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La enseñanza de los Derechos Humanos

Mi intervención trata de abordar algunos de los problemas con


los que nos enfrentamos al tratar los Derechos Humanos como
materia adecuada para la formación de la ciudadanía de una
sociedad democrática con algunas posibilidades de terminar
siendo una sociedad mejor ordenada.

1.Definición de los Derechos Humanos.

Parece claro que uno de esos problemas fundamentales es el de


la definición de los Derechos Humanos, puesto que si lo que nos
proponemos es que la ciudadanía esté formada en una determinada
materia, lo primero que tenemos que hacer es concretarla. Esta
tarea no se alejaría en exceso de lo que en la jerga
utilitarista se conoce como la definición de los derechos y la
definición de los delitos y las penas, esto es, la dogmática
civil y penal. La única diferencia es que ahora la intención
definidora se aplicaría a un tema como el de los Derechos
Humanos. Así pues, se trataría de saber qué son los Derechos
Humanos, cuáles son, cómo se aplican, cómo se les protege, etc.

De esta manera se lograría evitar las dificultades que


derivarían de una indeterminación absoluta sobre el tema, del
mismo modo que había sucedido con anterioridad con relación a
la definición de nuestros derechos y obligaciones, por medio de
la que se trataba de proteger al individuo frente a la
arbitrariedad del poder. En Beccaria es evidente: se trata de
definir de manera clara y distinta el delito y la pena que lo
acompaña, pues en la medida en la que ambos estén determinados,
la seguridad del ciudadano aumentará en proporción inversa a
como disminuirá la discrecionalidad del poder.

Así pues habría que definir esos Derechos Humanos, lo que puede
alcanzarse por medio de una serie de Declaraciones -de las que
tenemos algunas muestras, una de las cuales es hoy objeto de
nuestra conmemoración -, y otras disposiciones, en las que se
recogerían de manera sistemática una serie de derechos y los
procedimientos necesarios para su defensa, al mismo tiempo que
se elabora una dogmática propia siguiendo el modelo de las
anteriores con el fin de asegurarnos su correcta explicación.
De esta manera parece que se aseguraría la posibilidad de
construir una materia que pudiera enseñarse a la ciudadanía en
función de los diferentes grados de formación que en la misma
se dieran.

2.Indeterminación, indefinición de los Derechos Humanos.

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Sin embargo y aún reconociendo las enormes ventajas que
pudieran derivarse de una elaboración dogmática de ese tipo,
hay algo que nos debería hacer reflexionar sobre lo que en
principio podría considerarse como una insuficiencia de tal
proyecto, con lo que si eso fuera así, terminaría por influir
también en la manera en que debería abordarse la cuestión de la
enseñanza de los Derechos Humanos, que quizá no podría llevarse
a cabo por medio de un saber articulado al modo en que se ha
hecho en otros campos del saber jurídico, como es el caso del
derecho civil, el derecho penal e incluso en nuestros días y en
nuestra comunidad autónoma, el derecho constitucional.

Con el fin de concretar aquello a lo que me estoy refiriendo,


voy a leerles un texto muy breve, aunque podría haber escogido
otros sin excesiva dificultad, entre los que se recogen en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos:

En su artículo primero se dice:"Todos los seres humanos nacen


libres e iguales en dignidad y derechos". La verdad es que no
creo que hubiera mucha gente que se opusiera a lo que en este
artículo se dice, o si quieren y a fin de no pecar de ingenuo,
no trato de reflexionar en estas páginas sobre los problemas
que podrían plantearse en relación con la gente que no
estuviera dispuesta a reconocer lo que se dice en este
artículo, que todos nacemos libres e iguales. Mi preocupación
se dirige, al menos hoy, a algo que he dejado traslucir en lo
que acabo de leerles. En principio podríamos pensar que todos
estamos de acuerdo en lo que se dice en ese artículo, pero si
ustedes reparan con atención en lo que antes les dije, se darán
cuenta de que cuando afirmé que "todos nacemos libres e
iguales", ya había dejado de decir lo que el mismo artículo
afirmaba, pues en él se decía "todos los seres humanos", y no
que nacieran libres e iguales, sino "libres e iguales en
dignidad y derechos". Con esto quiero mostrarles que incluso en
un mismo discurso se producen, y además de forma necesaria,
ciertas transformaciones que hacen posible la comprensión del
texto original, aunque al hacerla posible, lo alteran. Si esto
es lo que sucede dentro de un discurso, mucho más sucederá
cuando contemplamos discursos diferentes. Dicho de manera
clara. Aunque el simple hecho de acudir a un acto de este tipo,
pudiera hacernos pensar que todos estamos a favor de los
Derechos Humanos, esto no puede llevarnos a creer que por
respaldar los Derechos Humanos estamos de acuerdo en lo que
apoyamos. Antes bien, muchas veces defendiendo los Derechos
Humanos, sostenemos cosas muy distintas, y esto es lo que
constituirá el eje central de estas páginas, pues si eso es
así, no quedará más remedio que reconocer que la enseñanza de
los Derechos Humanos ha de realizarse con un cuidado extremo.

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Todo lo anterior muestra que los intentos ilustrados por
ordenar la convivencia social adolecen de lo que hoy se
denominaría una "debilidad estructural". Cuando Montesquieu
define la libertad política, el orden social, como la libertad
del hombre que hace lo que debe hacer, es decir, que se
comporta de acuerdo con lo exigido por el derecho, actúa como
un ilustrado, pero no nos resuelve el problema, pues lo que
hace es esconder una dificultad y no atajarla. Hace lo mismo
que esa gente que cuando barre, no recoge lo barrido, sino que
lo esconde bajo la alfombra o la cama, pues al definir la
libertad política por el derecho, no evita que nos preguntemos
no sólo qué es lo que nos dice el derecho, sino también por qué
nos dice lo que algunos afirman que dice y no lo que otros
sugieren que debería decir.

3.Vale todo?

Si trasladáramos este problema que acabo de plantear muy


esquemáticamente al terreno de los Derechos Humanos, la
cuestión se complicaría, porque no sólo tendríamos la
dificultad de ponernos de acuerdo sobre qué Derechos Humanos
deberían ser los que habríamos de asumir -las polémicas
actuales sobre el reconocimiento de la diversidad cultural y el
valor que desde un punto de vista respetuoso con la identidad
del tercero tienen algunas prácticas como la de la ablación,
pondrían de manifiesto lo que quiero decir-, sino que incluso
poniéndonos de acuerdo sobre una serie de Derechos Humanos,
como es el caso de la Declaración Universal, no lo estaríamos,
como acabo de señalar, en su significado.

Esta situación nos coloca en el núcleo del problema: la


diversidad de opiniones sobre estos temas, cuestión que si bien
en principio nos puede resultar muy gratificante, no deja de
suscitar cierto resquemor, en la medida en que si bien nos
permite ciertas posibilidades de juego, propias de la
pluralidad de interpretaciones, también nos aloja en el caos,
ya que no sabemos qué Derechos Humanos habría que reconocer o
si lo supiéramos, no sabríamos en qué sentido habría que
entenderlos. Por esta razón es por lo que un acto de este tipo,
centrado en la memoria de una Declaración sobre Derechos
Humanos puede terminar de manera desazonante, en la medida en
que llegáramos a la conclusión de que dado que es imposible que
nos pongamos de acuerdo, no queda más remedio que abrir la
puerta al escepticismo y consecuentemente, al relativismo, es
decir, al todo vale: como opino de una manera irreconciliable
con la tuya y como no hay manera de saber cuál es la posición

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correcta, sólo caben dos alternativas, o bien el enfrentamiento
por medio de la disputa de los amigos contra los enemigos de
que hablaba Schmitt, o bien la tolerancia mal entendida, esto
es, el inmovilismo, como no hay manera de ponernos de acuerdo y
no queremos terminar en el enfrentamiento schmittiano, lo mejor
es que cada cual campe por sus respetos o dicho con otros
términos: dejemos que todo cambie para que siga igual.

No quisiera centrarme en los problemas que estas situaciones


plantean ni tampoco en las posibilidades que habría de
combatirlas, al menos desde una perspectiva teórica, sino que
desearía detenerme en un único problema. Este consistiría en
tratar de salir de esa situación de escepticismo, de
inmovilismo, consagradora de lo peor de esta sociedad.

En mi opinión me parece que esto sería posible si nos


adentráramos en el problema del poder, esto es, en los
problemas que derivan del ejercicio del poder de uno sobre otro
y, por lo tanto, de la imposición de mi voluntad sobre la tuya.
Si adoptáramos esta propuesta, podríamos hacerlo desde dos
perspectivas. La primera se refiere al ejercicio del poder por
parte de las élites en una sociedad determinada y a los
mecanismos de legitimación a los que podrían acudir a fin de
lograr el asentimiento de quienes han de obedecer sus actos.
Sin embargo, no es ésta la perspectiva que adoptaré ahora, ya
que mi intención es la de seguir la otra, la que se refiere a
la propia ciudadanía, esto es, a ustedes, a todos nosotros. La
razón para hacerlo es que a pesar de lo que a veces pensamos,
la ciudadanía ejerce cierto poder en nuestras sociedades, en
las sociedades democráticas. No es que su poder sea inmenso,
pero es poder y no creo que pudiéramos considerarlo, como luego
veremos, despreciable. De ahí que respecto del tema de los
Derechos Humanos, la ciudadanía no debe hacer dejación de sus
responsabilidades, por el contrario debe adoptar frente a los
mismos lo que Dworkin ha llamado una "actitud protestante que
hace que cada ciudadano sea responsable de imaginarse cuáles
son los compromisos públicos de su sociedad en relación con los
principios, y qué es lo que tales compromisos requieren en
circunstancias nuevas"(1986, 413)

No son palabras sencillas, pero nos sitúan en una posición


radicalmente diferente de aquella con la que inicié esta
intervención. No se trata ya de una educación pasiva acerca de
los Derechos Humanos, no se trata ya de una educación que sigue
los pasos establecidos por una dogmática de los Derechos
Humanos, sino de una educación activa, una educación en la que
el ciudadano es responsable a la hora de reconstruir cuáles
sean los compromisos de principio de su sociedad: cada
ciudadano ha de preocuparse de conocer en qué medida su

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sociedad se encuentra comprometida con los Derechos Humanos y
en qué sentido está construido ese compromiso, por lo que no se
trata sólo y exclusivamente de que el ciudadano participe en la
elaboración de los textos, sino fundamentalmente de que lo haga
en su interpretación, de manera que no se limite a recibir lo
que se le dice, sino que lo reconstruya de manera responsable.
Por tanto, es una posición que se aleja de la simple
consistencia, de la estrechez de miras propia de toda
dogmática, y se acerca a otra distinta, preocupada de los
principios en los que se asientan las sociedades democráticas,
encaminadas teóricamente a la construcción de una sociedad
mejor.

Sin embargo, esta defensa dworkiniana de la actitud protestante


no evita los problemas, incluso cabría decir que los empeora.
Veamos lo que quiero decir. Creo que esta actitud evita los
problemas de la dogmática o mejor dicho, evita sus errores y
nos sitúa de una manera ajustada en los problemas con los que
no nos queda más remedio que enfrentarnos, puesto que la
actitud protestante frente a los Derechos Humanos no impide,
más bien lo contrario, que tengamos opiniones diferentes sobre
los mismos, en la medida en que suscita una mayor
participación. Esto es lo que nos lleva a plantear el siguiente
dilema: cómo compaginar una educación protestante de los
Derechos Humanos con la gran diversidad de interpretaciones que
genera, con lo que nos acercaríamos irremediablemente a una
postura politeísta próxima o idéntica a las posiciones
escépticas que podrían conducir a la quiebra de los mismos
Derechos Humanos? o bien, cómo es posible defender una actitud
como la protestante en relación con los Derechos Humanos que
nos podría llevar a la irracionalidad, en la que ya no cabe
sino acudir a la fuerza para dirimir nuestras diferencias?

A primera vista no parece que haya muchas posibilidades de


evitarlo, aunque si retomáramos el problema del poder que antes
anuncié, nos permitiría justificar, en primer lugar, la
necesidad de acudir irremediablemente a esa actitud protestante
y, en segundo lugar, nos abriría la vía para la salida de los
problemas que conlleva esa actitud.

En nuestro sistema político, en las democracias, parece claro


que las disensiones, enfrentamientos y diversidad de
convicciones han de terminar resolviéndose en las urnas. Ahora
bien, la resolución de nuestras diferencias por el voto y
consecuentemente, por el principio de las mayorías, es un
sistema espléndido pero que no debe dejarse a su aire. Por qué?
Pues porque el voto no es simplemente el ejercicio de mi poder
sobre una determinada cuestión, sino el ejercicio de mi poder
sobre otro en relación con una cuestión, o dicho con otras

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palabras, el sufrimiento que supone soportar el ejercicio del
poder de otro sobre mi con respecto a esa cuestión. Quien vote
con la mayoría impone su decisión sobre los otros, por lo que
ese ejercicio de poder, si es que quiere asegurarse su
pervivencia pacífica, tiene que justificarse, lo que no se
logrará acudiendo sólo y exclusivamente al principio de las
mayorías, ya que esa justificación exige algo más, exige que la
decisión que el voto representa se haya alcanzado siguiendo
unas determinadas pautas.

De ahí que si bien la enseñanza de los Derechos Humanos debe


estar presidida por una actitud protestante, esta actitud es
insuficiente. Habría que entender que el protestantismo ideado
por Dworkin sería el inicio, pero nada más, pues la misma nos
podría llevar a una pluralidad de convicciones, algunas de las
cuales tratarían de imponerse sobre las demás por medio del
mero principio de las mayorías, con lo que además tampoco se
alejarían finalmente las situaciones de enfrentamiento desnudo.
Por eso me parece que tiene toda la razón Rawls cuando plantea
que deberíamos contemplar nuestra práctica del voto como el
ejercicio del poder sobre los otros, lo que exige su
legitimación que sólo se logrará, en su opinión, si se
defienden convicciones que presumiblemente pudieran aceptarse
por todos los ciudadanos.

Esto conduciría a tratar de encontrar algún mecanismo que nos


asegurara la racionalidad de nuestras creencias, aunque
desafortunadamente ni siquiera así lograríamos siempre que los
demás llegaran a aceptar nuestras convicciones ni nosotros las
suyas. No obstante, sí que se establecería cierta disciplina en
nuestra discusión, con lo que evitaríamos confundirla con lo
que Schmitt llamó "propaganda y manipulación de masas" (1991,
100), pues si esa educación protestante abierta a la defensa de
las diferentes convicciones terminara por asimilarse con la
mera manipulación de masas, nuestra situación no sería
envidiable.

En resumen, mi propuesta consiste en defender un determinado


tipo de enseñanza sobre los Derechos Humanos que se aleja de
concepciones trasnochadas por insuficientes, como las que
representa el positivismo, y nos acerca a otras en las que el
ciudadano adquiere una posición más activa, sin que esa defensa
se apoye en razones de mera bondad o espíritu democrático, sino
más bien en las exigencias de legitimación que tiene el poder
que unos ejercen sobre otros. Indudablemente, esto no impide
que podamos acabar en una situación en la que unos manipulen a
otros, esa posibilidad está siempre presente, a veces

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excesivamente presente, ni tampoco evita que nos acerquemos a
situaciones en las que por la proliferación de convicciones muy
diversas parece que estuviéramos más cerca de la
indeterminación y el escepticismo, esto es, del todo vale, que
de una situación en la que pudiéramos hacer valer la razón,
aunque sólo fuera en los claros de la incertidumbre.

Esos riesgos difícilmente podremos alejarlos, quizá sólo ser


conscientes de los primeros y precavernos de los segundos, los
propios del politeísmo al "interiorizar y tolerar -como dice
Rorty- la oposición" (1998, 117).

Gracias.
Granada, 3 de diciembre de 1998.
José J. Jiménez Sánchez

Bibliografía:
C. Beccaria, De los Delitos y de las Penas, trad. de J. Jordá
Catalá, 1983 (1764).
R. Dworkin, Law`s Empire, 1986.
Id., “Objectivity and Truth: You`d Better Believe It”,
Philosophy and Public Affairs 25, no. 2 (Spring 1996).
Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, trad. de M. Blázquez y
P. De Vega, 1985 (1735).
J. Rawls, El Liberalismo político, trad. de A. Domènech, 1996
(1993).
R. Rorty, Achieving Our Country, 1998.
C. Schmitt, El Concepto de lo Político, trad. de R. Agapito,
1991 (1932).

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