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La po licía
DE LAS FAMILIAS
F a m il ia , so c ied a d y p o d e r
E pílo g o de
G il l e s d e le u ze
TEXTOS DE DERECHO
DERECHO DE FAMILIA
I ntroducción
Bajo el Antiguo Régimen, la familia era a la vez sujeto y objeto
de gobierno. Sujeto, por la distribución interna de sus pode
res: la mujer, los niños y las personas asociadas (parientes,
criados, aprendices) obedecen al jefe de familia. Objeto, en el
sentido de que el jefe de familia está incluido a su vez en
relaciones de dependencia. A través de él, la familia se
inscribe en grupos de pertenencia que pueden ser redes de
solidaridad, como las corporaciones y las comunidades aldea
nas, o bloques de dependencia, de tipo feudal o religioso, o
muy a menudo ambas cosas a la vez. La familia constituye,
pues, un plexo de relaciones de dependencia indisociable-
mente privadas y públicas, un eslabón en las series sociales
que organizan a los individuos en torno a la posesión de un
estado (a la vez oficio, privilegio y estatus) conferido y reco
nocido por conjuntos sociales más vastos. Por consiguiente,
es la organización política más pequeña que pueda haber.
Inserta directamente en las relaciones sociales de dependen
cia, se ve globalmente afectada por el sistema de obligacio
nes, honores, favores y disfavores que agitan las relaciones
sociales. Partícipe involuntaria, también participa en forma
activa en ese juego versátil de los vínculos, de los bienes y de
las acciones mediante las estrategias de alianzas matrimo
niales y las obediencias clientelísticas que mantienen a la
sociedad en una suerte de guerra civil permanente, de cuya
increíble importancia da cuenta el recurso a lo judicial.
Esta inscripción directa de la familia de Antiguo Régimen
en el campo político tiene dos consecuencias en cuanto al
ejercicio del poder social. Con relación a los aparatos centra
les, el jefe de la familia responde por sus miembros. A cambio
de la protección y el reconocimiento del estado de que goza, de
be garantizar la fidelidad al orden público de aquellos que
forman parte de la familia; también debe proporcionar una
renta en forma de impuesto, trabajo (servicios) y hombres
(milicia). De tal modo, la no-pertenencia a una familia, por lo
tanto la falta deparante sociopólítico, plantea un problema de
orden público. Ese sería el registro de la gente sin credo, sin
casa ni hogar, mendigos y vagabundos, que, al no tener
amarra alguna en el barco social, perturban este sistema de
protecciones y obligaciones. Nadie cubre sus necesidades,
pero tampoco nadie los retiene en los límites del orden.
Dependen de la caridad, de la limosna, ese don que honra a
quien lo da porque lo hace sin esperanza de recibir nada
a cambio, pero que integra a quien lo recibe y ayuda a
mantener a esa población flotante. En su defecto, dependen
de la administración pública, que los retiene en hospitales
generales o lugares de encierro con el único objetivo de de
jarlos socialmente fuera de circulación, para poner fin al
escándalo que entraña el espectáculo y el comportamiento de
esos elementos no controlados. Como contrapartida de esa
responsabilidad respecto de las instancias que lo comprome
ten, eljefe de familia tenía un podermás o menos discrecional
sobre aquellos que lo rodeaban. Podía utilizarlos para todas
las operaciones destinadas a valorizar la importancia de su
estado, decidir la carrera de los hijos, el empleo de sus
parientes, la concertación de alianzas. Podía asimismo casti
garlos si estos faltaban a sus obligaciones familiares, y a tal
efecto apoyarse en la autoridad pública, que le debía ayuda y
protección en su accionar. Las famosas lettres de cachet de
famille* cobran sentido en el marco de este intercambio
regulado de obligaciones y protecciones entre las instancias
públicas y la instancia familiar, pues ponen enjuego, por un
lado, la amenaza que entraña para el orden público un indi
viduo que falta a la religión y a las buenas costumbres, y, por
otro, la amenaza que hace pesar sobre el interés familiar la
desobediencia de tal o cual de sus miembros. Las peticiones
que exigen el encierro de ciertas muchachas, cuya excesiva
picardía puede acarrear desórdenes públicos y consecuencias
!SCartas con sello del rey que imponían encarcelamiento o exilio sin juicio
[N, delaT.l.
infamantes para sus familias, obedecen a la misma lógica de
aquellas que requieren la internación de tal o cual muchacho
que se fuga con una señorita de menor rango que el suyo. Los
desórdenes de la primera pueden desacreditar a la familia,
pues probarían que no ha sido capaz de contener a sus miem
bros dentro los límites impuestos, y por lo tanto subrayaría
la escasa fiabilidad de la familia en el cumplimiento de sus
obligaciones. La fuga del segundo también sería perjudicial
para la familia, pues destruye los cálculos matrimoniales. Se
trata, en ambos casos, de un mismo mecanismo: para asegu
rar el orden público, el Estado se apoya directamente en la
familia sacando partido tanto de su temor al descrédito
público como de sus ambiciones privadas. Este mecanismo se
rige por un modelo de colaboración bastante sencillo; el
Estado le dice a las familias: “Si ustedes mantienen a los su
yos en el marco de las reglas de obediencia que exigimos,
podrán darles el uso que más les convenga, y, si alguno de sus
miembros llegara a contravenir esas órdenes, les daremos el
apoyo necesario para que vuelvan al orden”.
Este mecanismo, a primera vista sin fallas, perderá vigen
cia con el correr del siglo xviii, y el germen de un doble
conflicto habrá de surgir en el corazón mismo de esa colabo
ración entre la administración y las familias. Por una parte,
la familia ya no contiene con la misma eficacia a sus miem
bros a través de su mero sustento. El cerco que contenía a los
individuos en conjuntos orgánicos se abre lentamente. La
separación entre pobres “vergonzantes” (aquellos que se
abstenían de pedir ayuda públicamente por temor al desho
nor) y mendigos suplicantes, que exhiben sus miserias y sus
heridas sin vergüenza, tiende a desaparecer y el final del
siglo xvin asiste a un fuerte incremento de la cifra de pobres
que piden ayuda. Por lo demás, los mendigos que imploran
poco a poco se convierten en peligrosos vagabundos que
deambulan por los campos y recaudan, mitad por piedad,
mitad por el chantaje de violencia (amenaza de incendio,
etc.), un impuesto que compite con el del Estado. Organiza
dos en bandas, practican el pillaje y siembran el desorden.
Por otra parte, las víctimas de la autoridad familiar y de la
práctica de las lettres de cachet cuestionan duramente estas
prácticas. Las quejas se remontan al año 1789, y la historia
de los tribunales civiles bajo la Revolución revela que los
pedidos de indemnización por causa de internación arbitra
ria eran tanto o más numerosos que los procedimientos
legales de reconocimiento de paternidad.1La administración
misma se endurece contra estos pedidos, cuyos fundamentos
ahora se propone verificar de manera sistemática. La cons
trucción de hospitales generales respondía, entre otras razo
nes, al deseo explícito de proporcionar a las familias pobres
un medio para controlar a sus miembros indisciplinados. Los
administradores no tardaron en sospechar que las familias
utilizaban estos recintos para librarse de sus bocas inútiles,
sus tullidos, antes que para dar una saludable y momentánea
lección a los indomables del orden social.
Estas dos líneas de deconstrucción del antiguo gobierno de
las familias convergen en la toma de la Bastilla. Llevado
adelante por gente del pueblo y por indigentes de París, es
decir, por aquellos a quienes ya ningún vínculo socio-familiar
contiene, alimenta o mantiene, este acontecimiento es la
culminación de una sorda interpelación que conmina al
Estado a hacerse cargo de los ciudadanos y a convertirse en
la instancia responsable‘de la satisfacción de sus necesida
des. Constituye asimismo la destrucción simbólica por exce
lencia de la arbitrariedad familiar y de su complicidad con la
soberanía real, puesto que ahí estaban encerrados los indivi
duos detenidos por el procedimiento de las lettres de cachet.
Esta doble abolición dio origen a muchos sueños que, hacien
do tabula rasa del antiguo enredo de los poderes estatales y
familiares, proyectaban un Estado que organizara la dicha de
sus ciudadanos, un Estado que dispensara asistencia, traba
jo, educación y salud para todos, con independencia de las
pertenencias familiares condenadas al olvido. Pero también
engendró su contrapartida: la pesadilla de un Estado totali
tario, que quizá asegurara la satisfacción de las necesidades
de todos, pero al precio de una nivelación de las fortunas y de
un encorsetamiento autoritario de la sociedad. Así pues, la
familia fue proyectada al corazón de un debate político
capital, puesto que ponía en juega la definición misma de
“Estado”. Por un lado, los socialistas, los “estatistas”, negado-
res de la familia y, por tanto, acusados de totalitarismo. Por
otro, los partidarios de una definición liberal de Estado -se-
gún la cual este dejaría a la sociedad organizarse en torno a
la propiedad privada y la familia-, y por lo tanto acusados de
conservadurismo.
Sea como fuere, el problema de la familia ha sido planteado
1Cf. J. Douarché, Les tribunaux ciuils á París sous la Révolution, 2 vol.,
1905-1907.
tradicionalmente en términos de un maniqueísmo tranquili
zador, que oponía los defensores del orden establecido y de la
familia a los revolucionarios colectivistas. Ahora bien, lo
menos que puede decirse es que este esquema no sirve para
comprender el estado actual de la familia, y aun menos la
naturaleza del apego que los individuos de las sociedades
liberales sienten por ella. No explica por qué el sentimiento
de la familia está asociado al sentimiento de la libertad, por
qué la defensa de la familia puede emprenderse eficazmente
en nombre de la garantía de la esfera autónoma de las
personas. Si la familia actual fuera un simple agente de
repercusión del poder burgués y, por lo tanto, estuviera
totalmente bajo el dominio del Estado “burgués”, entonces
¿por qué los individuos, sobre todo los miembros de las clases
no dirigentes, invertirían tanto en la vida familiar? Afirmar
que lo hacen bajo los efectos de una impregnación ideológica
equivale a decir que son todos unos imbéciles, y enmascara
con mayor o menor habilidad un error de interpretación. Esto
tampoco explica por qué la familia moderna organiza sus
vínculos de una manera tan flexible, tan opuesta a la antigua
rigidez jurídica. Si para la burguesía la familia tan solo fuera
un medio para aferrarse a la defensa del orden establecido,
¿por qué habría de permitir semejante relajamiento de los
marcos jurídicos que consagran su poder? Decir que se trata
de una contradicción entre la ideología liberal y los intereses
de la burguesía implica suponer que una reforma solo puede
ser engaño o confesión, pero nunca solución positiva a un
problema.
Dicho de otro modo, el eje de la cuestión no radica tanto en
saber para qué sirve la familia en la economía liberal basada
en la propiedad privada, sino más bien en comprender por
qué funciona de ese modo, cómo ha podido constituirse en un
medio eficaz para conjurar los peligros que pesaban sobre la
definición liberal del Estado, peligros originados en la revuel
ta de los pobres, que exigían que este se convirtiera en el prin
cipio reorganizador de la sociedad,y también en la insurrección
de los individuos contra la arbitrariedad del poder familiar,
que amenazaba con debilitar esa frágil y decisiva muralla
erigida contra una gestión estatal y colectiva de los ciudadanos.
Por consiguiente, el problema radica en su transformación,
no en su conservación. Si sólo se hubiera tratado de preservar
a la familia contra viento y marea, contra la acometida de los
hambrientos y la revuelta de los oprimidos, su historia sería
la de la defensa pura y simple de los privilegios que ella
consagra, y su rostro el de la dominación sin maquillaje de
una clase sobre otra. Que los discursos que denuncian los
privilegios sociales y las dominaciones de clase se hayan
desolidarizado progresivamente de la crítica a la familia; que
las reivindicaciones hayan sido lentamente llevadas a apoyarse
en la defensa y mejora de las condiciones de vida familiar de
los “menos favorecidos”; que de ese modo la familia se haya
convertido a la vez en un límite para las crí-ticas al orden
establecido y en un punto de apoyo para las reivindicaciones
de una mayor igualdad social: todo ello nos invita a tratar de
pensar la familia y sus transformaciones como una forma
positiva de solución a los problemas planteados por una
definición liberal del Estado, y ya no como un elemento
negativo de resistencia al cambio social.
Ahora bien, ¿qué podía, al despuntar el siglo x tx , amenazar
una definición liberal del Estado? Dos cosas.
Por una parte, el problema del pauperismo, la escalada
discontinua de olas de indigentes que, reclamando más sub
sidios del Estado, lo habían conminado durante el apogeo del
período revolucionario a convertirse en la instancia reorgani
zadora del cuerpo social basándose en el derecho de los
pobres a la asistencia, al trabajo y a la educación.
Por otra parte, la aparición en el cuerpo social de fracturas
tan profundas en materia de condiciones de vida y costumbres
que podían engendrar conflictos gravísimos y pasibles de
poner en tela de juicio el principio mismo de una spciedad
liberal. El enfrentamiento entre una minoría burguesa civili
zada y un pueblo bárbaro, que en vez de habitar la ciudad la
invade, hacía planear sobre ella la amenaza de su destrucción.
En los concursos propuestos por las Academias, durante la
primera mitad del siglo xix, es decir, en una época en que el
papel de las academias y de las sociedades científicas en la
vida intelectual era mayor que el de las universidades, y más
estrechas sus conexiones con la vida política, pues desempe
ñaban un papel de consejeras y de inspiradoras declaradas
del gobierno en las investigaciones sobre la clase obrera,
investigaciones que a menudo eran encargadas por dichas
academias, las mismas dos preguntas vuelven, como un
leitmotiv: 1. ¿Cómo se puede resolver la cuestión del paupe
rismo y la indigencia conjurando a un mismo tiempo el
peligro que entrañan los discursos que ven en el incremento
de las prerrogativas del Estado la única solución a dicho
problema, a expensas del libre juego económico (Malthus,
Gérando, Villermé)? 2. ¿Cómo reorganizar disciplinariamen
te a las clases trabajadoras ahora que los antiguos vínculos
de comensalía y vasallaje ya no las amarran al orden social,
pese a subsistir en ciertos casos bajo formas que pueden
constituir puntos de resistencia al orden nuevo (las corpora
ciones, los obreros de la seda de Lyon, etc.), y, en otros,
desaparecer en provecho de unairresponsabilización total de
la población reinante, y del nacimiento de las ciudades
industriales (De la Farelle, Frégier, Cherbulliez)?
El problema es tanto más delicado cuanto que no puede
resolverse como se lo hacía bajo el Antiguo Régimen, es decir,
con mera represión, puesto que la economía liberal requiere
la puesta en marcha de procedimientos de conservación y
formación de la población. En el siglo xvm, la promoción de
esos servicios colectivos tan necesarios iba a la par, en el
discurso de las Luces, en el discurso prerrevolucionario, de
un cuestionamiento del orden político. Una vez eliminada la
traba del antiguo poder de soberanía, se rompe la alianza
; entre clases populares y clases burguesas, puesto que el
interés político de las primeras era mantener el nexo entre
" reorganización del Estado y desarrollo de los servicios colec
tivos, entre dicha y revolución, mientras que el interés de las
segundas era evidentemente su disociación, único modo de
mantener las posiciones conquistadas, así como el margen de
juego necesario para la economía liberal. Tanto es así que las
dos preguntas más importantes que mencionamos pueden
resumirse en una sola: ¿cómo asegurar el desarrollo de
prácticas de conservación y formación de la población si, por
un lado, se las desvincula de toda adscripción directamente
política y, por otro, se les adjudica una misión de dominio,
pacificación e integración social?
Respuesta: mediante la filantropía. Filantropía que no
debe entenderse como una fórmula ingenuamente apolítica
de intervención privada en la esfera de los problemas deno
minados “sociales”, sino que debe ser considerada como una
estrategia deliberadamente despolitizante frente ala instau
ración de los servicios colectivos, destinada a procurarle una
posición neurálgica equidistante de la iniciativa privada y de
la iniciativa estatal. Si se consideran los hogares en torno a
los cuales habría de organizarse la actividad filantrópica en
el siglo xix, se constatará que todos ellos se caracterizan por
buscar una distancia calculada entre las funciones del Esta*
do liberal y la difusión de las técnicas de bienestar y gestión
de la población.
Por una parte, existe un polo asistencial que, basado en esa
definición liberal del Estado, remite a la esfera privada las
demandas que recibe en materia de derecho al trabajo y a la
asistencia. Por lo tanto, se trata de un polo que utiliza al
Estado como medio formal para hacer circular una serie de
consejos y pautas de comportamiento, para convertir una
cuestión de derecho político en una cuestión de moralidad
económica; todo lo cual podría formularse de la siguiente
manera: puesto que no hay jerarquía social en materia de
derecho, puesto que el Estado ha dejado de ser la cima de la
pirámide de opresión feudal, puesto que con relación a él
todos somos formalmente iguales, ya no hace falta reclamar
derecho alguno a ser asistidos por el Estado, pero tampoco
existen motivos para rechazar nuestros consejos, puesto que
ya no son órdenes. Antes que un derecho a una asistencia del
Estado, cuyo papel así acrecentado vendría a perturbar el
juego de esta sociedad liberada de las trabas de las que supo
ser la piedra angular, les daremos los medios para que sean
autónomos a través de la enseñanza de las virtudes del
ahorro y, por nuestra parte, nos reservamos el derecho a
sancionar mediante una tutela puntillosa los pedidos de
ayuda que eventualmente ustedes puedan seguir haciendo,
puesto que constituirían un indicio flagrante de falta de
moralidad.
Por otra parte, existe un polo médico-higienista, cuyo
objetivo no es limitar una demanda inflacionaria del papel
del Estado; por el contrario, se propone utilizarla como
instrumento directo, como medio material para conjurar los
riesgos de destrucción de la sociedad, causados por el menos
cabo físico y moral de la población y originados en la aparición
de luchas y conflictos que sellarían la libre organización de
las relaciones sociales con el hierro de una violencia política
capaz de aniquilar aquello que el Estado debe garantizar,
dado que esa es su sola misión. “La tendencia médica es la
contrapartida necesaria de la tendencia industrial, pues la
influencia que esta última debió de ejercer en la salubridad
está fuera de duda, en el sentido de que multiplicó la cantidad
de peligros a los cuales las poblaciones manufactureras están
expuestas, en mayor medida que las poblaciones agrícolas.
Sea como fuere, si las causas de la insalubridad se multipli
caron con el desarrollo de las artes de la industria, debemos
:convenir en que el estudio perfeccionado de las ciencias que
dieron origen a esas causas ofrece, para prevenirlas y comba
tirlas, medios que en el pasado se desconocían: es la lanza de
^Aquiles que cura las heri das que produce.’:2Este texto progra
mático del movimiento de los filántropos higienistas explícita
el sentido que le dan a su acción: su función es inspirar
intervenciones estatales ahí, y sólo ahí, donde la liberaliza-
íción de la sociedad económica corre el riesgo de convertirse en
su contrario. El conjunto de las medidas relativas a la higiene
pública y privada, a la educación y a la protección de los
individuos, ante todo entrará en vigor en el nivel de los
problemas que pueda plantearle a la economía la gestión
ampliada de la población que emplea; problemas de conser
vación pero también de integración, y a partir de ahí, se
proyectarán y harán de la esfera industrial el punto de
aplicación y sostén de una civilización de las buenas costum
bres, de una integración de los ciudadanos. Con ese espíritu
de preservación de la sociedad liberal a través de la adapta
ción positiva de los individuos a su régimen, y sólo con esa
intención, los higienistas habrían de incitar al Estado a
intervenir a través de la norma en la esfera del derecho
privado.
Este será, pues, el tema a partir del cual podrá imponerse
el necesario desarrollo de los servicios colectivos sin menos
cabar la definición liberal del Estado. Pero aún debemos
averiguar cómo ha podido funcionar. ¿Por efecto de una
imposición brutal? No, por cierto. A primera vista, puede
observarse que los dos ejes de la estrategia filantrópica
sustituyen la antigua modalidad del poder soberano por
formas de poder positivo: el consejo eficaz antes que la cari
dad humillante, la norma preservador a antes que la represión
destructiva. Pero aún hay más. Pues si no están administra
dos de manera arbitraria por un poder caprichoso que alterna
la limosna y el látigo, se debe a que los nuevos dispositivos
contienen medios equivalentes, constituyen el término de
úna alternativa cotidiana a una situación previa mucho peor.
Si el discurso sobre la moral del ahorro ha podido funcionar,
iio es principalmente (aun cuando ese fuera el caso en ciertas
empresas paternalistas) porque se obligara a los obreros a
depositar una parte de sus magros recursos en cajas de
ahorro, sino porque ese ahorro les daba una mayor autono-
í: - Armales d’hygiéne publique et de médecine légale, preámbulo al tomo
l, 1827.
tiiía familiar respecto de los bloques de dependencia o de las
redes de solidaridad que pese a todo subsistían. Las normas
higienistas relativas a la crianza, al trabajo y a la educación
de los niños pudieron entrar en vigor porque les brindaban -
y, correlativamente, también a sus mujeres- la po-sibilidad de
una autonomía mayor en el interior de la familia contra la
autoridadpatriarcal.
Dicho de otro modo, la fuerza de esta estrategia filantrópi
ca radica en que proyecta sobre la familia las dos líneas de
descomposición que emanaban de ella, para acoplarlas en
una nueva síntesis adecuada para resolver los problemas del
orden político. En un sentido, a través del ahorro, la familia
se convierte en punto de apoyo para hacer refluir sobre ella
a los individuos cuyo desenfreno llevaba a interpelar al
Estado como responsable político de su subsistencia y bien
estar. En otro sentido, se convierte en blanco, puesto que
comienzan a tomarse en cuenta las quejas que emanaban de
los individuos contra la, arbitrariedad familiar, toma en
consideración que permite convertirlos en agentes re conduc
tores de las normas estatales en la esfera privada. De tal
modo, podremos intentar comprender la liberalización y la
valorización de la familia que habrían de desarrollarse a fines
del siglo xix, no como el triunfo de la modernidad, la mutación
profunda de las sensibilidades, sino como el resultado estra
tégico del acoplamiento de estas dos tácticas filantrópicas.
a.La m o k a l iz a c ió n
Bajo el Antiguo Régimen existían tres tipos de asistencia a
los pobres: los hospitales generales y las cárceles para vaga
bundos, la limosna individual para los mendigos y las compa
ñías de caridad organizadas en torno a parroquias para los
pobres vergonzantes. Las tres son consideradas ineficaces,
tan sólo adecuadas para mantener y aun hacer proliferar la
pobreza en vez de aplacarla, :
¿Por qué? Porque todas ellas contribuyen a falsear la
percepción.
Las cárceles para vagabundos y los hospitales generales
sustraen de la mirada pública aios vagabundos y los indigen
tes válidos, al tiempo que les ofrece un albergue que, ya
recompensa la pereza, ya los hace huir y refuerza la mendi
cidad. Encerrar a los indigentes es una falsa solución al
problema de la pobreza, pues organizar espacios donde el
trabajo y la alimentación estén asegurados puede volverlos
¡Atractivos, promover que hacia ellos afluyan todas las perso
gas con alguna dificultad para subvenir a sus propias nece
sidades, y por lo tanto aflojar poco a poco los primeros
vínculos que debían contenerlos. Pero si esos espacios clausura
dos se convierten en lugares repulsivos por su carácter represi
vo, se vuelve imposible drenar allí a los elementos a los que sería
necesario controlar y que acaban deambulando en busca de
cualquier otra solución, de modo tal que podrían volverse aun
más peligrosos. En ambos casos, la intervención falsea el pro
blema, aumenta artificialmente la cantidad de pobres a socorrer
¿ reduce enojosamente el campo de su acción.
F Lalimosnaindividualcaeenlamismatrampa. Pues puede
contribuir a multiplicar la cantidad de indigentes y a la vez
promover los ardides de los falsos pobres. Para beneficiarse
con las limosnas privadas, los mendigos despliegan todo un
ártificio espectacular de la pobreza: falsas discapacidades,
discursos mentirosos. Testigo de esa utilización en el siglo
xvii son esos niños hábilmente deformados y mutilados por
mendigos que los compraban más o menos directamente en
Ibs orfanatos anteriores a la acción de Saint-Vincent de Paul,
o bien en esa asociación de vagabundos especializados en la
cirugía teratológica que eran los comprachicos. La caridad
¡estimulada mediante tales recursos podía llegar a dar a la
persona socorrida una situación superior a la de un trabaja
dor independiente, y, de ese modo, incitarlo a convertirse a su
vez en solicitante, a disfrazar su situación con la esperanza
de transformar su situación con esos mismos métodos. Entre
los verdaderos indigentes, aquellos que no disfrazan sus
miserias ni sus recursos, la caridad también podía tener
efectos nocivos, pues alentaba la sensación de una “funesta
seguridad”, que resultaba de la certeza de ser asistido en caso
de necesidad cuando se disponía de un protector. Y, a la in
versa, esta inscripción de la limosna en el registro de la
súplica desalentaba a quienes quizá más la hubieran necesi
tado, por la extensión, la sutileza, el servilismo y la astucia
que esa iniciativa requería. Todo llevaba a quienes se resig
naban a la mendicidad a convertirla en un verdadero oficio:
la necesidad de complacer a los ricos halagando la importan
cia de su don por la humildad ritual de la súplica, pero
también el don mismo, necesidad que podía resultar más
provechosa que muchas profesiones.
Por el contrario, la asistencia a los pobres vergonzantes
consistía en proteger a quienes tenían un oficio, un estado
“decente”, y cuyo problema era ocultar su miseria para no
desacreditarse. “Se considerará pobres vergonzantes a quie
nes tengan cargas y empleos decentes, y que hayan tenido o
sigan teniendo en la actualidad un negocio en calidad de
comerciantes o de artesanos de algún cuerpo de oficio, y
aquellos que puedan tener una vergüenza razonable de
exhibir públicamente sus necesidades a causa de su profe
sión o de su nacimiento”.3 Los miembros de esas compañías
de caridad son burgueses, comerciantes, patrones que, en el
acotado marco de la parroquia, brindan ayuda a aquellos que
pertenecen a ese territorio por un estado y que, por ende,
están atrapados en los vínculos de obligación. Están exclui
dos de hecho quienes no frecuentan los oficios, las parejas que
viven en cuartos amoblados, los elementos demasiado móvi
les (había que estar dofriiciliado al menos seis meses en el
mismo lugar para obtener la ayuda de la compañía), pero
también los obreros que trabajan con los disfraces de teatro,
o las personas que atienden hoteles de dudosa moralidad.
Instrumento de preservación corporativista y territorial, la
compañía de caridad también desempeña una función de
policía moral de la parroquia. Por tal motivo, un pedido de
asistencia debe estar acompañado de un certificado de confe
sión firmado por el cura. La investigación realizada por la
compañía consistía en interrogar a los padres sobre cuestio
nes de religión, verificar su frecuentación de los oficios, el
envío de los niños a las escuelas de caridad y al catecismo, ve
rificar su devoción y sus costumbres entre los vecinos. En
síntesis, un examen de los signos exteriores de moralidad y;
honorabilidad que no registra las necesidades reales, una
asistencia que se moldea sobre los bloques de dependencia y
las redes de solidaridad, y no puede contener aquello que por
principio se le escapa.
El desarrollo de los problemas de asistencia con motivo de
esa percepción falseada de la pobreza que, ya le pide exhibir
se, ya la ayuda a ocultarse, ya la alienta con ayudas públicas,
ya la remite a la caridad privada al reprimir sus manifesta
ciones públicas, engendra para los gobiernos la obligación de
elegir a largo plazo entre una instituciónalización de la :
caridad, que consagra la ayuda como un derecho, o bien una
3 Paul Cahen, Les idees charitables au XVu et xvm siécle á París, Macó
1900.
fépresión violenta de los pobres cuando su miseria los lleva
a la insurrección. “Ha pasado el tiempo en que de algún modo
era posible dispensarse de tener en cuenta lo que sucedía en
las clases inferiores y descansar sobre el recurso de aplastar
las en caso de necesidad cada vez que se agitaban; estas
c l a s e s ahora piensan, razonan, hablan y actúan. Así pues, es
indiscutiblemente mucho más sabio y mucho más prudente
pensar en tomar medidas legislativas, algunas destinadas a
pj'oteger las costumbres y prevenir un nuevo desarrollo de los
ab and «Tíos, y otras orientadas a dar una utilidad real a esos
seres abandonados brindándoles la capacidad de desempe
ñar un papel activo.”4 La posibilidad y la pertinencia de una
represión de los pobres como solución a los problemas que
plantean disminuye, pues, con su entrada a la escena políti
ca. Sin embargo, la contrapartida de la antigua actitud hacia
la pobreza, la caridad privada y pública, se volvió aun más
delicada. Si ya no se trata de reprimir la pobreza de manera
tan sistemática, ¿habrá que reconocerle al pobre, al indigen
te, un derecho legítimo a ser socorrido por las instancias
públicas? Pero ese pasaje de la caridad facultativa a la
“caridad legal”, en palabras de Malthus, ¿no entrañaría el
riesgo de que toda pobreza fuera considerada pauperismo,
■
“puesto que la pobreza es ese estado en que un individuo es
incapaz de procurar por sí mismo el sustento de su familia, el
pauperismo es ese estado en que un individuo tiene la
facultad de suplir sus necesidades por un fondo público
legalmente afectado a tal fin5’?5 Procedimiento peligroso,
pues convertiría al Estado en responsable de la satisfacción
de las necesidades de los ciudadanos, en el mandatario de los
pobres frente a los ricos, en el agente de una nivelación de las
fortunas, en el destructor de ese margen de liberalismo cuya
liberación de las antiguas funciones arbitrarias tenía, por el
contrarío, la función de garantizar.
■: Todos los discursos de los economistas y de los filántropos
se distribuyen en torno a la cuestión de la asistencia plantea
da en estos términos. Por un lado, los socialistas -con Godwin
en Inglaterra y los utopistas en Francia- que proponen la
abolición de la propiedad y de la familia en provecho de una
gestión estatal de las necesidades. Por otro, la economía
política cristiana que reúne, en la Sociedad de los Estableci
4 E. Fodéré, Essai sur lapauureté des nations, 1825, p. 556.
5 Chahners, discípulo de Malthus, citado en Traité de la bienfaisance
publique, De Gérando, tomo i, 1839.
mientos Caritativos, fundada en el año 1828, a hombres como
Bigot de Morogues, Huernes de Pommeuse, el vizconde de
Villeneuve-Bargemont. Todos ellos partidarios de una recon
ducción mejorada de la antigua caridad, de una restauración
de los vínculos de obediencia que en el pasado unían a ricos
y pobres. Partiendo del principio según el cual el desarrollo
de la economía, lejos de suprimir la miseria, la vuelve aun
más flagrante en muchos aspectos, ven en esa situación una
nueva oportunidad para las antiguas dependencias. “La caridad
establece relaciones y vínculos de afecto entre las clases,
instituye una jerarquía saludable y tierna, no procede de esas
reglas generales necesarias para la caridad pública, pero que
rechazan o hieren tantas miserias. No atacaremos a la
sociedad en sus principios, en las condiciones inseparables de
su existencia, no dirigiremos al trabajo o a la indigencia vanas
palabras; no los acunaremos en quiméricas ilusiones; no
queremos enrolar a los pobres y a los desdichados al servicio
de las pasiones políticas, ni explotar su miseria para hacer
revoluciones. Solo la religión tiene derecho a dirigir a los ricos
severos reproches y solemnes amenazas, porque al mismo
tiempo enseña a los pobres la ternura y la resignación.”0 Por
último, el tercer grupo, la economía social,' con Droz, de
Sismondi, el barón De Gérando, Michel Chevalier, Dunoyer,
de la Farelle, el duque de la Rochefoucauld-Liancourt, Guizot,
Villermé, Dupin, etc. Se organiza en sociedades que prolongan,
bajo apelaciones protectoras, habida cuenta del clima de la
Restauración, el antiguo espíritu filantrópico del siglo xvm:
Sociedad para la Moral Cristiana, Sociedad para la Instrucción
Elemental, etc. Para todas estas personas, el discurso de
referencia es el de Malthus, aun cuando procuren diferenciar
se un poco de él.7 Malthus fue el primero en replicar a los
socialistas, púesto que concibe su primera obra contra la de
Godwin (De la justice politique),s pero no entona por ello la
vieja cantinela de la caridad ni pone enjuego la nostalgia por
antiguas dependencias.
Este grupo logrará filtrar sus propuestas en materia de
asistencia y, progresivamente, en el resto de los procedimien
tos de transformación del cuerpo social. Primero lo consegui-
s Esta profesión de fe figura en el preámbulo del primer número de
Aunáiss de la charité, revista de la Sociedad de Economía Caritativa, 1844.
7T.H. Malthus, An Essay on the Principie of'Population, Londres, 1798.
8W. Godwin, An Inquiry ConcerningPolitical Justice an its Influence on
General Virtue and Happiness, Londres, 1793, 2 vol.
rá gracias a la fuerza de su argumentación. Contra los
¿economistas cristianos, que privilegian abusivamente la re
lación entre ricos y pobres, nosotros proponemos, explica De
la Fárelle, incluir la mayor cantidad posible de ciudadanos.
Pues ¿qué son las fracciones muy ricas y muy pobres de la
sociedad sino dos minorías? ¿Acaso podemos reflexionar
sobre los fundamentos de nuestra sociedad tan sólo a partir
de estas dos categorías? Eso implicaría dejar de lado al pueblo
de pequeños propietarios rurales, de los pequeños artesanos
y comerciantes, de lejos el más numeroso y más interesante
por los esfuerzos que hace para producir y a un mismo tiempo
asegurar su independencia. A los socialistas, añade De La
: Farelle, oponemos la familia, esa instancia que desean, a
conciencia o no, destruir delegando sus poderes al Estado, en
tanto que ella es el mejor punto de apoyo para retener a los
individuos en la práctica del esfuerzo y de la voluntad de in
dependencia.9Y todos los filántropos sugieren que fue preci
samente el antiguo sistema de obediencias clientelísticas y
caritativas aquello que preparó el terreno para el socialismo.
Esa costumbre de contar con un protector para resolver
problemas ¿no engendra acaso esa despreocupación culpable
de la población pobre? Y, si esa protección llegara a faltarle,
¿no podría tener la impresión de que se le debe algo? ¿No
conciben, acaso, este don arbitrario y agraciado como un
derecho imperiosamente reclamado, derecho al trabajo, de
recho a la asistencia? Oponerse al razonamiento caritativo
llegó a ser el único modo de conjurar el advenimiento de una
caridad de Estado expoli adora de las fortunas, el mejor modo,
pues, de defender el orden social.
Esta argumentación conquistará y convencerá a las clases
propietarias en la medida en que también se apoya en la pro
moción de una nueva técnica política que concibe la necesi
dad como un medio para ía integración social, y ya no como un
principio de insurrección. ¿Qué andaba mal en la antigua
práctica de la asistencia? Todo: la naturaleza de lo que se da
a los pobres (don material), los criterios de oportunidad (que
falseaban la percepción de la pobreza), las modalidades de
atribución (que derivan en la alternativa: represión o caridad
legal). Los filántropos proponen cambiar todo eso incitando
al ahorro, punta de lanza del nuevo dispositivo de la asisten
cia, fortaleciendo por ese medio a la familia contra las tenta-
s De la Farelle, Du progres social, 1839, 2 vol., y Pian d’une réorgani-
satiori disciplinaire des classes lahorieuses, 1842.
ciones socialistas y estatistas, apoyándose en ella contra las
antiguas formas de solidaridad y dependencia, instrumen
tando contra estas últimas a la familia como posibilidad de
autonomía.
Así pues, para que las ayudas sean útiles para quienes las
necesitan, y sólo para estos últimos, los filántropos se propo
nen ante todo cambiar la naturaleza de dichas ayudas.
Aquello que se debe dar es, por principio, consejos antes que
bienes, “establecer entre esas clases comúnmente llamadas
‘inferiores’ y las clases superiores relaciones que no se limi
ten a dar, comprar, mandar, por un lado, y recibir, vender,
obedecer, por otro. [...] Nada menos habitual que lograr
ejercer sobre los pobres influencias que no sean del orden del
temor o de la esperanza, y sin embargo esto es absolutamente
necesario. Por consiguiente, se trata de persuadirlos de que
se les está pidiendo algo que tienen total libertad de rechazar.
Esto no es fácil. El hombre del pueblo poco ilustrado interpre
tará el pedido como una orden, y obedecerá. Si es indepen
diente, le molestará que alguien se inmiscuya en sus asuntos
y vislumbrará una pretensión aristocrática en los consejos
que se le brindan. El consejo es el acto que marca el punto de
máxima igualdad, pues resulta a la vez del deseo de influir
por parte de aquel que lo da, y de la absoluta libertad de quien
lo recibe. Es difícil hacerle entender al hombre pobre que las
ventajas del hombre rico le dan, no un poder material, sino
una influencia moral legítima, dondequiera que falte el
ejercicio de los derechos políticos”.10 Así pues, el peligro se
halla efectivamente en las antiguas relaciones de dependen
cia entre ricos-pobres, esa expectativa de un don o de una
orden, esa alternativa de caridad o represión; el medio es la
atribución de los derechos políticos, condición necesaria para
que las relaciones entre las clases sociales puedan pasar de
la dependencia a la “influencia legítima”.
¿Por qué dar consejos? En primer lugar, porque no les
cuesta nada a los primeros y, en segundo lugar, porque evita
que los otros contraigan malos hábitos. Desde ya, las socieda
des filantrópicas siguen otorgando ayudas materiales, pero
lo hacen con vistas a servirse de ello como vector de su
“influencia moral legítima”. La Sociedad Filantrópica de
París ofrece su patronazgo a las sociedades de socorros
mutuos que querrán beneficiarse con su apoyo financiero, por
10 Charles Dupin, L ’ouvriere, 1828.
medio del acatamiento de cierta cantidad de reglas dictadas
por ella y relacionadas con la dirección de dichas sociedades.
Entre otras preocupaciones, la anima el afán de luchar contra
esa costumbre, propia de los contribuyentes, de consumir
bajo la forma de fiestas colectivas el resto anual de las
cotizaciones. Pues, mediante el ahorro, poco a poco podrían
prescindir de la contribución de la beneficencia privada. La
lógica del ahorro es siempre la misma: reducir las formas
orgánicas, festivas, transfamiliares de solidaridad para su
primir el riesgo de la dependencia y el riesgo paralelo de la
insurrección.
Con eí mismo espíritu, se proponen cambiarlos criterios de
atribución de las ayudas, el orden de prioridades en función
¿fe ese afán de fortalecimiento de la autonomía familiar.
Antes el niño que el anciano, pues, “más allá de la infancia,
está la virilidad toda, mientras que la mayoría de los ancia
nos indigentes han vivido toda su virilidad como hombres
indignos de ser socorridos más tarde”.11Antes la mujer que el
hombre, pues, a través de ella, también se ayuda al niño. A
mediados del siglo xvm, una asociación caritativa se había
formado para brindar ayuda a los padres encarcelados por no
haber podido subvenir a los gastos de alimento de sus hijos.
Los liberaban tras pagar la deuda, pero muy pronto todo
volvía a empezar. En 1787, la fundación de la Sociedad de la
Caridad Materna se propone ayudar a las madres pobres con
la condición de que se comprometan a alimentar por sí
mismas a sus hijos o, en su defecto, a alimentarlos con leche,
en caso de no poder amamantar.
En términos generales, la filantropía se distingue de la
caridad en la elección de sus objetas, por ese afán de pragma
tismo. El consejo antes que el don, porque no cuesta nada. La
asistencia a los niños antes que a los ancianos, a las mujeres
antes que a los hombres, porque a largo plazo eso puede,
Cuando no reportar, al menos evitar un gasto futuro. La
caridad es ajena a esa inversión, pues no se enciende sino al
calor de la miseria extrema, sino a la vista de un sufrimiento
espectacular, para recibir el consuelo inmediato que le trae el
sentimiento de magnificar al donador. La ejemplaridad del
don se opone a la gratuidad del consejo, en el sentido de que
és un intercambio que supone dos polos simbólicamente
opuestos, y no abstractamente igualados. Para L. De Gui-
11 Ib iU
zart, la caridad “sin duda implica un-mayor sacrificio, pues
siempre se presenta al espíritu bajo la apariencia de seres
vivos y personificados; en cambio 3a filantropía, al considerar
desde una perspectiva más amplia los males que combate o
el bienestar que procura, no cuenta con la ayuda de las
emociones de simpatía y piedad. Un cura baja a los calabozos
y allí prodiga sus consolaciones. El filántropo se ocupa de las
cárceles con el único objeto de estudiarlas, determinar su
finalidad y hacer concurrir todos los medios que las antiguas
ciencias y las artes ofrecen para alcanzarla; y las mejoras, su
obra, lejos de cesar con él, tarde o temprano se transforman
en instituciones”.12 Entre la caridad y la filantropía se esta
bleció durante todo el siglo xix una competencia cuya benefi
ciaría ha sido la segunda. En 1899, los Anuales de charité son ;
rebautizados Revue philantropique. Término de un proceso?
de descalificación de la relación entre ricos y pobres en los:
antiguos términos de un intercambio simbólico: te doy mi
miseria para que puedas ■darme tu bondad; te doy mi natura
leza, mi fuerza física para que puedas hacer gala y uso de tu
cultura, etc. Sin duda no ha sido casual que las últimas
manifestaciones del sentimiento caritativo se hayan focalizad
do, a fines del siglo xix, en los incurables, residuo en piel dé
zapa del antiguo ámbito de la miseria, del sufrimiento y del
horror. Testigo privilegiado de ese repliegue: la Obra del
Calvario, premiada en la Exposición Universal de 1900. Aquí
sólo se admiten mujeres cancerosas jóvenes, pobres, de pre
ferencia extranjeras, con un diagnóstico de incurabilidad
garantizado y que exhiban llagas en carne vivas que requie
ran vendas. Las “libre vendadoras”, como se autodenominan
las damas del Calvario, son necesariamente viudas que
llevan los grandes apellidos de la política, del ejército y de las
letras; a cambio de una donación, adquieren el derecho a
curar a esas enfermas en esa última “reserva” caritativa: ;
“Nuestras incurables son felices y lo proclaman”.13
Por consiguiente, puesto que se trata de dar consejos, de
brindar ayuda sólo en la medida en que permitan la penetra
ción de esos consejos, lo esencial del desplazamiento de la
antigua caridad hacia la beneficencia filantrópica habrá de
basarse en la elaboración de nuevas modalidades de atribu-
15 L. De Guizart, Rapport sur les travaux de la Société de morale
chrétiennependant l’année 1823-1824, p. 22-23.
13 Mémoíre de t'Qíuvre des dames du Calvaire á l’E xposition universelle
de 1900.
ción de las ayudas, en la búsqueda de un procedimiento que
permita a la vez discriminar la “indigencia fáctica” de la
“verdadera pobreza1', e introducir en la asistencia la exigen
cia de su necesaria supresión a largo plazo. El invento de esa
técnica estuvo a cargo del barón de Gérando para su Manuel
¿u visiteur du pauvre, concebido en 1820 como respuesta a
una pregunta de la Academia de Lyon: “Indicar los medios
para reconocer la verdadera indigencia y volver la limosna
útil tanto para quienes la dan como para quienes la reciben”.
“Si el consejo de visitar a los pobres antes de socorrerlos y al
socorrerlos no es nuevo en absoluto, la manera de visitarlos
correctamente aún no ha sido, que yo sepa, bien trazada ni
bien definida. Creo y sé que numerosos ejemplos nos lo
prueban cada día. Precisamente, he querido recoger, resu
mir, poner en evidencia y hacer fructificar aquí esa experien
cia feliz”.14 El objetivo de este examen, la novedad de su
carácter, consistiría en condicionar la atribución de las ayu
das mediante una investigación minuciosa de las necesida
des, a través del acceso a la vida privada del pobre. Inspección
necesaria para desenmascarar los artificios de la pobreza: tal
madre rodeada de niños pequeños pide ayuda, pero ¿acaso le
pertenecen, no los pidió prestados para la ocasión a la
verdadera madre? Tal inválido le suplica, pero ¿es real su
invalidez? Para distinguir la pobreza verdadera de la indi
gencia ficticia, es preferible penetrar en el interior del pobre
antes que conmoverse a la vista de los harapos y el espec
táculo de sus llagas. Allí podrán ver cómo el precio por un
remedio puede cambiarse por una buena comida. Inspección
necesaria también para la evaluación de la conveniencia de
las ayudas: un anciano los llama, les habla de su abandono,
pero ¿y su familia? ¿No puede alimentarlo? ¿No estará espe
culando con el envilecimiento al que lo condena? ¿No estará
usted metido en esa conspiración que rompe los vínculos de
la naturaleza?
v Socorrer a las personas cuya pobreza no entraña ninguna
astucia no lo es todo. Aún resta conseguir que esas ayudas
sirvan para algo, que den origen a un enderezamiento de la
familia. Por esa razón, es necesario localizar y poner en
evidencia en todo pedido de ayuda la falta moral que la
determina más. o menos directamente: esa parte de despreo
cupación, de pereza, de vicio que hay eñ toda miseria. Empal
14 Barón de Gérando, Le visiteur du pauvre, 1820.
me sistemático de la moral sobre la economía que implicará
una vigilancia continua de la familia, una penetración inte
gral y detallada de su vida. Gérando elabora un modelo de
libreta en que habrán de consignarse, por una parte, los
recursos de la familia y, por otra, el empleo que hace de ellos
según su moralidad, libreta que se asemeja bastante a los
actuales informes dé las asistentes sociales. Con relación a la
antigua caridad, la transformación es considerable. La cari
dad consagraba la pérdida de autonomía de un individuo, o
bien lo mantenía fuera de la mendicidad en función de ciertos
criterios, tales como las manifestaciones exteriores de perte
nencia y honorabilidad de la familia, así como su práctica
religiosa. La nueva beneficencia traza una línea divisoria en
el interior de la familia, y distingue, a partir de criterios
inherentes a su organización interna, entre la posibilidad de
autonomía mediante el ahorro y la de una asistencia asociada
con una tutela minuciosa. La autonomización de la familia
con relación a las antiguas dependencias y a las redes de
solidaridad va acompañada de un desplazamiento de la mo
ralidad en el plano de las relaciones públicas hacia la relación
privada con lo económico. Es decir, la implementación de una
tecnología de la necesidad que hace de la familia la piedra
angular de la autonomía a partir de la alternativa siguiente:
controlar sus necesidades o ser controlado por ellas.
b. L a n o r m a l iz a c ió n
c. E l contrato y la tutela
A fines del siglo xix, se constituye un tercer polo filantrópico,
en el que confluyen los dos primeros en cuanto a la cuestión
de la infancia, por la reunión en un mismo objetivo de aquello
que puede amenazarla (infancia en peligro) y aquello que
puede volverla amenazante (infancia peligrosa). Por un lado,
están las sociedades nacidas en torno a la voluntad de re
emplazar al Estado por una iniciativa privada en materia de
gestión de niños moralmente abandonados (vagabundos),
delincuentes e insumisos a la autoridad familiar (niños in
gresados en establecimientos como medida de castigo pater
no). En esta rúbrica, pueden ordenarse, por ejemplo, todos los
patronatos de la infancia y de la adolescencia que se multipli
caron durante el Segundo Imperio a partir de la ley de 1851,
mediante la cual se invitaba a la iniciativa privada a ocuparse
de los menores delincuentes en establecimientos destinados
a moralizarlos y a inculcarles sanas costumbres de trabajo.
Durante el último tercio del siglo, las sociedades más eminen
tes serán la Sociedad por la Infancia Abandonada y Culpable,
creada por Georges Bonjean en 1879, el Patronato de la
Infancia y de la Adolescencia, fundado por Henri Rollet (el
primer juez de menores de Francia) y la Unión Francesa para
el Re scate déla Infancia, baj o la dirección de Jules Simón. Por
otro lado, a partir de 1857 se registra una proliferación de
sociedades protectoras de la infancia, que anticipan y luego
acompañan en su aplicación la ley Roussel relativa a la
vigilancia de las nodrizas, y que sobre la marcha se proponen
introducir en las familias populares modernos métodos de
crianza y educación de los niños.
Tomadas en su conjunto, estas sociedades -ya sea que
funcionen internando a los menores en establecimientos
creados por ellos, familias de su elección, o bien interviniendo
directamente en las familias- tarde o temprano se vieron
confrontadas con ese punto de resistencia infranqueable que
era la patria potestad. Imposible verificar el estado de educa
tivo de los niños en una familia sospechosa si esta última se
oponía a ello, si negaba el acceso a ese santuario inviolable
que era el hogar. Las obras que realizan internaciones de
niños se quejan asimismo de la incómoda situación en que se
encuentran respecto de las familias, que en todo momento
pueden hacer uso de su soberanía para interrumpir la acción
educativa de los centros y convocar a sus hijos. O, peor aun,
entregarse al “odioso cálculo siguiente: esos padres que
habían considerado a sus hijos como bocas inútiles o cosas a
explotar los abandonan fácilmente en sociedades que acepta
ban encargarse de criarlos. Pero, cuando consideraban que
ya tenían edad suficiente, los reivindicaban para explotarlos,
entregarlos al vagabundeo y a la prostitución”.20
Para complacer a estos grupos, las leyes de 1889, 1898 y
1912 fueron organizando una transferencia de soberanía de
la familia “moralmente insuficiente” al cuerpo de filántropos
notables, magistrados y médicos especializados en infancia.
La ley de 1889 decreta la inhabilitación de los “padres y las
madres cuyo alcoholismo frecuente, mala conducta notoria y
escandalosa, o malos tratos comprometan la seguridad, la
salud o la moral de sus hijos”. Arma absoluta, al punto que
rápidamente resultó difícil de manejar. Pues, en efecto, no
lograba convencer a esa gran masa de padres más incompe
tentes que indignos, cuya debilidad o negligencia en la
vigilancia habían llevado a sus hijos al vagabundeo, pero que
insistían por “una resistencia ciega, un escrúpulo sentimen
tal, en negar su consentimiento a las sociedades caritativas”.
De ahí la ley de 1898, que concede al juez el poder de confiar
la tutela de un hijo ya a la Asistencia Pública, ya a una
persona o sociedad caritativa, en todos los casos de “delitos o
crímenes cometidos por niños o sobre niños”. Esto modificaba
totalmente la relación que las obras de beneficencia podían
tener con las familias. Pues, por un lado, en nombre de la
vigilancia y de la prevención de los delitos cometidos sobre
niños, pudieron organizar un sistema de denuncia legítima
20 Fragmento de un folleto de la Unión para el Rescate de la Infancia,
1885.
del entorno y tener la misión de emprender su verificación.
Por otro, pudieron penetrar en las familias a través de los
delitos cometidos por niños siguiendo un procedimiento ins
taurado a principios de los años 1890, gracias al cual
desempeñaban un papel de mediadoras entre la justicia y las
familias. Ante la amplitud del fenómeno, el Estado se vio en
dificultades, pues no sabía por cuál de estas dos opciones
inclinarse: por un lado, podían construirse símiles de cárceles
para encerrar a esos pequeños vagabundos hasta la mayoría
de edad; esto implicaba infligir a un menor, que no había
cometido otro delito que el de ser abandonado por sus padres,
una pena a menudo más dura que a delincuentes justiciables
con condena. Por consiguiente, esta opción entrañaba tanto
una contradicción interna del derecho como una perturba
ción de esa aritmética del crimen sobre la cual se fundaba
desde el código Napoleón. Por otro lado, la opción era hacerlos
beneficiarios de una verdadera formación profesional. Ahora
bien, esta opción alentaba a las familias obreras a abandonar
a sus hijos con total frialdad, puesto que así se aseguraban el
beneficio de una educación que no estaban en condiciones de
dar por sí mismas. Para paliar estos inconvenientes, la
colaboración de la justicia y de las obras filantrópicas produjo
un sistema que prefiguraba la actual libertad vigilada y la
asistencia educativa de régimen abierto. Se trata de un
esquema en tres tiempos: en primer lugar, el menor es
condenado y, por lo tanto, pasa a pertenecer a la administra
ción penitenciaria; en segundo lugar, esta última lo entrega
a una sociedad de patronazgo; que, en tercer lugar, lo devuel
ve a su familia y ejerce sobre ella un control de la adecuada
vigilancia del menor cuya custodia ejerce. Si algo no le
agrada, puede recuperarlo para internarlo en uno de sus
propios centros, y si también ahí se rebela puede mandarlo
nuevamente a la cárcel. Así pues, la instancia central ya no
es el pesado colector de todos los miembros a la deriva de una
familia, de todos aquellos a los que no quiere ni puede
contener, sino una pieza adyacente, un tope último que
funciona como un dispositivo de remisión a la familia y de
vigilancia de esta última. Apoyándose la una en la otra, la
norma estatal y la moralización filantrópica ponen a la fa
milia ante la obligación de retener y vigilar a sus hijos si
quiere evitar ser ella misma objeto de vigilancia y disciplina.
El beneficio de esta unión entre la norma sanitaria y la
moral económica también opera en el otro sentido de la re
lación Estado-familia, en el sentido de que la familia desde el
Antiguo Régimen reclama el apoyo del Estado para reforzar
su autoridad sobre aquellos miembros que se le resisten. El
código Napoleón había preservado parte del antiguo poder
familiar, en el pasado organizado sobre la base del procedi
miento de las lettres de cachet de familia. El artículo 375 del
Código Civil prevé que todo padre a quien su hijo ofrezca
“importantes motivos de descontento [...] puede pedir que sea
encarcelado durante un mes si tiene menos de dieciséis años,
y seis meses si tiene más edad”. Así pues, esta legislación
reintroduce el principio de una doble justicia, la del Estado y
la de las familias, pero las confunde prácticamente en una
misma modalidad de aplicación: la forma-cárcel. Este uso
unificado de la cárcel para una función de prevención, en el
sentido de preservación del honor familiar, y para una función
de castigo (que implicara sanción pública y ya no privada, y
deshonor de hecho para las familias) dará origen a una
progresiva descalificación del procedimiento. En el último
tercio del siglo xix, magistrados y filántropos inician una
guerra contra las medidas de corrección paterna recurriendo
a dos clases de argumentos.
Por una parte, alegan, en el caso de los hijos de buena
familia (entiéndase: hijo de familias acomodadas), ese proce
dimiento casi no se aplica, pues el carácter deshonroso de la
cárcel, la promiscuidad con criminales y gente del pueblo que
ella implica, disuade a los padres. Prefieren la fórmula de la
internación psiquiátrica, como los allegados de Jules Valles,
que, en el año 1848, temieron por la carrera del padre tras “la
declaración de los derechos de la infancia”, que había procla
mado en su colegio secundario. O bien tratan directamente
con los conventos o con ciertos establecimientos privados,
como la famosa Casa paterna de Mettray, construida en 1855
por Demetz. Esta última (que no debe ser confundida con la
colonia homónima, destinada a los pobres) ofrecía a las
familias acomodadas un espacio de confinamiento discreto
para su progenie, donde esta podía proseguir sus estudios
gracias al concurso de profesores del colegio de Tours, en el
más estricto anonimato (los deberes tienen código) y sin
perjuicio para su porvenir social, pues los niños incluso
podían abocarse a los deportes más nobles: esgrima, equita
ción, natación... El director de esa casa estaba en contacto con
los directores de los colegios que le enviaban, con el consen
timiento de las familias, a los rebeldes sobre quienes pesaba
una amenaza de expulsión. Estas casas funcionaban, pues, en
el marco de la escolaridad. Eran, a la vez, un parámetro y el
último recurso de las familias frente a la mediocridad de
resultados de sus retoños, y en ese sentido constituían antes
los ancestros de las “academias particulares” que los de la
prevención.
Quedaban, pues, las familias pobres, y era lo que más
apenaba a los magistrados: encontrarse en cierto modo bajo
las órdenes de la “población más mediocre” y tener que
conceder según su conveniencia ordenanzas de corrección
paterna. Sin duda algunos pobres “buenos” apelaban a ellos,
pero a menudo eran los mismos que a último momento se
echaban atrás por “una debilidad culpable", ante la aplica
ción de la ordenanza. Y además estimaban que un mes de
cárcel, o incluso seis, era un tiempo demasiado breve para
erradicar malas inclinaciones muy arraigadas. Sólo queda en
pie la gente sospechosa, “aquellos que mandan internar a sus
hijos para sacárselos de encima durante un mes y así poder
hacer algún viaje o entregarse más cómodamente a fantasías
compartidas, como en el caso de los padres viudos”.21 “Tam
bién aquellos que luchan contra sus hijos para que les
entreguen la totalidad de su paga semanal”.22 Según la ma
yoría de las per sonas que la invocan, “la ley sobre la corrección
paterna no es sino una Bastilla democrática, aun más poblada
de abusos que la famosa Bastilla derribada el 14 de julio de
1789”.23
La toma de esa “Bastilla democrática”, la destitución del
privilegio de esa fracción “poco interesante” de las capas
populares, que se reservaban escandalosamente su uso, se
llevó adelante jurídicamente sobre la base del tema de la
igualdad del hombre, de la mujer y del niño. La madre viuda,
por ejemplo, no podía presentar una solicitud de corrección
sin la aprobación de dos parientes del marido. Considerando
la dislocación de los vínculos familiares amplios, esto impli
caba dejarla en una situación de impotencia. Otro caso era el
de las madres divorciadas. Por lo demás, cuando un padre
quería poner a su hijo en corrección, no estaba obligado a
presentarlo ante el juez, quien debía decidir en función de las
solas afirmaciones del jefe de familia. Al extender el derecho
de corrección a la madre, se generaban los medios para dar
21 Puybaraud, Bulletin de la Société genérale des prisons, 1895.
23 H. Joly, Revue pénitentiaire, 1895.
23 Ibíd.
lugar a una controversia entre el hombre y la mujer, y por lo
tanto justificar un procedimiento de verificación que a su vez
implicaba una indagación ante el niño y el vecindario. Esto
constituía un medio para hacer recular las solicitudes abusi
vas, puesto que el resultado podía invertirse en un procedi
miento de destitución de la patria potestad. Y era asimismo
un medio para ampliar las posibilidades de intervención por
la multiplicidad y las contradicciones de los interlocutores.
De tal modo, las solicitudes procedentes de las familias
pueden ser remitidas a las mismas modalidades de gestión
que aquellas resultantes de la intervención correctiva sobre
las familias abandonistas. La asistencia (a los abandonados)
y la represión (de los insumisos a las familias) quedan así
reunidas en una sola y misma actividad preventiva, cuyo
instrumento está constituido por las sociedades de patronaz
go dotadas -gracias a la norma médica y a las leyes resultan-
tes- de un margen ampliado de intervención en el seno de las
familias, y cuyos materiales, las fuentes de alimentación,
habrían de ser los miembros mismos de la familia a través de
sus solicitudes, financieras y morales, sus conflictos psicoló
gicos o educativos, y sus carencias, denunciadas por el vecin
dario.
En su punto de confluencia que encarna la infancia, ambas
líneas estratégicas esbozan un plan general de intercambio
de buenas maneras del que resultará la configuración de lo
que suele denominarse “lo social”.
Por un lado, el movimiento asistencial y paternalista, que
a través de la iniciativa privada había emprendido la tarea de
conjurar un abordaje estatal del problema del pauperismo,
encuentra en el decreto de normas sanitarias y educativas un
fundamento para legitimar su acción, así como la posibilidad
de librarse de ella en provecho de una gestión administrativa.
Reconocer la utilidad pública de las viviendas sociales, las
escuelas, las cajas de ahorro, las ayudas familiares, todos
esos servicios implantados por un patronato preocupado por
contener a las poblaciones pobres, se vuelve legítimo, puesto
que dichos instrumentos de moralización también constitu
yen condiciones de salubridad. Y de ningún modo implica
emprender un proceso de estatización, contrario a una defi
nición liberal del Estado, puesto que sólo se trata de organi
zar aquello que ya está ahí, sin modificar en forma alguna su
finalidad. Por el contrario, esta racionalización de los produc
tos de la filantropía apacigua la actividad productiva de un
sector de gestión cuyas variaciones y desigualdades de apro
visionamiento perjudicaban su buen función amiento, al tiem
po que libera al patronato de esa imagen directamente
dominadora, que resulta de sus modalidades paternalistas
de implantación. No es como si el Estado hubiera tomado la
iniciativa, asumido la responsabilidad inicial y, por lo tanto,
política de esos servicios. Al asegurar a largo plazo su racio
nalización y su generalización, no hace sino confirmar su
función de garante del buen funcionamiento de las socieda
des liberales. Lo social extirpa del funcionamiento de lo
económico toda responsabilidad respecto de los pobres, que
pese a todo tuvo que asumir durante el siglo xix, y de ese modo
lo libera de este último escollo.
Por otro lado, las prácticas de normalización procedentes
del Estado reciben de la filantropía económico-moral una
fórmula de intervención que permitirá la difusión de las
normas en función de dos modalidades bien articuladas.
Ahí donde no son respetadas, ahí donde van acompañadas
de pobreza y, por lo tanto, de una supuesta inmoralidad, la
anulación de la patria potestad dará lugar al establecimiento
de un procedimiento de tutelarización que conjuga los obje
tivos sanitarios y educativos con los métodos de vigilancia
económica y moral. Se trata, por consiguiente, de un procedi
miento de reducción de la autonomía familiar, facilitado por
la aparición a finales del siglo xix de toda una serie de puentes
y conexiones entre la Asistencia Pública, la justicia de meno
res, la medicina y la psiquiatría. Al reunir así, bajo el tema de
la prevención, las actividades —separadas en el pasado- de
asistencia y represión, la recepción de los sin-famiíia y de los
rebeldes a la familia, se invierte la relación de connivencia
entre el Estado y la familia, de modo que esta última queda
convertida en un ámbito de intervención directa, una tierra
de misión. Al mismo tiempo, la iniciativa privada que se
había desplegado para limitar el rol del Estado ahora puede
ponerse a su servicio, gracias a su experiencia en gestión de
pobres, a fin de hacer pasar las normas por una tutela
económica o bien controlar la gestión económica de las fami
lias pobres en nombre de esas normas que raramente respe
taban. Doble línea cuya conjunción anuncia el carácter de
tutelarización social que habría de adquirir la gigantesca
campaña sanitaria y moral de las clases pobres lanzada a
fines del siglo xix.
Por el contrario, ahí donde la familia da pruebas de una
capacidad de autonomía económica, la difusión de las normas
puede operarse siguiendo los mismos canales por los cuales
la filantropía produjo y alentó esa autonomía, tocando las
mismas fibras sensibles. La introducción en la familia de los
nuevos comportamientos sanitarios, educativos y relacióna
les seguirá el camino inaugurado por el ahorro. La relación
que entonces se establecerá con la familia y la escuela, entre
la familia y los organismos de consejos relaciónales será, al
igual que la que mantiene con el ahorro, una relación de
seducción. Aquí la iniciativa privada funcionará como un
medio para reforzar la autonomía de la familia y de sus
miembros en relación con el riesgo de intervención pública.
Se funda simultáneamente en el deseo de autonomía de la
familia y en el de los individuos, de modo tal que el éxito de
la primera y la realización de los segundos coinciden en un
mismo proceso de intensificación de la contractualización,
“¿Por qué no se casan?”, preguntaban incansablemente los
filántropos a los obreros que vivían en concubinato. A lo cual
estos respondían: “Devuélvannos el divorcio, y después vere
mos”. Por muy insuficiente que fuera a la hora de asegurar el
control de los individuos, por muy inadecuada que fuera para
permitir la introducción en la familia de nuevas exigencias
sanitarias y educativas, la institución patriarcal de la familia
ofrecía una contención mínima, una base necesaria para el
mantenimiento del orden social. La supresión, durante la Res
tauración, del derecho al divorcio promulgado por la Revolución
de 1789 correspondía a la aprehensión que generaba el hecho
de que fuera responsable, por derecho, de la disolución del
orden, cuyo relajamiento de hecho ya planteaba bastantes
problemas. Todos los filántropos coinciden, durante los dos
primeros tercios del siglo, en que la rigidez del matrimonio
constituye un arcaísmo, pero un arcaísmo necesario en la me
dida en que la relación entre los aparatos sociales y la familia
no tiene otras bases. Por consiguiente, este arcaísmo se
conservó el tiempo necesario para que pudiera ser desvinculado
de los conjuntos sociales en los que operaba como una pieza
funcional, y reconectado sobre nuevos dispositivos, tales como
las cajas de ahorro, el aparato escolar y los mecanismos de
prevención. Así pues, la familia deja de ser el plexo de una
compleja red de relaciones de dependencias y pertenencias,
para convertirse en nexo de terminaciones nerviosas de
aparatos exteriores a ella. Estos nuevos dispositivos actúan
sobre la familia a partir de un doble juego que a mediano plazo
requiere su conversión jurídica. En una de sus vertientes, la
penetran directamente, pues, a través de la norma, se
instrumenta a los miembros de la familia contra la autoridad
patriarcal, de modo tal que en nombre de la protección
sanitaria y educativa de sus miembros se organiza la destitución
de la patria potestad, la puesta bajo tutela económico-moral de
la familia. En otra de sus vertientes, inducen la reorganización
de la vida familiar en tomo al afán de ampliar su autonomía
haciendo intervenir las normas como otras tantas ventajas
propicias a una mejor realización de dicha autonomía, y a tal
efecto se apoyan en una liberalización de las relaciones
intrafamihares. Entre la ley de divorcio (1884) y la ley sobre la
destitución de la patria potestad (1889), sólo pasaron cinco años.
Por consiguiente, todo sucede como si la liberalidad del contrato
establecido entre los cónyuges tuviera un doble, tácito y esta
blecido con el Estado: esa libertad que preside su unión, esa
facilidad para contraería por fuera de las antiguas exigencias de
las familias y de los grupos de pertenencia, y también esa
libertad de romperla, se la concedemos en la medida en que
sepan aprovecharla para asegurar mejor su autonomía, a
través del acatamiento a las normas que garantizan la utilidad
social de los miembros de su familia; de otro modo, perderán
esa autonomía y serán nuevamente sometidos al registro de
la tutela.
Todo ello implica el pasaje de un gobierno de las familias
a un gobierno a través de la familia. La familia ya no sirve
para identificar a un interlocutor de pleno derecho de los
poderes establecidos, una potencia de la misma naturaleza
que ella. Se convierte en relevo, soporte obligado o voluntario
de los imperativos sociales, en función de un proceso que no
consistió en abolir el registro familiar, sino en exacerbar su
carácter, en operar al máximo sobre sus ventaj as e inconve
nientes ante sus propios miembros, para conjugar en dos
clases de acoplamientos —uno negativo y el otro positivo—las
exigencias normativas y los comportamientos económico-
morales . Acoplamiento negativo: la falta de autonomía finan
ciera, el pedido de asistencia funciona como índice de inmo
ralidad generadora de carencias educativas y sanitarias que
justifican una tutela económica adecuada para imponer esas
normas. Pero, por otro lado, el incumplimiento de esas exi
gencias sanitarias puede justificar una acción preventiva
cuyo medio material también será la fórmula de la tutela. En
nombre del supuesto perjuicio que alguna de estas carencias
causa a sus miembros, la familia se convierte en objeto de un
gobierno directo. Apoyándose en la defensa de los intereses
de sus miembros más frágiles (niños y mujeres), la tutela
permite una intervención estatal, correctiva y salvadora,
pero al precio de una desposesión casi total de los derechos
privados. Acoplamiento positivo: esa autonomía, que ya no
está garantizada, la familia puede pese a todo conservarla y
aumentarla. Puede conservarla utilizando su capacidad eco
nómica, el dominio de sus necesidades para resolver en la
esfera privada de los intercambios contractuales los proble
mas que pueden plantearse en el plano de la normalidad de
sus miembros; será, por ejemplo, lafacultad, en el caso de una
familia acomodada, de dominar a través de una psicoterapia
el problema de un menor; en una familia popular, en cambio,
sería motivo de una presión social incrementada sobre ella.
Aumentarla para que la apropiación de las normas colabore
con el éxito familiar, es decir, la posibilidad de constituir un
medio adecuado para la realización de cada individuo, resis
tente a las crisis y a los fracasos, pero también la posibilidad
de buscar mejores combinaciones educativas y conyugales
para la libre contractualidad.
Compárense ahora los resultados de esta transformación
de las relaciones de poder entre la familia y los aparatos
sociales con los resultados que se desprenden de la reorgani
zación interna de la familia a partir de la promoción de un
nuevo saber educativo, es decir, esa bipolaridad de la familia
popular y de la familia burguesa antes puesta en evidencia.
Se verá fácilmente cómo el mecanismo de la tutela instaura
do afines del siglo xix puede servir para apoyar y sistematizar
el pasaje, en las capas populares, de la familia “ciánica” a la
familia reorganizada según los cánones de higiene domésti
ca, del reflujo sobre el espacio interior, de la crianza y
vigilancia de los niños. Del mismo modo, los dispositivos de
ahorro, de promoción escolar, de consejos racionales tienen
efecto en el empalme de la familia popular moralizada y
normalizada con la familia burguesa. Entre la impotencia de
la primera y el pleno desarrollo de la segunda, tejen la trama
obsesiva de la promoción que proveerá los rasgos caracterís
ticos de la pequeña burguesía, con su sobreinversión en la vi
da familiar, su sentido de la economía, su fascinación por la
escuela, su búsqueda febril de todo cuanto pueda hacer de
ella un buen “ambiente”.
Entonces, ¿la familia es un agente de reproducción del
orden establecido? La fórmula convendría para el Antiguo
Régimen, donde la familia disponía de favores y obligaciones
precisamente en función de su rango en la sociedad, y donde
estaba marcada por su localización directa en los bloques de
dependencia y las redes de solidaridad. La exclusión de la
familia del campo sociopolítico y la posibilidad de anclar en
ella los mecanismos de integración social no son producto de
un encuentro fortuito entre el imperativo capitalista de
mantenimiento de la propiedad privada y una estructura
consagrada a la producción de sujeción por el complejo de
Edipo, o lo que fuera, sino el resultado estratégico de una
serie de intervenciones que ponen en juego la instancia
familiar pero no se fundan en ella. En este sentido, la familia
moderna no es tanto una institución como un mecanismo. Ese
mecanismo funciona por la disparidad de las figuras familia
res (bipolaridad popular y burguesa), por las desnivelaciones
entre el interés individual y el interés familiar. La fuerza de
ese mecanismo reside en una arquitectónica social cuyo
principio consiste en acoplar siempre una intervención exter
na a conflictos o diferencias de potencial en el interior de la
familia: protección de la infancia pobre que permite destruir
ala familia como foco de resistencia, alianza privilegiada del
médico y del educador con la mujer para desarrollar los
procedimientos de ahorro, de promoción escolar, etc. Los pro
cedimientos de control social se apoyan más en la compleji
dad de las relaciones intrafamiliares que en sus complejos,
más en su afán de promoción que en la defensa de sus
conquistas (propiedad privada, rigidez jurídica). Maravilloso
■mecanismo, pues permite responder a la marginalidad con
una desposesión casi total de los derechos privados y favore
cer la integración positiva, la renuncia a la cuestión del
derecho público, a través de la búsqueda privada del bien
estar.
g En última instancia, se podría decir que ese mecanismo
familiar no es eficaz sino en la medida en que la familia no
reproduce el orden establecido, y en la medida en que su
rigidez jurídica o la imposición de normas estatales no conge
lan las esperanzas que alienta, el juego de las presiones y de
las solicitaciones internas y externas. Tan sólo a ese precio las
relaciones de dependencia pueden ser reemplazadas por
relaciones de promoción, y las redes de solidaridad sustituidas
por procedimientos de reivindicación. Todo esto convierte a la
familia en esa figura esencial de nuestras sociedades, el
correlato indispensable de una democracia parlamentaria.
Todo ello permite comprender asimismo que el problema del
siglo xx no ser á el de la defens aolasupresióndela institución
familiar, sino la resolución de las cuestiones que se plantean ;
en los dos puntos neurálgicos de la confluencia entre familia :
y sociedad: 1. ¿Cómo lograr conjurar las resistencias fami- ;
liares y los vagabundeos individuales en las capas populares
sin que la intervención necesaria genere ventajas demasiado ;
flagrantes o una represión demasiado brutal, pasibles de
reintroducir formas de dependencia o de solidaridad orgáni
ca (el complejo tutelar)? 2. ¿Cómo compatibilizar al máximo
el principio de la autonomía familiar, sus egoísmos y sus
ambiciones singulares, con los procedimientos de socializa
ción de sus miembros (la regulación de las imágenes)?
4. EL COMPLEJO
TUTELAR
I n t r o d u c c ió n
a. L a escena
b. E l c ó d ig o
c. L as p r á c t ic a s
I n t r o d u c c ió n
A. EL CURA y EL MÉDICO
Tras la reciente aparición de esta constelación de consejeros:;
y técnicos de la relación, la sexualidad, la pareja, la pedago
gía y la adaptación social pasaron a formar parte de una
misma esfera. ¿Quién se ocupaba de esta clase de problemas
en el pasado? El cura y el médico, el cura o el médico, pero de
cualquier modo siempre lo hacían en dos registros claramen
te separados.
El cura administraba la sexualidad desde la perspectiva
de la moralidad familiar. Entre el sistema de intercambios
matrimoniales -clave del antiguo orden familiar- y el apara
to religioso, funcionaba una antigua complicidad hecha de
beneficios mutuos. La familia recibía garantía de esas unio
nes mediante la distribución de los sacramentos. Como con
trapartida, el clero recibía dinero, el de los gastos por la
celebración, el de las dispensas que concedía por contraer
una alianza cuando los miembros de la pareja tenían cierto
grado de parentesco: bajo el Antiguo Régimen, este favor era
una necesidad, pues la organización aldeana implicaba una
tasa elevada de consanguinidad. El convento sirve a las
familias para preservar a las hijas destinadas al matrimonio
o para deshacerse de aquellas que implican una carga impo
sible de asumir. A la Iglesia esto le sirve para reclutar a un
sector de la población que puede servir a sus propios fines
misioneros. El dispositivo de la confesión le ofrece a la familia
un medio para manejar la distancia entre el carácter estra
tégico de las alianzas y las inclinaciones sexuales. La Iglesia
obtiene a cambio una influencia directa sobre los individuos,
la posibilidad de una dirección de las conciencias. Verdadera
mafia enquistada en el régimen de las alianzas, la Iglesia
incrementa sus propios beneficios en dinero, poder y expan
sión, al tiempo que refuerza la hegemonía de la familia sobre
sus miembros.
Durante mucho tiempo, la medicina se mantuvo a una
distancia prudencial de este registro social de los intercam
bios sexuales. Durante el siglo xvnr, comienza a interesarse
por la sexualidad desde el punto de vista de los flujos especí
ficamente corporales, y no del de los flujos sociales. Atribuye
gran importancia a la explicación de las enfermedades origi
nadas en el incumplimiento de las funciones reproductoras.
La retención de la leche materna, la negativa a amamantar
a los hijos, tan habitual en las mujeres acostumbradas a la
artificialidad de la vida mundana, es designada como la
causa de una serie de males. La disipación del esperma por
el onanismo presenta inconvenientes similares para el hom
bre. Ya hemos visto cómo, durante los siglos xvili y XIX, esta
clase de discursos proporcionó a los médicos un lugar cada
vez más importante como consejeros familiares. El médico de
la familia interviene en la organización doméstica. A través
de sus sugerencias en materia de higiene o consejos educati
vos, modifica sustancialmente la organización interna de la
vida doméstica. Pero no se atreve a interferir en el régimen
de las alianzas, ese ámbito privativo de la familia y de la Igle
sia. De ello da cuenta el comportamiento del cuerpo médico
en materia de enfermedades venéreas, símbolos de la falta
moral, objetos de un temor que refuerza el poder de la familia
y de la Iglesia. En 1777, un tal Guilbert de Préval, que había
descubierto un “específico antivenéreo”, fue expulsado de las
filas de la facultad de Medicina de París tras un juicio
solemne;1Un siglo más tarde, el higienista Tardieu cubrirá
de sarcasmos a uno de sus colegas que había intentado
preparar una vacuna antivenérea. Según él, tal cosa implica
ba abrir de par en par la puerta a todos los abusos, utilizar la
medicina contra la moral, liberar las pasiones que entonces
prolíferarían a expensas de los intereses de las familias.2
A lo largo del siglo xix, esta restricción de la intervención
médica sobre la sexualidad a la sola higiene privada fue
perdiendo vigor. Si se revisan las obras de divulgación médi
ca para uso de las familias, podrá constatarse un incremento
de artículos dedicados a los comportamientos sexuales. A
principios del siglo xix, las enciclopedias médicas añaden a
las clásicas diatribas sobre el onanismo y el rechazo de la lac
tancia materna consideraciones bastante vagas sobre la ma
yor longevidad de los individuos casados, sobre la dudosa
pertinencia del matrimonio entre personas con mucha dife
rencia de edad, o bien sobre la mayor complementariedad de
los temperamentos. A mediados de siglo, los diccionarios
de higiene deslizan algunas consideraciones positivas sobre
los métodos anticonceptivos no artificiales. A partir de 1857,
es decir, déspués de la publicación del Traite des dégénéres-
cences de Morel, se añaden consejos imperativos sobre las
indicaciones y contraindicaciones de las uniones.3 De ahí al
eúgenismo hay un paso. A fines de siglo, prolifera un nuevo
género, la biblioteca médica: "Biblioteca médica variada”,
1Cf. Potton, De la prostitution et de la syphylis dans les grandes villes,
1842.
2Sobre la cuestión délas enfermedades venéreas en general, véanse las
obras de Louis Fiaux, La pólice des mceurs, 3 vol.,1907, Les malsone de
tolérame, 1892, y Ambroise Tardieu, Dictionnaire d’hygiéne publique, 3
vol.
:i Véase Alex Mayer, Des rapporis conjugaux consideres sous le triple
point de vue de la population, de la societé eí de la morale publique, 1857.
“Pequeña biblioteca médica”, “Biblioteca científica contempo
ránea”, etc. En esos catálogos de obritas baratas, los temas
sexuales predominan notoriamente, y a menudo son tratados
por médicos de renombre. Los mandarines de fines del siglo
xix y principios del xx implementan así una campaña de
higienización de la sexualidad que forma parte de un dispo
sitivo general de prevención de las enfermedades sociales
(enfermedades venéreas, alcoholismo, tuberculosis).*1El ob
jetivo de los médicos es tratar la sexualidad como un asunto
de Estado y, por lo tanto, ir más allá de la arbitrariedad de las
familias, de la moral y de la Iglesia. Tras comenzar por
regentear los cuerpos, y para perfeccionarse en ello, la medi
cina también aspira a legislar las uniones.
¿Cuál era el objetivo de esta campaña? ¿Qué era aquello
que los higienistas consideraban disfuncional en el régimen
de alianzas? Principalmente, aquello que solían llamar “la
doble moral de las familias”, esa manera de proclamar un
comportamiento eminentemente moral y practicar otro, he
cho de egoísmo, de ambiciones y de una sexualidad clandes
tina desenfrenada. ¿Por qué las familias tenían esta actitud?
Porque organizan su existencia con vistas a dominar la
contracción de las alianzas. De ahí la educación diferenciada
de mujeres y varones, basada en la preservación de las
primeras y en la tolerancia, o aun la incitación, de las expe
riencias prematrimoniales de los segundos. De ahí el alto
costo social de esta práctica: los elevados porcentajes de
reproducción ilegítima condenada a una fuerte morbilidad, el
mantenimiento de una importante población de prostitutas
que propagan enfermedades venéreas, la contracción de las
alianzas contraindicadas médicamente, pero consumadas en
función de los intereses familiares. Todo un gasto, una
patología social, que se consideraban coextensivos con el
libre albedrío de las familias. La famosa doble moral, la tan
denunciada hipocresía de los adultos, nada tenía que ver con
el pudor ni con oscuras represiones. Si los padres enseñaban
a sus hijas a preservarse y a la vez alentaban las hazañas
amorosas de sus hijos varones, se debe a que sus intereses
están comprometidos en el juego de las alianzas matrimonia
les, en el cual la capacidad contractual de una familia y, por
lo tanto, su poder, era tanto más grande cuanto más preser
* La lista de los catálogos sería demasiado extensa. A título indicativo,
citamos la “Librairie du Gymnase”.
vadas estuvieran sus hijas y cuanto menos los estuvieran las
de las demás familias. El régimen de las alianzas engendra
y ratifica los resultados de una guerra civil permanente, de
una serie de micro-batallas llamadas “perdición”, “seduc
ción”, “desvío”...
Los primeros años del siglo xx se presentan como la última
fase del enfrentamiento entre dos modalidades de gestión de
la sexualidad: la del cura, sobre la cual aún se basa el poder
de las familias, y la del médico, que avanza en nombre de la
higiene pública, del supremo interés de la sociedad. Es decir,
el impacto de este vencimiento tecnológico no se reduce a un
comb ate ingenuo entre una figura antigua y una nueva, y aun
menos a una guerra entre lo laico y lo confesional. En los
ámbitos político-militar, institucional, sanitario y social, cris
talizan una serie de desafíos que, por sus puntos de conver
gencia más o menos claros, darán lugar a un enfrentamiento
general entre dos grandes estrategias. La primera, naciona
lista y familiarista, que vincúlala opción técnica del poblacio-
nismo con los temas políticos del paternalismo a lo Pétain. El
otro, socialista e individualista, ve en el neomalthusianismo
un medio para la organización colectivista.
Entre los años 1840 y los años 1880, el malthusianismo era
el puntal del comportamiento de la burguesía filantrópica. El
carácter excesivamente prolífico de las clases pobres consti
tuía, a juicio de los filántropos, la principal causa de su
miseria. Por lo demás, la imprevisión de las masas trabaja
doras hacía recaer sobre las finanzas públicas el costo cada
vez mayor de los procedimientos asistenciales. Engendraba
un peligro político debido a la expansión, en el corazón de la
nación, de las capas sociales menos “civilizadas”. La filantro
pía invierte completamente su posición a partir de dos acon
tecimientos. Por un lado, el aplastamiento de la Comuna
pone fin al problema de la amenaza interna. Por otro, el
imperialismo colonial avanza ahora a toda marcha. Se con
vierte en un sector crucial para generar ganancias, en un
lugar donde estas últimas se redistribuyen en función de las
competencias internacionales. La burguesía ya no tiene mo
tivos de temor en el interior, y necesita hombres para sus
andanzas en el exterior. De ahí la sustitución de la antigua
moralización malthusiana de las clases pobres por un nuevo
discurso militante ahora dirigido contra la infecundidad de
las familias, la despreocupación culpable de aquellos que,
negándose a procrear, ponen a la nación a merced de sus
rivales. En 1902, el estadístico Bertillon y el politécnico
filántropo Emile Cheyssion (viviendas sociales y jardines
obreros) fundan una “Alianza nacional” contra la despobla
ción.5Convocan a todos aquellos que tienen interés en refor
zar el poderío militar e industrial de la nación, su capacidad
numérica de acción e intimidación.
Excelente ejemplo de la permutabilidad de los temas
políticos: aquellos que no quieren ser objeto, ni eventuales
víctimas, de esa política se apoderan del antiguo discurso
maltusiano, lo remozan añadiéndole el saber médico sobre
contracepción y profilaxis social, y lo utilizan contra los
discursos nacionalistas. Una conexión decisiva se establece
entre la insumisión a los patrones y generales (la “huelga de
los vientres”) y el progresismo médico. Los militantes del
grupo de la Liga para la regeneración humana (fundada por
Paul Robin), y luego los de la Generación consciente (fundada
por Eugéne Humbert, sucesor de Paul Robin), son los izquier
distas de la belle époque.6 Médicos como Klotz-Forest, Jean
Mar están, la doctora Pelletier, feministas como Nelly Rous-
sel y Jeanne Dubois, militantes anarquistas como Sébastien
Faure, recorren la Francia popular para difundir sus ideas
subversivas. Aprovechan cada foco de lucha, cada huelga
desatada, para establecer un vínculo entre la revuelta obrera
y la insumisión a la fatalidad biológica; dondequiera que
vayan crean tentáculos clandestinos de distribución de méto
dos anticonceptivos. En las regiones de grandes complejos
paternalistas, se dice que han hecho estragos. Los estadísti
cos poblacionales producen lamentables comparaciones so
bre las tasas de fecundidad antes y después de las grandes
huelgas de principios de siglo.7 Resonancia muy actual de
estos grupos: no tendrán sucesores antes de los “maos”
establecidos en las fábricas, pues los doctores Carpentier
distribuían sus panfletos a la salida de los colegios. En 1906,
Paul Robin llama a las prostitutas a sindicalizarse para
luchar contra la policía de las costumbres, y sueña con
organizar una agencia para las uniones libres, que prefigura
los clasificados de Actuel y Liberation. Izquierdistas en el
5 "Alliance nationale pour l'accroissement de la population franpaise”,
con boletín trimestral homónimo.
6 La revista Régéneration se publica entre 1900 y 1908, y Génération
consciente toma la posta hacia 1914.
7Véase Paul Bureau, L’indiscipline des mceurs, 19020; Leroy-Beaulieu,
La quesíion de la population, 1913; Fernand Boverat, Patriotisme et
patemité, 1913.
sentido de que se vieron confrontados tanto a la represión
judicial de la burguesía bienpensante como a las estructuras
sindicales y políticas de la izquierda, amenazaban claramen
te los privilegios de las primeras, pero también las bases de
lucha de las segundas. “No queremos un proletariado más
feliz, ni familias obreras mejor vestidas, ni niños apartados
de promiscuidades peligrosas, ni mujeres del pueblo que ya
no estén expuestas al peligro de los abortos recurrentes:
queremos la supresión del proletariado” (Doctor Vargas, de
tendencia guesdista, 1908).8 En Alemania, los neomalthu-
sianos tuvieron más suerte con el sindicalismo y la izquierda.
El revisionismo de Kautsky y las posiciones liberales sobre la
mujer de un August Bebel permitieron que los temas neomal-
thusianos tuvieran cabida en el socialismo estatal. En Fran
cia, los anarquistas fueron sus únicos aliados. Durante la
belle époque, sólo se podía ser anarquista o patriota.
El eje del debate entre néomalthusianos y poblacionistas
es, pues, la cuestión del derecho. La burguesía quiere preser
var las estructuras jurídicas fuertes que garantizan sus
privilegios, la propiedad, la herencia, el contrato de trabajo.
La izquierda sindical y política discute ese derecho pero se
niega a su enmienda médico-social, pues borraría la nítida
frontera que traza entre opresores y oprimidos. Las posturas
más apasionadas van a tramarse en torno del estatuto jurí
dico de la familia.
Los poblacionistas inician una guerra contra una evolu
ción que tendería a reducir su importancia. Ya tuvo lugar la
legislación sobre el divorcio (1884) y la entrada de las mujeres
en el mercado laboral. Si además se dispone el control de
natalidad, el carácter jurídico de la familia terminará conver
tido en una formalidad inútil. ¿Por qué ese temor? Su razona
miento tiene el mérito de ser simple. Cuanto más fuerte es la
estructura familiar, tantas más posibilidades hay de que la fa
milia sea prolífica. Al restaurar la autoridad del hombre
sobre la mujer, se promueve que esta última se atrinchere en
el hogar, y se la “libera” de todas aquellas actividades que no
sean reproductivas y domésticas. La consecuente pérdida de
ganancias sería compensada por el incremento de los ingre
sos debidos a la progenitura, los subsidios familiares que
debían ser promovidos y el salario de los hijos cuando tuvie
ran más de doce años. De ese modo, la familia recuperaría su
"Citado porR. H. Guerrand, La libre maternité, Casterman, 1971, p. 58.
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carácter de pequeña empresa interesada en multiplicar a sus
miembros y, por ende, sus fuerzas. Inversión más bien cínica
de los filántropos. A quienes les recuerdan cuánto deplora
ban en el pasado el empobrecimiento de las familias numero
sas debido ala cantidad de cargas, ellos responden ahora que,
en una familia popular, tener muchos hijos quizá constituye
un sacrificio al principio, pero siempre entraña un enrique
cimiento cuando los niños están en edad de trabajar.
También están interesados en preservar el poder jurídico
de la familia aquellos que tienen privilegios sociales que
defender. Esto se debe a que las posiciones conquistadas
pueden ser reconducidas o mejoradas a través de la continui
dad de las filiaciones y el juego de las alianzas. Se debe
asimismo al hecho de que la familia es el mejor soporte para
las relaciones verticales de dependencia y prestigio. Esto
involucra, pues, a mucha gente. En torno de la Alianza
nacional se constituye una pletóríca red de organizaciones
familiares: las ligas de padres de familia, la liga de madres de
familias numerosas, la Asociación de padres de alumnos de
colegios secundarios (ancestro de la federación Armand, y
luego Lagarde), la Escuela de padres, los directores de cajas
de subsidios familiares, la unión de asistentes sociales, las
organizaciones de scouts, las ligas de higiene moral, de
saneamiento de quioscos de diarios, de las inmediaciones de
los colegios, etcétera.
Enorme concentración que habría de constituir un grupo
de presión duradero. Lucharían contra todo lo que puede
fragilizar a la familia: el divorcio, las prácticas anticoncepti
vas, el aborto. Les debemos la famosa ley de 1920, que
prohíbe toda propaganda relativa a la contracepción y el no
menos famoso código pétainista de la familia, que defiende
cuanto pueda fortalecer el estatus de esta última. En primer
lugar, a través de la idea del voto familiar -vieja idea, puesto
que ya había sido planteada por Lamartine después de 1848-.
¿Cómo ampliar la importancia cívica de la familia atribuyén
dole una capacidad electoral que tuviera en cuenta la canti
dad de hijos? Procedimiento difícil de implementar y lleno de
avatares. ¿Ese poder debía corresponder únicamente a los
padres? Pero eso implicaba despojar a las madres, cuyo
instinto reproductor debía ser halagado. Dar el voto también
a las madres habría implicado introducir un germen de
división en una entidad cuya organicidad debía ser, por el
contrario, reforzada. Por otra parte, ¿no entrañaba un peligro
político? ¿Las clases pobres, las clases peligrosas, no son
acaso las más prolíficas? Al darles mayor derecho de voto, las
capas privilegiadas no hacían sino distribuir las armas con
que podían ser aniquiladas. Sin duda, decían algunos, esas
capas son las más prolíficas, pero también son las que menos
viven en el marco de los vínculos legítimos del matrimonio y,
por ende}no podrían beneficiarse con el voto. Entonces, ¿con
qué fin implementar una política para reforzar la importan
cia jurídica de la familia, si a tal efecto se perjudica la
estrategia de conjunto? Roído por estas aporías, el proyecto
de voto familiar será progresivamente abandonado.9 En
cambio, el desarrollo de las cajas de subsidios familiares y la
proliferación de las redes de trabajo social fueron amplia y
exitosamente impulsadas por esos grupos.
Frente al movimiento familiarista, las iniciativas del mo
vimiento neomalthusiano adquieren dos formas. Por una
parte, los militantes agrupados en torno a Paul Robin y
Eugéne Humbert instauran las'pequeñas máquinas de gue
rra contra la familia que ya hemos visto con motivo de la
celebración de la unión libre, la distribución de los productos
anticonceptivos y la propaganda para la “huelga de los
vientres”. Por otra parte, cerca de ese núcleo duro se agrupa
una constelación de médicos célebres, como Auguste Forel
(profesor de psiquiatría en Zurich), Sicard de Plauzolles,
Tarbouriech, el ilustre Pinard, escritores como Octave Mir-
beau, hombres políticos como Alfred Naquet (el padre del
divorcio) o Léon Blum. Estos son los hombres que aceptan con
alguna reticencia la apelación “neomalthusiano”, sobre todo
a causa de su connotación anarquista en Francia. Todos ellos
son técnicos notables cuyo principal objetivo es incorporar la
higiene y, por tanto, el control de natalidad en el funciona
miento de las instituciones. Se manifestarán principalmente
a través de libros y revistas, dada la reticencia de las clases
políticas, por los dos motivos antes expuestos, a la introduc
ción de los temas higienistas. Un intento tardío de acercarse
a la izquierda política ocurrió en 1933 con la creación de la
revista Leprobléme sexuel, cuyo comité de redacción estaba
constituido por Bertie Albrecht (comunista), Victor Basch,
Paul Langevin, Jean Dalsace y Sicard de Plauzolles. El
partido comunista y el partido socialista publican allí sendos
programas de reforma de la ley de 1920: para la información
0 Las peripecias de este asunto det voto familiar fueron ampliamente
desarrolladas en el Bulletin de l'Alliance nationale.
sexual, el control de natalidad y el aborto terapéutico. Pero,
a partir de 1934, el partido comunista da marcha atrás, en el
marco del proyecto de unión popular con los católicos, y la
revista deja de aparecer después del sexto número. Los
médicos innovadores se refugian, para defender sus posicio
nes, en la Liga de los Derechos del Hombre, presidida por
Sicard de Plauzolles, y en la Sociedad de Profilaxis Sanitaria
y Moral, dirigida por el mismo Sicard de Plauzolles, dos
organizaciones que lucharían perdurablemente contra la ley
de 1920, pero que carecían de apoyo político.
Todo se limita, pues, a estas publicaciones. Libros, en un
principio: La question sexuelle de Auguste Forel (1906), La
fonction sexuelle de Sicard de Plauzolles (1908), Du mariage
de Léon Blum (1908), que sería reeditado varias veces duran
te el período de entreguerras. Luego, una serie de folletos y
revistas efímeras, entre las cuales Le probléme sexuel es la
última, más allá de la Revue de prophylaxie sanitaire et
morale, que durará hasta los años cincuenta. El discurso es
más o menos el siguiente: puesto que la familia es destruida
por las necesidades económicas del orden social actual, es
preciso que la colectividad reemplace al padre para asegurar
la subsistencia de la madre y los niños. Así pues, la madre
sustituirá al padre como jefe de familia; puesto que ella es el
núcleo estable, la matriz y el corazón, ahora también será su
cabeza. Los niños estarán bajo su tutela, centralizada por la
autoridad pública. Todos llevarán el apellido de la madre; así
los hijos de una misma madre pero de diferentes padres
tendrán el mismo apellido; no habrá diferencias entre los
hijos legítimos y los bastardos. La influencia del hombre
sobre la mujer y los niños dependerá del amor y de la estima
que inspire; su autoridad dependerá de su valor moral: en el
hogar sólo tendrá el lugar que se merezca... En suma, una
gestión médica de la sexualidad liberará a la mujer y a los
niños de la tutela patriarcal, romperá el juego familiar de las
alianzas y de las filiaciones en provecho de una mayor
incidencia de la colectividad en la reproducción y de una
preeminencia de la madre. Es decir, un feminismo de Estado.
Para comprender hasta qué punto la cuestión del derecho
era clave en la perspectiva de los higienistas y de los eugenis-
tas, citemos el ejemplo de Tarbouriech, médico autor de una
utopía científica, La ciudad futura (1902). Se especializaba
en accidentes de trabajo, y ayudó a ímplementar una legisla
ción moderna sobre ese problema, a partir de una inquietud
muy precisa: reducir la importancia del recurso a lo judicial
en ese tipo de casos para facilitar las reglamentaciones. Evi
tar la incertidumbre tanto para la empresa como para el
obrero. A la primera, le explica que la nueva legislación la
obliga a pagar una indemnización en todos los casos, pero a
su vez le evita cualquier sorpresa, puesto que el monto de esta
indemnización resultaba de un acuerdo previo entre la em
presa y el obrero. Al segundo, le concede que no siempre
tendrá reparación total dél daño causado, pero que a cambio
está seguro de tener siempre una indemnización. Conjura del
peligro, de la sorpresa, del conflicto y del arbitraje siempre
cuestionable de lo judicial. Entonces, ¿por qué no extender al
conjunto del campo social esta clase de soluciones, esta
modalidad administrativa de gestión de los problemas, que a
fines del siglo comienza a esbozarse en otros ámbitos, como
el de la asistencia? La cité future constituye un fresco del
Estado-familia realizado bajo Í6s auspicios de la ciencia
médica. La jurisdicción será totalmente administrativa, so-
bíe el modelo de los tribunales civiles, y dividida en tres
instancias: la justicia contable, que administra la riqueza
pública, decide las inversiones y los salarios; la justicia civil
y disciplinaria, que se ocupa de las infracciones al orden
público; la justicia médica, que se ocupa de aquellos delitos
cuyos autores tengan un estado mental defectuoso, y otorga
permisos y negativas de transmitir la vida. Para evitar los
perjuicios que pueda engendrar la división entre el derecho
civil y el derecho penal, “que no protege lo suficiente a los
niños (derecho penal), y les permite saciar su lubricidad
cuando aún no tienen edad para planear casarse (el derecho
civil lo autoriza tardíamente), esa jurisdicción médica hará
comparecer a todos los niños en edad biológica de reproduc
ción (quince o dieciséis años) y los someterá a un examen
individual. El médico podrá decidir si le concede o no un “bono
por el servicio social”, el cual le dará la autorización para
practicar uniones sexuales pasajeras o permanentes, sus
penderá al individuó el siguiente año o impondrá su esterili
zación. Al suprimir la desnivelación entre el derecho civil y el
derecho penal, es el poder familiar en su totalidad el que
estalla. El padre y la madre no tendrán derechos sobre su
progenie, sino tan sólo deberes. La legislación sobre el venci
miento de la patria potestad, establecido en la ley de 1889,
debe desaparecer, puesto que aún sostiene la idea de un
poder familiar. Es el Estado el que declara al hombre o a la
mujer aptos para colaborar en la misión de criar a tal o cual
futuro ciudadano, y el que en cualquier momento puede
reemplazarlos si no cumplen con su misión de manera ade
cuada, en provecho de un criador o educador que ofrezca
mayores garantías. Se trata, pues, de extender a toda la
sociedad el régimen de la tutela, a todas las madres la atri
bución de las ayudas educativas y del control sanitario, para
que sean “pagadas como nodrizas de sus propios hijos y los
críen, no para ellas, sino para el Estado”.
En este contexto, el discurso neomalthusiano es más
agresivo, pues elabora una teoría a la vez social y sexual de
la profilaxis de las degeneraciones, de las anomalías físicas y
mentales. ¿Cómo se origina la proliferación de esos innume
rables tarados de la inteligencia, del carácter, de la conducta,
todos aquellos que están encerrados en asilos y cárceles, pero
también aquellos, en cantidades incalculables, que están en
libertad y difunden sus males gravando así el funcionamien
to social? Dos son sus causas principales: el alcoholismo y la
sífilis. El alcoholismo resulta de la perpetuación de lamiseria
social causada por la irracionalidad de la producción. Al
socializaría, se asegura que todos tengan un trabajo salubre,
recursos decentes, se proscribe el desasosiego moral que da
origen a los borrachos y a las descendencias de tarados. La
sífilis se relaciona, por un lado, con la organización de la vida
familiar, con la doble moral que la rige y que fomenta la
prostitución, y, por otro, con el predominio de los egoísmos
familiares a la hora de decidir las uniones, en detrimento del
cuidado de una procreación sana. Así pues, todo el sistema de
asistencia familiar es cuestionado, denunciado en 1908 por
Sicard de Plauzolles, en términos muy claros: “Debemos
observar que, si el objetivo es impedir la reproducción de
indeseables, prevenir, detener en lo posible la degeneración,
impedir la multiplicación de los ineptos y favorecer la repro
ducción de los más aptos, entonces estamos haciendo todo lo
contrarío con la organización de nuestra asistencia y de
nuestra protección de la familia y de la infancia, pues todos
nuestros esfuerzos van dirigidos a proteger, conservar y
cultivar a los degenerados y a los ineptos”.10
El discurso médico coincide así con las utopías de la
primera mitad del siglo xix y les proporciona un potente
soporte tecnológico. En 1903, Paul Robin lanza una violenta
10 La fonction sexuelle, 1908 .
polémica contra la administración sanitaria y asistencial. Su
eslogan: “Despoblar los Bicétres para poblar los falanste-
rios”. Los familiaristas replican acusando a los médicos de
arrebatar con excesiva facilidad a los niños de su entorno
natural, de hospitalizarlos con cualquier pretexto, lo cual es
socialmente costoso y moralmente destructivo. Incluso el
cuerpo médico clásico se subleva: frente a Toulouse, eminen
te psiquiatra “social”, protagonista de la sectorización duran
te el período de entreguérras, el doctor Gouriau cuestiona el
peligro de una omnipresencia totalitaria de la medicina:
“Sueña con una federación de repúblicas psiquiátricas donde
los ciudadanos comunes serían examinados en cadena, al
iniciar sus principales actividades, por el ejército de los
profilactas, grandes y pequeños orientadores, sexólogos de
toda calaña, especialistas en suicidios, en catarro nasal, en
manejo de coches y en estadísticas, en suma, todos los
subproductos de la ‘noología’ nacida o por nacer de su inspi
ración creadora”.11
Suele decirse que toda la historia reciente consistiría en los
avances y retrocesos de estas dos estrategias, en el enfrenta
miento entre los defensores del progreso, de la liberalización
del sexo, y los tradicionalistas, los hombres de la iglesia, del
ejército y de los tribunales. Represión feroz en un primer
tiempo, persecución de los precursores; pero luego una lenta
evolución de las costumbres permitió flexibilizar un poco los
usos y las prácticas; por último, la caducidad de las leyes
represivas consideradas flagrantes, que habrían sido aboli
das tras la batalla final contra los partidarios del pasado. El
trabajo del tiempo habría servido para depurar las ideas
nuevas de sus candores, dé sus excesos, de su aspecto utópico.
Habría permitido reducir las oposiciones, desarticular las
obsesiones, esa supuesta voluntad de destrucción que mu
chos adjudican alo que no es habitual. Nadie puede resistirse
por mucho tiempo al progreso, pero tampoco es posible
imponerlo de manera brutal. En los términos de este evolu
cionismo tibio, a través de este chato maniqueísmo, más o
menos todos hemos tendido a descifrar ese capítulo de nues
tro presente, tanta es la pregnancia de nuestra representa
11 Respuesta del Dr Gouriau a una “encuesta sobre los servicios abiertos”,
encuesta confiada a Toulouse por el ministerio de Salud Pública, Aliéniste
franqáis, noviembre 1932, p. 563. Citado por R. Castel, L ’ordrepsychiatri-
qtie, ob. cit.
ción del poder como mera represión, nuestra representación
de la libertad como afirmación de la sexualidad.
Ahora bien, basta considerar los textos, antes que las
hagiografías, para descartar esa representación. La oposi
ción entre poblacionistas y neomalthusianos no encarna tan
claramente el antagonismo clásico entre un tradicionalismo
feroz y un utopismo ingenuo y generoso, y aún menos podría
reducirse a una voluntad de represión contra una esperanza
de liberación. Entre ambos, la frontera es de otro orden. La
corriente poblacionista comporta una cantidad nada desde
ñable de médicos partidarios de una intervención normativa
en la vida familiar para asegurar, además de una abundante
reproducción, la calidad de esta última. El mejor ejemplo es
el doctor Cazalis,12 autor de una famosa fórmula que habría
de figurar durante mucho tiempo en los manuales de higiene
especial parauso de las escuelas normales: “Llegaráel día en
que las dos familias, antes de decidir un matrimonio, pon
drán en presencia a sus respectivos médicos, como ponen en
presencia a sus dos notarios; llegará el día en que los médicos
tengan mayor importancia que los notarios.” A él debemos,
precisamente, la legislación sobre la obligación de la consulta
médica prenupcial. Por lo demás, es sabido que esta clase de
legislación derivó en la prohibición de las uniones entre
diferentes categorías de individuos tarados por razones so
ciales (los delincuentes reineidentes en los Estados Unidos)
o raciales (los judíos en Alemania, por la ley de 1934). Un
hombre como Cazalis, en función de su virulento antisemitis
mo, su búsqueda literaria de una nueva mística para Occi
dente (escribía poemas de inspiración parnasiana bajo el
seudónimo de Jean Lahor), participa de ese estado de ánimo.
Puede pensarse asimismo en Céline, otro ejemplo de médico-
escritor cuyo pensamiento comporta los mismos ingredien
tes: el misionado médico, el antisemitismo, la obsesión por la
decadencia de Occidente causada por la proliferación de las
poblaciones “inferiores”.
De lado de los neomalthusianos, la medicalización ño
siempre es sinónimo de liberalización. Basta revisar la con
cepción de la educación sexual que intentaron introducir
durante el período de entreguerras, a partir de la Sociedad de
Profilaxis Sanitaria y Moral. La educación, o más bien “la
civilización del instinto sexual, para retomar la expresión de
12 R, Cazalis, La Science du mariage, 1900.
Pinard, debe consistir en una suerte de vacuna capaz de crear
cierta autonomía psíquica, acostumbrar el cerebro a asociar
las ideas eróticas con la representación de las consecuencias
posibles”.13 Estas son, por supuesto, las diversas formas de
enfermedades venéreas, con cuadros de apoyo e imágenes
edificantes. Al proceder a semejante educación antes del
despertar del instinto sexual-es decir, para ellos, antes de la
pubertad- en el marco, colectivo, anónimo, se neutraliza su
carga perturbadora y se la contiene hasta la edad estipulada
para la preproducción, de modo tal que se podía esperar
obtener un sexo sano, vigoroso y disciplinado. El ideal es
eliminar la sexualidad no-reproductiva, pues se la considera
una enfermedad. Esto en cuanto a los pormenores tácticos.
En lo referente a los grandes proyectos, por momentos encon
tramos un dirigismo totalitario. En 1924, Sicard de Plauzo
lles dicta en la Sorbona, en presencia del ministro de salud,
una conferencia sobre la “zootecnia humana” (retomando así
una anhelo de Cazalis). He aquí la definición que da de ella:
“La zootécnica humana es una de las modalidades más
acabadas de la higiene; después de la higiene privada que solo
atañe a los individuos, la higiene pública que solo se interesa
por los espacios públicos, ella constituye la verdadera higiene
social, aquella que sólo considera al individuo en función de
su valor y de su utilidad social. La higiene social es una ciencia
económica cuyo objeto es el capital o material humano, su
producción o reproducción (eugenesia y puericultura), su con
servación (higiene, medicina y asistencia preventiva), su
utilización (educación física y profesional) y su rendimiento
(organización científica del trabajo). La higiene social es una
sociología normativa: consideremos al hombre como un mate
rial industrial o, mejor aún, como una máquina animal. El
higienista es, pues, el ingeniero de la máquina humana”.14
Una prueba más de la proximidad teórica de estas dos
estrategias puede ser proporcionada por el relevo de las citas
de Mein Kampf de Hitler en sus respectivas publicaciones
grupales. Hasta 1933, ambos ven en esa obra un modelo de
transformación más que un objeto crítico. Los poblacionistas
celebran sus frases sobre la política familiar, donde el niño
debe contar más que el adulto. Los malthusianos aprecian las
fórmulas enérgicas sobre profilaxis de las enfermedades
venéreas, así como el anuncio de una legislación sobre las
13 Sicard de Plauzolles, Reuue deprophylaxie sanitaire et morale, 1920.
14Revue de prophylaxie sanitaire et moral, 1934.
uniones. No evoco esto por el mero placer de mostrar que las
cosas suelen ser más complicadas de lo que se cree. Tan sólo
trato de mostrar que estas estrategias no se oponen sino de
manera superficial, pero que en otro nivel están vinculadas.
Antes que a la imagen de dos filos opuestos, habría que
recurrir a la imagen de la herradura. En los términos en que
el debate ha sido planteado, la tendencia tradicionalista,
juridizante, familiarista, y la tendencia innovadora, medica-
lizante y socialista encaman cada cual un polo intervencio
nista, coercitivo, que las suelda una a la otra.16 El manteni
miento de una sólida estructura familiar, la preservación de
los privilegios sociales pasaba por el fascismo social. La
disolución de los anclajes orgánicos, la anulación social y
sanitaria de las desigualdades pasaba por el social-fascismo.
Solidaridad histórica, pues, entre dos estrategias que en el
primer tercio del siglo formularon el problema de la medica
lización de la sexualidad y de la familia en términos que ya no
son los nuestros. La oposición entre el sueño de una suerte de
Estado-Familia (que anule el juego familiar en provecho de
una reproducción más o menos estatizada) y la voluntad
inversa de restauración jurídica y orgánica de la familia no
habla sino de un combate entre el médico y el cura, entre
lo laicoylo confesional. Pues, ¿cómo no percibir el borramien-
to de los desafíos entrevistos por entonces en torno a la
medicalización de la sexualidad? Únicamente Michel Debré
puede seguir viendo en la promoción de la sexualidad una
máquina de guerra contra el poderío de la nación. ¿Quién se
atrevería a seguir considerando que la sexualización es una
táctica pura y simple de destrucción de la familia, cuando es
bien sabido que esta última también extrae de esa sexualiza
ción los medios para su propio fortalecimiento? ¿Cómo ver en
ese proceso un medio para la supresión de los “anormales”,
cuando por el contrario les sirve como soporte para reivindi
car sus diferencias? Por lo demás, cabe constatarla casi total
desaparición en ese terreno de la gestión de los sexos y de las
almas de los dos protagonistas que luchaban por su control,
el cura y el médico, en provecho de las recientes categorías de
consejeros y psicólogos, nuestros nuevos directores de con
ciencia. Borramiento o desplazamiento de los desafíos, retrai-
lfi Véase la celebración de las formas de encuadramiento de la juventud
por el fascismo musoliniano, el estalinismo soviético y el nazismo hitleriano
en los artículos de Mme Caillaux, Reuue médico-sociale de l’enfance, año
1932 y siguientes.
miento cuando menos relativo de los principales combatien
tes. La historia de la sexualidad ha tomado otro camino, más
discreto, menos glorioso, menos épico. En torno a ella pueden
seguir activándose los fantasmas de las luchas pasadas, los
prestigios de la represión, las obsesiones de la destrucción.
No es sino una manera de darle nueva vida cuando carece de
ella. Tiene tanto sentido como cuando la derecha acusa a la
izquierda de querer construir una sociedad colectivista, o
cuando la izquierda denuncia el tradicionalismo de la derecha.
La solución de la cuestión familiar ha desertado el campo
escabroso de la medicina para ocupar aquel, mucho más
cómodo, del psicoanálisis. Para seguir con la metáfora, a
continuación intentaremos mostrar de qué modo Freud es a
la medicina y a la psiquiatría lo que Keynes es a Marx.
b. P s ic o a n á l is is y p a m il ia s is m o
c. E s t r a t e g ia f a m il ia r
Y NORMALIZACIÓN SOCIAL
d. L a f a m il ia l ib e r a l a v a n z a d a :
F reud y K eynes
P rólogo ............................................................................................................ 7
1. P resentación ..............................................................................................13
2. L a conservación de los h ij o s .............................................................19