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TEMA V: EL IUSNATURALISMO CRÍTICO-TRASCENDENTAL DE

IMMANUEL KANT

1 SINOPSIS INTRODUCTORIA
“… los modernos parten desde la igualdad y libertad de las personas. Esta doctrina de
la modernidad culminaría en la obra crítica de Kant, quien, con su afirmación de cada sujeto
como 'fin en sí mismo' (Selbstzweck), habría sido el fundador de la dignidad humana desde
unas bases secularizadas”.
Francisco Carpintero, Historia del Derecho natural, 11

En sus «Principios metafísicos de la doctrina del Derecho», Immanuel KANT (1724-1804)


sostiene una doctrina del “derecho natural”, lo que significa que defiende que la legislación civil
tiene que ajustarse al criterio moral de la justicia. Es decir, la defensa del Derecho tiene que ser
moral, y de hecho para Kant el derecho forma parte de la moral junto con la ética personal. De otro
modo, será legislación, pero no derecho. Pero, a su vez, la moral o es absoluta o no vale: ésa fue la
reivindicación histórica kantiana, cuya revisión crítica de la racionalidad teórica y práctica, en
respuesta al ataque escéptico del empirismo radical de David Hume, el apriorismo trascendental,
aporta en el plano moral la que puede considerarse única fundamentación estrictamente racional de
la dignidad del ser humano por el valor absoluto de su ser personal.

Con ello Kant ofrece una versión peculiar del iusnaturalismo moderno o racional: el
iusnaturalismo trascendental o iusnaturalismo crítico trascendental o simplemente iusnaturalismo
crítico, que fundamenta de modo absoluto la moral, tanto ética como jurídica, mediante un
deontologismo estricto, fundado en una nueva epistemología que justifica definitivamente la
objetividad de la racionalidad, teórica o/y práctica: la crítica trascendental o racionalismo
trascendental.
Sin embargo, la filosofía de Kant no ha encontrado la comprensión y aprobación que merece
en muchos medios, especialmente el católico eclesiástico, por falta de la debida atención a su obra,
que padece el injustificado prejuicio de subjetivismo e inmanentismo 1. Pero ni la autonomía moral
que Kant defiende es lo mismo que el individualismo subjetivista ni el criticismo metafísico de su
ontología implica ateísmo ni tampoco propiamente agnosticismo metafísico sino, como bien lo ha
visto Gómez Caffarena, un teísmo moral2. Lo veremos a continuación, aunque sea brevemente3.

2. LA FILOSOFÍA DEL DERECHO DE KANT


2.1. El nuevo DERECHO natural
La última gran obra de Kant, con la que completa su sistema de filosofía “trascendental”, es la
Metafísica de las Costumbres (metafísica moral: MC, en adelante), que comprende dos partes: la
Doctrina del Derecho y la Doctrina de la virtud o ética.

1
Este tópico puede encontrarse, por ejemplo, en SAN JOSÉ PRISCO, J., La «Tradición
Central de Occidente». Una propuesta necesaria, in: REDC 65 (2008), 455-492.
2
GÓMEZ CAFFARENA, J., El teísmo moral de Kant, Madrid: Cristiandad, 1983.
3
Para una reivindicación del iusnaturalismo crítico de Kant, basada en una revisión del
conjunto de su filosofía, puede verse el artículo de José Ramos Salguero, en la REDC de la UPSA,
nº 77 (2020), pp. 937-985, “Derecho, deber y persona. Una repristinación kantiana”.
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El hecho mismo de publicarlas juntas ya sugiere lo que luego explícitamente establece en la
Introducción: que tanto ética como derecho forman parte de la moral porque comparten el
mismo principio, el “imperativo categórico”:
El imperativo categórico, que sólo enuncia en general lo que es obligación, reza así:
¡obra según una máxima que pueda valer a la vez como ley universal! (MC, 225)
El principio supremo de la doctrina de las costumbres es, pues: obra según una
máxima que pueda valer a la vez como ley universal. (MC, 226)
Si la física investiga las leyes de la naturaleza (MC, 215), la moral investiga las leyes de la
libertad (MC, 214).
Estas leyes de la libertad, a diferencia de las leyes de la naturaleza, se llaman morales. Si
afectan sólo a acciones meramente externas y a su conformidad con la ley, se llaman
jurídicas; pero si exigen también que ellas mismas (las leyes) deban ser los fundamentos de
determinación de las acciones, entonces son éticas, y se dice, por tanto: que la coincidencia
con las primeras es la legalidad, la coincidencia con las segundas, la moralidad de la
acción. La libertad a la que se refieren las primeras leyes sólo puede ser la libertad en el
ejercicio externo del arbitrio, pero aquella a la que se refieren las últimas puede ser la
libertad tanto en el ejercicio externo como en el interno del arbitrio, en tanto que está
determinado por leyes de la razón. (MC, 214)

Kant ha establecido ya en obras anteriores, de carácter epistemológico, ontológico y ético,


como crítica a la filosofía tradicional, y lo reiterará aquí sumariamente, que el conocimiento de leyes
en sentido estricto sólo puede proceder a priori de la razón pura, con lo cual se justifica que sea
verdaderamente universal y necesario y no mera inducción o generalización empírica acerca de la
naturaleza humana. Por ello las leyes fundamentales tienen un carácter formal, ya que la experiencia
sólo ofrece conocimientos o contenidos particulares y contingentes. Pero sólo así pueden tener, en el
ámbito práctico o moral, carácter de mandato categórico o absoluto.
Pero eso significa que el fundamento de todo saber, físico o moral, en realidad es metafísica,
ya que éste es el nombre del «inventario de todos los conocimientos que poseemos, sistemáticamente
ordenados por la razón pura» (Crítica de la razón pura, A XX). Se trata de un uso peculiar
kantiano, aunque en modo alguno arbitrario o extraño, del concepto de “metafísica”, que lo hace
equivaler a “ciencia” en sentido estricto o, con más precisión, al fundamento racional de toda
ciencia, aunque contenga además su desarrollo empírico, como es el caso de la Física, sobre la cual
también escribió antes unos Principios metafísicos de la ciencia natural (MC, 215). Pero, en moral,
el contenido tiene que ser pura metafísica, porque lo que se investiga no es “ cómo se obra”, sino
“cómo se debe obrar” (no se trata de hechos o del ser, sino del deber ser), y de ahí lo insólito del
título “metafísico” de la obra, por la siguiente razón:
Las leyes morales… sólo en la medida en que pueden considerarse como fundadas a
priori y necesarias valen como leyes. (MC, 215)

En suma, por metafísica, jurídica en este caso, Kant entiende el conjunto de conocimientos que
surgen de la razón misma, es decir, el derecho natural que surge a priori de la razón, y no “la praxis
jurídica empírica” (MC, 206). Y llama la atención la amplitud del contenido de este derecho natural,
como ha sido propio del iusnaturalismo moderno, en comparación con la parquedad del derecho
natural anterior. Porque en realidad se trata de considerar el conjunto del derecho desde el punto de
vista de su racionalidad o en la medida en que se puede fundar, según la rigurosa exigencia kantiana,
como ley a priori de la razón.

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Kant divide el derecho natural, de acuerdo con la sistemática canónica romana aún vigente, en
DERECHO PRIVADO (que regiría ya de modo “provisional” en un hipotético estado natural, de
acuerdo con el derecho natural y no positivo), que se ocupa exhaustivamente sobre todo del derecho
acerca de la propiedad, y DERECHO PÚBLICO, que se subdivide en político, de gentes
(internacional) y cosmopolita (universal), que es el que constituye “un estado jurídico [no ya estado
natural prejurídico]” mediante la promulgación pública de leyes “bajo una Constitución”, para
asegurar la justicia “sin violencia” mediante un “poder [coactivo] que ejerza este derecho” (MC,
312).
El contenido esencial de este derecho natural no hace referencia a ley eterna divina, sino sólo
a un derecho o ley natural de carácter racional a priori como imperativo categórico, que consiste en
la coordinación de la libertad externa en igualdad y de la propiedad que le es inherente, según el
mismo criterio reconociblemente formal del iusnaturalismo clásico grecorromano y medieval, a
saber, la justicia o igualdad tanto conmutativa como distributiva . Lo peculiar del planteamiento
kantiano, la referencia al a priori y al imperativo o principio categórico, encuentra su explicación en
las obras previas de la filosofía crítica kantiana, de carácter epistemológico y ético, a las que nos
referiremos en posteriores apartados.
En el comienzo de la «Introducción a la doctrina del Derecho», Kant afirma, situándose en la
tradición iusnaturalista (hasta entonces no cuestionada), el «Derecho natural» como fundamento del
«derecho positivo». «Doctrina del derecho» llama al «conjunto de leyes para las que es posible una
legislación exterior» (a diferencia de la legislación moral, que es interior), la cual, cuando se
convierte en legislación real, se llama «derecho positivo». Kant menciona la jurisprudencia como
posible desarrollo de la legalidad basado en la aplicación de la legislación básica a la casuística
empírica, pero precisa que la «ciencia del derecho… corresponde al conocimiento sistemático de la
doctrina del derecho natural», que comprende los «principios inmutables para toda legislación
positiva».
Tras presentar su obra como ciencia del derecho, Kant se pregunta qué es el derecho. Y
entonces refuerza el concepto de que, si algo es «de derecho» (quid sit iuris), tiene que ver con las
leyes habidas en algún momento y lugar, « pero también si es justo lo que proponían y el criterio
general para reconocer tanto lo justo como lo injusto». Y la fuente de este juicio es « la mera razón
[la sola razón: la razón pura]… para erigir los fundamentos de una posible legislación positiva». La
noción de derecho, pues, se presenta como bifronte, compuesta de hecho legal y razón, pero bajo la
preeminencia del juicio de la razón que juzga la justicia que las leyes deben encarnar, aunque no
siempre lo hicieran.
Por si cupiera duda del carácter iusnaturalista de esta concepción, un poco más adelante, a
propósito de la división general de los derechos, Kant vuelve a contraponer el «derecho natural, que
sólo se basa en principios a priori, y derecho positivo (estatutario), que procede de la voluntad de
un legislador». Ahora bien, esa cualificación añadida y original de Kant, la de a priori, que sustituye
a la anterior de “la razón”, no es comentada por él porque tiene una significación ampliamente
desarrollada en sus obras previas. El apriorismo constituye una clave de su concepción crítica,
original, de la razón, tanto teórica como, según vemos aquí, práctica, que aclararemos más adelante.
(La otra clave será la noción de lo trascendental.)
Kant ofrece a continuación una triple precisión del objeto del Derecho, notando que está ligada
a una «obligación» que corresponde a un «concepto moral del mismo»: el concepto de derecho
afecta sólo a la relación externa de las personas, en tanto que sus acciones pueden influirse entre sí;
trata de la relación del arbitrio con el arbitrio de otros, con independencia de su contenido o fin,
considerando sólo la forma de la relación en tanto libre, de acuerdo con una ley universal (se
entiende que como condición igual para todos). Y acaba reuniendo estos rasgos en esta definición:

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«derecho es el conjunto de condiciones bajo las cuales el arbitrio de uno puede
conciliarse con el arbitrio de otro según una ley universal de libertad» (MC, 230-231).
Puede advertirse en esta declaración de principio el carácter formal del derecho. Para Kant no
incluye, como para Aristóteles, todas las virtudes, sino que se limita a establecer condiciones
formales de la relación social externa entre personas. El tratamiento racional o metafísico de las
virtudes será asunto exclusivo de la ética, de la que trata la segunda parte de la MC. Por eso cabría
afirmar que para Kant el Derecho sería el mínimo común social, objetivo e intemporal, de la moral.
Llama la atención cómo Kant resalta el valor central que tiene la libertad para los modernos
como atributo esencial del ser humano y condición de toda la moralidad, sea ética o jurídica. Aunque
podría echarse de menos que en esta definición no aparezca la noción de justicia. Sin embargo, hay
que entenderla aquí implícitamente aludida en “ el conjunto de condiciones”, porque Kant referirá
más adelante reiteradamente la noción tradicional de justicia, tanto conmutativa como distributiva,
como centrales en la noción de Estado de derecho, como se advierte claramente en los siguientes
textos:
El estado jurídico [de derecho] es aquella relación de los hombres entre sí que contiene las
condiciones bajo las cuales tan sólo cada uno puede participar de su derecho, y el principio
formal de posibilidad del mismo [trascendental]… es la justicia pública que, en relación con
… la posesión de objetos … según leyes puede dividirse en justicia protectora, justicia
conmutativa y justicia distributiva. (MC, 306)

Del derecho privado en el estado de naturaleza surge, entonces, el postulado del derecho
público: en una situación de coexistencia inevitable con todos los demás, debes pasar de
aquel estado a un estado jurídico, es decir, a un estado de justicia distributiva ... por
oposición a la violencia. (MC, 307)

Si por derecho natural entendemos sólo el no estatutario, por tanto únicamente el derecho
cognoscible a priori por la razón de todo hombre, también pertenecerá al derecho natural no
sólo la justicia vigente entre las personas en su comercio recíproco (iustitia commutativa),
sino también la justicia distributiva (iustitia distributiva), tal como puede conocerse a priori,
según su ley, que tiene que dictar su sentencia (sententia ). (MC, 397)

Ahora bien, como protección jurídica de la libertad, sin embargo, Kant recoge y justifica en seguida
un rasgo que diferencia crucialmente la moral jurídica de la ética. Se trata del esencial carácter
coactivo de las leyes jurídicas que establece y garantiza el “Estado jurídico” o de derecho. La
legitimidad de la “coacción”, aunque faltara el sentimiento moral de obligación , para Kant es tan
evidente que se basa en el « principio de no contradicción» es decir, tiene un carácter « analítico»
(MC, 396), porque supone oponerse a quienes se oponen a la libertad, con lo cual se trata de
afirmarla realmente sin más: la coacción a lo que obstaculiza la libertad es conforme a derecho. El
Derecho, pues, en su sentido “estricto” o diferente (aunque no separable) de la ética, aunque
requiera motivación moral (en tanto obligación de respeto recíproco a la libertad), no la exige,
porque le basta la motivación sensible e interesado de evitar una sanción penal.
No obstante, hay un contenido peculiarmente moderno del Derecho al que el iusnaturalismo
kantiano rinde tributo y que se refiere a los derechos subjetivos fundamentales de la persona. Se
considera la justicia o el derecho no sólo, objetivamente, como ley, sino también, subjetivamente,
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como exigencia de su cumplimiento. Por eso Kant distingue los derechos bien como “preceptos” o
bien como “facultades morales de obligar a otros”: lo que sería derecho subjetivo, en la época en
que los pueblos se rebelan contra imperios o absolutismos y hacen valer el fundamento social,
comunitario o democrático de la soberanía. La justicia es derecho y es un derecho de individuos
libres e iguales. La modernidad, en su lucha contra el absolutismo o defensa de la libertad de los
individuos, convierte el derecho en derechos.
En cuanto precepto, Kant distingue el derecho en “derecho natural (“que sólo se basa en
principios a priori)” y “derecho positivo (estatutario), que procede de la voluntad de un legislador ”.
Pero, en cuanto facultad de obligar a otros, el derecho puede ser «innato y adquirido», siendo
“innato” el dado “a cada uno por naturaleza” y “adquirido” el que depende de un acto jurídico
(MC, 237). Y la razón de esta extraña redundancia o complicación de un derecho natural innato
frente a otros también naturales (basados en la razón a priori) pero adquiridos en el reconocimiento
público estatal asoma enseguida:
No hay sino un derecho innato. La LIBERTAD (la independencia con respecto al
arbitrio constrictivo de otro) … derecho único, originario, que corresponde a todo hombre en
virtud de su humanidad… la cualidad del hombre de ser su propio señor (sui iuris) (MC, 237).
Esto querría decir que, antes o independientemente de la constitución civil del Estado jurídico,
el hombre como tal se caracteriza por la libertad y tiene en ella una reclamación innegociable, pre y
post jurídica. A la libertad la llama también Kant «lo mío y lo tuyo innato» o «interno, porque lo
externo ha de ser siempre adquirido» (237). En cuanto a la IGUALDAD, es obviamente inherente a
la libertad “según leyes universales”, es decir, todo ser humano es igualmente libre , al igual que
otros derechos o facultades, como el de expresión; de ahí que hable de «igualdad innata» (238).
Pero los demás derechos sólo se constituyen para Kant como derechos, aunque sean naturales
y por tanto fundamentales y exigibles a priori, en virtud del reconocimiento civil, asegurados por un
acto (o contrato) jurídico. Aquí nota Kant que las diferentes libertades son modos de la libertad (lo
que luego se han llamado derechos subjetivos) y, aunque no nombra la PROPIEDAD (lo mío y lo
tuyo externo), le dedica luego la primera parte de la obra, el Derecho privado. Y afirma:
«Si soy el tenedor de una cosa (por tanto, estoy ligado a ella físicamente), aquel que
actúa sobre ella contra mi consentimiento (por ejemplo, me quita la manzana de la mano),
afecta lo mío interno (la libertad) y lo reduce; por consiguiente, en su máxima está en
contradicción directa con el axioma del derecho.» (MC, 249-250)
Es decir, aunque la libertad es el derecho fundamental, hay una conexión necesaria de la
propiedad con la libertad. Por eso en otras obras afirma que el hombre no puede ser libre sin un
poco de propiedad (Teoría y práctica, en adelante TP, 295).
Parece claro que Kant entiende por la expresión «lo mío y lo tuyo» lo justo como objeto del
derecho, de acuerdo con la clásica definición de Ulpiano que cita en MC, 237: suum cuique
tribuere, asignar (respetar) a cada uno lo suyo . El Derecho sería la organización de la justicia, pero,
aunque no aparezca explícitamente afirmado así en el texto, la justicia incluiría fundamentalmente
la libertad como «lo mío y lo tuyo innato o interno» y la propiedad como «lo mío y lo tuyo
externo», es decir, la regulación de las relaciones interpersonales y sociales, lo cual conlleva ajustar
propiedad, comercio, contratos o, en general, toda interacción del arbitrio externo entre las personas.
Todo ello implica reconocimiento público (o aseguramiento estatal: MC, 312), mientras que sólo la

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reivindicación del derecho a la libertad no se funda en reconocimiento alguno sino en autoafirmación
personal de todos y cada uno de los humanos por igual.
Al respecto de estos derechos, ya afirmados por el iusnaturalismo contractualista de Locke, el
profesor Pérez Luño recoge un amplio consenso entre los especialistas del Derecho al estimar que la
doctrina kantiana culmina la creación moderna del Estado de Derecho y de los derechos humanos
basados en la dignidad de la persona. Por eso afirma taxativamente que «en Kant se culmina el
proceso evolutivo del iusnaturalismo racionalista»4. Y entre las fuentes que Kant recoge cita el
liberalismo de Locke, que también alejó del derecho natural jurídico-estatal la realización de la
naturaleza humana que tiene como fin la felicidad. Lo cual es sólo parcialmente cierto. Por eso, a
nuestro juicio, constituye un tópico superficial y una falsa obviedad que requiere precisión5.
Porque, junto a la parcial convergencia, no son menores las diferencias entre la
reivindicación kantiana de la libertad y el liberalismo jurídico-político de Locke. Es consabido
que el autor inglés estableció la doctrina del iusnaturalismo moderno de que los derechos
fundamentales que tiene que respetar el Estado son tres: vida, libertad y propiedad. Ahora bien, el
concepto de la libertad de Kant no es el de Locke porque, en la ética o moral privada, el filósofo
inglés la entendía como un medio para el fin principal de la felicidad 6 (de acuerdo con toda la
tradición ética occidental, como criticará Kant). Locke, pues, no es eudemonista en derecho político,
pero, al serlo en moral, incluso la libertad política se entiende como un medio para la felicidad, y no
en el sentido trascendental de la moral de Kant. En efecto, para Kant ni la ética ni el Derecho
tienen una finalidad utilitaria, sino absoluta, que merece el adjetivo «sagrado» reiteradamente.
Así, en MC, 304 afirma Kant que «lo más sagrado puede haber entre los hombres» es «el
derecho de los hombres». Y en 394, hablando de la ética, dice también que «es la doctrina de la
virtud la que ordena considerar sagrado el derecho de los hombres».
La diferencia crucial a que nos referimos es la que aparece en estas líneas, mostrando una
cualificación que marca el carácter más original, decisivo, polémico y plausible de su concepción:
libertad, que es totalmente suprasensible y, por tanto, atendiendo sólo a su humanidad,
como personalidad independiente de determinaciones físicas (homo noúmenon), a diferencia
del mismo hombre, pero como sujeto afectado por tales determinaciones (homo
phaenomenon) (239).

4
PÉREZ LUÑO, A. E., El papel de Kant en la formación histórica de los derechos humanos ,
in: PECES-BARBA MARTÍNEZ, Gregorio (Dir); FERNÁNDEZ GARCÍA, Eusebio y DE ASÍS
ROIG, Rafael, Historia de los Derechos Fundamentales, tomo II, volumen II, capítulo XIII: Kant y
los derechos humanos, Primera parte, Madrid: editorial DYKINSON, S. L., 2001, 451-483; 451.
5
También J. Hervada, Historia de la ciencia del derecho natural, Navarra: EUNSA, 1987, pg.
304, se hace eco de él: «Fácilmente se puede advertir que el pensamiento moral de Kant no es otra
cosa que el pensamiento liberal –agnosticismo, autonomía de la conciencia, exaltación de la
libertad—llevado a una alta elaboración filosófica.» La cursiva es nuestra. En lo que sigue
responderemos a esta interpretación.
6
Así lo advierte GONZÁLEZ VICÉN, F., De Kant a Marx, Valencia: Fernando Torres editor,
1984, 69, al situar en la motivación de la filosofía política de Locke simplemente «las ventajas
propias de la organización estatal». Igualmente, BOBBIO, N., Sociedad y Estado en la filosofía
política moderna, México: FCE, 1986, 132: «Para Kant, la salida del estado de naturaleza… no es
solamente … un cálculo utilitario… sino es un deber moral».
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Después de haber visto aparecer las nociones diferenciales kantianas, en su concepción
iusnaturalista, de «forma» y de «a priori», aparece, implícita pero claramente, bajo la referencia a lo
“suprasensible” y el “noúmenon”, la determinación de trascendental que compone la tríada
conceptual más propia de su sistema filosófico. Y con ello la significación metafísica trascendente
(sui generis, como veremos) de la libertad como principio de todo el sistema, como establece el
comienzo mismo del Prólogo de la Crítica de la razón práctica (en adelante, KPV). Hay una clara
analogía y correspondencia, anunciada y esperada, entre el Derecho kantiano, su ética y su
epistemología fundamentante. Incluso esa noción central de la moral kantiana que es el «imperativo
categórico» ya hemos visto que aparece en la Introducción y, como veremos ahora, en el Derecho
político de la MC.

2.2. El nuevo ESTADO de derecho


2.2.1. Fundamento, forma y finalidad del Estado
2.2.1.1 Fundamento
Al estado de naturaleza, dice Kant en relación con la teoría moderna del Estado, se contrapone
no el estado social, puesto que en el natural el hombre ya es social y se rige por principios jurídicos
naturales, como en Locke y a diferencia de Hobbes y Rousseau. Al estado de naturaleza se opone,
pues, más bien el estado jurídico o “civil (que asegura lo mío y lo tuyo mediante leyes públicas )” y
por eso en el estado de naturaleza rige el derecho privado (como derecho “provisional”: MC, 256,
312), mientras que el derecho propio del estado civil o jurídico es derecho público (con “justicia
pública”). O sea, en el estado natural rige el derecho privado y en el estado civil rige el derecho
público, “que no contiene más deberes… u otros… que en el derecho privado”, sólo que están
públicamente reconocidos y garantizados por el Estado (MC, 306). Por tanto, lo mismo serían
derecho público y derecho positivo, como también serían lo mismo estado civil, jurídico o
constitucional.
Del estado de naturaleza se pasa al estado jurídico constituyendo un Estado como poder que
ejerza el derecho (MC, 312) y cuyos miembros pasan a llamarse ciudadanos (314). Ahora bien,
¿cómo tiene lugar ese paso? Kant considera como acto constituyente y legitimador del poder del
Estado el «CONTRATO originario» de los ciudadanos por el que la libertad «salvaje y sin ley» se
transmuta en libertad civilizada (MC, 315, 316), «aunque, propiamente hablando, sólo la idea de
éste» (315). El contrato social no es una realidad empírica o histórica sino ideal; es un criterio
racional a priori para fundamentar o reformar (322, 340) cualquier Estado positivo.
Y la idea de ESTADO «sirve de norma» racional, sin que se precise un acto jurídico concreto
(267). Para Kant, el Estado «civil» o «jurídico» (Estado de derecho7), en el que rige la «justicia
distributiva» mediante «coacción legal», es un deber, una «ley a priori: debes entrar en ese estado»
(306). El Estado es necesario para realizar el Derecho, y el derecho es exigencia de justicia y
libertad, fines que, para Kant, son deberes y no meros imperativos hipotéticos. Por eso el Estado es
una institución estrictamente moral, más que equívocamente natural.
El derecho kantiano es una ley a priori que se funda en un imperativo categórico, y no se
concibe al servicio de un fin meramente utilitario, sino que tiene un carácter estrictamente
deontológico (como ya hemos dicho: ver nuestra anterior nota 6). Anticipemos: está ordenado al

7
Fue R. von Mohl quien en el título su obra de 1823 usó por primera vez la expresión “Estado de derecho”:
Rechstaat, según G. Fassò, vol. 3, pg. 155 (nota 21).
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fin de una vida social digna, y no a la felicidad, que no es fin del Estado y es un valor
secundario respecto al moral.
Esta es la diferencia radical entre el “Contrato originario” de Kant y el Contrato social
del resto de teóricos modernos, excepto el de Rousseau, en el que se basa, y por eso en ambos
es un contrato, como en Hobbes pero por motivos no utilitarios sino morales, absoluto e
irrevocable. Sólo que la “voluntad general” de Rousseau se convierte en Kant en el “imperativo
categórico” moral y por tanto ético y jurídico a la vez. El Contrato social implícito en la
sociedad y el Estado es una idea regulativa de la razón pura que hace las veces del imperativo
categórico o moral, innegociable: debe haber contrato social, o hay que entender el Estado
como fruto del mismo, de acuerdo con una sociedad de personas cuyo valor supremo es la
dignidad como condición de la felicidad.
Como en Rousseau, a través del contrato en realidad cada “persona no está sometida a otras
leyes más que las que se da a sí misma (bien sola o, al menos, junto con otras)” (223). Así, Kant
refuerza, con los modernos, la tradición iusnaturalista de que la SOBERANÍA política corresponde
al pueblo, de modo que el gobernante la ejerce por delegación. Pero esta «mera idea de la razón»
que es el contrato originario tiene una «realidad práctica, a saber, la de obligar a todo legislador a
que dicte sus leyes como si éstas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un
pueblo» (MC, 327), a modo de imperativo categórico moral (MC, 317) como procedimiento que
permite no sólo legitimar al Estado sino garantizar la justicia de las leyes adoptando la perspectiva
universal de lo que todos pactarían por consenso:
“Lo que no puede decidir el pueblo (la totalidad de los súbditos) sobre sí mismo y sus
componentes, tampoco puede el soberano decidirlo sobre el pueblo” (MC, 329).
Es decir, sea cual sea el Gobierno o la forma o constitución real del Estado, el derecho natural
como exigencia racional de justicia es un ideal moral que sirve como canon crítico y práctico de
lucha política: dar a cada uno lo suyo, empezando por su libertad, aunque a todos por igual, a
sabiendas de que ninguna realidad política se ajusta plenamente al ideal.
«Un Estado es la unión de un conjunto de hombres bajo leyes jurídicas como leyes a priori». Y
Kant extrae de esa idea como Constitución necesaria su DIVISIÓN DE PODERES tripartita,
como garantía de la libertad frente al despotismo. El legislativo, en el que reside la soberanía como
poder supremo (313), «sólo puede corresponder a la voluntad unida del pueblo» (314).
2.2.1.2 Forma
En cuanto a la forma de Estado o modelo político, Kant afirma que
La única constitución legítima, es decir, la de una república pura … es el fin último
de todo derecho público … y no puede ser más que un sistema representativo del pueblo … él
mismo es el soberano; porque en él (en el pueblo) se encuentra originariamente el poder
supremo… (MC, 340-341)
Pero allí mismo, unas líneas antes, Kant matizaba que
Las formas del Estado representan sólo la letra (littera) de la legislación originaria del
estado civil [o político o Estado de derecho, frente al estado natural]… Pero el espíritu de
aquel contrato originario (…) implica la obligación, por parte del poder constituyente de
adecuar la forma de gobierno a aquella idea … paulatina y continuamente.
Es decir, en línea con el iusnaturalismo tradicional de Aristóteles, Santo Tomás, Francisco
Suárez o Locke, Kant considera como una cuestión secundaria la forma de gobierno efectivo, al
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tiempo que coincide con ellos en situar la soberanía en el pueblo. Sin embargo, hay una diferencia
notable en el planteamiento, que ha suscitado críticas de incoherencia con sus principios y sigue
siendo una cuestión disputada y polémica: Kant no reconoce derecho de resistencia ni de rebelión
contra un gobierno tiránico “ni, mucho menos, existe el derecho de atentar contra su persona” (MC,
321); no es legítimo para el pueblo “cambiar por la fuerza la constitución” (MC, 340).
El argumento que ofrece Kant es que una legislación suprema o constitucional que admitiera la
resistencia a la legislación ya no sería legislación suprema, sería una contradicción que, además,
carecería de juez supremo para dirimir la disputa.
Por tanto, un cambio en una constitución política (defectuosa), que bien puede ser
necesario a veces, sólo puede ser introducido por el soberano mismo mediante reforma,
pero no por el pueblo, por consiguiente, no por revolución; y, si se produce, sólo puede
afectar al poder ejecutivo, no al legislativo … no está permitida… la resistencia activa …
sino sólo la resistencia negativa del pueblo (en el parlamento) … Por lo demás, si una
revolución ha triunfado y establece una nueva constitución, la ilegitimidad del comienzo y de
la realización no puede librar a los súbditos de la obligación de someterse como buenos
ciudadanos al nuevo orden de cosas, y no puede negarse a obedecer lealmente a la autoridad
que tiene ahora el poder. (MC, 323)
Por tanto, la rebelión supondría un contrasentido jurídico que, podríamos decir, en lugar de
revolución implantaría la disolución del principio mismo de derecho o lo que más tarde se llamará
principio de legalidad. Hay que recordar que Kant considera antónimos derecho y violencia, y
podría pensar que, si se recurre a la fuerza, se pierde el derecho (y con ello, desde luego, al menos el
derecho a la queja).
En su famoso artículo Respuesta a la pregunta “¿Qué es Ilustración?”, Kant expone también
esta posición de un modo más razonable y persuasivo. Porque también se muestra partidario de la
reforma (o evolución) frente a la revolución, mediante el argumento de que cambiar al tirano no
implica acabar con la tiranía, ya que la tiranía mayor es la de la “pereza y cobardía”, la inmadurez
moral por la que consentimos prejuicios. Kant propugna allí la autonomía de pensamiento,
convirtiendo en lema de la Ilustración el “sapere aude!” o atrévete a saber, es decir, a pensar por ti
mismo.
Por eso lo que exige al Estado es que permita la condición fundamental para la evolución
mental y moral del pueblo, a saber: la libertad de pensamiento o uso público de la razón como
crítica de todo poder y legislación. De este modo, aun declarando como ideal un gobierno
republicano, considera que se requiere para llegar a él progreso intelectual y reforma moral de los
ciudadanos (cual era también la prioridad de Sócrates al renunciar a la política activa), por lo cual
puede consentirse un despotismo siempre que sea ilustrado al seguir el lema “ razonad todo lo que
queráis, pero obedeced”. Una posición que parece defender, más allá de cualquier forma de
Gobierno, el principio de legalidad (o imperio de la ley como seguridad jurídica frente a la
arbitrariedad del poder, sin el que no sería posible un Estado de derecho), que el propio Sócrates
defendió también y por el que dio su vida.
En esta paradójica posición se basan quienes han visto en Kant una posición iuspositivista que
considera válida la fuerza legal aunque fuera injusta (asumiendo así de modo acrítico el principio
protestante de sumisión pasiva al gobernante). Así, parece que de hecho para Kant no habría más

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derecho real que el positivo8. Pero, como hemos podido leer, Kant no sanciona el derecho impuesto
como deber absoluto ni justifica el poder real, ni tampoco, aunque suela simplificarse, niega
absolutamente el derecho de resistencia. Al contrario, como acabamos de ver, promueve la que llama
en MC, 323, «resistencia negativa», como en su famoso artículo «Respuesta a la pregunta: ¿Qué es
Ilustración?» (QI). Kant defiende por razones morales la «reforma» frente a la «revolución» (MC,
322, 340), valiéndose de la «libertad de pluma» (TP, 304), de “queja” (MC, 319) y de “crítica” (QI),
porque entiende «el concepto de derecho… por oposición a violencia» (MC, 307). Y por eso Kant
considera que la razón pura práctica opone categóricamente un “ veto irrevocable: no debe haber
guerra”, pese a que el iusnaturalismo neoescolástico de Francisco de Vitoria había reconocido el
derecho a la guerra justa.
Por último, alegaríamos en su favor que, aunque para Kant constituye un imperativo categórico
el de obediencia a la autoridad, lo hace con dos reservas: una, que lo prohibido sería «oponerse
violentamente» (MC, 372), «por la fuerza» (MC, 340), pero la principal sería que hay que obedecer
«en todo lo que no se oponga a lo moral interno » (MC, 371). Se podrá estar de acuerdo o no con la
posición kantiana en este punto, pero lo que no admite duda es que ningún positivismo jurídico
puede ampararse en la doctrina kantiana para justificar el horror o la barbarie del totalitarismo, como
sí pudo achacarse a la genuina doctrina iuspositivista (la que prescinde del juicio moral o lo
relativiza, que viene a ser lo mismo) respecto al holocausto nazi9.
Hay todavía un punto importante e igualmente controvertido del derecho político de Kant que
consiste en su defensa de una concepción retribucionista del derecho penal. Podríamos considerar
que son tres las razones alegables como justificación del derecho penal, que podemos llamar:

8
Véase UGARTEMENDÍA ECEIZABARRENA, J. I., El derecho de resistencia y su
«constitucionalización», in: Revista de Estudios Políticos, 103 (1999), 213-245.
9
Por nuestra cuenta, no nos resistimos a arriesgar alguna reflexión para meditar sobre este espinoso problema de
cómo enfrentar el mal o la injusticia, o en qué medida es lícito usar la violencia para conseguir nuestros fines, tanto a
nivel personal como jurídico-político. El derecho de resistencia parece que jurídicamente no tiene justificación en los
modernos Estados democráticos de derecho, porque en ellos las discrepancias con el poder se pueden resolver mediante
deliberación y votación periódica, es decir: en ellos tenemos un medio no violento de afrontar los conflictos. Y, como en
todo Estado de derecho o en muchas situaciones de conflictos éticos, es razonable asumir que, en pro del orden, tenemos
que distinguir y respetar lo justo respecto de nuestro gusto. Es decir, la moral, ética o jurídica, implica que, frente al
simple hedonismo, tenemos que aguantar lo que no nos gusta, por conveniencia o respeto personal o político. En
definitiva, en los modernos Estados hemos resuelto el disenso en el contenido de nuestras convicciones moralizando la
forma o procedimiento de resolución de conflictos : la discusión imparcial en la que nos atenemos provisionalmente a las
decisiones provisionales, como línea divisoria entre la legalidad y el terrorismo.
Pero, de todos modos, la conciencia personal o individual podría rebelarse contra un consenso social y jurídico: es
el conflicto quizá irreductible entre moral y derecho , que asoma en el tercer nivel, el de principios (más allá de la
legalidad), de la famosa escala moral de Lawrence Kohlberg, avalada por Jürgen Habermas. En tal caso, y sin olvidar
que todos somos falibles, cada cual tendría que arrostrar las consecuencias de su rebeldía o insumisión o desobediencia,
comprendiendo que el Estado (o sea, la sociedad) tiene también el derecho y el deber de actuar en conciencia y legalidad .
El Estado, por principio, no puede admitir la rebelión, porque anularía su sentido y su función. Es verdad que la
violencia no puede descartarse moralmente de modo absoluto , puesto que el propio Estado se arroga el derecho de
usarla en pro del Derecho. Cualquiera, individualmente, podría considerar moral hacer lo mismo por un buen fin. Ahora
bien, nadie conoce ni puede argüir sobre intenciones , fines o buenas voluntades, que son un arcano o misterio
psicológico; y permitir que cada cual actúe discrecionalmente, aunque fuera con buena voluntad o buen fin,
conduciría al caos social. Si en el Estado, en la policía, por ejemplo, hay corrupción es algo que tendremos que evitar o
aguantar, pero no puede ser razón para desautorizar su autoridad. El Estado a los individuos tampoco puede
desautorizarlos o juzgarlos moralmente, pero sí es su deber y derecho hacerlo jurídicamente. Batman puede ser para él
mismo o para algunos un héroe moral, pero al mismo tiempo es protagonista de una tragedia jurídica: “El caballero
oscuro".
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a) utilitarista: autodefensa social, mediante represión del delito y penas disuasorias que lo
prevengan como amenazas, llamada a veces “relativa”, preventiva o proteccionista de la sociedad
frente al delito. Kant la considera inmoral por tratar al reo como un medio para un fin y no como un
fin en sí mismo. Es cierto que el imperativo categórico o moral, como veremos, no impide tratar a las
personas como medios para un fin particular, sino que matiza que lo moral es tratar a los humanos
siempre como fines en sí y nunca sólo como medios. Ahora bien, aquí parece que lo que Kant
consideraría inmoral es que la única finalidad o justificación de la penalización fuera utilitaria, es
decir: Kant exige que sea, ante todo, moral, por razón de justicia;
b) regeneracionista: respeto y comprensión de la naturaleza personal del delincuente que,
como todos, podría y querría compensar su injusticia, resarciendo el daño y obteniendo la segunda
oportunidad que, por aplicación del imperativo categórico o regla de oro moral, todos querríamos
que se nos concediera (es, por cierto, la única consideración que aparece en la actual Constitución
española);
c) retribucionista: castigo del delito "por justicia”, porque el criminal se lo ha merecido,
porque lo ha querido libremente y sería incluso faltarle al respeto moral no aplicarle la ley del talión
o de igualdad como pauta de justicia y privarle del castigo querido y merecido como restauración de
su dignidad moral.
Ésta última posición es la que defendió Kant (y, con él Hegel), aunque apenas se defiende hoy
día. Al respecto, es famosa la crítica de Kant en la MC al jurista Cesare Beccaria, que preconizó la
abolición de la pena de muerte, como “humanitarismo afectado” o sensiblería irracional e injusta;
buenista, diríamos hoy día. Kant sentencia al respecto que defiende la pena de muerte como
ajusticiamiento del asesino “porque si perece la justicia, carece ya de valor que vivan hombres
sobre la Tierra” (MC, 331, 332).
2.2.1.3 Finalidad
Tras su tratamiento del derecho político como fundador de un Estado, Kant señala como
finalidad del resto del derecho público, el de gentes (internacional) y el cosmopolita, el fin moral de
lograr «la paz perpetua (el fin último del derecho de gentes en su totalidad)» (MC, 350), de acuerdo
con «la razón práctico-moral» y su «veto irrevocable: no debe haber guerra», que busca «el
republicanismo de todos los Estados sin excepción» (354), es decir, un régimen mundial o
humanitario de respeto y promoción de «lo más sagrado que puede haber entre los hombres (el
derecho de los hombres)» (MC, 304 y 394).
Ya sabíamos que Kant es partidario de la república como modo de Gobierno ideal y que tiene
una concepción evolutiva de ese modelo, que se aplica a toda la humanidad como fin moral de la
historia. Sin embargo, aún tenemos que señalar un rasgo esencial de su concepción de la finalidad
del Estado, al que ya nos referimos al exponer su filosofía jurídica: precisamente el del fin que limita
la función del Estado de derecho.
Al referirse a la forma del Estado, Kant nos dice que «Un Estado es la unión de un conjunto de
hombres bajo leyes jurídicas como leyes a priori». Y Kant extrae de esa idea como Constitución
necesaria su DIVISIÓN DE PODERES tripartita, como garantía de la libertad frente al
despotismo. El legislativo, en el que reside la soberanía como poder supremo (313), «sólo puede
corresponder a la voluntad unida del pueblo» (314). Pero añade una precisión limitativa crucial, que
marca no sólo la modernidad de su concepción, sino su originalidad exclusiva respecto a la

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concepción moderna, que es el eudemonismo utilitarista, como en el caso de Locke, al que ya nos
referimos. En este texto lo indica breve y claramente:
Así pues, en virtud de tres poderes diferentes (potestas legislatoria, exectttoriu, iudiciariu)
tiene su autonomía el Estado ( civitas), es decir, se configura y mantiene a si mismo según
leyes de la libertad. En su unión reside la salud del Estado (salus reipublicae suprema lex
est ); por la que no hemos de entender ni el bienestar de los ciudadanos ni su felicidad,
porque ésta probablemente puede lograrse de forma mucho más cómoda y deseable (como
también afirma Rousseau) en el estado de naturaleza o también bajo un gobierno despótico;
sino que se entiende un estado de máxima concordancia entre la constitución y los principios
jurídicos, estado al que la razón nos obliga a aspirar a través de un imperativo categórico.
(318)

Como se ve, Kant ve como finalidad del Estado no el bienestar o felicidad de los
ciudadanos, sino la garantía de realizar del deber moral de vivir en libertad. Lo contrario es
el Gobierno “paternalista”, que “es el más despótico de todos (el que trata a los ciudadanos
como niños)” (317; 454). Para entender y ponderar mejor esta doctrina se requiere acudir a las
obras morales previas de Kant, a las que nos referiremos después. Pero estamos ante una
fundamentación, eso sí: deontológica, del Estado liberal.
2.2.2 Finalidad de la “naturaleza humana”
Esta visión supone un apartamiento kantiano del iusnaturalismo tradicional en un punto
esencial, recogido en el propio nombre de ius naturalismo. Y es que no correspondería al Estado
más tarea moral que garantizar la libertad para ejercer la autonomía que nos dignifica como
humanos, pero en modo alguno la de promover e imponer una concepción determinada del bien
propio de la naturaleza humana que nos conduzca al fin de la felicidad. Adela Cortina, en el “Estudio
preliminar” a su traducción de la MC kantiana, pg. XLIV, lo señala con estas precisas palabras:
Si por «derecho natural» entendemos un conjunto de principios que puede extraerse del
conocimiento de la naturaleza humana, Kant no es iusnaturalista porque la naturaleza
humana no puede conocerse sino empíricamente y un conocimiento empírico carece de
normatividad teórica y práctica.

La cuestión estriba en qué se entienda por “naturaleza humana”, porque el término


“naturaleza” puede significar simplemente una esencia por definir o una determinada esencia
naturalista o física, fisicista, de la humanidad, que es en lo que Kant discrepa. Sin duda, Kant
comparte con la tradición la definición del hombre que sitúa en la racionalidad el rasgo distintivo de
su esencia. Sin embargo, más que como una especie de animales, los racionales, Kant nos contempla
como «una especie de seres racionales» (en KPV, pg. 67), entre los que se podrían contar seres no
humanos, no pertenecientes a la Naturaleza. Kant dirige su meditación a la racionalidad propia o
compartible con todos «los seres racionales en general», que es lo que nos convierte en «personas»
(fueran humanas, angélicas o divinas). Porque la ley moral, en tanto procede de la razón pura
práctica, ha de ser la misma para cualquier ser racional, incluido el mismo Dios 10. De ahí su

10
Kant dice en su KPV, pg.131, que la ley moral ordena que el hombre no debe ser tomado como mero medio « ni
aun por el mismo Dios». De modo que quien crea en el Dios cristiano tendrá que aceptar que eso es lo que Dios ha
querido y que es en lo que Dios consiste.

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afirmación, en su obra previa Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, en adelante
FMC, pg. 425, de que:
… no tiene ningún sentido querer deducir la realidad de ese principio [la ley moral] a partir
de algún peculiar atributo de la naturaleza humana . Pues el deber debe ser una necesidad
práctico-incondicionada de la acción; tiene que valer por lo tanto para todo ser racional [sea
o no humano, natural, físico].

Para Kant, lo esencial del ser humano es su personalidad moral, que estriba en la racionalidad
pura que debe dirigir su vida. Pero la concepción kantiana de la moral, de la razón pura, del fin y
bien supremo de la vida humana, que expone en obras anteriores a su metafísica del Derecho, es
diferente de la tradicional. Por eso las expresiones «naturaleza humana», “le y natural” y por
consiguiente también la de «derecho natural», resultan equívocas. Hay un sentido importante en que
para Kant la esencia de la humanidad no es natural (“fenoménica”) sino suprasensible
(“nouménica”). Tal sentido aparece y se sobrentiende en la filosofía del derecho kantiano, en la MC,
pero sólo se explica en sus obras morales previas.
Para el iusnaturalismo tradicional, desde Aristóteles a Locke, pasando por santo Tomás de
Aquino y Francisco Suárez, la «naturaleza» racional del hombre le ordena a la felicidad mediante
virtudes que son el desarrollo de sus potencias naturales y esa misma función justificaría al Estado
en procura del bien común así entendido. Así, la moral iusnaturalista clásica es un teleologismo
eudemonista porque pone en la felicidad (eudemonía) la finalidad (télos) de la existencia humana.
Realmente, un naturalismo.
Pero Kant entiende al ser humano, es decir, la esencia del hombre, y no la «naturaleza
humana» empíricamente determinada, en función de una racionalidad moral fundada en la libertad
trascendental, con una discriminación y una radicalidad que su filosofía crítica intenta clarificar. El
hombre es un ser de constitución dual, noúmenon y phaenomenon a la vez, aunque prioritariamente
noúmenon o ser “suprasensible” , mientras que por «naturaleza humana» Kant suele entender la
dimensión fenoménica natural o animal11. Por eso entiende también de modo diferente el fin del
hombre y del Estado. Kant mismo utiliza la noción de teleología para expresarlo la primera vez que
lo hace en una de sus grandes obras, la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres:
En las disposiciones naturales de un ser organizado esto es, teleológicamente dispuesto para
la vida… si en un ser que posee razón y una voluntad, su conservación y el que todo le vaya
bien, en una palabra, su felicidad supusiera el auténtico fin de la naturaleza, cabe inferir que
ésta se habría mostrado muy desacertada en sus disposiciones al encomendar a la razón de
dicha criatura el realizar este propósito suyo (FMC, 395).
La razón que aduce Kant es que esa función la puede realizar con mucha más eficacia « el
instinto». Y por eso puede darse hasta cierta «misología u odio hacia la razón» por las
complicaciones que crea, tan contraproducente a veces para ese objetivo. Por eso se plantea Kant si
no habrá
… un propósito muy otro y mucho más digno de su existencia, propósito para el cual, y no
para la felicidad, se halla por entero específicamente determinada la razón…en cuanto la
razón nos ha sido asignada como capacidad práctica [no técnica sino moral], esto es, como
una capacidad que debe tener influjo sobre la voluntad, entonces el auténtico destino de la

11
Por ejemplo, en KPV, 61: «El ser humano es… perteneciente al mundo sensible… Sin embargo, no es tan
enteramente animal… valor por encima de la animalidad… misión mucho más alta», su realización moral como
«suprema condición» del logro de la felicidad.
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razón tiene que consistir en generar una voluntad buena en sí misma… A esta voluntad no le
cabe, desde luego, ser el único ni total bien, pero sí tiene que ser constituir el bien supremo y
la condición de cualquier otro, incluyendo el ansia de felicidad (Ibid.).

¿Tiene la razón de hecho una función directriz en el desenvolvimiento de la vida natural del
hombre? Desde luego. Irremediablemente, ya que no tenemos instinto, la tiene. Ahora bien, ¿es esa
su única o principal función? La cuestión es que Kant ha discriminado una dimensión de la razón, la
«razón pura», cuya función o teleología principal no es la del bien natural de la felicidad, sino un
bien supremo que es la «dignidad de ser feliz» y en la que cifra la noción estricta de «moral»,
criticando una confusión tradicional. Tal dimensión es solidaria de una comprensión de la libertad
«trascendental» que tampoco se reduce a la racionalidad natural como modo más potente y
sofisticado, bien que más enojoso y complicado, de lograr la felicidad (como en el liberalismo y
como en el iusnaturalismo tradicional), sino que revela una motivación y una causalidad
«suprasensible» o nouménica en nuestra existencia.
En una palabra, la diferencia crucial del planteamiento kantiano es que el factor distintivo de la
moralidad no es la mera racionalidad, sino la buena voluntad.
A modo de conclusión acerca de la teoría del Derecho, diríamos que achacar a Kant cualquier
rasgo positivista sólo parece fruto de la falta de lectura atenta de Kant o de un error de criterio sobre
qué sería positivismo. En cuanto a si es iusnaturalista, la respuesta tendría que ser que sí, pero en una
modalidad renovada de la comprensión de la esencia de la humanidad que merecería el calificativo
de «iusnaturalismo crítico», en defensa de un Derecho que llamaríamos «derecho trascendental»,
por el carácter deontológico absoluto del derecho y el fundamento suprasensible de la libertad, como
único modo de hacer justicia, con sus propios términos, a su peculiar concepción.
En definitiva, para Kant el Estado tiene una finalidad moral, lo mismo que la razón humana,
que corresponde a la verdadera esencia suprasensible humana. Sólo que Kant entiende la moral
desde una revisión crítica de su concepto: el bien no es una noción tan simple como el
iusnaturalismo había considerado. Merece la pena escuchar su mensaje en lugar de ocultar su valor
con prejuicios, aunque sea con obligada concisión.

3. La MORAL deontológica
3.1. El bien sumo como dignidad de ser feliz
La noción más conocida y tópica de la moral kantiana es la del deber incondicional, formulado
en el «imperativo categórico». En cambio, es mucho menos conocida la noción capital de la
doctrina moral kantiana en la que ésta se inserta y de la que recibe su sentido y justificación: la
noción de «bien sumo».
Ya al final de la Crítica de la razón pura (en adelante, KRV) aparece esta noción, llamada a
revolucionar la filosofía moral, que presenta la relación entre felicidad y deber no como equivalencia
ni como antítesis, sino como una síntesis jerarquizada. Dice Kant allí que a la idea de la
felicidad… ligada a la moralidad (en cuanto dignidad de ser feliz), la llamo ideal del
bien sumo (KRV, A 811).
Para Kant, el bien que busca como fin la voluntad humana no es simple, sino compuesto,
porque ambos factores, necesarios e irrenunciables por diferente razón, son irreductibles, ya que uno,
el deber, es condición, pero no causa ni medio del otro (la felicidad).

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El de la felicidad es un fin necesario por naturaleza que, desde Aristóteles hasta Tomás de
Aquino (que le añade un alcance sobrenatural), se considera el bien buscado por la acción moral en
sentido amplio. Pero para Kant hay una necesidad propiamente moral, en sentido estricto, que
será el deber puro como condición prioritaria.
También en el comienzo de la Fundamentación de la metafísica de las costumbres aparece
referida la noción, añadiendo el dato esencial de la contraposición entre bien sumo o total y bien
supremo:
A esta voluntad [la buena voluntad] no le cabe, desde luego, ser el único ni total bien,
pero sí tiene constituir el bien supremo y la condición de cualquier otro, incluyendo el ansia
de felicidad.
En suma, el bien o fin completo de la voluntad humana sería no ya la felicidad sino una
felicidad digna, pero esto implica una jerarquía de valor: la dignidad prevalece como condición y,
por tanto, fin principal o supremo. La FMC se dedica a analizar esta condición que nos hace merecer
la felicidad, aunque no la garantiza y a veces tiene que preterirla: el “deber puro” o absoluto.
La doctrina del bien sumo consiste, pues, en reconocer la ambigüedad de la noción de bien
entre deontología y eudemonía. A lo largo de la KPV se menciona de varios modos la dualidad
intrínseca al bien sumo: virtud y felicidad; moralidad y felicidad y deber y felicidad, como también
podríamos elegir justicia y bienestar, ya que «justo» es término a veces usado por Kant para el
sentido moral estricto (FMC, 404 y 422) y «bienestar» es un equivalente de felicidad usado
profusamente por Kant. Pero lo decisivo es insistir en que en la composición del bien sumo, el orden
de los factores altera el producto, como advertirá la crítica kantiana del eudemonismo.
Kant lo expresa clara y precisamente en el mismo lugar originario donde hacía su aparición el
ideal del bien sumo o completo, el final de la KRV, en lo que cabe considerar primera aparición del
imperativo moral o protoimperativo categórico y la única formulación que reúne las dos
dimensiones de su completa y precisa concepción del bien:
«Haz aquello mediante lo cual te vuelves digno de ser feliz»
(Tue das, wodurch du würdig wirst, glücklich zu sein) (KRV, A 809)
3.2. La prioridad moral del deber: el “imperativo categórico” y el principio de
autonomía
3.2.1. El imperativo categórico como ley moral
La FMC se dedica expresamente a aislar el deber (luego virtud), como componente
prioritario del bien sumo, a partir de un concepto de la conciencia moral común, el de buena
voluntad, que es lo único que podemos pensar y estimar como absolutamente bueno, por encima de
los dones de la fortuna o el carácter que contribuyen a la felicidad. Ella es la que convierte en bueno
cualquier bien al adecuarlo «a un fin universal» (no egoísta, aclara luego), como condición que nos
hace «dignos de ser felices» y constituye el auténtico «valor intrínseco de la persona», al margen de
cualquier «utilidad». Algo tan «extraño» que parecería una «fantasmagoría de altos vuelos» si no
hiciera pensar que quizá la razón, «teleológicamente» considerada, tenga su «auténtico destino» no
en alcanzar la felicidad, para lo que mejor habría valido el instinto, sino «en generar una voluntad
buena en sí misma» (396).
«El concepto de una buena voluntad… no necesita tanto ser enseñado cuanto más bien
aclarado» (FMC,397). Es el propio principio interno de enjuiciamiento moral, aunque a veces
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oscurecido por la «dialéctica natural» que enfrenta al deseo con el deber 12. Porque para aclarar la
noción intuitiva de buena voluntad Kant se fija en la idea de «deber» implicada en ella. En definitiva,
la buena voluntad, que es en lo estriba el «genuino valor moral», consiste en actuar no conforme al
deber sino por “deber puro”, «aun con perjuicio de todas mis inclinaciones »13, siguiendo una ley:
la de “poder querer ver convertida en ley a mi máxima" o principio subjetivo de acción. El sentido
estricto de la moral, pues, consiste en ser “honrado” o “justo”, dejando al margen el «egoísmo» del
«amado yo».
En el segundo capítulo de la FMC, Kant nota que es «imposible» detectar en la experiencia
con certeza ningún ejemplo de comportamiento moral, pues siempre podría atribuirse a «algún
secreto impulso de egoísmo camuflado». Sin embargo, «la cuestión aquí no es en absoluto si sucede
esto o aquello, sino que la razón manda… lo que debe suceder… a priori». La ley moral tiene que
«valer no sólo para los hombres sino para todo ser racional en general y ello, no sólo bajo
condiciones azarosas y con excepciones, sino de modo absolutamente necesario».
Eso indica que la ley moral tiene «su origen íntegramente a priori en la razón práctica pura»,
por lo cual su conocimiento pertenece a una «metafísica de las costumbres [moral]», y no a «una
peculiar determinación de la naturaleza humana» que entremezcle principios como la perfección, la
felicidad, el sentimiento moral, el temor de Dios, etc.
En lo antedicho se revela claramente la diferencia de principio en la comprensión de la razón
y del ser humano entre la moral iusnaturalista clásica y la kantiana. Para Kant, «naturaleza
humana» significa estrictamente el conocimiento empírico del hombre y su voluntad sensible, lo cual
12
Que todo ser humano cuente con conciencia moral no significa que tengamos siempre el conocimiento de lo
moralmente correcto sin necesidad de formación alguna, sino que todos contamos con el criterio formal general de lo
correcto. Tal criterio expresa una intención o actitud de respeto, pero no impide que podamos equivocarnos en el
discernimiento moral en cuanto al bien en sentido amplio, que afecta también a la felicidad. Por eso la virtud moral
principal para Aristóteles era la prudencia, que es irreductible a un algoritmo matemático. Kant mismo justifica la
necesidad de sus libros morales para luchar contra la ofuscación de la conciencia del deber por la fuerza del deseo, pero
lo que propugna, en lugar de la experiencia y la prudencia de Aristóteles, es la reflexión. Es decir, realizar el bien sumo o
completo requeriría conocimiento de la naturaleza, suerte, fuerza de voluntad y reflexión para superar la ceguera de la
verdad que el deseo, incluso ilustrado por el conocimiento, puede provocar, haciéndonos creer que lo malo es bueno. En
cambio, Kant refiere lo moral ante todo a la intención de actuar con respeto al semejante, a no faltarle al respeto, aunque
en la MC recupera todas las virtudes tradicionales, incluida la prudencia, pero bajo la formalidad deontológica de fines
que son a la vez deberes.
13
Entre los reproches tópicos a la ética kantiana figura, junto a su formalismo (supuesta falta de normas o
deberes morales concretos, al que nos referiremos en el apartado 4), el del rigorismo que aquí se presenta al oponer
implícitamente el deber al insuprimible anhelo humano de felicidad. Hay aquí una tergiversación que formuló ya
Schiller, para quien supuestamente el criterio de moralidad para Kant sería el disgusto o contrariedad del gusto por el
deber, confundiendo criterio con indicio eventual: no es que ser bueno consista en sufrir en el cumplimiento del deber,
sino que en los casos en que se acepta el disgusto o sufrimiento parece que puede interpretarse que la persona intenta ser
moral cumpliendo su deber.
En otras palabras, el rigorismo kantiano consistiría en la pretensión de que actuemos siempre por deber, lo cual
parece que ni ocurre ni es posible ni razonable esperarlo o exigirlo. Actuamos siempre, como reconoce la tradición y cita
el propio Kant sin negarlo en la KpV, bajo el aspecto de bien, creyendo que actuamos bien (como dice expresamente
Sócrates en el Gorgias). Pero el bien incluiría inseparablemente la noción de agrado, como un trascendental de la acción
humana. Lo que parece claro es que el deber es siempre condición limitante, aunque no sea siempre motivo de la acción.
Lo que pasa es que Kant plantea que, en general, el valor prioritario de la humanidad es el bien de la humanidad (que
incluye respeto y amor práctico) y que la finalidad de la vida humana en general es cultivar la buena voluntad, es decir,
cumplir la moralidad y así hacernos dignos de la felicidad, que es un objetivo más más valioso y a nuestro alcance que el
de la felicidad misma tan variable y cuyo intrínseco hedonismo es a veces tan contraproducente.
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no puede fundar auténticas leyes morales. Pero si se entiende «naturaleza» en el amplio sentido de
esencia, entonces Kant identifica al hombre como ser racional, pero no con una razón inductiva que
busca sus principios en generalidades empíricas, sino una razón «pura» que nos iguala con
cualesquiera «seres racionales» en orientar la acción mediante estrictas leyes universales a priori.
Esta concepción implica que la ley moral o “ley práctica” de Kant no se identifica con la ley
(moral) “natural” de la tradición iusnaturalista. Como recordaremos, los preceptos principales de la ley
natural para Cicerón, Ulpiano o santo Tomás hacía relación a la conservación, procreación y crianza
de los hijos, aparte de buscar la verdad y convivir en sociedad. Pero los primeros preceptos, que
compartimos con los animales, regulados inexorablemente por ellos, que podrían sintetizarse en
supervivencia y bienestar (vivir y vivir bien, como decía Aristóteles que eran los fines del Estado), son
precisamente aquellos que la ley moral de Kant ordena marginar o suspender, por respeto a la
humanidad, en caso de dilema entre justicia e interés propio.
El análisis de la fuente metafísica, pura o racional a priori, de la moral conduce a distinguir
diferentes tipos de deberes y de fórmulas que los expresan o imperativos . Muchos son
simplemente «hipotéticos» o condicionados por un fin placentero o utilitario, que redundan en
la «felicidad», pero sólo hay uno que manda absolutamente, con independencia del contenido,
objetivo o resultado de la acción, y que puede ser calificado de ley práctica: un imperativo
«categórico», incondicional. Y lo que manda, al margen de cualquier fin concreto, es la legalización
de la acción, es decir, su posible universalización:
«obra sólo de modo que puedas querer que la máxima de tu acción se convierta en
ley universal».
Es decir: ¿podría yo querer que todo el mundo hiciera lo mismo?, Es decir: ¿realmente quiero
yo cometer esta acción? O también: ¿me parece realmente bien lo que pienso hacer? Kant hallaría,
pues, que la llamada “regla de oro” de la moral en muchas culturas corresponde a un principio o
criterio moral interno a la razón universal como una verdad metafísica sobre el deber ser
independiente de los hechos. Parecería que el imperativo categórico no es sino un imperativo de
coherencia o autenticidad, que implica respeto simultáneo por uno mismo y por todos los
semejantes.
El hecho de que la ley moral la experimente el ser humano como imperativo o mandato, como
obligación o deber, lo funda Kant en el carácter dual de nuestra voluntad, que puede ser sensible o
racional pura, conflicto que no se daría en una «voluntad santa», como sería la «voluntad divina», en
las que la ley y el querer siempre coinciden. O, podríamos decir, en las que no hay conflicto entre
deseo y deber, inclinación y obligación o el gusto y lo justo.
Pero este innegable hecho constitutivo de la humanidad implica que la felicidad no puede darse
en el ser humano de una manera total en su vida terrenal y mortal, sino que sólo puede esperarse como
justa gratificación a una vida justa por parte de Dios en una vida suprasensible. En esta vida, la
felicidad es intermitente y precaria. Lo cual avala, es decir: parece que explica y justifica, la
concepción deontologista kantiana de que la vida moral humana consiste en la tarea de anteponer la
justicia a la felicidad para así merecer o hacernos dignos de la felicidad. De modo que, por una parte,
parece que esta doctrina deontológica resulta sublime, rigurosa, elevadísima en su exigencia. Por otra
parte, sin embargo, hay que reconocer que es rigurosamente realista, porque la verdad es que en este
mundo sensible es irreal e imposible la felicidad plena y no debemos confundir el deseo con la
realidad. Por eso asumir la moral kantiana puede aquietar el ánimo al ajustar nuestra expectativa a la
realidad y reconocer como lo correcto y debido cumplir por encima de todo nuestro deber. La

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ganancia mínima sería la dignidad. Pero es legítima la expectativa de una felicidad plena en una vida
sobrenatural si nos ganamos la gloria o el cielo con nuestra moralidad.
En otras palabras: el que todo lo quiere, todo lo pierde. Querer en esta vida una imposible
felicidad total a costa de no respetar nuestro deber moral es trágico y ridículo, porque con ello nos
quedamos sin chicha ni limoná, es decir: sin felicidad y sin dignidad. Algo parecido a lo que dijo
Churchill a Neville Chamberlain en el otoño de 1938: "A nuestra patria se le ofreció entre la
humillación y la guerra. Ya aceptamos la humillación y ahora tendremos la guerra."

3.2.2 La autonomía como principio moral y razón de la dignidad de la persona


Ahora bien, Kant ofrece aún dos formulaciones más del principio moral o imperativo
categórico, fruto de una profundización sucesiva. La segunda formulación la halla Kant al plantearse
que un imperativo absoluto sólo podría explicarse si existiera un ser con valor absoluto. Y repara
entonces en que ese ser es el hombre, cuyo valor absoluto estriba en que es un «fin objetivo» en sí
mismo, a diferencia de los seres que son mero medio para poder ser utilizados. Kant observa que el
valor relativo como medio de los seres «irracionales» los convierte en «cosas», mientras que los
seres racionales, en tanto «fines objetivos», se denominan «personas» (428):
… en cambio los seres racionales reciben el nombre de personas porque su
naturaleza los destaca ya como fines en sí mismos, o sea, como algo que no cabe ser
utilizado simplemente como medio, y restringe así cualquier arbitrio (al constituir un
objeto de respeto). Las personas, por lo tanto, no son meros fines subjetivos cuya
existencia tiene un valor para nosotros como efecto de nuestra acción, sino que
constituyen fines objetivos, es decir, cosas cuya existencia supone un fin en sí
mismo… (428).

De ahí la segunda fórmula del imperativo moral:


Obra de modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier
otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio (429).
Por tanto, la acción moral tiene un fin propio, pese a expresar un requisito formal de
universalidad o legalidad, sólo que tal fin no es «subjetivo» y contingente, sino que es un «fin
objetivo» universal y necesario: la humanidad, como irreducible a un trato de «cosa» . El respeto
absoluto a la humanidad, o a todos los seres humanos como seres absolutos14, no relativos a la
conveniencia o al capricho de cualquier otro, es la clave del imperativo legal de universalización de
nuestras acciones: no incurrir en usar a un humano sólo como medio para mis fines subjetivos.
Pero Kant da aún un último paso: percatarse de que el objeto o fin de la ley moral es a la vez
su sujeto: el propio ser racional en tanto fin en sí, cuyo carácter absoluto se refleja en el fin
objetivo de la ley y en el carácter absoluto o «categórico» del principio como genuina ley. Sujeto,
objeto o fin y ley comparten el mismo carácter absoluto. Es decir: la voluntad racional o pura es

14
Esta afirmación del valor absoluto de la humanidad implica en el fondo que la identidad humana trasciende la
individualidad con su contraposición de la dualidad yo/tú, la cual constituiría lo que el pensamiento místico hindú llama
velo de Maya de la unidad fundamental del Absoluto cuando afirma tat vam así: tú eres eso. Es decir, en la dimensión
espiritual de nuestra esencia metafísica que la moralidad revela, la unión con el semejante, o el amor, sería nuestra
verdad profunda, la que explicaría experimentar la ley moral como coacción al “amado yo” egoísta. Sin embargo, en el
ideal asumido por Kant de la santidad en la que no hay tensión ni diferencia entre ley moral, o voluntad racional, y
voluntad sensible, estaría superada la moralidad y con ella la separación y el conflicto yo/tú.
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cierto que está sometida a la ley práctica, pero nada menos que en cuanto sujeto a la vez de la misma,
es decir: como legisladora. Más claramente:
Así, pues, no se trata tan sólo de que la voluntad quede sometida a la ley, sino que se
somete a ella como autolegisladora y… autora [de la ley] (431).
Y de ahí Kant extrae la que llama «tercera fórmula del principio», que es
la idea de la voluntad de cualquier ser racional como una voluntad universalmente
legisladora (432).
Pero Kant observa que éste tercero
es el único entre todos los imperativos posibles que puede ser incondicionado (Ibid.).
Porque sólo si yo me mando a mí mismo no necesitaré un motivo o interés añadido, externo o
diferente como medio para asumir un mandato supuestamente categórico. Ésta es la explicación
radical del carácter categórico, incondicional o absoluto de la ley moral, que supera su extrañeza
inicial: que yo, en cuanto persona o ser racional, desde mi razón pura, me mando inmediatamente a
mí mismo de manera absoluta guardar respeto absoluto a mí mismo en tanto miembro de la
humanidad. Lo que la conciencia moral me pide no es sino respeto o coherencia con lo que creo que
debería hacer cualquier persona.
Kant llama «principio de la autonomía» a esta tercera fórmula o principio de la moralidad,
porque en él se expresa, se funda y se aclara la incondicionalidad propia de la ley moral. Y en él
pone la «dignidad» incomparable del ser humano, que referiremos luego, y tiene que ver con el
asombroso y problemático concepto de la libertad.
3.2.3. La doble crítica a la tradición ética: heteronomía y eudemonismo
3.2.3.1 Heteronomía
Kant manifiesta haber llegado aquí a un hallazgo analítico o clarificación crucial de la
moralidad. En efecto, comenta que el no advertir este carácter autolegislativo de la legalidad moral
es lo que había impedido siempre explicar, y fundamentar, el carácter imperativo de la moralidad.
Así lo explica:
Se veía al hombre vinculado a la ley a través de su deber, pero a nadie se le ocurrió que
se hallaba sometido sólo a su propia y sin embargo universal legislación…. Pues cuando se le
pensaba… sometido a una ley… dicha ley tenía que comportar algún estímulo o coacción…
merced a esta conclusión… quedaba perdido para siempre… un fundamento supremo del
deber. Pues nunca se alcanzaba el deber, sino… cierto interés. Mas entonces el imperativo
tenía que acabar siendo siempre condicionado y no podía valer en modo alguno como
mandato moral. Así, pues, voy a llamar a este axioma el principio de la autonomía de la
voluntad, en contraposición con cualquier otro que por ello adscribiré a la heteronomía (432-
433).
Por lo tanto, Kant descubre que «la autonomía es el principio de la moralidad» (440)
buscado en la FMC: la explicación del asombroso mandato incondicional del imperativo categórico
que sojuzga nuestra naturaleza sensible, pese a su inclinación natural a la felicidad, es que nosotros
mismos nos mandamos a nosotros mismos tratarnos siempre como fines y no como medios. Nos
mandamos absoluto respeto en tanto seres con valor absoluto de fines objetivos para sí mismos.
«Nuestra propia voluntad… es el auténtico objeto del respeto… Pues con ello se descubre que… un
imperativo categórico… no manda ni más ni menos que esa autonomía» (440).
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Con ello Kant está en condiciones de realizar una crítica universal y radical a la filosofía
moral tradicional, impotente para explicar realmente la moralidad. Como hemos visto, si no
hay autonomía no hay ley moral que valga categóricamente, o sea, verdadera legalidad moral,
sino sometimiento a ley ajena condicionado por la mediación de un interés heterogéneo, y además de
modo impropio o indigno para un ser con razón y voluntad propia. Porque
no hay sublimidad alguna en una persona como sometida a la ley moral, pero sí la hay
en tanto que al mismo tiempo es legisladora de dicha ley y sólo por ello está sometido a ella
(440).
3.2.3.2 Eudemonismo: felicidad y “eutanasia de la moral”
En primer lugar, lo positivo: Kant no sólo no desprecia la felicidad, sino que propugna una
felicidad digna (FMC, 407). Por eso, en la Doctrina de la virtud o Ética, segunda parte de la MC,
388, la felicidad se convierte en un deber: «directo», el de la felicidad ajena, e «indirecto», el de la
felicidad propia como ayuda para cumplir el anterior. Lo que Kant censura como objetivo moral no
es la felicidad como tal, sino «la felicidad propia», el «amor a uno mismo» en el sentido del
«egoísmo» (KPV, 22, passim). Aparte de reconocer la «felicidad moral” del cumplimiento del deber.
En segundo lugar, también de manera profusa en su obra señala Kant que la felicidad es un
concepto indeterminado, que no es un ideal de la razón sino de la imaginación (GMS, 418, passim).
Y por eso mismo su logro es muy incierto (TP, 287) y raro (KPV, 37), incluso «una ilusión… muy
variable» (TP, 278). Es decir, que en realidad instaura el relativismo hedonista si se adopta como
principio. De modo que no puede considerarse principio moral, ya que no puede ofrecer ninguna
regla universalmente obligatoria y además corrompe la moral en egoísmo15.
Pero, en tercer lugar, aun criticando también que la felicidad es un concepto subjetivo e
indeterminable, no la considera nociva por sí misma, sino sólo si se eleva a principio único o bien
supremo de la voluntad. Lo nocivo moralmente es, entonces, el eudemonismo (o su hermano gemelo
moderno, el utilitarismo). Anteponer la felicidad a cualquier móvil arruina la moralidad hasta el
punto de que
Cuando se erige como principio la eudemonía (el principio de la felicidad) en vez de la
eleuteronomía (el principio de la libertad de la legislación interior), entonces la consecuencia
es la eutanasia (la muerte dulce) de toda moral (MC, 378; TP, 285).
Es en TP, 298 donde Kant desvela certeramente este peligro, tanto en moral como en política.
Cuando se adopta la felicidad como principio, se garantiza el relativismo y la falta de criterio y de
derecho, pues
El soberano quiere hacer feliz al pueblo según su concepto y se convierte en déspota. El
pueblo no quiere renunciar a… ser feliz, y se convierte en rebelde.
De ahí esta conclusión precisa de Kant:
la razón pura práctica no pretende que se deba renunciar a las demandas de felicidad,
sino sólo que no se les preste atención al tratarse del deber (KPV, 93).

15
Es cierto que Kant parece reducir la felicidad a placer o «bienestar» (GMS, 393), pero es en perspectiva crítica
radical frente a heteronomía o eudemonismo. Su definición reiterada como «total satisfacción de las necesidades e
inclinaciones» (GMS, 405), puede acoger también la noción clásica, aristotélico-tomista, de eudemonía, no como
sensación, sino como acción o actividad de realización de nuestras capacidades humanas. De hecho, lo acabamos de ver
criticar la ética de la perfección.
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4. La EPISTEMOLOGÍA del deontologismo: racionalismo trascendental
La filosofía kantiana es una revisión o crítica (un juicio, etimológicamente; que justifica y
ajusta a la vez el conocimiento por principios o “leyes eternas de la razón”) de la racionalidad,
teórica y práctica, que intenta fundamentar la objetividad, en respuesta al alegato escéptico de
David Hume. Si es cierto, como agudamente nota Hume, que la experiencia no puede ofrecer
ninguna evidencia universal ni necesaria, ¿de dónde procede la presunción científica de leyes
objetivas? Es más, ¿acaso contamos con dato alguno que presente estas características exigidas por
la idea misma de ciencia frente a lo que sería una mera sensación, imaginación y creencia?
La respuesta de Kant fue aún más aguda. Al identificar que los enunciados científicos postulan
síntesis (aumento de conocimiento) necesarias o a priori (inhallables en la experiencia), primero
detecta que efectivamente contamos con conocimientos a priori, universales y necesarios (el
principio de causalidad, por eminente ejemplo en la ciencia; el imperativo categórico o
incondicional, en moral) y, segundo, deduce o descubre la fuente de ese conocimiento a priori que,
aunque independiente de la experiencia, se aplica a ella: la razón pura. Así, al contrario de lo
interpretado por Hume (o incluso la tradición filosófica en general), la razón no se reduce o disuelve
en pura asociación y generalización de datos empíricos, sino que consiste en formas legales o
funciones configuradoras de la experiencia (intuiciones puras de Espacio y Tiempo; categorías o
conceptos puros del Entendimiento; Ideas trascendentales de la Razón) que por eso no aparecen en
ella como datos o material informativo, sino que se anteponen a ella invistiéndola o informándola de
objetividad en general (überhaupt), para que tenga sentido buscar leyes empíricas derivadas. La
razón pura pone formas de síntesis legal (conexión necesaria) a la materia de datos sensoriales que
se dan en la experiencia. Es la función legal fundamental de la síntesis a priori del conocimiento
científico u objetivo.
Ahora bien, el problema crítico presenta aún un nivel más profundo: superar la duda sobre si
estas presunciones de la razón pura constituyen una necesidad subjetiva de la mente humana o
poseen auténtica realidad y validez objetiva. Y aquí Kant responde con otro descubrimiento aún
más decisivo: el método trascendental de prueba o, en la terminología jurídica que usa Kant,
«deducción trascendental» o justificación de la realidad o validez objetiva de un pretendido
conocimiento.
En efecto, frente a los medios tradicionalmente conocidos de prueba, el empírico y el lógico-
analítico, el método trascendental consiste en admitir como verdadero el supuesto que se muestre
fundamento indispensable para explicar la objetividad de un tipo de experiencia en general. Yen lo
que respecta al conocimiento teórico de la naturaleza, Kant justifica la realidad objetiva de la función
a priori de la razón mostrando que esas condiciones subjetivas de nuestro conocimiento coinciden
con las condiciones objetivas de un posible conocimiento empírico en general , y que se resumen en
la necesaria conexión o síntesis de la diversidad sensorial que constituye el concepto unitario mismo
de “objeto”. No son sólo, pues, condiciones subjetivas, sino que trascienden su subjetividad al ser
condiciones indispensables de la objetividad: son trascendentales, hacen posible el conocimiento la
objetividad empírica. De modo que nuestra experiencia subjetiva de orden es objetiva porque el
orden es una exigencia objetiva de cualquier experiencia posible.
El método trascendental descubre un nuevo tipo de necesidad diferente de la necesidad
lógico-analítica: la necesidad lógico-sintética de las condiciones que hacen posible la objetividad en
general, a la que Kant llama en su obra magna (la Crítica de la razón pura) “Lógica trascendental”.

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Y el método trascendental muestra la función trascendental y, por lo tanto, objetiva (objetivante,
posibilitante) de las condiciones a priori del conocimiento de una supuesta realidad objetiva.
Naturalmente, las formas o leyes fundamentales a priori (trascendentales) de la objetividad son
conocimiento meta/físico, no físico o empírico. De ahí que Kant entienda por metafísica «el
«inventario de todos los conocimientos que poseemos, sistemáticamente ordenados por la razón
pura» (KRV, A XX), aunque Kant distingue entre «primera parte de la metafísica», que
correspondería a los fundamentos de la ciencia, y «segunda parte» (KRV, B XIX), que se referiría a
la metafísica trascendente, con sus objetos principales de libertad, inmortalidad y Dios. Y de ahí
también que distinga y acabara publicando tanto una metafísica de la naturaleza como una metafísica
moral que fundamenten la física empírica y la ética material, precedidas por las Críticas que
fundamentan los principios metafísicos. En el caso de la moral, se trata de dos obras, la
Fundamentación de la metafísica de las costumbres y la Crítica de la razón práctica. La Metafísica
moral, al igual que la de la naturaleza, incluye principios intermedios de aplicación de los principios
puros a la experiencia. Pero, en cualquier caso, sin metafísica o parte pura no hay saber o ciencia que
valga, como se explica en los Prólogos de todas sus obras críticas.
Ahora bien, como resultado del análisis crítico de la ciencia, el método trascendental muestra
que sólo podemos justificar como verdadero el conocimiento en el que aparezca una materia de datos
sensoriales o empíricos susceptibles de ser formalizados o sintetizados por la razón en forma de
objetos y leyes. Kant llama Fenómenos a los objetos que se nos presentan en la experiencia y de los
que sí cabe ciencia. Sin embargo, a falta de datos sensoriales, como ocurre en el caso de la “segunda
parte de la metafísica” o metafísica trascendente, nuestros conceptos estarán vacíos y, como mucho,
sólo podemos aspirar a declararlos no imposibles. Kant llama Nóumenos a estos objetos que se
pueden pensar pero no conocer. En realidad, son sólo tres objetos, nóumenos o Ideas de la razón:
alma (es decir: libertad e inmortalidad) y Dios.
La metafísica trascendente, pues, no es una ciencia. No obstante, hay un resultado positivo de
la crítica kantiana del conocimiento: la ciencia física no es competente para desautorizar
completamente la posibilidad de la realidad trascendente, debiendo reconocer que no puede alcanzar
un conocimiento absoluto de la realidad, sino que sólo entiende de Fenómenos. Pero, además, resulta
que sí contamos con una experiencia especial que permite afirmar la posibilidad real, y no
meramente lógica (o no imposibilidad), de esa realidad metafísica trascendente a la que hemos de
llamar Nóumenos. Se trata, precisamente, de la experiencia moral del deber absoluto, suprasensible,
que no sería posible sin la libertad. Por tanto, como luego veremos, no podemos afirmar conocer la
libertad, pero sí podemos justificar una creencia racional en la metafísica trascendente: la libertad
es condición de posibilidad trascendental de la experiencia moral del deber absoluto.
Ése es el fruto de la filosofía crítica, la que distingue, juzga, justifica y ajusta cada
conocimiento: el hallazgo o la distinción de la razón pura tanto teórica como práctica respecto a la
empírica, como fundamento a priori que posibilita de modo trascendental (indispensable) la
experiencia en general como objetiva, aunque en la física hayamos de buscar, junto a leyes
fundamentales, leyes particulares que requieren investigación empírica. Lo mismo ocurrirá en moral:
la legalidad fundamental será a priori, pura, formal, como expresión del deber ser en general, que se
aplica o condiciona la materia de los fines y acciones concretos, derivando «deberes de virtud»
concretos en la MC, aunque ya estaban anticipados en la FMC, como mostraría una simple lectura.
Y, apoyándose en la base del conocimiento moral, se puede llegar a una metafísica crítica que afirma
la trascendencia como fe racional.

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Kant reprocha a la tradición filosófica no haberse percatado de la diferencia decisiva entre lo
puro y lo empírico en el conocimiento y haber contemplado la razón en su ligazón inductiva con la
experiencia, contaminándose así de contingencia y exponiéndose a la crítica escéptica que relativiza
el conocimiento, tanto en lo teórico (KRV, A 843) como en lo moral (MC, 215-216) . Pero la razón
no es sólo una capacidad de asociación, como creía Hume, o de generalización, sino la fuente de una
clase distinta, a priori, de conocimiento: es razón pura.
El FORMALISMO, pues, no es una rareza teórica de la ética kantiana, sino un resultado de la
dilucidación del carácter mismo de necesidad y universalidad de la legalidad general con que la
racionalidad pura convierte a priori en objetiva una experiencia, sea teórica o práctica, física o
moral. Por tanto, el formalismo de la ética kantiana no pertenece sólo a la ética kantiana, sino
también. De otro modo, no cabría hablar de objetividad, ciencia o legalidad 16. Pero el formalismo no
implica vacío de contenido, puesto que afirma el fin y valor absoluto de la humanidad; subraya sólo
una formalidad o condición de la acción (su universalidad coherente) y fundamenta una metafísica
moral que recupera, en la segunda parte de la MC (Principios metafísicos de la virtud o ética”), las
virtudes tradicionales, pero desde el punto de vista deontológico de “fines que son a la vez deberes…
la perfección propia y la felicidad ajena” (MC, 381, 385).
Ahora bien, la forma legal que inviste de objetividad a la moral implica que la categoría
moral principal ha de ser el deber incondicional propio de una ley, no de un consejo. Así, el
DEONTOLOGISMO estricto se funda en las exigencias racionales puras de formalidad legal para
un posible saber moral. Es la cuestión del ser o no ser de la moralidad, al igual que el de la ciencia
física.
Pero lo decisivo del deontologismo es la advertencia de la autonomía moral como su principio
moral fundamentante, en el que estriba la incomparable dignidad metafísica de la humanidad, como
fundamento de la nueva metafísica crítica, como ahora veremos.

5. ONTOLOGÍA: la metafísica crítica


5.1. La libertad trascendental
Kant distingue en la KRV, A 534 y 802-3 libertad «práctica» de «trascendental», aunque en la
KPV, A 173-174 habla de la contraposición entre libertad «psicológica» y «trascendental o
absoluta». La práctica, o psicológica, «puede demostrarse por experiencia» y es «una de las causas
naturales», a saber: «una causalidad de la razón en la determinación de la voluntad», mientras que
«la libertad trascendental exige, en cambio, la independencia de esa voluntad misma… respecto de
todas las causas determinantes del mundo sensible».
Por tanto, aunque exclusiva de los seres humanos en tanto animales racionales, la libertad
psicológica no se puede negar, aunque no trasciende el orden natural (en tanto no introduzca o deje
aparecer el «deber» en sus consideraciones), sino que sólo supone una sofisticación del mismo: la
capacidad de autodeterminarse por representación intelectual de leyes y motivos, pero siempre
sensibles, aunque sea mediatamente: mecanismo o mediación intelectual, pero mecanismo natural al
cabo.
Pero la libertad trascendental tiene un sentido más radical, por el que la voluntad humana
trasciende el móvil o fin natural de su acción y ejerce una causalidad independiente de la naturaleza
sensible, que puede dejar en suspenso el imperio del deseo natural por razón de respeto y justicia.
16
En TP encontramos una referencia a la «moral como una ciencia que enseña, no cómo hemos de ser felices,
sino cómo hemos de llegar a ser dignos de la felicidad» (TP, 277).
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Ésta es la teóricamente problemática, porque ni hay prueba empírica de ella ni, por definición, podría
haberla, por su carácter «suprasensible». Es la libertad presupuesta en la ley moral que manda
incondicionalmente, condicionando la inclinación natural, como creencia que requiere una peculiar
«deducción trascendental», pero en la que hemos de creer en virtud del faktum del imperativo
categórico; y está siempre supuesta por la primera. Por la experiencia moral, en cambio, asoma el
fundamento para afirmar o mostrar, ya que no demostrar, la posibilidad real de un mundo no natural
o fenoménico o inteligible: el «mundo moral» de que habla ya el Canon de la KRV y que se refiere
en la FMC como «reino de los fines» en sí o absolutos.

En la FMC, Kant nota que la idea metafísica del imperativo categórico implica una libertad sin
la cual la ley moral autónoma podría ser una «fantasía» (FMC, 407, 445), porque contradiría las
leyes de la naturaleza (FMC, 455). Pero sólo conocemos la libertad por la conciencia moral misma,
luego parece que estamos en un círculo probatorio vicioso. De modo que, en el tercer y último
capítulo, afronta el problema de justificar la afirmación de la libertad que, por definición, es
indemostrable. Kant argumenta de un modo indirecto: no podemos dejar de creer en la libertad, pero
no es una realidad imposible y contradictoria con nuestro ser natural si aplicamos la distinción crítica
entre Fenómeno y Noúmeno. Luego, aunque no pueda ser conocimiento teórico, la idea de libertad
es verdadera «fe racional» (FMC, 462).
Sin embargo, en la KPV precisa el argumento. Kant ahora repara en que la ley moral no es una
mera idea de cuya realidad podríamos dudar sólo por el hecho de que en concreto ninguna acción
puede acreditarse como moral (KPV, 47), porque si podemos dudar de los casos concretos es que la
tenemos, aunque no pueda suministrarla ninguna experiencia particular. En efecto: la ley moral es
«un factum absolutamente inexplicable a partir de todos los datos del mundo sensible… que
suministra indicios relativos a un mundo puramente intelectual» y está «confirmada por la más
común de las introspecciones» (KPV, 43), como el enjuiciamiento moral, el sentimiento de
obligación o respeto e incluso el de indignidad por las faltas morales (KPV, 98: autocensura,
arrepentimiento), como vivencias de la fuerza con que la razón pura se hace práctica afectando
nuestra voluntad sensible.
Por tanto, la ley moral es un hecho de la razón, un dato a priori «innegable» (KPV, 92), que
constituye la ratio cognoscendi de la libertad como ratio essendi de la moralidad (KPV, 4):
distinción que rompe el círculo probatorio. Y, aunque no podemos aplicarle una deducción
trascendental (justificación de la validez objetiva de este dato subjetivo) como la de la razón pura
teórica, «se mantiene firme por sí misma. Sin embargo», y de modo «paradójico», la ley moral
misma
sirve como principio deductivo de una capacidad impenetrable… libertad… La ley
moral es de hecho una ley de la causalidad por libertad y, en suma, de la posibilidad de una
naturaleza suprasensible (KPV, 47).
Por la ley moral, entonces, conocemos la libertad, pero no como un conocimiento teórico, pues
resulta tan inobservable como incomprensible (un «misterio», según FMC, 463), sino como creencia
necesaria, como «creencia racional» (KPV, 144) que podríamos llamar, más propiamente, creencia
trascendental: fundamento indispensable para hacer posible o dar sentido a la insuprimible
experiencia moral del deber. En cualquier caso, dicha creencia implica la distinción de la dualidad
del ser humano como Fenómeno y como Noúmeno, correspondiente a la dualidad y el conflicto entre

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su «capacidad desiderativa inferior» o deseo y la «capacidad desiderativa superior» o voluntad
pura” (KPV, 22).
5.2 Persona y dignidad: secularización y sacralización moral de la humanidad
Como vimos, la autonomía es el principio de la moralidad. Y en la autonomía hace consistir
Kant la esencia de la «persona» (FMC, 438) y su «valor absoluto» (FMC, 439), como ser racional
(438) incomparable con los seres irracionales o cosas, que es lo que significa «dignidad», y no
«precio» (FMC, 123) de cosa intercambiable. El concepto de autonomía se enlaza con el de un
posible «reino de los fines», es decir, de seres que son fines en sí mismos y no meros medios de uso
para cualquier otro, como mera cosa. Y «en el reino de los fines, todo tiene un precio o bien una
dignidad» (FMC, 123). Precio tiene lo que es intercambiable porque no es fin en sí ni tiene «valor
intrínseco». Pero el valor de la dignidad lo aporta
la participación en la legislación universal que [la buena voluntad] le procura al ser
racional… libre con respecto a todas las leyes de la naturaleza, al obedecer sólo aquellas que
se da él mismo… Así, pues, la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza
humana y de toda naturaleza racional (FMC, 435-436).
… cualesquiera otros seres racionales como legisladores (a los que por eso se les
llama también PERSONAS) … (FMC, 438).
Los seres racionales, en tanto no se someten más que a ellos mismos, no tienen valor relativo,
condicional, sino absoluto y son dueños de su propia voluntad: tienen dignidad. Este concepto sería
la síntesis y coronamiento de una serie de conceptos ligada por una conexión tanto analítica como
deductiva: ser racional, fin en sí, autolegislador, libre, valor absoluto, que se condensan en la noción
central de persona.
Pero hay que reparar en que el lazo de esta liga de la dignidad humana radica en la
moralidad, no en el mero arbitrio:
la moralidad y la humanidad, en la medida en que ésta es susceptible de aquella, es lo
único que posee dignidad (FMC, 435).
Los adjetivos que Kant asigna, tanto a la ley moral como a la persona humana en tanto no sólo
portadora sino autora de esa ley, no pueden ser más elevados: «sacrosanto», «sublime», «sagrado».
Y en TP añade «divino»:
«El hombre es consciente de que puede hacerlo [triunfar sobre las tentaciones del
egoísmo] porque debe: esto revela en él un fondo de disposiciones divinas que le hace
experimentar, por decirlo así, un sagrado estremecimiento ante la grandeza y la sublimidad
de su verdadero destino» (TP, 287).
Tal destino o teleología es la realización de su moralidad, como apuntaba la FMC y corroboran
los opúsculos finales de filosofía de la historia, que empieza y apremia ya en este mundo y sólo por
ese apremio se extiende hasta vislumbrar una posible trascendencia metafísica, aunque no sea ni
segura ni necesaria para fundarla, porque se funda a sí misma como imperativo autónomo.
Lo que ocurre es que ese carácter moral y por tanto indiscutiblemente absoluto de la esencia
humana consiste ya en una trascendencia moral respecto a su condición natural , a la que la
moralidad sojuzga y somete, y se constituye en la razón que justificará la creencia en una completa
trascendencia metafísica o inmortalidad, que se expone en la KPV.

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Por tanto, Kant recoge el espíritu secularizador de la Ilustración que eleva al hombre, en virtud
de su razón y su libertad moral, por encima de la Naturaleza, como dueño de ella y de sí mismo.
Ahora bien, su peculiar racionalismo, que conduce a la determinación deontológica de la moral y a
la concepción trascendental de la libertad, supone también la superación de la Ilustración desde la
profundización crítica de la racionalidad. Por eso, paradójicamente, la afirmación de la dignidad de
la autonomía humana conduce, en la filosofía crítica y trascendental de Kant, a una sacralización de
la persona que revela su trascendencia moral sobre la naturaleza y justificará la fe en Dios y la
inmortalidad.
No hay que confundir, pues, la autonomía moral kantiana, que reconoce en la «persona»
(no mero individuo) un «valor absoluto» y a los «derechos de los hombres» como «sagrados»,
con el liberalismo eudemonista o el utilitarismo ilustrados.
Porque la autonomía kantiana no es el individualismo exacerbado, ya que el yo que afirma,
pese a tan frecuente tergiversación, no es el yo individual, el «amado yo» separado y egoísta (FMC,
407), sino el «yo auténtico» que se reconoce e identifica en el nosotros de la ley universal (458, 461),
de la conciencia solidaria, de la comunidad de esencia en un inteligible, no sensible, «reino de los
[seres que son] fines».
5.3 Los postulados del bien sumo como metafísica moral
Acabamos de ver que, pese a su realidad inmanente e independiente o autosuficiente, la autonomía,
por la libertad que supone, no es prueba, pero sí indicio de la trascendencia. De ahí que Kant, tras esta
conclusión de la FMC, escriba una KPV que comienza de esta manera:
El concepto de libertad, en tanto que su realidad queda demostrada mediante una ley
apodíctica de la razón práctica, constituye la clave de bóveda para todo el edificio de un sistema de la
razón pura, incluyendo a la razón especulativa, y el resto de los conceptos (los de Dios y la
inmortalidad), que… quedan asegurados… es decir, que la posibilidad de tales conceptos queda
probada porque la libertad es algo efectivo, dado que esta idea se revela por medio de la ley moral…
la libertad es también la única entre todas las ideas de la razón especulativa de cuya posibilidad
sabemos algo a priori, aun cuando no lleguemos a comprenderla… Las ideas de Dios y de la
inmortalidad no representan, sin embargo, condiciones de la ley moral, sino las condiciones del
objeto necesario de una voluntad determinada por dicha ley… (el sumo bien) … (KPV, 4).
El resto de la KPV es sólo un comentario de esta declaración metafísica fundamental de su Prólogo,
como conclusión a su vez de su obra crítica previa, tanto en la KRV como en la FMC, como será el nuestro,
forzosamente más breve, para mostrar una dimensión de la filosofía kantiana que creemos que merece un
conocimiento y reconocimiento mayor del que muchas veces tiene.
El análisis kantiano de la razón pura revela que, en su vertiente teórica, no podemos considerar ciencia
la segunda parte de la metafísica, la trascendente, aunque sí la primera, relativa a los fundamentos puros de
la Física (los “Principios metafísicos de la ciencia de la naturaleza”). Sin embargo, tampoco podemos
refutarla, porque la ciencia sólo es competente para el fenómeno natural y la razón incurriría en dogmatismo
si absolutizara reduccionistamente todo ser al empírico. De ello salva la hipótesis metafísica crítica de la
distinción de la realidad en Fenómeno y Noúmeno. Ahora bien, la vertiente práctica de la razón, que además
es su interés principal (KRV, A 818; KPV, 119 y ss.), revela que la experiencia de la moralidad, bien
discernida como «factum de la razón» (KPV, 31), nos abre positivamente el camino a la trascendencia del
Noúmeno, sólo que en la forma crítica (es decir, justificada y ajustada a la vez) de la «creencia racional»
(KPV, 144 y ss.) en la libertad absoluta o suprasensible (KPV, 47). De ahí la contundente sentencia del

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segundo Prólogo de la KRV: «Tuve, pues, que suprimir [aufheben] el saber para dejar sitio a la fe» (B,
XXX).
Ahora bien, la libertad se revela en la ley que se da autónomamente frente a la inclinación natural, y
esa ley nos manda perseguir el bien sumo o completo de la voluntad humana: la felicidad universal digna, la
síntesis de dignidad y felicidad. Sin embargo, este fin moral implica dos «postulados» o creencias más,
además del de la libertad trascendental. Uno es la inmortalidad, como condición necesaria para realizar la
perfección de la virtud, imposible en una sola vida. El otro es Dios, como «bien sumo originario» que
realice nuestro bien sumo derivado de enlazar la justa felicidad al comportamiento justo o moral. Es decir, la
experiencia fenoménica resulta insuficiente tanto para perfeccionar el bien supremo moral como para
realizar el bien sumo que conlleva la digna felicidad. Inmortalidad y Dios, por tanto, son creencias
lógicamente ligadas a la experiencia moral: no son conocimiento teórico, ni condiciones de la moralidad,
cuyo carácter deontológico la hace independiente de las consecuencias de la acción justa, pero sí creencias
racionales o expectativas que forman parte, podríamos decir, de la lógica práctico-moral. Debe de ser
posible realizar el bien sumo si constituye un deber, aunque no lo garantiza la experiencia: se trata de una
legítima creencia racional (KPV, 122 y ss.; 132).
Por tanto, el criticismo kantiano no supone, como se afirma tópicamente, una crítica a la
metafísica que la descalifique intelectualmente o desemboque en simple agnosticismo, sino, al contrario,
una metafísica crítica o, como Kant mismo dice, «depurada por la crítica» (KRV, B XXIV), que
reconoce los derechos racionales tanto de la ciencia como de la fe. Con ello, Kant se ufana ya en la KRV de
que
Partiendo del curso entero de nuestra crítica, habremos llegado a la convicción de que: si
bien la metafísica no puede constituir el fundamento de la religión, tiene que seguir siendo su
baluarte defensivo (KRV, A 849).
Que la inmortalidad del alma y la existencia de Dios como Bien sumo originario son creencias
racionales significa que tenemos razones, o sea, motivos necesarios, no contingentes, para dicha creencia,
porque están implicados lógicamente en la afirmación de la libertad, como a su vez ésta está lógicamente
implicada en la afirmación del imperativo categórico. Eso significa ofrecer no una demostración pero sí una
justificación de la metafísica trascendente o la religión. Por eso cabe pensar que toda la obra de Kant, y
desde luego la KPV, constituye, al contrario, un intento de salvar la metafísica trascendente, de asegurarla
críticamente por la vía moral que realmente la suscita. En efecto, para Kant el fundamento de la religión,
su secreto, es la moral.
Al revés que la sospecha vulgar naturalista de que el origen de la religión no sea más que el deseo o el
miedo, que la filosofía atea decimonónica elevó espuriamente a suprema lucidez, Kant discierne un motivo
más noble y real, el que se funda en el insuprimible anhelo humano de justicia: como virtud y como
justa retribución a la justicia en la felicidad merecida. Lo cual abunda en el carácter autónomo de la
moral: no es la religión la que funda la moral, sino la moral la que conduce a la religión como fe
metafísica: «la ley moral conduce hacia la religión» (KPV, 129). Mejor aún: como «esperanza» (KRV, A
809; KPV, 130) en nada más, pero nada menos que «dos artículos de fe» que son lo que la razón más
aprecia: inmortalidad del alma y Dios (KRV, A 830). Esta es la nueva metafísica crítica kantiana como
lógica moral.

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6. RELEVANCIA DEL IUSNATURALISMO CRÍTICO EN EL DEBATE
MORAL ACTUAL
El defensor actual de la “nueva teoría de ley natural”, de inspiración tomista, John Finnis postula,
frente a las teorías éticas y las prácticas políticas «utilitaristas», una concepción «absoluta» de los derechos
humanos. Ahora bien, Finnis, aunque sostiene que se puede entender y aceptar la ley natural sin hacer
referencia a Dios, también afirma que «eso no significa que no se requiera ninguna explicación ulterior
para el hecho de que haya estándares objetivos del bien y el mal» que se refieran a Dios.
Sin embargo, esta declaración relativiza y anula la absolutez racional postulada para la ley natural
Precisamente lo contrario del criticismo kantiano: la autonomía de la racionalidad teórica y práctica que todo
humano comparte, independientemente de sus creencias. Sin Creador no habría existencia alguna, ni natural
ni moral. Pero, epistemológicamente, la racionalidad se sustenta en su intrínseca evidencia o no es
racionalidad en absoluto como guía esencial de nuestra existencia.
Sólo un deontologismo estricto como el de Kant, fundado en un racionalismo crítico trascendental,
puede ofrecer una alternativa eficaz a cualquier relativismo y justificar una convicción teológica, pero
como consecuencia de la moral, no como espurio fundamento.
Puede que no sea ocioso, para terminar, resumir e interpretar el planteamiento crítico kantiano del
deontologismo trascendental:
Si la moral no es obligación, no existe. Si es obligación, se basa en ley universal y necesaria.
Pero entonces ha de ser a priori y, por tanto, criterio o «condición formal» que aplicar a toda acción
posible, que consiste en la «universalidad de las máximas» como respeto a toda la humanidad (FMC,
458; KPV, 33). El imperativo moral categórico, pues, sería: respeta y haz lo que quieras. O sea, haz lo
que quieras, elige tus fines subjetivos como materia o contenido concreto de tus acciones, pero
siempre respetando a toda la humanidad (incluido tú mismo). Pero el respeto Kant lo formula de un
modo no sólo negativo o prohibitivo, sino también positivo o perfectivo. De modo que también cabría
formularlo así: ama y haz lo que quieras, como imperativo formal que llena cualquier acción de lo que
tiene que llenarla la ley moral: de respeto y beneficencia, concretable en deberes de virtud. Y
entendiendo el amor no de modo empírico, sentimental y contingente, sino práctico, objetivo, moral,
como «fin objetivo»: amor de beneficencia, por coherencia con el respeto a la humanidad en mí y en
mis semejantes. Y no se trata de una interpretación atrevida por nuestra parte:
Observación final. Todas las relaciones morales entre seres dotados de razón, que
suponen un principio para la concordancia de la voluntad de uno con la del otro, se pueden
reducir al amor y al respeto… (MC, 488).
En suma: racionalismo crítico, formalismo trascendental, como justificación de la validez objetiva de
la física, la moral y la teología crítica. Cualquier otro planteamiento adolecería de contingencia y relativismo
insalvable. Por esto creemos que vale la pena y, aún más, es necesario volver a Kant, el mayor pensador
cristiano de la modernidad.
6.1. Animalismo
No conocemos ningún otro ser capaz de obligación (activa o pasiva) más que el hombre. De ahí que el
hombre no pueda tener ningún deber hacia cualquier otro ser más que hacia el hombre (MS, 442).
El trato violento y cruel a los animales se opone... al deber del hombre hacia sí mismo, porque con ello
se embota en el hombre la compasión… si bien el hombre tiene derecho a matarlos con rapidez (sin
sufrimiento) (MS, 443).

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El respeto se aplica siempre únicamente a personas, jamás a cosas. Las cosas pueden suscitarnos
inclinación, y cuando se trata de animales (v. g. caballos, perros, etc.) incluso amor, o también miedo, como el
mar, un volcán o una fiera, mas nunca respeto. Algo que se aproxima bastante más a este sentimiento es la
admiración y ésta sí puede, bajo la emoción del asombro, dirigirse a cosas como las montañas elevadas hacia
el cielo, el tamaño, cantidad y lejanía de los astros, la fuerza y velocidad de ciertos animales, etc. (KPV, A 136)

Los seres que tienen la dignidad de merecer un respeto absoluto son los que, en virtud de su
racionalidad, son libres, autónomos, dueños de su vida, porque son fines para sí mismos. En otras
palabras, son los que tienen voluntad propia y pueden interactuar consciente y libremente con seres
semejantes, respetándose mutuamente en su arbitrio. Es decir, las personas, que tienen derechos y
deberes. Pero los humanos son las únicas personas que conocemos los humanos. No tenemos, pues,
deber con los animales ni podemos decir que tengan derechos: no tiene sentido el deber de respetar
la vida a un ser que no puede tener un respeto recíproco con la mía. Los animales tienen su propia
vida, pero no vida propia y no podemos quitarle a un ser lo que no tiene; es decir: no podemos
quitarle su voluntad a ningún animal, ni podemos buscarla ni encontrarla ni acordar nada con ella.
Otra cosa es maltratarlos. Eso sería, como Kant enseña, un signo de inmoralidad del hombre consigo
mismo al fomentar una actitud contraria a la debida compasión entre hombres. O, añadimos
nosotros, un signo de insania psicológica y moral. Pero no una inmoralidad con los animales: eso es,
sencillamente, imposible; un sofisma.
6.2. Abortismo
De la procreación… resulta el deber de conservar y cuidar su fruto, es decir, los hijos… En efecto,
puesto que lo engendrado es una persona y es imposible concebir la producción de un ser dotado de libertad
mediante una operación física, es una idea totalmente correcta e incluso necesaria, desde la perspectiva
práctica [moral, en Kant], considerar el acto de la procreación como aquel por el que hemos puesto a una
persona en el mundo… los padres… no pueden destruir a su hijo como a un artefacto suyo (MS, 281).
Qué profundidad, la de Kant: la advertencia del carácter sagrado y suprasensible de los humanos en
tanto personas, no en tanto animales, aunque está inseparablemente ligado a la corporalidad animal, lleva a
la deducción a priori, metafísica, de que poner un cuerpo humano en el mundo es poner una persona y, por
tanto, un ser que merece nuestro absoluto respeto porque es dueño de su vida por derecho innato, al no ser
irracional o cosa.
Baste añadir en este problema que ningún argumento eudemonista puede valer como excusa del
abortismo: la moral, ética y derecho, consisten esencialmente en una coerción por respeto debido, aun con
quebranto de nuestras inclinaciones naturales. La moral no consiste en una gestión del bienestar o el gusto,
sino en una exigencia de ser justos por respeto a la humanidad en nuestra persona como en la de otros. No se
ve por qué habría que admitir la coacción del derecho en todo menos en este caso. Y, en cuanto al
argumento de que un cuerpo humano vivo es menos humano, o persona en dinamismo, por ser muy
pequeño, sólo es otro sofisma del embotamiento de la moralidad por el egoísmo. El respeto a la humanidad
ha de ser absoluto. Si no, no hay dique a la barbarie del relativismo.

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