36-50
Homilía: Dios no nos pide otra cosa que la conversión.
Homilía sobre la mujer pecadora: PG 61, 745-751 (Liturgia de las Horas).
Un fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del fariseo,
se recostó a la mesa. ¡Oh gracia inenarrable!, ¡oh inefable bondad! Él es médico y cura
todas las enfermedades, para ser útil a todos: buenos y malos, ingratos y agradecidos.
Por lo cual, invitado ahora por un fariseo, entra en aquella casa hasta el momento repleta
de males. Dondequiera que moraba un fariseo, allí había un antro de maldad, una cueva
de pecadores, el aposento de la arrogancia. Pero aunque la casa de aquel fariseo
reuniese todas estas condiciones, el Señor no desdeñó aceptar la invitación. Y con razón.
Accede prontamente a la invitación del fariseo, y lo hace con delicadeza, sin reprocharle
su conducta: en primer lugar, porque quería santificar a los invitados, y también al
anfitrión, a su familia y la misma esplendidez de los manjares; en segundo lugar, acepta la
invitación del fariseo porque sabía que iba a acudir una meretriz y había de hacer
ostensión de su férvido y ardiente anhelo de conversión, para que, deplorando ella sus
pecados en presencia de los letrados y los fariseos, le brindara oportunidad de enseñarles
a ellos cómo hay que aplacar a Dios con lágrimas por los pecados cometidos.
Y una mujer de la ciudad, una pecadora —dice—, colocándose detrás, junto a sus pies,
llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas. Alabemos, pues, a esta mujer que
se ha granjeado el aplauso de todo el mundo. Tocó aquellos pies inmaculados,
compartiendo con Juan el cuerpo de Cristo. Aquél, efectivamente, se apoyó sobre el
pecho, de donde sacó la doctrina divina; ésta, en cambio, se abrazó a aquellos pies que
por nosotros recorrían los caminos de la vida.
Por su parte, Cristo —que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que
no castiga el pasado, sino que sondea el porvenir—, haciendo caso omiso de las
maldades pasadas, honra a la mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y
premia su buen propósito; en cambio, el fariseo, al ver el milagro queda desconcertado y,
trabajado por la envidia, se niega a admitir la conversión de aquella mujer: más aún, se
desata en improperios contra la que así honraba al Señor, arroja el descrédito contra la
dignidad del que era honrado, tachándolo de ignorante: Si éste fuera profeta, sabría quién
es esta mujer que le está tocando.
Jesús, tomando la palabra, se dirige al fariseo enfrascado en tal tipo de murmuraciones:
Simón, tengo algo que decirte. ¡Oh gracia inefable!, ¡oh inenarrable bondad! Dios y el
hombre dialogan: Cristo plantea un problema y traza una norma de bondad, para vencer
la maldad del fariseo. El respondió: Dímelo, maestro. Un prestamista tenía dos deudores.
Fíjate en la sabiduría de Dios: ni siquiera nombra a la mujer, para que el fariseo no falsee
intencionadamente la respuesta. Uno —dice— le debía quinientos denarios y el otro
cincuenta. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos. Perdonó a los que no
tenían, no a los que no querían: una cosa es no tener y otra muy distinta no querer. Un
ejemplo: Dios no nos pide otra cosa que la conversión: por eso quiere que estemos
siempre alegres y nos demos prisa en acudir a la penitencia. Ahora bien, si teniendo
voluntad de convertirnos, la multitud de nuestros pecados pone de manifiesto lo
inadecuado de nuestro arrepentimiento, no porque no queremos sino porque no podemos,
entonces nos perdona la deuda. Como no tenían con qué pagar, les perdonó a los dos.
¿Cuál de los dos lo amará más? Simón contestó: —Supongo que aquel a quien le
perdonó más. Jesús le dijo: —Has juzgado rectamente. Y volviéndose a la mujer, dijo a
Simón: — ¿Ves a esta mujer pecadora, a la que tú rechazas y a la que yo acojo? Desde
que entró, no ha dejado de besarme los pies. Por eso te digo, sus muchos pecados están
perdonados. Porque tú, al recibirme como invitado, no me honraste con un beso, no me
perfumaste con ungüento; ésta, en cambio, que impetró el olvido de sus muchos pecados,
me ha hecho los honores hasta con sus lágrimas.
Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta
meretriz. Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de
seda, sino la incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria,
dando gracias al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él la gloria, el honor y
la adoración, con el Padre y el Espíritu Santo ahora y siempre y por los siglos de los
siglos. Amén.
Mc 1, 21-45
Juan Crisóstomo
Sobre el Evangelio de san Mateo: En Él reside la autoridad
Llegó a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se
quedaron asombrados de su enseñanza. Era ciertamente lógico que la muchedumbre se
sintiera abrumada por el peso de sus palabras y desfalleciera ante la sublimidad de sus
preceptos. Pero no. Era tal el poder de convicción del Maestro, que no sólo convenció a
muchos de sus oyentes causándoles una profunda admiración, sino que, por el solo
placer de escucharle, muchos no acertaban a separarse de él, aun después de acabado
el discurso. De hecho, cuando hubo bajado del monte, no se dispersaron sus oyentes,
sino que le siguió toda la concurrencia: ¡tanto amor a su doctrina supo infundirles! Y lo
que sobre todo admiraban era su autoridad.
Pues Cristo no hablaba apoyando sus afirmaciones en la autoridad de otro, como lo
hacían los profetas o el mismo Moisés, sino dejando siempre claro que era él en quien
residía la autoridad. En efecto, después de haber aducido testimonios legales, solía
añadir: Pero yo os digo. Y cuando sacó a colación el día del juicio, se presentaba a sí
mismo como juez que debía decretar premio o castigo. Un motivo más para que se
hubieran turbado los oyentes.
Porque si los letrados, que le habían visto demostrar con obras su poder, intentaron
apedrearle y le arrojaron fuera de la ciudad, ¿no era lógico que cuando exhibía sólo
palabras como prueba de su autoridad, los oyentes se escandalizaran, máxime ocurriendo
esto al comienzo de su predicación, antes de haber hecho una demostración de su
poder? Y, sin embargo, nada de esto ocurrió. Y es que, cuando el hombre es bueno y
honrado, fácilmente se deja persuadir por los razonamientos de la verdad. Justamente por
eso, los letrados, a pesar de que los milagros de Jesús pregonaban su poder, se
escandalizaban, mientras que el pueblo, que solamente había oído sus palabras, le
obedecía y le seguían. Es lo que el evangelista daba a entender, cuando decía: Le siguió
mucha gente. Y no gente salida de las filas de los príncipes o de los letrados, sino gente
sin malicia y de sincero corazón.
A lo largo de todo el evangelio verás que son éstos los que se adhieren al Señor. Pues
cuando hablaba, lo escuchaban en silencio, sin interrumpirlo ni interpelar al orador, sin
tentarlo ni acechar la ocasión, como hacían los fariseos; son finalmente los que, una vez
terminado el discurso, lo siguen llenos de admiración.
Mas tú considera, te ruego, la prudencia del Señor y cómo sabe variar según la utilidad de
los oyentes, pasando de los milagros a los discursos y de éstos nuevamente a los
milagros. De hecho, antes de subir al monte curó a muchos, para allanar el camino a lo
que se disponía a decir. Y después de terminado este extenso discurso, vuelve
nuevamente a los milagros, confirmando los dichos con los hechos. Y como quiera que
enseñaba como quien tiene autoridad, a fin de que este modo de enseñar no sonara a
arrogancia u ostentación, hace lo mismo con las obras y, como quien tiene autoridad, cura
las enfermedades. De esta forma, no les da ocasión de turbarse al oírle hablar con
autoridad, ya que con autoridad obra también los milagros.
Lc 22, 14-20
San Agustín, obispo
Tratado sobre el evangelio de san Juan
(Tratado 84, 1-2: CCL 36, 536- 538) – Viernes V de Cuaresma Impar

La plenitud del amor


El Señor, hermanos muy amados, quiso dejar bien claro en qué consiste aquella plenitud
del amor con que debemos amarnos mutuamente, cuando dijo: Nadie tiene amor más
grande que el que da la vida por sus amigos. Consecuencia de ello es lo que nos dice el
mismo evangelista Juan en su carta: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros
debemos dar nuestra vida por los hermanos, amándonos mutuamente como él nos amó,
que dio su vida por nosotros.
Es la misma idea que encontramos en el libro de los Proverbios: Sentado a la mesa de un
señor, mira bien qué te ponen delante, y pon la mano en ello pensando que luego tendrás
que preparar tú algo semejante. Esta mesa de tal señor no es otra que aquella de la cual
tomamos el cuerpo y la sangre de aquel que dio su vida por nosotros. Sentarse a ella
significa acercarse a la misma con humildad. Mirar bien lo que nos ponen delante equivale
a tomar conciencia de la grandeza de este don. Y poner la mano en ello, pensando que
luego tendremos que preparar algo semejante, significa lo que ya he dicho antes: que así
como Cristo dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la vida por los
hermanos. Como dice el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros, dejándonos un
ejemplo para que sigamos sus huellas. Esto significa preparar algo semejante. Esto es lo
que hicieron los mártires, llevados por un amor ardiente; si no queremos celebrar en vano
su recuerdo, y si nos acercamos a la mesa del Señor para participar del banquete en que
ellos se saciaron, es necesario que, tal como ellos hicieron, preparemos luego nosotros
algo semejante.
Por esto, al reunirnos junto a la mesa del Señor, no los recordamos del mismo modo que
a los demás que descansan en paz, para rogar por ellos, sino más bien para que ellos
rueguen por nosotros, a fin de que sigamos su ejemplo, ya que ellos pusieron en práctica
aquel amor del que dice el Señor que no hay otro más grande. Ellos mostraron a sus
hermanos la manera como hay que preparar algo semejante a lo que también ellos
habían tomado de la mesa del Señor.
Lo que hemos dicho no hay que entenderlo como si nosotros pudiéramos igualarnos al
Señor, aun en el caso de que lleguemos por él hasta el testimonio de nuestra sangre. El
era libre para dar su vida y libre para volverla a tomar, nosotros no vivimos todo el tiempo
que queremos y morimos aunque no queramos; él, en el momento de morir, mató en sí
mismo a la muerte, nosotros somos librados de la muerte por su muerte; su carne no
experimentó la corrupción, la nuestra ha de pasar por la corrupción, hasta que al final de
este mundo seamos revestidos por él de la incorruptibilidad; él no necesitó de nosotros
para salvarnos, nosotros sin él nada podemos hacer; él, a nosotros, sus sarmientos, se
nos dio como vid, nosotros, separados de él, no podemos tener vida.
Finalmente, aunque los hermanos mueran por sus hermanos, ningún mártir derrama su
sangre para el perdón de los pecados de sus hermanos, como hizo él por nosotros, ya
que en esto no nos dio un ejemplo que imitar, sino un motivo para congratularnos. Los
mártires, al derramar su sangre por sus hermanos, no hicieron sino mostrar lo que habían
tomado de la mesa del Señor. Amémonos, pues, los unos a los otros, como Cristo nos
amó y se entregó por nosotros

Lc 4,16-22
Faustino de Roma, presbítero
Obras: Unción espiritual
La Trinidad, 39-40: CL 69, 340-341

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción»
Nuestro Salvador fue verdaderamente ungido, en su condición humana, ya que fue
verdadero rey y verdadero sacerdote, las dos cosas a la vez, tal y como convenía a su
excelsa condición. El salmo nos atestigua su condición de rey, cuando dice: “Yo mismo he
establecido a mi rey en Sión, mi monte santo.” (Sal 2,6)Y el mismo Padre atestigua su
condición de sacerdote, cuando dice: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de
Melquisedec.” (Sal 109,4)…El Salvador es, por lo tanto, rey y sacerdote según su
humanidad, pero su unción no es material, sino espiritual. Entre los israelitas, los reyes y
sacerdotes lo eran por una unción material de aceite; no que fuesen ambas cosas a la
vez, sino que unos eran reyes y otros eran sacerdotes; sólo a Cristo pertenece la
perfección y la plenitud en todo, él, que vino a dar plenitud a la ley.
Los israelitas, aunque no eran las dos cosas a la vez, eran, sin embargo, llamados cristos
(ungidos), por la unción material del aceite que los constituía reyes o sacerdotes. Pero el
Salvador, que es el verdadero Cristo, fue ungido por el Espíritu Santo, para que se
cumpliera lo que de él estaba escrito: Por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite
de júbilo entre todos tus compañeros. (Sal 44,8) Su unción supera a la de sus
compañeros, ungidos como él, porque es una unción de júbilo, lo cual significa el Espíritu
Santo.
Jn 13,1-15
Catena Aurea (comentarios por versículos de los Padres de la Iglesia)
San Agustín In Ioannem tract., 55-58
1. Pascua no es, como creen algunos, nombre griego, sino hebreo. Y muy oportunamente
se da en ambas lenguas, respecto de esta palabra, cierta coincidencia de significación,
porque en griego »paschein» significa padecer, y de aquí que Pascua quiera decir pasión,
derivando este nombre de aquel verbo. Y en su lengua, o sea la hebrea, Pascua es
tránsito, por la razón de que los judíos la celebraron por primera vez cuando habiendo
salido de Egipto atravesaron el mar Rojo [ref]El vocablo pascua viene del hebreo »pésaj».
La voz se deriva de »pásaj»: pasar, saltar, que el AT relaciona con el paso del Señor en
Egipto. El NT se refiere normalmente a la pascua con el término »pasca» , que es la
transliteración griega del término arameo correspondiente. En el NT aparece junto con el
verbo »pascein», padecer, en Lc 22,15, aunque no parece haber una relación lingüística
directa.[/ref]. Y ahora aquella figura profética se completa en la realidad, porque Cristo es
conducido al sacrificio como un cordero, con cuya sangre, pintadas nuestras puertas (esto
es, hecho el signo de la cruz en nuestras frentes), somos libres de la perdición de esta
vida, como aquellos de la cautividad egipcia. Y verificamos un tránsito en sumo grado
saludable, pasando a Cristo desde el poder del diablo, y desde esta vida transitoria a
aquel reino lleno de poderío. Por eso el evangelista, queriéndonos dar la interpretación de
esta palabra Pascua, dice: «Sabiendo que llegó la hora en que había de pasar de este
mundo al Padre»; he aquí la Pascua, he aquí el tránsito.

2. Los amó al final, para que por este amor pasasen de este mundo a El, que era su
cabeza. ¿Qué fin es éste sino Cristo? Porque el fin de la ley es Cristo, fin que perfecciona
a todo creyente ( Rom 10,4), conduciéndolo a la justicia y no a la muerte. Paréceme,
pues, que estas palabras puedan tomarse en significado humano, esto es, que Cristo amó
a los suyos hasta el momento de su muerte. Pero no se entienda que este amor termina
en la muerte de Aquel que no termina por la muerte. A no ser que se haya de entender
así: los amó hasta la muerte, esto es, el amor de ellos lo condujo a la muerte.
Y sigue: «Hecha la cena», esto es, confeccionada y puesta en la mesa para el servicio de
los convidados. Lo de hecha la cena no debe tomarse en el sentido de que ya estuviese
consumida o terminada, porque todavía se estaba cenando cuando se levantó y lavó los
pies a los discípulos; porque después volvió a sentarse y dio al traidor el bocado de pan.
Al decir: «Habiendo ya el diablo inspirado en el corazón», etc., si quieres averiguar qué es
lo que inspiró en el corazón de Judas, te diré que el hacer entrega de El. Esta tentación
espiritual se llama sugestión. El diablo inspira sugestiones y las mezcla con los
pensamientos humanos. Estaba ya decidido en el corazón de Judas, por la sugestión del
diablo, el entregar a su Maestro.

3. Habiendo de tratar el evangelista de la humildad del Señor, primero quiso encomiar su


grandeza, y a esto se refiere lo que añade: «Sabiendo que el Padre había puesto todas
las cosas bajo su potestad», etc. Entre esas cosas estaba el mismo traidor.
Sabiendo también que salió del Padre y a Dios va, ni por eso dejó a Dios cuando de El
salió, ni a nosotros al volver a El.
Y habiendo puesto el Padre todas las cosas en sus manos, El lavó a sus discípulos, no
las manos, sino los pies. Y sabiendo que había salido de Dios y a Dios iba, ejerció los
deberes, no de Dios Señor, sino de hombre siervo.
4-5. Dejó sus vestiduras el que siendo Dios se anonadó a sí mismo. Se ciñó con una
toalla el que recibió forma de siervo. Echó agua en la jofaina para lavar los pies de sus
discípulos, el que derramó su sangre para lavar con ellas las manchas del pecado. Limpió
con el paño los pies que había lavado, el que confortó los pasos de los evangelistas con
la carne de que estaba revestido. Y, para ceñirse con el paño, dejó primero las vestiduras
que tenía. Mas para tomar la forma de siervo, cuando se humilló hasta la nada, no dejó lo
que tenía, sino que tomó lo que no tenía. Para ser crucificado tenía que ser despojado de
sus vestiduras; después de muerto envuelto en sábanas, y toda su pasión tenía que servir
para purificarnos.

6-9. ¿Qué quiere decir aquí tú ? ¿Qué quiere decir a mí ? Estas cosas más bien pueden
concebirse que expresarse, no sea que la lengua no sepa significar con dignidad lo
elevado que el pensamiento haya concebido.

O debemos creer que Pedro desaprobase y recusase entre todos una acción que ya los
demás habían permitido de buen grado antes de él. Y así, no puede entenderse que ya
otros hubiesen sido lavados antes que él, y que Jesús llegase a él después de los otros
(¿quién ignora que Pedro era reputado como el primero de los apóstoles?), sino que
empezó por él. Así, cuando empezó a lavar los pies, vino a aquel por el cual empezó (esto
es, Pedro), y entonces Pedro rehusó maravillado una acción que cualquier otro hubiera
rehusado.
Prosigue: «Respondió Jesús, y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora, mas lo
sabrás después».
Sin embargo, él, asombrado ante la grandeza del Señor, no permitía que se hiciera
aquello cuya razón ignoraba, sin que pudiera tolerar que la humildad del Señor llegase
hasta lavarle los pies. Y así sigue: «Dícele Pedro: No lavarás jamás mis pies», esto es,
jamás lo permitiré, porque se dice que jamás se hará una cosa, cuando nunca se hace.
Al decir si no te lavare, tratándose sólo de los pies, es lo mismo que decir: me pisas,
siendo sólo la planta del pie la que pisa.
El, confundido entre el amor y el temor, más se horrorizó de no tener parte con Cristo, que
de que Este le lavase los pies humildemente. Por lo cual sigue: «Señor, no solamente los
pies, sino también las manos y la cabeza».

10. Todo, excepto los pies; o lo que es lo mismo, sólo necesita lavarse los pies. Porque el
hombre, por el bautismo, no queda todo lavado menos los pies, sino que queda lavado
por completo. Sin embargo, viviendo en lo sucesivo entre las cosas humanas, pisa con
ellos la tierra. Así, pues, los afectos humanos, sin los que no se puede vivir en esta vida
mortal, simbolizan los pies. Y, en esta vida, de tal modo somos afectados por las cosas
humanas, que si dijéramos que éstas no nos afectaban, nos engañaríamos a nosotros
mismos, afirmando que no tenemos pecado ( 1Jn 1,8). Mas si confesamos nuestros
pecados, Aquel que lavó los pies a sus discípulos nos los perdona, hasta los pies, con los
cuales comunicamos con la tierra.

«Vosotros estáis limpios, pero no todos».No preguntemos qué sea esto, cuando el mismo
evangelista lo dice claramente a continuación: «Pues sabía quién era el que había de
entregarle; por lo mismo dijo: No todos estáis limpios».

Estando ya lavados sus discípulos no necesitaban sino de lavarse los pies, porque
mientras el hombre vive en este mundo, parece que al tocar la tierra con sus pies atrae
algo de ella con lo cual es manchado.

12. Acordándose el Señor de que había prometido a Pedro la explicación del hecho
realizado, diciendo «después sabrás» (qué es lo que yo he hecho), empieza ya a
enseñarlo. Por esto se dice: «Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, y
habiéndose sentado empezó a hablarles de nuevo en esta forma: Sabéis lo que he hecho
con vosotros».

13. Se ha mandado al hombre ( Prov 27,2): «No te alabe tu propia boca, sino que te alabe
la boca de tu prójimo», porque es peligroso que se complazca en sí mismo el que quiere
evitar la soberbia. Mas aquel que está sobre todas las cosas, por mucho que se alabe, no
se ensalzará demasiado, ni puede decirse rectamente que en Dios haya arrogancia.
Porque el conocer a Dios aprovecha únicamente a nosotros, no a El; ni nadie lo conoce si
El mismo no se da a conocer. Luego, si por huir de la arrogancia no se hubiese alabado,
nos hubiera privado de su conocimiento. ¿Y cómo la verdad ha de temer incurrir en
arrogancia? Nadie puede reprender el que se considere Maestro, aun el que sólo lo mire
bajo el concepto del hombre, porque hay que conceder que aun los mismos hombres son
llamados maestros, y toleran la denominación sin arrogancia en las artes que profesan.
¿Y podrá reprochársele el que se considere Señor de sus discípulos, tratándose de
hombres que en el concepto vulgar carecían de ilustración? Porque cuando es Dios el que
habla, nunca hay arrogancia en tanta excelsitud; nunca mentira en la verdad. El estar
sometidos a tanta grandeza, el servir a la verdad, es para beneficio nuestro. Y así, «decís
bien al llamarme Maestro y Señor, porque lo soy». Y si no lo fuera, diríais mal en lo que
decís.

15. Existe entre muchos esta costumbre de humildad, cuando mutuamente se reciben en
hospedaje. Y hacen esto los hermanos unos con otros aun de una manera visible. Y así
será mejor, y sin género de controversia más conforme a la verdad, el que se haga de
mano propia, para que ningún cristiano se desdeñe en hacer lo que practicó Cristo.
Porque al inclinar la cerviz delante de un hermano, despertamos en su corazón los
efectos de humildad, o si ya los tenía los hacemos más fervorosos. Pero, prescindiendo
de este sentido moral, ¿podrá, acaso, alguien librar a su hermano del contagio del
pecado? De esta manera, confesémonos mutuamente nuestros pecados; perdonémonos
los unos las faltas de los otros; oremos mutuamente para que nos sean perdonados, y así
mutuamente nos lavemos los pies.

Crisóstomo In Ioannem hom., 69-70.


1. No es que antes no lo supiera, sino desde antes. El tránsito es su muerte.
Cuando había de abandonar a sus discípulos, les demuestra superior amor. Y esto es lo
que dice: «Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»;
esto es, no dejó de practicar ninguna de aquellas cosas que debe hacer el que mucho
ama. No hizo todas estas cosas desde un principio, pero a fin de aumentar la familiaridad
y prepararles el consuelo para las cosas que habían de suceder posteriormente, añadió
mayores muestras de amor. Los llama aquí suyos en razón a la familiaridad, porque en
razón a la condición llama también suyos a otros. Así, cuando dice ( Jn 1,11): «Y los
suyos no lo recibieron». Añade también «que estaban en el mundo», porque había otros
suyos difuntos (Abraham, Isaac y Jacob), pero no estaban en el mundo. A los suyos que
estaban en el mundo, los amó continuamente, y al fin los amó con dilección perfecta. Esto
es lo que significa «al fin los amó».

2. Aquí el evangelista, lleno de admiración, introduce en la narración el hecho de que el


Señor lavó los pies de aquel que ya había determinado entregarlo. Manifiesta también la
maldad del traidor, a quien ni siquiera detuvo la comunidad en la misma mesa, cosa que
fue siempre obstáculo para cometer alguna maldad.

3. Aquí, por entregar, se significa la salvación de todos los fieles, y cuando oyereis esta
palabra, no la interpretéis en sentido humano. Es aquí la gloria del Padre y su unión con el
Hijo, porque así como el Padre le entregó todas las cosas, El se entregó al Padre. Por
donde San Pablo dijo ( 1Cor 15,24): «Cuando hubo entregado el reino a Dios y al Padre».

4-5. Esto era lo digno, supuesto que salió de Dios y a Dios iba, el destruir toda soberbia.
De aquí sigue: «Se levantó de la cena y depuso las vestiduras, y tomando un paño, se
ciñó con él; después echó agua en una jofaina y empezó a lavar los pies de los discípulos
y a limpiarlos con el paño que se había ceñido». Considérese cuánta humildad manifestó,
no sólo lavando los pies, sino en otro concepto; porque se levantó, no cuando estaban
para sentarse, sino cuando ya todos se habían sentado. Además, no sólo lavó, sino que
dejó sus vestiduras, se ciñó con un paño y llenó la jofaina y no mandó que otros la
llenaran, sino que por sí hizo todas estas operaciones, enseñando con cuánto cuidado
debían hacerse todas estas cosas.
6. Y si Pedro estaba en primer término, habrá que decir que el traidor insensato se había
colocado antes que él, lo que significó el evangelista diciendo: Empezó a lavar los pies,
después vino a Pedro.
Alguno deseará saber cómo ninguno de los otros se opuso al lavatorio, sino sólo Pedro, lo
cual era signo no pequeño de amor y de modestia. De esto parece deducirse que antes
de Pedro sólo fue lavado el traidor, y que después llegó a Pedro, y que, por otra parte, los
demás discípulos quedaron reprendidos en él. Porque si hubiera empezado el lavatorio
por cualquiera de los otros, todos lo hubieran rehusado y dicho lo que dijo Pedro.

7. No dijo la razón por la que obraba así, sino que formuló una amenaza, porque de otra
manera no se hubiera persuadido. Cuando Pedro oyó: «Lo sabrás después», no contesta:
enséñamelo, pues, y te lo permitiré, sino que lo permitió desde el punto en que fue
amenazado en lo que más él temía (a saber, ser separado de El).

13. Hasta ahora no ha hablado sólo a Pedro, sino a todos. Como diciendo: «Vosotros me
llamáis Maestro y Señor». Aquí aduce sus palabras propias, y después, para que no
crean que se las aplican por favor especial, añade: «Y decís bien: lo soy en verdad».

15. Toma el ejemplo de cosas mayores, para que nosotros obremos en las menores.
Porque ciertamente El es el Señor, y nosotros lo haremos con nuestros consiervos, si lo
hiciéremos. Por eso añade: «Os he dado ejemplo, para que, así como yo lo he hecho con
vosotros, vosotros también hagáis».

Orígenes In Ioannem tom. 32


1. Todas las cosas le habían sido entregadas por el Padre bajo su potestad, esto es, bajo
su operación y poderío. «Mi Padre, dijo, ha obrado hasta ahora ( Jn 5,17), y yo también
obro». El Padre puso bajo su poder todas las cosas, para que todos estuviesen a su
servicio.

2-5. En sentido místico, el almuerzo, que es la primera comida, es también conveniente


para aquellos que están en los principios de la vida espiritual que se simboliza en la
presente vida; mas la cena es la última comida, que sólo se sirve a los que han
progresado más en ella. También se puede entender de otra manera, diciendo que el
almuerzo es la comprensión de las Escrituras antiguas, y la cena simboliza los misterios
que se encierran en el Nuevo Testamento. Paréceme que aquellos que cenan en
compañía de Cristo y han de convivir con El en el último día de la vida presente, necesitan
ser lavados, no ciertamente en cuanto a las partes (si así puede decirse) primeras del
cuerpo y del alma, sino en cuanto a las más inferiores, que necesariamente se ligan a la
tierra. Dice que empezó (puesto que después dio la última mano al lavatorio) a lavar los
pies de sus discípulos, porque estaban manchados según aquello de San Mateo ( Mt
26,13): «Todos vosotros os escandalizaréis esta noche en mí». Después completó la
operación de lavarlos, para purificarlos y que después no volviesen a mancharse.

6-8. Como el médico que teniendo que atender a muchos enfermos empieza sus
especiales cuidados por aquellos que están más graves, así también Cristo, al lavar los
pies manchados de sus discípulos, empieza por aquellos que más contaminados estaban,
y así llegó en último término a Pedro, que necesitaba menos que los otros del lavatorio de
pies. Por esto dice: «Vino a Simón Pedro», que se resistía a ser lavado por la conciencia
que tenía de que sus pies no estaban manchados. Y así continúa: «Y díjole Pedro», etc.
Todos exhibían sus pies, considerando que maestro tan sabio no lavaría sus pies sin
razones de mucho peso. Sólo Pedro, posponiendo todas las razones a la veneración que
profesaba a Jesús, no se prestaba a que sus pies fuesen lavados. Y, en efecto, la
Escritura nos da a conocer frecuentemente a Pedro como el más entusiasmado para
inculcar lo que parece mejor o más útil.

«Respondió Jesús, y le dijo: Lo que yo hago, tú no lo sabes ahora, mas lo sabrás


después». Insinúa el Señor que en esto había misterio. Lavando y secando sus pies, los
tornaba purificados, a ellos, que debían predicar la santidad ( Rom 10; Is 52), para que
puedan enseñar el camino santo y marchar por aquel que dijo: «Yo soy el camino» ( Mt
14,6). Convenía que Jesús, deponiendo sus vestidos, lavase los pies de sus discípulos,
para limpiar más a los que ya estaban limpios. O a fin de tomar sobre sí en su propio
cuerpo la inmundicia de los pies de sus discípulos, mediante el paño que tenía rodeado,
porque El echó sobre sí todas nuestras debilidades. Obsérvese que, debiendo lavar los
pies de los discípulos, no quiso elegir otra oportunidad sino cuando el diablo ya había
entrado en el corazón de Judas para que lo entregase a sus enemigos, cuando estaba
próximo su sacrificio en favor de los hombres. Porque antes de esto no era oportuno el
que Jesús lavase a sus discípulos los pies. ¿Quién hubiera lavado sus pies y sus
manchas en el tiempo que mediaba hasta la pasión? Pero ni aun en el tiempo de la
pasión, porque no había otro Jesús que lavase sus pies; ni aun tampoco después de la
pasión, porque entonces, por la venida del Espíritu Santo, fueron lavados sus pies. Así,
pues, de este misterio (dijo el Señor a Pedro) tú no eres capaz, pero ya lo entenderás
cuando suficientemente ilustrado lo comprendieres.

«Dícele Pedro: No lavarás jamás mis pies». De esto podemos tomar ejemplo, cuán
posible sea adoptar una resolución como justa, y decir por ignorancia aquello que va
contra nuestros intereses. Porque Pedro, ignorando la conveniencia del acto,
primeramente casi avergonzado y con mucha suavidad dice: «Señor, ¿me vas tú a lavar
los pies?»; pero luego dice: «Tú, jamás me lavarás los pies», lo cual era impedir la obra
que lo llevaría a tener parte alguna con Jesús. Con lo cual arguye, no solamente a Jesús
que lavaría a sus discípulos los pies sin deber hacerlo, sino también a sus compañeros,
que se prestan a ser lavados indignamente. Mas como la respuesta de Pedro le era
perjudicial, no permitió Jesús que se realizase su deseo. Así prosigue: «Díjole Jesús: Si
no te lavare los pies, no tendrás parte conmigo».
A los que no quieren explicar este y otros puntos semejantes en sentido figurado o en la
esfera moral, no se les alcanza como probable siquiera el que no tuviese parte con el Hijo
de Dios aquel que dijo con reverencia: «No me lavarás jamás los pies», como si el no
dejar que le lavase los pies fuese un crimen. Pero para esto debemos dejarnos lavar los
pies, esto es los afectos del alma, a fin de que sean embellecidos. Y en primer lugar, para
ser enumerados entre los que evangelizan las buenas doctrinas, trabajamos por adquirir
los dones sublimes.

«Lo sabrás después…» Usamos de esta frase contra aquellos que proyectan llevar a
cabo determinaciones que no les son provechosas, porque manifestándoles que no
tendrán parte con Jesús en tanto que persistan en su soberbia decisión, los conminamos
que no perseveren en su mal concebido proyecto, aun cuando lo hubieren ratificado con
juramento.

10-11. Jesús no quería lavar las manos, despreciando aquello que decían sus enemigos
( Mt 15,2) (porque tus discípulos no se lavan las manos cuando comen). No quería
sumergir la cabeza, porque en ella reside la imagen y la gloria del Padre. Le bastaba que
le presentasen los pies. De donde sigue: «Díjole Jesús: Quien fue lavado, no necesita
sino que se le laven los pies, porque está todo limpio».

Creo imposible que no se contaminen las partes inferiores del alma, por muy perfecto que
cualquiera se crea en cuanto a hombre. Porque muchos, después del bautismo, se llenan
del polvo de las maldades hasta la cabeza. Pero los que son sus discípulos, con justo
título no necesitan ser lavados sino en sus pies.

Cuando dice «Vosotros estáis limpios», se refiere a los once. Y cuando añade «pero no
todos», se refiere a Judas, que estaba manchado; en primer lugar, porque no atendía a
los pobres, antes era ladrón; por último, porque habitaba el diablo en su corazón, a fin de
que entregase a Jesús. Les lava los pies, aun estando puros, porque la gracia de Dios
sobreabunda en las cosas necesarias, y, como dice San Juan: «Que el limpio se limpie
más aún» ( Ap 22,11).

14-15. No hacen bien en decir ( Mt 7,23): «Señor», aquellos a quienes se ha dicho:


«Apartaos de mí, vosotros que obráis la iniquidad». Pero los apóstoles decían rectamente:
Maestro y Señor. No dominaba en ellos la maldad, sino el Verbo de Dios.
«Si, pues, yo que soy Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis
lavároslos mutuamente».
Hay que considerar ahora si es de absoluta necesidad, para perfeccionarse en la doctrina
de Jesús, el tomar como precepto absoluto el lavatorio sensible de los pies. Por esto dice:
«Debéis lavaros mutuamente los pies». Pero esta costumbre, o no se practica, o se
practica raras veces.

Este lavatorio espiritual de pies (del cual se ha hablado), no puede realizarse con
perfección sino por el mismo Jesucristo, y de una manera secundaria por sus discípulos, a
los cuales dijo: «Vosotros debéis lavaros mutuamente los pies». Jesús lavó los pies de
sus discípulos como Maestro, y de sus siervos como Señor, porque el fin del Maestro es
hacer a sus discípulos semejantes a El. Lo cual se ve en el Salvador con más claridad
que en ningún otro maestro o señor, pues quiere que sus discípulos sean como su
Maestro y Señor, no teniendo un espíritu de servidumbre, sino un espíritu de la filiación
con el que claman: «Abba, Padre» ( Rom 8,15). Mas antes de hacerse semejantes a su
Maestro y Señor, necesitan del lavatorio de pies, como discípulos imperfectos que
conservan resabios del espíritu de servidumbre. Cuando, pues, alguno de ellos llegare al
grado de maestro y señor, podrá entonces imitar al que lavó los pies de sus discípulos, y
lavar los pies con la doctrina, como maestro.

Benedicto XVI, Jesús de Nazareth II


Después de las enseñanzas de Jesús que siguen al relato de su entrada en Jerusalén, los
Evangelios sinópticos reanudan la narración con una datación precisa que lleva hasta la
Última Cena.

Al comienzo del capítulo 14, Marcos empieza diciendo: «Faltaban dos días para la Pascua
de los Ácimos» (14,1); después habla de la unción en Betania y de la traición de Judas y,
retomando el hilo, continúa: «El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el
cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: «¿Dónde quieres que vayamos a
prepararte la cena de Pascua»» (14,12).

Juan, en cambio, dice simplemente: «Antes de la fiesta de Pascua… Estaban cenando»


(13,1s). La cena de la cual habla Juan tiene lugar «antes de la Pascua», mientras que los
Sinópticos presentan la Última Cena como la cena pascual, comenzando así
aparentemente con un día de diferencia respecto a Juan.

Volveremos luego a las cuestiones tan controvertidas sobre estas diferencias de


cronología y su sentido teológico cuando reflexionemos sobre la Última Cena de Jesús y
la institución de la Eucaristía.

La hora de Jesús
Detengámonos por el momento en Juan, que, en su narración sobre la última tarde de
Jesús con sus discípulos antes de la Pasión, subraya dos hechos del todo particulares.
Nos relata primero cómo Jesús prestó a sus discípulos un servicio propio de esclavos en
el lavatorio de los pies; en este contexto refiere también el anuncio de la traición de Judas
y la negación de Pedro. Después se refiere a los sermones de despedida de Jesús, que
llegan a su culmen en la gran oración sacerdotal. Pongamos ahora la atención en estos
dos puntos capitales. «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado
la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el extremo» (13,1). Con la Última Cena ha llegado «la hora» de
Jesús,hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras (cf. 2,4).
Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la
hora del «paso» (»metabaínein — metábasis»); es la hora del amor (»agápé») «hasta el
extremo».

Los dos términos se explican recíprocamente, son inseparables. El amor mismo es el


proceso del paso, de la transformación, del salir de los límites de la condición humana
destinada a la muerte, en la cual todos estamos separados unos de otros, en una
alteridad que no podemos sobrepasar. Es el amor hasta el extremo el que produce la
«metábasis» aparentemente imposible: salir de las barreras de la individualidad cerrada,
eso es precisamente el agápé, la irrupción en la esfera divina.

La «hora» de Jesús es la hora del gran «paso más allá», de la transformación, y esta
metamorfosis del ser se produce mediante el agápé. Es un agápé «hasta el extremo»,
expresión con la cual Juan se refiere en este punto anticipadamente a la última palabra
del Crucificado: «Todo está cumplido (»tetélestai»)» (19,30). Este fin (»télos»), esta
totalidad del entregarse, de la metamorfosis de todo el ser, es precisamente el entregarse
a sí mismo hasta la muerte.

El que aquí, como también en otras ocasiones en el Evangelio de Juan, Jesús hable de
que ha salido del Padre y de su retorno a Él, podría suscitar el recuerdo del antiguo
esquema del exitus y del reditus, de la salida y del retorno, como ha sido elaborado
especialmente en la filosofía de Plotino. Sin embargo, el salir y volver dcl que habla Juan
es totalmente diferente de lo que se piensa en el esquema filosófico. En efecto, tanto en
Plotino como en sus seguidores el «salir», que para ellos tiene lugar en el acto divino de
la creación, es un descenso que, al final, se convierte en un decaer: desde la altura del
«único» hacia abajo, hacia zonas cada vez más bajas del ser. El retorno consiste después
en la purificación de la esfera material, en un gradual ascenso y en purificaciones, que
van eliminando lo que es inferior y, finalmente, reconducen a la unidad de lo divino.

El salir de Jesús, por el contrario, presupone ante todo una creación, pero no entendida
como decadencia, sino como acto positivo de la voluntad de Dios. Es también un proceso
del amor, que demuestra su verdadera naturaleza precisamente en el descenso —por
amor a la criatura, por amor a la oveja extraviada—, revelando así en el descender lo que
es verdaderamente propio de Dios. Y el Jesús que retorna no se despoja en modo alguno
de su humanidad, como si ésta fuera una contaminación. El descenso tenía la finalidad de
aceptar y acoger la humanidad entera y el retorno junto con todos, la vuelta de «toda
carne». En esta vuelta se produce una novedad: Jesús no vuelve solo. No abandona la
carne, sino que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). La metábasis vale para la totalidad.
Aunque en el primer capítulo del Evangelio de Juan se dice que los «suyos» (»ídioi») no
recibieron a Jesús (cf. 1,11), ahora oímos que Él ha amado a los «suyos» hasta el
extremo (cf. 13,1).En el descenso, El ha recogido de nuevo a los «suyos» —la gran
familia de Dios—, haciendo que, de forasteros, se conviertan en «suyos».

Escuchemos ahora cómo prosigue el evangelista: Jesús «se levanta de la mesa, se quita
el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y comienza a
lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido» (Jn
13,4s). Jesús presta a sus discípulos un servicio propio de esclavos, «se despojó de su
rango» (Flp 2,7). Lo que dice la Carta a los Filipenses en su gran himno cristológico — es
decir, que en un gesto opuesto al de Adán, que intentó alargar la mano hacia lo divino con
sus propias fuerzas, mientras que Cristo descendió de su divinidad hasta hacerse
hombre, «tomando la condición de esclavo» y haciéndose obediente hasta la muerte de
cruz (cf. Flp 2,7-8)—, puede verse aquí en toda su amplitud en un solo gesto. Con un acto
simbólico, Jesús aclara el conjunto de su servicio salvífico. Se despoja de su esplendor
divino, se arrodilla, por decirlo así, ante nosotros, lava y enjuga nuestros pies sucios para
hacernos dignos de participar en el banquete nupcial de Dios.

Cuando encontramos en el Apocalipsis la formulación paradójica según la cual los


salvados «han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero» (7,14), se nos
está diciendo que el amor de Jesús hasta el extremo es lo que nos purifica, nos lava. El
gesto de lavar los pies expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo que
nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos hace «puros».

«Vosotros estáis limpios»


En el pasaje del lavatorio de los pies aparece por tres veces la palabra «puro», limpio.
Con eso Juan retorna un concepto fundamental de la tradición del Antiguo Testamento,
como también del mundo de las religiones en general. Para poder comparecer ante Dios,
entrar en comunión con Dios, el hombre ha de ser «puro». Pero cuanto más se adentra en
la luz, tanto más se siente sucio y necesitado de purificación. Por eso las religiones han
creado sistemas de «purificación» con el fin de dar al hombre la posibilidad de acceder a
Dios. En las prescripciones cultuales de todas las religiones los ritos de purificación tienen
un papel importante: dan al hombre una idea de la santidad de Dios, y también de la
propia oscuridad, de la cual ha de ser liberado para poder acercarse a Él. En el judaísmo
observante de los tiempos de Jesús, el sistema de las purificaciones cultuales dominaba
toda la vida. En el capítulo 7 del Evangelio de Marcos encontramos la toma de posición
fundamental de Jesús ante este concepto de pureza cultual que se obtiene mediante
prácticas rituales; Pablo ha tenido que afrontar repetidamente en sus cartas dicha
cuestión sobre la «pureza» ante Dios. En Marcos vemos el cambio radical que Jesús ha
dado al concepto de pureza ante Dios: no son las prácticas rituales lo que purifica. La
pureza y la impureza tienen lugar en el corazón del hombre y dependen de la condición
de su corazón (cf. Mc 7,14-23).

Pero surge inmediatamente una pregunta: ¿Cómo se hace puro el corazón? ¿Quiénes
son los hombres de corazón puro, los que pueden ver a Dios (cf. Mt 5,8)? La exégesis
liberal ha dicho que Jesús habría reemplazado la concepción ritual de la pureza por una
de orden moral: en el lugar del culto y su mundo se pondría ahora la moral.
Consiguientemente, el cristianismo sería esencialmente una moral, una especie de
«rearme» ético. Pero así no se hace justicia a la novedad del Nuevo Testamento.

La verdadera novedad se comienza a entrever cuando, en los Hechos de los Apóstoles,


Pedro toma posición frente a la objeción de los fariseos convertidos a la fe en Cristo, que
pretendían la circuncisión de los cristianos procedentes del paganismo y «exigirles
guardar la Ley de Moisés». A esto Pedro replica: Dios mismo ha tomado la decisión de
que «los gentiles oyeran de mi boca el mensaje del Evangelio y creyeran… No hizo
distinción entre ellos y nosotros, pues ha purificado sus corazones con la fe» (15,5- 11).
La fe purifica el corazón. Y la fe se debe a que Dios sale al encuentro del hombre. No es
simplemente una decisión autónoma de los hombres. Nace porque las personas son
tocadas interiormente por el Espíritu de Dios, que abre su corazón y lo purifica.

Juan ha retomado y profundizado este gran tema de la purificación, mencionado sólo


brevemente en las palabras de Pedro, en el relato del lavatorio de los pies y, bajo la
palabra clave de «santificación», en la oración sacerdotal de Jesús. «Vosotros ya estáis
limpios por las palabras que os he hablado., dice Jesús a sus discípulos en el discurso
sobre la vid (15,3). Su palabra es lo que penetra en ellos, transforma su pensamiento y su
voluntad, su «corazón», y lo abre de tal modo que se convierte en un corazón que ve.

En la reflexión sobre la oración sacerdotal encontraremos nuevamente la misma visión,


aunque desde una perspectiva ligeramente diferente, cuando veamos la petición de
Jesús: «Santifícalos en la verdad» (17,17). En la terminología sacerdotal, «santificar»,
consagrar, quiere decir habilitar para el culto. La palabra designa las acciones rituales que
el sacerdote debe cumplir antes de presentarse ante Dios. «Santifícalos en la verdad». La
verdad es ahora el «lavatorio» que hace a los hombres dignos de Dios. Esto nos permite
comprender aquí a Jesús. El hombre debe estar inmerso en la verdad para que sea
liberado de la suciedad que lo separa de Dios. A este respecto no podemos olvidar que
Juan no toma en consideración un concepto abstracto de verdad; él sabe que Jesús es la
verdad en persona.
En el capítulo 13 del Evangelio, el gesto de Jesús de lavar los pies aparece como la vía
de purificación. Se expone una vez más lo mismo, pero desde otro punto vista. El
lavatorio que nos purifica es el amor de Jesús, el amor que llega hasta la muerte. La
palabra de Jesús no es solamente palabra, sino Él mismo. Y su palabra es la verdad y es
el amor. En el fondo es absolutamente lo mismo que Pablo expresa de un modo más
difícil de entender para nosotros, cuando dice que somos «justificados por su sangre»
(Rm 5,9; cf. Rm 3,25; Ef 1,7; etc.). Y es también lo mismo que explica la Carta a los
Hebreos en su gran visión del sumo sacerdocio de Jesús. En el lugar de la pureza ritual
no ha entrado simplemente la moral, sino el don del encuentro con Dios en Jesucristo.

Se impone aquí de nuevo la confrontación con las filosofías platónicas de la antigüedad


tardía que giran en torno al tema de la purificación, como por ejemplo, una vez más, en
Plotino. Esta purificación se alcanza, por un lado, a través de los ritos y, por otro, y sobre
todo, a través de la ascensión gradual del hombre hacia las alturas de Dios. De este
modo, el hombre se purifica de lo material, se convierte en espíritu y, por tanto, en puro.

Por el contrario, en la fe cristiana es precisamente el Dios encarnado quien nos purifica


verdaderamente y atrae la creación hacia la unidad con Dios. La espiritualidad del siglo
XIX ha vuelto a convertir en unilateral el concepto de pureza, reduciéndolo cada vez más
a la cuestión del orden en el ámbito sexual, contaminándolo también nuevamente con la
desconfianza respecto a la esfera material y al cuerpo. En la gran aspiración de la
humanidad a la pureza, el Evangelio de Juan —Jesús mismo— nos indica el rumbo: Él,
que es Dios y Hombre al mismo tiempo, nos hace capaces de Dios. Lo esencial es estar
en su Cuerpo, el estar penetrados por su presencia.

Quizás sea útil hacer notar ahora que la transformación del concepto de pureza en el
mensaje de Jesús demuestra una vez más lo que hemos visto en el capítulo segundo
sobre el final de los sacrificios de animales respecto al culto y al nuevo templo. Así como
los antiguos sacrificios eran un tender hacia el futuro en actitud de espera, y recibieron su
luz y su dignidad de ese porvenir hacia el que estaban orientados, también los usos
rituales de purificación, que pertenecían a este culto, eran igual que aquéllos —como
dirían los Padres— «sacramentum futuri»: una etapa en la historia de Dios con los
hombres o de los hombres con Dios; una etapa que quería crear una apertura hacia el
futuro, pero que tuvo que ceder el puesto al haber llegado la hora de la novedad.

Sacramentum y exemplum
Don y tarea: el «mandamiento nuevo»

Retornemos al capítulo 13 del Evangelio de Juan. «Vosotros estáis limpios», dice Jesús a
sus discípulos. El don de la pureza es un acto de Dios. El hombre por sí mismo no puede
hacerse digno de Dios, por más que se someta a cualquier proceso de purificación.
«Vosotros estáis limpios». En esta palabra maravillosamente simple de Jesús se expresa
de manera prácticamente sintética lo sublime del misterio de Cristo. El Dios que
desciende hacia nosotros nos hace puros. La pureza es un don.

Pero surge entonces una objeción. Pocos versículos después dice Jesús: «Pues si yo, el
Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a
otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo
hagáis» (Jn 13,14s).Con esto, ¿no hemos llegado quizás, de hecho, a una concepción
meramente moral del cristianismo?

En realidad, Rudolf Schnackenburg, por ejemplo, habla de dos interpretaciones que


contrastan entre sí del lavatorio de los pies en el mismo capítulo 13: una primera,
«teológicamente más profunda… entiende el lavatorio de los pies como un acontecimiento
simbólico que indica la muerte de Jesús; la segunda es de carácter puramente
paradigmático y se queda en el servicio de humildad de Jesús que representa el lavatorio
de los pies» [ref]Johannesevangelium, III, p. 7[/ref] Schnackenburg sostiene que esta
última interpretación sería una «creación de la redacción», sobre todo teniendo en cuenta
que, según él, «la segunda interpretación parece ignorar la primera»[ref]p. 12; cf. p.
28[/ref]. Pero eso es una manera de pensar demasiado limitada, demasiado ceñida al
esquema de nuestra lógica occidental. Para Juan, la entrega de Jesús y su acción
continuada en sus discípulos van juntas.

Los Padres han resumido la diferencia de los dos aspectos, así como sus relaciones
recíprocas, en las categorías de sacramentum y exemplum: con sacramentum no
entienden aquí un determinado sacramento aislado, sino todo el misterio de Cristo en su
conjunto —de su vida y de su muerte— , en el que Él se acerca a nosotros los hombres y
entra en nosotros mediante su Espíritu y nos transforma. Pero, precisamente porque este
sacramentum «purifica» verdaderamente al hombre, lo renueva desde dentro, se
convierte también en la dinámica de una nueva existencia. La exigencia de hacer lo que
Jesús hizo no es un apéndice moral al misterio y, menos aún, algo en contraste con él. Es
una consecuencia de la dinámica intrínseca del don con el cual el Señor nos convierte en
hombres nuevos y nos acoge en lo suyo. Esta dinámica esencial del don, por la cual Él
mismo obra en nosotros ahora y nuestro obrar se hace una sola cosa con el suyo,
aparece de modo particularmente claro en estas palabras de Jesús: «El que cree en mí,
también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn
14,12). Con ellas se expresa precisamente lo que se quiere decir en el lavatorio de los
pies con las palabras «os he dado ejemplo». El obrar de Jesús se convierte en el nuestro,
porque Él mismo es quien actúa en nosotros.

A partir de esto se entiende también el discurso sobre el «mandamiento nuevo» con el


que, tras las palabras sobre la traición de Judas, Jesús vuelve a retomar la invitación a
lavar los pies unos a otros, elevándolo a rango de principio (cf. 13,14s). ¿En qué consiste
la novedad del mandamiento nuevo?
Puesto que, a fin de cuentas, aquí entra en juego la novedad del Nuevo Testamento y, por
tanto, la cuestión sobre «la esencia del cristianismo», es muy importante escuchar con
especial atención.

Se ha dicho que la novedad, más allá del mandamiento ya existente del amor al prójimo,
se manifiesta en la expresión «amar como yo os he amado», es decir, en amar hasta
estar dispuestos a sacrificar la propia vida por el otro. Si consistiera en esto la esencia y la
totalidad del «mandamiento nuevo» entonces habría que definir el cristianismo como una
especie de esfuerzo moral extremo. Así interpretan muchos también el Sermón de la
Montaña. Respecto al antiguo camino de los Diez Mandamientos, que indicaría algo así
como la senda normal para el hombre común, el cristianismo habría inaugurado con el
Sermón de la Montaña el camino más elevado de una exigencia radical, en la cual se
habría manifestado en la humanidad un grado superior de humanismo.

Pero, en realidad, ¿quién puede decir de sí mismo que se ha elevado por encima de la
«mediocridad» del camino de los Diez Mandamientos, que los ha dejado atrás como algo
que se da por descontado, por decirlo así, y que ahora camina por vías más elevadas en
la «nueva Ley»? No, la verdadera novedad del mandamiento nuevo no puede consistir en
la elevación de la exigencia moral. Lo esencial también en estas palabras no es
precisamente la llamada a una exigencia suprema, sino al nuevo fundamento del ser que
se nos ha dado. La novedad solamente puede venir del don de la comunión con Cristo,
del vivir en Él. De hecho, Agustín había comenzado su exposición del Sermón de la
Montaña —su primer ciclo de homilías tras su ordenación sacerdotal— con la idea del
ethos superior, de las normas más elevadas y más puras. Pero, en el transcurso de sus
homilías, el centro de gravedad se va desplazando cada vez más. Tiene que admitir
repetidamente que la antigua exigencia significaba ya una verdadera perfección. Y, en
lugar de una pretendida exigencia superior, aparece cada vez más claramente la
disposición del corazón[ref]cf. De serm. Dom. in monte, I, 19, 59[/ref]; el «corazón puro»
(cf. Mt 5,8) se convierte progresivamente en el centro de la interpretación. Más de la mitad
de todo el ciclo de homilías se desarrolla con la idea de fondo del corazón purificado. Así,
sorprendentemente, puede verse la conexión con el lavatorio de los pies: sólo si nos
dejamos lavar una y otra vez, si nos dejamos «purificar» por el Señor mismo, podemos
aprender a hacer, junto con Él, lo que Él ha hecho.

La inserción de nuestro yo en el suyo —«vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en
mí» (Ga2,20)— es lo que verdaderamente cuenta. Por eso la segunda palabra clave que
aparece frecuentemente en la interpretación que hace Agustín del Sermón de la Montaña
es «misericordia». Debemos dejarnos sumergir en la misericordia del Señor; entonces
también nuestro «corazón» encontrará el camino recto. El «mandamiento nuevo» no es
simplemente una exigencia nueva y superior. Está unido a la novedad de Jesucristo, al
sumergirse progresivamente en Él.
Siguiendo en esta línea, Tomás de Aquino pudo decir: «La nueva ley es la misma gracia
del Espíritu Santo»[ref]S. Theol., I-II, q. 106, a. 1[/ref], no una norma nueva, sino la nueva
interioridad dada por el mismo Espíritu de Dios. Agustín pudo resumir al final esta
experiencia espiritual de la verdadera novedad en el cristianismo en la famosa fórmula:
«Da quod iubes et iube quod vis», «dame lo que mandas y manda lo que
quieras»[ref]Conf., X, 29, 40[/ref].

El don —el sacramentum— se convierte en exemplum, ejemplo que, sin embargo, sigue
siendo don. Ser cristiano es ante todo un don, pero que luego se desarrolla en la dinámica
del vivir y poner en práctica este don.

El misterio del traidor


La perícopa del lavatorio de los pies nos pone ante dos formas diferentes de reaccionar a
este don por parte del hombre: Judas y Pedro. Inmediatamente después de haberse
referido al ejemplo que da a los suyos, Jesús comienza a hablar del caso de Judas. Juan
nos dice a este respecto que Jesús, profundamente conmovido, declaró: «Os aseguro que
uno de vosotros me va a entregar» (13,21).

Juan habla tres veces de la «turbación» o «conmoción» de Jesús: junto al sepulcro de


Lázaro (cf. 11,33.38); el «Domingo de Ramos», después de las palabras sobre el grano
de trigo que muere, en una escena que remite muy de cerca a la hora en el Monte de los
Olivos (cf. 12,2427) y, por último, aquí. Son momentos en los que Jesús se encuentra con
la majestad de la muerte y es tocado por el poder de las tinieblas, un poder que Él tiene la
misión de combatir y vencer. Volveremos sobre esta «conmoción» del alma de Jesús
cuando reflexionemos sobre la noche en el Monte de los Olivos.

Volvamos a nuestro texto. El anuncio de la traición suscita comprensiblemente al mismo


tiempo agitación y curiosidad entre los discípulos. «Uno de ellos, al que Jesús tanto
amaba, estaba en la mesa a su derecha. Simón Pedro le hizo señas para que averiguase
por quién lo decía. Entonces él, apoyándose en el pecho de Jesús, le preguntó: «Señor,
¿quién es?». Jesús le contestó: «Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado»»
(13,23ss).

Para comprender este texto hay que tener en cuenta primero que en la cena pascual
estaba prescrito cómo acomodarse a la mesa. Charles K. Barrett explica el versículo que
acabamos de citar de la siguiente manera: «Los participantes en una cena estaban
recostados sobre su izquierda; el brazo izquierdo servía para sujetar el cuerpo; el derecho
quedaba libre para poderlo usar. Por tanto, el discípulo que estaba a la derecha de Jesús
tenía su cabeza inmediatamente delante de Jesús y, consiguientemente, se podía decir
que estaba acomodado frente a su pecho. Como es obvio, podía hablar confidencialmente
con Jesús, pero el suyo no era el puesto de honor; éste estaba a la izquierda del anfitrión.
No obstante, el puesto ocupado por el discípulo amado era el de un íntimo amigo. Barrett
hace notar en este contexto que existe una descripción paralela en Plinio[ref]p. 437[/ref].

Tal como está aquí, la respuesta de Jesús es totalmente clara. Pero el evangelista nos
hace saber que, a pesar de ello, los discípulos no entendieron a quién se refería.
Podemos suponer por tanto que Juan, repensando lo acontecido, haya dado a la
respuesta una claridad que no tenía para los presentes en aquel momento. En 13,18 nos
pone sobre la buena pista. En él Jesús dice: «Tiene que cumplirse la Escritura: «El que
compartía mi pan me ha traicionado»» (Sal 41,10; cf. Sal 55,14). Éste es el modo de
hablar característico de Jesús: con palabras de la Escritura, Él alude a su destino,
insertándolo al mismo tiempo en la lógica de Dios, en la lógica de la historia de la
salvación.

Estas palabras se hacen totalmente transparentes después; queda claro que la Escritura
describe verdaderamente su camino, aunque, por el momento, permanece el enigma.
Inicialmente se alcanza a entender únicamente que quien traicionará a Jesús es uno de
los comensales; pero posteriormente se va clarificando que el Señor tiene que padecer
hasta el final y seguir hasta en los más mínimos detalles el destino de sufrimiento del
justo, un destino que aparece de muchas maneras sobre todo en los Salmos. Jesús debe
experimentar la incomprensión, la infidelidad incluso den- ro del círculo más íntimo de los
amigos y, de este [nodo, «cumplir la Escritura». Él se revela como el verdadero sujeto de
los Salmos, como el «David» del que provienen, y a través del cual adquieren sentido.

En lugar de la expresión usada por la Biblia griega para decir «comer», Juan utiliza el
término trógein —con el cual Jesús indica en su gran sermón sobre el pan el «comer» su
cuerpo y su sangre, es decir, recibir el Sacramento eucarístico (cf. Jn 6,54-58)— y, de
este modo, añade una nueva dimensión a la palabra del Salmo retomada por Jesús como
profecía sobre su propio camino. Así, la palabra del Salmo proyecta anticipadamente su
sombra sobre la Iglesia que celebra la Eucaristía, tanto en el tiempo del evangelista como
en todos los tiempos: con la traición de Judas, el sufrimiento por la deslealtad no se ha
terminado. «Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, el que compartía mi pan, me ha
traicionado» (Sal 41,10). La ruptura de la amistad llega hasta la fraternidad de comunión
de la Iglesia, donde una y otra vez se encuentran personas que toman «su pan» y lo
traicionan.

El sufrimiento de Jesús, su agonía, perdura hasta el fin del mundo, ha escrito Pascal
basándose en estas consideraciones[ref]cf. Pensées, VII, 553[/ref]. Podemos expresarlo
también desde el punto de vista opuesto: en aquella hora, Jesús ha tomado sobre sus
hombros la traición de todos los tiempos, el sufrimiento de todas las épocas por el ser
traicionado, soportando así hasta el fondo las miserias de la historia.
Juan no da ninguna interpretación psicológica del comportamiento de Judas; el único
punto de referencia que nos ofrece es la alusión al hecho de que, como tesorero del grupo
de los discípulos, Judas les habría sustraído su dinero (cf. 12,6). Por lo que se refiere al
contexto que nos interesa, el evangelista dice sólo lacónicamente: «Entonces, tras el
bocado, entró en él Satanás» (13,27).

Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído


bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su
«yugo ligero», no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se
convierte en esclavo de otros poderes; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad
proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas.

Y, sin embargo, la luz que se había proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se
oscureció completamente. Hay un primer paso hacia la conversión: «He pecado», dice a
sus mandantes. Trata de salvar a Jesús y devuelve el dinero (cf. Mt 27,3ss). Todo lo puro
y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo.

Su segunda tragedia, después de la traición, es que ya no logra creer en el perdón. Su


arrepentimiento se convierte en desesperación. Ya no ve más que a sí mismo y sus
tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las
tinieblas. De este modo, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un
arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia
oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento.

La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que
nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha hecho carne en Jesús.
Juan concluye el pasaje sobre Judas de una manera dramática con las palabras: «En
cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche» (13,30). Judas sale fuera, y en un
sentido más profundo: sale para entrar en la noche, se marcha de la luz hacia la
oscuridad; el «poder de las tinieblas» se ha apoderado de él (cf. Jn 3,19; Lc 22,53).

Dos coloquios con Pedro

En Judas encontramos el peligro que atraviesa todos los tiempos, es decir, el peligro de
que también los que «fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron
partícipes del Espíritu Santo» (Hb 6,4), a través de múltiples formas de infidelidad en
apariencia intrascendentes, decaigan anímicamente y así, al final, saliendo de la luz,
entren en la noche y ya no sean capaces de conversión. En Pedro vemos otro tipo de
amenaza, de caída más bien, pero que no se convierte en deserción y, por tanto, puede
ser rescatada mediante la conversión.
Juan 13 nos relata dos coloquios entre Jesús y Pedro en los que aparecen ambos
aspectos de este peligro. En el primer coloquio, Pedro, el Apóstol, no quiere al principio
dejarse lavar los pies por Jesús. Eso contrasta con su idea de la relación entre maestro y
discípulo, contrasta con su imagen del Mesías, que él ha reconocido en Jesús. En el
fondo, su resistencia a dejarse lavar los pies tiene el mismo sentido que su objeción
contra el anuncio que Jesús hace de su pasión después de la confesión del Apóstol en
Cesarea de Felipe: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mt 16,22), dijo
entonces.

Y ahora, fundándose en la misma idea, dice: «No me lavarás los pies jamás» (In 13,8). Es
la objeción a Jesús que recorre toda la historia, como diciendo: «Tú eres el triunfador. Tú
tienes el poder. Tu abajamiento, tu humildad es inadmisible». Y es siempre Jesús quien
tiene que ayudarnos a entender una y otra vez que el poder de Dios es diferente, que el
Mesías tiene que entrar en la gloria y llevar a la gloria a través del sufrimiento.

En el segundo coloquio, después de que Judas ha salido y se ha proclamado el


mandamiento nuevo, se pasa al tema del martirio. Esto aparece bajo la palabra clave
«irse», «ir hacia» (»hypágó»). Según Juan, Jesús habló en dos ocasiones de su «irse»
donde los judíos no podían ir (cf. 7,34ss; 8,21s). Quienes lo escuchaban trataron de
adivinar el sentido de esto y avanzaron dos suposiciones. En un caso dijeron: «¿Se irá a
los que viven dispersos entre los griegos para enseñar a los griegos?» (7,35). En otro,
comentaron: «Será que va a suicidarse?» (8,22). En ambas suposiciones se barrunta algo
verdadero y, sin embargo, fallan radicalmente en la verdad fundamental. Sí, su irse es un
ir a la muerte, pero no en el sentido de darse muerte a sí mismo, sino de transformar su
muerte violenta en la libre entrega de su propia vida (cf. 10,18).

Y así es como Jesús, aunque no fue personalmente a Grecia, ha llegado efectivamente a


los griegos y ha manifestado el Padre, el Dios vivo, al mundo pagano mediante la cruz y la
resurrección.

En la hora del lavatorio de los pies, en la atmósfera de la despedida que caracteriza la


situación, Pedro pregunta abiertamente al Maestro: «Señor, ¿adónde vas?». Y, una vez
más, recibe una respuesta cifrada: «A donde yo voy, no me puedes acompañar ahora, me
acompañarás más tarde» (13,36). Pedro entiende que Jesús habla de su muerte
inminente e intenta subrayar su fidelidad radical hasta la muerte con su pregunta: «Por
qué no puedo acompañarte ahora? Daré mi vida por ti» (13,37). De hecho, después, en el
Monte de los Olivos, decidido a poner en práctica su propósito, se comprometerá
desenvainando la espada. Pero tiene que aprender que el martirio tampoco es un acto
heroico, sino un don gratuito de la disponibilidad para sufrir por Jesús. Tiene que olvidarse
de la heroicidad de sus propias acciones y aprender la humildad del discípulo. Su
voluntad de llegar a las manos en la reyerta, su heroísmo, termina en su renegar de
Jesús. Para lograr un puesto cercano al fuego en el patio del palacio del sumo sacerdote,
y obtener posiblemente información de las últimas novedades sobre lo que ocurría con
Jesús, dice que no lo conoce. Su heroísmo se ha derrumbado en una mezquina forma de
táctica. Tiene que aprender a esperar su hora; tiene que aprender la espera, la
perseverancia. Tiene que aprender el camino del seguimiento, para ser llevado después,
a su hora, donde él no quiere (cf. Jn 21,18), y recibir la gracia del martirio. En el fondo, en
ambos coloquios se trata de lo mismo: no prescribir a Dios lo que Dios tiene que hacer,
sino aprender a aceptarlo tal como Él mismo se nos manifiesta; no querer ponerse a la
altura de Dios, sino dejarse plasmar poco a poco, en la humildad del servicio, según la
verdadera imagen de Dios.

Lavatorio de los pies y confesión de los pecados

Finalmente hemos de prestar atención todavía a un último detalle del relato del lavatorio
de los pies. Después de que el Señor explica a Pedro la necesidad de lavarle los pies,
éste replica que, siendo así las cosas, Jesús le debería lavar no sólo los pies, sino
también las manos y la cabeza. La respuesta de Jesús, una vez más, resulta enigmática:
«Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio»
(13,10). ¿Qué significa esto? Las palabras de Jesús suponen obviamente que los
discípulos, antes de ir a la cena, habían tomado un baño completo y que ahora, ya a la
mesa, sólo hacía falta lavarles los pies. Está claro que Juan ve en estas palabras un
sentido simbólico más profundo, que no es fácil de identificar. Tengamos presente ante
todo que el lavatorio de los pies — como ya hemos visto— no es un sacramento
particular, sino que significa la totalidad del servicio salvador de Jesús: el sacramentum de
su amor, en el cual Él nos sumerge en la fe y que es el verdadero lavatorio de purificación
para el hombre.

Pero el lavatorio de los pies adquiere en este contexto, más allá de su simbolismo
esencial, también un significado más concreto que nos remite a la praxis de la vida de la
Iglesia primitiva. ¿De qué se trata? El «baño completo» que se da por supuesto no puede
ser otro que el Bautismo, con el cual el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por
todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante
el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en
cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible. No obstante, en la
vida de los cristianos, para permanecer en una comunión de mesa con el Señor, este
proceso necesita siempre un complemento: el lavatorio de los pies. ¿Qué significa esto?
No hay una respuesta absolutamente segura. Pero me parece que la Primera Carta de
Juan indica el buen camino y nos señala cuál es su significado. En ella se lee: «Si
decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero si
confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos
lavará de nuestros delitos. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos mentiroso y no
poseemos su palabra» (1,8ss). Puesto que también los bautizados siguen siendo
pecadores, tienen necesidad de la confesión de los pecados, que «nos lava de todos
nuestros delitos».
La palabra «purificar» establece la conexión interior con la perícopa del lavatorio de los
pies. La práctica misma de la confesión de los pecados, que procede del judaísmo, está
atestiguada también en la Carta de Santiago (5,16), así como en la Didaché. En ésta
leemos: «En la asamblea confesarás tus faltas» (4,14); y vuelve a decir más adelante:
«En cuanto al domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después
de haber confesado vuestros pecados» (14,1). Franz Mußner, siguiendo a Rudolf Knopf,
comenta: «En ambos textos se piensa en una confesión pública del individuo»
[ref]Jakobusbrief, p. 226, nota 5[/ref]. En esta confesión de los pecados, que ciertamente
formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de influjo
judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal
como se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero es ciertamente «una
etapa hacia él» [ref]Ibid., p. 226[/ref].

De lo que se trata en el fondo es de que la culpa no debe seguir supurando ocultamente


en el alma, envenenándola así desde dentro. Necesita la confesión. Por la confesión la
sacamos a la luz, la exponemos al amor purificador de Cristo (cf. Jn 3,20s).En la
confesión el Señor vuelve a lavar siempre nuestros pies sucios y nos prepara para la
comunión de mesa con Él. Al mirar en retrospectiva al conjunto del capítulo sobre el
lavatorio de los pies, podemos decir que en este gesto de humildad, en el cual se hace
visible la totalidad del servicio de Jesús en la vida y la muerte, el Señor está ante nosotros
como el siervo de Dios; como Aquel que se ha hecho siervo por nosotros, que carga con
nuestro peso, dándonos así la verdadera pureza, la capacidad de acercarnos a Dios. En
el segundo «canto del siervo de Dios», en el profeta Isaías, se encuentra una frase que en
cierto modo anticipa la línea de fondo de la teología joánica de la Pasión: «El Señor me
dijo: «Tú eres mi siervo y en ti seré glorificado» (LXX: »doxasthésomai»)»(cf. 49,3).

Esta conexión entre el servicio humilde y la gloria (»dóxa») es el núcleo de todo el relato
de la Pasión en san Juan: precisamente en el abajamiento de Jesús, en su humillación
hasta la cruz, se transparenta la gloria de Dios; Dios Padre es glorificado, y Jesús en Él.
Un pequeño inciso en el «Domingo de Ramos» —que podría considerarse como la
versión joánica de la narración del Monte de los Olivos— resume todo esto: «Ahora mi
alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si para eso he venido,
para esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Le he
glorificado y volveré a glorificarle» (12,27s). La hora de la cruz es la hora de la verdadera
gloria de Dios Padre y de Jesús.[ref]

Jn 10, 1-21
Sobre el Evangelio de san Juan: Comentario completo
«Yo soy el Buen Pastor» (cf. Jn 10, 1-10)
Tratado 45, Predicado en Hipona un sábado de septiembre u octubre de 414
1. A propósito del iluminado aquel que nació ciego, surgió un discurso del Señor a los
judíos. Así pues, Vuestra Caridad debe saber que con esta lectura está entrelazada la
hodierna, y ser advertida de ello. En efecto, puesto que el Señor había dicho: «Para un
juicio vine yo a este mundo, para que vean quienes no ven, y resulten ciegos quienes
ven» (Jn 9,39), lo cual expuse como pude en el tiempo cuando se leyó, algunos de entre
los fariseos dijeron: ¿Acaso también nosotros somos ciegos? Les respondió: Si fuerais
ciegos no tendrías pecado; ahora, en cambio, decís que «vemos»; vuestro pecado
permanece ( 2 Jn 9,40-41). A estas palabras ha añadido las que hoy hemos oído cuando
se leían públicamente.

Sin eterno vivir no hay recto vivir

2. En verdad, en verdad os digo: quien no entra por la puerta al redil de las ovejas, sino
que trepa por otro lado, ése es ladrón y asesino (Jn 10,1). Dijeron, en efecto, que ellos no
eran ciegos; podrían empero ver entonces, si fuesen ovejas de Cristo. ¿En virtud de qué
se usurpaban la luz quienes se enfurecían contra el Día? Por la vana, orgullosa e
insanable arrogancia de ellos, pues, el Señor Jesús ha entrelazado esas cosas mediante
las que, si prestamos atención, nos ha avisado salubremente. Hay, en efecto, muchos a
quienes según cierta costumbre de esta vida se califica de hombres buenos —varones
buenos, mujeres buenas—, inocentes y que observan, por así decirlo, lo que en la Ley
está preceptuado, que otorgan honor a sus padres, no fornican, no perpetran homicidio,
no cometen hurto, no presentan falso testimonio contra nadie y observan, digamos, lo
demás que la Ley manda. No son cristianos, mas generalmente se jactan como ésos:
¿Acaso también nosotros somos ciegos? Pero, porque todo eso que hacen, mas
desconocen a qué fin referirlo, lo hacen inanemente, en la lectura hodierna ha propuesto
el Señor la comparación acerca de su rebaño y de la puerta por la que se entra al redil.
Digan, pues, los paganos: «Vivimos bien». Si no entran por la puerta, ¿qué les aprovecha
eso de que se glorían? En efecto, vivir bien debe aprovechar a cada uno para esto, para
que le sea dado vivir siempre, porque a quien no le es dado vivir siempre, ¿qué le
aprovecha vivir bien? ¡Que tampoco ha de decirse que viven bien quienes por ceguera
desconocen la finalidad de vivir bien, o por engreimiento la desprecian! Pues bien, nadie
tiene esperanza verdadera y cierta de vivir siempre, si no reconoce la Vida, cosa que es
Cristo, y si por la entrada no entra al redil.

La filosofía pagana no lleva a la vida eterna

3. Tales hombres, pues, buscan generalmente persuadir a los hombres a vivir bien y a
que no sean cristianos. Quieren trepar por otra parte; robar y asesinar, no guardar y salvar
como el pastor. Hubo, pues, ciertos filósofos que sobre virtudes y vicios han tratado,
matizado, definido muchas sutilezas, concluido raciocinios agudísimos, llenado libros,
blandido con bocas crepitantes su sabiduría, los cuales osaron incluso decir a los
hombres: «Seguidnos, adheríos a nuestra escuela, si queréis vivir felizmente». Pero no
habían entrado por la puerta: querían destruir, aniquilar y asesinar.
Los fariseos no entraron por la puerta

4. ¿Qué diré de ésos? He ahí que los fariseos mismos leían y en lo que leían dejaban que
se oyera a Cristo, esperaban que iba a venir, mas no le reconocían presente; aun ellos
mismos se jactaban entre quienes ven, esto es, entre los sabios, mas negaban a Cristo y
no entraban por la puerta. También ellos mismos, pues, si quizá seducían a algunos, los
seducirían para aniquilarlos y asesinarlos, no para liberarlos. Dejemos también a éstos;
miremos a los que se glorían del nombre de Cristo mismo, a ver si esos mismos entran
quizá por la puerta.

El único redil es la Iglesia católica

5. Innumerables son, en efecto, quienes no sólo se jactan de ver, sino que quieren que se
los vea iluminados por Cristo; son, en cambio, herejes. ¿Quizá esos mismos habrán
entrado por la entrada? ¡Ni pensarlo! Sabelio dice: «El que es el Hijo, ese mismo es el
Padre». Pero, si es el Hijo, no es el Padre. No entra por la puerta quien llama Padre al
Hijo. Arrio dice: «Una cosa es el Padre; otra es el Hijo». Hablaría correctamente si dijera
«otro individuo», no «otra cosa». En efecto, cuando dice «otra cosa», contradice a ese al
que oye decir: Yo y el Padre somos una única cosa (Jn 10,30). Tampoco él, pues, entra
por la puerta, ya que predica a Cristo cual se lo imagina, no cual dice la Verdad. Tienes el
nombre, no tienes la realidad. Cristo es nombre de alguna realidad: mantén esa realidad
misma, si quieres que el nombre te aproveche. Otro, no sé de dónde, afirma como Fotino:
«Cristo es hombre; no es Dios». Tampoco él entra por la puerta, porque Cristo es hombre
y Dios. Mas ¿por qué es necesario pasar revista a muchas cosas y enumerar las muchas
vaciedades de las herejías? Mantened esto: que el redil de Cristo es la Iglesia católica.
Cualquiera que quiere entrar al redil, entre por la puerta, predique al Cristo auténtico. No
sólo predique al Cristo auténtico, sino busque la gloria de Cristo, no la suya, porque
muchos, buscando su gloria, dispersaron más bien que congregaron las ovejas de Cristo.
Baja, en efecto, es la Entrada, Cristo el Señor; es preciso que quien entra por esta
entrada se abaje para poder entrar con la cabeza sana. Quien, en cambio, no se abaja,
sino que se empina, quiere trepar por la tapia; ahora bien, quien por la tapia trepa, se
empina para caer.

Saltar la tapia es un crimen y una desgracia

6. Todavía empero habla veladamente el Señor Jesús, aún no se le entiende. Nombra la


puerta, nombra el redil, nombra las ovejas; encarece, pero aún no explica todo esto.
Leamos, pues, porque va a llegar a las palabras en que se digne exponernos algo de lo
que ha dicho, en virtud de cuya exposición nos dará tal vez entender también lo que no ha
expuesto. En efecto, con lo claro apacienta, con lo oscuro aguijonea. Quien no entra por
la puerta al redil de las ovejas, sino que trepa por otra parte. ¡Ay del desdichado, porque
va a caer! Sea, pues, humilde, entre por la puerta; venga a pie llano y no tropezará. Ése,
afirma, es ladrón y asesino; quiere llamar suyas a las ovejas ajenas; suyas, esto es,
obtenidas con hurto, para esto: no para salvarlas, sino para matarlas. Es, pues, ladrón
porque llama suyo lo ajeno; asesino porque además mata lo que ha robado. Quien, en
cambio, entra por la puerta es pastor de las ovejas; a éste le abre el portero. Preguntemos
por ese portero cuando hayamos oído al Señor mismo cuál es la puerta y quién es el
pastor. Y las ovejas oyen su voz y a las ovejas propias las llama nominalmente ((Jn 10,2-
3), pues tiene sus nombres escritos en el libro de la vida. Llama nominalmente a las
ovejas propias. Por eso dice el Apóstol: El Señor conoce a quienes son suyos (2Tm 2,19).
Y las saca y, cuando ha enviado fuera a las ovejas propias, va delante de ellas, y las
ovejas le siguen porque conocen su voz. A un extraño, en cambio, no le siguen, sino que
huyen de él porque no conocen la voz de los extraños (Jn 10,4-5). Velado está esto, lleno
de cuestiones, grávido de misterios. Sigamos, pues, y oigamos al Maestro, que abre algo
de estas oscuridades y que, mediante lo que abre, nos hace quizá entrar.

Palabras de ánimo a quienes no logran entender

7. Esta alegoría les dijo Jesús; ellos, por su parte, no se enteraron de qué les hablaba (Jn
10,6). Quizá tampoco nosotros. ¿Qué diferencia hay, pues, entre ellos y nosotros, antes
que también nosotros comprendamos esas palabras? Que nosotros aldabeamos para que
se nos abra; ellos, en cambio, negando a Cristo, no querían entrar para ser guardados,
sino quedarse fuera para destruirse. Porque, pues, oímos esto piadosamente, porque
antes de entenderlo creemos que es verdadero y divino, distamos de ésos con gran
diversidad. En efecto, cuando dos, uno impío, piadoso otro, oyen las palabras del
evangelio y éstas son tales que quizá no las entienden ambos, uno dice: «No ha dicho
nada», otro dice «Ha dicho la verdad y es bueno lo que ha dicho; pero nosotros no
entendemos»; éste, porque cree, aldabea ya y, si persiste en aldabear, es digno de que
se le abra; aquél, en cambio, oye aún: Si no creyereis, no entenderéis (Is 7,9 sec. LXX).
¿Por qué hago valer esto? Porque aun cuando haya expuesto, como puedo, estas
palabras oscuras, nadie ha de desesperar de sí porque son muy arcanas o por no haber
yo captado su sentido o por no haber tenido facilidad de explicar lo que entiendo o porque
uno es tan torpe que no sigue al expositor; permanezca en la fe, camine por el camino,
oiga decir al Apóstol: Y si en algo pensáis de otra manera, también esto os lo revelará
Dios; sin embargo, caminemos en eso a que hemos llegado (Flp 3,15-16).

Quiénes son los ladrones


8. A quien, pues, hemos oído proponer, comencemos a oírlo exponer. Les dijo, pues, de
nuevo Jesús: En verdad, en verdad os digo que yo soy la puerta de las ovejas (Jn 10,7).
He ahí que él ha abierto la puerta misma que había puesto cerrada. Él en persona es la
puerta. La hemos reconocido; entremos o gocemos de haber entrado. Todos cuantos
vinieron son ladrones y asesinos (Jn 10,8). Señor, ¿qué significa esto: Todos cuantos
vinieron? Pues qué, ¿no viniste tú? Pero entiende: «He dicho «Todos cuantos vinieron»
fuera de mí, evidentemente». Reconsideremos, pues. Antes de la venida de él mismo
vinieron los profetas; ¿acaso fueron ladrones y asesinos? ¡Ni pensarlo! No vinieron fuera
de él, porque vinieron con él. Quien iba a venir enviaba pregoneros, pero poseía los
corazones de esos a quienes había enviado. ¿Queréis saber que vinieron con ese que es
siempre él mismo? Ciertamente, del tiempo tomó carne. ¿Qué significa, pues, «siempre»?
En el principio existía la Palabra (Jn 1,1). Vinieron, pues, con él quienes vinieron con la
Palabra de Dios. Yo soy,afirma, el Camino y la Verdad y la Vida (Jn 14,6). Si él en
persona es la Verdad, con él vinieron quienes eran veraces. Cuantos, pues, vinieron fuera
de él, eran ladrones y asesinos; esto es, vinieron a robar y matar.

Idéntica es nuestra fe y la de los profetas

9. Pero no los escucharon las ovejas (Jn 10,8). Problema mayor es éste: No los
escucharon las ovejas. Antes de la venida de nuestro Señor Jesucristo con la que en
carne vino en condición baja, los justos se adelantaron a creer en él, que iba a venir,
como nosotros creemos en él, que ha venido. Los tiempos han cambiado, no la fe, porque
también los verbos mismos varían según el tiempo, cuando se conjugan diversamente —
un sonido tiene «va a venir»; otro sonido tiene «ha venido»; se ha mudado el sonido: «va
a venir» y «ha venido»—; sin embargo, idéntica fe une a unos y otros, a quienes creyeron
que iba a venir, y a quienes han creído que él ha venido. Vemos que en tiempos
ciertamente diversos, pero por la única puerta de la fe, esto es, por Cristo, han entrado
unos y otros. Nosotros creemos que el Señor Jesucristo, nacido de la Virgen, en carne ha
venido, ha padecido, ha resucitado, ha ascendido al cielo; creemos que todo esto se ha
cumplido ya, como oís los verbos del tiempo pasado. Los Padres, que creyeron que iba a
nacer de virgen, a padecer, resucitar, ascender al cielo, están también con nosotros en la
sociedad de la fe en él, pues a ellos se refiere el Apóstol cuando dice: Ahora bien, pues
tenemos idéntico espíritu de fe, también nosotros, como está escrito: «Creí, por eso
hablé», creemos; por lo cual hablamos también (2Co 4,13). Un profeta dijo: «Creí, por eso
hablé» (Sal 115,10); el Apóstol dice: También nosotros creemos; por lo cual hablamos
también.

Ahora bien, para que sepas que la fe es una sola, óyele decir: Pues tenemos idéntico
espíritu de fe, también nosotros creemos. Así también en otro lugar: Pues no quiero,
hermanos, que vosotros ignoréis que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y
todos atravesaron el mar y en la nube y en el mar fueron todos bautizados para unirse a
Moisés y todos bebieron idéntica bebida espiritual (1Co 10,1-4). El mar Rojo significa el
bautismo; Moisés, guía a través del mar Rojo, significa a Cristo; el pueblo que pasa
significa los fieles; la muerte de los egipcios significa la abolición de los pecados. Con
signos diversos, idéntica fe; con signos diversos, igual que con palabras diversas, porque
las palabras mudan los sonidos a través de los tiempos, mas, evidentemente, las palabras
no son otra cosa que signos, pues son palabras porque significan: quítale a la palabra su
significación; es ruido hueco. Todo, pues, ha sido significado.

¿Acaso no creían lo mismo aquellos mediante los que se servían estos signos, mediante
los que se prenunciaba profetizado lo mismo que creemos? Evidentemente, lo creían;
pero ellos, que eso iba a venir; nosotros, en cambio, que ha venido. Por eso asevera
también así: Bebieron idéntica bebida espiritual; idéntica la espiritual, porque la corporal
no es idéntica. En efecto, ¿qué bebían ellos? Pues bebían de la roca espiritual que
seguía; ahora bien, la roca era el Mesías (1Co 10,4). Ved, pues, variados los signos
mientras la fe permanece. Allí la roca era el Mesías; para nosotros es Cristo lo que se
pone en el altar de Dios. También ellos bebieron como gran sacramento de idéntico Cristo
el agua que manaba de la roca; los fieles saben qué bebemos nosotros. Si atiendes al
aspecto visible, es otra cosa; si al significado inteligible, bebieron idéntica bebida
espiritual.

Cuantos, pues, en aquel tiempo creyeron a Abrahán o a Isaac o a Moisés o a los otros
patriarcas y a los otros profetas que prenunciaban a Cristo eran ovejas y escucharon a
Cristo: escucharon no una voz ajena, sino la de él en persona. El juez había estado en el
pregonero porque, aun cuando el juez habla mediante el pregonero, el secretario escribe
no «el pregonero ha dicho», sino «El juez ha dicho». Hay, pues, otros a quienes las
ovejas no escucharon, en los que no estaba la voz de Cristo, pues erraban, decían
falsedades, parloteaban frivolidades, inventaban vaciedades, seducían a infelices.

¿Quiénes son las ovejas?

10. ¿Qué significa, pues, lo que he dicho: «Problema mayor es éste»? ¿Qué oscuridad y
dificultad de entender tiene? Escuchad, por favor. He ahí que el Señor mismo, Jesucristo,
vino, predicó; evidentemente, mucho más era voz del Pastor la expresada por la boca
misma del Pastor, ya que, si mediante los profetas había voz del Pastor, ¿cuánto más la
lengua misma del Pastor profería la voz del Pastor? No todos escucharon. Pero ¿qué
suponemos? Quienes escucharon ¿eran ovejas? He ahí que Judas escuchó, mas era
lobo; seguía, pero, cubierto con piel de oveja, tendía una trampa al Pastor. En cambio,
algunos de quienes crucificaron a Cristo no escuchaban, mas eran ovejas pues los veía a
esos mismos entre la turba cuando decía: Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre,
entonces conoceréis que yo soy (Jn 8,28). ¿Cómo, en efecto, se resuelve este problema:
escuchan quienes no son ovejas y no escuchan las ovejas; siguen la voz del Pastor
ciertos lobos y le contradicen las ovejas; por último, las ovejas matan al Pastor? Se
resuelve el problema, pues alguien responde y dice: «Pero, cuando no escuchaban, aún
no eran ovejas; entonces eran lobos; la voz escuchada los cambió y de lobos los hizo
ovejas; cuando, pues, fueron hechos ovejas, escucharon, hallaron al Pastor y siguieron al
pastor; porque hicieron lo mandado, esperaron las promesas del Pastor».

¿También los descarriados son ovejas?

11. Ha quedado resuelto de algún modo ese problema y quizá esto baste a alguno. A mí,
en cambio, me turba aún y, para merecer hallar con vosotros si aquél lo revela, con
vosotros comunico qué me turba, mientras con vosotros busco en cierto modo. Oíd, pues,
qué me turba. Mediante el profeta Ezequiel reprende el Señor a los pastores y de las
ovejas dice entre lo demás: No hicisteis volver la oveja descarriada (Ez 34,4). Dice
«descarriada» y asimismo la nomina oveja. Si, cuando estaba descarriada, era oveja, ¿la
voz de quién escuchaba para descarriarse? Si, en efecto, escuchase la voz del Pastor, sin
duda, no se descarriaría; pero se descarrió precisamente porque escuchó la voz de un
extraño: escuchó la voz del ladrón y asesino. Ciertamente no escuchan las ovejas la voz
de los asesinos: quienes vinieron, afirma —y entendemos: fuera de mí—; esto es, quienes
vinieron fuera de mí son ladrones y asesinos, mas las ovejas no los escucharon. Señor, si
no los escucharon las ovejas, ¿cómo se descarrían las ovejas? Si las ovejas no escuchan
sino a ti y tú eres la Verdad, cualquiera que escucha la Verdad evidentemente no se
descarría. Aquéllos, en cambio, se descarrían, mas se los nomina ovejas. De hecho, si en
medio del descarrío mismo no se los nominase ovejas, no se diría mediante Ezequiel: No
hicisteis volver la oveja descarriada. ¿Cómo se descarría y asimismo es oveja? ¿Ha
escuchado la voz de un extraño? Ciertamente no los escucharon las ovejas.

Además, muchos son reunidos ahora mismo en el redil de Cristo y de herejes son hechos
católicos: se los quitan a los ladrones, son devueltos al Pastor; mas a veces protestan, se
hastían de quien los hace volver y no perciben al que los degüella; sin embargo, aun
cuando quienes son ovejas hayan venido rezongantes, reconocen la voz del Pastor, se
alegran de haber venido y se sonrojan de haberse descarriado. Cuando, pues, de aquel
error se gloriaban como de la verdad y, evidentemente, no escuchaban la voz del Pastor
y, por eso, seguían a un extraño, ¿eran o no eran ovejas? Si eran ovejas, ¿cómo las
ovejas no escuchan a extraños? Si no eran ovejas, ¿por qué se reprende a esos a
quienes se dice: No hicisteis volver la oveja descarriada? También entre esos mismos,
hechos ya cristianos católicos, fieles de buena esperanza, ocurren a veces males —son
seducidos al error—, mas tras el error se los hace volver; cuando fueron seducidos al
error y rebautizados, o después de la sociedad del redil del Señor se han vuelto de nuevo
al error anterior, ¿eran o no eran ovejas? Evidentemente, eran católicos. Si eran fieles
católicos, eran ovejas. Si eran ovejas, ¿cómo pudieron escuchar la voz de un extraño,
siendo así que el Señor dice: No los escucharon las ovejas?

La realidad de la predestinación
12. Habéis oído, hermanos, la profundidad del problema. Digo, pues: El Señor conoce a
esos que son suyos (2Tm 2,19). Conoce a los preconocidos, conoce a los predestinados,
pues ciertamente de él se dice: Ahora bien, a quienes preconoció, también los predestinó
a ser hechos conformes con la imagen de su Hijo, para que ese mismo sea primogénito
entre muchos hermanos. Por otra parte, a quienes predestinó, a esos mismos también los
llamó; y a quienes llamó, a esos mismos también los justificó. Ahora bien, a quienes
justificó, a esos mismos también los glorificó. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra
nosotros? Añade tú aún: Quien no tuvo miramiento con su propio Hijo, sino que lo entregó
por todos nosotros, ¿cómo también con él no nos regaló todo? A nosotros; pero ¿a
quiénes? A los preconocidos, predestinados, justificados, glorificados, respecto a los
cuales sigue: ¿Quién hará acusaciones contra elegidos de Dios? (Rm 8,29-33) Conoce,
pues, el Señor a esos que son suyos: esos mismos son las ovejas. Ellas mismas se
desconocen a veces; pero, antes de la constitución del mundo, el pastor las conoce según
esa predestinación, según esa presciencia de Dios, según la elección de las ovejas,
porque el Apóstol dice también esto: Como nos eligió en ese mismo antes de la
constitución del mundo (Ef 1,4).

Según, pues, esa presciencia y predestinación de Dios, ¡cuán numerosas ovejas fuera,
cuán numerosos lobos dentro; cuán numerosas ovejas dentro y cuán numerosos lobos
fuera! ¿Qué significa lo que he dicho: «Cuán numerosas ovejas fuera»? ¡Cuán numerosos
los que, entregados de momento a la lujuria, van a ser castos; cuán numerosos los que
injurian a Cristo, mas van a creer en Cristo; cuán numerosos los que se emborrachan,
mas van a ser sobrios; cuán numerosos los que arrebatan cosas ajenas, mas van a
regalar las suyas! Sin embargo, de momento oyen una voz extraña, siguen a extraños.
Asimismo, ¡cuán numerosos los que dentro alaban a Cristo, mas van a injuriarlo; son
castos, van a fornicar; son sobrios, después va a sepultarlos el vino; están en pie, van a
caer! No son ovejas —hablo, en efecto, de los predestinados; hablo de estos que el Señor
conoce, los cuales son suyos—; y empero esos mismos, mientras juzgan rectamente,
oyen la voz de Cristo. He aquí que éstos la oyen, aquéllos no la oyen; y sin embargo,
según la predestinación, ésos no son ovejas, éstos son ovejas.

Necesidad de perseverar hasta el final

13. Queda aún un problema que de momento puede, me parece, resolverse ahora así.
Hay cierta frase, hay, repito, cierta frase del Pastor según la cual las ovejas no escuchan
a extraños, según la cual quienes no son ovejas no escuchan a Cristo. ¿Cuál es esta
frase? Quien haya perseverado hasta el final, éste será salvo (Mt 10,22). El propio no
desatiende esta frase, no la escucha el extraño; de hecho, también éste le predica esto,
que persevere con él hasta el final, pero, al no perseverar con él, no escucha esta frase.
Vino a Cristo, oyó unas palabras y otras, éstas y aquéllas, todas verdaderas, saludables
todas, entre todas las cuales está también aquella frase: Quien haya perseverado hasta el
final, éste será salvo. Quien la escuchare, es oveja. Pero la oía no sé quién y perdió la
cabeza, se enfrió, escuchó una voz ajena; si es un predestinado, ha errado por un tiempo,
no ha perecido para siempre, regresa para escuchar lo que desatendió, para hacer lo que
oyó. En efecto, si es de estos que están predestinados, Dios ha preconocido el error y la
conversión futura de ese mismo; si se ha extraviado, regresa para escuchar esa frase del
Pastor y seguir a quien dice: Quien haya perseverado hasta el final, éste será salvo. Voz
buena, hermanos, verdadera, pastoral; esa misma es la voz de la salvación, en las
tiendas de los justos (Cf Sal 117,15). En verdad, fácil es oír a Cristo, fácil es loar el
Evangelio, fácil aplaudir a quien sobre él diserta; esto, perseverar hasta el final, es de las
ovejas que oyen la voz del Pastor. Acaece una tentación: persevera tú hasta el final,
porque la tentación no persevera hasta el final. ¿Hasta qué final perseverarás? Hasta que
acabes el camino. De hecho, cuando no escuchas a Cristo, es adversario tuyo en ese
camino, esto es, en esa vida mortal. Pero ¿qué dice? Ponte pronto de acuerdo con tu
adversario, mientras con él estás en el camino (Mt 5,25). Has oído, has creído, te has
puesto de acuerdo. Si eras adversario, ponte de acuerdo. Si se te ha concedido ponerte
de acuerdo, no litigues más, pues desconoces cuándo se acaba el camino; pero en todo
caso lo sabe él. Si eres oveja y si hubieres perseverado hasta el final, serás salvo; y, por
esto, los suyos no desprecian esa voz, no la oyen los extraños.

Como he podido, como él mismo me ha concedido, os he expuesto o he tratado con


vosotros el muy profundo problema. Si algunos han entendido menos, permanezca la
piedad y se revelará la verdad; quienes, en cambio, han entendido, no se empinen sobre
los más tardos, cual si fuesen más rápidos, no sea que empinándose se salgan de órbita
y los más tardos lleguen más fácilmente. Ahora bien, a todos háganos llegar ese a quien
decimos: Guíame, Señor, en tu camino y andaré en tu verdad (Sal 85,11).

¿Quién es el pastor?

14. Mediante esto, pues, que ha expuesto el Señor entremos, porque él en persona es la
puerta, a lo que ha propuesto, mas no expuesto. Y, por cierto, aunque en esta lectura que
hoy se ha leído públicamente no ha dicho quién es el pastor, sin embargo, en la que sigue
dice clarísimamente: Yo soy el buen pastor (Jn 10,11). Aunque no lo dijera, ¿en qué otro
excepto en él mismo deberíamos pensar a propósito de estas palabras donde asevera:
Quien entra por la puerta, es el pastor de las ovejas. A éste le abre el portero y las ovejas
oyen su voz y llama nominalmente a las ovejas propias y las saca. Y, cuando ha enviado
fuera las ovejas propias, va ante ellas y las ovejas ¿lo siguen porque conocen su voz (Jn
10,2-4)? En efecto, ¿qué otro llama nominalmente a las ovejas propias y las saca de aquí
a la vida eterna, sino quien conoce los nombres de los predestinados? Por cierto, las
llama nominalmente, precisamente porque asevera a sus discípulos: Gozaos de que
vuestros nombres están escritos en el cielo (Lc 10,20). Y ¿qué otro las envía fuera, sino
quien perdona sus pecados para que puedan seguirlo, libradas de duras cadenas? Y
¿quién las ha precedido adonde lo sigan, sino quien tras resucitar de entre los muertos ya
no muere y la muerte no lo dominará ya (Rm 6,9) y, cuando aquí estaba visible en carne,
dijo: Padre, respecto a los que me diste quiero que, donde yo estoy, estén también
conmigo esos mismos (Jn 17,24) ? A eso se debe lo que ha aseverado: Yo soy la puerta;
si alguien hubiere entrado por mí, será salvado y entrará y saldrá y hallará pastos (Jn
10,9). Con esto muestra evidentemente que por la puerta entran no sólo el pastor, sino
también las ovejas.

15. Pero ¿qué significa: Entrará y saldrá y hallará pastos? En efecto, es muy bueno entrar
a la Iglesia por la puerta, Cristo; en cambio, en ningún caso es bueno salir de la Iglesia,
como asevera en una carta suya Juan Evangelista mismo: De entre nosotros salieron,
pero no eran de entre nosotros (1Jn 2,19). Tal salida, pues, no podría ser loada por el
Buen Pastor, aunque dijera: Entrará y saldrá y hallará pastos. Hay, pues, no sólo una
entrada buena, sino también una salida buena por la puerta buena, que es Cristo. Pero
¿cuál es esa salida loable y feliz? En efecto, podría yo decir que entramos cuando
interiormente pensamos algo y, en cambio, salimos cuando exteriormente realizamos
algo, y porque, como dice el Apóstol, mediante la fe habita Cristo en nuestros corazones
(Cf Ef 3,17), podría decir que entrar por Cristo es pensar según esa misma fe y, en
cambio, salir por Cristo es actuar también fuera, esto es, ante los hombres, según esa
misma fe, razón por la cual se lee en un salmo: «Saldrá el hombre a su trabajo» (Sal
103,23), y el Señor mismo dice: Luzcan ante los hombres vuestras obras (Mt 5,16). Pero
me deleita más el hecho de que la Verdad en persona, como Buen Pastor y, por tanto,
Buen Doctor, en cierto modo nos ha avisado sobre cómo debemos entender lo que
asevera, entrará y saldrá y hallará pastos, cuando a continuación ha añadido: El ladrón no
viene sino a robar y asesinar y destruir; yo vine para que tengan vida y la tengan más
abundantemente (Jn 10,10). En efecto, me parece que ha dicho: para que al entrar tengan
vida y al salir la tengan más abundantemente. Ahora bien, no puede nadie salir por la
puerta, esto es, por Cristo, hacia la vida eterna que existirá en la visión, si por esa misma
puerta, esto es, por el mismo Cristo, no entra a su Iglesia, que es su redil, hacia la vida
temporal que existe en la fe. Por eso asevera «Yo vine para que tengan vida —esto es, la
fe que actúa mediante la dilección (Cf Ga 5,6), fe mediante la que entran al redil para vivir,
porque el justo vive de fe— (Rm 1,17; Hab 2,4), y la tengan más abundantemente»
quienes, perseverando hasta el fina, salen por esa puerta, esto es, por la fe de Cristo,
porque mueren como fieles genuinos, y tendrán vida más abundantemente, viniendo a
donde el Pastor los ha precedido, donde nunca mueran después.

Aunque, pues, tampoco aquí, en el redil mismo, faltan pastos, porque respecto a una y
otra cosa, esto es, a la entrada y a la salida, podemos entender lo que está dicho «y
hallará pastos», sin embargo, hallarán pastos genuinos cuando se sacien quienes tienen
hambre y sed de la justicia (Cf Mt 5,6); pastos cuales los halló ese a quien está dicho: Hoy
estarás conmigo en el paraíso (Lc 23,43). Ahora bien, largo es investigar y explicar hoy,
disertando según él mismo dijere, cómo él mismo es la puerta, él mismo el pastor, de
forma que se entienda que en cierto modo él en persona entra y sale por sí mismo, y
quién es el portero.

Lc 5,1-11
San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Sermón: Cristo eligió para apóstoles a unos pescadores.
Sermón 43, 5-6: PL 38, 256- 257.

Estando el bienaventurado Pedro con otros dos discípulos de Cristo, el Señor, Santiago y
Juan, en la montaña con el mismo Señor, oyó una voz venida del cielo: Éste es mi Hijo, el
amado, mi predilecto. Escuchadlo. Recordando este episodio, el mencionado Apóstol
escribe en su Carta: Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la
montaña sagrada. Y luego continúa diciendo: Esto nos cerciora la palabra de los profetas.
Se oyó aquella voz del cielo, y se cercioró la palabra de los profetas.

Este Pedro, que así habla, fue pescador: y en la actualidad es un inestimable timbre de
gloria para un orador, ser capaz de comprender al pescador. Esta es la razón por la que el
apóstol Pablo, hablando de los primeros cristianos, les decía: Fijaos, hermanos, en
vuestra asamblea; no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni
muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para
humillar a los sabios; lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar al fuerte. Aún
más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular
a lo que cuenta.

Si para dar comienzo a su obra, Cristo hubiera elegido un orador, el orador hubiera dicho:
«He sido elegido en consideración a mi elocuencia». Si hubiera escogido a un senador, el
senador hubiera dicho: «He sido escogido en atención a mi dignidad». Finalmente, si
primeramente hubiera elegido a un emperador, el emperador hubiera dicho: «He sido
elegido en consideración a mi poder». Descansen los tales y aguarden todavía un poco.
Descansen un poco: no se prescinda de ellos ni se les desprecie; sean tan sólo aplazados
quienes pueden gloriarse de sí mismos y en sí mismos.

Dame —dice— ese pescador, dame a ese ignorante, dame ese analfabeto, dame a ese
con quien no se digna hablar el senador, ni siquiera al comprarle la pesca: dame a ese. Y
cuando le haya colmado de mis dones, quedará patente que soy yo quien actúo. Aunque
bien es verdad que me propongo hacer lo mismo con el senador, el orador y el
emperador: lo haré llegado el momento también con el senador, pero con un pescador mi
actuación es más evidente. Puede el senador gloriarse de sí mismo, y lo mismo el orador
y el emperador: en cambio el pescador sólo puede gloriarse en Cristo. Que venga, que
venga primero el pescador a enseñar la humildad que salva; por su medio será más
fácilmente conducido a Cristo el emperador.

Acordaos, pues, del pescador santo, justo, bueno, lleno de Cristo, en cuyas redes,
echadas por todo el mundo, había de ser pescado, junto con los demás, este pueblo
africano; acordaos, pues, que él había dicho: Esto nos cerciora la palabra de los profetas.
San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia
Tratado: Fecunda humildad.
Tratado sobre el evangelio de San Lucas, IV, 71-76: SC 45, 180.

«Remad mar adentro y echad vuestras redes para pescar» (Lc 5,4).

“Rema lago adentro”, es decir en la alta mar de los debates. ¿Hay abismos comparables a
“…la profanidad de riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios” (cf Rm 11,33) a la
proclamación de la filiación divina?… La Iglesia es conducida por Pedro en la alta mar del
testimonio, para contemplar al Hijo de Dios resucitado y al Espíritu derramado.

¿Cuáles son las redes que Cristo manda a los apóstoles de echar al agua? No es el
conjunto de las palabras, los discursos, la profanidad de los argumentos que no dejan
escapar a los que se han quedado en sus redes? Estos instrumentos de pesca de los
apóstoles no hacen perecer a la presa sino que la conservan, la salvan de los abismos y
la sacan a la luz, conduciéndola de los fondos bajos hacia las alturas…

“Maestro, dice Pedro, hemos estado toda la noche faenando y no hemos cogido nada,
pero puesto que tú lo dices, echaré las redes.” Yo también, Señor, sé que para mí es de
noche si tú no me guías. Todavía no he convertido a nadie por mis palabras, todavía es
de noche. He hablado el día de la Epifanía; he echado las redes y no he pescado nada.
He echado las redes de día. Espero que tú me mandes echar las redes. A tu palabra la
volveré a echar. La confianza en uno mismo no vale nada mientras que la humildad es
fecunda. Los apóstoles, que hasta entonces no habían pescado nada, a la voz del Señor,
capturaron una gran cantidad de peces.
Mc 3,13-14
San Agustín de Hipona, obispo y doctor de la Iglesia
Homilía:
Sermón 311, 2.

«Eligió a los Doce para que le siguieran y los envió a predicar» (Mc ,).

Los primeros apóstoles, carneros bienaventurados del rebaño santo, vieron al mismo
Señor Jesús pendiente de la cruz, lloraron su muerte, se asustaron de su resurrección, lo
amaron hecho poderoso y ellos mismos derramaron su propia sangre por la sangre que
vieron. Pensad, hermanos, en lo que significa que unos hombres sean enviados por el
orbe de la tierra a predicar que un hombre muerto resucitó y que ascendió al cielo, y que
por esta predicación hayan sufrido cuanto la locura del mundo les ha infligido: privaciones,
destierros, cadenas, tormentos, fuego, bestias, cruz y muertes. ¿Y esto lo sufrían por no
sé qué cosa? ¿Acaso, hermanos míos, moría Pedro por su gloria o se predicaba a sí
mismo?

Moría uno para que otro fuese honrado; se entregaba a la muerte uno para que otro fuese
adorado. ¿Haría esto, acaso, si no estuviese a la raíz la fragancia de la caridad y la
conciencia de la verdad? Habían visto lo que anunciaban; en efecto, ¿cuándo estarían
dispuestos a morir por algo que no hubieran visto? Se les obligaba a negar lo que habían
visto, mas no lo negaron: predicaban la muerte de quien sabían que estaba vivo. Sabían
por qué vida despreciaban la vida; sabían por qué felicidad soportaban una infelicidad
transitoria, por qué premios despreciaban estos males. Su fe no admite ponerse en la
balanza con el mundo entero. Habían escuchado: ¿De qué sirve al hombre ganar todo el
mundo si a cambio sufre detrimento en su alma?1 Los encantos del mundo no retrasaron
su veloz carrera, ni los bienes pasajeros a quienes emigraban a otro lugar; sea cuanta sea
y por deslumbrante que sea esta felicidad, hay que dejarla aquí, no puede ser traspasada
a la otra vida; llegará el momento en que también los ahora vivos han de dejarla aquí.

Santa Teresa del Niño Jesús, doctora de la Iglesia


Escritos: El misterio de la vocación.
Manuscrito A, 2 rº -vº.

«» (Mc ,).

No voy a hacer otra cosa sino: comenzar a cantar lo que he de repetir eternamente -¡¡¡las
misericordias del Señor!!! (cf Sal 88,1)…Abriendo el Santo Evangelio, mis ojos han topado
con estas palabras: “habiendo subido Jesús a un monte, llamó a sí a los que quiso; y ellos
acudieron a él” (Mc 3,13). He aquí, en verdad, el misterio de mi vocación, de toda mi vida,
y el misterio, sobre todo, de los privilegios que Jesús ha dispensado a mi alma… El no
llama a los que son dignos, sino a los que le place, o como dice san Pablo: “Dios tiene
compasión de quien quiere y usa de misericordia con quien quiere ser misericordioso. No
es, pues, obra ni del que quiere ni del que corre, sino de Dios, que usa de misericordia”
(Rm 9,15-16).

Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía
preferencias, por qué no todas las almas recibían las gracias con igual medida. Me
maravillaba al verle prodigar favores extraordinarios a santos que le habían ofendido,
como san Pablo, san Agustín, y a los que él forzaba, por decirlo así, a recibir sus gracias;
o bien, al leer la vida de los santos a los que nuestro Señor se complació en acariciar
desde la cuna hasta el sepulcro, apartando de su camino todo lo que pudiera serles
obstáculo para elevarse a él… Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso
ante mis ojos el libro de la naturaleza, y comprendí que todas las flores creadas por él son
bellas, que el brillo de la rosa y la blancura de la azucena no le quitan a la diminuta violeta
su aroma ni a la margarita su encantadora sencillez…Jesús ha querido crear santos
grandes, que pueden compararse a las azucenas y a las rosas; pero ha creado también
otros más pequeños, y éstos han de contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas
a recrearle los ojos a Dios cuando mira al suelo. La perfección consiste en hacer su
voluntad, en ser lo que él quiere que seamos.
Mc 8,27-38
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco de Sales
Sermón: La pregunta de Cristo se dirige también a ti
«En el camino les preguntó y vosotros, ¿quién decís que soy yo?.»(Mc 8, 27-29)
Sermones, Conversaciones, Tratado del Amor de Dios y cartas
[San Francisco de Sales quiere también responder a la pregunta que hace Cristo a los
discípulos, y que hace a cada uno de nosotros: «¿Quién soy yo?»]

-Él es Nuestro Salvador y Redentor: Ése es su nombre, pues Jesús quiere decir Salvador.
Él nos ha rescatado con su Pasión y muerte. Se ha hecho compañero de nuestra miseria
para luego hacernos compañeros de su gloria. Te ruego, Teótimo, que te fijes con cuánto
ardor desea Dios que seamos suyos. La Redención ha sido tan copiosa y abundante que
nadie ya puede dudar de la misericordia divina

-Nuestro Médico: El excelente Médico de todas nuestras enfermedades. Venid a Mí, nos
dice, y seréis curados. Y para el divino Médico es como un honor que le busquen los
enfermos, sobre todo si sus enfermedades son incurables.

-Nuestro Maestro: Es el que el Padre ha enviado para enseñarnos lo que tenemos que
hacer y desde entonces, debemos ajustar nuestra voluntad a la suya, quedándonos a la
espera y en sencilla disposición de recibir todo con amor, sin otro deseo ni pretensión que
darle gusto.

-Nuestro Amigo: Aprended de Él lo que tenéis que hacer y no hagáis nada sin su consejo,
porque Él es el Amigo fiel que os conducirá y dirigirá y tendrá cuidado de vosotros, como
de todo corazón se lo suplico.
-Nuestro Guía: Nos lleva de la mano; estrechádsela fuerte y caminad gozosos. Si os entra
miedo, no temáis: vais con Jesús. Él os ayudará y cuando no podáis seguir, Él os llevará
en sus brazos. Dios quiera que no nos fijemos mucho en las condiciones del camino sino
que tengamos los ojos fijos en Aquel que nos conduce.

Y por fin, nuestro Modelo en todo, y nuestro Dios por los siglos de los siglos.

Juan Crisóstomo
Sobre el Evangelio de san Mateo: Satanás nos invita siempre a negar la Cruz
«¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8,33)
Homilía 54
Pedro considera los sufrimientos y la muerte de Cristo desde el punto de vista puramente
natural y humano, y esa muerte le parece indigna de Dios, vergonzosa para su gloria.
Cristo le reprende y parece que le dice: «¡No! Los sufrimientos y la muerte no son
indignos de mí. Unas ideas a ras de suelo entorpecen y extravían tu juicio. Aleja toda idea
humana, escucha mis palabras consideradas desde el punto de vista de los designios de
mi Padre y comprenderás que solo esta muerte es la que conviene a mi gloria. ¿Crees
que sufrir es para mí una vergüenza? Debes saber que es la voluntad del diablo que yo
no lleve a cabo de esta manera el plan de salvación».

Que a nadie le suban los colores a la cara por los signos de nuestra salvación, tan dignos
de veneración y adoración; la cruz de Cristo es fuente de todo bien. Es gracias a ella que
vivimos, que somos regenerados y salvados. Llevemos, pues, la cruz como una corona de
gloria. Ella pone su sello a todo lo que nos conduce a la salvación: cuando somos
regenerados por las aguas del bautismo, ella está allí; cuando nos acercamos a la santa
mesa para recibir el Cuerpo y la Sangre del Salvador, ella está allí; cuando imponemos
las manos sobre los elegidos del Señor, ella está allí. Cualquiera cosa que hagamos, se
levanta ella allí, signo de victoria para nosotros. Por eso la ponemos en nuestras casas,
en nuestras paredes, en nuestras puertas; la trazamos sobre nuestra frente y nuestro
pecho; la llevamos en nuestro corazón. Porque ella es el símbolo de nuestra redención y
de nuestra liberación y de la infinita misericordia de nuestro Señor.

Cesareo de Arlés
Sermón: No es duro lo que manda aquel que ayuda a realizar lo que ordena
«Negarse a sí mismo... tomar la cruz» (Mc 8,34)
Sermón 159, 1. 4-6: CCL 104, 652-654
CCL
El que quiera venir en pos de mí, que cargue con su cruz. Parece duro, carísimos
hermanos, y se considera como grave lo que en el evangelio mandó el Señor, diciendo: El
que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo. Pero no es duro lo que manda
aquel que ayuda a realizar lo que ordena.

Y ¿a dónde hay que seguir a Cristo, sino a donde Cristo ha ido? Sabemos, en efecto, que
resucitó, que subió al cielo: allá hay que seguirlo. No hay que ceder a la desesperanza, y
no porque el hombre sea capaz de algo, sino porque él lo ha prometido. Muy lejano nos
quedaba el cielo, hasta que nuestra cabeza subió al cielo. Pero ahora, ¿cómo vamos a
desesperar llegar allí, si somos miembros de aquella cabeza? Y ¿por qué razón? Pues
porque la tierra es campo del miedo y del dolor: sigamos a Cristo donde está la felicidad
suma, la suma paz, la eterna seguridad.

Sólo que quien desee seguir a Cristo ha de prestar oído a lo que dice el Apóstol: Quien
dice que permanece en Cristo, debe vivir como él vivió. ¿Quieres seguir a Cristo? Sé
humilde como él lo fue: no desprecies su humildad, si deseas alzarte a su sublimidad. El
camino se volvió escabroso al pecar el hombre; pero se ha vuelto transitable desde que
Cristo, al resucitar, lo allanó, y de estrechísimo sendero se ha convertido en calzada real.
Por esta calzada se corre con los pies gemelos de la humildad y de la caridad. Aquí todos
aspiran a las cimas de la caridad: pero el primer peldaño es la humildad. ¿A qué viene
eso de quemar etapas? Quieres caer, no ascender. Empieza por el primer peldaño, el de
la humildad, y ya comenzaste la ascensión.

Por eso, nuestro Señor y salvador no se contentó con decir: Que se niegue a sí mismo,
sino que añadió: Que cargue con su cruz y me siga. ¿Qué significa: Que cargue con su
cruz? Soporte cualquier molestia: y así que me siga. Bastará que se ponga a seguirme
imitando mi vida y cumpliendo mis preceptos, para que al punto aparezcan muchos
contradictores, muchos que intenten impedírselo; hallará no sólo muchos que se burlen de
él, sino también muchos perseguidores. Y esto, no sólo entre los paganos, sino incluso
entre aquellos que, con el cuerpo, parecen estar dentro de la Iglesia, pero que en realidad
están fuera por la perversidad de las obras, y, blasonando únicamente del nombre de
cristianos, no cejan de perseguir a los buenos cristianos. Por tanto, si tú deseas seguir a
Cristo, toma en seguida su cruz: soporta a los malos, mantente firme.

Así pues, si queremos cumplir lo que dijo el Señor: El que quiera venir en pos de mí, que
cargue con su cruz y me siga, esforcémonos en poner en práctica, con la ayuda de Dios,
lo que dice el Apóstol: Teniendo qué comer y qué vestir nos basta; no nos ocurra que
apeteciendo los bienes terrenos más allá de la estricta necesidad, busquemos
enriquecernos, nos enredemos en mil tentaciones, nos creemos necesidades absurdas y
nocivas, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Que el Señor se digne
librarnos con su protección de semejante tentación, él que con el Padre y el Espíritu Santo
vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
Jn 21,1-19
San Basilio Magno, Obispo
Homilía:
Homilía 2, 6; PG 31, 1459-1462. 1471-1474.

«El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14).

Dios en la tierra, Dios en medio de los hombres, no un Dios que consigna la ley entre
resplandores de fuego y ruido de trompetas sobre un monte humeante, o en densa nube
entre relámpagos y truenos, sembrando el terror entre quienes escuchan; sino un Dios
encarnado, que habla a las creaturas de su misma naturaleza con suavidad y dulzura. Un
Dios encarnado, que no obra desde lejos o por medio de profetas, sino a través de la
humanidad asumida para revestir su persona, para reconducir a sí, en nuestra misma
carne hecha suya, a toda la humanidad. ¿Cómo, por medio de uno solo, el resplandor
alcanza a todos? ¿Cómo la divinidad reside en la carne? Como el fuego en el hierro: no
por transformación, sino por participación. El fuego, efectivamente, no pasa al hierro:
permaneciendo donde está, le comunica su virtud; ni por esta comunicación disminuye,
sino que invade con lo suyo a quien se comunica. Así el Dios-Verbo, sin jamás separarse
de sí mismo puso su morada en medio de nosotros; sin sufrir cambio alguno se hizo
carne; el cielo que lo contenía no quedó privado de él mientras la tierra lo acogió en su
seno.

Busca penetrar en el misterio: Dios asume la carne justamente para destruir la muerte
oculta en ella. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos, anulan sus efectos, y
como las tinieblas de una casa se disuelven a la luz del sol, la muerte que dominaba
sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo
permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reinan las tinieblas, pero
prontamente se diluye al calor del sol, así la muerte reinante hasta la venida de Cristo,
apenas resplandeció la gracia de Dios Salvador y surgió el sol de justicia, fue engullida
por la victoria (1Co 15, 54), no pudiendo coexistir con la Vida. ¡Oh grandeza de la bondad
y del amor de Dios por los hombres!

Démosle gloria con los pastores, exultemos con los ángeles porque hoy ha nacido el
Salvador, Cristo el Señor (Lc 2, 11). Tampoco a nosotros se apareció el Señor en forma
de Dios, porque habría asustado a nuestra fragilidad, sino en forma de siervo, para
restituir a la libertad a los que estaban en la esclavitud. ¿Quién es tan tibio, tan poco
reconocido que no goce, no exulte, no lleve dones? Hoy es fiesta para toda creatura. No
haya nadie que no ofrezca algo, nadie se muestre ingrato. Estallemos también nosotros
en un canto de exultación.

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