Está en la página 1de 219

Jacques Donzelot

La po licía
DE LAS FAMILIAS
F a m il ia , so c ied a d y p o d e r

E pílo g o de
G il l e s d e le u ze

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
BIBLIOTECA DIGITAL

TEXTOS DE DERECHO

DERECHO CIVIL, CONCILIACIÓN Y ARBITRAJE, FAMILIA, MÉDICO,


FINANCIERO, COMERCIAL, DE SEGUROS, BANCARIO, ECONÓMICO,
TRIBUTARIO, DEL TRABAJO, DE LA SEGURIDAD SOCIAL, AERONÁUTICO

DERECHO DE FAMILIA

FICHA DEL TEXTO

Número de identificación del texto en clasificación derecho: 4470


Número del texto en clasificación por autores: 21056
Título del libro: La policía de las familias. Familia, sociedad y poder
Autor (es): Jacques Donzelot
Editor: Ediciones Nueva Visión
Registro de propiedad: Dominio Público
Ciudad y País: Buenos Aires – Argentina
Número total de páginas: 218
Fuente: https://ebiblioteca.org/?/ver/108804
Temática: Manual y Curso
PRÓLOGO

¿Qué habría que añadir a una obra escrita hace más de un


cuarto de siglo para poder presentarla a nuevos lectores?
¿Una evocación de las preocupaciones teóricas y políticas
vigentes en el momento de su redacción, y susceptibles de
iluminar el sesgo de esta última? ¿Un relato de las polémicas
en cuyo marco surgió? ¿Un relato del desplazamiento de las
líneas de reflexión a las que ha podido contribuir? ¿Una de­
mostración de la actualidad de su propósito desde la perspec­
tiva de los debates que hoy agitan ese tema de la familia?
Idealmente, es necesario, por supuesto, hacer todo esto. Pero
conviene, asimismo, cuidarse de la tentación de sustituir al
lector orientando demasiado su lectura; por lo tanto, hay que
hacerlo de la forma más breve posible.
En un prefacio redactado en 1979 para la edición estado­
unidense de este libro, decía yo que había sido concebido en
función de tres interlocutores, tres tipos de discursos que,
tanto por sus alianzas como por sus antagonismos, consti­
tuían la configuración que por entonces dominaba la investi­
gación: el marxismo, el feminismo y el psicoanálisis. Con el
ambicioso objetivo de refutar, a partir del ejemplo de la fami­
lia, la lectura propuesta por estos discursos sobre esa socie­
dad liberal avanzada en la que estábamos entrando. El
discurso marxista sobre la familia era idéntico al que soste­
nía con relación a cualquier aparato de encuadramiento de
individuos: en tanto subordinada al Estado burgués, la fami­
lia vela por la reproducción del orden establecido; en tanto
sometida a lás convulsiones del capital, se encuentra debili­
tada, alienada en la calidad de sus vínculos. Esto permitía a
la vez denunciarla y asumir su defensa según las circunstan­
cias, pero no permitía iluminar la disposición específica de las
relaciones familiares en esa sociedad liberal avanzada. ¿Y si
en lugar de garantizar el orden burgués o ser víctima del
desorden capitalista, si en lugar de ser un principio de orden
o una manifestación del desorden, ese desorden hiciera las
veces de orden? ¿Y si la crisis de la familia tuviera valor de
solución, y no de problema? Esta hipótesis tendría la ventaja
de reconciliar el espectáculo de la creciente fragilidad de los
vínculos familiares con la constatación de una valorización
no menos creciente de la idea de familia. Las feministas te­
nían en común con los marxistas una representación de la
familia como lugar de imposición de un orden, aunque más
patriarcal que capitalista, o estatal en este caso. Ahora bien,
esta condena a una familia sustancialmente inmodificada
desde el Antiguo Régimen ¿no conducía acaso a pasar por alto
una transformación tanto más importante cuanto que con­
cernía el lugar de la mujer ,en las relaciones familiares a
partir de fines del siglo xvm, así como el rol de apoyo que
comenzaba a tener para el médico y el maestro en el seno de
la familia, pero también y sobre todo el sustento que esa
función iba a procurarle en la promoción de su condición a
través de los empleos sociales y educativos, a los que parecía
estar como predestinada, promoción que por último habría de
servirle para impulsar el reconocimiento de sus derechos po­
líticos? En cuánto al psicoanálisis, su discurso sobre la familia
era el más eminente, puesto que fundaba en ella la com­
prensión tanto del psiquismo individual y de sus fallas como
de las relaciones interpersonales y sus conflictos. Esta posición
prestigiosa lo llevaba a operar como refuerzo del marxismo (el
difunto freudo-marxismo), como contraste negativo del femi­
nismo (el falocentrismo freudiano), pero asimismo como
aglutinante de ambos (a través del famoso grupo llamado
“psicoanálisis y política”, que en Francia tuvo un papel
hegemónico entre las filas feministas). Todo esto explica el
éxito teórico del freudismo. Ahora bien, ¿lo más notable no es,
entonces, su éxito práctico, en este caso su operacionalización
por los trabajos sociales, los trabajos de consejo y todo cuanto
girara en tomo a la gestión de los desvíos, los conflictos, los
fracasos escolares, conyugales, profesionales, los fracasos en
suma de la integración social? ¿Cómo no ver hasta qué punto
su éxito está ligado a su capacidad para desempañar el papel
de enlace eficaz entre las aspiraciones individuales y las
imposiciones sociales?
Describir, en primer lugar, la elaboración de una fórmula
familiar cuyo estado de crisis permanente ofrece una solu­
ción para su adaptación a la sociedad liberal avanzada; luego,
el desarrollo de trabajos sociales que no cesan de prosperar
desde hace dos siglos en el entorno de esta familia, de manera
proporcional a la desagregación de sus formas anteriores; y,
por último, el éxito de un discurso y de las prácticas psico-
analíticas que proliferan y rivalizan en el arte de proponer
recetas que incriminan a la familia y a la vez promueven una
sobrevaloración de su papel, dado que la convierten en una
condición necesaria para el pleno desarrollo de cada indivi­
duo: tal era, pues, el objetivo planteado en un principio.
¿Cómo llevarlo a cabo? Un método comenzaba a imponerse a
mediados de los años setenta, inspirado en la célebre obra de
Michel F oucault, Vigilar y Castigar. Retomando la enseñanza
de su historia de las disciplinas, varios autores se habían
lanzado a su aplicación en el ámbito de la familia.1Ahora bien,
reducido alasolainvestigación délas disciplinas que abordan
sutilmente a la familia desde el exterior, este método dejaba
pendientes dos preguntas importantes. En primer lugar, si
bien estas disciplinas innovaban, ¿qué venían a reemplazar?
¿Acaso la docilidad y la buena voluntad que les son propias
sustituían relaciones bárbaras o reglas supuestamente porta­
doras de la armonía de ese “mundo que hemos perdido”?2 En
síntesis, ¿cómo caracterizar las relaciones entre la familia y
el orden social o político antes de la era de las disciplinas
sociales? En segundo lugar y ante todo, ¿cómo dar cuenta de
la eficacia de esas “disciplinas” cuando la coerción no es uno
de sus principales rasgos, puesto que se desarrollan en un
contexto de progresiva liberalización de los comportamien­
tos? Hablar de “normalización”, de “control social”, con la
connotación peyorativa que tiñe estos términos en Francia,
¿acaso no significaba pasar por alto lo esencial? En lugar de
investigar qué hace que las normas funcionen, ¿no debería­
mos tratar de comprender “cómo funciona” con las normas,
gracias a las normas, y no a pesar de ellas? ¿Gracias a las
1 Isaac Joseph, Philippe Fritsch, Disciplines á domicile, Recherehes,
1977. Philippe Meyer, UEnfant et la raison d’É tat, Seuil, 1977. Pierre
Lascoumes, Prévention et controle social, Ginebra, Masson, 1976.
2 Peter Laslett, Ce monde que nous avons perdu, Flammarion, 1969.
normas, porque sirven de apoyo para que cada cual haga valer
su autonomía, porque la suscitan y porque permiten que los
demás lo inviten a más “espíritu de responsabilidad”?
Si algún avance puede reivindicar este libro es haber pen­
sado ese movimiento de reforma de la familia durante los
últimos dos siglos en términos de cambio de “gobierno” y ha­
ber superado en cierta medida, gracias al acento puesto en
ese término, los errores de las lecturas unívocas en términos
de control social y disoiplinarización, esbozando así un proce­
so que Michel Foucault poco después habría de convertir en
una teoría sistemática.3 Para describir el movimiento de
reforma constitutivo de la familia moderna, lo hemos pensa­
do como el pasaje del “gobierno de las familias al gobierno a
través de la familia”. Gobierno de las familias: es la familia
del Antiguo Régimen, sujeto político, capaz de instrumentar
a sus miembros, de decidir su destino, hacer de ellos un medio
para su política, responsable) por cierto, del comportamiento
de estos últimos ante el poder real, pero susceptible de
apoyarse en él para imponer orden a sus miembros recalci­
trantes. Gobierno a través de la familia: en este caso, la
familia ya no es el sujeto político de su historia. Se convierte
más bien en objeto de una política. Ya no constituye un
objetivo para sus miembros á través de las estrategias de
alianzas o la gestión de las filiaciones, sino un medio para
cada uno de ellos en la perspectiva de su propio desarrollo,
pues cada cual puede hacer valer el déficit de su desarrollo e
imputárselo a la familia con la condición de que se apoye en
un juez, en un trabajador social o en un terapeuta que lo
ayude a identificar el origen de su malestar en las fallas de su
familia pasada o presente, y a liberarse de él de una manera
u otra. La familia contemporánea está tan controlada como
liberada, ni más ni menos. O, mejor dicho, es todo eso a la vez:
un medio para el desarrollo de los individuos, un medio para
introducir en su seno una exigencia normativa en materia de
buen comportamiento educativo, conyugal y sexual. Sin duda
alguna, hay un hiato entre las normas sociales y los objetivos
de los individuos. Pero el problema también es la solución.
Pues ese desajuste hace que “todo marche bien”, que no
predomine ni una rigidez normativa ni una descomposición
individualista de la familia.
3 En las lecciones de los años 1978 y 1979 en el marco del curso dictado
en el Collége de Frailee y publicado en el año 2004 ( e h e s s Éditions).
¿En qué aspecto esta tesis de un cambio de la familia, que
sobre todo consiste en el de su modo de gobierno, ha tenido el
impacto esperado en los discursos a los que se dirigía? ¿Ha
contribuido a modificar en alguna medida las líneas organi­
zadoras? Siempre es difícil pronunciarse sobre el efecto de
una obra que se ha escrito, sobre todo en su propio país. Ver
cómo “funciona” en otro ámbito -los países anglosajones-
procura precisamente una distancia que garantiza un juicio
de mejor calidad. Sin necesidad de emprender aquí una
presentación metódica de la recepción que esta obra ha
tenido en esos países, es posible señalar someramente el
cariz que ha tomado y las enseñanzas que ha generado. En
términos generales, la mayoría de los comentadores “progre­
sistas”, de corte social, feminista o psicoanalítico, denuncia­
ron una supuesta tendencia a desvalorizar la familia contem­
poránea en provecho de su versión Antiguo Régimen, habida
cuenta de la influencia “despolitizante” de los filántropos
sobre la familia, la connivencia entre estos y la mujer en el
hogar, y el apoyo que esta última recibió de ellos para
emanciparse de la tutela patriarcal. Afirmar, por añadidura,
que la emancipación de las mujeres y la de los niños se
originaba en ese movimiento de reforma filantrópica implica­
ría devaluarlos.4 De hecho, esta lectura se veía confirmada
en el encomio que de esta obra hacía un autor, Christopher
Lasch, famoso por su nostalgia de un mundo en que la familia
aún no había sido invadida por el ejército de psiquiatras,
jueces, trabajadores sociales.5 Hubo, por cierto, gran canti­
dad de autores que denunciaron esa lectura sesgada y mos­
traron que la despolitización de la familia podía leerse posi­
tivamente en la obra o, cuando menos, que su lectura podía
sertantomás iluminadora cuanto que revel ab a 1a ambi valen-
4 Puede hallarse una ilustración de este análisis en el libro de M. Barret
y Mac Intosh, TheAnti Social Family, New Left Books, 1982.
" Christopher Lasch, autor de Hcwen in a Heartless World. The Family
Besieged, Basic Book, 1977, publicó en el New York Reuieui of Books una
reseña de La Policía de lasfa milias donde sugería que se tratab a de una obra
crítica de la decadencia familiar.
6 Richard Senett en una reseña de la obra para el New York Review of
Books (2 de noviembre de 1980) o Jeffrey Minson en Su libro Genealogies of
Moráis. Nietzsche, Foucault, Donzelot and the Eccentricity ofEthics, Ed.
MacMil'ian Australia, 1988.
eia de nuestra autonomía y de esa socialidad ampliada más
allá de la esfera familiar.8 Pero la principal enseñanza que
aportarían estas interpretaciones contradictorias subrayaba
claramente la dificultad de un enfoque genealógico. No es
posible reapropiarse de los valores que sostuvieron una
organización anterior de la familia para invitar a una reeva­
luación de su figura actual sin correr el riesgo de parecer
comprometerse en una inversión iconoclasta de los valores
contemporáneos. Asimismo, mostrar continuidades inespe­
radas, como aquella que persiste entre la promoción filantró­
pica de la mujer y el feminismo, puede ser considerado como
una manera de reducir el segundo a la primera.
Este comentario acerca de los malentendidos generados
por el enfoque genealógico nos lleva a reflexionar sobre
aquello que se puede o no se puede esperar de él. Al respecto,
Michel Foucault clarificó un uso adecuado de la genealogía:
aquel que consiste en reemplazar una lectura en términos de
progreso de las ideas, de los sentimientos, etc,, por una
lectura en términos del solo progreso de la economía del
poder, el pasaje de un arte de gobernar a otro, en función de
los atolladeros hallados por el primero y de los beneficios
representados por el segundo en materia de uso de la coerción
en la organización eficaz de una sociedad. Eso mismo hemos
querido mostrar con relación al pasaje de un gobierno de las
familias a un gobierno a través la familia. No obstante, si bien
esta lectura disipa las representaciones ingenuas sobre el
progreso social o cultural, no aporta ninguna base normativa
nueva y, por tanto, no alcanza por sí sola para responder a
nuestros interrogantes presentes. Dicho de otro modo, las
dificultades comienzan después del trabajo genealógico. Pues
entonces debemos combinar el aporte de la genealogía con las
preguntas que ha dejado de lado para realizarse: aquellas
relativas al régimen político, al papel deseable del Estado, al
equilibrio que más nos conviene mantener entre la confianza
básica en las personas y el consentimiento dado a aquello que
viene de arriba, de las instituciones. Pero esa es otra historia,
aquella que hemos emprendido después de este libro, en los
que siguieron, y desprendiéndonos de una escuela de pensa­
miento lamentablemente llevada a la autosuficiencia.
Enero de 2005
1. PRESENTACIÓN

¿Qué más habría que aportar en una introducción? ¿Un


resumen, un manual de uso, una declaración bien cuadrada,
un golpe de efecto literario? Puesto que no tengo la impresión
de estar presentando un producto claramente definido ni
fácilmente identificable, asumiré más bien el riesgo de mos­
trar su proceso, las impresiones iniciales, los errores de
método, las vacilaciones en la demostración.
En un principio, sin duda la familia puede percibirse como
una serie de escenas dispares. La heterogeneidad de estas
visiones, la dificultad para articularlas, para fundirlas en
una entidad común sin limar sus singularidades, ciertamen­
te constituye el motor de la evolución y el principio de
insatisfacción que reactiva la investigación. Evocaré tres
imágenes. La imagen del Tribunal de Menores, donde el
modo de comparecencia implica la inserción del niño y de su
familia en un entorno de notables, de técnicos sociales y de
magistrados: imagen de asedio por el establecimiento de una
comunicación directa entre los imperativos sociales y los
comportamientos familiares, que sanciona una relación de
fuerza en detrimento de la familia. La imagen de un film como
Family Life \ una familia obrera instalada en una casa confor­
table, una niña que intenta salir de ese ambiente, sustraerse
a los valores del trabajo, el ahorro y la familiarización de la
sexualidad; padres que no pueden ni quieren aceptarlo y que
poco a poco la van llevando a la condición de esquizofrénica.
Aquí se trata de la Imagen de la asfixia, que proviene de la
familia misma, de su actividad devoradora de cuanto escapa
a la contracción familiar de las inversiones libidinales. Bien
podríamos haber citado L’e nfant de Jules Valles, Mort á cré-
dit de Céline o los libros de David Cooper. Por último, la
Imagen del chalet burgués. El chalet comienza a la salida de
la escuela. Tenemos, por un lado, a los niños que regresan
solos y, por otro, aquellos que son esperados a la salida. Los
primeros tienen para sí la calle, los baldíos, los escaparates
y los sótanos. Los segundos tienen jardines, pórticos, merien­
das y padres educativos. Ya no es el asedio, sino la preserva­
ción. No es la asfixia, sino la liberación en un espacio pro­
tegido.
Partiendo de estas imágenes concretas, ¿cómo explicar el
lugar singular de la familia en las sociedades occidentales?
Posición sin duda alguna neurálgica, a juzgar por los agudos
interrogantes que despiertan las más mínimas metamorfosis
que la afectan. Nuestras sociedades han convertido en un
verdadero ritual el escrutar, con intervalos regulares, el
rostro de la familia para descifrar en él nuestro destino,
entrever en su muerte la inminencia de un retorno a la
barbarie, el relajamiento de nuestra razón de vivir, o bien
para reafirmarse en el espectáculo de su inagotable capaci­
dad de supervivencia. Lejos de la racionalidad inmediata de
los discursos políticos, ella constituiría el otro polo de nues­
tras sociedades, su lado oscuro, una figura enigmática sobre
la cual se inclinan los oráculos para leer, en las profundida­
des en que se mueve, las inflexiones de nuestro inconsciente
colectivo, el mensaje cifrado de nuestra civilización. Posición
cardinal, muy diferente de la que tiene en las sociedades de
Antiguo Régimen donde, si bien es más fuerte en términos
jurídicos, está diluida en vastas entidades orgánicas; tan
diferente como la porción mínima a la que ha quedado
reducida en las sociedades comunistas. Tanto es así que la
familia aparece como una figura correlativa de la democracia
parlamentaria.
Ahora bien, ¿qué vínculo, qué relación, hay entre la extre­
ma disparidad de las visiones sobre la familia que podemos
recabar y el singular valor social que se le atribuye? ¿Cómo
se puede pasar de una a otra? Y, sobre todo, ¿de qué medio
disponemos para intentar esta operación?
En primer lugar, disponemos de la historia política en su
versión clásica: la historia de los acontecimientos, de las
organizaciones y de las ideas. Durante el siglo xix, la historio­
grafía política puede distribuir los campos en función de sus
concepciones de la familia. Esta última constituye una clarí­
sima línea de demarcación entre los defensores del orden
establecido y aquellos que se oponen a él, entre el campo
capitalista y el campo socialista, con algunas excepciones,
entre las cuales el proudhonismo es la más destacada. ¿Quié­
nes dicen ser partidarios de la familia? Principalmente, los
conservadores, los partidarios de la restauración de un orden
establecido centrado en la familia y de un retorno a un
antiguo régimen idealizado; pero también los liberales, que
ven en ella el garante de la propiedad privada, de la ética
burguesa de la acumulación, el garante asimismo de un freno
a las intervenciones del Estado. Aquellos que atacan a la
familia, socialistas utópicos y científicos, lo hacen contra esas
mismas funciones que le adjudican las clases dominantes. Su
desaparición está programada en el horizonte del socialismo,
y su desagregación parcial, sus crisis, son consideradas como
otros tantos signos anunciadores de dicha desaparición. Sin
embargo, a principios del siglo xx, esta clara división de las
posiciones se complica rápidamente. Sin duda alguna, la
familia burguesa aún es denunciada por su hipocresía y su
egocentrismo, pero la destrucción de la familia ya no está a la
orden del día, excepto entre ciertas minorías anarquistas.
Por el contrario, en las organizaciones de masa, la familia
pasa a ser un límite para las críticas, el punto de apoyo a par­
tir del cual impulsar las reivindicaciones en pos de la defensa
y el mejoramiento del nivel de vida.
Ahí es donde interviene la historia de las mentalidades. Al
romper con esa lectura política, revela la existencia de un
régimen de transformación específico de los sentimientos, de
las costumbres y de la organización de la cotidianidad. El
sentimiento moderno de la familia habría surgido en las
capas burguesas y nobles del Antiguo Régimen; luego se
habría difundido por círculos concéntricos en todas las clases
sociales, entre ellas el proletariado de fines del siglo xix. Pero
¿por qué razones las capas populares habrían adherido a la
moral burguesa, obedecido a las conminaciones familiaristas
de aquellos que los dominaban? ¿Es posible decir que la vida
familiar se convirtió en un valor universal por la sola fuerza
de gravedad de su modelo burgués? Y ¿qué nos permite
afirmar que el sentimiento de la familia en las capas popula­
res es de la misma naturaleza que en las demás clases
sociales, que obedece a la misma lógica de constitución, que
involucra los mismos valores, las mismas esperanzas, que tie­
ne los mismo efectos?
Así pues, si nos guiamos por las dos principales formas de
historia disponibles, el problema planteado por la posición
neurálgica de la familia no se resuelve en absoluto. La pri­
mera se agota al definirla unilateralmente por una eventual
función de reproducción del orden establecido, de una deter­
minación estrechamente política. La otra la dota de un ser
propio, pero al precio de una reducción a la unicidad de un
modelo cuyas variaciones no están sino lejanamente relacio­
nadas con la evolución económica de las sociedades. Por
consiguiente, nada permite especificar su lugar aquí y ahora.
Entre la vana gesta de lo voluntario y la sorda eficacia de
lo involuntario, los trabajos de Michel Foucault permiten
identificar un campo de prácticas que pueden ser considera­
das directamente portadoras de las transformaciones que
nos proponemos analizar, y evitan esa infinita escisión entre
política y psicología al tomar en consideración aquello que él
denomina “lo biopolítico”: la proliferación de las tecnologías
políticas que van a abordar el cuerpo, la salud, las maneras
de alimentarse y de alojarse, las condiciones de vida, en
suma, todo el ámbito de la existencia a partir del siglo xvm,
en los países europeos. Es decir, técnicas que en un primer
momento estarán unificadas en lo que por entonces se
denominaba la policía: no en el sentido'estrictamente repre­
sivo que le damos en la actualidad, sino conforme a una
acepción que abarca todos los métodos destinados a desarro­
llar la calidad de la población y el poderío de la nación. “El
objetivo de la policía es garantizar, tanto como sea posible, la
felicidad del Estado por la prudencia de sus reglamentos y el
desarrollo de sus fuerzas y su poder. La ciencia de la policía
consiste, pues, en regular aquellas cosas que se relacionan
con el estado presente de la sociedad, con su fortalecimiento
y su mejora, de modo tal que todo concurra a la felicidad de
los miembros que la componen. Apunta, asimismo, a lograr
que todo cuanto compone el Estado sirva para el fortaleci­
miento y el incremento de su poder, así como a la felicidad
pública” (Von Justi, Éléments généraux de pólice, 1768),
Es decir, un plan de descripción gracias al cual se desea
escapar tanto al registro épico -a esa elevación del relato en
que la inscripción de un sentido en la historia pasa por la
relación de enfrentamientos maniqueos- como al de la con­
templación pasiva de mutaciones profundas. Sobre la base de
esta doble destitución de la elevación y de la profundidad,
intentaremos hacer una historia de la superficie social iden­
tificando líneas de transformación lo bastante sutiles como
para dar cuenta de las singularidades según las cuales se
reparten los roles familiares en los diferentes ejemplos que
hemos relevado; lo bastante sutiles para hacer aparecer como
sus resultantes estratégicas la fuerza del mecanismo produ­
cido por su distribución. Esta forma de historia no carece de
rigor: solo recurre a la teoría en la medida en que esta última
origina la posibilidad de otro relato; y solo despliega dicho
relato en la medida en que sirve para iluminar las piezas de
una articulación enigmática, en este caso, las del mecanismo
familiar en sus relaciones con la organización actual de la so­
ciedad.
Este primer objeto, la familia, se difuminará entonces en
provecho de otro, lo social, del que ella es a la vez reina y
cautiva. El conjunto délos procedimientos de transformación
de la familia también son aquellos que instauran las formas de
integración moderna, gracias a las cuales nuestras socieda­
des adquirieron su carácter tan particularmente refinado. Y
la famosa crisis de la familia por su liberación ya no consti­
tuiría un fenómeno intrínsecamente contrario al orden social
actual, sino más bien una condición de posibilidad de su
emergencia. Ni destruida ni piadosamente conservada, la
familia es una instancia cuya heterogeneidad respecto de las
exigencias sociales puede ser reducida o funcionalizada por
el establecimiento de un procedimiento de puesta en flota­
ción de las normas sociales y de los valores familiares. Del
mismo modo que a un mismo tiempo se establece una circu-
laridad funcional entre lo social y lo económico. Tanto Freud
como Keynes.
Una crítica de la razón política está a la orden del día, y su
necesidad es evidente. Quisiéramos contribuir con ella mos­
trando concretamente la inadecuación de conceptos filtro
como los de “crisis” o “contradicción”. Porque permiten vali­
dar transformaciones capitales remitiéndolas a los términos
de un debate simple pero superado, difuminan su positividad
y oscurecen su eficacia. Porque a largo plazo conducen a
considerar como fallas decisivas, como superficies de enfren­
tamiento, cuando no reales al menos lógicas, aquello que en
verdad no es sino la emergencia de nuevas técnicas de
regulación. Ten azempecin amiento en ver la inminencia déla
lucha final ahí donde tan sólo aparece una nueva regla del
juego social. Antes bien, las resistencias actuales, los conflic­
tos y las líneas de fuga que ya refuerzan esas nuevas reglas
del juego, ya las ponen en crisis, deberían medirse con la vara
de estos nuevos mecanismos, de esas figuras recientes sur­
gidas a fines del siglo pasado; los latidos de nuestro presente
deberían medirse por el examen de sus funcionamientos y de
sus fallas.
De hecho, no se trata aquí sino de militar en pos de otro uso
de la historia, un uso que no sólo consista en hablar en su
nombre o refugiarse en sus recovecos. Preguntarle, en suma,
quiénes somos, en vez seguir azuzándola para extraer de ella
una última gota de profetismo o grabar con letras filosóficas
las sentencias de un despecho arrogante.
2. LA CONSERVACIÓN
DE LOS HIJOS

A partir de mediados del siglo xvm comienza a florecer una


abundante literatura sobre el tema de la conservación de los
hijos. En un primer momento, fue producida por médicos
como Des Essartz (Traité de l’éducation corporelle des en-
fants en bas age, ou, réflexion pratique sur les moyens de
procurer une meilleure constitution aux citoyens, 1760),
Brouzet (Essai sur l’éducation médicinale des enfants et sur
leurs maladies, 1757), Raulin (De la conservation des en­
fants, 1767), Leroy (Recherches sur les habillements des
femmes et des enfants, 1772), Bruchan (Médecine domesti­
que, 1775), Verdier Heurtin (Discours sur l’allaitement et
l’éducation physique des enfants, 1804); sin contar las céle­
bres obras de Tissot sobre el onanismo y suAuis aupeuple sur
sa santé (1761). A esta cohorte médica se suman administra­
dores como Prost de Royer, lugarteniente general de policía
en Lyon, o como Chamousset (Mémoire politique sur les
enfants). Pueden encontrarse asimismo militares como Bous-
mard ¡y aun Robespierre! Todos ellos cuestionan las costum­
bres educativas de su siglo y denuncian tres hábitos especial­
mente nocivos: la práctica de los orfanatos, la de la educación
de los niños por nodrizas domésticas, la de la educación “arti­
ficial” de los niños ricos. Por su encadenamiento circular,
estas tres técnicas podían engendrar tanto el empobreci­
miento de la nación como el marchitamiento de su elite.
A la administración de los huérfanos le reprochan las
altísimas tasas de mortalidad de los menores que recoge: el
noventa por ciento muere antes de que el Estado haya podido
“sacar provecho” de esas fuerzas, que le ha costado mucho
mantener durante la infancia y la adolescencia. Todos estos
informes se esmeran en demostrar lo oportuno que pese a
todo resulta amparar a los bastardos a fin de destinarlos a
tareas nacionales, tales como la colonización, la milicia, la
marina, tareas a las cuales se adaptarían sin problemas dado
que carecen de vínculos familiares constringentes. “Sin pa­
dres, sin otro sostén que el que puede procurarles un gobierno
sabio, no están atados a nada, no tienen nada que perder;
¿acaso la muerte podría parecer temible a hombres a los que
nada ata a la vida, _yque podrían ser tempranamente familia­
rizados con el peligro? No ha de ser difícil que tales hombres
sean indiferentes a la muerte y a los peligros, pues fueron
educados en esos sentimientos, y ninguna ternura recíproca
podrá distraerlos de ellos. Podrán asimismo ser útiles como
marineros, suplir a las milicias o poblar colonias” (De Cha-
mousset, Mémoire politique sur les enfants).1 El autor está
pensando particularmente en la colonización de Louisiana,
donde su hermano ha invertido todos sus capitales.
Ahora bien, ¿cuál era la causa precisa de esa tasa de mor­
talidad tan elevada? Las dificultades que la administración
enfrentaba a la hora de procurarles buenas nodrizas, así
como la mala voluntad y la incompetencia de estas últimas.
Y, en este punto, el problema particular de los niños expósitos
se enmarca en el problema más general de la lactancia. El
recurso a nodrizas del campo era un hábito dominante en las
poblaciones de las ciudades. Las mujeres lo practicaban, ya
sea que estuvieran demasiado ocupadas con su trabajo (es­
posas de comerciantes y de artesanos), ya sea que fueran lo
bastante ricas para evitarse la pesada tarea de la lactancia.
Los pueblos aledaños a las ciudades proporcionaban las
nodrizas de los ricos, y los pobres debían ir a buscarlas mucho
más lejos. Este alejamiento, la falta otro contacto entre la no­
driza y los padres que no fuera el de los oscuros intermedia­
rios (los transportadores y las transportadoras), a menudo
convertían a la colocación del niño en casa de una nodriza en
un abandono velado, o bien derivaba en turbias maniobras.
Las nodrizas tenían grandes dificultades para lograr que
les pagaran, pese a las penas de cárcel que la justicia
imponía a los padres que no cumplían con ese deber en
término (a tal punto que el objetivo de una de las primeras
asociaciones filantrópicas fue reunir el dinero suficiente
para liberar a los padres detenidos conmotivo de este delito).
! De Chamousset, (Euures completes, 1787, 2 vol,
Así pues, para compensar ese riesgo, las nodrizas pobres se
hacían cargo de varios niños a la vez. En esa instancia,
intervenían los transportadores y las transportadoras, para
buscar mujeres que estuvieran en condiciones de suminis­
trar un niño; hecho esto, el niño era entregado a la nodriza
mediando una comisión; en ciertos casos, los niños morían en
camino; los transportadores solían sacar partido de esa
situación: con la complicidad de la nodriza, seguían pidiendo
dinero a la madre en nombre del niño muerto. En estas
condiciones, la mortalidad de los niños durante la crianza era
altísima: alrededor de los dos tercios en el caso de las nodrizas
más alejadas, y de un cuarto en el de las nodrizas más
cercanas.
Los ricos podían darse el lujo de tener una nodriza exclu­
siva, pero en contadas ocasiones conquistaban su buena
voluntad; y de pronto los médicos creen descubrir en el com­
portamiento de las nodrizas una explicación para muchas de
las taras que afectan a los hijos de ricos. “A veces nos
sorprendemos -dice Buchan- al ver a los hijos de padres ho­
nestos y virtuosos revelar, desde sus primeros años, un fondo
de bajeza y maldad. No cabe duda de que esos niños adquie­
ren todos sus vicios en casa de sus nodrizas. Podrían haber
sido honestos si sus madres los hubieran amamantado”.2Los
malos hábitos puede transmitirse por la lactancia, estima
asimismo Ballexerd, “sobre todo si, desecada por el trabajo,
agobiada por el cansancio, la nodriza da al niño un pecho
humeante del que apenas sale una leche agria e inflamada”.
La malignidad de las nodrizas tiene dos motivos muy sim­
ples: el interés y el odio. Por ejemplo, “el uso de la faja se
instituyó cuando aquellas madres que se negaban a alimen­
tar a sus hijos los confiaron a viles esclavas que nada hacían
por desarrollar las fuerzas de un niño que algún día podría
haberlas agobiado. El esclavo, naturalmente enemigo del
amo, debió de serlo de su hijo; sólo experimentaron por ellos
sentimientos de temor y desarrollaron con alegría vínculos
que les permitían abandonarlos sin correr ningún peligro que
pudiera traicionar su negligencia”.3La educación de los hijos
de ricos se ve perjudicada por el hecho de que ha sido confiada
a empleados domésticos que tratan al niño con una mezcla de
coerción excesiva y de confianza inadecuada para asegurar
2 Buchan, Médecine domestique, 1775.
3 Álphonse Leroy, Recherches sur les habillements des femmes et des
enfants, 1772.
su desarrollo, como lo prueba el uso de la faja. Aún sigue
siendo costumbre delegar en los empleados domésticos aque­
llas tareas prácticas que están en el origen mismo de cierta
educación corporal de los niños ricos, de modo que ios desti­
nan exclusivamente al placer, a la imagen; al respecto, cabe
mencionar por ejemplo el uso corsé en adolescentes, cuando
menos tan denunciados por los médico s como el faj amiento de
los bebés. El corsé es un ensamblaje de fibras de ballena
ajustado por cordones que envuelven el tronco de manera tal
que adelgazan el talle. Aplicado con fuerza sobre el pecho y el
estómago, les imponían la acostumbre de adoptar la figura
deseada; el costo de ese modelado estético era la seguidilla de
males engendrados por la compresión que impone. En cuanto
a las muchachas, a todo ello se añade el confinamiento
debilitante que deben padecer hasta la edad de su primera
salida al mundo; esta reclusión debilitante a menudo las
vuelve poco aptas para las tareas de la maternidad, de modo
tal que se reproduce la necesidad de los empleados domés­
ticos.
En el extremo más pobre del cuerpo social, aquello que se
denuncia es la irracionalidad de la administración de los
hospicios, los escasos beneficios que el Estado obtiene de la
crianza de una población que no llega sino excepcionalmente
a una edad en que puede reintegrar al Estado los gastos que
ha ocasionado, es decir, la ausencia de una economía social.
En su extremo más rico, la crítica se refiere a la organización
del cuerpo con vistas a un uso estrictamente derrochador de
aquellos procedimientos que lo constituyen como un mero
principio de placer, es decir, la ausencia de una economía del
cuerpo.
La fuerza de estos discursos que incitan a la conservación
de los hijos procede sin duda de la conexión que establecen
entre el registro médico y el registro social, entre la teoría de
los fluidos sobre la que se funda la medicina del siglo xvm y
la teoría económica de los fisiócratas. Toda su fuerza militan­
te deriva del vínculo que instauran entre la producción de la
riqueza y el tratamiento del cuerpo. Ambos operan una
inversión paralela: los primeros invierten la relación entre
riqueza y Estado; los segundos, la relación entre cuerpo y
alma. Hasta los fisiócratas, la riqueza se producía para
permitir la munificencia de los Estados. Esa es su actividad
suntuaria, la multiplicación y el refinamiento de las necesi­
dades de la instancia central que incitan a la producción. La
riqueza radica, pues, en el poder manifiesto que las retencio­
nes estatales procuran a una minoría. Con los fisiócratas, el
Estado deja de ser la finalidad de la producción para conver­
tirse en su medio: debe regir las relaciones sociales, de
manera tal que se intensifique al máximo esa producción
restringiendo los consumos. La teoría maquínica del cuerpo,
sobre la cual se funda la medicina del siglo xviii, consiste
asimismo en invertir las posiciones respectivas del alma y del
cuerpo en lo referente a la perfección. “De todos los seres que
Dios ha creado, el hombre es sin contexto el más perfecto.
Encierra en sí mismo esa partícula de espíritu divino, el
alma, que el Soberano Creador le ha dado para regir su
conducta, moderar sus pasiones. Dios, al formar las almas y
al unirlas a las criaturas, les ha dado a todas las mismas
perfecciones. ¿Cómo es posible, entonces, que no haya dos con
el mismo carácter? ¿De dónde viene, pues, esa falta de
perfección que se halla en la mayoría de los individuos? Si
estas diversidades provienen del alma, entonces han de
cambiar caprichosamente, lo cual es ajeno al sentido común.
¿De dónde provienen entonces?” Esta pregunta, que se hace
Nicolás Malouin en su introducción a la obra Le traite des
solides et des fluides (1712), bien podría oficiar de declara­
ción inaugural para toda la medicina del siglo xviii. Entre ese
principio rector de las conductas -el alma- y la extrema irre­
gularidad de los resultados, debe tenerse en cuenta el espesor
de un mecanismo cuyas variaciones y desarreglos darían la
clave de las manifestaciones del género humano. ¿Qué puede
alterar esa mecánica, ese ensamblaje de “fibras” (músculos)
que componen al ser humano? Dos factores externos como el
aire y todos los principios deletéreos que vehiculiza. Pero
también la circulación más o menos adecuada de los fluidos,
su retención o su disipación excesiva que, por el juego de su
espesamiento o de su relajamiento, redundan en la buena
retención de los sólidos (de las fibras). Lo mismo sucede con
la retención de la leche materna que, al hallar su salida
natural bloqueada, “se lanza indistintamente en todas las
direcciones, en función de la mayor o menor cantidad de
obstáculos que encuentre, de modo tal que ocasiona múltiples
males”.4Lo mismo puede decirse de la disipación del esperma
producida por el onanismo, ese “aceite esencial cuya pérdida
deja alos demás humores debilitados y evaporados”, de modo
Joseph Raulin, Traité des affections vaporeuses du sexe, 1758.
tal que engendra las consabidas enfermedades.6 Pasado
cierto umbral de deterioro, los movimientos de las fibras
escapan totalmente al control del alma. Y, de hecho, “¿qué
es el coito sino una pequeña epilepsia?”.*5Por lo tanto, es
necesario situar el alma en el puesto de mando de la
circulación de los flujos, con la obsesión mayor de que se
escapen, el movimiento en sí mismo, la convulsión, ese
fracaso del alma. Ya no es el cuerpo el que debe, por sus
estigmas o su purezá, dar cuenta de la elevación de un
alma, su desprendimiento; es el alma la que es instada, a
su vez, a dar cuenta de la imperfección de los cuerpos y de
las conductas, a dedicarse a su buena administración
mediante una sana regulación de los flujos.
Entre la economía de los flujos sociales y la economía de
los flujos corporales, la correspondencia no es sino
metafórica. Ambas ponen en juego la oposición ciudad-
campo de la mis-ma manera.' La escuela fisiocrática opone
la renta de la tierra y la seriedad de la producción agrícola
a las ilusiones de la producción suntuaria. Toda la medicina
del siglo x v iii podría del mismo modo ordenarse en torno a
la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que los campesinos
-y en especial sus hijos-, que llevan una vida más dura y
consumen un alimento menos rico que el de los burgueses
y los nobles, pese a todo tengan mejor salud? Respuesta:
no están sometidos a las mismas imposiciones estéticas.
En vez de padecer los artificios del vestido y del
confinamiento, gozan de los beneficios de un ejercicio
regular; en vez de entregarse a las pasiones, se ven
obligados, por su trabajo, a una existencia más pautada.
Ahora bien, ¿qué opera exactamente ese desplazamiento
de la producción rural hacia el hacinamiento urbano? ¿Qué
provoca ese abandono de las costumbres campesinas en
provecho de los placeres malsanos de la ciudad? ¿Acaso existe
un vínculo práctico entre, por una parte, ese uso dispendioso
de los cuerpos —ya sea por el escaso valor que se le otorga
(niños abandonados), ya sea por el refinamiento de los proce­
dimientos que los destinan exclusivamente al placer- y, por
otra, esa economía del gasto, del prestigio, que constituye el
fasto dudoso de las ciudades? Sí, existe un hilo conductor; son
esos seres maléficos contra los cuales se erige todo el pensa­
miento social y médico del siglo x v iii : los empleados domésti-
6 Tissot, De l’onanisme, Lausanne, 1760.
e Ibíd.
cos. Ellos son el vínculo entre la saturación de las ciudades y
el abandono del campo. Los hombres se precipitan a la
condición de criados urbanos porque esta última los exceptúa
del servicio militar. Los nobles o los burgueses advenedizos,
en vez de quedarse en sus tierras dirigiendo la producción, se
instalan en las ciudades y, para exhibir su riqueza, no
encuentran otro medio que atraer a esos hombres que cons­
tituían las fuerzas vivas de la producción, a quienes cautivan
con sus vestidos abigarrados y sus títulos rimbombantes. Así
pues, esos criados de ciudad aspiran a vivir por encima de sus
posibilidades. Contraen matrimonio y tienen hijos a los que
su situación no les permite criar, y que por lo tanto abando­
nan en manos del Estado. Las mujeres pobres del campo, que
entonces no tienen ya con quién casarse, se entregan a la
mortífera industria de la crianza, o bien se resignan a colocar­
se como criadas en la ciudad, y allí, deslumbradas por la vi­
da que llevan sus amas, entregadas a las salidas y a los
atavíos, quieren a cualquier precio vivir como ellas. De ahí el
cortejo creciente de prostitutas indecentes y depravadoras.
El circuito maléfico de la domesticidad conduce implacable­
mente de la indolencia de las señoritas a la insolencia de las
prostitutas.
La conservación de los hijos implicaba poner fin a los
perjuicios de la domesticidad, promover nuevas condiciones
de educación, que, por una parte, permitieran contrarrestar
la nocividad de sus efectos sobre los niños que tienen a cargo,
y, por otra, crear un nuevo vínculo entre los hijos y todos
aquellos individuos con tendencias a abandonarlos al cuida­
do del Estado o a la industria mortífera de las nodrizas. Si
bien en todas partes la causa del mal es la misma, si bien la
domesticidad constituye el blanco principal, los remedios
difieren precisamente según se trate de ricos o de pobres. El
siglo xvm es célebre por su revalorización de las tareas
educativas. Se dice que por entonces la imagen de la infancia
cambió. No cabe duda, pero aquello que se instaura en esa
época es una reorganización de los comportamientos educa­
tivos en tomo a dos polos muy diferenciados y con estrategias
muy distintas. El primer polo está centrado en la difusión de
la medicina doméstica, es decir, un conjunto de conocimien­
tos y técnicas destinado tanto a lograr que las clases burgue­
sas aparten a sus hijos de la influencia negativa de los cria­
dos, como a poner alos criados bajo la vigilancia de los padres.
El segundo polo podría reagrupar, bajóla etiqueta “economía
social”, todas las formas de dirección de la vida de los pobres
con vistas a disminuir el costo social de su reproducción y
obtener una cantidad deseable de trabajadores con un míni­
mo de gasto público, en síntesis, aquello que se ha dado en
llamar “filantropía”.
Desde el último tercio del siglo x v iii hasta fines del siglo xix,
los médicos elaboraron, para uso de las familias burguesas,
una serie de obras sobre la crianza, la educación y la medica­
ción de los niños. Después de los clásicos del siglo x v iii , los
Tissot, los Buchan, los Raulin, aparece una serie ininterrum­
pida de publicaciones sobre el arte de criar niños pequeños,
así como guías y diccionarios de higiene para uso de las
familias.7Los tratados médicos del siglo x v iii exponían simul­
táneamente una doctrina médica y consejos educativos. En el
siglo x ix , los textos médicos dirigidos a las familias cambian
de tono y se limitan a dar consejos imperativos. Este fenóme­
no tiene dos causas, sin duda*convergentes. Después de La-
voisier, la concepción maquínica del cuerpo pierde vigencia;
con ella desaparece la congruencia perfecta entre doctrina
médica y moral educativa. Los médicos no disponen ya de un
discurso homogéneo, sino de un saber en pleno movimiento,
y se ven obligados a separar tácticamente el registro de los
preceptos higiénicos del registro de la difusión de un saber.
Tanto más obligados a ello cuanto que han comenzado a
temer los efectos de una vulgarización acelerada de los
análisis médicos, por la que cada cual puede improvisarse
como médico, con todos los errores que esto puede acarrear y,
sobre todo, con la consecuente pérdida de poder que implica
para el cuerpo médico mismo. De ahí la búsqueda de una
relación entre medicina y familia que permita salvar ambas
dificultades. El establecimiento del médico de familia, ese
anclaje directo del médico en la célula familiar, fue el mejor
medio para poner un freno a las tentaciones de los charlata-
r Citamos algunos ejemplos: Richard, Essai sur l’éducation physique des
enfants du premier age, 1829; P. Maigne, Choix d’une nourrice, 1836; A.
Donné, Conseils aux méres sur la maniere d’élever leurs nouueaux-nés ou
de l’éducation physique des enfants dú premier age, 1842; F. Serváis,
Hygiene de l’enfance ou guide des méres de famille, 1850; E. Bouchet,
Hygiene de la premiére enfance. Guide des méres pour l’a llaitement, le
seurage et le choix de la nourrice, 1869; Devay, Traité d’hygiéne spéciale des
familles; Fonssagríves, De la régénération physique de l'espéce humaine
par l’hygiéne de la famille et en particulier du role de la mere dans
l’éducation physique des enfants, 1867; Dictionnaire de la santé ou réper-
toire d’hygiéne pratiqúe á Vusage des familles et des écales, 1876.
nes y de los médicos no calificados. Y, en el interior mismo de
la familia, la alianza privilegiada entre el médico y la madre
tendrá por función reproducir la distancia, de origen hospi­
talario, entre el hombre de saber y el nivel de ejecución de los
preceptos atribuido a la mujer. En 1876, el higienista Fons-
sagrives presenta su Dictionnaire de la santé con dos adver­
tencias capitales: “Advierto a las personas que busquen en
este diccionario los medios para hacer medicina en detrimen­
to suyo o de terceros que no encontrarán en esta obra nada
semejante. Mi único propósito ha sido enseñarles a dirigir su
salud en medio de los peligros que la acechan; a no ocuparse
de la salud de otros; a cuidarse de los mortíferos males de la
rutina y de los prejuicios; a comprender cabalmente aquello
que la medicina puede y aquello que no puede; a establecer
con el médico un vínculo razonable y provechoso para todos.
Por otra parte, mi propósito es enseñar a las mujeres el arte
de la enfermería doméstica. Las veladoras mercenarias son
a las verdaderas enfermeras lo que las nodrizas de profesión
son a las madres: una necesidad, y nada más. Mi ambición ha
sido hacer de la mujer una enfermera cabal, lograr que com­
prenda todas las cosas, pero sobre todo que comprenda que
ese es su papel, y que es tan eminente como caritativo. El
papel de las madres y el de los médicos están, y deben
permanecer, netamente diferenciados. El primero prepara y
facilita el segundo, se complementan o, más bien, deberían
completarse en interés del enfermo. El médico prescribe, la
madre ejecuta”.
Este vínculo orgánico entre medicina y familia tendrá una
profunda repercusión en la vida familiar e inducirá su reor­
ganización en al menos tres direcciones: 1. el estrechamiento
de la familia contra las influencias negativas del antiguo
medio educativo, contra los métodos y los prejuicios de los
criados, contra todos los efectos de las promiscuidades socia­
les; 2. el establecimiento de una alianza privilegiada con la
madre, conductora de una promoción de la mujer gracias al
reconocimiento de su utilidad educativa; 3. la utilización de
la familia por parte del médico contra las antiguas estructu­
ras de enseñanza, la disciplina religiosa, el hábito del inter­
nado.
Hasta mediados del siglo xviii, la medicina no estaba
interesada en los niños ni en las mujeres. Simples máquinas
de reproducción, estas últimas tenían su propia medicina,
despreciada por la Facultad y conservada por la memoria
tradicionai en la expresión “remedios de comadre”. El parto,
las enfermedades de las mujeres parturientas, las enferme­
dades de los niños, pertenecían al ámbito de las “comadres”,
corporación semejante a la de los criados y las nodrizas, que
compartía su saber y lo ponía en práctica. La conquista de
este mercado por parte de la medicina implicaba, pues, una
destrucción del imperio de las comadres, una larga lucha
contra sus prácticas, juzgadas inútiles y perniciosas. Los
principales puntos de enfrentamiento son, por supuesto, la
lactancia materna y la vestimenta de los niños. Las obras de
los siglos xvrn y xix repiten las mismas alabanzas a la lac­
tancia materna, prodigan los mismos consejos sobre la elec­
ción de una buena nodriza, denuncian infatigablemente la
práctica del fajamiento de los bebés y el uso de corsés. Pero
también abren una multitud de pequeños frentes de lucha
sobre la cuestión de los juegos infantiles (celebración del
juego educativo), sobre las historias que se les cuenta (críti­
cas a las historias de aparecidos y de los traumatismos que
engendran), sobre la regularidad de las jornadas, sobre la
creación de un espacio específicamente reservado alos niños,
sobre la noción de vigilancia (a favor de una mirada materna
discreta pero omnipresente). Todos estos pequeños focos de
lucha se organizan en torno de un blanco estratégico: liberar
al máximo al niño de todas las coerciones, de todo aquello que
coarta su libertad de movimiento, la ejercitación de su cuer­
po, de forma tal que se facilite lo más posible el desarrollo de
sus fuerzas y se lo proteja al máximo de los contactos pasibles
de dañarlo (peligros físicos) o depravarlo (peligros morales,
desde las historias de aparecidos hasta los desvíos sexuales),
y por lo tanto desviarlo de la línea recta de su natural
desarrollo. De ahí la vigilancia de los criados, la transforma­
ción de la morada familiar en un espacio programado con
vistas a facilitar los correteos de los niños y el fácil control de
sus movimientos. Por la acción de esa medicina doméstica, la
familia burguesa adquiere progresivamente el aspecto de un
invernadero protegido contra las influencias del exterior.
Este cambio en el gobierno de los niños es necesario para su
higiene, pero también para el tratamiento de las enfermeda­
des. La educación impartida por los criados se regía por la ley
del menor esfuerzo para ellos, y también del máximo placer,
como por ejemplo los juegos sexuales con los niños. A cambio
producía niños mal formados y caprichosos, niños malcria­
dos, en los dos sentidos del término, blancos privilegiados de
las enfermedades, y tanto más difíciles de curar cuanto que no
aceptan seguir dócilmente el tratamiento que se les quiere
aplicar. De ahí que el médico requiera un aliado in sítu, la
madre, la única capaz de contener cotidianamente el oscu­
rantismo de los criados y de imponer su poder sobre el niño.
Alianza provechosa para ambas partes, el médico triunfa
gracias a la madre contra la hegemonía tenaz de esa medicina
popular de las comadres; y, como contrapartida, concede a la
mujer burguesa, por la importancia creciente de las funcio­
nes maternas, un nuevo poder en la esfera doméstica. La im­
portancia de esta alianza, a fines del siglo x v iii , hace tamba­
lear la autoridad paterna. En 1785, la Academia de Berlín
pone en concurso las siguientes preguntas: 1° ¿Cuáles son en
el estado de naturaleza los fundamentos y los límites de la
autoridad paterna? 2S¿Hay una diferencia entre los derechos
de la madre y los del padre? 3a ¿Hasta qué punto las leyes
pueden extender o limitar esa autoridad? Entre las respues­
tas premiadas, la de Peuchet, autor de la Encyclopedie
méthodique, toma claramente partido a favor de una reeva­
luación de los poderes de la madre: “Si los motivos del poder
que los padres aún poseen sobre sus hijos, durante la edad de
mayor debilidad e ignorancia de estos últimos, reside esen­
cialmente en la obligación que les ha sido impuesta de velar
por la dicha y la conservación de estos seres frágiles, no cabe
duda de que la ampliación de ese poder debería acarrear la
extensión de los deberes que tienen para con ellos. La mujer
cuya condición de madre, nodriza y protectora prescribe
deberes que no conocen los hombres, esa mujer tiene, pues,
un derecho a la obediencia mucho más positivo. La mejor
razón para afirmar que la madre tiene un derecho más
auténtico a la sumisión de sus hijos que el padre, es que lo
necesita más”.8
Al revalorizar la autoridad civil de la madre, el médico le
concede un estatus social. Esa promoción de la mujer como
madre, como educadora, como auxiliar médica, servirá de
punto de apoyo para las principales corrientes feministas del
siglo XIX.0
Los defectos de la educación de los niños pequeños en la
EJ. Peuchet, Encyclopedie méthodique (classe 111-112), artículo “En-
fant, pólice et municipalité", 1792.
9 Véase Ernest Legouvé, Histoire morale de la femme, 1849; Julie
Daubié, La femmepauvre au xix siécle, 1866; Léon Ricber, La femme libre,
1877.
esfera privada tienen su equivalente en la esfera pública.
Fonssagrive denuncia los peligros que la educación pública
hace pesar sobre la salud de los niños con igual vigor,
invocando los mismos principios que alegaba para proscribir
las antiguas costumbres de la faja y del corsé. ¿Acaso estos no
tienen un correlato en el rigor claustral y la inflexibilidad de
las reglas de los colegios y délos conventos? La promiscuidad,
la mala ventilación, la falta de ejercicio ¿acaso no son la otra
cara del, confinamiento de los niños en los cuartos más
estrechos de la casafamiliar? La promiscuidad del dormitorio
y la amenaza de contagio de los hábitos viciosos que engendra
¿no son del mismo orden que el riesgo de depravación de los
niños por parte de criados sin escrúpulos y de los juegos
supuestamente inocentes? Contra el internado, los regla­
mentos conventuales de los colegios, la saturación de los
programas, contra toda esa “educación homicida”, el médico
alerta a las familias y alienta una cruzada que habría de dar
origen a las primeras asociaciones de padres de alumnos a
fines del siglo xix1'1y, con ella, surge asimismo el principio de
una educación mixta familiar y escolar mediante la cual los
padres preparan al niño para aceptar la disciplina escolar,
pero al mismo tiempo velan por las buenas condiciones de la
educación pública: mejora de la salubridad de los internados,
supresión de los vestigios de penitencia corporal, supresión
de los peligros físicos que puedan amenazar a sus hijos (cas­
cos de botellas sobre las paredes...), desarrollo de la gimna­
sia, vigilancia de las inmediaciones de los colegios, de los
quioscos de diarios, de los bares, de los exhibicionistas y de
las prostitutas que rondan esas zonas. Se trata de implantar
en la educación pública la misma dosis de liberación física y
de protección moral que en la educación privada.
Todo ello, por cierto, sólo rige para las familias ricas,
aquellas que tienen criados, aquellas en cuyo seno las espo­
sas pueden dedicarse a la organización de la casa, aquellas
que pueden pagar los estudios de sus hijos en el colegio,
aquellas en suma que tienen cultura suficiente para sacar
provecho de esa clase de obras. La intervención sobre las
familias populares circula por carriles diferentes a los de la
difusión de libros y el establecimiento de una alianza orgáni­
ca entre familia y medicina, porque hasta fines del siglo xix
la tasa de analfabetismo en las clases populares es muy alta,
111Víctor de Laprade, L’éducation homicide, 1866.
porque la gente del pueblo no puede tener un médico de
familia, pero también y sobre todo porque los problemas en
estas familias son totalmente distintos. En apariencia se
trataría de una misma preocupación por asegurar la conser­
vación de los hijos, difundir los mismos preceptos higiénicos;
pero, con la economía social, la naturaleza de las operaciones
implicadas es totalmente diferente de aquellas emprendidas
bajo la égida de la medicina doméstica, y tiene efectos prác­
ticamente opuestos. Ya no se trata de impedir que los niños
padezcan torpes violencias, sino de limitar las libertades
tomadas (abandono en orfanatos, abandono disfrazado de
lactancia), de controlar las asociaciones salvajes (desarrollo
del concubinato con la urbanización de la primera mitad del
siglo xix), de conjurar líneas de fuga (vagabundeo de los indi­
viduos, en especial de los niños). Ya no se trata, en todo caso,
de asegurar protecciones discretas, sino de establecer vigi­
lancias directas.
Habría que hacer un estudio paralelo de las historias
respectivas de los conventos destinados a la preservación y
castigo de las jóvenes, de los prostíbulos y. de los orfanatos.
Estas tres instituciones nacen y mueren más o menos a un
mismo tiempo. En el siglo x v ii , los conventos, bajo el impulso
de la Contrarreforma, absorben a las mujeres solteras para
destinarlas a fines misioneros, asistenciales y educativos. Al
mismo tiempo, San Vicente de Paul emprende la tarea de
centralizarlos abandonos de niños y dar una finalidad estatal
a su cuidado, contra su utilización por parte de la corporación
de mendigos, que, mediante graves mutilaciones, los conver­
tían en objetos adecuados para suscitar compasión. También
comienza en ese período la represión de las prostitutas, que,
tras haber sido confinadas en barrios especializados durante
la Edad Media, pierden progresivamente su derecho a per­
manecer en la calle. A fines del siglo x v iii y durante la primera
mitad del xix, la policía organiza por su propia cuenta el
sistema de los burdeles; para perseguir a las prostitutas so­
litarias, las obligan a ingresar a las casas de tolerancia
mantenidas por las madamas que dependían directamente
de la policía. A fines del siglo xix, estas tres prácticas serán
simultáneamente desacreditadas: la Asistencia Pública se
organiza contra el abandono automático de los hijos adulte­
rinos en los orfanatos; los talleres y los conventos de preser­
vación son fuente de toda suerte de escándalos, financieros y
morales; la policía de las costumbres, que organiza la prosti­
tución, es violentamente atacada con motivo del carácter
arbitrario de los arrestos y de su función de policía paralela.
Una misma curva histórica unifica, pues, estos tres tipos de
procedimientos, cuya función de transición entre el antiguo
régimen familiar y el nuevo no es difícil de adivinar.
La instauración de estas prácticas de acogida y segrega­
ción no es inteligible sino con referencia a los axiomas que
regían el antiguo sistema de alianzas y filiaciones: la deter­
minación de aquellos y de aquellas a quienes habría de
corresponder la: perpetuación del patrimonio; su derecho
exclusivo a casarse y la dependencia de los demás, que
quedarían a su cargo; la discriminación entre los productos
legítimos de las uniones sexuales y los productos ilegítimos.
Por consiguiente, eí régimen de alianzas no buscaba coincidir
con las practicas sexuales, sino que por el contrario se
establecía a partir de una distancia calculada con estas. Era
imperioso preservar de cualquier eventual unión impropia a
las personas destinadas a establecer alianzas provechosas;
también había que desviar de toda esperanza familiar a
aquellas personas que no tuvieran los medios para ello. Todo
esto implicaba una separación entre lo sexual y lo familiar,
una desnivelación productiva de ilegalismos más o menos
tolerados, generadora también de incesantes conflictos y del
despilfarro de las fuerzas "útiles”. En el ámbito de la familia,
esta desnivelación entre régimen de alianzas y registro
sexual amenaza sistemáticamente la paz de los hogares a
raíz de las prácticas de seducción y desvío que engendran,
prácticas que los tratados de derecho procuran codificar.11
En el ámbito del Estado, los individuos rechazados por la ley
de las alianzas se vuelven fuente de peligro por su vagabun­
deo, su miseria, pero además entrañan una pérdida, pues
constituyen fuerzas no aprovechadas. Cuando nacen los
conventos de preservación, los burdeles y los orfanatos, su
objetivo explícito es conciliar el interés de las familias con el
interés del Estado, conciliar la paz de las familias mediante
la moralización de los comportamientos y la fuerza del Esta­
do mediante el tratamiento de los desechos inevitables de ese
régimen familiar, los solteros, los huérfanos. El crecimiento
de la policía en el siglo xvm se apoya en el poder familiar, le
promete dicha y tranquilidad a la espera de que se instaure
su imperio sobre los rebeldes y los desechos de la familia. El
11 Eugéne Fournel, Traite de la séduction, 1781.
aparato central se dice, pues, al servicio de las familias. Un
autor como Rétif de la Bretonne llega incluso a imaginar en
el desarrollo de estos aparatos un medio para resolver defi­
nitivamente el problema que plantea esa desnivelación entre
familia y sexualidad. En Le pornographe, ou Idées d’un
honnéte homme sur un projet de réglement pour les prosti-
tuées propre á prévenir les malheurs qu’occasionne le publi-
cisme des femmes (1769), propone una institución que reúna
las ventajas del convento, del prostíbulo y del orfanato. Allí
podrán dirigirse todas las jóvenes cuyas familias no han
destinado al matrimonio. En ese edificio de inspiración con­
ventual, las más bellas estarán destinadas a la satisfacción
de clientes que eventualmente podrán casarse con ellas. Las
demás y las viejas se ocuparán de la educación de los niños
nacidos de esas uniones y pondrán así “al servicio del Estado
un semillero de sujetos que no estarán directamente a su
cargo (puesto que los clientes pagarán) y sobre los cuales
tendrá un poder ilimitado, puesto que los derechos paternos
y aquellos del soberano coincidirán”.
No obstante, esa armonía entre el orden de las familias y
el orden estatal es más el producto de una connivencia táctica
que el de una alianza estratégica. Pues el escándalo no es de
la misma naturaleza en cada caso. Lo que peijudica a las fa­
milias son los niños adulterinos, los menores insumisos, las
niñas de mala fama, es decir, todo cuanto pueda mancillar el
honor familiar, su reputación, su rango. Aquello que preocu­
pa al Estado, en cambio, es ese despilfarro de fuerzas vivas,
esos individuos inutilizados o inutilizables. Por consiguiente,
entre ambas clases de objetivos, hay convergencia momentá­
nea en cuanto al principio de concentración de los indesea­
bles de la familia. Pero si, para las familias, esa concentración
tiene valor de exclusión, de depósito, para el Estado es un
modo de poner fin a las costosas prácticas familiares, el punto
de partida de una voluntad de conservación y de utiliza­
ción de los individuos. Superficie de absorción de los indesea­
bles del orden familiar, los hospitales generales, los conven­
tos y los hospicios constituyen una base estratégica para toda
una serie de intervenciones correctivas sobre la vida fami­
liar. Estos lugares de reunión de los infortunios, de las
miserias y de la decadencia facilitan la movilización de las
energías filantrópicas, le brindan un punto de apoyo, le
sirven de laboratorio para observar las conductas populares,
de rampa de lanzamiento para desarrollar tácticas destina­
das a contrarrestar sus efectos socialmente negativos, y así
reorganizar a la familia popular en función de imperativos
económico-sociales.
Nada más ejemplar en esta inversión de la relación Esta­
do-familia que la historia de los orfanatos. La preocupación
por articular el respeto a la vida y el respeto al honor familiar
provocó, a mediados del siglo xvni, la creación de un ingenioso
dispositivo técnico: el torno. Se trata de un cilindro abierto en
uno de los lados dé su superficie lateral y que gira sobre el eje
de su altura. El lado cerrado hace frente a la calle. Un timbre
exterior está situado en las cercanías. ¿Una mujer quiere
exponer a su hijo recién nacido? Le comunica su deseo a la
persona de guardia tocando el timbre. En el acto, girando
sobre sí mismo, el cilindro presenta al exterior su lado abier­
to, recibe al recién nacido y, siguiendo su movimiento, lo lleva
hacia el interior del hospicio. De ese modo, el donador puede
sustraerse a las miradas de los criados de la casa. Y ese es su
objetivo: romper, sin errores ni escándalos, el vínculo con el
origen de esos productos de alianzas no deseables, purificar
las relaciones sociales de las progenituras no conformes a la
ley familiar, a sus ambiciones, a su reputación.
El primer torno comenzó a funcionar en Rouen, en 1758.
Está destinado a poner un freno a la antigua práctica de la
exposición en los umbrales de las iglesias, de los palacetes y
de los conventos, donde los niños tenían tiempo de sobra para
morir antes de que alguien se ocupara de ellos. En 1811, el
sistema del torno se generaliza en el marco de la reorganiza­
ción de los hospicios, y para esa fecha ya se cuentan 269.
Serán abolidos de manera progresiva. Entre 1816 y 1853,165
tornos son cerrados y el último desaparecerá en 1860. La
aparición y la desaparición del tomo corresponde a un consi­
derable incremento de la cantidad de niños abandonados,
luego a su reducción y a su estabilización relativa. En el
momento de su fundación, el orfanato de Saint Vincent de
Paul acogía a 312 niños; en 1740, a 3150; en 1784, a 40 000;
en 1826, a 118 000; en 1833, a 131000; en 1859, a 76 500. Esto
último deja traslucir la importancia de los debates sobre el
mantenimiento o la supresión de los tornos. Son partidarios
del torno todos los defensores del poder jurídico de la familia:
hombres como Lamartine, A. de Melun, Le Play. Celebran su
función purgativa de los extravíos sexuales, esa especie de
confesionario que registra los productos de las faltas y los
absuelve a un mismo tiempo. Para paliar los peligros de una
excesiva cantidad de abandonos, proponen revalorizar la
búsqueda de la paternidad, en desuso desde la revolución,
instaurando un impuesto al celibato, separando claramente
el registro de los individuos inscriptos en el marco familiar
del de los bastardos, que podrán ser destinados a tareas en el
extranjero, tales como la colonización, o utilizados para re­
emplazar a los hijos de familias acomodadas en el servicio
militar. Son hostiles a los tornos los hombres de la filantropía
ilustrada, personas como Chaptal, La Rocheíoucauld-1 á an­
co urt, Ducpétiaux, partidarios de una racionalización de las
ayudas públicas, del desarrollo de la adopción, y, por lo tan­
to, de una primacía de la conservación de los individuos sobre
la preservación de los derechos de sangre.
Aquello que hace bascular la decisión a favor de estos
últimos es el descubrimiento de un uso popular del torno que
nada tiene que ver con su destino primero, es decir, la simple
extracción de objetos escandalosos, como los niños adulteri­
nos. Desde fines del siglo x v iii , las administraciones de orfa­
natos comienzan a sospechar que sus instituciones son el
blanco de malversaciones y fraudes. Necker, en LJadminis-
tration des finances de la France, estima que “esta loable
institución sin duda ha impedido que seres dignos de compa­
sión fueran víctimas de los sentimientos desnaturalizados de
sus padres”, pero que “insensiblemente nos hemos acostum­
brado a pensar los hospitales de expósitos como casas públi­
cas donde el soberano consideraría justo alimentar y mante­
ner a los niños más pobres entre sus súbditos; y, al difundirse,
esta idea debilitó en el pueblo los vínculos del deber y los del
amor paterno”.12Intrigados por esta vertiginosa escalada de
abandonos, los administradores multiplican las comisiones
de investigación para conocer sus causas. En primer lugar,
descubren una cantidad considerable de niños ilegítimos
entre los abandonados. Tanto mayor era ese número cuanto
que alhajarla mortinatalidad en los hospicios, los escrúpulos
de los padres desaparecían. Pero hay algo aun más grave a los
ojos de los gestores: no solo las familias legítimas abandonan
a sus hijos con motivo de su pobreza extrema, sino que
algunas que tienen los medios para criarlos también toman
la decisión de que el Estado los alimente, arreglándoselas
para que luego se los reasignen a título de crianza. “Desde
que la legislación regularizó la condición de los niños abando-
12 J. Necker, De l’a dministration des finances de la France, 1821 (tomo
iv de las CEitures completes).
nados asignando un salario a las nodrizas, de pronto se ha
generado un nuevo tipo de exposición, que en poco tiempo ha
adquirido un desarrollo extraordinario. Ahora, la madre que
lleva a un recién nacido al torno de un hospicio no tiene la
menor intención de abandonarlo; si se separa de él es para
recuperarlo unos días después con la complicidad de las
mensajeras. Cuando los hospicios se llenaron de cantidades
ingentes de recién nacidos, no tardaron en comprender la
imposibilidad de acogerlos en su recinto y brindarles a todos
los cuidados adecuados. Entonces las nodrizas del campo se
volvieron indispensables. Les entregan los niños a cambio de
un salario, asignado para ese servicio. Los mensajeros lleva­
ban a los recién nacidos desde el hospicio hasta la casa de la
mujer que debía amamantarlos, y muy pronto se generaron
graves desórdenes. Estas muchachas y estas mujeres pensa­
ron que obtendrían grandes ventajas al exponer a sus hijos
recién nacidos; si, gracias a sus acuerdos con los mensajeros,
conseguían regresar unos días más tarde en posesión de sus
hijos, se aseguraban el goce del mes como nodrizas y más
tarde una pensión. El fraude desafiaba todas las investiga­
ciones. Cuando la madre impedida por consideraciones par­
ticulares no se atrevía a criar al niño en su propia casa, los
vecinos se encargaban oficialmente del recién nacido”.13
Evaluando todas las consecuencias de estas investigacio­
nes, el ministro del interior De Corbiére elaboró en 1827 una
circular que prescribía el desplazamiento de los niños a otro
departamento, para impedir que las madres amamantaran
como nodrizas asalariadas de niños que habían colocado en el
torno, o visitarlos en casa de nodrizas extrañas a cuyo
cuidado los habrían dejado. Suponía que la privación de la
vista de sus hijos alejaría a las madres del proyecto de
abandonarlos. El resultado fue más bien negativo. Sobre 32
mil niños transportados de ese modo entre 1827 y 1837,8 mil
fueron reclamados por sus madres, que los devolvieron algún
tiempo después, cuando la medida fue revisada, y casi todos
los demás murieron debido a ese transpl ante brutal. E n 1837,
De Gasparin confirma el fracaso de esta política en un
informe al rey, en el que propone la idea de reemplazar la
acogida hospitalaria, con todos sus inconvenientes, por un
sistema de ayuda a domicilio para la madre, que consistía en
pagarle a la madre los meses pagados por el hospicio a una
13 J.-F Terme y J.-B Maufakoii, Histoire des enfants trouués, 1837.
nodriza en principio extraña. Esto también implicaba reem­
plazar el sistema del torno por el de la oficina abierta. El
secreto del origen, que permitía la existencia del torno, se
prestaba a todas los fraudes y disminuía la iniciativa de la
administración. Al organizar las oficinas de admisión ya no
sobre el modelo de la acogida ciega, sino de la oficina abierta,
es posible, por una parte, desalentar el abandono y, por otra,
asignar ayudas a partir de una investigación administrativa
sobre la situación real de las madres.
Inversión rica en consecuencias: al decidir brindar una
asistencia financieray médica a las mujeres más pobres, pero
también a las más inmorales, se desencadenaba un mecanis­
mo que implicaba la generalización de estas prestaciones a
todas las demás categorías de madres, para no ser acusados
de premiar el vicio.
De ese modo, aquello que se daba en calidad de subsidio a
una madre soltera para alentarla a conservar a su hijo se
convirtió en un derecho, particularmente legítimo para la
viuda pobre con hijos a cargo; luego, para la madre de familia
numerosa; luego, para la mujer obrera que debe ser alentada
a reproducirse. Así nacen a principios del siglo xx los subsi­
dios familiares, en el punto de confluencia entre una práctica
asistencial que amplía progresivamente el círculo de sus
administrados y una práctica patronal de corte paternalista,
encantada de poder desprenderse en la escala nacional de
una gestión que les generaba tantos problemas como bene­
ficios.
De ahí también deriva la generalización del control médico
en la crianza de los hijos de las familias populares. En 1865,
aparecen las primeras sociedades protectoras de la infancia
en París (fundada por A. Meyer), luego en Lyon, cuyo objetivo
era asegurar la inspección médica de los niños colocados por
sus padres en casa de nodrizas, pero también perfeccionar los
sistemas de educación, los métodos de higiene y la vigilancia
de los niños de las clases pobres. En sus revistas, estas socie­
dades tienen, por ejemplo, una sección titulada “crímenes y
accidentes”, donde se mencionan todos los hechos indicativos
de malos tratos, todos los delitos de “falta de vigilancia”
cometidos por los padres. Estas sociedades se apoyan en
comités de patronazgos, que habían surgido con motivo de la
vigilancia de los niños del hospicio. Más importante aun es
que extraen sus argumentos del hecho de que, en las clases
pobres, los niños mejor tratados médicamente son aquellos
que dependen de la Asistencia Pública. Argumento que reto­
mará Théophile Roussel en el análisis de las condiciones de
aplicación de su ley de 1874 sobre la vigilancia de las nodrizas.
“Pese a los consejos desinteresados, el brutal empecinamien­
to de los campesinos y los estúpidos consejos de las matronas
mantienen vivos hábitos fatales para los niños, cuya higiene
está muy mal dirigida; me basta añadir un detalle
característico, a saber: los únicos niños bien cuidados en los
departamentos pobres, aquellos cuya mortalidad desciende al
seis por ciento* son los hijos de las madres solteras que han
logrado obtener las ayudas mensuales del departamento, y
que son especialmente vigiladas por un inspector de la
prefectura al que temen y cuyos consejos escuchan.”1'1
Así se constituye la madre de familia popular. Más que una
madre, es una nodriza, puesto que su modelo es el de la
nodriza de Estado calificada. Adquiere la doble dimensión de
su estatus: la remuneración colectiva y la vigilancia médico-
estatal. Debido a este aspecto nutricio, el vínculo que la une
a su hij o durante mucho tiemp o será considerado sospechoso,
sospechado de relajamiento, de abandono, de interés egoísta,
de incorregible incompetencia; herencia de un enfrentamien­
to entre la mujer popular y la asistencia del Estado, en que el
aspecto positivo a los ojos de sus tutores siempre será el
producto de una confluencia y una proyección impuesta por
la madre al niño, antes que el de un engendramiento deseado.
Los niños abandonados recibían el nombi'e de “hijos de la
patria”. Para criarlos sin grandes pérdidas y al menor costo,
eran devueltos a sus madres, haciendo de estas últimas -y
luego, por extensión, de todas las madres populares- “nodri­
zas aceptadas por el Estado”, según la fórmula de Lakanal.
Las campañas para el restablecimiento del matrimonio en
las clases pobres proceden de esta misma preocupación por
luchar contra la inflación incontrolable de las cargas de la
asistencia. Cuando, tras haber agotado las consideraciones
de alta: moral y religión de rigor en este tema, los observado­
res profesionales de la clase obrera (Villermé, Frégier, Blan-
qui, Réybaud, Julés Simón, Leroy-Beaulieu) comienzan a
expresar el fundamento principal de sus temores, en todos los
casos mencionan la amenaza que hace pesar sobre las cargas
públicas esa masa de hijos ilegítimos, destinados al vagabun-
14Th, Rollase], Rapport sur l’application de la loi de 1874, 1882,
j e o y a una mortalidad precoz. Desde fines del siglo x v iii , una
multitud de asociaciones filantrópicas y religiosas se propu­
sieron ayudar a las clases pobres, moralizar sus comporta­
mientos y facilitar su educación haciendo converger sus
esfuerzos en una restauración de la vida familiar, forma
primera y más económica de la asistencia mutua. En 1850, la
Academia de Ciencias Morales y Políticas vota un texto de
apoyo a la Sociedad de Saint-Franfois-Régis, sociedad desti­
nada a promover el matrimonio civil y religioso de los pobres,
en términos que no podrían ser más claros: “Los hombres que
dirigen los negocios o la administración saben cuán urgente
es disminuir y restringir no sólo los gastos de policía y de
persecuciones jurídicas ocasionadas por los excesos a los que
se entregan las clases corrompidas, sino además todos los
gastos en que incurren los hospicios y los hospitales a causa
del abandono recíproco de padres, mujeres y niños que
deberían haberse brindado ayuda recíproca en tanto miem­
bros de una misma familia y que, al no estar unidos por
vínculo social alguno, se vuelven ajenos los unos a los otros.
No sólo se trata, pues, de una necesidad social y de una obra
de alta moralidad, sino además -para el Estado, los departa­
mentos y las municipalidades- de un excelente negocio, una
evidente e inmensa economía. El hombre y la mujer del
pueblo, cuando viven en el desorden, no suelen tener casa ni
hogar. No se hallan a gusto sino donde el vicio y el crimen
reinan con total impunidad. No ahorran nada; el hambre y la
enfermedad los separan. Por lo general, no suelen preocupar­
se en modo alguno por sus hijos o, en caso de mantener con
ellos una relación, los pervierten. Por el contrario, no bien un
hombre y una mujer del pueblo ilícitamente unidos se casan,
abandonan los sucuchos infectos que hasta entonces consti­
tuían todo su hogar para instalarse en casas amobladas. El
primer cuidado que toman es el de retirar a sus hijos de los
; hospicios donde los han dejado. Estos padres y estas madres
; casados constituyen una familia, es decir, un centro donde los
: niños son alimentados, vestidos y protegidos; mandan a sus
hijos a la escuela y les enseñan un oficio”.15
En un primer momento, la tarea de restaurar el matrimo­
nio es incumbencia de las sociedades de patronazgo. Estas
sociedades divergen en sus opciones filantrópicas: hay una
15 Resolución de la Academia de Ciencias Morales y Políticas publicada
en los Anuales de la charité, tomo n, 1847.
filantropía ilustrada, tal como se dio en el período revolucio­
nario (Sociedad Filantrópica, Sociedad de la Caridad Mater­
na, fundada en 1784, Sociedad de la Moral Cristiana, Socie­
dad para la Instrucción Elemental), pero también existen
obras religiosas inspiradas o relanzadas por el espíritu de la
Restauración (Sociedad Saint-Vincent-de-Paul, Fréres des
Ecoles, Sociedad de Saint-Franfois-Régis, etc.). No obstante,
estas divergencias no les impiden funcionar cartelízadas e
implementar sistemas de relevo mutuo. Por ejemplo, la
Sociedad de Caridad Materna, cuyo objetivo es impedir los
abandonos perpetrados por familias legítimas otorgando
subsidios materiales y financieros, deriva aquellas familias
ilegítimas que acuden a ella hacia la Sociedad de Saint-
Franpois-Régis, y a su vez establece la condición de contraer
matrimonio para obtener el beneficio de esas ayudas.16 Los
Hermanos de las Escuelas Cristianas ejercen el mismo chan­
taje con relación a la educación de los niños pobres. Por su
parte, la Sociedad de Saint-Fran^ois-Régis, fundada en 1826,
facilítala tramitación de actas administrativas (laimportan­
cia de las migraciones dificultaba a los pobres la obtención de
documentos que justificaran su estado civil), concede la gra­
tuidad de las actas y una reducción progresiva de las condicio­
nes jurídicas del matrimonio (reducción de la edad lícita para
contraer matrimonio tanto en hombres como en mujeres).
Esto explica la expansión de esta sociedad y de otras
semej antes: Sociedad del matrimonio civil, Obra de los Matri­
monios Indigentes, Secretaría del Pueblo, Secretaría de las
Familias. Desde 1826 hasta 1846, la Sociedad de Saint-
Franpois-Régis recibió 13 798 parejas “que vivían en el des­
orden”, y así reencaminó a 27 596 individuos por la buena
senda de la “religión y las sanas costumbres”; 11 000 niños
naturales recibieron en el mismo lapso el beneficio de la
legitimación.17
Sin embargo, estas cifras son bajas comparadas con la
extensión del concubinato en las capas populares; según las
regiones, su índice oscila entre un tercio y la mitad de las unio­
nes. Por cierto, la negligencia y la dificultad para procurarse
documentos desempeñan un papel importante, pero sólo
superficialmente -estiman, a partir de mediados del siglo,
observadores como Louis Reybaud, Jules Simón, Leroy-Beau-
18 Sobre la Sociedad de Caridad Materna, véase P. Gille, La Société d
charité matemelle de Paria, 1887.
11 R. Gossin, La Société de Saint-Frangois-Régis, 1851.
lieu o J. Daubié-. Por lo demás, la calidad misma de estos
matrimonios plantea otro problema. “Es muy bueno regula­
rizar situaciones, dar derechos a las mujeres, un estado civil
a los niños -escribe Jules Simón-.18 Pero ¿qué ocurre con las
familias una vez concluido el trámite de matrimonio? ¿Acaso
el marido renuncia al cabaret para quedarse en el hogar?
¿Adquiere el hábito del ahorro? ¿Cuida de su mujer de modo
tal que esta pueda ocuparse de los hijos y de la casa? En
absoluto, personas honestas se han ocupado de simplificar
para él todas las dificultades del matrimonio, ha mandado
traer sus documentos y los de su futura esposa, han obtenido
todas las autorizaciones necesarias y cubierto todos los gas­
tos; no tiene más que decir una palabra y firmar un registro;
se deja hacer y, después de la ceremonia, sigue con su vida
como antes.” Contraídos con vistas a obtener ventajas espe­
cíficas, estos matrimonios no valen, pues, sino en la medida
en que son necesarios para obtenerlas, pero en sí no consti­
tuyen la anhelada transformación del modo de vida obrero.
Son menos un contrato entre un hombre y una mujer que uno
entre estos últimos y las sociedades de patronazgo. ¿Cuál era,
pues, la razón de ese descrédito del modo de vida familiar
entre esos obreros?
Las sociedades de patronazgo lo explican aludiendo a las
dificultades que encontraban. Entre las mujeres, estas socie­
dades no tienen dificultades para hacerse oír. Pero, con los
hombres, las cosas eran diferentes. “El futuro marido lleva a
cabo este trámite a su pesar, la mujer debe llevarlo a rastras.
Por tanto, si la recepción no es sumamente cordial, todo está
perdido. El hombre, feliz de hallar un pretexto, se retira con
aire altanero.”19 ¿Por qué tanta reticencia? Porque el matri­
monio, para el obrero, está asociado con la adquisición de un
“estado” (tienda, puesto, terreno, etc.) que favorece el aporte
de la dote. La mujer contribuía mediante la dote a compensar
el costo de su mantenimiento y el de sus hijos. La importancia
del fenómeno es tal que bajo el Segundo Imperio el ejército
aún prohibía a sus solados casarse con una mujer sin dote, así
como legitimar un hijo natural.20 La mujer compraba me­
diante la dote su posición social. Ya sea que fuera a casarse
o a ingresar al convento, cualquier posición reconocida impli­
caba esa inversión inicial. Una mujer sin dote quedaba fuera
18Jules Simón, L ’ouvriére, 1861, p. 285.
19Gossin, ob. cit.
2ÜJ. Daubié, ob. cii.
de juego, en el gasto doméstico de su familia o de quien
quisiera utilizarla. Tradicionalmente, la familia, las munici­
palidades o los cuerpos de oficio proveían esa dote. Ahora
bien, la desaparición o la reducción del papel de esas instan­
cias, el drenaje que la industria opera sobre los trabajadores
de ambos sexos liberados de sus amarras territoriales y
familiares, todo ello suscita la concentración de gran canti­
dad de mujeres demasiado pobres para disponer de una dote
y que, por lo tanto, quedaban expuestas a “aventuras”.
¿Qué podía reemplazar ese capital de partida que ya no
pueden proveer? No será una suma de dinero, pues son dema­
siado numerosas. Entonces, será su trabajo, su trabajo do­
méstico, recalificado, revalorizado, elevado a la categoría
de un oficio. Solución triplemente ventajosa. Permitía reem­
plazar un gasto social por un incremento de trabajo no
remunerado. Permitía asimismo introducir en la vida obrera
elementos de higiene en cuanto a la crianza de los niños, la
alimentación, la regulariz ación de los comportamientos, cuya
falta explicaba la frecuencia de los decesos prematuros, de las
enfermedades, de las insubordinaciones: el hábito de vivir en
piezas amobladas, de comer en la tienda de vinos, de preferir,
en suma, la vida social, la vida de cabaret, ¿no estaba acaso
en el origen de esa decadencia física y de esa independencia
moral de la clase obrera? Por último, permitía hacer controlar
al hombre a través de la mujer, puesto que esta última ya no
le proporcionará los beneficios de su actividad doméstica
sino en la medida en que él los mereciera. En lugar del
contrato que ella establecía con él y que le daba, mediante la
dote, la posibilidad de una autonomía exterior, un lugar
social gracias a la posesión de un estado, ella lo inscribe en la
dependencia de un interior que habrá de ser su ámbito,
reservado, aquello que podrá dar pero también volver a
tomar en cualquier momento. A partir del Segundo Imperio,
las obras de Jules Simón dan a conocer este gran descubri­
miento: la mujer, la mujer de interior, la madre atenta, es la
salvación del hombre, el instrumento privilegiado para civi­
lizar a la clase obrera. Basta con moldearla para tal función,
darle la instrucción necesaria, inculcarle los elementos de
una táctica de la entrega, para que acabe con el espíritu de
independencia del obrero.
No se trata de un simple discurso, sino de alianzas efecti­
vas y operaciones eficaces. La segunda mitad del siglo xix se
inscribe bajo el signo de una alianza decisiva entre el feminis­
mo promocional y la filantropía moralizadora, cuyo primer
objetivo es una doble lucha: por un lado, contra los burdeles,
la prostitución y la policía de moralidad pública; y, por otro,
contra los conventos y la retrógrada educación de las mu-
jeres.
Restablecer la vida familiar en la clase obrera suponía,
pues, modificar radicalmente las reglas de un juego cuyo
fracaso se había vuelto cada vez más evidente.
Por un lado, estaban las mujeres entregadas sin reserva al
proceso industrial. Los empleos que pueden tener en ese con­
texto son los menos calificados, los peor remunerados. Con el
salario que ganan, apenas llegan a comer, y difícilmente a
encargarse de sus hijos. Tanto más cuanto que el hombre ha
quedado, si no excluido de su empleo por las mujeres, cuando
menos sobreexpuesto al desempleo y, en todos los casos, es
víctima de un proceso de descalificación del trabajo que le
hace perder sus privilegios sobre la mujer y los hijos y, por
ende, también sus responsabilidades. Por consiguiente, no es
sorprendente que tenga tendencia a desertar de la fábrica,
mandar a su mujer e hijos en su lugar, para vivir a sus ex­
pensas y dejar que su salud y sus fuerzas se deterioren. Esa
explotación desconsiderada del trabajo de las mujeres ame­
naza a largo plazo las fuerzas productivas de la nación. Se
hace cómplice de una destrucción de la familia por un odioso
abuso del poder patriarcal. Por consiguiente, no es sorpren­
dente que en esa situación las obreras se prostituyeran y
cumplieran así, según una expresión registrada por Viller-
mé, su “cinco cuartos” de trabajo. La policía de costumbres,
que persigue metódicamente a todas las mujeres sospecho­
sas a sus ojos, no hace sino ratificar esta situación en lugar
de aportar algún remedio, y aun la agrava: al encerrar en los
burdeles a cualquier mujer sospechada de prostituirse, pre­
tende preservar las buenas conductas públicas, pero condena
a esas desesperadas a un destino irreversible.
Por otro lado, estaban las mujeres que intentaban salva­
guardar su capacidad contractual mediante la adquisición de
una dote, y preservar su felicidad procurando integrarse en
un taller religioso o en un convento industrial. La considera­
ble proliferación de las comunidades religiosas de mujeres a
mediados del siglo xix se debe a esa persistencia del rol de la
dote. Los obradores eran talleres de trabajo femenino orga­
nizados por congregaciones religiosas que querían proseguir
con su misión de preservación y compensar la expoliación de
laque habían sido víctimas durante el período revolucionario
poniendo a trabajar a sus pensionistas. Podían albergar
desde doce muchachas hasta trescientas o cuatrocientas,
todas ellas ocupadas en trabajos manuales, principalmente
en el área textil, y estaban exentos del pago de impuestos. A
mediados del Segundo Imperio, la población de esos obrado­
res se estimaba en 80 000, y esa cifra asciende hasta fines del
siglo xix.21 El ingreso en los talleres ya era de por sí un favor,
requería la inscripción de la familia en filiales de dependen­
cia religiosa y a menudo el pago de una pequeña suma. Para
las más pobres, la fórmula de la fábrica-convento se había
desarrollado entonces, compuesta por una dirección mixta,
mitad industrial, mitad religiosa, particularmente en las
regiones textiles. A partir de un ejemplo leonés, la fórmula
prosperó, y dio tres célebres casas en Jujurieux, en La Séauve
y en Tarare: un reglamento conventual, un tiempo entera­
mente ocupado por los ejercicios religiosos y el trabajo indus­
trial, una vigilancia confiada a las hermanas de Saínt-Joseph
y a las hermanas de Samt-Vincent-dc-Paul, una remunera­
ción por contrato anual. Todo estaba hecho para seducir a las
familias pobres, que de ese modo aseguraban la preservación
moral de sus hijas, y ganaban la posibilidad de quedarse con
una suma global a su regreso y, para ellas, la esperanza de un
matrimonio gracias a esos salarios regulados bajo la forma de
garantías, como a las domésticas.
Entre ambas fórmulas de protección de las buenas costum­
bres, los moralistas filantrópicos y las feministas promocio­
nales denuncian más o menos crudamente la existencia de
una suerte de círculo vicioso que engendra y reproduce la
decadencia física y moral de la población pobre, en lugar de
conjurarla. De un libro como el de J. Daubié, eminente
feminista del Segundo Imperio, La Femme pauvre au xix
siécle, al del célebre economista y filántropo Leroy-Beaulieu
sobre Le travail des femmes,22 la distancia no es grande.
Ambos coinciden en denunciar los inconvenientes de las
organizaciones claustrales. En primer lugar, por su supuesta
incidencia en los ingresos. En 1849, en Lyon, en Macón, en
Saint-Etienne, algunas comunidades religiosas fueron vio­
lentamente atacadas y clausuradas por obreras desemplea­
das que saquearon varios conventos, rompieron y quemaron
21Véase Mounier, De l’organisation du travail manuel des Jaimes filies,
1869, y P. Gemahlíng, Tmvailleurs au rabais, 1910.
22 Le travail des femmes au xix siécle, 1873.
los telares:23 las organizaciones conventuales se interponen,
en efecto, entre la fuerza de trabajo y el mercado utilizando
sus exenciones fiscales y su régimen comunitario para propo­
ner precios inferiores a los del trabajo libre, lo cual provocaba
una baja de los salarios, que a su vez empujaba a las mujeres
libres a la inmoralidad. Además, monopolizan los empleos
que más podían convenir a las mujeres (asistencia, educa­
ción...}, de suerte que las mujeres sin dote, o bien se ven
obligadas a tomar los hábitos si quiere ejercer esos oficios, o
bien quedan expuestas a la prostitución si aceptan un oficio
libre. Ambas obras denuncian, asimismo, la inadecuación de
la formación conventual. J, Daubié muestra que las mujeres
que pasan su juventud en las fábricas-convento con la espe­
ranza de preservar sus oportunidades matrimoniales son
rechazadas al salir de tales instituciones por aquellos obreros
que se niegan a casarse con “monjitas”. Leroy-Beaulieu estig­
matiza la “educación por efecto invernadero”, denuncia los
internados que forman mujeres en “oficios semi-artesanales”
superpoblados y que no preparan “el espíritu de la joven para
una enseñanza sustancial que desarrolle enérgicamente su
personalidad. Toda mujer, y sobre todo la mujer del pueblo,
que está expuesta a más luchas y peligros, debe tener fuerza
de voluntad y firmeza de carácter. Una educación que no
despierta estas facultades falla en sus objetivos”. A la lógica
de la preservación para el matrimonio, debe, pues, sucederle
la de la preparación para la vida familiar: desarrollar la
formación doméstica; permitir a la muchacha, a la viuda y,
ocasionalmente, a la esposa tener acceso directo a un trabajo
remunerador; crear carreras específicas para mujeres, orien­
tadas a prepararlas positivamente para la vida familiar; evitar
que las obreras caigan en la prostitución; y, por último,
reducir la rivalidad entre hombres y mujeres inscribiendo las
carreras sociales femeninas como una prolongación de sus
actividades domésticas.
La eficacia de esta estrategia familiarista radica, sin duda
alguna, en el hecho de que articula las trayectorias masculi­
nas y femeninas, y ataca progresivamente la antigua situa­
ción en que, según la expresión de Gemahling, la mujer era
una competencia para le hombre, y el niño para la mujer, y el
resultado de todo ello es la desmoralización de la familia. El
acceso de las mujeres al mercado del trabajo no se frenó, pero
2:! Tixerant, Le féminisme a l’époque de 1848, 1908.
se reacomodó en función de un plan que introdujo en la
carrera femenina el principio de una promoción que pasaba
por la adquisición de una competencia doméstica. El trabajo
industrial de las jóvenes, de las mujeres solteras, de las
esposas pobres, es reconocido como una necesidad ocasional,
pero no como un destino normal. Si el hombre logra mejorar
su situación a través de la estabilidad y el mérito profesional,
ella podrá permanecer en la casa y desplegar allí las compe­
tencias que la conviertan en un verdadero hogar. Y luego,
sobre la marcha, podrá orientarse hacia profesiones adminis­
trativas, asistenciales y educativas qué sean más adecuadas
a su vocación natural. Esta flexión introducida en la carrera
femenina restituye al hombre, si no la realidad, cuando
menos la impresión de recuperar su antiguo poder patriarcal,
y le asegura la responsabilidad principal en el aprovisiona­
miento del hogar, al tiempo que ubica a la mujer en una
posición de vigilancia constante del hombre, puesto que
estará interesada en la regularidad de la vida profesional y,
por lo tanto, social de su marido, de cuya promoción depende­
rán sus'propias posibilidades.
Por consiguiente, esta estrategia de familiarización de las
capas populares en la segunda mitad del siglo xix se apoya
principalmente en la mujer y le adjunta cierta cantidad de
instrumentos y aliados: la instrucción primaria, la enseñan­
za de la higiene doméstica, la institución de jardines obreros,
de descanso dominical (reposo familiar por oposición al del
lunes, tradicionalmente ocupado en borracheras). Sin em­
bargo, el instrumento principal con el que ella cuenta es la
vivienda “social”. En la práctica, se hace salir a las mujeres
del convento para que saquen a los hombres del cabaret; a tal
efecto se le da un arma, la vivienda, y su manual de uso:
excluir a los extraños para que ingrese el marido y sobre todo
sus hijos.
La vivienda social, tal como surge a fines del siglo xix, una
de cuyas formas más importantes fueron las viviendas de
bajo costo (h b m [habitations á bon marché], ancestros de los
h l m [habitations á loyer modére]) es el resultado de las
numerosas observaciones efectuadas sobre la clase obrera a
lo largo de ese siglo, el resultado asimismo de experimentos
e intercambios internacionales (las exposiciones universa­
les, a partir del Segundo Imperio, dedican parte de sus
actividades a esta cuestión). Progresivamente se define la
puesta en marcha de un doble objetivo.
En primer lugar, la vivienda debe lograr un desarrollo
entre la fórmula de la guarida y la del cuartel. La guarida es
el resultado de una costumbre rural y artesanal que consiste
en considerar el hábitat familiar como un escondite, un
reducto al resguardo de las miradas, donde se atesoran las
riquezas, como un animal sus presas, hasta convertirla en
una pequeña fortaleza donde es posible ocultarse durante el
día para salir por la noche. Esta imagen del hábitat popular
que obsesiona a los higienistas no es, por cierto, producto de
una concepción primitiva de la existencia: más allá de los
' problemas de calefacción y seguridad, la exigüidad de las
aberturas en las casas populares estaba vinculada con una
costumbre heredada del Antiguo Régimen que consistía en
calcular el impuesto sobre la cantidad de puertas y ventanas.
Por lo demás, este amontonamiento solía corresponder al uso
profesional; los famosos sótanos de Lille, célebres por su
insalubridad, estaban ocupados por familias obreras que
hallaban en esa humedad las mejores condiciones para la
conservación de sus materiales. Al iuchar contra la insalubri­
dad de esos tugurios y sótanos, los higienistas también lucha­
ban contra una concepción del hábitat como refugio, como
lugar de defensa y autonomía. Según ellos, había que susti­
tuir la fuerza autárquica por la fuerza de trabajo, hacer de la
vivienda un espacio sanitario y ya no un espacio “militar”,
erradicar cuanto tuviera de propicio para ocultar alianzas y
turbias fusiones. Y, a tal efecto, se tuvieron en cuenta los
detalles más pequeños. Por ejemplo, esa sospechosa costum­
bre de sobrecargar el interior de las moradas con grabados
equívocos. “Debemos ser severos y proscribir sin piedad los
excesos en la decoración, las imágenes obscenas o degradan­
tes, y reemplazarlas por flores alrededor de la casa.”24 La
fórmula del cuartel presenta peligros equivalentes, en la
medida en que reúne gran cantidad de individuos bajo un
régimen uniforme en el que la copresencia de solteros y
familias genera una mengua de la moralidad y sobre todo la
imposibilidad de aplicar reglamentaciones. Y los responsa­
bles del orden creen ver en esos gigantescos conglomerados
una incitación a la revuelta. La solución consiste en otorgar
viviendas en función de ciertas condiciones de admisibilidad
que garanticen la moralidad de los habitantes bajo pena de
desalojo. Las ciudades que se construyen a partir de 1850, las
2,1Ch. Filiar y Gosselet, Catéchismed’h ygiéneál’usagedesenfants, Lille,
1850.
ciudades Napoleón de París y de Lille, las ciudades de Mui-
house, marco de experiencias de punta en materia de patro­
nato paternalista y filantrópico, responden a esa exigencia.
Taillefer, el médico de la ciudad Napoleón de París, anuncia
que esta última habría de ser “la tumba de la revuelta”, y para
apoyar sus afirmaciones refiere el comportamiento de los
miembros de “su” ciudad durante los acontecimientos del 2 de
diciembre, en el momento en que los insurrectos intentaron
arengarlos: “Tras algunas palabras amistosas sobre mi perso­
na, se retiraron a sus respectivo hogares y los perturbadores
se vieron obligados a volver sobre sus pasos”.25 El apego del
obrero al orden público está garantizado por su deseo de
conservar la vivienda y, si llegara a faltar, su mujer se hará
cargo de todo, tal como relata Reybaud respecto de los obreros
de la fábrica Cunin-Gridaine en Sedan, donde se había instau­
rado la costumbre de que “la mujer viniera a pedir gracia para
las debilidades del marido”.
Las investigaciones sobre la disposición interna de la vivien­
da apuntan explícitamente a favorecer esa función de vigi­
lancia recíproca. De ahí la elaboración de un décimo objetivo:
concebir una vivienda lo bastante pequeña como para que
ningún "extraño” pueda vivir allí, pero asimismo lo bastante
grande para que los padres puedan disponer de un lugar
separado de los niños, para que tengan la facultad de vigilar­
los en sus ocupaciones sin ser observados por ellos en sus
propios retozos. La práctica que consistía en tomar a uno o
varios “huéspedes” era muy frecuente en las capas populares:
ligada a la antigua organización familiar de la producción, en
la que se albergaba a los aprendices y algunas veces a los
compañeros; ligada asimismo al alto precio de los alquileres,
esta costumbre hacía del espacio familiar simultáneamente
un espacio social y un lugar de paso dentro los circuitos de
recorrido, más que un enclave de vigilancia y de paz a los ojos
de los observadores como Blanqui y Reybaud.26El arquitecto
25 A. Taillefer, Des cites ouvricres et de leur nécessité comme hygiéne et
tranquilité publique, 1850..
MEncargado por ja Academia de Ciencias Morales y Políticas de elaborar
un informe sobre Jj’É tat des cíasses ouvriéres aprés le formidable mouvement
révolutionnaire de 1848, Blanqui refiere que en las regiones donde la indus­
trialización está menos avanzada, ahí donde el taller aún no cedió su lugar a
1a manufactura, la insalubridad y la indisciplina son mayores; el “pauperismo
y las utopías conforman una excelente pareja”, y los niños vagabundos son
presas de los agitadores. Apunta en particular a los textiles de la seda de Lyon.
Reybaud retomará esta afirmación quince años más tarde.
HarouRomain, especializado a la vez en los edificios peniten­
ciarios y en las viviendas sociales, denuncia en esa voluntad
aparente de ahorro la causa de la falta de higiene y de la
inmoralidad de las capas populares, puesto que conduce a
concentrar en un mismo cuarto a los niños, varones y muje­
res, y a veces también a los padres.27 Para remediar esta
situación, las ciudades obreras de Mulhouse prohíben subal­
quilar y, en Bélgica, Ducpétiaux preconiza la separación de
una pieza en el interior de la vivienda con entrada indepen­
diente. Tras sacar al extraño, queda por redistribuir el
espacio familiar entre padres e hijos.
El objetivo es reducir la parte “social” de la vivienda en
provecho de los espacios íntimos de padres e hijos. El
dormitorio debe convertirse en su centro virtual, invisible
para los niños. Ese cuarto es, según Fonssagrives, “la
pequeña capital del reino pacífico de la pareja”. Para los ni­
ños, es necesario “un cuarto cerca del dormitorio de los
padres, que quitará a una vigilancia oculta aquello que
podría tener de ofensiva si fuera más evidente y le deja lo
que tiene de eficaz”. Esta separación de los sexos y de las
edades en la vivienda popular movilizará a los filántropos
durante todo el siglo, a tal punto alteraba las antiguas
formas de agregación. Podrá dar una idea cabal de esta
preocupación el siguiente fragmento de los debates del
Congrés d’hygiénepublique de Bruxelles, en 1851, sobre la
cuestión de la “distribución interior de las casas”. Ebring-
ton: “Para la moralidad y la decencia, la separación de los
sexos es indispensable. Un ministro me ha dicho: ‘Hice
todo lo que pude, pero el dormitorio común me ha vencido”’.
Ducpétiaux: “Cuando esta separación sea imposible, ¿no
podríamos contribuir poniendo a los niños en hamacas?”.
Gourlier: “Habría que separar la hamaca del resto de la
habitación por una especie de cortina. Pero apenas la de­
jarán un día y la sacarán al siguiente”. Raman de la Sagra:
“En lugar de hamacas, ¿prefieren una cama donde padres
y niños duerman juntos?”. Gourlier: “Sin esa separación,
nuestra obra está condenada. Desde su hamaca, los niños
verán a los padres. Por lo tanto, el pudor no estará prote­
gido”.
Islotes de insalubridad, piezas en un sistema de defensa,
guarida de relaciones animales, tal era la vivienda popular,
21 Harou-Romain, “Projet d’association financiére pour l’amélioration
des habitations des ouvriers de Bruxelles",Anuales de chanté, 1847 y 1848.
los amoblados de París, los sótanos de Lille, los sucuchos de
Lyon. La ecuación de la vivienda social se buscó en la solución
de tres de estos perjuicios. Acondicionar un espacio que sea
lo bastante vasto para ser higiénico, lo bastante pequeño
para que sólo pueda vivir en él la familia y distribuido de
manera tal que los padres puedan vigilar a los hijos. Se exige
de la vivienda que se convierta en una pieza complementaria de
la escuela en el control de los niños: que los elementos móviles
sean erradicados de ella, para poder así inmovilizar a los
niños. La búsqueda de la intimidad y la competencia domés­
tica propuesta a la mujer popular es el medio hallado para
hacer aceptar, para volver atractivo ese hábitat que pasa de
una fórmula ligada a la producción y a la vida social a una
concepción fundada en la separación y la vigilancia. Si el
hombre prefiere el exterior, la luz de los cabarets, si los niños
prefieren la calle, su espectáculo y sus promiscuidades, no
será sino culpa de la esposa y de la madre.
El advenimiento de la familia moderna centrada en la prima­
cía de lo educativo no es, pues, un efecto de la lenta propaga­
ción de un mismo modelo familiar a través de todas las capas
sociales, en función de su mayor o menor resistencia a la
modernidad. Hay al menos dos ramas, claramente distingui­
bles, de promoción de esa preocupación por lo educativo, y las
diferencias entre los efectos políticos que cada un a induce son
lo bastante importantes para que podamos afirmar que son si­
métricamente opuestas en su forma.
En ambas series hay en efecto de recentramiento de la
familia sobre sí misma, pero este proceso no tiene del todo el
mismo sentido en cada rama. La familia burguesa se consti­
tuyó por un estrechamiento táctico de sus miembros, que
apuntaba a reprimir o controlar a un enemigo interno, los
criados. Para lograr esta cohesión, se le asigna un plus de
poder que la eleva socialmente y le permite reingresar al
campo social con más fuerza, para ejercer allí controles y
patronazgos diversos. La alianza con el médico refuerza el
poder interno de la mujer y mediatiza el poder externo de la
familia. La familia popular, en cuanto a ella, se forja a partir
del repliegue de cada uno de sus miembros sobre todos los
demás miembros, en una relación circular de vigilancia
contra las tentaciones del exterior, el cabaret, la calle. Sus
nuevas tareas educativas se desarrollan a costa de una
pérdida su coextensividad con el campo social, un abandono
definitivo de cuanto la situaba en un campo de fuerzas
exteriores. Así aislada, en adelante queda expuesta a la
vigilancia de sus desvíos.
Aún más significativa es la diferencia de posiciones tácti­
cas en que se encuentran la mujer burguesa y la mujer
popular. Gracias a la revalorización de las tareas educativas,
una nueva continuidad se establece, para la mujer burguesa,
entre sus actividades familiares y sus actividades sociales.
Descubre para sí un ámbito de voluntariado, se abré aun nue­
vo campo profesional a través de la propagación de las nuevas
normas asistenciales y educativas. Puede ser, a la vez,
soporte de una transmisión del patrimonio en el interior de
la familia e instrumento de una proyección cultural en el
exterior. La mujer del pueblo tiene un trabajo por naturaleza
antagónico con su estatuto de madre. Algunas veces lo hace
por necesidad, pero siempre perjudica el cumplimiento de su
función de guardiana del hogar. No habrá proyección alguna
para ella: su misión es, por el contrario, velar por la retracción
; social de su marido y de sus hijos. De ella, de la regularidad
que imponga, depende la transmisión de un patrimonio que
casi siempre permanece exterior a la familia, el “patrimonio
social”, como dicen los juristas, cuya gestión escapa a la
familia y del cual el obrero no puede disponer en vida, puesto
que no lo obtiene sino de su propio deterioro y muerte. “Mien­
tras que la transmisión del patrimonio de la familia burguesa
se hace por testamento o ab intestat, en el caso del patrimonio
de la familia obrera ya no se trata de transmisión por
testamento; en cuanto a la sucesión ab intestat, ya no se
reglamenta de manera uniforme, sino que depende de las
leyes y de los reglamentos adoptados por las diversas insti­
tuciones cuyo objetivo es la creación de ese patrimonio para
el obrero. Tal como acabamos de decir, la cuestión de la
libertad de testar no se plantea aquí, porque las diversas
instituciones de previsión no se proponen formar un patrimo­
nio del que el obrero pueda gozar por testamento según su
voluntad, sino de proteger a su familia, que, sin la ayuda de
dichas instituciones, sería una familia desclasada, a cargo de
la Asistencia Pública. Por último, mientras que, en la familia
burguesa, el heredero continúa la personalidad del difunto,
recibe todos sus bienes y a la vez carga con todas sus deudas,
en la familia obrera la persona del heredero es plenamente
independiente de la personalidad del difunto, todos sus
derechos se reducen a percibir una suma fija determinada
como adelanto y de ningún modo es responsable de sus
deudas.”28
¿La infancia? En el primer caso, la solicitud de que es
objeto adquiere la forma de una liberación protegida, una
sustracción a los temores e imposiciones comunes. En torno
del niño, la familia burguesa traza un cordón sanitario que
delimita su campo de desarrollo: en el interior de ese períme­
tro, el desarrollo de su cuerpo y de su espíritu será alentado
poniendo a su disposición todos los aportes de la psicopeda-
gogía, y controlado por una discreta vigilancia. En el otro
caso, sería más justo definir el modelo pedagógico como el
modelo de la libertad vigilada. El problema aquí no es tanto
el peso de vetustas imposiciones como el exceso de libertad y el
abandono en la calle, y las técnicas ímplementadas consisten
en limitar esa libertad, en hacer refluir al niño hacia espacios
de mayor vigilancia, t^les como la escuela o la vivienda
familiar.

P. Aivarez, De l’influence de lapolitique, de l'économie et du social sur


lafamille, 1899.
3. EL GOBIERNO
POR LA FAMILIA

I ntroducción
Bajo el Antiguo Régimen, la familia era a la vez sujeto y objeto
de gobierno. Sujeto, por la distribución interna de sus pode­
res: la mujer, los niños y las personas asociadas (parientes,
criados, aprendices) obedecen al jefe de familia. Objeto, en el
sentido de que el jefe de familia está incluido a su vez en
relaciones de dependencia. A través de él, la familia se
inscribe en grupos de pertenencia que pueden ser redes de
solidaridad, como las corporaciones y las comunidades aldea­
nas, o bloques de dependencia, de tipo feudal o religioso, o
muy a menudo ambas cosas a la vez. La familia constituye,
pues, un plexo de relaciones de dependencia indisociable-
mente privadas y públicas, un eslabón en las series sociales
que organizan a los individuos en torno a la posesión de un
estado (a la vez oficio, privilegio y estatus) conferido y reco­
nocido por conjuntos sociales más vastos. Por consiguiente,
es la organización política más pequeña que pueda haber.
Inserta directamente en las relaciones sociales de dependen­
cia, se ve globalmente afectada por el sistema de obligacio­
nes, honores, favores y disfavores que agitan las relaciones
sociales. Partícipe involuntaria, también participa en forma
activa en ese juego versátil de los vínculos, de los bienes y de
las acciones mediante las estrategias de alianzas matrimo­
niales y las obediencias clientelísticas que mantienen a la
sociedad en una suerte de guerra civil permanente, de cuya
increíble importancia da cuenta el recurso a lo judicial.
Esta inscripción directa de la familia de Antiguo Régimen
en el campo político tiene dos consecuencias en cuanto al
ejercicio del poder social. Con relación a los aparatos centra­
les, el jefe de la familia responde por sus miembros. A cambio
de la protección y el reconocimiento del estado de que goza, de­
be garantizar la fidelidad al orden público de aquellos que
forman parte de la familia; también debe proporcionar una
renta en forma de impuesto, trabajo (servicios) y hombres
(milicia). De tal modo, la no-pertenencia a una familia, por lo
tanto la falta deparante sociopólítico, plantea un problema de
orden público. Ese sería el registro de la gente sin credo, sin
casa ni hogar, mendigos y vagabundos, que, al no tener
amarra alguna en el barco social, perturban este sistema de
protecciones y obligaciones. Nadie cubre sus necesidades,
pero tampoco nadie los retiene en los límites del orden.
Dependen de la caridad, de la limosna, ese don que honra a
quien lo da porque lo hace sin esperanza de recibir nada
a cambio, pero que integra a quien lo recibe y ayuda a
mantener a esa población flotante. En su defecto, dependen
de la administración pública, que los retiene en hospitales
generales o lugares de encierro con el único objetivo de de­
jarlos socialmente fuera de circulación, para poner fin al
escándalo que entraña el espectáculo y el comportamiento de
esos elementos no controlados. Como contrapartida de esa
responsabilidad respecto de las instancias que lo comprome­
ten, eljefe de familia tenía un podermás o menos discrecional
sobre aquellos que lo rodeaban. Podía utilizarlos para todas
las operaciones destinadas a valorizar la importancia de su
estado, decidir la carrera de los hijos, el empleo de sus
parientes, la concertación de alianzas. Podía asimismo casti­
garlos si estos faltaban a sus obligaciones familiares, y a tal
efecto apoyarse en la autoridad pública, que le debía ayuda y
protección en su accionar. Las famosas lettres de cachet de
famille* cobran sentido en el marco de este intercambio
regulado de obligaciones y protecciones entre las instancias
públicas y la instancia familiar, pues ponen enjuego, por un
lado, la amenaza que entraña para el orden público un indi­
viduo que falta a la religión y a las buenas costumbres, y, por
otro, la amenaza que hace pesar sobre el interés familiar la
desobediencia de tal o cual de sus miembros. Las peticiones
que exigen el encierro de ciertas muchachas, cuya excesiva
picardía puede acarrear desórdenes públicos y consecuencias
!SCartas con sello del rey que imponían encarcelamiento o exilio sin juicio
[N, delaT.l.
infamantes para sus familias, obedecen a la misma lógica de
aquellas que requieren la internación de tal o cual muchacho
que se fuga con una señorita de menor rango que el suyo. Los
desórdenes de la primera pueden desacreditar a la familia,
pues probarían que no ha sido capaz de contener a sus miem­
bros dentro los límites impuestos, y por lo tanto subrayaría
la escasa fiabilidad de la familia en el cumplimiento de sus
obligaciones. La fuga del segundo también sería perjudicial
para la familia, pues destruye los cálculos matrimoniales. Se
trata, en ambos casos, de un mismo mecanismo: para asegu­
rar el orden público, el Estado se apoya directamente en la
familia sacando partido tanto de su temor al descrédito
público como de sus ambiciones privadas. Este mecanismo se
rige por un modelo de colaboración bastante sencillo; el
Estado le dice a las familias: “Si ustedes mantienen a los su­
yos en el marco de las reglas de obediencia que exigimos,
podrán darles el uso que más les convenga, y, si alguno de sus
miembros llegara a contravenir esas órdenes, les daremos el
apoyo necesario para que vuelvan al orden”.
Este mecanismo, a primera vista sin fallas, perderá vigen­
cia con el correr del siglo xviii, y el germen de un doble
conflicto habrá de surgir en el corazón mismo de esa colabo­
ración entre la administración y las familias. Por una parte,
la familia ya no contiene con la misma eficacia a sus miem­
bros a través de su mero sustento. El cerco que contenía a los
individuos en conjuntos orgánicos se abre lentamente. La
separación entre pobres “vergonzantes” (aquellos que se
abstenían de pedir ayuda públicamente por temor al desho­
nor) y mendigos suplicantes, que exhiben sus miserias y sus
heridas sin vergüenza, tiende a desaparecer y el final del
siglo xvin asiste a un fuerte incremento de la cifra de pobres
que piden ayuda. Por lo demás, los mendigos que imploran
poco a poco se convierten en peligrosos vagabundos que
deambulan por los campos y recaudan, mitad por piedad,
mitad por el chantaje de violencia (amenaza de incendio,
etc.), un impuesto que compite con el del Estado. Organiza­
dos en bandas, practican el pillaje y siembran el desorden.
Por otra parte, las víctimas de la autoridad familiar y de la
práctica de las lettres de cachet cuestionan duramente estas
prácticas. Las quejas se remontan al año 1789, y la historia
de los tribunales civiles bajo la Revolución revela que los
pedidos de indemnización por causa de internación arbitra­
ria eran tanto o más numerosos que los procedimientos
legales de reconocimiento de paternidad.1La administración
misma se endurece contra estos pedidos, cuyos fundamentos
ahora se propone verificar de manera sistemática. La cons­
trucción de hospitales generales respondía, entre otras razo­
nes, al deseo explícito de proporcionar a las familias pobres
un medio para controlar a sus miembros indisciplinados. Los
administradores no tardaron en sospechar que las familias
utilizaban estos recintos para librarse de sus bocas inútiles,
sus tullidos, antes que para dar una saludable y momentánea
lección a los indomables del orden social.
Estas dos líneas de deconstrucción del antiguo gobierno de
las familias convergen en la toma de la Bastilla. Llevado
adelante por gente del pueblo y por indigentes de París, es
decir, por aquellos a quienes ya ningún vínculo socio-familiar
contiene, alimenta o mantiene, este acontecimiento es la
culminación de una sorda interpelación que conmina al
Estado a hacerse cargo de los ciudadanos y a convertirse en
la instancia responsable‘de la satisfacción de sus necesida­
des. Constituye asimismo la destrucción simbólica por exce­
lencia de la arbitrariedad familiar y de su complicidad con la
soberanía real, puesto que ahí estaban encerrados los indivi­
duos detenidos por el procedimiento de las lettres de cachet.
Esta doble abolición dio origen a muchos sueños que, hacien­
do tabula rasa del antiguo enredo de los poderes estatales y
familiares, proyectaban un Estado que organizara la dicha de
sus ciudadanos, un Estado que dispensara asistencia, traba­
jo, educación y salud para todos, con independencia de las
pertenencias familiares condenadas al olvido. Pero también
engendró su contrapartida: la pesadilla de un Estado totali­
tario, que quizá asegurara la satisfacción de las necesidades
de todos, pero al precio de una nivelación de las fortunas y de
un encorsetamiento autoritario de la sociedad. Así pues, la
familia fue proyectada al corazón de un debate político
capital, puesto que ponía en juega la definición misma de
“Estado”. Por un lado, los socialistas, los “estatistas”, negado-
res de la familia y, por tanto, acusados de totalitarismo. Por
otro, los partidarios de una definición liberal de Estado -se-
gún la cual este dejaría a la sociedad organizarse en torno a
la propiedad privada y la familia-, y por lo tanto acusados de
conservadurismo.
Sea como fuere, el problema de la familia ha sido planteado
1Cf. J. Douarché, Les tribunaux ciuils á París sous la Révolution, 2 vol.,
1905-1907.
tradicionalmente en términos de un maniqueísmo tranquili­
zador, que oponía los defensores del orden establecido y de la
familia a los revolucionarios colectivistas. Ahora bien, lo
menos que puede decirse es que este esquema no sirve para
comprender el estado actual de la familia, y aun menos la
naturaleza del apego que los individuos de las sociedades
liberales sienten por ella. No explica por qué el sentimiento
de la familia está asociado al sentimiento de la libertad, por
qué la defensa de la familia puede emprenderse eficazmente
en nombre de la garantía de la esfera autónoma de las
personas. Si la familia actual fuera un simple agente de
repercusión del poder burgués y, por lo tanto, estuviera
totalmente bajo el dominio del Estado “burgués”, entonces
¿por qué los individuos, sobre todo los miembros de las clases
no dirigentes, invertirían tanto en la vida familiar? Afirmar
que lo hacen bajo los efectos de una impregnación ideológica
equivale a decir que son todos unos imbéciles, y enmascara
con mayor o menor habilidad un error de interpretación. Esto
tampoco explica por qué la familia moderna organiza sus
vínculos de una manera tan flexible, tan opuesta a la antigua
rigidez jurídica. Si para la burguesía la familia tan solo fuera
un medio para aferrarse a la defensa del orden establecido,
¿por qué habría de permitir semejante relajamiento de los
marcos jurídicos que consagran su poder? Decir que se trata
de una contradicción entre la ideología liberal y los intereses
de la burguesía implica suponer que una reforma solo puede
ser engaño o confesión, pero nunca solución positiva a un
problema.
Dicho de otro modo, el eje de la cuestión no radica tanto en
saber para qué sirve la familia en la economía liberal basada
en la propiedad privada, sino más bien en comprender por
qué funciona de ese modo, cómo ha podido constituirse en un
medio eficaz para conjurar los peligros que pesaban sobre la
definición liberal del Estado, peligros originados en la revuel­
ta de los pobres, que exigían que este se convirtiera en el prin­
cipio reorganizador de la sociedad,y también en la insurrección
de los individuos contra la arbitrariedad del poder familiar,
que amenazaba con debilitar esa frágil y decisiva muralla
erigida contra una gestión estatal y colectiva de los ciudadanos.
Por consiguiente, el problema radica en su transformación,
no en su conservación. Si sólo se hubiera tratado de preservar
a la familia contra viento y marea, contra la acometida de los
hambrientos y la revuelta de los oprimidos, su historia sería
la de la defensa pura y simple de los privilegios que ella
consagra, y su rostro el de la dominación sin maquillaje de
una clase sobre otra. Que los discursos que denuncian los
privilegios sociales y las dominaciones de clase se hayan
desolidarizado progresivamente de la crítica a la familia; que
las reivindicaciones hayan sido lentamente llevadas a apoyarse
en la defensa y mejora de las condiciones de vida familiar de
los “menos favorecidos”; que de ese modo la familia se haya
convertido a la vez en un límite para las crí-ticas al orden
establecido y en un punto de apoyo para las reivindicaciones
de una mayor igualdad social: todo ello nos invita a tratar de
pensar la familia y sus transformaciones como una forma
positiva de solución a los problemas planteados por una
definición liberal del Estado, y ya no como un elemento
negativo de resistencia al cambio social.
Ahora bien, ¿qué podía, al despuntar el siglo x tx , amenazar
una definición liberal del Estado? Dos cosas.
Por una parte, el problema del pauperismo, la escalada
discontinua de olas de indigentes que, reclamando más sub­
sidios del Estado, lo habían conminado durante el apogeo del
período revolucionario a convertirse en la instancia reorgani­
zadora del cuerpo social basándose en el derecho de los
pobres a la asistencia, al trabajo y a la educación.
Por otra parte, la aparición en el cuerpo social de fracturas
tan profundas en materia de condiciones de vida y costumbres
que podían engendrar conflictos gravísimos y pasibles de
poner en tela de juicio el principio mismo de una spciedad
liberal. El enfrentamiento entre una minoría burguesa civili­
zada y un pueblo bárbaro, que en vez de habitar la ciudad la
invade, hacía planear sobre ella la amenaza de su destrucción.
En los concursos propuestos por las Academias, durante la
primera mitad del siglo xix, es decir, en una época en que el
papel de las academias y de las sociedades científicas en la
vida intelectual era mayor que el de las universidades, y más
estrechas sus conexiones con la vida política, pues desempe­
ñaban un papel de consejeras y de inspiradoras declaradas
del gobierno en las investigaciones sobre la clase obrera,
investigaciones que a menudo eran encargadas por dichas
academias, las mismas dos preguntas vuelven, como un
leitmotiv: 1. ¿Cómo se puede resolver la cuestión del paupe­
rismo y la indigencia conjurando a un mismo tiempo el
peligro que entrañan los discursos que ven en el incremento
de las prerrogativas del Estado la única solución a dicho
problema, a expensas del libre juego económico (Malthus,
Gérando, Villermé)? 2. ¿Cómo reorganizar disciplinariamen­
te a las clases trabajadoras ahora que los antiguos vínculos
de comensalía y vasallaje ya no las amarran al orden social,
pese a subsistir en ciertos casos bajo formas que pueden
constituir puntos de resistencia al orden nuevo (las corpora­
ciones, los obreros de la seda de Lyon, etc.), y, en otros,
desaparecer en provecho de unairresponsabilización total de
la población reinante, y del nacimiento de las ciudades
industriales (De la Farelle, Frégier, Cherbulliez)?
El problema es tanto más delicado cuanto que no puede
resolverse como se lo hacía bajo el Antiguo Régimen, es decir,
con mera represión, puesto que la economía liberal requiere
la puesta en marcha de procedimientos de conservación y
formación de la población. En el siglo xvm, la promoción de
esos servicios colectivos tan necesarios iba a la par, en el
discurso de las Luces, en el discurso prerrevolucionario, de
un cuestionamiento del orden político. Una vez eliminada la
traba del antiguo poder de soberanía, se rompe la alianza
; entre clases populares y clases burguesas, puesto que el
interés político de las primeras era mantener el nexo entre
" reorganización del Estado y desarrollo de los servicios colec­
tivos, entre dicha y revolución, mientras que el interés de las
segundas era evidentemente su disociación, único modo de
mantener las posiciones conquistadas, así como el margen de
juego necesario para la economía liberal. Tanto es así que las
dos preguntas más importantes que mencionamos pueden
resumirse en una sola: ¿cómo asegurar el desarrollo de
prácticas de conservación y formación de la población si, por
un lado, se las desvincula de toda adscripción directamente
política y, por otro, se les adjudica una misión de dominio,
pacificación e integración social?
Respuesta: mediante la filantropía. Filantropía que no
debe entenderse como una fórmula ingenuamente apolítica
de intervención privada en la esfera de los problemas deno­
minados “sociales”, sino que debe ser considerada como una
estrategia deliberadamente despolitizante frente ala instau­
ración de los servicios colectivos, destinada a procurarle una
posición neurálgica equidistante de la iniciativa privada y de
la iniciativa estatal. Si se consideran los hogares en torno a
los cuales habría de organizarse la actividad filantrópica en
el siglo xix, se constatará que todos ellos se caracterizan por
buscar una distancia calculada entre las funciones del Esta*
do liberal y la difusión de las técnicas de bienestar y gestión
de la población.
Por una parte, existe un polo asistencial que, basado en esa
definición liberal del Estado, remite a la esfera privada las
demandas que recibe en materia de derecho al trabajo y a la
asistencia. Por lo tanto, se trata de un polo que utiliza al
Estado como medio formal para hacer circular una serie de
consejos y pautas de comportamiento, para convertir una
cuestión de derecho político en una cuestión de moralidad
económica; todo lo cual podría formularse de la siguiente
manera: puesto que no hay jerarquía social en materia de
derecho, puesto que el Estado ha dejado de ser la cima de la
pirámide de opresión feudal, puesto que con relación a él
todos somos formalmente iguales, ya no hace falta reclamar
derecho alguno a ser asistidos por el Estado, pero tampoco
existen motivos para rechazar nuestros consejos, puesto que
ya no son órdenes. Antes que un derecho a una asistencia del
Estado, cuyo papel así acrecentado vendría a perturbar el
juego de esta sociedad liberada de las trabas de las que supo
ser la piedra angular, les daremos los medios para que sean
autónomos a través de la enseñanza de las virtudes del
ahorro y, por nuestra parte, nos reservamos el derecho a
sancionar mediante una tutela puntillosa los pedidos de
ayuda que eventualmente ustedes puedan seguir haciendo,
puesto que constituirían un indicio flagrante de falta de
moralidad.
Por otra parte, existe un polo médico-higienista, cuyo
objetivo no es limitar una demanda inflacionaria del papel
del Estado; por el contrario, se propone utilizarla como
instrumento directo, como medio material para conjurar los
riesgos de destrucción de la sociedad, causados por el menos­
cabo físico y moral de la población y originados en la aparición
de luchas y conflictos que sellarían la libre organización de
las relaciones sociales con el hierro de una violencia política
capaz de aniquilar aquello que el Estado debe garantizar,
dado que esa es su sola misión. “La tendencia médica es la
contrapartida necesaria de la tendencia industrial, pues la
influencia que esta última debió de ejercer en la salubridad
está fuera de duda, en el sentido de que multiplicó la cantidad
de peligros a los cuales las poblaciones manufactureras están
expuestas, en mayor medida que las poblaciones agrícolas.
Sea como fuere, si las causas de la insalubridad se multipli­
caron con el desarrollo de las artes de la industria, debemos
:convenir en que el estudio perfeccionado de las ciencias que
dieron origen a esas causas ofrece, para prevenirlas y comba­
tirlas, medios que en el pasado se desconocían: es la lanza de
^Aquiles que cura las heri das que produce.’:2Este texto progra­
mático del movimiento de los filántropos higienistas explícita
el sentido que le dan a su acción: su función es inspirar
intervenciones estatales ahí, y sólo ahí, donde la liberaliza-
íción de la sociedad económica corre el riesgo de convertirse en
su contrario. El conjunto de las medidas relativas a la higiene
pública y privada, a la educación y a la protección de los
individuos, ante todo entrará en vigor en el nivel de los
problemas que pueda plantearle a la economía la gestión
ampliada de la población que emplea; problemas de conser­
vación pero también de integración, y a partir de ahí, se
proyectarán y harán de la esfera industrial el punto de
aplicación y sostén de una civilización de las buenas costum­
bres, de una integración de los ciudadanos. Con ese espíritu
de preservación de la sociedad liberal a través de la adapta­
ción positiva de los individuos a su régimen, y sólo con esa
intención, los higienistas habrían de incitar al Estado a
intervenir a través de la norma en la esfera del derecho
privado.
Este será, pues, el tema a partir del cual podrá imponerse
el necesario desarrollo de los servicios colectivos sin menos­
cabar la definición liberal del Estado. Pero aún debemos
averiguar cómo ha podido funcionar. ¿Por efecto de una
imposición brutal? No, por cierto. A primera vista, puede
observarse que los dos ejes de la estrategia filantrópica
sustituyen la antigua modalidad del poder soberano por
formas de poder positivo: el consejo eficaz antes que la cari­
dad humillante, la norma preservador a antes que la represión
destructiva. Pero aún hay más. Pues si no están administra­
dos de manera arbitraria por un poder caprichoso que alterna
la limosna y el látigo, se debe a que los nuevos dispositivos
contienen medios equivalentes, constituyen el término de
úna alternativa cotidiana a una situación previa mucho peor.
Si el discurso sobre la moral del ahorro ha podido funcionar,
iio es principalmente (aun cuando ese fuera el caso en ciertas
empresas paternalistas) porque se obligara a los obreros a
depositar una parte de sus magros recursos en cajas de
ahorro, sino porque ese ahorro les daba una mayor autono-
í: - Armales d’hygiéne publique et de médecine légale, preámbulo al tomo
l, 1827.
tiiía familiar respecto de los bloques de dependencia o de las
redes de solidaridad que pese a todo subsistían. Las normas
higienistas relativas a la crianza, al trabajo y a la educación
de los niños pudieron entrar en vigor porque les brindaban -
y, correlativamente, también a sus mujeres- la po-sibilidad de
una autonomía mayor en el interior de la familia contra la
autoridadpatriarcal.
Dicho de otro modo, la fuerza de esta estrategia filantrópi­
ca radica en que proyecta sobre la familia las dos líneas de
descomposición que emanaban de ella, para acoplarlas en
una nueva síntesis adecuada para resolver los problemas del
orden político. En un sentido, a través del ahorro, la familia
se convierte en punto de apoyo para hacer refluir sobre ella
a los individuos cuyo desenfreno llevaba a interpelar al
Estado como responsable político de su subsistencia y bien­
estar. En otro sentido, se convierte en blanco, puesto que
comienzan a tomarse en cuenta las quejas que emanaban de
los individuos contra la, arbitrariedad familiar, toma en
consideración que permite convertirlos en agentes re conduc­
tores de las normas estatales en la esfera privada. De tal
modo, podremos intentar comprender la liberalización y la
valorización de la familia que habrían de desarrollarse a fines
del siglo xix, no como el triunfo de la modernidad, la mutación
profunda de las sensibilidades, sino como el resultado estra­
tégico del acoplamiento de estas dos tácticas filantrópicas.

a.La m o k a l iz a c ió n
Bajo el Antiguo Régimen existían tres tipos de asistencia a
los pobres: los hospitales generales y las cárceles para vaga­
bundos, la limosna individual para los mendigos y las compa­
ñías de caridad organizadas en torno a parroquias para los
pobres vergonzantes. Las tres son consideradas ineficaces,
tan sólo adecuadas para mantener y aun hacer proliferar la
pobreza en vez de aplacarla, :
¿Por qué? Porque todas ellas contribuyen a falsear la
percepción.
Las cárceles para vagabundos y los hospitales generales
sustraen de la mirada pública aios vagabundos y los indigen­
tes válidos, al tiempo que les ofrece un albergue que, ya
recompensa la pereza, ya los hace huir y refuerza la mendi­
cidad. Encerrar a los indigentes es una falsa solución al
problema de la pobreza, pues organizar espacios donde el
trabajo y la alimentación estén asegurados puede volverlos
¡Atractivos, promover que hacia ellos afluyan todas las perso­
gas con alguna dificultad para subvenir a sus propias nece­
sidades, y por lo tanto aflojar poco a poco los primeros
vínculos que debían contenerlos. Pero si esos espacios clausura­
dos se convierten en lugares repulsivos por su carácter represi­
vo, se vuelve imposible drenar allí a los elementos a los que sería
necesario controlar y que acaban deambulando en busca de
cualquier otra solución, de modo tal que podrían volverse aun
más peligrosos. En ambos casos, la intervención falsea el pro­
blema, aumenta artificialmente la cantidad de pobres a socorrer
¿ reduce enojosamente el campo de su acción.
F Lalimosnaindividualcaeenlamismatrampa. Pues puede
contribuir a multiplicar la cantidad de indigentes y a la vez
promover los ardides de los falsos pobres. Para beneficiarse
con las limosnas privadas, los mendigos despliegan todo un
ártificio espectacular de la pobreza: falsas discapacidades,
discursos mentirosos. Testigo de esa utilización en el siglo
xvii son esos niños hábilmente deformados y mutilados por
mendigos que los compraban más o menos directamente en
Ibs orfanatos anteriores a la acción de Saint-Vincent de Paul,
o bien en esa asociación de vagabundos especializados en la
cirugía teratológica que eran los comprachicos. La caridad
¡estimulada mediante tales recursos podía llegar a dar a la
persona socorrida una situación superior a la de un trabaja­
dor independiente, y, de ese modo, incitarlo a convertirse a su
vez en solicitante, a disfrazar su situación con la esperanza
de transformar su situación con esos mismos métodos. Entre
los verdaderos indigentes, aquellos que no disfrazan sus
miserias ni sus recursos, la caridad también podía tener
efectos nocivos, pues alentaba la sensación de una “funesta
seguridad”, que resultaba de la certeza de ser asistido en caso
de necesidad cuando se disponía de un protector. Y, a la in­
versa, esta inscripción de la limosna en el registro de la
súplica desalentaba a quienes quizá más la hubieran necesi­
tado, por la extensión, la sutileza, el servilismo y la astucia
que esa iniciativa requería. Todo llevaba a quienes se resig­
naban a la mendicidad a convertirla en un verdadero oficio:
la necesidad de complacer a los ricos halagando la importan­
cia de su don por la humildad ritual de la súplica, pero
también el don mismo, necesidad que podía resultar más
provechosa que muchas profesiones.
Por el contrario, la asistencia a los pobres vergonzantes
consistía en proteger a quienes tenían un oficio, un estado
“decente”, y cuyo problema era ocultar su miseria para no
desacreditarse. “Se considerará pobres vergonzantes a quie­
nes tengan cargas y empleos decentes, y que hayan tenido o
sigan teniendo en la actualidad un negocio en calidad de
comerciantes o de artesanos de algún cuerpo de oficio, y
aquellos que puedan tener una vergüenza razonable de
exhibir públicamente sus necesidades a causa de su profe­
sión o de su nacimiento”.3 Los miembros de esas compañías
de caridad son burgueses, comerciantes, patrones que, en el
acotado marco de la parroquia, brindan ayuda a aquellos que
pertenecen a ese territorio por un estado y que, por ende,
están atrapados en los vínculos de obligación. Están exclui­
dos de hecho quienes no frecuentan los oficios, las parejas que
viven en cuartos amoblados, los elementos demasiado móvi­
les (había que estar dofriiciliado al menos seis meses en el
mismo lugar para obtener la ayuda de la compañía), pero
también los obreros que trabajan con los disfraces de teatro,
o las personas que atienden hoteles de dudosa moralidad.
Instrumento de preservación corporativista y territorial, la
compañía de caridad también desempeña una función de
policía moral de la parroquia. Por tal motivo, un pedido de
asistencia debe estar acompañado de un certificado de confe­
sión firmado por el cura. La investigación realizada por la
compañía consistía en interrogar a los padres sobre cuestio­
nes de religión, verificar su frecuentación de los oficios, el
envío de los niños a las escuelas de caridad y al catecismo, ve­
rificar su devoción y sus costumbres entre los vecinos. En
síntesis, un examen de los signos exteriores de moralidad y;
honorabilidad que no registra las necesidades reales, una
asistencia que se moldea sobre los bloques de dependencia y
las redes de solidaridad, y no puede contener aquello que por
principio se le escapa.
El desarrollo de los problemas de asistencia con motivo de
esa percepción falseada de la pobreza que, ya le pide exhibir­
se, ya la ayuda a ocultarse, ya la alienta con ayudas públicas,
ya la remite a la caridad privada al reprimir sus manifesta­
ciones públicas, engendra para los gobiernos la obligación de
elegir a largo plazo entre una instituciónalización de la :
caridad, que consagra la ayuda como un derecho, o bien una
3 Paul Cahen, Les idees charitables au XVu et xvm siécle á París, Macó
1900.
fépresión violenta de los pobres cuando su miseria los lleva
a la insurrección. “Ha pasado el tiempo en que de algún modo
era posible dispensarse de tener en cuenta lo que sucedía en
las clases inferiores y descansar sobre el recurso de aplastar­
las en caso de necesidad cada vez que se agitaban; estas
c l a s e s ahora piensan, razonan, hablan y actúan. Así pues, es
indiscutiblemente mucho más sabio y mucho más prudente
pensar en tomar medidas legislativas, algunas destinadas a
pj'oteger las costumbres y prevenir un nuevo desarrollo de los
ab and «Tíos, y otras orientadas a dar una utilidad real a esos
seres abandonados brindándoles la capacidad de desempe­
ñar un papel activo.”4 La posibilidad y la pertinencia de una
represión de los pobres como solución a los problemas que
plantean disminuye, pues, con su entrada a la escena políti­
ca. Sin embargo, la contrapartida de la antigua actitud hacia
la pobreza, la caridad privada y pública, se volvió aun más
delicada. Si ya no se trata de reprimir la pobreza de manera
tan sistemática, ¿habrá que reconocerle al pobre, al indigen­
te, un derecho legítimo a ser socorrido por las instancias
públicas? Pero ese pasaje de la caridad facultativa a la
“caridad legal”, en palabras de Malthus, ¿no entrañaría el
riesgo de que toda pobreza fuera considerada pauperismo,

“puesto que la pobreza es ese estado en que un individuo es
incapaz de procurar por sí mismo el sustento de su familia, el
pauperismo es ese estado en que un individuo tiene la
facultad de suplir sus necesidades por un fondo público
legalmente afectado a tal fin5’?5 Procedimiento peligroso,
pues convertiría al Estado en responsable de la satisfacción
de las necesidades de los ciudadanos, en el mandatario de los
pobres frente a los ricos, en el agente de una nivelación de las
fortunas, en el destructor de ese margen de liberalismo cuya
liberación de las antiguas funciones arbitrarias tenía, por el
contrarío, la función de garantizar.
■: Todos los discursos de los economistas y de los filántropos
se distribuyen en torno a la cuestión de la asistencia plantea­
da en estos términos. Por un lado, los socialistas -con Godwin
en Inglaterra y los utopistas en Francia- que proponen la
abolición de la propiedad y de la familia en provecho de una
gestión estatal de las necesidades. Por otro, la economía
política cristiana que reúne, en la Sociedad de los Estableci­
4 E. Fodéré, Essai sur lapauureté des nations, 1825, p. 556.
5 Chahners, discípulo de Malthus, citado en Traité de la bienfaisance
publique, De Gérando, tomo i, 1839.
mientos Caritativos, fundada en el año 1828, a hombres como
Bigot de Morogues, Huernes de Pommeuse, el vizconde de
Villeneuve-Bargemont. Todos ellos partidarios de una recon­
ducción mejorada de la antigua caridad, de una restauración
de los vínculos de obediencia que en el pasado unían a ricos
y pobres. Partiendo del principio según el cual el desarrollo
de la economía, lejos de suprimir la miseria, la vuelve aun
más flagrante en muchos aspectos, ven en esa situación una
nueva oportunidad para las antiguas dependencias. “La caridad
establece relaciones y vínculos de afecto entre las clases,
instituye una jerarquía saludable y tierna, no procede de esas
reglas generales necesarias para la caridad pública, pero que
rechazan o hieren tantas miserias. No atacaremos a la
sociedad en sus principios, en las condiciones inseparables de
su existencia, no dirigiremos al trabajo o a la indigencia vanas
palabras; no los acunaremos en quiméricas ilusiones; no
queremos enrolar a los pobres y a los desdichados al servicio
de las pasiones políticas, ni explotar su miseria para hacer
revoluciones. Solo la religión tiene derecho a dirigir a los ricos
severos reproches y solemnes amenazas, porque al mismo
tiempo enseña a los pobres la ternura y la resignación.”0 Por
último, el tercer grupo, la economía social,' con Droz, de
Sismondi, el barón De Gérando, Michel Chevalier, Dunoyer,
de la Farelle, el duque de la Rochefoucauld-Liancourt, Guizot,
Villermé, Dupin, etc. Se organiza en sociedades que prolongan,
bajo apelaciones protectoras, habida cuenta del clima de la
Restauración, el antiguo espíritu filantrópico del siglo xvm:
Sociedad para la Moral Cristiana, Sociedad para la Instrucción
Elemental, etc. Para todas estas personas, el discurso de
referencia es el de Malthus, aun cuando procuren diferenciar­
se un poco de él.7 Malthus fue el primero en replicar a los
socialistas, púesto que concibe su primera obra contra la de
Godwin (De la justice politique),s pero no entona por ello la
vieja cantinela de la caridad ni pone enjuego la nostalgia por
antiguas dependencias.
Este grupo logrará filtrar sus propuestas en materia de
asistencia y, progresivamente, en el resto de los procedimien­
tos de transformación del cuerpo social. Primero lo consegui-
s Esta profesión de fe figura en el preámbulo del primer número de
Aunáiss de la charité, revista de la Sociedad de Economía Caritativa, 1844.
7T.H. Malthus, An Essay on the Principie of'Population, Londres, 1798.
8W. Godwin, An Inquiry ConcerningPolitical Justice an its Influence on
General Virtue and Happiness, Londres, 1793, 2 vol.
rá gracias a la fuerza de su argumentación. Contra los
¿economistas cristianos, que privilegian abusivamente la re­
lación entre ricos y pobres, nosotros proponemos, explica De
la Fárelle, incluir la mayor cantidad posible de ciudadanos.
Pues ¿qué son las fracciones muy ricas y muy pobres de la
sociedad sino dos minorías? ¿Acaso podemos reflexionar
sobre los fundamentos de nuestra sociedad tan sólo a partir
de estas dos categorías? Eso implicaría dejar de lado al pueblo
de pequeños propietarios rurales, de los pequeños artesanos
y comerciantes, de lejos el más numeroso y más interesante
por los esfuerzos que hace para producir y a un mismo tiempo
asegurar su independencia. A los socialistas, añade De La
: Farelle, oponemos la familia, esa instancia que desean, a
conciencia o no, destruir delegando sus poderes al Estado, en
tanto que ella es el mejor punto de apoyo para retener a los
individuos en la práctica del esfuerzo y de la voluntad de in­
dependencia.9Y todos los filántropos sugieren que fue preci­
samente el antiguo sistema de obediencias clientelísticas y
caritativas aquello que preparó el terreno para el socialismo.
Esa costumbre de contar con un protector para resolver
problemas ¿no engendra acaso esa despreocupación culpable
de la población pobre? Y, si esa protección llegara a faltarle,
¿no podría tener la impresión de que se le debe algo? ¿No
conciben, acaso, este don arbitrario y agraciado como un
derecho imperiosamente reclamado, derecho al trabajo, de­
recho a la asistencia? Oponerse al razonamiento caritativo
llegó a ser el único modo de conjurar el advenimiento de una
caridad de Estado expoli adora de las fortunas, el mejor modo,
pues, de defender el orden social.
Esta argumentación conquistará y convencerá a las clases
propietarias en la medida en que también se apoya en la pro­
moción de una nueva técnica política que concibe la necesi­
dad como un medio para ía integración social, y ya no como un
principio de insurrección. ¿Qué andaba mal en la antigua
práctica de la asistencia? Todo: la naturaleza de lo que se da
a los pobres (don material), los criterios de oportunidad (que
falseaban la percepción de la pobreza), las modalidades de
atribución (que derivan en la alternativa: represión o caridad
legal). Los filántropos proponen cambiar todo eso incitando
al ahorro, punta de lanza del nuevo dispositivo de la asisten­
cia, fortaleciendo por ese medio a la familia contra las tenta-
s De la Farelle, Du progres social, 1839, 2 vol., y Pian d’une réorgani-
satiori disciplinaire des classes lahorieuses, 1842.
ciones socialistas y estatistas, apoyándose en ella contra las
antiguas formas de solidaridad y dependencia, instrumen­
tando contra estas últimas a la familia como posibilidad de
autonomía.
Así pues, para que las ayudas sean útiles para quienes las
necesitan, y sólo para estos últimos, los filántropos se propo­
nen ante todo cambiar la naturaleza de dichas ayudas.
Aquello que se debe dar es, por principio, consejos antes que
bienes, “establecer entre esas clases comúnmente llamadas
‘inferiores’ y las clases superiores relaciones que no se limi­
ten a dar, comprar, mandar, por un lado, y recibir, vender,
obedecer, por otro. [...] Nada menos habitual que lograr
ejercer sobre los pobres influencias que no sean del orden del
temor o de la esperanza, y sin embargo esto es absolutamente
necesario. Por consiguiente, se trata de persuadirlos de que
se les está pidiendo algo que tienen total libertad de rechazar.
Esto no es fácil. El hombre del pueblo poco ilustrado interpre­
tará el pedido como una orden, y obedecerá. Si es indepen­
diente, le molestará que alguien se inmiscuya en sus asuntos
y vislumbrará una pretensión aristocrática en los consejos
que se le brindan. El consejo es el acto que marca el punto de
máxima igualdad, pues resulta a la vez del deseo de influir
por parte de aquel que lo da, y de la absoluta libertad de quien
lo recibe. Es difícil hacerle entender al hombre pobre que las
ventajas del hombre rico le dan, no un poder material, sino
una influencia moral legítima, dondequiera que falte el
ejercicio de los derechos políticos”.10 Así pues, el peligro se
halla efectivamente en las antiguas relaciones de dependen­
cia entre ricos-pobres, esa expectativa de un don o de una
orden, esa alternativa de caridad o represión; el medio es la
atribución de los derechos políticos, condición necesaria para
que las relaciones entre las clases sociales puedan pasar de
la dependencia a la “influencia legítima”.
¿Por qué dar consejos? En primer lugar, porque no les
cuesta nada a los primeros y, en segundo lugar, porque evita
que los otros contraigan malos hábitos. Desde ya, las socieda­
des filantrópicas siguen otorgando ayudas materiales, pero
lo hacen con vistas a servirse de ello como vector de su
“influencia moral legítima”. La Sociedad Filantrópica de
París ofrece su patronazgo a las sociedades de socorros
mutuos que querrán beneficiarse con su apoyo financiero, por
10 Charles Dupin, L ’ouvriere, 1828.
medio del acatamiento de cierta cantidad de reglas dictadas
por ella y relacionadas con la dirección de dichas sociedades.
Entre otras preocupaciones, la anima el afán de luchar contra
esa costumbre, propia de los contribuyentes, de consumir
bajo la forma de fiestas colectivas el resto anual de las
cotizaciones. Pues, mediante el ahorro, poco a poco podrían
prescindir de la contribución de la beneficencia privada. La
lógica del ahorro es siempre la misma: reducir las formas
orgánicas, festivas, transfamiliares de solidaridad para su­
primir el riesgo de la dependencia y el riesgo paralelo de la
insurrección.
Con eí mismo espíritu, se proponen cambiarlos criterios de
atribución de las ayudas, el orden de prioridades en función
¿fe ese afán de fortalecimiento de la autonomía familiar.
Antes el niño que el anciano, pues, “más allá de la infancia,
está la virilidad toda, mientras que la mayoría de los ancia­
nos indigentes han vivido toda su virilidad como hombres
indignos de ser socorridos más tarde”.11Antes la mujer que el
hombre, pues, a través de ella, también se ayuda al niño. A
mediados del siglo xvm, una asociación caritativa se había
formado para brindar ayuda a los padres encarcelados por no
haber podido subvenir a los gastos de alimento de sus hijos.
Los liberaban tras pagar la deuda, pero muy pronto todo
volvía a empezar. En 1787, la fundación de la Sociedad de la
Caridad Materna se propone ayudar a las madres pobres con
la condición de que se comprometan a alimentar por sí
mismas a sus hijos o, en su defecto, a alimentarlos con leche,
en caso de no poder amamantar.
En términos generales, la filantropía se distingue de la
caridad en la elección de sus objetas, por ese afán de pragma­
tismo. El consejo antes que el don, porque no cuesta nada. La
asistencia a los niños antes que a los ancianos, a las mujeres
antes que a los hombres, porque a largo plazo eso puede,
Cuando no reportar, al menos evitar un gasto futuro. La
caridad es ajena a esa inversión, pues no se enciende sino al
calor de la miseria extrema, sino a la vista de un sufrimiento
espectacular, para recibir el consuelo inmediato que le trae el
sentimiento de magnificar al donador. La ejemplaridad del
don se opone a la gratuidad del consejo, en el sentido de que
és un intercambio que supone dos polos simbólicamente
opuestos, y no abstractamente igualados. Para L. De Gui-
11 Ib iU
zart, la caridad “sin duda implica un-mayor sacrificio, pues
siempre se presenta al espíritu bajo la apariencia de seres
vivos y personificados; en cambio 3a filantropía, al considerar
desde una perspectiva más amplia los males que combate o
el bienestar que procura, no cuenta con la ayuda de las
emociones de simpatía y piedad. Un cura baja a los calabozos
y allí prodiga sus consolaciones. El filántropo se ocupa de las
cárceles con el único objeto de estudiarlas, determinar su
finalidad y hacer concurrir todos los medios que las antiguas
ciencias y las artes ofrecen para alcanzarla; y las mejoras, su
obra, lejos de cesar con él, tarde o temprano se transforman
en instituciones”.12 Entre la caridad y la filantropía se esta­
bleció durante todo el siglo xix una competencia cuya benefi­
ciaría ha sido la segunda. En 1899, los Anuales de charité son ;
rebautizados Revue philantropique. Término de un proceso?
de descalificación de la relación entre ricos y pobres en los:
antiguos términos de un intercambio simbólico: te doy mi
miseria para que puedas ■darme tu bondad; te doy mi natura­
leza, mi fuerza física para que puedas hacer gala y uso de tu
cultura, etc. Sin duda no ha sido casual que las últimas
manifestaciones del sentimiento caritativo se hayan focalizad
do, a fines del siglo xix, en los incurables, residuo en piel dé
zapa del antiguo ámbito de la miseria, del sufrimiento y del
horror. Testigo privilegiado de ese repliegue: la Obra del
Calvario, premiada en la Exposición Universal de 1900. Aquí
sólo se admiten mujeres cancerosas jóvenes, pobres, de pre­
ferencia extranjeras, con un diagnóstico de incurabilidad
garantizado y que exhiban llagas en carne vivas que requie­
ran vendas. Las “libre vendadoras”, como se autodenominan
las damas del Calvario, son necesariamente viudas que
llevan los grandes apellidos de la política, del ejército y de las
letras; a cambio de una donación, adquieren el derecho a
curar a esas enfermas en esa última “reserva” caritativa: ;
“Nuestras incurables son felices y lo proclaman”.13
Por consiguiente, puesto que se trata de dar consejos, de
brindar ayuda sólo en la medida en que permitan la penetra­
ción de esos consejos, lo esencial del desplazamiento de la
antigua caridad hacia la beneficencia filantrópica habrá de
basarse en la elaboración de nuevas modalidades de atribu-
15 L. De Guizart, Rapport sur les travaux de la Société de morale
chrétiennependant l’année 1823-1824, p. 22-23.
13 Mémoíre de t'Qíuvre des dames du Calvaire á l’E xposition universelle
de 1900.
ción de las ayudas, en la búsqueda de un procedimiento que
permita a la vez discriminar la “indigencia fáctica” de la
“verdadera pobreza1', e introducir en la asistencia la exigen­
cia de su necesaria supresión a largo plazo. El invento de esa
técnica estuvo a cargo del barón de Gérando para su Manuel
¿u visiteur du pauvre, concebido en 1820 como respuesta a
una pregunta de la Academia de Lyon: “Indicar los medios
para reconocer la verdadera indigencia y volver la limosna
útil tanto para quienes la dan como para quienes la reciben”.
“Si el consejo de visitar a los pobres antes de socorrerlos y al
socorrerlos no es nuevo en absoluto, la manera de visitarlos
correctamente aún no ha sido, que yo sepa, bien trazada ni
bien definida. Creo y sé que numerosos ejemplos nos lo
prueban cada día. Precisamente, he querido recoger, resu­
mir, poner en evidencia y hacer fructificar aquí esa experien­
cia feliz”.14 El objetivo de este examen, la novedad de su
carácter, consistiría en condicionar la atribución de las ayu­
das mediante una investigación minuciosa de las necesida­
des, a través del acceso a la vida privada del pobre. Inspección
necesaria para desenmascarar los artificios de la pobreza: tal
madre rodeada de niños pequeños pide ayuda, pero ¿acaso le
pertenecen, no los pidió prestados para la ocasión a la
verdadera madre? Tal inválido le suplica, pero ¿es real su
invalidez? Para distinguir la pobreza verdadera de la indi­
gencia ficticia, es preferible penetrar en el interior del pobre
antes que conmoverse a la vista de los harapos y el espec­
táculo de sus llagas. Allí podrán ver cómo el precio por un
remedio puede cambiarse por una buena comida. Inspección
necesaria también para la evaluación de la conveniencia de
las ayudas: un anciano los llama, les habla de su abandono,
pero ¿y su familia? ¿No puede alimentarlo? ¿No estará espe­
culando con el envilecimiento al que lo condena? ¿No estará
usted metido en esa conspiración que rompe los vínculos de
la naturaleza?
v Socorrer a las personas cuya pobreza no entraña ninguna
astucia no lo es todo. Aún resta conseguir que esas ayudas
sirvan para algo, que den origen a un enderezamiento de la
familia. Por esa razón, es necesario localizar y poner en
evidencia en todo pedido de ayuda la falta moral que la
determina más. o menos directamente: esa parte de despreo­
cupación, de pereza, de vicio que hay eñ toda miseria. Empal­
14 Barón de Gérando, Le visiteur du pauvre, 1820.
me sistemático de la moral sobre la economía que implicará
una vigilancia continua de la familia, una penetración inte­
gral y detallada de su vida. Gérando elabora un modelo de
libreta en que habrán de consignarse, por una parte, los
recursos de la familia y, por otra, el empleo que hace de ellos
según su moralidad, libreta que se asemeja bastante a los
actuales informes dé las asistentes sociales. Con relación a la
antigua caridad, la transformación es considerable. La cari­
dad consagraba la pérdida de autonomía de un individuo, o
bien lo mantenía fuera de la mendicidad en función de ciertos
criterios, tales como las manifestaciones exteriores de perte­
nencia y honorabilidad de la familia, así como su práctica
religiosa. La nueva beneficencia traza una línea divisoria en
el interior de la familia, y distingue, a partir de criterios
inherentes a su organización interna, entre la posibilidad de
autonomía mediante el ahorro y la de una asistencia asociada
con una tutela minuciosa. La autonomización de la familia
con relación a las antiguas dependencias y a las redes de
solidaridad va acompañada de un desplazamiento de la mo­
ralidad en el plano de las relaciones públicas hacia la relación
privada con lo económico. Es decir, la implementación de una
tecnología de la necesidad que hace de la familia la piedra
angular de la autonomía a partir de la alternativa siguiente:
controlar sus necesidades o ser controlado por ellas.

b. L a n o r m a l iz a c ió n

En 1848, la Academia de Ciencias Morales y Políticas encar­


ga a Adolphe Blanqui la tarea de recorrer las principales
regiones manufactureras de Francia, constatar la situación
exacta de sus clases obreras y redactar un informe para el
“restablecimiento del orden moral profundamente perturba­
do por las consecuencias del movimiento revolucionario ope­
rado a principios de año”. Al cabo de su investigación, Blanqui
adelanta “la existencia de una verdadera ley del progreso
moral de la población”. “Para situar las principales causas
que contribuyen a favorecer ese progreso, es necesario situar
la proporción adecuada entre la cantidad de habitantes y las
riquezas destinadas a alimentarlos, la mayor estabilidad del
salario, la mayor latitud acordada a la educación de los niños,
los hábitos de temperancia, de orden y economía”. Por el
contrario, ahí' donde la aglomeración de la población es
Extrema, ahí donde las viviendas son insalubres y la promis­
c u i d a d favorece el contagio del mal ejemplo, ahí donde el
trabajo es precario y los niños quedan librados a sí mismos,
prosperan “el pauperismo y las utopías”. “A menudo seduci­
dos por el alza temporal de los salarios, los obreros de los
■ ¿ampos se precipitaron a las ciudades.” Ahí, se propagan y
engendran sin consideración, hasta el día en que una crisis
produce una baja del salario, y toda esa gente queda sumida
ígh la desesperación, que suele ser el camino de la revuelta. En
las ciudades del sudeste de Francia, donde los obreros viven
en casas saludables, ninguna revuelta ha ocurrido y nunca se
encuentran “esos niños escrofulosos, desmedrados, raquíti­
cos, que deambulan en grupo, como en ciertas ciudades del
nor(.e". “La disolución de la familia y todas las miserias
comienzan en las viviendas de mala calidad”. Fue en ciuda­
des como Lyon y Saint-Etienne donde se establecieron los
verdaderos focos de las doctrinas antisociales que desnatura­
lizaron el sentido moral de las clases obreras. Ahora bien, se
trata de ciudades donde los obreros trabajan en talleres que
pertenecen a capataces sedentarios que subcontratan para
fabricantes y emplean a colegas nómades a la jornada o a la
semana. Trabajando de esa manera, el obrero leonés no goza
do un salario regular, sino de una extrema independencia
ííioral. “Dueño de su empleo del tiempo y de su voluntad,
nunca se ocupa sino de sus necesidades y conveniencias.” Esa
independencia, ese nomadismo, conduce en esas clases obre­
ras a la promiscuidad de los individuos, al fácil contagio de la
revuelta. “En Saint-Etienne, viven en grupos organizados
casi militarmente y tan disciplinados para su defensa colec­
tiva como poco organizados en el trabajo.” En Lyon, todos los
jefes de taller ofrecen su vivienda a los compañeros. Ese
hábito despreciable suele engendrar una promiscuidad fatal
para las buenas costumbres y es, como mínimo, favorable a
las malas influencias. Y resulta indispensable tener en cuen­
ta este fenómeno a la hora de explicar esos levantamientos
inesperados en los que tantas veces las poblaciones obreras
de la ciudad han tomado las plazas públicas, como si respon­
dieran a una señal común y a una consigna militar. Esta
configuración de las relaciones internas de la clase obrera
tiene consecuencias muy nefastas para la infancia. “Una vez
que llega a ser aprendiz, el niño es abandonado a su suerte,
en un período de su vida en que precisamente requiere la
vigilancia más atenta y más abnegada. Por eso existe, tanto
en Lyon como en París, una clase in te rm e d ia entre la infancia
y la virilidad, que no tiene ni la ingenuidad de la primera ni
el raciocinio de la segunda, y que por mucho tiempo habrá de
ser, si nos descuidamos, el semillero donde se recluten los
perturbadores del orden social”. Por último, si se consideran
las regiones donde convive la industria de pequeños talleres
y los manufactureros, puede constatarse que los niños son
utilizados por sus padres para preservar el estado de estos
últimos, y sometidos a condiciones de vida, alimentación y
vestimenta que conducen a su precoz decadencia, o bien,
“pese a su corta edad, son enviados cínicamente a la manu­
facturas, como sus madres”.
Sea cual fuere el aspecto bajo el cual sé considere el
problema de la clase obrera, la región que se tome en cuenta,
la cuestión clave es en todos lados la de la relación adulto-
niño. Ya sea porque se producen niños en cantidades impru­
dentes, ya sea porque se los integra a fórmulas de promiscui­
dad que dañan su moralidad y los convierten en enemigos del
orden social, ya sea porque son explotados en su trabajo por
sus propios padres, directa o indirectamente. “Mientras la
sociedad no emprenda esta reforma por la base, es decir, por
una vigilancia tenaz sobre la educación de la infancia, nues­
tras ciudades manufactureras serán eternos focos de desor­
den, inmoralidad y sedición.” El enemigo de la civilización, la
causa de peligros de enfrentamientos políticos destructores
del orden social, ¿no procede acaso, más que de la economía,
de esa autoridad arbitraria de la familia, que la autoriza a
reproducirse descuidando el porvenir de su progenitura, que
le permite mantenerlas en las redes de aparatos de solidari­
dad enemigos del progreso y que legitiman el estado de semi-
abandono en que se encuentran, así como la precoz explota­
ción de sus fuerzas? Entre el desarrollo de la industria y el del
pauperismo, las revueltas y las revoluciones, muchos -en
particular los miembros de la corriente de la Economía po­
lítica cristiana, pero también los socialistas- veían una rela­
ción de causa-efecto. Pero ¿no se trata más bien -dicen los
filántropos higienistas- de “un sofisma de concomitancia”,
según la expresión de Louis Reybaüd? Sin duda alguna, hay
abuso; el trabajo demasiado precoz y demasiado duro de
mujeres y niños, las malas condiciones de higiene pública y
privada, todo ello amenaza gravemente la salud de la pobla­
ción. Pero esos abusos pueden ser corregidos con el decreto de
normas que protejan la infancia, la salud y la educación. Y eso
en los mismos establecimientos industriales, con mayor
facilidad aun que en otras partes. La ley de 1841 sobre el
tr a b a j o infantil fue aplicada a las manufacturas, pero no fue
respetada en los pequeños talleres. ¿La disciplina
manufacturera no es acaso el mejor medio para difundir esas
n o r m a s , para instaurar esa pacificación de la población por la
mayor regularidad del salario que permite la fijación de la
población, la fácil verificación de las condiciones sanitarias, la
distribución regulada de consejos educativos? ¿El peligro no
v e n d r ía , antes que de la industria, de la población que se
r e s i s t e a nuestros esfuerzos, que se hunde en formas de vida
cada vez más bárbaras y malsanas? ¿Y en qué se funda esa
resistencia si no en las prerrogativas abusivas de la autori­
dad familiar? La filantropía asistencia! se proponía eludir
una interpelación política del Estado entronizando el papel
de la familia fortalecida y autonomizada mediante el ahorro;
la filantropía higienista elude toda interpelación política de
Jo económico al remitiría a la autoridad familiar a través de
la norma.
: ;: Ahora bien, ¿cómo difundir esa norma en el conjunto del
cuerpo social? ¿Cómo generalizar su acatamiento y conseguir
que se aprecien sus ventajas frente a esos islotes tenaces de
Antiguo Régimen? A través de la escuela, por supuesto. No
obstante, imponer en todas partes la asistencia a la escuela,
¿no es igualmente peligroso? ¿No entraña el riesgo de contra­
riar el libre juego del liberalismo, que se quiere salvaguardar
á cualquier precio? ¿No implica iniciar un proceso de destruc­
ción de la familia, sobre la cual por el contrario cuentan
apoyarse para conjurar las amenazas colectivas? De la ley
Guizot (1833) a la ley Jules Ferry (1882), la cuestión de la
escuela se discutirá en estos términos en todos los recintos
académicos y políticos. Problema teórico cuyo planteo se
sumó a las enseñanzas de Malthus y fue retomado por los fi­
lántropos higienistas contra los liberales asociados a los
tradicionalistas. El mejor ejemplo de ello es, sin duda, el
¡cruce de artículos entre G. Molinari y F. Passy tras el Con­
greso de Beneficencia de Bruselas que, por primera vez
semejante recinto, había emitido en el año 1857 en Francfort
un voto a favor de la instrucción obligatoria.15
Passy se rebela contraía enseñanza obligatoria en nombre
del carácter privado del contrato matrimonial. El niño y la
ls F. Passy y A. Molinari, De l'enseignemerU óbligatoire, 1859.
sociedad, dice, no figuran en el contrato. La familia así;
concebida tiene una responsabilidad externa para con la
sociedad, no una responsabilidad interna. Constituye una
asociación, no un contrato de servidumbre. En ese sentido,
las relaciones padres-hijos pertenecen al ámbito de la bene­
ficencia, no al de la caridad legal. Su responsabilidad es.
moral, no jurídica. La familia se gobierna a sí misma, es
responsable de los efectos sociales dé sus miembros, no de su
comportamiento privado. La situación del niño respecto del
padre es como la del pobre respecto del rico. Negarle una
educación es una falta moral, no una falta jurídica. “En el
peor de los casos, será como si en ciertos aspectos el niño
quedara librado a sí mismo. Así es con el pobre, al cual, en.
caso de imperiosa necesidad, usted le negara la ayuda que
pide, o el enfermo que, a punto de morir, lo conjura en vano
a buscar un médico que pueda salvarlo. Tienen motivos para
reprocharle su crueldád. No tienen derecho a decir que usted
atenta contra su vida.”
Para contradecir a Passy, Molinari se vio obligado a
demostrar que el deber de educación es una deuda, y por lo
tanto un fenómeno interno a las leyes de la economía, y que
esa obligación no es en absoluto un esbozo de socialismo, sino
su conjura. La obligación de brindar educación es, en efecto,
una deuda pasible de ser exigida y sancionada, no una deuda
de juego como lo da a entender Passy, pues, sin su respeto, no .
existe freno alguno a las excitaciones de los sentidos, ningún !
contrato social es posible, ninguna sociedad de mercado.
“Supongamos que, en lugar de imponerse los sacrificios
necesarios para mantener y criar a sus hijos, los padres se
comportaran como los criadores americanos con sus negritos.
Sacarán provecho de esta situación en un primer momento,
pero la sociedad lo padecerá por los sacrificios excepcionales
que se verá obligada a hacer para protegerse y para proteger-.
los, a ellos, de los maltratos de hombres que, criados como .
esclavos, nada habrán aprendido de los deberes y las obliga­
ciones que la libertad impone, o bien incluso para ayudar a
esas generaciones informes e inertes, que son los restos de las
bancarrotas y de las usuras de la paternidad. Habrá más
nacimientos que recursos disponibles para convertir a esos
niños en hombres; y, como consecuencia final, no sólo la mor­
talidad de los niños alcanzará dimensiones inauditas y ver­
gonzosas, sino que además una parte de los recursos de las
clases inferiores -empleadas en criar de manera improducti­
va y estéril seres a quienes la falta de cuidados o la aplicación
He un trabajo precoz y agotador siega antes de tiempo-, es
decir, los sobrevivientes, no recibirán sino una cultura insu­
ficiente, y así los muertos habrán de devorar la sustancia de
los vivos.”
Dicho de otro modo, o bien se considera que la procreación
va acompañada de un “adelanto de capital”, hecho por la
familia, deuda exigible, o bien se la considera como fuera de
iodo contrato social y se practica una “paternidad usurera”,
cuya consecuencia es “esa explotación abusiva y sin freno del
trabajo infantil, que lleva a nuestra sociedad a ese estado de
barbarie donde el jefe de familia delegaba el cuidado de su
propia subsistencia en los seres más débiles que se encontra­
ban bajo su dependencia”. O, peor aun, hay que sumarse a las
filas de los partidarios del torno, ese premio a la imprevisión,
ese asilo para las bancarrotas de 1a paternidad, que no es sino
él verdadero promotor del comunismo, puesto que hace res­
ponsable al Estado de la irresponsabilidad de los ciudadanos.
§¿ aquí es donde interviene Malthus. Su solución, la restric-
cíón moral que prohibía el matrimonio a quienes no tenían los
medios necesarios para asegurar la supervivencia de su
progenitura era muy seductora. Pero tenía un inconveniente,
propio de toda técnica represiva: la imposibilidad de encauzar
el altísimo porcentaje de ilegalismos, de nacimientos extra-
matrimoniales que llenan lo s tornos y los orfanatos. Sin duda
alguna, sabía -y no se privaba de decirlo- que esos hospicios,
gracias a la rápida mortalidad de sus pupilos, podían constituir
una solución de hecho al problema del pauperismo. Pero esa
solución ya no tenía mucho valor desde que los progresos de
la medicina habían producido un incremento de niños
huérfanos debido a la mejora de sus condiciones de
Supervivencia. Por lo tanto, se impone la necesidad de encontrar
otro medio, y ese medio era la escuela. Procedimiento salvador,
pue.s no impide el matrimonio, pero introduce en su seno dos
r estricciones: por un lado, no permite que los padres saquen
provecho directo del trabajo de sus hijos; por otro, representa
ílña ventaja para los contenidos de la enseñanza, las normas
de higiene y de comportamiento que propician el bienestar. A
itravés de la escuela, se podrá a la vez limitar la imprevisión
reproductiva y aumentar la previsión en la organización de la
vida, operar sobre el principal acicate de la actividad humana
que, como decía Malthus, es antes el temor ala necesidad que
la necesidad misma.
Sin embargo, si la escuela es la solución para ese cúmulo
de problemas que amenazan el orden político, ¿por qué
medios imponerla? ¿Decretar la escuela gratuita para todos?
Con eso no basta. Quedó probado en Inglaterra, durante la
primera mitad del siglo xix, cuando se construyeron esos
soberbios establecimientos para pobres, diferenciados de las
“escuelas de aventuras”-como curiosamente se llamaba alas
escuelas pagas, cuyo nivel era bastante desparejo-. Muy
pronto las familias acomodadas prefirieron mandar a sus
hijos a las escuelas para pobres, pues habían sido concebidas
según normas rigurosas y proporcionaban una enseñanza
unificada. En ese mismo período, los niños pobres abandona­
ban progresivamente esas mismas escuelas, que les estaban
destinadas, pero a las que sólo podían asistir en horario
vespertino -agotados como estaban por el trabajo en la
fábrica—y cuya enseñanza seguían con muchísima dificultad:
terminaron en las parroquiales, o en ningún lugar. En Fran­
cia, también existía una posibilidad de gratuidad educativa
para niños pobres, pero requería, según la ley Guízot, la
inscripción de sus padres en listas de indigentes; esta obliga­
ción era vivida como un trámite humillante, y llevaba a los
más pobres a solicitar los favores de los Hermanos de las
Escuelas cristianas, que no les cobraban nada, o bien direc­
tamente dejaban a sus hijos en el propio hogar. Así pues, la
gratuidad en sí misma no era una solución. ¿Había que
decretar la escuela obligatoria y única? Pero esa solución
transgredía gravemente la lógica liberal. ¿Por qué, entonces,
no invertir las tácticas? Implementar la gratuidad para
atraer a las familias imbricadas en los bloques de dependen­
cia, e imponer la obligatoriedad contra aquellos que viven al
margen, en los jirones sospechosos de las antiguas redes de
solidaridad.
Durante los dos primeros tercios del siglo xix, las escuelas
congregacionistas, en especial las de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, ocupan un lugar primordial en la ense­
ñanza. En todas partes, el papel de los maestros, que habían
nacido con la ley Guizot, queda reducido a su mínima expre­
sión debido al avance de la escuela religiosa, cuyo alumnado
pasó de 220 000 niños en 1857 a 500 000 en 1860.16Ahorabien,
¿qué motivó semejante éxito?, se preguntan los apóstoles de
la laicidad. Al importante clientelismo de que se había rodea­
16 L. A. Meunier, Lutte du principe clérical et du principe laic, 1861.
do su despliegue. Basta mencionar la movilización de nota­
bles que motiva la distribución de premios en esas escuelas.
Los soldados, la guardia nacional, los bomberos, así como la
presencia de autoridades civiles, militares y eclesiásticas,
expresan a las claras que la inscripción en esas escuelas
confiere el favor de los notables. Por lo demás, su financia-
miento está asegurado por el “partido católico”, que percibe
enormes sumas provenientes de quienes desean mantener el
tradicional dominio religioso sobre los individuos; o, mejor
dicho, restaurarlo con el fin de constituir un ejército de la
reacción, que reintegre a los pobres en el seno de la Iglesia a
través de la gratuidad de los servicios educativos que brindan
y los múltiples juegos de protección que pueden desarrollar.
Peligro político, por lo tanto. Los inconvenientes de este
despliegue congregacionista son particularmente flagrantes
en lo que respecta a la naturaleza de la enseñanza brindada
a las niñas. Cómplice del orden patriarcal, descuida su
instrucción o bien, cuando se ocupa de ella, lo hace con el
objetivo de destinarlas a sus propios fines misionarios. Peli­
grosa negligencia en el momento en que se comprende que las
normas de una vida sana, regular y disciplinada penetrarán
la vida doméstica a través de la mujer, en función de la
enseñanza que se le dispense. Por consiguiente, para llegar
a las muchachas, para difundir las normas, para destacar sus
ventajas, es necesario que la escuela pública se convierta,
gracias a su gratuidad, en una competencia de las congrega­
ciones.
En lo relativo a las antiguas redes de solidaridad, y a esa
población de parias que constituyen sus productos disloca­
dos, “esas familias que pueblan los arrabales de nuestras
grandes ciudades, las cimas de nuestras montañas, las inme­
diaciones de nuestros bosques, de nuestros puertos maríti­
mos, de las minas y de las manufacturas, esas razas enteras
de bohemios, de gitanos y egipcios, que entre nosotros han
conservado los hábitos y las costumbres de los bárbaros,
todas esas poblaciones marchitas, embrutecidas, desmorali­
zadas por la miseria o degradadas por los hábitos del vicio y
del vagabundeo”, todas esas poblaciones de amarras dema­
siado laxas, la misión social del maestro consistirá en utilizar
al niño contra la autoridad patriarcal, no para arrancarlo del
seno familiar y desorganizar un poco más a la familia, sino
para “que a través suyo penetre la civilización en el hogar”.
La irresponsabilidad en que viven, la libertad que se toman.
de abandonar, arrastrar o explotar a sus hijos, ¿no es acaso la
causa de que los hombres de esta clase incierta puedan en
todo momento "desertar los campos para dirigirse a las
ciudades, o bien dejar las pequeñas ciudades por otras más
grandes? ¿Acaso tienen motivos para preocuparse por las
consecuencias posibles de sus actos imprudentes, más allá de
sí mismos?”.17
Desde los años 1840 hasta fines delsigloxix, semultiplican
las leyes que decretan normas de protección a la infancia: ley
sobre el trabajo infantil (1840-1841), ley sobre la insalubri­
dad de las viviendas (1850),18ley sobre el contrato de apren­
dizaje (1851), sobre la vigilancia délas nodrizas (1876), sobre
la utilización de los niños por comerciantes y feriantes (1874),
sobre la escuela obligatoria (1881), etc. Si se quiere entender
el alcance estratégico de este movimiento de normalización
de la relación adulto-niño, es necesario ver que aquello a lo
que apuntaban esas medidas era de naturaleza indisociable-
mente sanitaria y políticá, y que sin duda se proponían
subsanar el estado de abandono en que podían hallarse los
niños de las clases trabajadoras, pero también pretendían
reducir la capacidad sociopolítica, la transmisión autárquica
del saber-hacer, la libertad de movimiento y agitación resul­
tantes del relajamiento de las antiguas sujeciones comuni­
tarias.
En las violentas diatribas de los filántropos contra el
vagabundeo de los niños, pueden hallarse siempre estos tres
componentes: abandono (decadencia física), apropiación (ex­
plotación), peligrosidad (Gavroche).* Tres temas que se resu­
men en el de la corrupción. Corrupción sexual: “Esos peque­
ños vagabundos que en Inglaterra son llamados arab boys se
reúnen por las noches en los arrabales de París. Lo que
sucede en las reuniones de ambos sexos, la cantidad de
groserías que intercambian durante esas horas de espera; los
vínculos que se crean, las influencias desmoralizadoras que
se ejercen en ese medio corruptor; todo eso es verdaderamen­
te alarmante. Triste espectáculo el de esos rostros de pobres
muchachas que ya ni siquiera saben ruborizarse”.19Corrup­
*Pilluelo de las calles de París, personaje de Los Miserables de Víctor
Hugo que muere en la revolución republicana de 1832 [N. dé la T,],
17 Ibíd.
18Véase Jourdan, Discussion a l’Assemblée nationale législative de la loi
de 1850 sur l'assainissement des logements, 1879.
59 Othenon d’Haussonville, Le vagabondage des enfants et les écoles
■industrielles, 1878.
ción económica: sus padres los crían a bajo costo, los mandan
mendigar y rapiñar, los alquilan a obreros inmigrantes, como
los famosos deshollinadores de Saboya, los colocan como
aprendices sin controlar su situación, para deshacerse de
ellos. Corrupción política: “Un buen día el pequeño vagabun­
do se enrolará entre los vengadores de Flaurens, o bien
participará de las orgías y de las masacres de la Comuna”.
Georges Bonjean, uno de los filántropos más activos de ese
movimiento de protección a la infancia, autor de Enfants
révoltés et parents coupables (1895), era hijo de un magistra­
do ejecutado por los Communards,
Para comprender a qué correspondía esta obsesión, puede
ser interesante leer una obra poco conocida como Les mé-
moires et aventures d’un prolétaire, de Norbert Truquin,
compendio de la existencia de uno de esos obreros vagabun­
dos, publicado en 1884, es decir, en el momento en que la
agitación de la clase filantrópica respecto del tema de la pro­
tección y del control social de la infancia alcanza su apogeo.
No es un discurso argumentativo, sino el relato de una
experiencia. El padre de Truquin era un pequeño empresario
que probó sin éxito la industria, el comercio y la agricultura.
Tras quebrar, coloca a su hijo de siete años en casa de un
miserable peinador de lana, donde el pequeño debe trabajar
diez horas por día a cambio de algo de comida y muchas
bofetadas. Cuando su patrón muere, tres años después,
Truquin queda reducido a la mendicidad hasta que dos
prostitutas lo recogen, lo curan y lo utilizan como cadete.
Cuando son encarceladas, un ex soldado imperial se hace
cargo de él, y lo lleva a vendimiar en la región de Champagne.
Se enferma y va a parar al hospital, pero muy pronto lo
abandona para trabajar en la construcción de un canal, y
luego en una fábrica de ladrillos. En 1848, se encuentra en
París y participa de la revuelta. Allí se encuentra con su
padre, quien atendía una taberna entonces privada de clientela
debido a la supresión de los talleres nacionales, y lo invita a
partir para Argelia, donde, a juzgar por las promesas de los
reclutadores del gobierno, se podía seguir siendo patrón de sí
mismo. Desembarcan en el país, pero rápidamente decepciona­
do por las condiciones de la colonización, Norbert Truquin
decide volver a Francia. Allí trabaja durante algún tiempo en el
desmonte, luego en el tejido en Lyon. Se casa en esa ciudad. Con
los ahorros de su mujer, paga las primeras letras de cambio de
tres hiladoras e intenta constituir un pequeño taller. Pero la
irregularidad de los encargos, la hostilidad de los fabricantes y
de los negociantes ante sus iniciativas políticas lo llevan al borde
de la quiebra. En 1871, es detenido por haber intentado organi­
zar una defensa de la ciudad contra los prusianos. En 1872, se
embarca para la Argentina, pero allí lo esperaban sinsabores y
desengaños, y regresa a Francia para reunirse con su familia.
En 1878, vuelve a partir, esta vez con su mujer y sus hijos, pasa
de la Argentina al Paraguay, donde finalmente se instala.
Muere en ese país en 1887.
Ante semejante trayectoria, es fácil comprender por qué la
lucha filantrópica contra el abandono y la explotación infan­
til también era una lucha contra esos enclaves populares que
permitían la autonomía de los vínculos entre generaciones y,
por lo tanto, contra las consecuencias políticas de ese fenóme­
no: una población desvinculada de sus amarras territoriales
pero que a la vez conserva de sus orígenes un peso tal que
hace de ella una fuerza en movimiento, imprevisible e incon­
trolable. Por cierto, al igúal que los filántropos, Truquin
denuncia duramente los excesos que se permite una autori­
dad paterna absoluta. Cuando viaja a Argelia, su padre re­
curre a la policía para obligarlo a volver al trabajo con él. Se
subleva contra una legislación que exige que el niño subven­
ga a las necesidades del padre, en tanto que, cuando él erraba
solo y mendigaba, ningún gendarme impuso a su padre la
obligación de alimentarlo. En otra ocasión, evoca a una
anciana que obligaba a unos niños a mendigar para ella.
Ahora bien, por otra parte, están aquellos que lo acogieron:
las dos prostitutas, el viejo soldado, un artesano de la región
de Champagne. Con ellos, se revela el otro aspecto de la re­
lación adulto-niño de la época: la reciprocidad que implica la
utilización mutua, la iniciación de los niños a través de su
circulación social, la costumbre de colocarlos en otras fami­
lias. De ahí el interés del testimonio de Truquin sobre estas
especies sociales a la deriva que constituyen las poblaciones
de pequeños oficios y trabajos de temporada, sobre esas
masas que van de los campos a las fábricas y de las fábricas
a las colonias, sobre los soldados sin generales, sobre las
prostitutas sin registros. Todas esas categorías a las que su
propia libertad condena a conocer y con las cuales acaba por
vincularse. El territorio social que demarca no tiene nada de
marginal, al menos no todavía, pues se trata del antiguo
mundo del trabajo progresivamente desarticulado por los
esfuerzos que hace para resistir al avance del trabajo discipli­
nar y al orden de las manufacturas. Compresión: mujeres,
niños, aprendices, obreros, jefes, viven apretados en torno a
los oficios en los talleres domésticos. Pero también disloca­
ción: las antiguas costumbres estallan, permiten que obreros
y aprendices sean libres de morar en cuartos amoblados,
coman en tabernas, paren y retomen el trabajo cuando se les
da la gana, cambien de oficio, de ciudad, de país. Esas masas
“preindustriales” son las que llevan adelante las grandes
revueltas del siglo xix; producen la teoría popular de la
asociación, leitmotiv de Truquin. Son las mismas cuya derro­
ta quedó sellada con el aplastamiento de la Comuna.

c. E l contrato y la tutela
A fines del siglo xix, se constituye un tercer polo filantrópico,
en el que confluyen los dos primeros en cuanto a la cuestión
de la infancia, por la reunión en un mismo objetivo de aquello
que puede amenazarla (infancia en peligro) y aquello que
puede volverla amenazante (infancia peligrosa). Por un lado,
están las sociedades nacidas en torno a la voluntad de re­
emplazar al Estado por una iniciativa privada en materia de
gestión de niños moralmente abandonados (vagabundos),
delincuentes e insumisos a la autoridad familiar (niños in­
gresados en establecimientos como medida de castigo pater­
no). En esta rúbrica, pueden ordenarse, por ejemplo, todos los
patronatos de la infancia y de la adolescencia que se multipli­
caron durante el Segundo Imperio a partir de la ley de 1851,
mediante la cual se invitaba a la iniciativa privada a ocuparse
de los menores delincuentes en establecimientos destinados
a moralizarlos y a inculcarles sanas costumbres de trabajo.
Durante el último tercio del siglo, las sociedades más eminen­
tes serán la Sociedad por la Infancia Abandonada y Culpable,
creada por Georges Bonjean en 1879, el Patronato de la
Infancia y de la Adolescencia, fundado por Henri Rollet (el
primer juez de menores de Francia) y la Unión Francesa para
el Re scate déla Infancia, baj o la dirección de Jules Simón. Por
otro lado, a partir de 1857 se registra una proliferación de
sociedades protectoras de la infancia, que anticipan y luego
acompañan en su aplicación la ley Roussel relativa a la
vigilancia de las nodrizas, y que sobre la marcha se proponen
introducir en las familias populares modernos métodos de
crianza y educación de los niños.
Tomadas en su conjunto, estas sociedades -ya sea que
funcionen internando a los menores en establecimientos
creados por ellos, familias de su elección, o bien interviniendo
directamente en las familias- tarde o temprano se vieron
confrontadas con ese punto de resistencia infranqueable que
era la patria potestad. Imposible verificar el estado de educa­
tivo de los niños en una familia sospechosa si esta última se
oponía a ello, si negaba el acceso a ese santuario inviolable
que era el hogar. Las obras que realizan internaciones de
niños se quejan asimismo de la incómoda situación en que se
encuentran respecto de las familias, que en todo momento
pueden hacer uso de su soberanía para interrumpir la acción
educativa de los centros y convocar a sus hijos. O, peor aun,
entregarse al “odioso cálculo siguiente: esos padres que
habían considerado a sus hijos como bocas inútiles o cosas a
explotar los abandonan fácilmente en sociedades que acepta­
ban encargarse de criarlos. Pero, cuando consideraban que
ya tenían edad suficiente, los reivindicaban para explotarlos,
entregarlos al vagabundeo y a la prostitución”.20
Para complacer a estos grupos, las leyes de 1889, 1898 y
1912 fueron organizando una transferencia de soberanía de
la familia “moralmente insuficiente” al cuerpo de filántropos
notables, magistrados y médicos especializados en infancia.
La ley de 1889 decreta la inhabilitación de los “padres y las
madres cuyo alcoholismo frecuente, mala conducta notoria y
escandalosa, o malos tratos comprometan la seguridad, la
salud o la moral de sus hijos”. Arma absoluta, al punto que
rápidamente resultó difícil de manejar. Pues, en efecto, no
lograba convencer a esa gran masa de padres más incompe­
tentes que indignos, cuya debilidad o negligencia en la
vigilancia habían llevado a sus hijos al vagabundeo, pero que
insistían por “una resistencia ciega, un escrúpulo sentimen­
tal, en negar su consentimiento a las sociedades caritativas”.
De ahí la ley de 1898, que concede al juez el poder de confiar
la tutela de un hijo ya a la Asistencia Pública, ya a una
persona o sociedad caritativa, en todos los casos de “delitos o
crímenes cometidos por niños o sobre niños”. Esto modificaba
totalmente la relación que las obras de beneficencia podían
tener con las familias. Pues, por un lado, en nombre de la
vigilancia y de la prevención de los delitos cometidos sobre
niños, pudieron organizar un sistema de denuncia legítima
20 Fragmento de un folleto de la Unión para el Rescate de la Infancia,
1885.
del entorno y tener la misión de emprender su verificación.
Por otro, pudieron penetrar en las familias a través de los
delitos cometidos por niños siguiendo un procedimiento ins­
taurado a principios de los años 1890, gracias al cual
desempeñaban un papel de mediadoras entre la justicia y las
familias. Ante la amplitud del fenómeno, el Estado se vio en
dificultades, pues no sabía por cuál de estas dos opciones
inclinarse: por un lado, podían construirse símiles de cárceles
para encerrar a esos pequeños vagabundos hasta la mayoría
de edad; esto implicaba infligir a un menor, que no había
cometido otro delito que el de ser abandonado por sus padres,
una pena a menudo más dura que a delincuentes justiciables
con condena. Por consiguiente, esta opción entrañaba tanto
una contradicción interna del derecho como una perturba­
ción de esa aritmética del crimen sobre la cual se fundaba
desde el código Napoleón. Por otro lado, la opción era hacerlos
beneficiarios de una verdadera formación profesional. Ahora
bien, esta opción alentaba a las familias obreras a abandonar
a sus hijos con total frialdad, puesto que así se aseguraban el
beneficio de una educación que no estaban en condiciones de
dar por sí mismas. Para paliar estos inconvenientes, la
colaboración de la justicia y de las obras filantrópicas produjo
un sistema que prefiguraba la actual libertad vigilada y la
asistencia educativa de régimen abierto. Se trata de un
esquema en tres tiempos: en primer lugar, el menor es
condenado y, por lo tanto, pasa a pertenecer a la administra­
ción penitenciaria; en segundo lugar, esta última lo entrega
a una sociedad de patronazgo; que, en tercer lugar, lo devuel­
ve a su familia y ejerce sobre ella un control de la adecuada
vigilancia del menor cuya custodia ejerce. Si algo no le
agrada, puede recuperarlo para internarlo en uno de sus
propios centros, y si también ahí se rebela puede mandarlo
nuevamente a la cárcel. Así pues, la instancia central ya no
es el pesado colector de todos los miembros a la deriva de una
familia, de todos aquellos a los que no quiere ni puede
contener, sino una pieza adyacente, un tope último que
funciona como un dispositivo de remisión a la familia y de
vigilancia de esta última. Apoyándose la una en la otra, la
norma estatal y la moralización filantrópica ponen a la fa­
milia ante la obligación de retener y vigilar a sus hijos si
quiere evitar ser ella misma objeto de vigilancia y disciplina.
El beneficio de esta unión entre la norma sanitaria y la
moral económica también opera en el otro sentido de la re­
lación Estado-familia, en el sentido de que la familia desde el
Antiguo Régimen reclama el apoyo del Estado para reforzar
su autoridad sobre aquellos miembros que se le resisten. El
código Napoleón había preservado parte del antiguo poder
familiar, en el pasado organizado sobre la base del procedi­
miento de las lettres de cachet de familia. El artículo 375 del
Código Civil prevé que todo padre a quien su hijo ofrezca
“importantes motivos de descontento [...] puede pedir que sea
encarcelado durante un mes si tiene menos de dieciséis años,
y seis meses si tiene más edad”. Así pues, esta legislación
reintroduce el principio de una doble justicia, la del Estado y
la de las familias, pero las confunde prácticamente en una
misma modalidad de aplicación: la forma-cárcel. Este uso
unificado de la cárcel para una función de prevención, en el
sentido de preservación del honor familiar, y para una función
de castigo (que implicara sanción pública y ya no privada, y
deshonor de hecho para las familias) dará origen a una
progresiva descalificación del procedimiento. En el último
tercio del siglo xix, magistrados y filántropos inician una
guerra contra las medidas de corrección paterna recurriendo
a dos clases de argumentos.
Por una parte, alegan, en el caso de los hijos de buena
familia (entiéndase: hijo de familias acomodadas), ese proce­
dimiento casi no se aplica, pues el carácter deshonroso de la
cárcel, la promiscuidad con criminales y gente del pueblo que
ella implica, disuade a los padres. Prefieren la fórmula de la
internación psiquiátrica, como los allegados de Jules Valles,
que, en el año 1848, temieron por la carrera del padre tras “la
declaración de los derechos de la infancia”, que había procla­
mado en su colegio secundario. O bien tratan directamente
con los conventos o con ciertos establecimientos privados,
como la famosa Casa paterna de Mettray, construida en 1855
por Demetz. Esta última (que no debe ser confundida con la
colonia homónima, destinada a los pobres) ofrecía a las
familias acomodadas un espacio de confinamiento discreto
para su progenie, donde esta podía proseguir sus estudios
gracias al concurso de profesores del colegio de Tours, en el
más estricto anonimato (los deberes tienen código) y sin
perjuicio para su porvenir social, pues los niños incluso
podían abocarse a los deportes más nobles: esgrima, equita­
ción, natación... El director de esa casa estaba en contacto con
los directores de los colegios que le enviaban, con el consen­
timiento de las familias, a los rebeldes sobre quienes pesaba
una amenaza de expulsión. Estas casas funcionaban, pues, en
el marco de la escolaridad. Eran, a la vez, un parámetro y el
último recurso de las familias frente a la mediocridad de
resultados de sus retoños, y en ese sentido constituían antes
los ancestros de las “academias particulares” que los de la
prevención.
Quedaban, pues, las familias pobres, y era lo que más
apenaba a los magistrados: encontrarse en cierto modo bajo
las órdenes de la “población más mediocre” y tener que
conceder según su conveniencia ordenanzas de corrección
paterna. Sin duda algunos pobres “buenos” apelaban a ellos,
pero a menudo eran los mismos que a último momento se
echaban atrás por “una debilidad culpable", ante la aplica­
ción de la ordenanza. Y además estimaban que un mes de
cárcel, o incluso seis, era un tiempo demasiado breve para
erradicar malas inclinaciones muy arraigadas. Sólo queda en
pie la gente sospechosa, “aquellos que mandan internar a sus
hijos para sacárselos de encima durante un mes y así poder
hacer algún viaje o entregarse más cómodamente a fantasías
compartidas, como en el caso de los padres viudos”.21 “Tam­
bién aquellos que luchan contra sus hijos para que les
entreguen la totalidad de su paga semanal”.22 Según la ma­
yoría de las per sonas que la invocan, “la ley sobre la corrección
paterna no es sino una Bastilla democrática, aun más poblada
de abusos que la famosa Bastilla derribada el 14 de julio de
1789”.23
La toma de esa “Bastilla democrática”, la destitución del
privilegio de esa fracción “poco interesante” de las capas
populares, que se reservaban escandalosamente su uso, se
llevó adelante jurídicamente sobre la base del tema de la
igualdad del hombre, de la mujer y del niño. La madre viuda,
por ejemplo, no podía presentar una solicitud de corrección
sin la aprobación de dos parientes del marido. Considerando
la dislocación de los vínculos familiares amplios, esto impli­
caba dejarla en una situación de impotencia. Otro caso era el
de las madres divorciadas. Por lo demás, cuando un padre
quería poner a su hijo en corrección, no estaba obligado a
presentarlo ante el juez, quien debía decidir en función de las
solas afirmaciones del jefe de familia. Al extender el derecho
de corrección a la madre, se generaban los medios para dar
21 Puybaraud, Bulletin de la Société genérale des prisons, 1895.
23 H. Joly, Revue pénitentiaire, 1895.
23 Ibíd.
lugar a una controversia entre el hombre y la mujer, y por lo
tanto justificar un procedimiento de verificación que a su vez
implicaba una indagación ante el niño y el vecindario. Esto
constituía un medio para hacer recular las solicitudes abusi­
vas, puesto que el resultado podía invertirse en un procedi­
miento de destitución de la patria potestad. Y era asimismo
un medio para ampliar las posibilidades de intervención por
la multiplicidad y las contradicciones de los interlocutores.
De tal modo, las solicitudes procedentes de las familias
pueden ser remitidas a las mismas modalidades de gestión
que aquellas resultantes de la intervención correctiva sobre
las familias abandonistas. La asistencia (a los abandonados)
y la represión (de los insumisos a las familias) quedan así
reunidas en una sola y misma actividad preventiva, cuyo
instrumento está constituido por las sociedades de patronaz­
go dotadas -gracias a la norma médica y a las leyes resultan-
tes- de un margen ampliado de intervención en el seno de las
familias, y cuyos materiales, las fuentes de alimentación,
habrían de ser los miembros mismos de la familia a través de
sus solicitudes, financieras y morales, sus conflictos psicoló­
gicos o educativos, y sus carencias, denunciadas por el vecin­
dario.
En su punto de confluencia que encarna la infancia, ambas
líneas estratégicas esbozan un plan general de intercambio
de buenas maneras del que resultará la configuración de lo
que suele denominarse “lo social”.
Por un lado, el movimiento asistencial y paternalista, que
a través de la iniciativa privada había emprendido la tarea de
conjurar un abordaje estatal del problema del pauperismo,
encuentra en el decreto de normas sanitarias y educativas un
fundamento para legitimar su acción, así como la posibilidad
de librarse de ella en provecho de una gestión administrativa.
Reconocer la utilidad pública de las viviendas sociales, las
escuelas, las cajas de ahorro, las ayudas familiares, todos
esos servicios implantados por un patronato preocupado por
contener a las poblaciones pobres, se vuelve legítimo, puesto
que dichos instrumentos de moralización también constitu­
yen condiciones de salubridad. Y de ningún modo implica
emprender un proceso de estatización, contrario a una defi­
nición liberal del Estado, puesto que sólo se trata de organi­
zar aquello que ya está ahí, sin modificar en forma alguna su
finalidad. Por el contrario, esta racionalización de los produc­
tos de la filantropía apacigua la actividad productiva de un
sector de gestión cuyas variaciones y desigualdades de apro­
visionamiento perjudicaban su buen función amiento, al tiem­
po que libera al patronato de esa imagen directamente
dominadora, que resulta de sus modalidades paternalistas
de implantación. No es como si el Estado hubiera tomado la
iniciativa, asumido la responsabilidad inicial y, por lo tanto,
política de esos servicios. Al asegurar a largo plazo su racio­
nalización y su generalización, no hace sino confirmar su
función de garante del buen funcionamiento de las socieda­
des liberales. Lo social extirpa del funcionamiento de lo
económico toda responsabilidad respecto de los pobres, que
pese a todo tuvo que asumir durante el siglo xix, y de ese modo
lo libera de este último escollo.
Por otro lado, las prácticas de normalización procedentes
del Estado reciben de la filantropía económico-moral una
fórmula de intervención que permitirá la difusión de las
normas en función de dos modalidades bien articuladas.
Ahí donde no son respetadas, ahí donde van acompañadas
de pobreza y, por lo tanto, de una supuesta inmoralidad, la
anulación de la patria potestad dará lugar al establecimiento
de un procedimiento de tutelarización que conjuga los obje­
tivos sanitarios y educativos con los métodos de vigilancia
económica y moral. Se trata, por consiguiente, de un procedi­
miento de reducción de la autonomía familiar, facilitado por
la aparición a finales del siglo xix de toda una serie de puentes
y conexiones entre la Asistencia Pública, la justicia de meno­
res, la medicina y la psiquiatría. Al reunir así, bajo el tema de
la prevención, las actividades —separadas en el pasado- de
asistencia y represión, la recepción de los sin-famiíia y de los
rebeldes a la familia, se invierte la relación de connivencia
entre el Estado y la familia, de modo que esta última queda
convertida en un ámbito de intervención directa, una tierra
de misión. Al mismo tiempo, la iniciativa privada que se
había desplegado para limitar el rol del Estado ahora puede
ponerse a su servicio, gracias a su experiencia en gestión de
pobres, a fin de hacer pasar las normas por una tutela
económica o bien controlar la gestión económica de las fami­
lias pobres en nombre de esas normas que raramente respe­
taban. Doble línea cuya conjunción anuncia el carácter de
tutelarización social que habría de adquirir la gigantesca
campaña sanitaria y moral de las clases pobres lanzada a
fines del siglo xix.
Por el contrario, ahí donde la familia da pruebas de una
capacidad de autonomía económica, la difusión de las normas
puede operarse siguiendo los mismos canales por los cuales
la filantropía produjo y alentó esa autonomía, tocando las
mismas fibras sensibles. La introducción en la familia de los
nuevos comportamientos sanitarios, educativos y relacióna­
les seguirá el camino inaugurado por el ahorro. La relación
que entonces se establecerá con la familia y la escuela, entre
la familia y los organismos de consejos relaciónales será, al
igual que la que mantiene con el ahorro, una relación de
seducción. Aquí la iniciativa privada funcionará como un
medio para reforzar la autonomía de la familia y de sus
miembros en relación con el riesgo de intervención pública.
Se funda simultáneamente en el deseo de autonomía de la
familia y en el de los individuos, de modo tal que el éxito de
la primera y la realización de los segundos coinciden en un
mismo proceso de intensificación de la contractualización,
“¿Por qué no se casan?”, preguntaban incansablemente los
filántropos a los obreros que vivían en concubinato. A lo cual
estos respondían: “Devuélvannos el divorcio, y después vere­
mos”. Por muy insuficiente que fuera a la hora de asegurar el
control de los individuos, por muy inadecuada que fuera para
permitir la introducción en la familia de nuevas exigencias
sanitarias y educativas, la institución patriarcal de la familia
ofrecía una contención mínima, una base necesaria para el
mantenimiento del orden social. La supresión, durante la Res­
tauración, del derecho al divorcio promulgado por la Revolución
de 1789 correspondía a la aprehensión que generaba el hecho
de que fuera responsable, por derecho, de la disolución del
orden, cuyo relajamiento de hecho ya planteaba bastantes
problemas. Todos los filántropos coinciden, durante los dos
primeros tercios del siglo, en que la rigidez del matrimonio
constituye un arcaísmo, pero un arcaísmo necesario en la me­
dida en que la relación entre los aparatos sociales y la familia
no tiene otras bases. Por consiguiente, este arcaísmo se
conservó el tiempo necesario para que pudiera ser desvinculado
de los conjuntos sociales en los que operaba como una pieza
funcional, y reconectado sobre nuevos dispositivos, tales como
las cajas de ahorro, el aparato escolar y los mecanismos de
prevención. Así pues, la familia deja de ser el plexo de una
compleja red de relaciones de dependencias y pertenencias,
para convertirse en nexo de terminaciones nerviosas de
aparatos exteriores a ella. Estos nuevos dispositivos actúan
sobre la familia a partir de un doble juego que a mediano plazo
requiere su conversión jurídica. En una de sus vertientes, la
penetran directamente, pues, a través de la norma, se
instrumenta a los miembros de la familia contra la autoridad
patriarcal, de modo tal que en nombre de la protección
sanitaria y educativa de sus miembros se organiza la destitución
de la patria potestad, la puesta bajo tutela económico-moral de
la familia. En otra de sus vertientes, inducen la reorganización
de la vida familiar en tomo al afán de ampliar su autonomía
haciendo intervenir las normas como otras tantas ventajas
propicias a una mejor realización de dicha autonomía, y a tal
efecto se apoyan en una liberalización de las relaciones
intrafamihares. Entre la ley de divorcio (1884) y la ley sobre la
destitución de la patria potestad (1889), sólo pasaron cinco años.
Por consiguiente, todo sucede como si la liberalidad del contrato
establecido entre los cónyuges tuviera un doble, tácito y esta­
blecido con el Estado: esa libertad que preside su unión, esa
facilidad para contraería por fuera de las antiguas exigencias de
las familias y de los grupos de pertenencia, y también esa
libertad de romperla, se la concedemos en la medida en que
sepan aprovecharla para asegurar mejor su autonomía, a
través del acatamiento a las normas que garantizan la utilidad
social de los miembros de su familia; de otro modo, perderán
esa autonomía y serán nuevamente sometidos al registro de
la tutela.
Todo ello implica el pasaje de un gobierno de las familias
a un gobierno a través de la familia. La familia ya no sirve
para identificar a un interlocutor de pleno derecho de los
poderes establecidos, una potencia de la misma naturaleza
que ella. Se convierte en relevo, soporte obligado o voluntario
de los imperativos sociales, en función de un proceso que no
consistió en abolir el registro familiar, sino en exacerbar su
carácter, en operar al máximo sobre sus ventaj as e inconve­
nientes ante sus propios miembros, para conjugar en dos
clases de acoplamientos —uno negativo y el otro positivo—las
exigencias normativas y los comportamientos económico-
morales . Acoplamiento negativo: la falta de autonomía finan­
ciera, el pedido de asistencia funciona como índice de inmo­
ralidad generadora de carencias educativas y sanitarias que
justifican una tutela económica adecuada para imponer esas
normas. Pero, por otro lado, el incumplimiento de esas exi­
gencias sanitarias puede justificar una acción preventiva
cuyo medio material también será la fórmula de la tutela. En
nombre del supuesto perjuicio que alguna de estas carencias
causa a sus miembros, la familia se convierte en objeto de un
gobierno directo. Apoyándose en la defensa de los intereses
de sus miembros más frágiles (niños y mujeres), la tutela
permite una intervención estatal, correctiva y salvadora,
pero al precio de una desposesión casi total de los derechos
privados. Acoplamiento positivo: esa autonomía, que ya no
está garantizada, la familia puede pese a todo conservarla y
aumentarla. Puede conservarla utilizando su capacidad eco­
nómica, el dominio de sus necesidades para resolver en la
esfera privada de los intercambios contractuales los proble­
mas que pueden plantearse en el plano de la normalidad de
sus miembros; será, por ejemplo, lafacultad, en el caso de una
familia acomodada, de dominar a través de una psicoterapia
el problema de un menor; en una familia popular, en cambio,
sería motivo de una presión social incrementada sobre ella.
Aumentarla para que la apropiación de las normas colabore
con el éxito familiar, es decir, la posibilidad de constituir un
medio adecuado para la realización de cada individuo, resis­
tente a las crisis y a los fracasos, pero también la posibilidad
de buscar mejores combinaciones educativas y conyugales
para la libre contractualidad.
Compárense ahora los resultados de esta transformación
de las relaciones de poder entre la familia y los aparatos
sociales con los resultados que se desprenden de la reorgani­
zación interna de la familia a partir de la promoción de un
nuevo saber educativo, es decir, esa bipolaridad de la familia
popular y de la familia burguesa antes puesta en evidencia.
Se verá fácilmente cómo el mecanismo de la tutela instaura­
do afines del siglo xix puede servir para apoyar y sistematizar
el pasaje, en las capas populares, de la familia “ciánica” a la
familia reorganizada según los cánones de higiene domésti­
ca, del reflujo sobre el espacio interior, de la crianza y
vigilancia de los niños. Del mismo modo, los dispositivos de
ahorro, de promoción escolar, de consejos racionales tienen
efecto en el empalme de la familia popular moralizada y
normalizada con la familia burguesa. Entre la impotencia de
la primera y el pleno desarrollo de la segunda, tejen la trama
obsesiva de la promoción que proveerá los rasgos caracterís­
ticos de la pequeña burguesía, con su sobreinversión en la vi­
da familiar, su sentido de la economía, su fascinación por la
escuela, su búsqueda febril de todo cuanto pueda hacer de
ella un buen “ambiente”.
Entonces, ¿la familia es un agente de reproducción del
orden establecido? La fórmula convendría para el Antiguo
Régimen, donde la familia disponía de favores y obligaciones
precisamente en función de su rango en la sociedad, y donde
estaba marcada por su localización directa en los bloques de
dependencia y las redes de solidaridad. La exclusión de la
familia del campo sociopolítico y la posibilidad de anclar en
ella los mecanismos de integración social no son producto de
un encuentro fortuito entre el imperativo capitalista de
mantenimiento de la propiedad privada y una estructura
consagrada a la producción de sujeción por el complejo de
Edipo, o lo que fuera, sino el resultado estratégico de una
serie de intervenciones que ponen en juego la instancia
familiar pero no se fundan en ella. En este sentido, la familia
moderna no es tanto una institución como un mecanismo. Ese
mecanismo funciona por la disparidad de las figuras familia­
res (bipolaridad popular y burguesa), por las desnivelaciones
entre el interés individual y el interés familiar. La fuerza de
ese mecanismo reside en una arquitectónica social cuyo
principio consiste en acoplar siempre una intervención exter­
na a conflictos o diferencias de potencial en el interior de la
familia: protección de la infancia pobre que permite destruir
ala familia como foco de resistencia, alianza privilegiada del
médico y del educador con la mujer para desarrollar los
procedimientos de ahorro, de promoción escolar, etc. Los pro­
cedimientos de control social se apoyan más en la compleji­
dad de las relaciones intrafamiliares que en sus complejos,
más en su afán de promoción que en la defensa de sus
conquistas (propiedad privada, rigidez jurídica). Maravilloso
■mecanismo, pues permite responder a la marginalidad con
una desposesión casi total de los derechos privados y favore­
cer la integración positiva, la renuncia a la cuestión del
derecho público, a través de la búsqueda privada del bien­
estar.
g En última instancia, se podría decir que ese mecanismo
familiar no es eficaz sino en la medida en que la familia no
reproduce el orden establecido, y en la medida en que su
rigidez jurídica o la imposición de normas estatales no conge­
lan las esperanzas que alienta, el juego de las presiones y de
las solicitaciones internas y externas. Tan sólo a ese precio las
relaciones de dependencia pueden ser reemplazadas por
relaciones de promoción, y las redes de solidaridad sustituidas
por procedimientos de reivindicación. Todo esto convierte a la
familia en esa figura esencial de nuestras sociedades, el
correlato indispensable de una democracia parlamentaria.
Todo ello permite comprender asimismo que el problema del
siglo xx no ser á el de la defens aolasupresióndela institución
familiar, sino la resolución de las cuestiones que se plantean ;
en los dos puntos neurálgicos de la confluencia entre familia :
y sociedad: 1. ¿Cómo lograr conjurar las resistencias fami- ;
liares y los vagabundeos individuales en las capas populares
sin que la intervención necesaria genere ventajas demasiado ;
flagrantes o una represión demasiado brutal, pasibles de
reintroducir formas de dependencia o de solidaridad orgáni­
ca (el complejo tutelar)? 2. ¿Cómo compatibilizar al máximo
el principio de la autonomía familiar, sus egoísmos y sus
ambiciones singulares, con los procedimientos de socializa­
ción de sus miembros (la regulación de las imágenes)?
4. EL COMPLEJO
TUTELAR

I n t r o d u c c ió n

A de fines del siglo xix aparece una nueva serie de profesio­


nes: las asistentes sociales, los educadores especializados, los
animadores. Todos ellos se reúnen bajo una misma bandera:
el trabajo social. En la actualidad, estos oficios están en plena
expansión. Bastante marginal a principios de ese siglo, poco
a poco el trabaj ador social va tomando el lugar del maestro en
la misión civilizadora del cuerpo social, y los sondeos revelan
que también heredó su prestigio. Si bien los trabajadores
sociales aún no son tan numerosos como los maestros, sus
efectivos se incrementan a gran velocidad. En los últimos
diez años, su número llegó a duplicarse, y superaron los
ochenta mil efectivos. Sin duda alguna su unidad, su homo­
geneidad institucional, es menor que la del cuerpo de maes­
tros. No están vinculados con una sola institución, sino que
por el contrario se insertan como un apéndice en los aparatos
preexistentes: judicial, asistencial, educativo. Pese a estar
diseminados por múltiples espacios de inscripción, están
unificados gracias a su ámbito de intervención, el cual abarca
lós contornos de las clases “menos favorecidas”. En el interior
de esas capas sociales, apuntan a un objetivo privilegiado, a
saber, la patología de la infancia en su aspecto doble: la
infancia en peligro, aquella que no gozó del beneficio de todos
los cuidados de la crianza y de la educación deseables, y la
infancia peligrosa, la de la delincuencia. Toda la novedad del
trabajo social, toda su modernidad está ahí: en ese incremen­
to de la atención dedicada a los problemas de la infancia, en
él consecuente cuestionamiento de las antiguas actitudes de
represión o de caridad, y en la promoción de un cuidado
educativo sin fronteras, más orientado a la comprensión que:
a la sanción judicial, y dirigido a reemplazar la buena con-:
ciencia de la caridad por la búsqueda de técnicas eficaces.
Así es como las instituciones de reeducación dan cuenta do
su trabajo y describen las etapas de su progreso. La lectura
de las revistas especializadas, las publicaciones de los con­
tros de investigación sobre educación vigilada, poco nos dicen
del funcionamiento del trabajo social, pero en ellas puedei
descubrirse la manera en que se concibe su extensión. En;
primer término, figuran siempre las cifras sobre delincuen­
cia, las estadísticas de los delitos de menores. Sobre ese'
primer estrato, se inclina el saber criminológico, y detecta en
el pasado de los menores delincuentes, en la organización de su-
familia, los signos que tienen en común, las invariantes de;
su situación, los síntomas de sus malas acciones. A partir
de ahí, puede esbozar el retrato tipo del futuro delincuente jr
del predelincuente, ese niño que corre el riesgo de llegar a ser
peligroso. En tomo a él, habrá de instaurarse entonces una
infraestructura de prevención, destinada a desencadenar;
una acción educativa que pueda oportunamente mantenerlo
al margen del delito. Objeto de intervención, será a un mismo
tiempo, y a su vez, objeto de saber. Se estudiará minuciosa­
mente el clima familiar, el contexto social que hace que tal o
cual niño se convierta en un niño “de riesgo”. El repertorio de
esos indicios permite abarcar todas las formas de inadapta­
ción, para construir un segundo círculo de prevención. El
trabajo social parte de una voluntad de reducir el recurso a;
lo judicial y a lo penal, y se funda en un saber psiquiátrico,
sociológico y psicoanalítico orientado a anticipar el drama, el
accionar policial, y a sustituir el brazo secular de la ley por la
mano abierta del educador. Y, de etapa en etapa, este proceso
-lamentablemente frenado por la inercia de las mentalidades;
represivas, pero felizmente guiado por las luces del saber-
idealmente culminaría con una supresión de toda sanción;
estigmatizante en provecho de un examen atento de los casos
individuales. El saber disolvería el poder represivo al abrir uñ:
camino para una educación liberadora. Pero bien podría
decirse lo contrario, y muchos no se privaron de hacerlo,
incluyendo a ciertos trabajadores sociales. Este encadena­
miento de intervenciones, unas a partir de otras, hace qué
todas ellas procedan originalmente de una misma definición
judicial. En ese saber criminológico en forma de muñeca rusa,;
■sin eluda hay un modelo originario, el judicial, y todos los
:demás no son sino copias envolventes. La sustitución de lo
judicial por lo educativo también puede leerse como una
extensión de lo judicial, como el refinamiento de sus procedi­
mientos, como una ramificación infinita de sus poderes.
Entre estas dos versiones del proceso de desarrollo del
trabajo social, nos hemos acostumbrado a asistir desde hace
casi diez años a una serie de disputas resueltas con argumen­
tos bien catalogados y réplicas bien aceitadas. Debates fun­
damentales, sin duda, pero finalmente estériles, pues ¿cómo
no percibir que para producirse deben permanecer prudente-
:mente en un nivel de abstracción que les resta gran parte de
su atractivo? Si por ejemplo plantean el problema de la
familia, el rigor formal de ambas posiciones se vuelve insos­
tenible y su oposición, gratuita. ¿Cómo seguir sosteniendo
que la prevención no tiene relación alguna con el ejercicio de
un poder represivo, cuando en verdad está acreditada judi­
cialmente para penetrar en el santuario familiar, cuando
: tiene el poder de movilizar a tal efecto la fuerza policial? Pero,
.asimismo, ¿cómo denunciar la inflación de los procedimien­
tos de control y de prevención sin por ello legitimar otra
arbitrariedad, a menudo infinitamente más peligrosa: la de
la familia, que al resguardo de sus cuatro paredes puede
:maltratar a sus hijos, perjudicar gravemente su porvenir?
Para salir de estos debates académicos, no queda otra
posibilidad que la de cambiar de pregunta. Dejar de pregun­
tarse: ¿qué es el trabajo social? ¿Una estocada a la brutalidad
de las sanciones judiciales centrales, mediante intervencio­
nes locales, a través de la suavidad de las técnicas educati­
vas? ¿O bien entraña el desarrollo descontrolado de un apa­
rato estatal que, con el pretexto de prevenir, extendería su
poder sobre los ciudadanos hasta en su vida privada, y mar­
caría con un hierro discreto pero no menos estigmatizante a
menores que ni siquiera han cometido un delito? Se trata, por
el contrario, de interrogar al trabajo social en su quehacer,
considerar el régimen de sus transformaciones en su vínculo
con la designación de sus objetivos concretos; dejar de consi­
derar la relación poder-saber según una concepción mágica
que no puede imaginar entre ambos términos sino relaciones
de contaminación o desnaturalización: esas generosas cien­
cias humanas que con sus opiniones conducirían a una cuasi-
desaparición de la opresión del hombre en provecho de una
administración racional de las cosas; ese abominable poder
que desviaría los saberes en provecho propio, y anularía la
pureza de las intenciones en provecho de una dominación
ciega y extensiva. En suma, procurar comprender el efecto
socialmente decisivo del trabajo social a partir de la articula­
ción estratégica de las tres instancias que lo componen: lo
judicial, lo psiquiátrico y lo educativo.
1. ¿Cuál es el lugar de lo judicial, en el desarrollo de estas
prácticas de control social?
2. ¿Para qué sirve la psiquiatría entre la escena judicial y
las prácticas educativas?
3. ¿Qué política de la familia pone en marcha lo educativo?

a. L a escena

Introduzcámonos en la sala de un tribunal de menores. A


primera vista, no percibiremos ninguna diferencia notable
con un tribunal ordinario. Un estrado en cuyo centro preside
el juez, rodeado de sus dos asesores; luego, a su izquierda, el
procurador, y a su derecha, el escribano. Delante de ese
estrado, una serie de bancos concéntricos. En primer lugar,
el banco de los acusados, a menudo muy largo debido a la
frecuencia de las comparecencias grúpales de menores. In­
mediatamente detrás, el de los padres de los acusados; luego,
algo apartado, el de los educadores y algunos asientos para el
público. El mismo aparato, podría pensarse, pero miniaturi-
zado. Justicia “familiar”: el acceso está prohibido al público,
con excepción de aquellas personas que tienen un reconocido
interés por los problemas de la infancia, previa autorización
del juez. Por lo demás, la exigüidad de la sala genera una
relativa impresión de intimidad. Justicia de las familias: su
presencia en el lugar está prevista. En suma, un dispositivo
escénico que no difiere demasiado de aquel que suele utilizar­
se para los adultos, pero con dimensiones más reducidas en
función de la edad de quienes comparecen, y un carácter más
discreto en función de las personas interesadas. Sin embar­
go, hay que verlo en funcionamiento para descubrir detrás de
esta apariencia intangible una serie de desplazamientos
fundamentales de la práctica judicial.
X. Un desplazamiento en el contenido
de la cosa juzgada
Más que un lugar destinado a deliberaciones y juicios públi­
cos, el tribunal de menores evoca la reunión de un consejo de
administración en una empresa de producción y gestión de la
infancia inadaptada.
Desde la perspectiva del legislador, esa modulación de la
teatralidad del aparato judicial sólo estaría destinada a
disminuir la distancia que separa a los menores del juez y
facilitar el entendimiento con los padres en la toma de deci­
siones. Piadosa representación, en el nuevo lenguaje de la
concertacíón, de motivos mucho menos “democráticos”. Al
respecto, cabe remitirse a lo que decían los fundadores
mismos de los primeros tribunales de menores, Benjamín
Lindsay, que fue el primer juez de menores de Chicago en el
año 1899, y sus equivalentes franceses, Albanel y Henri
Kollet. En primer lugar, el objetivo era luchar contra la
excitación que producía en los niños el carácter público de su
comparecencia. “La falta de público tiene excelentes resulta­
dos, pues su presencia en el tribunal lleva al niño a enorgu­
llecerse del interés que suscita y a envanecerse al ver su
nombre en los periódicos”1. Contra la emoción popular que las
condenas de niños podían despertar. Contra la actitud de l.os
padres que, o bien no se presentaban para evitar que el
oprobio de una condena recayera sobre ellos, o bien venían
para arrancar al niño de las redes del aparato al precio de
patéticos relatos de miseria y sufrimientos. En suma, había
que matar al Gavroche -al niño vergüenza de la familia, al
niño orgullo del pueblo- obligando a la familia a comparecer
con él y eliminando al pueblo.2
Pero sólo al pueblo, no a las personas de bien: desde los
años 1860, una cámara del tribunal de la Seine se especializó
en los juicios de menores y, además de algunos curiosos, se
vieron llegar personas de calidad en busca de una ocasión
interesante. Cuando un niño aún no muy marcado por el vicio
estaba por ser enviado a un correccional de menores, a falta
1Henri Rollet, prefacio a Chloé Owings.Le tribunalpourenfants, 1922.
2 Sobre dicha transformación, véase: Henri Joly, L’enfance coupable,
combat contre le crime, 1892; H. Rollet, Les enfants en prison, 1892;
Bdouard Juhliet, “Tribunaux spéciaux pour enfants auxÉtats-Unis”, 1914;
E. Huguenin, Les tribunaux pour enfants, 1935; De Casabianca, Les
tribunaux pour enfants en Italíe, 1912; Albanel, Étude statisiique sur les
enfants en justice, 1897.
de una familia que reclamara por él, podía verse a una de estas
figuras respetables proponer amablemente al tribunal hacerse
cargo del niño. La instauración del moderno tribunal de
menores aún reserva cuidadosamente un lugar para estos
preciosos personajes. Más aún: lo organiza haciendo de ellos
colaboradores institucionales del juez.
En una primera etapa, aún pueden encontrarse en la sala
observadores atentos y discretos, autorizados en virtud del
poder delegado por tal ó cual organización filantrópica. Una
vez que el juez interrogó al niño y evocó todas las informacio­
nes disponibles sobre él, los miembros de las sociedades
entregan su tarjeta personal al juez en aquellos casos en que
desean quedarse con el niño. El resto es encerrado en las
casas del Estado. Este aspecto del mercado de esclavos fue
desapareciendo con motivo de la polarización del género
filantrópico en dos categorías: las instancias tutelares, pre­
sentes del otro lado del estrado, y los agentes de ejecución de
los organismos de tutela, que los reemplazan en la sala y
vienen a dar cuenta de sus mandantes.
Debemos la inscripción de notables en el aparato judicial
al fascismo musoliniano y a la legislación de Pétain. Primera
versión: los benemerito, definidos en el código musoliniano
como “ciudadanos que brindaron ayuda en materia de asis­
tencia y versados en las ciencias biológicas, psiquiátricas,
antropología criminal, o ciencias pedagógicas, animados por
el noble sentimiento del deber que constituye uno de los fun­
damentos del fascismo y del buen funcionamiento de los tri­
bunales de menores”.3 La fórmula es aplicada en Francia a
principios de los años cuarenta, y aún perdura sobre la base
de los mismos principios. Se trata de “civiles” voluntarios,
propuestos por el juez de menores al ministerio para su
habilitación. Los criterios son la honorabilidad y el interés
manifestado por los problemas de la infancia. Por ejemplo,
entre los catorce asesores del tribunal de menores de Valen-
ciennes, figuran el director de una empresa de transportes,
un agente de seguros, tres profesores de bachillerato, una ex
abogada, la esposa de un director general, un procurador, un
empresario de la construcción, el director del centro de
orientación escolar y profesional, un ingeniero, un jubilado
de la Cruz Roja, un inspector de academia, un comerciante de
:l Pierre de Cas abí anca, Guide á l’usage des rapporteurs et délégués prés
les tribunciux, 1934.
artículos deportivos. Eso en cuanto a la honorabilidad. En
cuanto al interés por los problemas de la infancia, excepto los
numerosos casos en que las profesiones mencionadas lo
requieren, lo acredita la pertenencia al consejo de adminis­
tración de tal o cual organismo público o privado encargado
de la juventud.
En la sala, los educadores: representémoslos jóvenes,
sobriamente vestidos y con barba. En tanto emanación de las
instancias tutelares en la vida de los jóvenes, los educadores
tienen que estar cerca de los menores en cuanto a la edad,
pero ser asimismo buenos conductores de la gravedad de sus
mandantes. El uso casi sistemático de la barba sirve para
introducir cierto hieratismo en esos rostros jóvenes que
todavía pueden traicionar reacciones espontáneas. Su tarea
consiste en iniciar a los jóvenes en la vida, ponerlos a tra-
: bajar, enseñarles la disciplina colectiva, inducirlos a confiar
en ios responsables. En el tribunal, dan cuenta del combate
que han librado contra ías fugas del adolescente. Ellos pue­
den ser la causa de que un menor comparezca ante el
tribunal: consecuencia de un informe de libertad vigilada,
señalamiento de una fuga, solicitud de un establecimiento de
: pasar su internación de un registro civil al registro penal,
más intimidante: ante un cliente excesivamente rebelde, un
establecimiento que dispone de él a título de “protección de la
infancia”, conforme a la ley de 1958, puede sugerir pasarlo a
la ley de 1945, ley penal relativa a la infancia delincuente; en
vez de estar en posición coercitiva respecto del niño, el
establecimiento también se convierte en la forma de escapar
a una coerción más poderosa: la cárcel. Y nunca falta un
pecadillo para operar ese desplazamiento de lo asistencial a
lo judicial. Por otra parte, el educador está ahí para informar
sobre el estado de la disponibilidad de los medios de interna­
ción e intervención sobre un niño cuando este cae por primera
vez en manos de la justicia.
Inserta en esa doble red de tutores sociales y técnicos, la
familia aparece como colonizada. Ya no hay dos instancias
enfrentadas: la familia y el aparato, sino, en torno al niño,
una serie de círculos concéntricos: el círculo familiar, el
círculo de técnicos, el círculo de tutores sociales. Resultado
paradójico de la liberalización de la familia, de la emergencia
de un derecho del niño, de un nuevo equilibrio de las relacio­
nes hombre-mujer: cuanto más se proclaman esos derechos,
más se estrecha en torno de la familia pobre la tenaza de un
poder tutelar. El patriarcalismo familiar no es destruido sino
al precio de un patriarcado de Estado. Como prueba, la
ausencia muy frecuente del padre. ¿Porque está ocupado en
su trabajo? Sin duda, pero hay más, pues, cuando está
presente, nueve de cada diez veces, se queda callado y cede la
palabra a su esposa. Da la sensación de que su presencia tan
sólo se debe a la insistencia de esta última, o bien al hábito
adquirido de plegarse a las convocatorias, pero sin duda no
con la esperanza de tener un papel. Porque, para él, no había
papel posible. Su función simbólica de autoridad há sido
acaparada por el juez; su función práctica la ha tomado el
educador. Queda la madre, cuyo papel no es asfixiado, sino
por el contrario preservado, solicitado. Con la condición de
que se sitúe en algún lugar entre la súplica y la dignidad
deferente. Es el lugar del “abogado natural” ante el poder
tutelar encarnado en los jueces. En suma, una disposición
que recuerda las más antiguas reglas patriarcales, con la sola
diferencia de que el padre ha sido reemplazado por el juez y
los parientes por los mentores sociales y técnicos. El tribunal
de menores: una forma visible del Estado-familia, de la
sociedad tutelar.
Consejo de administración “familiar” de un ámbito de la
infancia ampliado por la pérdida de los límites claros entre el
orden familiar y el orden judicial: administra al niño tanto en
el seno de su familia como en los establecimientos especiali­
zados. La aparición del tribunal de menores es correlativa de
una organización del mercado de la infancia. Las colonias
correccionales de Estado, donde la justicia internaba a los
niños delincuentes, y las “casas paternas”, donde la familia
mandaba encerrar a los menores insumisos, poco a poco son
reemplazadas por un conjunto unificado de intervenciones
que van del régimen abierto, es decir, la familia (asistencia
educativa en medio abierta), al medio cerrado, él mismo
reorganizado. La fecha de oficialización de los tribunales de
menores es 1912. En el año 1909 había estallado el escándalo
de los presidios para niños, cuyo: punto dé partida fue el
suicidio de un chico detenido en lá casa paterna de Méttay,
Tras lo cual se produjo una serie de revueltas en las colonias
penitenciarias, que, por las revelaciones a que dieron lugar,
ocasionaron persecuciones judiciales contra el personal y los
directores. Los periódicos y los grupos políticos de izquierda
llevaron adelante una campaña contra esas “casas de alqui­
ler” cuya sola utilidad era producir “almas de sublevados”
contra los calabozos, los golpes y la explotación del trabajo de
los menores. El año 1909 fue asimismo aquel en que se decidió
la creación de cursos e internados de perfeccionamiento (los
futuros imp),4 anexos de la escuela primaría obligatoria adon­
de esta podrá derivar a los inestables, a los débiles mentales,
a los perversos y a los reivindicativos. En ese mismo período,
se esbozan las formas modernas de intervención médica
sobre el medio. El antiguo mercado de la infancia estaba
organizado en torno a técnicas conventuales y militares,
conectado con la autoridad familiar y religiosa, policial y
judicial. El nuevo mercado busca sus métodos en el ámbito de
la medicina, de la psiquiatría, de la pedagogía: procura
aprovisionarse más directamente por sus propio medios, la
selección escolar, la prospección por los trabajadores socia­
les. Ahora bien, más que una lucha entre dos sistemas, lo que
se opera aquí es una verdadera metamorfosis, llevada a cabo
mediante reajustes acrobáticos, pero en última instancia sin
demasiado dolor. La familia Bonjean5 poseía numerosas
casas que habían sido escenario de esas famosas revueltas;
para evitar esos episodios, las convirtieron en pensionados
para jóvenes ciegos. La Congregación de Notre-Dame de la
Caridad del Refugio, cuyo convento Saint-Michel dirigía la
corrección paterna para muchachas desde 1825, compra un
establecimiento en Chevylle-Larue, que poco a poco llega a
ser el principal centro de observación de las menores delin­
cuentes. Está animado por eminentes psiquiatras y psicólo­
gos, entre los cuales figuran el doctor Le Moal. Las famosas
casas del Buen Pastor, que durante el siglo xix se mantenían
en parte gracias a las dotaciones y en parte gracias al trabajo
de las muchachas cuyas familias depositaban allí cuando no
podían destinarlas al matrimonio, se pusieron prudentemen­
te al servicio de la nueva política judicial y asistencial, y
lograron que el Estado las financiara al precio de la jornada
pagada por cuidado de menores en peligro moral. Paralela­
mente se desarrolló un nuevo sector privado de casas discre­
tas, internados educativos, “academias particulares”, clíni­
cas privadas, que en su conjunto se caracterizan por una
fuerte estructura “psi”. De ese modo, se amplió el mercado de
la infancia inadaptada gracias a la irrupción del contingente
4Institutos médico-pedagógicos y también em ph o (establecimiento médi-
co-profesional).
5E. Bonjean es autor de un importante libro sobre el tratamiento de los
niños irregulares, Enfants revoltés et parents coupables, 1882.
de “indomables” y de “incapaces”, y el de la escuela gracias a
la reconversión de los organismos de encierro en un servicio
de régimen abierto. Se modificaron, asimismo, las formas de
financiamiento gracias a la nueva relación entre lo público y
lo privado: el Estado financia más, por lo tanto, controla más,
por lo tanto, hace subir los precios de las formas de asistencia
que pueden evitar ese control. Por último, ese mercado se
unifica en el momento en que toma como patrón de referencia
a la instancia psiquiátrica, que maravillada descubre en la
confusa población del antiguo encierro a sus clientes predi­
lectos, el aquí y ahora práctico de una teoría psiquiátrica
radicalmente nueva.
2. Un desplazamiento
en la forma del juicio
Más que una instancia de decisión judicial, el tribunal de
menores evoca una reunión de síntesis psiquiátrica o una
presentación de enfermos en los buenos tiempos de la Salpé-
triére de Charcot.
En el desarrollo de una sesión de tribunal clásico, la escena
se constituye en torno a dos enfrentamientos cruzados: el del
juez y el inculpado, el del procurador y el abogado. Los demás:
actores (testigos, expertos o parte civil) llamados a declarar
ante el tribunal están incluidos en el cuadrilátero dibujado
por esos cuatro protagonistas. De tal modo, el acusado tiene ■
al menos el dominio visual del campo de fuerza en que se
discute su caso. En un tribunal de menores, sobre un esque­
ma básico muy similar en apariencia, la emergencia de
nuevos actores dispuestos de otro modo acaba con ese privi­
legio y, por ende, modifica la naturaleza de la representación.
Consideremos el orden de las intervenciones y las posiciones
respectivas de los actores. En primer lugar, el juez en su
estrado; en segundo lugar, frente a este último, el acusado,
que lo mira continuamente, puesto que está prohibido dar la
espalda al tribunal; en tercer lugar, detrás del acusado, su;
madre y con menor frecuencia su padre; luego, más atrás,
el educador. Por último, a la derecha y la izquierda del
acusado, el abogado y el sustituto. La escena se amplía y
adquiere una profundidad que escapa a la mirada del
acusado. Imaginemos la situación: frente a él está el juez,
figura desencarnada por el uso de la toga, que escruta sus ;
expresiones, su postura, su vestimenta. Detrás de él, hay
personas que sólo llegan a ver su cuerpo y que discurren sobre
su situación sin que él pueda mirarlos.
El principal efecto de esta transformación es anular la
representación de una justicia equitativa, habitualmente
sugerida por la oposición formal entre el procurador y el
abogado. Aquí, más allá del hecho de que la intervención de
ambos es limitada, no es excepcional escucharlos decir lo
mismo. El procurador está visiblemente limitado por la
definición “social” del tribunal de menores. La mayor parte
del tiempo, se contenta con exigir la “aplicación de la ley”,
conforme a la fórmula consagrada. El abogado suele ser
requerido de oficio en función de la pobreza de las familias y
de la escasa importancia de los delitos. Pero es su propia
presencia, de uno y otro, aquello que en el tribunal de
menores plantea un problema: a tal punto las fórmulas
clásicas del alegato y de la requisitoria parecen caducas en
ese contexto. Tomando la palabra después del educador,
evidenciando un menor conocimiento que este último en
cuanto a la situación del menor y su familia, el abogado
selecciona ciertos elementos de su informe y los dispone
conforme a la retórica del alegato: “infancia desdichada...
solicito al tribunal que le dé una oportunidad, puesto que
nunca la ha tenido...” o bien: “familia honorable... nada
permite pensar que los hechos que motivan su presencia aquí
puedan reproducirse...”. En estas condiciones, la contradic­
ción entre la defensa y la acusación tiende a cero. Para salir
de esta posición tan complicada, el abogado se identifica con
el tribunal, puesto que este último se apropió de la solicitud
que en un principio él poseía, y, por poco que el procurador se
haya adormecido, le roba su rol, mucho más fácil a fin de
cuentas. En torno al niño culpable, se genera entonces la
ronda de los adultos responsables.
El enfrentamiento convencional entre el procurador y el
abogado, sus disputas retóricas, quedan así relegados a un
segundo plano por una nueva planificación de los discursos,
superpuestos esta vez conforme a una jerarquía técnica que
anula toda posibilidad de debate contradictorio.
Desajuste entre el discurso del juez y el del niño. La
evocación de la infracción no es para el juez sino una ocasión
para evaluar el carácter del acusado o, más bien, para
verificar aquello que ha sido consignado sobre su carácter en
el expediente: si niega la infracción, esta negativa se adecúa
al aspecto disimulador de su personalidad revelado en el
examen psicológico. Esta relación se parece más al vínculo
entre un institutor y un mal alumno o al del psiquiatra con su
“buen” enfermo -el uno hace al otro, en todos los casos- que
al enfrentamiento entre un acusado y sus jueces. El mismo
principio de desajuste se reproduce en las intervenciones de
los padres y de los educadores. Estos últimos prácticamente
no pueden dialogar o interpelarse, puesto que sólo tienen
derecho a dirigirse al juez, y, por lo demás, no habían el
mismo lenguaje, a diferencia del procurador y el abogado. La
familia, en principio, está ahí para explicar y (o) defender el
comportamiento de su progenie, pero es contrariada en su
papel por la acusación implícita o explícita que pesa sobre
ella: es cuando menos parcialmente su culpa que el niño esté
ahí. A principios de la sesión, se leen las informaciones
recabadas por la encuesta social. De ahí el repertorio tan
escasamente variado de sus intervenciones: autojustifica-
ción: “Hice lo que pude”; intento de enternecer: escenas de
llantos y promesas de un nuevo comienzo; renuncia: “No
puedo más, señor presidente, me ha hecho de todo”.
Recapitulemos. El tribunal de menores sólo distribuye
selectivamente las penas. En lo fundamental, administra a
niños sobre los cuales pesa la amenaza de aplicación de un
castigo. La razón oficial dél carácter no público del tribunal
es esa voluntad de prevención. Opera una discreta dilución
de la pena en lugar de concentrarla. La acción preventiva se
propone cercar el cuerpo delictivo en lugar de estigmatizarlo
ostentosamente. En el abanico de sanciones de que dispone
el tribunal de menores, la prisión firme constituye en princi­
pio una excepción. Cuando se la administr a, suele ser condi­
cional con puesta a prueba o libertad vigilada. La medida
educativa radica en esa brecha abierta por el carácter sus­
pensivo de la pena. Ya sea que se la llame “asistencia
educativa en régimen abierto”, “libertad vigilada”, “puesta a
prueba”, “colocación en hogar de semi-libertad” o “libertad
condicional”, siempre es por naturaleza un derivado de la
cárcel. Hay que ver las dos caras de este origen penal de las
medidas educativas, y no sólo una de ellas como suele hacer­
se. En un sentido, ella le “da "úna oportunidad” al menor
culpable al condenarlo únicamente a medidas de control. En
otro sentido, al borrar la separación entre lo asistencial y lo
penal, amplía la órbita de lo judicial a todas las medidas de
corrección. Para comprender las relaciones recíprocas entre
las instituciones relativas a la infancia irregular, es necesa­
rio representárselas como insertas unas en otras, conforme
a un principio de superposición que obtiene su apoyo decisivo,
su tope último, en el tribunal de menores. Por consiguiente,
en la cima se encuentra ese tribunal de menores, destinado
a los menores que han cometido delitos (ordenanza de 1945).
Inmediatamente después, está el juez de menores, es decir,
el mismo que preside el tribunal, pero que reside soló en su
gabinete para decidir sobre el caso de los menores en riesgo
(ordenanza de 1958). Un menor es considerado como tal
cuando su salud, su seguridad, su moralidad y su educación
están en peligro. En la práctica, esto quiere decir niños
reclutados, no por el procedimiento policial de arresto, sino
por el procedimiento delacional de señalamiento. Una insti­
tutriz, un trabajador social, un vecino señalan al juez la
existencia de una familia “de riesgo”. Las modalidades de
acción posibles para el juez son las mismas que para el
tribunal de menores, exceptuando las penas. Un escalón más
abajo, se encuentra la ayuda social a la infancia, la antigua
Asistencia Pública. Se trata de una enorme administración
cuya gestión es básicamente autónoma, pero que está ligada
al juez de menores por una multiplicidad de vínculos prácti­
cos y jurídicos. Tiene el mismo tipo de actividades que los
servicios deljuez de menores: reclutamiento por señalamien­
to o abandono, internación en establecimientos o asistencia
educativa en régimen abierto. El juez de menores puede
enviarle menores para su internación y, cuando la Ayuda
Social a la Infancia quiere tomar una decisión importante,
también puede por ejemplo transformar una internación
temporal en una internación definitiva (si ella estima que lo
mejor es no restituir el niño a su familia); puede y debe
apoyarse en la autoridad del juez para implementar esa
decisión. Por último, en la base, está esa vastísima nebulosa
que es lapsiquiatría infantil: Institutos Médico-Pedagógicos,
Centros Médico-Psico-Pedagógicos, dispensarios, centros de
orientación infanto-juvenil, etc.; los vínculos con el juez de
menores se vuelven extremadamente tenues en el plano
jurídico: una vaga posibilidad de control de la justicia sobre
los establecimientos, pero importante en la práctica: el juez
de menores manda efectuar internaciones y “cubre” sus
problemas disciplinarios. Hay, pues, una repercusión de esa
diluciónde la pena en las medidas educativas y asistenciales.
Por la continuidad que establece entre las diferentes instan­
cias de intervención correctiva sobre los comportamientos,
los ubica en la órbita del aparato judicial, genera la posibilidad
de una capitalización de la vigilancia que sobrexpone a los
menores interesados a una identificación penal. Ejemplo: la
internación en un centro de un niño demasiado vagabundo es
una medida educativa que puede tomarse sin que el menor haya
cometido delito alguno; pero, si se fuga, con ello comete un delito
y se vuelve pasible de persecuciones penales. Otro ejemplo más:
la acumulación frecuente entre los menores de penas con
suspensión de la ejecución, que se vuelven ejecutables a la
primera infracción que puedan cometer al cumplir la mayoría
de edad, es decir, cuando ya no rige la clemencia tutelar.
En rigor, el tribunal de menores no decide en función de los
delitos, sino que examina individuos. Desmaterialización del
delito que ubica al menor en un interminable dispositivo de
instrucción, de juicio perpetuo. Borradura de la línea diviso­
ria entre la instrucción y la decisión. El espíritu de las leyes
(las de 1945 y 1958) sobre la infancia delincuente y pre-
delincuente exige que se tome en consideración, más que la
materialidad de los hechos reprochados, el valor sintomático,
aquello que revelan en cuanto al temperamento del menor, al
valor de su medio de origen. La instrucción debe servir no
para establecer los hechos, sino como medio para acceder a la
personalidad del menor. Es la ocasión para desencadenar
medidas de observación del niño, en su medio, si se lo deja
libre (Observación en Régimen Abierto), en el internado o en
la cárcel. En ese momento, los psicólogos o psiquiatras inter­
vienen para examinarlo y ordenan una investigación sobré
su familia a través de la gendarmería o de las asistentes
sociales. Así pues, la verdadera instrucción se convierte en
una evaluación del menor y de su medio a través de una
cohorte de especialistas en patología social. Evaluación que
se vuelve acción después del juicio. Pero sólo la apelación ha
cambiado. Son los mismos educadores, las mismas asistentes
sociales, los mismos psicólogos que, después, visitan a la:
familia, intervienen ante el niño, envían al juez informes
regulares donde solicitan, en función de sus impresiones, la
reconducción o la transformación de la medida. La borradura
del delito también tiene su repercusión: el desplazamiento de
la forma jurídica de apelación del justiciable al justiciero. La
posibilidad jurídica de apelación existe para los niños y sus
familias, pero pocos son los que recurren a ella. Pues, ¿cómo
protestar contra decisiones que retienen la aplicación de una
pena en sentido estricto? Y ¿quién podría hacerlo, puesto que
la cuestión litigiosa (el delito, el problema de derecho) queda
desactivada en provecho del comportamiento, de la norma, del
problema de la adaptación, y se convierte en un asunto de
especialistas? ¿Quién? Pues bien, precisamente ¡los especialis­
tas! Solo ellos pueden argumentar la necesidad de que un niño
pase de tal estatuto a tal otro, de sacarlo a su familia o volver a
colocarlo en ella, de dejarlo en un Instituto Médieo-Pedagócico
o enviarlo a un hogar de la infancia, un internado de reeduca­
ción, un hogar para jóvenes trabajadores o a una cárcel. El
escalonamiento de los servicios sociales de la infancia inadapta­
da, conforme a un orden de gravedad, de estigmatización
creciente, que puede ir de “la pequeña psiquiatría” a la justicia
penal, es el principal medio de presión de que disponen sobre las
familias. Mandar a un hijo a un Instituto Médico-Pedagócico es
pese a todo menos grave que verlo internado en un centro de la
Asistencia Pública o en un “correccional”. Tiene algo de cuidado
médico: ni oprobio ni risita de los vecinos, en fin, no demasiado.
Vale la pena someterse a un poco de psiquiatría de sector. Pero,
si se refunfuña, si se resulta ser un “infra-psiquiatrizable”,
entonces terminará inevitablemente en los hogares de la Ayuda
a la Infancia. Ahora bien, este servicio se ha desarrollado con­
siderablemente en los últimos años; es el punto débil de un
sistema correctivo que no deja de crecer. Entonces, para
descargarse del exceso de solicitudes, de comportamientos
indóciles, los servicios sociales pueden, a su vez, derivar hacia
la justicia de menores.
El tribunal de menores no es una jurisdicción menor para
menores, sino la piedra de toque de un gigantesco complejo
tutelar que abarca además de la predelincuencia (alrededor
de 150 mil niños), laAyudaSocial a la Infancia (650 000 niños)
y buena parte de la psiquiatría infantil (imposible de poner en
números, pero ciertamente más elevada que la Ayuda social
a la infancia). Piedra de toque por la posición de bisagra que
ocupa entre una instancia retribuí dora de delitos (la justicia
ordinaria) y un conjunto heterogéneo de instancias distribu­
tivas de normas, la justicia para niños se apoya en la primera
para garantizar y ratificar el trabajo délas segundas. Por una
parte, les confiere una autoridad, una capacidad de coerción
necesaria para su ejercicio. Por otra, filtra productos negati­
vos del trabajo de normalización. En este sentido, cabe decir
que es el aparato judicial el que produce a sus delincuentes,
puesto que aquellos que pasan del registro tutelar al registro
penal, y que constituyen una gran parte de los delincuentes
adultos, fueron previamente evaluados como refractarios a la
acción normaliz adora. Ese filtro orienta hacia una carrera de
delincuentes a quienes no aceptaron seguir el juego. A par­
tir del delito ocasional de un niño o de la denuncia -hecha por
personas bien intencionadas o especialistas profesionales—
del peligro que corre en su familia dada la falta de vigilancia de
que es objeto, se pone en marcha un procedimiento dé control
y tutela que lo va conminando a elegir entre un sometimiento
a las normas y una orientación difícilmente reversible hacia
la delincuencia. Lo importante, para el aparato, es la identi­
ficación del individuo, su inflexión hacia una vida “sin histo-.
rial” o una carrera de delincuente repertoriada, eliminar la
sorpresa en provecho de la gestión en un registro y otro.
Para ilustrar esta tesis, presentamos a continuación el
relato del proceso de Ounadjela Boubaker, un menor argelino
de catorce años, que compareció en 1974 ante el tribunal de
menores de Lille. En el momento en que su proceso comienza,
Ounadjela está detenido en la cárcel de Loos. Llevado por la
gendarmería, le sacan las esposas en la sala y toma asiento
en el banco de los acusados delante de sus padres endomin­
gados. La sesión se abre con un interrogatorio sobre su iden­
tidad y la lectura de fragmentos de su expediente social y
psicológico. Es a 1ectur a nos informa queOunadjelayahasido
objeto de toda una serie de medidas educativas y asistencia-
les que resultaron ineficaces y sobre todo inaplicables. Seña­
lado en un principio por la insuficiencia educativa de su
entorno (su madre está divorciada y su hermana ha sido
objeto de medidas judiciales), obtuvo el beneficio de una
asistencia educativa de régimen abierto. Pero la asistente
social a cargo nunca pudo mantenerlo bajo control. Un edu­
cador toma el relevo pero tampoco tiene éxito. Colocado por
tal motivo en un internado de reeducación, permanece allí
tan sólo tres días. Lo vuelven a atrapar, pero se escapa una
vez más. Cuando la policía lo detiene, se muestra conciliador
y arrepentido; lo vuelven a soltar y, de inmediato, desapare­
ce. La primera vez que los psicólogos le hacen pasar un test,
siendo que sus fugas podían llevarlo a la cárcel, muestra un
coeficiente intelectual rayano con la debilidad mental. Cuan­
do es evaluado en el interior de un establecimiento educativo,
revela un QI claramente superior al promedio. Furia del juez:
“¿Te haces pasar por imbécil o realmente lo eres?”. Dadas las
condiciones, estima el magistrado, ya no se puede esperar
nada de él en el plano educativo. Su madurez física precoz, la
habilidad de sus respuestas lo convierten en un pequeño
adulto. Los psiquiatras diagnostican inmadurez afectiva,
pero el hecho de que disponga de la astucia suficiente para
burlarse de ellos los lleva a concluir que nada queda por hacer
en ese sentido, que es preciso cambiar de registro y destinarlo
a la cárcel. Tanto más cuanto que esta vez su comparecencia
se debe a delitos graves: robo de auto, manejar sin permiso,
robo de una importante suma de dinero.
Todo habría seguido así y con aparente buena fe si no
hubiera habido, una vez no es costumbre, un abogado decidi­
do a defender a Ounadjela. En primer lugar, este abogado va
a subrayar más o menos directamente el aspecto “máquina
registradora” de decisiones ya tomadas por otras instancias,
propio de las prácticas de vigilancia que caracterizan al
tribunal de menores, su proceder respecto de la suspensión o
la atribución de penas. En efecto, ¿cómo se explica-pregunta
el abogado ante tribunal- que se renuncie a la elección de una
medida educativa sin deliberación previa? ¿Qué clase de tri­
bunal se pronuncia antes de haber debatido? ¿Qué clase de
tribunal de menores es ese que encierra con total serenidad
a un menor de catorce años en una prisión donde en principio
solo hay condenados a penas largas? ¿Cuál es para él (y para
los demás...) el valor formativo de tareas tales como el pegar
etiquetas o arreglar sillas, en que lo ocuparán en la cárcel? En
segundo lugar, el abogado pone en cuestión la extraña rela­
ción que el tribunal de menores mantiene con los delitos, esa
manera suya de tratar como mero síntoma de un entorno
nocivo, o ponerlas de relieve como prueba de una inclinación
irreductible a lá delincuencia? En esta ocasión, ¿de qué
delitos se trata? ¿Robo de auto? Pero el propietario del
vehículo reconoce haberle prestado las llaves. Hizo la denun­
cia a instancias de la policía: le explicaron que el seguro no le
reembolsaría los gastos ocasionados por el accidente de
Ounadjela a menos que presentara la denuncia. ¿Manej ar sin
permiso? Por supuesto, pero ¿acaso se manda a la cárcel a
todos los menores que cometen ese delito? Para lograr tal
cosa, habría que vaciar las cárceles de todos los demás
internos. ¿Robo de una importante suma de dinero? Pero ese
dinero pertenecía a su madre, y por lo tanto no hay delito
alguno. Para darle el carácter de delito, el tribunal alega que
ha sido robado de la mochila del cuñado de Ounadj ela, a quien
la madre había encargado el cuidado de su dinero. Por
consiguiente, hubo robo, dice el juez, puesto que hubo pene­
tración en el cuarto donde vivía el cuñado. Mala suerte: no
hay puerta que separe su cuarto de la sala común de la
familia, sino tan sólo una simple cortina. Esa cortina ¿estaba
o no descorrida? ¡Ah, esas familias magrebíes, con su sentido
extensivo de la parentela y esa costumbre de no tener sepa­
raciones en las viviendas, son judicialmente intolerables!
Esta vez, Ounadjela la sacó barata. Pero ¡cómo ha dejado
en evidencia el funcionamiento de la justicia de menores!
Justicia ficticia en el sentido de que no tiene actividad judicial
propia, sino que desempeña un papel de relevo, de intercam­
biador entre dos jurisdicciones que disponen de una lógica
autónoma: la justicia penal ordinaria y la jurisdicción invisi­
ble de las instancias normalizadoras agrupadas en un solo
complejo tutelar. Por su cercanía con la justicia penal, el
tribunal de menores aporta su legitimidad a las prácticas de
vigilancia, sobre ellas extiende la sombra protectora de la ley,
su facultad virtual de coerción. Por sus vínculos con las
prácticas correccionales, puede librarlas de los elementos
refractarios, gracias a un dispositivo vaciado del carácter
democrático de las formas jurídicas clásicas: la naturaleza
pública y contradictoria de los debates, la posibilidad efectiva
de apelación.
Por tal motivo, no es del todo correcto considerar el desa­
rrollo del trabajo social como una expansión del aparato
judicial. Sin duda ese aparato cumple una función de amarra
de las diversas formas de intervención; sin duda le otorga, ya
un poder directo, ya la posibilidad indirecta de servir como
recurso para los casos rebeldes. Sin embargo, en ese proceso,
¿no sería importante señalar que el aparato central sigue el
movimiento pero no lo impulsa? Pues, si bien su autoridad se
extiende así sobre una población infinitamente mayor que la
de los delincuentes, se trata de uña autoridad cada vez más
simbólica. Abarca, en el sentido feudal del término, un
dominio ampliado de prácticas dé control, pero raras veces
las inspira y sólo toma decisiones en relación con ellas. Por
otra parte, tiende a perder én el camino los criterios de
funcionamiento qué coñstituíáh su propia credibilidad: el
debate público y contradictorio, la posibilidad de apelar. Deja
de ser un dispositivo central de atribución de sanciones y
pasa a tener el estatuto de pieza adyacente de un dispositivo
de control cuya lógica se basa en lo judicial al tiempo que lo
disuelve progresivamente. Entre el juez, cuyo ejercicio está
fundado en la ley, y los servicios sociales educativos, cuya
práctica tiende a la indeterminación de las medidas, existe un
riesgo incesante de conflicto de competencias, de una reducción
de uno a la lógica del otro. La vocación educativa del aparato
judicial nació cuando se volvió flagrante que el sistema penal
era inadecuado para encauzar el importante flujo de niños
irregulares, todos esos menores que se escabullían por la
brecha abierta entre el antiguo orden social y el nuevo orden
escolar aprovechando el carácter poco experimentado aún de
su conexión. Demasiado numerosos para poder sacárselos de
encima medíante la cárcel, demasiado despiertos y demasiado
“salvajes” para ser pasibles de prácticas caritativas, requerían
otra solución. Otra solución, aun cuando se tratara de la
educación por orden judicial. Sin embargo, por haber obturado
así esa “línea de fuga”que constituían los menores vagabundos,
la justicia de menores introduj o otra en el corazón del aparato
judicial: esa educación que para llevarse a cabo tiende a
disolver la lógica judicial y reduce a una mera función de
apoyo el poder que la inspiró. De ahí la necesidad de recurrir
a un medio de control de las actividades educativas, la
aparición de esa jurisdicción extrajudicial que progresivamente
encamaría la psiquiatría en las zonas aledañas a los tribunales
de menores.

b. E l c ó d ig o

Abramos algunos expedientes de niños delincuentes o en


peligro moral. En la multiplicidad de piezas, juicios con sus
respectivos análisis jurídicos, informes de asistencia educa­
tiva y consultas médico-psicológicas, tendremos la impresión
de asistir a una infinita repetición del mismo discurso. Ello
puede explicarse por un efecto propiamente burocrático: esos
documentos suelen copiarse unos de otros. Sin embargo, esa
homogeneidad se debe sobre todo a la reunión de las diversas
observaciones efectuadas sobre el menor y su familia en una
sola instancia, asaber: la Consulta de Orientación Educativa
( c o e ). En ella, el resultado de un saber de investigación
inquisitorial (la encuesta social) y el de un saber clasificato-
rio, los exámenes médico-psiquiátricos y los tests psicológi­
cos están reunidos en un saber interpretativo, de inspiración
psicoanalítica. Saberes heterogéneos situados en una pers­
pectiva común, reunidos en una misma jurisdicción extra-
judicial -compuesta por educadores, psicólogos, asistentes
sociales y médicos psiquiatras y psicoanalistas- que habrá de
elaborar una síntesis y dar una opinión motivada acerca de la
medida más oportuna para aplicar al menor.
Esa es al menos la impresión que dan en la región parisina
y en las grandes ciudades, es decir, ahí donde se han implan­
tado fuertemente las consultas de orientación educativa,
adonde la justicia de menores deriva casi sistemáticamente
a los niños de su competencia.
En las provincias “remotas”, y aun más cuando se consul­
tan expedientes con quince años de antigüedad, no presentan
en absoluto el mismo aspecto. La encuesta social y el examen
médico-psicológico funcionan en régimen separado, con mo­
dalidades muy diferentes y una fuerte desnivelación en sus
frecuencias. La encuesta social se parece más a un acta de
encuesta de la gendarmería que a una sutil puesta en escena
de la historia y de los problemas de una familia, pasible de ser
elaborada por una asistente, social moderna. De hecho, sue­
len ser gendarmes los que se encargan de realizar estas
encuestas consecutivas a la denuncia de un niño en peligro,
así como los educadores encargados de las Observaciones de
Régimen Abierto suelen ser delegados de libertad vigilada, es
decir, ex policías, ex militares y, con menor frecuencia, ex
profesores. La encuesta social, aun bajo esa forma sumaria,
casi siempre aparece en los expedientes, en tanto que él
análisis médico-psicológico se vuelve más excepcional a me­
dida que nos remontamos al período en que se creó el tribunal
de menores. Adquiere entonces un carácter cercano a cual­
quier consulta psiquiátrica en materia judicial ordinaria. Se
le pide al médico experto: 1. proceder a un examen médico-
psicológico del menor; 2. decir si ese menor presenta trastor­
nos o deficiencias físicas o psíquicas susceptibles de influir su
comportamiento; 3. decir si los trastornos o deficiencias
constatados requieren alguna medida de protección, de sal­
vaguardia o de reeducación particular, un tratamiento de
cuidados específicos j o si comportan contraindicaciones pro­
fesionales u otras. En síntesis; las mismas preguntas que se
le hacen a un adulto (responsabilidad, afán de separar lo
médico de lo judicial), excepto que aquella relativa a los
adultos sobre la “accesibilidad a la pena” (entiéndase: el ca­
rácter de intimidación de la cárcel) es reemplazada en el caso
de los menores por una pregunta sobre la pertinencia de
medidas reeducativas.
Así pues, entre estas tres modalidades de saberes -inqui-
sitorial, clásico e interpretativo-, hay aparición y extensión
progresiva, combinación cada vez más sistemática y autono-
mización relativa respecto de su instancia comanditaria: el
tribunal de menores. En un principio, las asistentes sociales,
los gendarmes, los psicólogos y los psiquiatras son los agen­
tes de ejecución directos del juez de menores. Este último
define y ordena específicamente a sus colaboradores, y lleva
a cabo la síntesis y las conclusiones de sus informes. Las
asistentes sociales son los agentes sistemáticos de su misión
de instrucción, y los psiquiatras evalúan ocasionalmente a
los individuos sospechados de ser de la incumbencia de la
medicina antes que de la justicia.
¿A qué se debe esta transformación? ¿Qué hace variar y
evolucionar en un sentido unitario estos diversos modos de
recabar informaciones? ¿Cómo la información sobre la psico­
logía del niño y el análisis del valor educativo de su medio han
podido pasar de una función anexa, mero aditivo de la
instrucción judicial, a una función de relevo obligado, entre
la escena judicial y las prácticas de vigilancia que se basan en
ella de manera más o menos directa? ¿Cómo pudieron cons­
tituir así una jurisdicción semi-autónoma, que transforma lo
judicial en cámara de registro o de apelación de sus dictáme­
nes?
1. La materia prima, y aun principal, de los expedientes de
menores peligrosos o en peligro es provista por la encuesta
social, cuya generalización se inicia al mismo tiempo que la
justicia de menores (1912). En efecto, la encuesta comenzó a
ser una necesidad para las dos operaciones constitutivas del
tribunal de menores. Por una parte, la inscripción de las
prácticas asistenciales que están bajo la influencia judicial
requiere el reforzamiento de los medios de acción de la asis­
tencia contra el comportamiento imprevisible y/o interesado
de los padres, y por lo tanto exige una codificación de las
condiciones de intervención de la Asistencia Pública y de los
grupos filantrópicos. Por otra parte, la limitación del derecho
de corrección -en el pasado instituido como un derecho de la
patria potestad-, su transferencia al aparato judicial y a los
notables de la sociedad requiere la implementación de un
procedimiento destinado a verificar las denuncias de los
padres; el objetivo más o menos explícito de este procedi­
miento es invertir la denuncia en una incriminación de sus
capacidades educativas, del valor del medio del niño. La
encuesta social se sitúa, pues, en el punto de confluencia
entre la asistencia y la represión. Constituye un procedi­
miento técnico destinado a borrar las debilidades de ambas.
Debilidad de esa limitación de la represión, la cual solo
podía intervenir sobre la base de un delito, por ende, dema­
siado tarde, o a pedido de los padres, sospechados de arbitra­
riedad. Debilidad también en esa vacilación de la asistencia
pública o privada, cuyo margen de maniobra tan reducido
oscilaba entre la vergüenza de los padres, que no recurrían a
ella sino cuando ya era demasiado tarde, y su impudicia, que
la llevaba a movilizar créditos con fines poco loables. Condi­
ción previa tanto de las medidas de coerción como de las
medidas de ayuda, la encuesta social va a representar ideal­
mente el medio adecuado para abolir los inconvenientes del
carácter represivo de la primera y el carácter caritativo de la
segunda, por su fusión en un mismo proceso, su alianza en
una reciprocidad eficaz.
Así pues, la encuesta social opera el cruce de dos líneas de
control de la familia. A partir de las prácticas asisten cíales,
este procedimiento se utiliza en toda la extensión de la esfera
de lo “social”. Comienza con obras de protección a la infancia
en peligro. Luego es utilizada para la asistencia de mujeres
pobres parturientas, para las familias que solicitan subsidios
excepcionales en las oficinas de ayuda social, para las fami­
lias pobres en las cuales uno de los padres está desde hace
tiempo en un establecimiento de cuidados (sanatorio, hospi­
talización psiquiátrica) o de represión (cárcel). Luego, a par­
tir de la vigilancia de los niños delincuentes, puesto que es
una condición previa para las medidas de libertad vigilada
que, como es sabido, constituyen las primeras formas de
asistencia educativa en régimen abierto. Por último, la en­
cuesta social es necesaria para dirimir casos litigiosos de
atribución de prestaciones sociales (subsidios familiares ins­
trumentados en 1930 y sistematizados durante la posguerra,
seguros sociales, subsidios especiales). A lo cual habría que
agregar los recursos a la encuesta social para los procedi­
mientos de divorcios y, más o menos oficialmente, para la
atribución de viviendas sociales. Por consiguiente, la encues­
ta social es el principal instrumento técnico destinado a
ordenar la nueva logística del trabajo social: la posibilidad de
retirar a los niños del seno familiar o de restituirlos en él, la
intervención en la familia con fines reeducativos (Acción
Educativa en Medio Abierto), la tutela de las prestaciones
sociales, inaugurada en 1946 y limitada en ese entonces a los
subsidios familiares; más adelante se la extiende al conjunto
de las prestaciones sociales. Sú funcionamiento depende de la
orden del juez de menores en el caso en que la familia acumule
deudas o quiera beneficiarse con una vivienda social cuando
sus ingresos y su comportamiento presupuestario parecen
insuficientes, o incluso en los casos en que se sospecha que el
marido es un desempleado crónico más o menos voluntario.
El siglo xix había producido muchos procedimientos de
encuestas sobre la moralidad familiar, entre las cuales cabe
mencionar la encuesta del barón de Gérando, expuesta en su
obra Vísiteur dupauvre. Pero no habla sido utilizada sino de
manera restringida para las obras de beneficencia. La en­
cuesta social diseñada a principio del siglo xx fue concebida
con el mismo espíritu, con la misma preocupación obsesiva
por evitar que el encuestador caiga en la trampa de los
procedimientos populares de puesta en escena de la pobreza.
Pero cambia totalmente la posición del encuestador, los
puntos de apoyo de que dispone. Gérando soñaba con intro­
ducir una técnica nueva al servicio de una antigua forma de
tutela. Innovaba en el método de observación de los pobres,
que ahora penetra en el interior de la economía doméstica en
vez de limitarse a los “signos exteriores de pobreza”, en la
técnica del chantaje por la economía (“controlen sus necesi­
dades si no quieren ser controlados en su nombre”). Pero
Gérando imaginaba que los únicos posibles "visitantes de los
pobres” eran los ricos bien intencionados y, en particular, sus
esposas, a quienes la práctica de la beneficencia podía dar
nuevos bríos, evitar el confinamiento conyugal. Según su
esquema, la iniciativa de la beneficencia correspondía a los
individuos privados, a las personas de bien, a las sociedades
filantrópicas, que solo podían obtener un apoyo secundario en
las estructuras de ayuda pública para la centralización de las
informaciones (censos de los verdaderos y de los falsos
pobres), el almacenaje de los medios de ayuda material
(canastillas, ajuares, alimentos, calefacción) y un financia-
miento parcial. De hecho, fue así como funcionaron las cosas
durante la mayor parte del siglo xix. A fines de siglo, la
preeminencia organizativa pasa de lo privado a lo público.
Protegida financieramente por la organización de la asisten­
cia, albergada políticamente por la pantalla de los procedi­
mientos administrativos, relevada en el terreno por técnicos
remunerados, la filantropía inicia una nueva fase en su
carrera, menos espectacular pero más serena, puesto que
ahora se había integrado al cuerpo del Estado. La tecnología
de encuesta a familias pobres, diseñada por Gérando, puede
entonces llegar a ser una fórmula extensiva de un control
social cuyos agentes serán acreditados por las instancias
colectivas y se apoyarán en la red administrativa y discipli­
nar del Estado.
Esta nueva disposición de la asistencia, sumada a la
infraestructura disciplinaria de la sociedad y las leyes de
protección a la infancia (1889 y 1898), permite la generaliza­
ción de una técnica de encuesta al eliminar todo cuanto ponía
límites a su eficacia, y al dar mayor poder al encuestador para
separar plenamente su trabajo de la antigua lógica de la
reputación en provecho de la investigación metódica y poli­
cial. Sin lo cual, se explica en un texto de 1920, “la encuesta
ya no será dirigida por el encuestador sino por el encuesta-
do”.0 Texto edificante por la claridad con que expone las
nuevas reglas de la encuesta social.
Primera regla: el acercamiento circular a la familia. Antes
de entrar en contacto con la familia que debe ser vigilada,
asistida o protegida, es preciso recolectar informaciones
disponibles en las administraciones de asistencia y vigilan­
cia. Tras lo cual el encuestador puede concertar un primer
encuentro con el maestro. Su testimonio, tanto en la ciudad
como en el campo, presenta un valor de primer orden; suele
estar bien informado y ser siempre imparcial. En efecto, dado
que ve al niño todos los días, el maestro está al tanto de
cuanto lo concierne, de su salud, de su comportamiento, de la
educación que recibe, de los cuidados y la vigilancia de que es
objeto. Gracias a él, el encuestador puede hacerse una idea
exacta de la existencia misma de la familia, pues es común
que las madres le pidan consejos. También gracias a él, puede
obtener información acerca de las ocupaciones del jefe de
familia, en especial conocer el nombré del patrón. El testimo­
nio de este último es el siguiente paso. No obstante, es preciso
desconfiar un poco de él, pues tiende a presentar a su
empleado de manera favorable no bien se trata de procurarle
beneficios no salariales, por “motivos evidentes”. Por el
contrario, “el patrón está bien situado para apreciar la
capacidad, la conciencia, la asiduidad de su personal”. Luego
6 “L’enquéte sociale”, Revue philantropique, 1920, p. 363 y ss. Véa
asimismo Services auxiliaires des tribunaux pour enfants, 1931, y René
Luaire, Le role de l'initiative privée dans l’A ssistance publique, 1934.
vienen los propietarios, el conserje, los vecinos, los comer­
ciantes. Puede ser interesante valerse de los testimonios del
propietario y del conserje, pero deben tomarse “con pinzas”.
Si son favorables, también pueden ser confiables; ello signi­
fica que el locatario paga su alquiler y lleva una vida tranqui­
la. En caso contrario, “hay que. averiguar las verdaderas
causas de la hostilidad constatada”. Los vecinos son menos
confiables y, entre los proveedores, es preciso “desconfiar del
vendedor de vino, que suele ser locuaz y siempre sospechoso”.
Segunda regla: el interrogatorio separado y contradictorio.
“Siempre es preferible que el visitante no convoque a su
cliente en su casa, sino que vaya a su domicilio y se presente
de improviso.” Este sigue siendo el ábc de todo asistente social,
quien para hacer su primera visita suele elegir la tarde, pues
la madre a menudo esta sola en la casa a esa hora. “El
encuestador no debe dejar traslucir que ya posee información,
pues esa es una buena medida para evaluar la sinceridad de
esta última; debe inspirar confianza y obtener un máximo de
confidencias. Una segunda visita, siempre de improviso, pero
esta vez de noche, cuando el marido y los niños estén presen­
tes, permitirá confrontar los dichos de la madre con el
testimonio del padre. Este suele ser reticente a hablar. La
mejor manera de incitarlo a ello es utilizar la información
proporcionada por su mujer. De tal modo, s aldrá vivamente de
su reserva para recuperar su papel hegemónico en la casa y
procurar ser el principal interlocutor del encuestador.”
Tercera regla: la verificación práctica del modo de vida
familiar. La conversación con la familia, más allá de lo
instructiva que pueda resultar, ante todo debe ser agradable
para el encuestador (y para el encuestado: “es la parte más
interesante de sus funciones”). Debe “conversar y hacer
conversar lo más posible. Estas conversaciones siempre son
agradables para quien es interrogado”. Manifestación de un
interés, distribución de consejos. En cierto modo, es el precio
a pagar por la obtención sistemática y sin mucho pesar de las
informaciones requeridas. “Mientras conversa y toma algu­
nas notas, el visitante mira a su alrededor, examina la
vivienda, su disposición, su aspecto, las promiscuidades que
impone, las condiciones de higiene en las cuales viven los
habitantes. Hará el inventario del mobiliario, de los instru­
mentos o de las ropas que vea en torno de sí.” No está mal
visto que destape algunas ollas, examine las alacenas, la ropa
de cama, y de ser necesario tome algunas fotos elocuentes.
En síntesis, se trata de una técnica que moviliza un mínimo
de coerción para obtener un máximo de informaciones
verificadas. Sobre el papel, es la fórmula ideal para abolir la
peligrosa estigmatización de una intervención ostentosa­
mente policial, así como la no menos peligrosa práctica
caritativa, generadora de hipocresía social, en provecho de
una administración discreta y sabia. Pero sólo sobre el papel.
En los hechos, las cosas no marchan como se esperaba y esto
se hizo evidente en los años treinta. La encuesta social
establece un puente entre la administración de la asistencia
y el aparato judicial, pero más para incriminar a quienes
serán competencia de una u otra que para establecer un
circuito continuo y funcional entre ambas. Para la encuesta
social, la asistente pone a prueba la receptividad de la familia
a una intervención flexible. Si todo transcurre de manera
adecuada, si la familia quiere y pide más, es dirigida a la
Asistencia Pública, más tarde llamada Ayuda Social a la In­
fancia. Si parece reticente, se la remite a la esfera judicial a
título de semicastigo. De ahí en más, cada uno de estos
circuitos procura conservar su “clientela”, protegerla de un
eventual desplazamiento hacia otros servicios. Las familias
pobres no se dejan engañar y, tácticamente, ponen su mejor
cara a los servicios que dispensan la mayor cantidad de
subsidios e imponen menos instancias de coerción, menor
proximidad con el aparato judicial. De ahí el crecimiento
enorme de los servicios de Ayuda Social a la Infancia (650 mil
niños ayudados), claramente desproporcionado con relación
a la justicia de menores, que pese a todo también se orienta a
la protección de la infancia. Se trata de un problema capital de
ajuste de las administraciones, cuyo equivalente más adelan­
te encontraremos en el ámbito de la psiquiatría infantil.
■. 2. A partir de su constitución, la justicia de menores prevé
en 1912 que la “encuesta social sea completada, si procede,
por un examen médico”. Es decir que el recurso a la psiquia­
tría está planeado por primera vez en la justicia de menores
bajo la forma de un complemento a la instrucción. Desde el
código Napoleón, la cuestión de la responsabilidad de los
menores era considerada desde la perspectiva del discerni­
miento del que había dado pruebas el niño al llevar a cabo su
acto delictivo. Discernimiento cuya apreciación formaba par­
te del interrogatorio judicial a cuyo término el juez decidía en
un caso atribuir una pena, y en el otro otorgar al niño el
beneficio de una medida educativa (en verdad, se trataba
siempre de internarlo en un establecimiento correccional,
pero en este caso sin antecedentes penales). Así pues, la
nueva justicia de menores le quita al juez esa facultad de
decidir sobre la responsabilidad de los menores y se la da al
médico. Pero lo hace de manera parcial, puesto que el juez
tiene el poder de decidir si es necesario o no proceder a un
examen médico. El juez ya no tiene los medios para apreciar
por sí mismo el discernimiento del que ha dado prueba un
joven delincuente, sino que su función ahora consiste en
distinguir quienes requiei’en un examen médico y quienes no.
Posición acrobática que habrá de instaurar una relación de
intensa cercanía, hecha tanto de disputas sobre la delimita­
ción de los respectivos poderes del juez y del médico como de
colaboración convergente. La situación que resulta de ella
para la justicia de menores no es, para hablar con propiedad,
excepcional. Simplemente constituye el espacio en que van a
inscribirse con el máximo de amplitud los efectos de una
redistribución decisiva de las relaciones que precisamente
dependen de la naturaleza de esa transformación.
Aun cuando se trate de adultos, durante el último tercio
del siglo xix, los psiquiatras rechazan los términos según los
cuales se les pide pronunciarse sobre tal o cual acusado. Decir
si un criminal actuó en estado de demencia les parece ocioso
y metafísico. Ser convocados únicamente para los grandes
crímenes, los casos “monstruosos” que despistan al aparato
judicial, les parece una enojosa limitación a su ejercicio, así
como una restricción de su campo de acción al de los adultos.
Ya no quieren seguir siendo “esa justicia de lo extraordina­
rio” para la cual la justicia nacida de la Revolución los ha
convocado, pero a la que también los ha confinado. Por lo
demás, para ellos, no se trata de renunciar a una antigua
función, sino de extender el alcance de esta última. Desean
poder ocuparse más de los menores que de los mayores, más
de los pequeños delitos que de los grandes crímenes, más del
diagnóstico de las anomalías y la orientación de los condena­
dos hacia tal o cual dispositivo de corrección que de la
graduación de la responsabilidad de los acusados. Se propo­
nen ir más allá de esa función menor en lo judicial, en
provecho de una posición autónoma como animadores de la
profilaxis de la delincuencia, que a sus ojos se ha convertido
en un mero síntoma de anomalía mental, al igual que todas
las demás “reacciones antisociales”, la fuga, la mentira, las
perversiones sexuales, el suicidio, etc. La delincuencia ya no
constituye para ellos el producto siempre posible, y por tanto
“excusable”, de una pérdida de razón, momentánea o durade­
ra, sino que es considerada como la manifestación de una
insuficiencia original, de una anomalía constitutiva, por
ende diagnosticable y previsible. Al loco, ese desheredado de
la razón, lo sucede el anormal, ese bastardo de la sociedad.
Después de aquel que ha perdido algo de manera accidental,
viene aquel que nunca ha tenido “las condiciones físicas y
morales socialmente necesarias”. Desplazamiento del foco de
interés que permite el pasaje del peritaje psiquiátrico res-
tringido al peritaje psiquiátrico generalizado.
La transformación de la posición del psiquiatra y la am­
pliación de su vocación social resultan, por una parte, de la
crítica interna de la psiquiatría y, por otra, de la demanda
externa de que es objeto con motivo de la escalada de los
dispositivos disciplinarios que la requieren de un modo dis­
tinto a como lo hacía el aparato judicial.
Crítica interna. Durante los años sesenta, una parte del
cuerpo psiquiátrico constata que el asilo comienza a parecer­
se singularmente a aquello mismo que debía reemplazar, el
antiguo hospital general, ese receptáculo de una gama indi-
ferenciada de individuos enfermos, criminales o indigentes.
Surge entonces la sospecha de que “el asilo podría no ser ese
espacio medicalizado concebido por Pinel y sus sucesores.
Ahora bien, un cambio profundo en la concepción misma de
‘enfermedad mental’ mina esa concepción de un orden indi-
sociablemente espacial (extensión en el espacio hospitalario)
y teórico (las clasificaciones nosográficas)”.7 Las teorías de
los últimos alienistas funcionaban sobre la base de una
sintomatología. El diagnóstico de locura se establecía a partir
de la descripción de sus manifestaciones, que producía las
diferentes especies de monomanía. Por consiguiente, la inte­
ligibilidad estaba en los signos exteriores. A partir de Falrét,
Baillargé (1854: La folie a double forme) y sobre todo de Morel
(1857: Le traité des dégénérescences), esa inteligibilidad ya
no se encuentra en el signo explícito, sino que es subyacente
al signo, el cual ya no es sino una etapa aparente de una
evolución en curso, previsible para aquel que sepa interpre­
tarlo. De pronto, la enfermedad mental deja de ser una
excepción espectacular que debe ser aislada y eventualmente
7 Robert Castel, L’ordre psyqiúatrique, Minuit, 1977. .
tratada, y pasa a constituir un fenómeno siempre latente, que
requiere un diagnóstico precoz, una intervención profiláctica
sobre el' conjunto de las causas que, en el cuerpo social,
favorecen los mecanismos de degeneración; a saber, las
condiciones dé vida miserables, las intoxicaciones, como el
alcoholismo, a las que están expuestas las poblaciones po­
bres. Mucho antes de la actual sectorización, el psiquiatra ya
aspira a salir del asilo para convertirse en el operador de una
obra de regeneración social.
De todos modos, esta salida del psiquiatra de su reserva
asilar es impuesta por una demanda imperiosa que emana de
los aparatos sociales en plena expansión, como el ejército y la
escuela. Al imponer la gratuidad y la obligatoriedad de la es­
cuela, se la llena de una multitud de individuos reticentes o
poco preparados para la disciplina escolar. Sus manifestacio­
nes de indisciplina, las ineptitudes declaradas para la adqui­
sición escolar les plantean problemas insuperables a los
maestros. ¿Cuáles deben ser eliminados? ¿Cómo se reconoce
a un idiota, un débil mental, un niño que jamás podrá
adaptarse a la escuela, o bien que, por el contrario, requerirá
un poco más de tiempo y una atención especial? En 1890, para
superar el desasosiego de los docentes, la Dirección de la
Escuela Primaria pide ayuda a Bourneville, el alienista de la
Salpétriére especializado en el tratamiento de niños anorma­
les, y le ruega que diseñe un esquema de observaciones para
el diagnóstico y la orientación de los inadaptados escolares.
El ejército tiene los mismos problemas á causa de la genera­
lización de la conscripción y, sobre todo, de la modificación de
la táctica militar, que requiere entrenamientos especiales y,
por tanto, una selección permanente. “Hoy en día, ya no es la
exaltación de la batalla lo que ha de asegurar la victoria, sino
el coraje inmóvil y personal que se le exige al último de los
soldados. En vez de olvidar su razón en la embriaguez de la
batalla, deberá esperar con estoicismo la muerte en el silen­
cio reflexivo de las filas y domar el vértigo de los nervios
gracias al esfuerzo de una implacable voluntad”. Texto pre­
monitorio, dado que fue escrito en 1913.8 Da cuenta de la
primera fase de una evolución a partir de la cual, por los años
1880, la psiquiatría comenzó a tener unlugar cada vez mayor
en la medicina militar. Tras haber sido una mera técnica de
gestión de los reclutas, la disciplinarización, ampliada a las
a G. Haury, Les anormaitx et les malad.es mentaux au régiment, 1913.
grandes esferas de la vida social, se convierte en la principal
superficie de emergencia de locura y anormalidad: tal como
proclama Régis, uno de los grandes psiquiatras de fines del
siglo xix, “la exigencia disciplinar se convierte en la piedra
angular de la insuficiencia física general”.9
Todo el esfuerzo teórico de los psiquiatras de la época
consistiría en sostener conjugándolos, por una parte, los
motivos por los cuales quieren salir del asilo, trabajar el
cuerpo social, y, por otra, aquellos por los cuales se les pide
que intervengan en los aparatos sociales. Dicho de otro modo,
procurar una fusión entre una patología de la raza y una
patología de la voluntad. Las tres figuras cardinales de la
psiquiatría moderna, la histérica, el débil mental y el perver­
so, se ordenan a partir de esta preocupación. En el ámbito en
que domina la patología de la voluntad, tenemos a la histéri­
ca, sus fugas, sus mentiras irracionales, sus amnesias parcia­
les. En el ámbito en que triunfa la patología de la raza,
tenemos al débil mental, esé producto de una involución
biológica. Por último, en el punto de máxima coincidencia
entre ambas patologías aparece el perverso, aquel cuya
voluntad, totalmente invertida con respecto al sentido moral,
coincide con el instinto, en su aspecto más “animal”. Este
esfuerzo teórico se lleva a cabo básicamente sobre el persona­
je social del vagabundo, que reúne de maravilla las dos
preocupaciones, racial y disciplinaria, de la psiquiatría. El
vagabundo, ese “degenerado impulsivo”, esa encarnación del
atavismo y de la indisciplina reunidos, resulta lo bastante
interesante para que la psiquiatría lo considere, al igual que
la justicia, una categoría particular. Durante un decenio
(1890-1900), el vagabundo será considerado el universal de
la patología mental, el prisma a través del cual se podrán
distribuir todas las categorías de locos y anormales.10
9 Pitres y Régis, Obsessions et impulsions, 1895.
10Sobre esta psiquiatrízación del vagabundeo a fines del siglo xrx, véase
Marie y Meunier: Les vagabonds, 1908; A. Pagnier, Du uagabondage et des
uagabonds, 1906; e innumerables artículos en revistas penitenciarias,
archivos de antropología criminal y anales médico-psicológicos. El que
parece haber dado el tono es A. Foville, “Les aliénés migrateurs”, Anuales
médicopsychologiques, 1895. También existe una literatura paralela del
vagabundeo con Maupassant (Le vagabond), Richepin (Le cheminot). E ¡1 el
punto de cruce de ambos discursos, habría que citar el caso Vacher, en el que
se ha inspirado el film Lejuge et l’assassin. Sobre la filosofía del magistrado
encargado de este caso puede leerse “Les vagabonds criminéis”, por Four-
quet: Revue des deux mondes, 1899.
Ahora bien, a través del vagabundo, el objetivo último de
esta empresa psiquiátrica es el niño. La universalidad del
valor sintomático del vagabundeo, su facultad para atrave­
sar todas las variedades de la nosografía, procede de la idea
según la cual los componentes de la actitud vagabunda
arraigan todos, en mayor o menor medida, en la naturaleza
infantil, en su sugestionabilidad, su emotividad, su excesiva
imaginación.11El vagabundo es interesante en la medida en
que despliega al máximo todos los efectos patológicos de las
debilidades de la infancia cuando no son corregidas o encau­
zadas a tiempo. “¿Por qué la voluntad de un niño, aun de los
más dotados, suele ser tan vacilante y tan móvil? Ante todo
porque su cerebro, aún mal organizado, apenas es capaz de
mantener en equilibrio dos tendencias opuestas, y no le
permite ejercer una gran fuerza de abstracción. Esta debili­
dad de la abstracción es la causa de su incapacidad pará
sustraerse a las fascinaciones. Por consiguiente, cuando el
deseo de vagabundear, nacido de una curiosidad, de una.
atracción o de un ejemplo, se apodera del niño, si no está bajo
vigilancia, si las circunstancias le son favorables, si nada en
suma se opone a la realización de su deseo, se lanzará
fatalmente a la aventura, la cual puede degenerar en un fuga
completa.”12
Se comprende así el nacimiento de la psiquiatría infantil.
No está ligada desde un principio al descubrimiento de un
objeto propio, de una patología mental específicamente in­
fantil. Su aparición deriva de las nuevas ambiciones de la
psiquiatría general, de la necesidad de hallar un zócalo, una
base donde arraigar bajo la forma de una presíntesis todas
las anomalías y patologías del adulto, de designar un objeto
posible de intervención para una práctica que ya no quiere
limitarse a administrar reclutas, sino que pretende presidir
lainclusión social. El lugar de lapsiquiatría infantil se esboza
en el vacío producido por la búsqueda de una convergencia
entre los apetitos profilácticos de los psiquiatras y las exigen­
cias disciplinarias de los aparatos sociales.
Consideremos el libro oficialmente fundador de la psiquia­
tría infantil en Francia, la obra de Georges Heuyer Enfants
anormauxet délinquants juvénils (1914). No es que este libro
contenga gran cantidad de enunciados nuevos. Es notorio
11Sobre esta continuidad, véase Jean Hélie, Le vagabondage des mineu-
rs, 1899.
12Marie y Metmier, ob. cit,
que retoma trabajos y comentarios dispersos en el campo
psiquiátrico unos treinta años antes de su publicación. Pero
los reúne por primera vez en un objetivo táctico que está en
el origen de la posterior expansión de la psiquiatría infantil.
- El objetivo es explícitamente el siguiente: ¿Cómo preseleccio-
nar y pretratar a los ineptos militares, a los enfermos men­
tales, a los inestables profesionales? ¿Cómo identificar estos
elementos antes de que cometan algún daño? ¿Cómo orien­
tarlos por un camino que los separe de la población normal y
aplicarles un tratamiento que no los alcanzaba sino a poste-
riori?
En la práctica, esta táctica fue posible gracias a una
operación doble:
1. La designación de una institución .modelo: la escuela.
¿Qué vínculo existe, qué denominador común puede descu­
brirse entre los niños del servicio de anormales de Bournevi-
lle en Bicétre, y los niños de la Petite Roquete, encarcelados
por robo, vagabundeo o insumisión a la autoridad paterna?
Respuesta: el comportamiento escolar. A modo de prueba,
una serie de fichas de observación sobre niños delincuentes,
anormales de asilo y otros internos de las escuelas de perfec­
cionamiento. En las tres categorías, la mezcla, aunque difie­
ra, comporta siempre los mismos ingredientes: inestabilidad
y debilidad, perversión. Por consiguiente, la escuela puede
ser considerada “un laboratorio de observación de las tenden­
cias antisociales” (Heuyer).
2. La atribución del origen de los trastornos a la familia. Si
sé consideran las fichas utilizadas por Heuyer, puede notarse
dos órdenes de preguntas. Las primeras relativas ala disci­
plina: ¿quién vigila al niño en la casa? ¿Cuál es la modalidad
de vigiláncia, débil o brutal? ¿Iba el niño a la escuela? ¿Cómo
era su conducta durante el recreo? Y, luego, otra serie de
preguntas que abordan con sumo detalle las anomalías mor-
fológicas y los antecedentes patológicos de los padres. ¿Cuál
es el estado normal de los padres o tutores? ¿Cuál es el estado
de Salud del padre (alcoholismo, tuberculosis, sífilis, crimina­
lidad), de la madre (mismos criterios, excepto que “prostituí
ción” reemplaza a “criminalidad”). Las carencias del niño
pueden relacionarse alternativamente con dos tipos de ca­
rencias familiares: la insuficiencia educativa y la existencia
de anomalías degenerativas. Así pues, la familia, más que el
enfermo, más que el niño con problemas, se convierte en el
verdadero lugar de la enfermedad, y el médico psiquiatra es
el único que puede discriminar en esa patología aquello que
depende de la disciplina de aquello que se refiere al trata­
miento orgánico.
El esfuerzo decisivo de esta psiquiatría infantil consiste,
pues, en un desplazamiento de la categoría jurídica del
discernimiento en provecho de la categoría de educabilidad.
De tal modo se da a sí misma los medios teóricos para ejercer
una función de decisión en el aparato de la justicia de
menores, donde propone una justicia del comportamiento
paralela y competidora de la justicia de los delitos. En un
momento en que la justicia de menores se constituye sobre la
base de una voluntad de sustituir el castigo por la prevención,
la represión por la educación, el psiquiatra aparece junto al
juez como animado por el mismo proyecto que él, pero
provisto de una capacidad teórica de estimación de la perti­
nencia de tal o cual proceso educativo tan sólo equiparable
con la capacidad jurídica del juez de menores para decretarla.
Entre ambas capacidades, no tardó en generarse la búsqueda
de una complementariedad idílica -por ejemplo, entre G.
Heuyer, A. Collin y H Rollet-, pero también desconfianza,
competencia; lo menos que puede decirse es que, en la dis­
cusión sobre la ley de 1912, triunfó la desconfianza.13 Una
mayoría de magistrados exigió que el examen médico de los
niños no fuera sistemático, pues estimaba que de otro modo
ellos mismos perderían su poder.
Durante el período de entreguerras, la colaboración entre
el médico y el juez de .menores se mantuvo muy limitada. Los
doctores Collin Alexandre, Orly, Boffas, Paul Boncour y
Roubinovich multiplican en un primer momento las publica­
ciones, exigen que el examen psiquiátrico sea obligatorio
para todos los niños delincuentes (Heuyer, en 1914, ya veía
en grande y subtitulaba su obra: “Necesidad de un examen
psiquiátrico para todos los escolares”). En 1917, Paul Bon­
cour y Roubinovich organizan un servicio de examen médico-
psicológico para jóvenes detenidos en la Petite Roquete
(varones). Se trata de una fórmula transaccional, puesto que
allí sólo estaban encerrados los menores objeto de una medi­
da de corrección paterna. No se tocaba aún la ley penal. En
1919, en Fresne, las niñas detenidas eran sometidas a los
13Véase André Collin y Henri Rollet, Médecine légale infantil# , 1920.
127
mismos exámenes. En 1925, gracias a la iniciativa de Henri
Rollet, de la facultad de medicina de París y del Patronato de
la infancia y de la adolescencia, nace la clínica de neuropsi-
quiatría infantil, que luego sería dirigida por Georges Heuyer.
Destinada en un principio a los niños del patronato, y por
tanto fuera de la esfera judicial directa, expande progresiva­
mente su actividad a niños llevados al lugar por sus propios
padres, o a instancias de los maestros de escuela; luego, se
extiende a los niños que le envía el tribunal de menores de
París. Recién en 1927, esas iniciativas reciben una aproba^
ción oficial, puesto que la cancillería autoriza a título de
ensayo el examen médico-psicológico de los jóvenes deteni­
dos. En 1932, esta medida se extiende a todos los acusados
libres que desean someterse al examen.u
No obstante, la lectura de las múltiples producciones de
esta clínica de neuropsiquiatría infantil del período de entre-
guerras transmite la sensación de una suerte de estanca­
miento. En torno a Heuyer se reúne toda una escuela de
psiquiatras de la infancia que van a refinar al extremo las
clasificaciones, inventar variedades infinitas de perversos,
publicar estadísticas indignantes sobre las tasas de patología
mental entre los jóvenes delincuentes (80%). Espectacular
afirmación de un saber que sin embargo no corresponde a un
poder real. Se les dan algunos cobayos para ocuparlos y
mantenerlos a distancia. Tan sólo cuando pongan algo de
psicoanálisis en su psiquiatría causarán menos temor y se
dudará menos en recurrir a ellos.
3. A primera vista, no se comprende por qué el psicoanáli­
sis no se introdujo en el campo de la justicia para menores
hasta la posguerra. Su nacimiento es contemporáneo del
tribunal.de menores, tiende a tratar temas de pedagogía, se
interesa en grado sumo por la organización familiar, en
síntesis, constituye en teoría el discurso ideal para los prota­
gonistas de una prevención de la inadaptación infantil. En el
movimiento general de higienización, la psiquiatría, nacida
con Magnan, Heuyer, Dupré y consortes, parecía tener allí su
lugar natural. En efecto, esa campaña apunta a las taras
orgánicas de las capas pobres, la tuberculosis, la sífilis, el
alcoholismo. El “pauperismo psíquico”, según la bella expre­
sión de Heuyer, forma parte de ese haz de males, y de hecho
u Sobre todos estos esfuerzas, véase el libro de H. Gaillac, Les maisons
de correction, 1830-1945, Cujas, 1971.
suele ser el resultado de estos últimos. Entonces, ¿por qué esa
psiquiatría experimenta tantas dificultades para armonizar
sus actividades con la justicia de menores, siendo que las
animan idénticas intenciones? ¿Qué tiene el psicoanálisis
que la psiquiatría no tenía, y que le abre de par en par las
puertas en cuyo umbral permanecía desde hacía más de
treinta años?
A menudo se da como respuesta la clásica resistencia a las
ideas nuevas, la reacción ante el descubrimiento del incons­
ciente de los espíritus cartesianos más ocupados en clasificar
que en ponerse a la escucha ardua de aquello que podría
perturbar su confort mental. Esta respuesta no es válida,
puesto que el psicoanálisis es tan antiguo como la psiquiatría,
y está última ya creía haber descubierto el inconsciente en la
raza, esa instancia oculta respecto de la cual observaban
variaciones de la voluntad moral. También suele recurrirse
a un argumento más materialista: el interés, la defensa
corporativa. Pero tampoco resulta convincente. Por no citar
sino a uno, el omnipresente Georges Heuyer no perdió ni un
ápice de su estatus social al reconocer tardíamente los méri­
tos del psicoanálisis. En 1946 es nombrado profesor de la
primera cátedra de neuropsiquiatría infantil y presidiría los
destinos de la nueva paido-psiquiatría revisada y corregida
por el psicoanálisis; gobernó cómodamente esa sociedad
floreciente dando el mando ya a la psiquiatría, ya al psico­
análisis. Comprender el destino social de un saber requiere
localizar las razones de su pertinencia, hallar el vínculo
existente entre sus propiedades discursivas y los problemas
planteados por el funcionamiento de las instituciones. ¿Cuál
era, pues, la inadecuación entre el discurso de la psiquiatría
clásica y el desarrollo de la justicia de menores?
Ya hemos visto que esta última implicaba una redistribu­
ción del mercado de las inadaptaciones. Se terminaron los
presidios para niños, las famosas colonias penitenciarias o
correccionales, focos de revuelta y objeto de escándalos. Y, si
la administración conserva algunos de ellos, lo hace a título
de solución “dura” para los clientes más reticentes. La mayor
proporción de menores reside en patronatos privados acepta­
dos por la justicia.15Estos organismos distribuyen a los niños
en establecimientos que se especializan ya en la formación
15Sobre las sociedades de patronatos, véase principalmente A. Constant,
Les sociétés de patronage, leurs conditions d'existence, leurs nioyens d^action,
1898,
profesional, ya en el tratamiento físico y moral (desarrollo de
la educación física y de la ideología del scoutismo), ya en lo
médico-psicológico (muy poco). El período de entreguerras es
un período de exaltación pionera en el misionariado pedagó­
gico. No pasaba un año sin que estallara algún escándalo en
los establecimientos para niños que aún tenían una discipli­
na estrictamente penitenciaria. Condiciones ideales para el
florecimiento de patronatos privados. Algunas cifras indica­
rán la importancia de ese abandono de la antigua corrección.
Antes de la creación del tribunal de menores, la cantidad de
jóvenes enviados a las colonias penitenciarias y correcciona­
les rondaba la decena de miles. En 1930, apenas quedan más
de mil. Sin embargo, el promedio anual de menores entrega­
dos a instituciones caritativas aumenta, de 479 en 1919 a 1860
en 1925, y alcanza los 2536 en 1930. Gracias al des-crédito
creciente de las casas penitenciarias en la opinión pública,
como consecuencia de las campañas de prensa, gracias asi­
mismo a la disposición de Ips magistrados de menores a
afirmar la singularidad preventiva de su misión, los patrona­
tos captan un máximo de niños, todos aquellos que no han
cometido delitos muy graves. Luego, los redistribuyen en sus
diversos establecimientos en función de sus particularidades
profesionales, correccionales o médicas; en función asimismo
de su disponibilidad de vacantes, puesto que se trata de-
mantener la rentabilidad de cada establecimiento mediante
el aporte de una cifra mínima de costo diario. Los organismos
privados instauran entre sí una sub-contratación oficiosa por
motivos indisociablemente técnicos o financieros. La práctica
de la libertad vigilada habrá de experimentar una evolución
paralela a las modificaciones de las técnicas de internación.
Entendida en un principio como una suerte de aplazamiento
del envío a la colonia correccional o al patronato, un primer
grado en la escala de penas, esta función de vigilancia será
transformada en provecho de una acción más gratificante,
para ellos en todo caso, de regeneración moral de la familia.
Aunque elegidos y comisionados por el tribunal, los delegados
van a aparecer como emanaciones del interés de lospatronatos,
pues se ocuparán de reclutar para estos últimos y no tanto de
aplicar las decisiones de tos jueces, de modo que actuarán
según su “deseo educativo”
Este somero cuadro de la evolución de la justicia de
menores durante el período de entreguerras era indispensa­
ble para comprender las líneas de reorganización de la
educación vigilada a partir del gobierno de Pétain y de la
Liberación, y sobre todo el lugar central que va a ocupar en
ella una psiquiatría enmendada por el psicoanálisis. Esque­
máticamente, diremos que la forma extensiva e intensiva de
las prácticas educativas establecidas por los patronatos y los
delegados benévolos volvió inadecuada la psiquiatría clásica
defendida por la clínica de neuropsiquiatría infantil, mien­
tras que el aparato judicial descubría contradictoriamente la
utilidad, y aun la necesidad, de recurrir a un especialista
aliado, a fin de restablecer su dominio sobre las prácticas de
vigilancia.
En lo relativo a las prácticas, ¿para qué podía servir la
psiquiatría? Para los benévolos delegados a cargo de la vigi­
lancia de los niños en sus familias y de la moralización de
estas últimas, constituía tanto una limitación como un ins­
trumento. En efecto, ¿qué decía de la familia de un niño con
problemas? O bien esta última no asumía adecuadamente su
tarea educativa, lo “condicionaba” progresivamente a volver­
se perverso, en cuyo caso era necesario sustraerle de inme­
diato el niño; o bien tenía una tara genética (degeneración),
sanitaria (tuberculosis) o social (miseria), y entonces era
necesario sacar al niño de su seno y colocarlo en un estable­
cimiento adaptado. La dureza de estos diagnósticos incomo­
daba. Por supuesto, prestigio de la ciencia obliga, los delega­
dos anotaban escrupulosamente las taras familiares. Pues
siempre podrían servir como un medio de presión eventual.
Sin embargo, un diagnóstico sistemático como el que exigían
los médicos habría prácticamente anulado su acción, ese
sueño de una moralización pacífica en el seno familiar. Por lo
demás, el principio del diagnóstico alternativo -enfermo o no
enfermo—podía volverse contra ellos en provecho de las
familias que, a falta de trastornos médicos comprobados, ha­
brían tenido a disposición un medio para recusar la interven­
ción. Por tal motivo, la clínica de Heuyer se consagra, a partir
de 1930, a la difícil tarea de flexibilizar su grilla de análisis;
se pone a la búsqueda de parámetros manipulables para una
acción educativa. Y descubre, en primer lugar, el concepto de
reacción de oposición en el niño (Heuyer y Dublineau, Revue
médico-social de l’enfance, 1934). Magnífica síntesis del con­
dicionamiento pavloviano a la perversidad y del freudiano
complejo de Edipo. Se criticaba el mal ejemplo dado por los
padres o se lo imputaba a la patología, cuando no a una tara
congénita. Para resolver el dilema, Heuyer y Dublineau
a n u n c i a n : más que el ejemplo.en sí mismo, lo que cuenta es
el estado del niño en el momento en que recibe ese ejemplo.
Unos buenos padres pueden tener hijos rebeldes si estos
últimos están celosos de uno de sus hermanos o perturbados
por una sorda hostilidad en el clima familiar. Un buen padre
puede "congelar” a su hijo en un estatuto de rebelde si no
digiere la necesaria, pero pasajera, oposición del niño en la
edad en que debe afirmarse. La recepción del ejemplo será
buena o mala, el niño será normal o dará pruebas de indisci­
plina, de sueño, de pereza, robará, intentará suicidarse,
según exista o no en el ambiente familiar un clima de celos,
una severidad excesiva del padre, etc. Una mínima resisten­
cia del hijo es normal (complejo de Edipo) pero, si crece,
quiere decir “que la afectividad personal del niño no vibra en
consonancia con la del medio’5. En una segunda etapa viene
el análisis de las perturbaciones en el niño, consecutiva de las
disociaciones conyugales. A partir de 1936, florecen, en torno
a Heuyer, artículos y tesis que prueban, basados en estadís­
ticas, el efecto negativo de las separaciones, de los divorcios,
de las viudeces, y aun de las familias numerosas pobres,
puesto que implican una gestión de los niños casi unilateral­
mente materna. La teoría freudiana de la carencia de imáge­
nes parentales coincide así con el clásico análisis del medio.
Tan sólo cuando disponen de este apoyo, los psiquiatras
pueden comenzar, en vísperas de la última guerra, una
enseñanza a los trabajadores sociales y a las damas de obras
benévolas.
Para los patronatos y sus establecimientos, la psiquiatría
no estaba mucho mejor adaptada. Por supuesto, estos orga­
nismos tenían un problema de distribución de los menores
según las particularidades de cada uno de sus establecimien­
tos. A tal efecto, instauran algunos centros de observación
regionales (en Lyon, en particular), a fin de organizar la
distribución de los niños. Estos lugares toman nombres
médicamente ostentosos, pero su finalidad es más evaluar el
comportamiento, la docilidad y las aptitudes de un marco
colectivo y disciplinario que producir un diagnóstico y un
pronóstico médico preciso. Pues, de todos modos, para esta
gente animada por un febril entusiasmo educativo, la voca­
ción de la psiquiatría por discriminar a priori a los educables
de los no educables tenía el efecto de una instancia inhibido­
ra de su sacrificio y de su competencia. Introducía, en el fruto
de esas bellas empresas, el gusano de la duda científica en
cuanto a la validez de sus resultados. En el corazón de ese
malentendido está la noción de perversidad.
Lejanamente derivada de la “degeneración moral” según
Morel, el eminente doctor Dupré la entroniza en el firmamen­
to de la nosografía psiquiátrica durante el congreso de alie­
nistas de lengua francesa de Túnez en 1910. Dupré es un
psiquiatra militar asignado a los batallones disciplinarios
coloniales. Tras observar la escoria del ejército en sus bata­
llones disciplinarios africanos, va a elaborar “científicamen­
te” la definición de “perverso”. ¿Qué es, pues, un perverso? Es
un individuo “anemotivo, inafectivo, insincero, inintegra-
ble”. Todos ellos son rasgos que caracterizan un “fondo
mental” animado por “una disposición al hedonismo exclusi­
vo con profunda necesidad de la vida ‘fiestera3, inclinación
por las soluciones fáciles, rechazo del esfuerzo inmediato”,
“un subversismo ideológico moral con adhesión racionaliza­
da a la conducta presentada; toda la personalidad está
polarizada en la maleficencia; estamos frente a un sistema
coherente, perfectamente organizado, que da total satisfac­
ción al ‘sujeto’”; “para coronar el todo, una suerte de rigidez
orgullos a con extrema susceptibilidad e interpretación siste­
máticamente malintencionada de las intenciones de terce­
ros. No se les puede decir nada y tienen derecho a decirlo
todo”.
En su tesis sobre los niños anormales (1914), luego en su
clínica de neuropsiquiatría infantil (1925), Heuyer se propu­
so “aplicar” esa definición de “perversidad”, pues lo conside­
raba de interés para una psiquiatría que buscaba hacerse un
lugar en los aparatos disciplinarios. Si la disciplina más rada,
la de los batallones africanos, no ha podido acabar con la
irreductibilidad de ciertos individuos, se debe a que puede
existir un fondo mental estructuralmente orientado hacia las
actividades antisociales; se debe a que hay una constitución
perversa, al igual que las constituciones paranoicas revela­
das por Kraepelin por esa misma época. Entonces el papel del
psiquiatra profiláctico consistirá en detectar los signos pre­
coces y anunciadores de esa constitución, la tendencia incoer­
cible al latrocinio, la incurable disposición a la mentira, la
propensión a hacerse la rata, el gusto por las burlas crueles.
Pregunta de rigor que la clínica de neuropsiquiatría infantil
debe plantear frente a cualquier niño: ¿es un perverso? ¿Se
trata de una perversidad instintiva (por lo tanto, congénita)?
¿De una perversidad adquirida (como consecuencia de una
e n f e r m e d a d , de una encefalitis, por ejemplo: en los años
veinte, una epidemia de encefalitis proporcionó a Heuyer una
cantidad considerable de cobayos), de una perversidad pro­
ducida por malos tratos (condicionamiento)? Según esta
escala, cuanto menor fuera la gravedad del mal, tanto mayo­
res eran las posibilidades de educación. Pero, lo importante
es que el psiquiatra basaba su voluntad de intervención en la
figura hegemónica del perverso, por lo tanto en la detección
de lo ineducable, en tanto que los jueces de menores, los
patronatos y los benévolos postulaban la educabilidad a
priori de todos los menores, a riesgo de sancionar sus fracasos
finales por el recurso al etiquetado psiquiátrico. Digamos que
los psiquiatras y los educadores tomaban el proceso educati­
vo en sentido rigurosamente inverso y, por tanto, no podían
entenderse.
A partir del desarrollo de los métodos educativos, la
apertura del abanico de dispositivos de acogida y de trata­
miento, y la organización de la acción educativa en régimen
abierto, la noción de perverso así entendida poco a poco cae
en descrédito. En 1950, la revista Rééducation se propone
hacer un balance del recurso a esta el asificación en la práctica
de magistrados, educadores y psicólogos. Dirige un cuestio­
nario detallado a los miembros más notables de estas profe­
siones: ¿El médico debe utilizar el término “perverso” en su
diagnóstico? ¿El juez debe renunciar a tomar una medida
educativa en presencia de un “perverso” para dictar una
medida penal o de defensa social? ¿El educador debe conside­
rarlo como un sujeto ineducable, y posicionarse en su contra
atrincherándose en una desconfianza sistemática? En las
respuestas, se registra una cifra bastante importante aún de
irreductibles partidarios del etiquetado “perverso”. Sin em­
bargo, el tono general lo dan los educadores: “La noción de
perversidad solo debe ser utilizada en la práctica con extrema
prudencia. Aplasta al niño y ya se ha probado que a menudo
se comete un error en el diagnóstico. Desalienta al educador,
súme su espíritu en la confusión. Cuesta imaginar que esos
jóvenes, al término de su residencia, puedan tener el valor de
enfrentarse con un perverso instintivo sí les son confiados
con el pronóstico desesperanzado que implica clásicamente
esa noción”. En nombre de los psicoanalistas también, nue­
vos aliados de los educadores, Juliette Favez-Boutonnier
declara: “En tanto psicoanalista, tiendo ano admitir la noción
de perversidad constitutiva, y siempre que trabajé con niños
pequeños etiquetados como tales, tuve la impresión de que se
trataba de niños particularmente perturbados y difíciles, y
no de perversos propiamente dichos. Los sujetos que corres­
ponden al cuadro clínico clásico de las formas de perversión
aparecen menos como los representantes de una suerte de
especie humana particular y monstruosa que como las for­
mas graves de trastornos de carácter”. Así pues, del perverso
se pasa lentamente al inadaptado. El cuadro es el mismo,
pero la etiología cambia: carencias relaciónales en las fami­
lias que engendran inmadurez y agresividad. La histérica
experimenta el mismo destino, y aun el débil mental, que
ahora recibe esa etiqueta con un correctivo etiológico: “débil
mental por insuficiencia del medio”.
Lenta disolución de la trinidad maléfica con que se originó
la psiquiatría infantil: en el centro, el pequeño perverso, esa
eminencia gris del mal, que, por un lado, seduce de la
pequeña histérica y la arrastra a la fuga y, por otro, empuja
al joven débil mental a cometer actos antisociales aprove­
chando su docilidad y el carácter primario de sus instintos.
Ya no se los designará por su confluencia en los senderos
escarpados de la aventura contraías reglas del Bien, sino por
su extravío en el oscuro dédalo de los trastornos relaciónales.
¿Inauguración de una nueva edad de oro de la pedagogía,
guiada esta vez por las luces de una ciencia de lo invisible, y
ya no por los decretos de un saber que sólo quería inscribir en
los cuerpos los estigmas de sus diagnósticos? En ese mismo
número de la revista Rééducation, figuran dos textos cuya
comparación posterior permitirá medir el alcance y los lími­
tes de la introducción del psicoanálisis en el campo de la
reeducación. Dos textos marginales en este contexto, ya lo
veremos, puesto que uno de ellos es de Fernand Deligny, y el
otro ha sido construido a partir de fragmentos de un opúsculo
poco conocido de Jean Genét titulado L'enfant críminel.
Deligny responde para recusar la cuestión: “Ya no leo las
revistas ni los libros que debaten esa clase de problemas. [...]
Conocí y frecuenté a un médico, psiquiatra experimentado,
que, en el servicio de niños que dirigía, detectaba perversos
por todas partes, y tantas huellas de sus perversiones como
vidrios rotos, tostadas robadas y baños tapados hallara. [...]
El médico que lo sucedió era, por el contrario, intransigente
respecto de varios puntos de doctrina, entre los cuales figu­
raba el siguiente: nada de perversos. No quería ver ningún
perverso. Quería, para sí, la camisa blanca limpia cada
mañana y ningún perverso en su servicio. [... ] En ese estable­
cimiento, todo ocurría, en suma, como si el ‘perverso’fuera un
mito psiquiátrico cuya piel, o más bien cuya envoltura estu­
viera hecha con ese tejido particularmente impermeable y
extensible que segrega toda discusión sobre las definiciones
y cuya presión interna (por ende, la ampliación, la enverga­
dura de presencia) estuviera alimentada por todos los subpro­
ductos destilados generosamente por las atmósferas concen-:
tracionarias”.
Jean Genét acaba de salir de la cárcel gracias a la interven­
ción de Sartre. La radio lo invita a participar de un programa
para exponer su concepción de la infancia criminal. Acepta
con la condición de poder llevar al programa el interrogatorio
de un psiquiatra oficial. Exigencia rechazada, y se conforma
con publicar el texto de su alocución en un pequeño folleto del
cual un delegado de la Protección de la Infancia, Henri
Joubrel, habría de extraer algunos elementos bajo el título de
“Jean Genet, perverso, y que se jacta de serlo...’’: “El joven
criminal exige que su castigo sea impiadoso. El niño confiesa
con una suerte de vergüenza que acaba de ser absuelto o que
se lo ha condenado a una pena leve. Anhela rigor. En su fuero
interno, alimenta el sueño de que su pena será un infierno
terrible. [...] El niño criminal es aquel que ha forzado una
puerta que daba a un lugar prohibido. Desea que esa puerta
se abra sobre el paisaje más bello del mundo; exige que el
presidio que ha merecido sea feroz. Digno, en suma, del
esfuerzo que ha hecho para conquistarlo. [...] Desde hace
algunos años, algunos hombres de buena voluntad procuran
suavizar todo esto. [..,] Semejante empresa de corrupción no
me conmueve mucho, pues aquello que conduce al crimen;:
es el sentimiento romántico, la proyección de sí mismo en la
más peligrosa de las vidas. [...] No saben adonde aventurarse,
pero siempre lo hacen fuera de casa. Y me pregunto si usted es
no los persiguen también por despecho, porque los despre­
cian y abandonan...”-
Dos textos muy próximos sin duda por el humor y la ironía
que manifiestan con respecto a los bienpensantes del univer­
so correccional, pero en cuyo contenido cada cual hallará con
placer o displacer el señalamiento de un malentendido fun­
damental inscripto en el corazón de la pretensión educativa.
En este caso, un cruce entre el deseo del educador que
procura despegarse de toda referencia al castigo para resul­
tarle más agradable al delincuente, quien a su vez prueba la
consistencia de su p erson alida d me diante la importante ia do la
sanción que lo atañe. Sea como fuere, ambos dejan traslu cir
el temor que obsesiona al aparato judicial en su voluntad de
reformar y sustituir la coerción por la educación. Pues ¿cómo
no temer que, una vez liberado de sus murallas, ese aparato
que ya no opone su violencia a quienes lo desafían, que ya no
los reconoce, genere como contrapartida una exacerbación de
la violencia de estos últimos? ¿Cómo no temer que, sin
coerción, la relación educativa desarrolle como sola regla del
juego la seducción mutua y sin fin entre aquellos que solo
desean una aventura contra las reglas del bien y aquellos que
no quieren sino el bien de los primeros; el educador que es
cada vez menos educador a fin de seducir a un ser que, por el
contrario, existirá tanto más a sus oj os cuanto más despliegue
los oropeles de su audacia? En esa instancia, interviene el
psicoanálisis como principio rector de una posible flexibiliza-
ción del castigo, de ese aflojamiento controlado de la vigilancia.
Sin duda alguna, el psicoanálisis no es el único discurso
requerido en este proceso, pero es a todas luces el más eficaz.
Revela la fisura, la falta que estaría detrás del exceso del
delincuente, desplazando su resultado del acto hacia la palabra.
El delincuente será interesante en la medida en que se haga
escuchar, y ya no cuando se haga el sordo a los imperativos
del orden. Por otra parte, el psicoanálisis retiene
constantemente al educador del lado correcto de ese juego de
seducción que va a emprender con el delincuente controlando
sus inversiones libidinales y sus identificaciones. Este es el
nuevo paisaje de la educación vigilada. Una dilución progresiva
de las estructuras espaciales de corrección impulsada por un
deseo educativo que se pretende sin trabas, pero que sólo
llega a ser tal cosa mediante una sustitución de la coerción de
los cuerpos por el control de las relaciones. Por lo demás, en
el horizonte extremo de ese proceso, ahí donde el “medio” se
vuelve tan abierto que ya nada puede controlarse, ahí donde
el educador frecuenta al delincuente sin balizas ni protecciones,
reaparece el cordón policial que persigue indistintamente a
ambas partes de este oscuro diálogo. Obsérvese la violencia
de las disputas entre el aparato policial y los educadores de
pob] ación en situación de calle, quienes invocan el secreto
¡profesional para no practicar la delación que se espera de
f ellos.
■;Misma pertinencia del psicoanálisis en la temible cuestión
del vínculo entre la justicia de menores y la enorme adminis­
tración de la Ayuda Social a la Infancia. En 1973, el diputado
Dupont-Fauville publica un informe: Pour une reforme de
l’A ide sociale á l’enfance, en gran medida realizado por una
comisión animada por el doctor Soulé, psicoanalista. ¿Cómo
disimular el enojoso incremento de los efectivos de la Ayuda
Social a la Infancia? ¿Cómo imponer una racionalidad técnica
al funcionamiento de un aparato cuyo crecimiento es produc­
to de una connivencia tácita entre asistentes y familias que
se complacen mutuamente amparados en el mito de la protec­
ción? Protección de las familias por parte de la Ayuda Social
a la Infancia, que las retiene bajo su influencia para evitarles
la intervención judicial. Protección de los niños contra las
familias, entregándolos a una nodriza o aun establecimiento.
No es sorprendente, se exclama el doctor Soulé, que con
semejantes procedimientos la Ayuda social se vuelva tan
pletórica. Con esas asistentes sociales que se creen San
Vicente de Paul no bien ven a uii niño de familia pobre, o una
dama de caridad cada vez que tratan con familias necesita­
das. Persistente vicio caritativo, generador de un goce indi­
vidual pero perturbador, acelerador incluso, de las heridas
sociales. Esta actitud revela la sombra de las costumbres
clientelísticas contra las cuales los siglos xvm y xix ya han
combatido duramente. (Evidentemente, el psicoanálisis no se
expresa del todo en estos términos, pero traducimos fielmente
el espíritu de su intervención.) ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo
contrarrestar ese turbio juego de las familias y los servicios
sociales? En primer lugar, es necesario poner fin a esa
libertad que se arrogan las familias de abandonar a sus hijos
pequeños cuando les resultan demasiado costosos; abandono
que aprovecha abusivamente de la disponibilidad de la Ayuda
Social a la Infancia, de la excesiva fibra adoptiva de los
servicios sociales. Por consiguiente, sustituir las internacio­
nes apresuradas por formas de tratamiento de régimen
abierto, es decir, en él seno familiar, en vez de permitir que
estas últimas se desentiendan de toda responsabilidad. De­
jar á los niños en el seno familiar, pero controlar la educación
qué se les brinda. Más tardé, cuando sean adolescentes, la
internación en hogares de jóvenes trabajadores, por ejemplo,
puede resultar oportuna, pues permite una rápida socializa­
ción y evita que la familia vuelva a constituirse como un
bloque orgánico y autárquico. En segundo lugar, para luchar
contra la ambivalencia de los trabajadores sociales, para
separarlos de las redes de implicaciones afectivas y contra­
dictorias que mantienen con ia población de los casos sociales;
es necesario poner su trabajo bajo control psiquiátrico y
psicoanalítico. De tal modo, desaparecerán las elecciones
caprichosas en las internaciones, las prácticas de someti­
miento de las familias a la influencia de la asistencia. Por
último, en tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior: es
necesario revalorizar al juez de menores a los ojos de los
trabajadores sociales, mostrarles que este último, en virtud
de la solemnidad de sus funciones, puede tener sobre las
familias un “efecto más estructurante que traumático”.
Aún falta el último punto conflictivo, engendrado por el
desarrollo de las prácticas de prevención: la distribución de
los menores en los diferentes centros, la asunción de ese
problema de orientación por los patronatos y sus mecanismos
de subcon tratación, que se sustraen al control del juez. Era
necesario volver a tomar el control de ese sistema de selección
sin entrar en conflicto directo con los patronatos, esos aliados
indispensables de los técnicos de prevención, sin los cuales la
justicia de menores ni siquiera hubiera sido concebible. La
psiquiatría constitucionalista no podía servir para tal fin,
puesto que también ella procuraba quedarse con una porción
del dominio del juez de menores, reclamar su parte, parale­
lamente a la de los patronatos, para dejarle al juez la porción
mínima de los delincuentes patentados. Tripartición genera­
dora de conflicto, de sospechas, de usurpaciones mutuas, de
aberraciones institucionales. En esa ausencia de coordina­
ción entre servicios vecinos, la historia ha probado sobrada­
mente que aquel que dominaba el juego era, paradójicamen­
te, el sujeto a tratar y no la institución tratante. Gracias a su
enmienda psicoanalítica, la psiquiatría provee al juez el
medio para reunir en un solo haz y bajo su control jurídico las
diferentes categorías de niños delincuentes, asistidos o anor­
males. De ello da cuenta la génesis del concepto de “inadap­
tación infantil”. Hasta la última guerra, las obras sobre la
observación de los niños con problemas siempre utilizaban la
etiqueta de “anormales” (último registro, el de Nobécourt y
Bretonneix: Les enfants et les jeunes gens anormaux, 1939).
En 1943, el psicoanalista Lagache, cofundador de la psiquia­
tría de sector Le Guillant, y por supuesto Georges Heuyer,
establecen la clasificación de los “niños irregulares”. “Irregu­
lar”, esta palabra gusta porque no es demasiado médica, si
bien conserva la idea de anomalías transpuestas a un plano
más bien moral. En ese contexto pétainista, era conveniente.
Lo central de la clasificación será: 1. los enfermos mentales
y orgánicos graves, dependientes del hospital psiquiátrico, 2.
los deficientes intelectuales derivados, según su gravedad, al
hospital psiquiátrico, a los institutos médico-pedagógicos o a
los institutos médico-profesionales, 3. los que presentan
trastornos de carácter, distribuidos en los internados de
reeducación y los patronatos, 4. Ios inadaptados escolares,
enviados a los centros.médico-psico-pedagógicos, 5. los niños
que padecen deficiencias en su medio. No obstante, en 1956,
el término “inadaptación infantil” reemplaza oficialmente al
término “niños irregulares”. Esta evolución corresponde al
avance del psicoanálisis en los aparatos de tutela. ¿Por qué?
Porque el psicoanálisis traía una grilla de análisis que permi­
tí a sobre-codificar, fundir en un mismo molde, categorías de
niños que eran competencia tanto de lo judicial (niño delin­
cuente) como de lo asistencial (niñez desdichada y abandona­
da). La utilización de una codificación única, de una etiología
homogénea, proporciona al juez un instrumento decisivo
para la aprehensión a todo nivel de los niños con problemas.
En los centros de observación, en las consultas de orienta­
ción educativa, que florecen después de la guerra sobre labase
de ese concepto unificador de “inadaptación”, se observa una
transformación consecuente de dos modalidades primigénias
de saber sobre los niños: la encuesta social y la encuesta
psicológica. La encuestadora social debe tener mayor iniciati­
va de redacción, para poder dar cuenta de la “dinámica” de la
familia, dé sus “posibilidades” de evolución, y, por ende, ya no
debe limitarse a una mera constatación de la moralidad
presupuestaria, conyugal y educativa. La conversación deja
de ser esa gratificación mediante la cual se obtiene informa­
ción; pasa a ser la parte principal del trabajo: escuchar, hacer
hablar a las personas, iluminar las zonas oscuras de los
conflictos que dan origen al malestar que repercute en el niño.
Por consiguiente, se opera un bórramiento de las categorías
jurídicas que limitaban la encuesta a una mera estimación de
la moralidad familiar. Las indicaciones del tipo “falsa pareja”
(concubinato) o “pareja normal” (legítima) son reemplazadas
por indicáciones tales como “familia en situación de riesgo”.
En la encuesta médico-psicológica, los exámenes médicos, las
descripciones físicas, los tests, pierden importancia en prove­
cho de interpretaciones correctivas de esas “apariencias”
mediante uña explicación familiar de sus manifestaciones.
Confluencia de ambos tipos de saberes, aparición de una grilla
homogénea que establece diferentes niveles de comunicación
entre el comportamiento de los padres, el valor educativo de
una familia, las características morales de los niños y sus
problemas pedagógicos. Basta de juicio moral, de apreciación
jurídica, de etiquetas psiquiátricas, o más bien sí, pero como
recordatorio, vinculados con un continuum interpretativo que
no incrimina nada en particular y todo en general. Matriz
densa que teje una considerable cantidad de vínculos entre
elementos en apariencia menores, los ubica en una entrada
del circuito patogenético y deduce a la salida la indicación de
una inmadurez o de una agresividad merecedora de una
intervención de tal o cual orden. Y las familias pobres no
tienen conocimiento de esta matriz, puesto que toma a contra­
pelo sus experiencias cotidianas de la asistencia, de la repre­
sión, de la medicina, y las pone bajo su dependencia en el
campo del complejo tutelar, cuyas fronteras internas se bo­
rran y cuya frontera externa se vuelve inasible.
De tal modo, a través del psicoanálisis, el psiquiatra dej a de
ser rival del juez y se convierte en su aliado más indispensa­
ble, el relevo necesario para controlar por medio de un código
homogéneo la infinita deriva de las prácticas de prevención.
Proporciona a la acción educativa una técnica de intervención
que limita la imprevisibilidad del voluntariado y los avatares
del “deseo educativo”. Pone a su disposición un selector
flexible para la distribución de los menores y la elección de las
medidas a tomar. Controla la autonomía de los patronatos,
supera además las abruptas barreras entre lo asistencial, lo
médico y lo penal. Es la culminación de un movimiento por el
cual el psiquiatra deja su papel menor y excepcional como
último recurso frente a los casos difíciles y pasa a ser inspira­
dor declarado de las más ínfimas decisiones judiciales. El
papel simbólico del juez de menores adquiere relevancia en el
momento mismo en que disminuye su injerencia en los meca­
nismos de decisión efectiva. Pasa a ser el simulacro ostensible
de una jurisdicción que ahora también se apoya en los espe­
cialistas de lo invisible

c. L as p r á c t ic a s

En la última etapa de este largo viaje por el complejo tutelar,


describiremos su trabajo efectivo, sus prácticas cotidianas,
sus maniobras ordinarias. Resultado final, puesto que para
realizar esta descripción nos propusimos realizar un progresi­
vo desplazamiento de la mirada, desde la luminosa escena
oficial donde se toman las decisiones hacia la penumbra de las
moradas donde esas decisiones se ejercen. En primer lugar,
procuramos comprender cómo se articulaban el poder judicial
y el saber psiquiátrico, siempre intentado escapar a las fáciles
representaciones del desarrollo de los aparatos de Estado en
términos de excrescencia indefinida o de humanización aun
mayor, representaciones todas que permiten denunciar o
encomiar, pero nunca comprender. Ya hemos visto, en el
desarrollo de las prácticas educativas, el elemento en torno
del cual giraban las dos instancias psiquiátrica y judicial. Ya
hemos visto cómo la expansión las actividades correctivas
fuera del campo cerrado de la institución penal o del hospital
psiquiátrico “re dimensión aba” las posiciones del psiquiatra
con respecto a lo judicial; cómo el poder de decisión pasaba de
ese modo, progresivamente, de una jurisdicción penal a una
jurisdicción extrajudicial, pues la primera ya no servía sino
como garante y derivativo. Pero, precisamente, ¿a qué corres­
ponde, en el ejercicio de estas prácticas correctivas, la necesi­
dad de tal desplazamiento? Vemos claramente en qué sentido
impulsaron esta nueva organización estratégica de lo judicial
y lo psiquiátrico por la creciente imposibilidad de lo judicial de
controlar a esos nuevos técnicos, pero aún no vemos por qué
esas prácticas ya no pudieron ser controladas por el solo poder
judicial. Los primeros educadores y las primeras asistentes
sociales son impulsados por el poder judicial, que les dice:
“Hay una cantidad considerable dé niños mal cuidados que se
sustraen a toda autoridad. No queremos ni podemos mandar­
los a la cárcel. Vayan, vean qué sucede sobre el terreno. Hagan
todo lo necesario para que los padres cumplan con su deber.
No podrán rechazarlos, puesto que acabamos de hacer votar
una serie de leyes de protección de Iá infancia que los autori­
zan a imponerse a lá autoridad paterna. Les damos, pues,
poder para ejercer su autoridad y, en consecuencia, imponer­
se a la familia”. Ahora debemos tratar de comprender por qué
esa política de la familia expresamente judicial llegó a ser
asunto de las instancias psiquiátricas.
A continuación, proponemos la reseña rápida de una exten­
sa encuesta realizada por los servicios sociales de los tribuna­
les de menores de la región del norte (Lille y Valenciennes) y
de la región parisina (Bobigny), Ambas regiones fueron selec­
cionadas a propósito, para apreciar las variaciones ligadas a
la primacía de lo jurídico o de lo psiquiátrico. El análisis del
modo de constitución del código ha revelado un avance des­
igual de la infraestructura “psi” en los tribunales de menores.
En la región del norte, los servicios “psi” son mucho menos
importantes (sobre todo en Valenciennes) que en Bobigny,
donde el recurso al examen médico-psicológico es casi siste­
mático. Lo cual también corresponde a un fuerte desnivel
entre los regímenes industriales (antigua industria en el
NOrte, yacimientos de hulla y textiles;industria más reciente,
personal más móvil en la región parisina) y también entre las
formas de encuadramiento social (el Norte es la tierra original
del paternalismo). Procedimos a un examen sistemático de los
expedientes sobre infancia en riesgo (ley 1958 que autoriza al
juez de menores a intervenir cada vez que la salud, la seguri­
dad, la moralidad y la educación de un menor esté comprome­
tida). El objetivo era reconstituir en cada lugar la política de
la familia puesta en juego por los servicios sociales. A tal
efecto, era necesario reconstituir previamente los objetivos de
esos servicios, alcanzar las singularidades socio-culturales
apuntadas a través de las especificaciones jurídicas, médicas
o morales del caso; era necesario recomponer los efectos
logrados a través de la sucesión de medidas implementadas;
en síntesis, decodificar todo cuanto estuviera codificado.
En primer lugar, consignaremos los resultados de la re­
gión norte.
En la literatura de expedientes, bajo un sutil barniz psicoló­
gico, aflora un vocabulario más denso, más rico en notaciones
económico-morales, que permite identificar los principales
polos de la vida social sobre los que se focaliza la acción de los
servicios. Para presentarlos, utilizaremos el vocabulario ca­
racterístico de los servicios sociales: “familia inestructura-
das”, “familias normalmente constituidas pero rechazantes o
sobreprotectores”, “familias carenciadas”. No es que los ser­
vicios sociales procedan a este tipo de clasificación. Deonto-
logía obliga, para ellos solo existen casos particulares. Pero sí
enumeramos las características de las familias que reciben
esta clase de apelaciones, es fácil reconstituir los objetivos
sociales de los servicios según esas tres grandes constelacio­
nes y apreciar las diferentes tácticas que implementan en
cada caso.
' i .L a s fam ilias inestructuradas:
conversión o destrucción
Son aquellas familias cuyos rasgos dominantes (a los ojos de
los servicios del tribunal, por supuesto) son: la inestabilidad
profesional, la inmoralidad, la suciedad. Ejemplo, la familia
D. El padre, de treinta años, es camionero. Cambia a menudo
de empleador, suele estar ausente del hogar por su trabajo,
colecciona multas y acciones judiciales (ultrajes al pudor con
menores que hacían dedo, etc.). La madre, sin profesión, vive
en una vieja granja con su padre alcohólico y sordo, sus cuatro
hijos muy sucios, pues no hay agua corriente en la casa.
Suelen recibir jóvenes de paso, con los cuales “bailan en el
patio al ritmo de un transistor y se entregan a actos incalifi­
cables”. La hij a mayor está embarazada por obra de un “j oven
ocioso”. Para completar el cuadro de la familia inestructura-
da, es preciso imaginar a su alrededor un cortejo por momen­
tos mucho menos divertido. El padre T. pasa sus noches
disparando contra los postes de luz con una carabina, y sus
días en la cama con su mujer etílica y la cuñada débil mental,
mientras que sus hijos, desde los doce años, se inician en el
robo y en el vino tinto. O bien V, que persiste en frecuentar
las orillas del Sena con su caña de pescar, en vez de ir a la
fábrica, poniendo así en peligro la salud, la moralidad y la
educación de sus hijos; y luego, en desorden, todos aquellos
que no ven o ya no ven las ventajas de una vida de labor,
aquellos que ya no tienen trabajo, y aquellos que no tienen
apuro por encontrar uno; las mujeres que frecuentan a los
ñor africanos; aquellos que beben porque es costumbre en el
Norte, y aquellos que beben para olvidar que beben. En
síntesis, esa franja de la clase obrera en la que la mala
conducta se alia al fatalismo, mil veces descrita por los
moralistas y los higienistas, sobre todo durante el siglo xix y
en especial en esa región donde tarda más en desaparecer que
en otras partes.
En el origen de una intervención tutelar, siempre encon­
tramos el procedimiento de la denuncia, es decir, la notifica­
ción al juez de menores de la existencia de una situación
crítica en tal o cual familia por parte de instancias que
pueden ser públicas o privadas. En el caso de esta categoría
de familia, las denuncias proceden en la mitad de los casos de
otros servicios sociales: las asistentes sociales de las cajas
de subsidios familiares o las asistentes sociales del sector.
La pérdida del trabajo del marido o sus ausencias inmoti­
vadas pueden acarrear la supresión de los subsidios familia­
res. En ese caso, la asistente social, tras visitar a la familia,
manda un informe al juez de menores. En segundo lugar,
viene la policía y la intendencia. La primera interviene
cuando se la convoca para poner ñn a borracheras o a escenas
familiares demasiado ruidosas; la segunda, para reprimir a
las familias de marginales (los chatarreros, las familias
vagabundas instaladas en un baldío) que perturban la paz del
municipio. Por último, la escuela y los vecinos cierran la lista:
ausentismo escolar y cartas anónimas del estilo: “Me tomo el
atrevimiento de escribirle para informarle que alguien debe
intervenir en casa de los x, pues allí suceden cosas raras”.
Segunda etapa: el juez de menores, para establecer la
credibilidad de estas informaciones, ordena una encuesta a
los gendarmes o a los servicios sociales para saber si se
justifica la intervención del servicio de protección a la infan­
cia. La respuesta casi siempre es afirmativa, y suele apoyarse
en cuadros familiares cuyas constantes principales son: pere­
za del hombre, ligereza de costumbres de la madre, suciedad
y desnutrición de los niños, pese a su “buena salud aparente”.
En los informes, hay pasajes subrayados por el redactor o por
el juez, que parecerían estar en el origen de la decisión
tomada. A continuación, presentamos una muestra de esos
enunciados subrayados, extraídos de cinco expedientes se­
leccionados al azar:
— “Madre ligera que frecuenta los bares y deja a sus hijos
al cuidado del concubino... padre apático, indolente, displi­
cente... En cierta circunstancia, la menor tenía en su poder
un folleto de un género muy especial, titulado: La tarifa del
amor. Me han informado que una vez, en su habitación, la
muchacha se puso en una posición que dejaba a la vista casi
toda su anatomía.”
— “Madre linfática, desvergonzada, que a veces se embo­
rracha con su amante. El concubino tendería a vivir a sus
expensas... Las dos hijas (de siete y catorce años) asistieron
en una oportunidad a una escena sexual de la pareja, y
relatan lo que han visto a otros niños.”
— “La madre frecuenta asiduamente a los obreros de las
obras en construcción.,. El padre bebe regularmente... Las
hijas mayores vagabundean.”
— “La madre bebe mientras su concubino trabaja... En
ocasiones, abandona a sus hijos para irse con sus amantes.”
— “Hogar descuidado. La madre no parece estar del todo en
sus cabales... Él es muy irregular en el trabajo... El subsidio
familiar fue suprimido; ante semejante apatía, parece indispen­
sable internar a sus hijos en la Ayuda Social a la Infancia.”
Tercera etapa: la asistencia se hace cargo de los niños. El
promedio de tiempo de la tutela de esos niños es muy extenso:
ocho años, con un máximo de catorce. Sobre ellos se concentra
toda la batería de medidas de que dispone el tribunal de
menores, la asistencia educativa de régimen abierto, la tutela
con prestaciones sociales, las internaciones. No es fácil asig­
nar un plazo exacto a esta clase de tutela. Las intervenciones
a menudo solo terminan cuando los niños ya son mayores,
están casados o trabajando, y pueden volver a empezar
cuando ellos mismos procreen. De todos modos, al cabo de
algunos años, se constata una sensible modificación de la
situación de las familias, que las orienta ya hacia la promoción
controlada, ya hacia la destrucción pura y simple. La promo­
ción controlada puede consistir en facilidades para obtener
una vivienda con acceso a la propiedad, que condicionan un
cuidado de las compañías, la regularización en el trabajo del
marido. Las mejoras pueden no ser sino ficticias; por eso, los
servicios sociales siempre están vigilando a las familias por
medio de la tutela. En el otro polo, la destrucción resulta de la
internación sistemática de los niños no bien se tienen los
resultados de la encuesta social. Pero la destrucción también
puede venir después de años de tutela. En un primer momen­
to, la familia C. recibió una asistencia educativa de régimen
abierto, porque la madre no se ocupaba adecuadamente de su
hogar, pero luego se descubrió que el padre practicaba la
ausencia inmotivada al trabajo, lo cual ponía en riesgo la ob­
tención del subsidio familiar, y por lo tanto ponía en riesgo a
los niños. Por añadidura, el padre abandona definitivamente
su trabajo, bebe y le cierra la puerta en la cara a la asistente
social. Supresión del subsidio familiar, retiro de los niños del
seno familiar, conflicto éntre los padres, separación. A largo
plazo, en esas familias; se perfila una tendencia: el alejamien­
to del padre. Las parejas jóvenes e inmaduras, que descuidan
más de lo conveniente a sus hijos, suelen separarse. La mujer
regresa a casa de los padres con sus hijos, que entonces le
son restituidos, y trabaja. En términos generales, la mujer
simula rechazar al marido, lo cual le da derecho a la ayuda
social a la infancia, además de la certeza de recibir el subsidio
familiar. El marido vuelve a espaldas de la asistente social,
que, un buen día, se propone mostrar que no es ninguna tonta.
Y así, todo vuelve a empezar.
En términos formales, estas intervenciones sobre las fami­
lias inestructuradas adquieren, pues, el carácter de un cuer­
po a cuerpo decisivo entre los servicios y los asistidos. Estos
últimos, para recuperar a sus hijos, producen todos los signos
exteriores de moralidad que se espera de ellos: cura de
desintoxicación, limpieza de la casa los días de visita de la
asistente social, mudanza a un nuevo departamento (a riesgo
de no poder pagarlo, pero lo esencial es mostrar su voluntad
de cooperación), y sobre todo miles de cartas que dan cuenta
de un total arrepentimiento, de la firme determinación de
vivir como se debe. Pero ¿cómo pueden la asistente social o el
educador asegurarse de la veracidad de estos dichos y confiar
en ellos? En relación con estas profesiones de fe que a
menudo no son sino astucias de un día, se practica la restitu­
ción de los niños a cuenta gotas, se hace durar la tutela. Aun
cuando no representen sino un tercio de los expedientes, son
estas familias inestructuradas las que absorben la mayor
parte de las energías de los servicios sociales. Constituyen su
blanco predilecto, como bien lo señala el alto porcentaje de
denuncias procedentes de los servicios sociales mismos. ¿Por
qué? Sin duda a causa de la naturaleza del supuesto peligro,
mezcla irresistible de inmoralidad y falta de higiene, sexo y
suciedad, que representan para ellos el terreno ideal para
realizar su vocación doblemente moral y médica. De ahí ese
intervencionismo incesante que por momentos promueve, a
menudo destruye y siempre reemplaza la autarquía, la des­
preocupación y la truculencia por la dependencia.
2. Las familias normalmente constituidas
pero rechazantes o sobreprotectoras:
culpabilización y designación de chivos emisarios
Esta extraña apelación corresponde de hecho a una “cliníza-
ción” de las condiciones de vida más difundidas en la clase
obrera. En todos los casos en que funciona esa incriminación,
el cuadro es el siguiente. Una familia obrera numerosa en
una vivienda moderna pero estrecha. Para poder ocuparse de
los más jóvenes, la madre expulsa a los mayores. Es lo que se
llama una madre “desbordada”. Al regresar del trabajo, el
padre pide que lo dejen tranquilo y enciende la tele o lee el
diario en vez de brindar cuidados educativos a sus hijos. Es
lo que so llama un padre “poco disponible”. La vida en la calle
constituye, pues, una buena parte del marco de existencia de
Iós menores, con todas las consecuencias que esto acarrea en
cuanto a las “malas compañías” y la exposición al control
policial. Entonces, si los padres se anticipan al arresto poli­
cial de sus hijos y previenen a una asistente social, se dirá que
son padres “rechazantes”; si los encubren por considerar que
sus callejeos no son tan graves, y mucho menos culpa de ellos,
se dirá que esos padres son “sobreprotectores”.
Las denuncias provienen en partes más o menos iguales de
la familia o de la policía y los servicios sociales. Por lo general,
las cartas de los padres procuran conciliar un pedido de
fortalecimiento de su autoridad con un discurso que no
parezca una denuncia: “Tengo el honor de solicitar su inter­
vención para uno de mis hijos que tiene diecisiete años y se
niega a obedecerme. Pese a su ánimo y bondad, sale con
desconocidos hasta muy tarde en la noche. Aunque lo pongo
en penitencia durante la semana, y aun el domingo, ence­
rrándolo en su cuarto, o le escondo la ropa, algunas veces
logra escapar”. Semejante pedido casi nunca es rechazado por
el tribunal de menores, pero matizando bastante el estilo de
la respuesta. Los padres le piden al juez que cause en sus hijos
un temor saludable, que muestre estar del lado de los padres,
que el niño debe obedecerles. Ahora bien, en lugar de la
amonestación deseada, el juez de menores, teniendo en
cuenta la encuesta social, se inclina por una asistencia
educativa que no tiene en absoluto el mismo sentido, puesto
que pone al adolescente bajo la influencia del complejo
tutelar, induce su alejamiento de la autoridad de la familia
hacia una autoridad social, lo dirige lentamente hacia un
hogar de jóvenes trabajadores o algo similar, todo ello para
evitar que contamine a sus hermanos, para que los padres
puedan dedicarse a los más jóvenes.
Con las familias “normales”, la táctica es, pues, muy dife­
rente de aquella que se observa en las familias inestructura-
das. El objetivo entonces era convertir o destruir. Ahora se
trata dé garantizar la función de la crianza y poner enjuego
una función disciplinaria antes que fortalecer una posición de
autoridad. Todo sucede como si el aparato tutelar transmitie­
ra a las familias populares el siguiente discurso: “Envíen a sus
hijos a la escuela, al centro de enseñanza técnica, en calidad
de aprendices, a la fábrica, al ejército; vigilen sus compañías,
su empleo del tiempo, sus desplazamientos. La vacuidad, ese
es el peligro. Si ustedes no se ocupan de ellos, nosotros nos
encargaremos de hacerlo, nosotros reinyectaremos a sus hijos
en los dispositivos disciplinarios. Con la sola diferencia de que
a la lista de estos dispositivos añadiremos los hogares de
jóvenes trabajadores, los hogares de acción educativa, los
internados de reeducación y la cárcel”.
3. Las familias carenciadas:
ayuda social
Llamemos así a las familias en que el padre o la madre, o bien
ambos, han muertos o son víctimas de una incapacidad de­
cisiva. Por ejemplo, la familia B., el padre, setenta años, con
una silicosis avanzada, la madre desaparecida desde hace
diez años, expulsadapor elmarido. Vive con sus tres hijos (de
diecinueve, dieciséis y once años) en una casita que pertenece
a las hulleras nacionales, cuya propiedad le corresponde
hasta su muerte inminente, y nada obliga a las hulleras a
dejarle esa casa a los hijos. Es la categoría de los tullidos, de
los mutilados en el trabajo o en la cárcel. En el Norte, con la
mina y la severidad de la Corte penal de Douai, son muchos
los que están en esa situación. Encabezando esta categoría,
figuran las discapacidades del padre por enfermedad profe­
sional, reconocidas o no. Silicosis, asma, bronquitis crónica,
tres de cada cinco casos en Valenciennes, uno de cada tres
casos en Lille, donde las hulleras nacionales emplean menos
personas, entre las cuales el porcentaje de árabes es muy
alto. El cuadro es casi siempre el mismo: a partir de los
cincuenta años, el hombre declina seriamente y sus activida­
des se reducen. Si no muere, su impotencia y el carácter
irrisorio de su pensión por invalidez no tardan en producir un
conflicto con la esposa, que suele ser mucho más joven, sobre
todo en el caso de las familias magrebíes (hasta veinte y
treinta años de diferencia). Entonces, o bien conservó bastan­
tes fuerzas para echarla, o bien él es quien se hace echar, y su
horizonte es algún cuartito en un café-hotel árabe. En el caso
en que la diferencia de edad es menor, la invalidez no es una
causa particular de ruptura. Simplemente se invierten los
roles: el hombre se queda en la casa y se ocupa de los niños;
la mujer trabaja como empleada doméstica fuera del hogar.
Escasos ingresos que no le impiden a la familia vivir al ritmo
de las sucesivas evaluaciones de la tasa de invalidez, ni
entrar en la triste cohorte de los “asistidos”. Por orden de
importancia decreciente, la segunda causa de carencia es la
muerte prematura de uno de los padres, con la consecuente
situación dramática que trae aparejada según se trate de la
madre o del padre. Finalmente, la última sección: los padres
ausentes por causa de detención penal o internación psiquiá­
trica. Aquí se trata sobre todo de casos penales, y las conse­
cuencias de las ausencias por motivos psiquiátricos deben ser
administradas de manera autónoma por la dirección de la
Acción Social.
En los casos de protección a la infancia, el origen de la
intervención judicial se reparte asimismo entre las familias
mismas y los servicios sociales. La mediocridad de las pensio­
nes por invalidez, la muerte de uno de los padres o la
separación, empujan a los sobrevivientes a solicitar la Ayuda
Social a la Infancia, ya para obtener dinero —es el caso más
frecuente-, ya para deshacerse de una boca inútil. En cuanto
a las denuncias realizadas por los servicios sociales, resultan
de una vigilancia previa de ía familia efectuada por las
asistentes del sector o de las cajas de ayudas familiares.
En cuanto a las medidas, la tendencia general es la
internación parcial o total de los niños, no sin alguna Asis­
tencia Educativa en Régimen Abierto y otras tutelas. A
continuación, presentamos un cuadro de las probabilidades,
por orden creciente, de internación conforme a las diferentes
configuraciones posibles de los datos propios de esta catego­
ría de familias:
1. Madre sola, con muchos hijos pequeños. Gastada por los
embarazos, absorbida por los crios, queda prácticamente
descartada la posibilidad de que pueda entregarse a una vida
de perdición o tener un concubino, siempre sospechoso de
desviar a su favor el dinero de los subsidios. Por lo demás, la
internación de ocho o diez niños es imposible. Para esta clase
de mujeres, los servicios sociales despliegan una energía
máxima con el objeto de brindarles una vivienda nueva, o
facilitarle los trámites administrativos, escolares u otros.
Una mínima tutela para las prestaciones sociales se impone,
pese a todo, en los casos de mujeres árabes,
2. Cuando la madre vive con uno o dos hijos, la situación es
mucho más difícil. Los subsidios familiares no le permiten
vivir; si el niño es muy pequeño, ella debe trabajar y, por lo
tanto, los entrega a una nodriza. Lo cual la deja libre para
llevar una vida irregular. Si la nodriza no cuenta con la
aprobación de la Dirección de Asuntos Sanitarios y Sociales,
o la madre se hace notar, en el acto le sacan al niño. Si el o los
niños son más grandes, la situación es aun peor: son muy mal
vistas las complicidades madre-hija donde la relación ha
perdido la distancia pedagógica necesaria. Se dejan llevar
mutuamente, y reciben bajo el techo familiar a los “novios” de
la pequeña, a menudo fugados de la educación vigilada. De
hecho, la madre alienta a su hija a casarse. Su sueño es que
la pareja trabaje y la albergue para que se ocupe de los nietos;
de ahí toda una serie de maniobras maternas que no cesan de
irritar a los servicios sociales.
3. Cuando sólo queda el padre, sobre todo si está disminui­
do por invalidez, las posibilidades de internación aumentan a
dos tercios, a causa de sus magros ingresos. Los varones
tienden a dejar el domicilio para buscar fortuna en otra parte,
los más jóvenes padecen una “falta de vigilancia”. Todos son
internados, pero se deja salir a una de las hijas “anormalmen­
te apegada a su padre”, que se fuga pára estar con él, hasta que
el juez capitula. Cuando ninguno de los niños es tapa de los
diarios, aprovechan el inevitable pedido de ayuda financiera
del padre para ordenar una Asistencia Educativa en Régimen
Abierto destinada a preparar la internación de los niños tras
su muerte.
4. Ultima etapa: aquella en que el padre y la madre están
práctica o moralmente fuera de juego; padre en la cárcel,
madre débil mental, padre fallecido, madre presa, etc. Inter­
nación a como dé lugar y sin grandes posibilidades de retorno.
Desde el fondo de sus cárceles, los padres envían misivas al
juez para que tal o cual mujer, a la que dicen querer tomar por
esposa, pueda tener derecho a visitar a los niños, cuya verdade­
ra madre ha desaparecido. O bien para quejarse de que la
nodriza de la Ayuda Social no respeta los derechos de visita. En
general, el juez demora el asunto, tras informarse sobre el
estado de los niños. En esta categoría, cabe destacar la frecuen­
cia de madres que son ex pupilas de la Ayuda a la Infancia o
antiguas pensionistas del Buen Pastor. En este nivel, la margi-
nalidad se capitaliza, por el estrechamiento del horizonte social
que conjuga a los fracasados y redobla la vigilancia. Este es el
material, invariable y garantizado, del servicio social.
En esta región del norte, el complejo tutelar aún está
sólidamente asentado en los carriles de la filantropía del siglo
xix. Tiene su mismo objetivo estratégico de destrucción de los
agregados populares orgánicos, esos islotes de autarquía
económica, esas complicidades en el cabaret y el “libertinaje”;
la misma preocupación por promover una familia popular
donde los miembros dependan unos de otros y converjan en
una función de vigilancia mutua; la misma preocupación por
brindar asistencia global a la población, resultado de esa
gestión despiadadamente económica de los individuos cuando
el sistema familiar ya no alcanza para contenerlos. La tripar­
tición de los objetivos sociales del tribunal de menores corres­
ponde de manera bastante elocuente a ese proceso de creación
de la familia obrera mediante su vinculación con antiguas
formas de vida (familias inestructuradas), su disciplinariza-
ción (familias normales) y la restricción de sus objetivos a la
mera reproducción y crianza de los niños (familias carencia-
das). El clima de filantropía paternalista se profundiza aun
más en el plano de las actitudes de la población frente a los
servicios sociales. En un país donde, hasta no hace mucho
tiempo, todas las viviendas (las hulleras nacionales aún
poseen doscientas mil viviendas), pero también las iglesias y
las escuelas, pertenecían a los patrones; donde los médicos
que hacían las visitas también eran remunerados por los
patrones (el médico era llamado “el espía”), es bastante lógico
que las poblaciones estén acostumbradas a una suerte de
asistencia total. La huella de ese paternalismo aún puede
hallarse en la composición de los consejos de administración
de los organismos privados o públicos dependientes del tribu­
nal de menores, donde tampoco es raro que figuren los
descendientes directos del patronato caritativo del siglo xix,
gran constructor de orfanatos y de escuelas de aprendizaje,
esos depósitos de mano de obra dócil.
El modo de funcionamiento de estos servicios sociales aún
conserva los dos principios básicos de esa filantropía: 1. la
inserción en la economía en nombre de la moral: la lucha
contra la autarquía familiar en nombre de la indisciplina de
las costumbres, la creación del “pequeño trabajador infatiga­
ble” contra la familia inestructurada; 2. la gestión moral de
los individuos en nombre de la economía: se trata de la
técnica de extracción de los individuos del seno familiar, en
especial de los niños, en nombre de su seguridad, cuando el
costo de mantenimiento de una familia se vuelve demasiado
alto. En esta doble proyección de lo moral sobre lo económico,
la instancia jurídica ocupa un lugar decisivo. Es el instru­
mento necesario para contrarrestar la autoridad familiar,
ahí donde no participa de lo económico ni es económica;:
También es el medio para poner en juego la obtención del
acceso a la vivienda, al trabajo, y un medio de promoción para
la legalización de las uniones, la conformidad de la educación.
En este sentido, lo jurídico es una pura categoría de la
economía política del siglo xix.
El primer rasgo que llama la atención en la comparación
entre la región del norte y la región parisina es la atenuación
de pesado folklore de esa gendarmería de las familias que
acabamos de describir.
Si hacemos una lista de los problemas planteados respecto
de la fuente de las intervenciones judiciales, apenas encon­
traremos un tercio de los casos que manifiesten la triparti­
ción que h emos p odi do establecer en la región norte. S obre un
total de cincuenta expedientes, tan sólo dieciocho se originan
en una denuncia de vecinos preocupados por el estado de
abandono de un niño durante el día. Las asistentes sociales
del sector señalan al juez aquellos niños cuyos padres han
fallecido o bien solicitan alguna medida de tutela para fami­
lias endeudadas y con riesgo de ser expulsadas porque el
padre, enfermo, ya no puede trabajar; le envían asimismo los
hijos de familias emigradas que deambulan por las calles.
Las asistentes sociales escolares señalanlos casos de abusen-
tisrao y las sospechas de desnutrición. Tan sólo en este
primer lote de casos volvemos a hallar el aspecto de morali­
zación directa y de gestión autoritaria de las familias que
hemos visto funcionar en el Norte, y ciertamente con menos
éxito. La resistencia de las familias a esta clase de autoridad
es muy clara. No bien sale de la cárcel, el padre va a buscar
autoritariamente a su hija a casa de la nodriza de la Ayuda
Social a la Infancia, para colocarla en casa de otra que él sí
conoce. Otro padre alienta a sus hijos a fugarse del estable­
cimiento donde han sido internados para que se reúnan con
él en algún punto de la frontera entre los dos municipios,
donde rechaza enojado ambos servicios sociales. Las familias
argelinas apelan al cónsul de su país para que detenga las
internaciones, etcétera.
La gran mayoría de los expedientes concierne únicamente
a problemas de dislocación familiar: padres que internan a
sus hijos en la Ayuda Social a la Infancia después de una
separación; menores que huyen de su medio familiar, deteni­
dos por la policía o que por propia voluntad se dirigen al juez
de menores para ser internados en un hogar o solicitan
autorización para residir en casa de amigos; padres que
solicitan la internación de sus hijos porque ya no los soportan.
En síntesis, todas las formas posibles de fragilización de la
vida familiar asociadas con una utilización sin complejos de
los servicios sociales. Con más detalle, el cuadro es el siguien­
te:
1. En primer lugar, diez casos de internación solicitada por
uno de los padres tras una separación. Por lo general, al irse,
el padre lleva a los niños a la Ayuda Social a la Infancia, o a
cualquier otro hogar, que en el acto los deriva esta. También
están las parejas que se separan y se reconcilian alternativa­
mente, y que en cada ocasión internan a sus hijos; se regis­
tran casos aún más raros, por ejemplo, el de una mujer más
o menos catalogada como enferma mental, que vive en un
hotel con su concubino desde hace años, y que va derivando
a sus hijos a la Ayuda Social a lalnfancia a medida que nacen
(no se trata de un problema económico, puesto que el concu­
bino, jefe de un equipo de seguridad, gana 3000 francos
mensuales). A todo ello, se suman las parejas que internan a
sus hijos en asistencia temporaria en la Ayuda Social a la
Infancia, para poder irse de vacaciones.
Por lo general, los padres que proceden a una internación
después de separase desean que sólo sea temporal. Pero las
cosas se complican debido a la política de la Ayuda Social a la
Infancia. Para comprender la actitud de esta administración
es preciso recordar que debe gestionar tres clases de listas: 1.
la de los padres que abandonan a sus hijos temporalmente, y
son muy numerosos, o duraderamente, en menor cantidad; 2.
la de las nodrizas acreditadas a cuya casa, pago mediante, la
Ayuda Social a la Infancia envía a los niños “acogidos tempo­
ralmente”; 3. la más larga, la de las familias, un bien en todos
los aspectos, que quieren adoptar un niño. Es fácil adivinar
que la tentación de la a s e es que un máximo de niños pase de
la primera lista a la tercera utilizando su posición de poder
sobre la segunda. Por ejemplo, se considera que un niño ha
sido abandonado por sus padres cuando estos últimos no lo
han visitado o no le han escrito durante un año. Abandono
que la a s e puede favorecer enviando al niño a un lugar muy
alejado o sugiriéndole al juez de menores una restricción que
desaliente el derecho a las visitas. Y, por lo demás, antes de
ceder al niño, dispone de un último recurso: proceder a una
encuesta social sobre la madre o el padre, a través de los
servicios sociales del tribunal de menores.
2. En segundo lugar, se registran diez casos de niños
fugados de casa de sus padres y detenidos por la policía, o bien
que por propia voluntad se dirigen al juez de menores para
lograr modificar su situación: ser colocados en casa de un tío,
de una hermana mayor, o internados en un establecimiento
cualquiera. Los menores que solicitan directamente la ayuda
del juez son seis: tres varones que se dirigen al juez para
comunicarle que ya no soportan los excesos de autoridad de
su padre o de su madre; todos ellos son amparados, excepto
uno, cuya rebelión el juez consideró demasiado “intelectual”;
tres muchachas cuyos conflictos sonmás precisos: una de ella
dice haber sido violada por el concubino de su madre, la otra
acusa al padre de darle inyecciones intramusculares antes de
masturbarse delante de ella, y la última declara que el
concubino la perseguía alternativamente con golpes y pro­
puestas indecentes, tras haber hallado un diario íntimo en el
que ella consignaba escrupulosamente su vida sexual; los
otros cuatro menores detenidos por la policía con motivo de
sus respectivas fugas dicen haber abandonado la casa fami­
liar a causa de un desacuerdo con el padre o el padrastro.
3. En los últimos ocho casos, son los padres quienes
señalan a la policía o al juez la fuga de sus hijos o, con menor
frecuencia, su mala conducta escolar. Por ejemplo, ese padre
que solicita la internación de su hijo en un Instituto Provin­
cial de Enseñanza Secundaria por haber sido expulsado del
c e s con motivo de su indisciplina. O bien esa hermana mayor
que se preocupa al ver a su hermana menor deambular de bar
en bar. Y, luego, cuando en una familia uno de los hijos (por
lo general, el mayor) ha sido internado, los demás quieren
hacer lo mismo y la mejor manera de conseguirlo es la fuga.
Ya se trate de la mayor resistencia de las familias a las
decisiones impuestas, o bien de la malversación a gran escala
que esas familias hacen de los servicios de asistencia y
represión, todo indica que ha fracasado la antigua fórmula
jurídica, económica y moral de la intervención en las familias
populares. Ese sistema funcionaba en la medida en que el
acceso a una profesión, la obtención de una vivienda y de
prestaciones sociales dependieran de una vida familiar es­
tricta. La normalización podía apoyarse en lo jurídico siem­
pre que este último permitiera distinguir a una población
asentada de una población marginal. Pero el aparato jurídico
ya no puede intervenir con la misma ñrmeza en aquellas
familias en que las nuevas condiciones de trabajo y vivienda,
así como la exigencia de movilidad (distancia a menudo
considerable entre el lugar de trabajo y la vivienda), animan
de fuerzas centrífugas y destructivas (altísimas tasas de de­
presión y suicidios). Al ya no estar ligado a condiciones de vi­
da precisas, ya no tiene el mismo poder de imposición. De ahí
la escalada de resistencias. Al proponerse absorber todos los
productos de esa dislocación, los servicios sociales se vieron
obligados a desdramatizar su utilización. De ahí la malversación
de que son objeto.
Se comprende la pertinencia del psicologismo en este
terreno, su capacidad para relegar lo jurídico en la coordina­
ción de las actividades normalizadoras. En efecto, permite: 1.
desarticular los comportamientos de resistencia de las fami­
lias ante las internaciones impuestas en nombre de la nece­
saria socialización de los adolescentes; 2. conjurarlas líneas
de fuga que constituyen la irresponsabilización de los padres
respecto de sus hijos pequeños, en nombre de la necesidad de
educación familiar; 3. instaurar un nuevo sistema para
instrumentar a la familia mediante las prácticas de norma­
lización. Al perder su utilidad, el antiguo corte que lo jurídico
establecía entre “familias legítimas” y “familias ilegítimas”
es reemplazado por el doble registro del contrato y la tutela.
Son pasibles de tutela todas aquellas familias productoras de
demandas tales como pedidos de internación y de ayuda
financiera. Bajo este régimen, la familia ya no existe como
instancia autónoma. La gestión tutelar de las familias consis­
te en reducir su horizonte a la mera reproducción vigilada y
a la extracción automática del seno familiar de aquellos
menores “pasibles de ser socializados”. A tal efecto, el psi-
quiatra-psicoanalista controla el ejercicio del trabajo social;
no interviene directamente, puesto que el pedido de las
familias es monopolizado por preocupaciones materiales, y
también porque la tutela en cierta medida implica coerción
directa. Sin embargo, simultáneamente designa el umbral a
partir del cual la familia puede funcionar como instancia
contractual. A partir de ese momento, la familia será capaz
tanto de autonomía financiera como de una demanda exclu­
sivamente psicológica. Sin ensuciarse las manos, a través de
los trabajadores sociales, el psicoanalista baliza el umbral a
partir del cual su reino se vuelve posible.
5. LA REGULACIÓN
DE LAS IMÁGENES

I n t r o d u c c ió n

De por sí no era un asunto fácil llevar a un hombre a


recostarse en un diván, contar su vida, su infancia, sus
sueños, y mantenerlo allí con la promesa lejana de una cura
para sus angustias, sus fobias, sus obsesiones. Tampoco es un
asunto fácil explicar este acontecimiento tan peculiar. Ahora
bien, ¿cómo dar cuenta de la inmensa difusión del psicoaná­
lisis, de la fortuna histórica de este procedimiento, que se ha
difundido en todos los sectores de la vida social? ¿Por qué la
técnica analítica salió del limitado marco de su ejercicio, por
qué su ritual explotó en una multitud de fragmentos, moldea­
dos en las anfractuosidades de casi todas las instituciones? El
primero de estos fragmentos puede encontrarse a la salida de
la escuela, en un establecimiento que se le parece mucho,
pero cuyas aulas fueron subdivididas en cuartitos propicios
para la escucha de nuestras primeras demencias. Este lugar
recibe el nombre de Centro Médico-Psico-Pedagógico. Podre­
mos hallarlo en un discreto cuarto de los tribunales civiles, en
especial en casos de divorcio, en los servicios de protección
materno-infantil, en los centros de planificación familiar, en
los organismos de educación sexual. Bajo este nombre o
cualquier otro, siempre se trata de consejeros conyugales.
También podremos hallarlos con sólo girar la perilla de la
radio, donde atienden el sufrimiento, analizan las consultas
en horarios fijos para edificción de todos los oyentes.
Ahora bien, para encontrarlos hay que buscarlos; ellos
nunca vienen a nuestro encuentro, no van a domicilio, como
una asistente social o un educador. Ni se le ocurra confundir­
los con trabajadores sociales; esa distinción es de suma
importancia para ellos y pueden explicar por qué lo es. En
primer lugar, porque no quieren otro poder que la demanda
del sujeto. Ni hablar de señalamientos o denuncias, y aun
menos de intrusión directa en la vida de la gente, encuestas,
investigación del comportamiento, vigilancia o castigos. Solo
trabajan con aquello que sus clientes desean proporcionar­
les, a saber, sus representaciones sin procedimientos de
verificación. Rechazan de antemano toda eventual interven­
ción, aun cuando fuera solicitada por el sujeto mismo. En
segundo lugar, funcionan de manera atomizada. Ninguna
coordinación centraliza sus informaciones ni agencia alguna,
sus actividades. Al escucharlos hablar, creeríamos estar más
bien en eí reino de la competencia entre oficinas celosas de su
autonomía, que establecen singulares contratos con los clien­
tes y garantizan el secreto profesional. Incluso hay una
fuerte dosis de hostilidad entre estos diferentes grupos,
según el tono más o menos técnico o político que le den a su
acción y a las divisiones en el interior de cada uno de estos
registros; según el nivel de radicalidad del que den cuenta.
En tercer lugar, nunca implementan formas de chantaje
mediante amenazas de coerción o promesas de conceder
servicios “sólidos”. Por el contrario, aventuran la posibilidad
de lograr, a través de ellos, una liberación de las coerciones,
liberación del peso de las costumbres, de la arbitrariedad de
las reglas; arriesgan promesas de una desinhibición de la
sexualidad, esperanzas de una autonomía existencial.
Entre el rigor de las instituciones y la clausura de las
familias, por un par de billetes y una pizca de esas imágenes;
que andan rondando su psiquismo, ellos podrán ayudarlo á
retomar el verdadero camino de su vida. Ahora bien, ¿cómovi
lograron conquistar ese lugar? ¿Cómo es posible que puedán:
ser útiles tanto a las instituciones como a las familias y a los
individuos? ¿Por qué ellos y por qué ahora? ¿Qué los da
semejante privilegio en esta sociedad y en otras similares?

A. EL CURA y EL MÉDICO
Tras la reciente aparición de esta constelación de consejeros:;
y técnicos de la relación, la sexualidad, la pareja, la pedago­
gía y la adaptación social pasaron a formar parte de una
misma esfera. ¿Quién se ocupaba de esta clase de problemas
en el pasado? El cura y el médico, el cura o el médico, pero de
cualquier modo siempre lo hacían en dos registros claramen­
te separados.
El cura administraba la sexualidad desde la perspectiva
de la moralidad familiar. Entre el sistema de intercambios
matrimoniales -clave del antiguo orden familiar- y el apara­
to religioso, funcionaba una antigua complicidad hecha de
beneficios mutuos. La familia recibía garantía de esas unio­
nes mediante la distribución de los sacramentos. Como con­
trapartida, el clero recibía dinero, el de los gastos por la
celebración, el de las dispensas que concedía por contraer
una alianza cuando los miembros de la pareja tenían cierto
grado de parentesco: bajo el Antiguo Régimen, este favor era
una necesidad, pues la organización aldeana implicaba una
tasa elevada de consanguinidad. El convento sirve a las
familias para preservar a las hijas destinadas al matrimonio
o para deshacerse de aquellas que implican una carga impo­
sible de asumir. A la Iglesia esto le sirve para reclutar a un
sector de la población que puede servir a sus propios fines
misioneros. El dispositivo de la confesión le ofrece a la familia
un medio para manejar la distancia entre el carácter estra­
tégico de las alianzas y las inclinaciones sexuales. La Iglesia
obtiene a cambio una influencia directa sobre los individuos,
la posibilidad de una dirección de las conciencias. Verdadera
mafia enquistada en el régimen de las alianzas, la Iglesia
incrementa sus propios beneficios en dinero, poder y expan­
sión, al tiempo que refuerza la hegemonía de la familia sobre
sus miembros.
Durante mucho tiempo, la medicina se mantuvo a una
distancia prudencial de este registro social de los intercam­
bios sexuales. Durante el siglo xvnr, comienza a interesarse
por la sexualidad desde el punto de vista de los flujos especí­
ficamente corporales, y no del de los flujos sociales. Atribuye
gran importancia a la explicación de las enfermedades origi­
nadas en el incumplimiento de las funciones reproductoras.
La retención de la leche materna, la negativa a amamantar
a los hijos, tan habitual en las mujeres acostumbradas a la
artificialidad de la vida mundana, es designada como la
causa de una serie de males. La disipación del esperma por
el onanismo presenta inconvenientes similares para el hom­
bre. Ya hemos visto cómo, durante los siglos xvili y XIX, esta
clase de discursos proporcionó a los médicos un lugar cada
vez más importante como consejeros familiares. El médico de
la familia interviene en la organización doméstica. A través
de sus sugerencias en materia de higiene o consejos educati­
vos, modifica sustancialmente la organización interna de la
vida doméstica. Pero no se atreve a interferir en el régimen
de las alianzas, ese ámbito privativo de la familia y de la Igle­
sia. De ello da cuenta el comportamiento del cuerpo médico
en materia de enfermedades venéreas, símbolos de la falta
moral, objetos de un temor que refuerza el poder de la familia
y de la Iglesia. En 1777, un tal Guilbert de Préval, que había
descubierto un “específico antivenéreo”, fue expulsado de las
filas de la facultad de Medicina de París tras un juicio
solemne;1Un siglo más tarde, el higienista Tardieu cubrirá
de sarcasmos a uno de sus colegas que había intentado
preparar una vacuna antivenérea. Según él, tal cosa implica­
ba abrir de par en par la puerta a todos los abusos, utilizar la
medicina contra la moral, liberar las pasiones que entonces
prolíferarían a expensas de los intereses de las familias.2
A lo largo del siglo xix, esta restricción de la intervención
médica sobre la sexualidad a la sola higiene privada fue
perdiendo vigor. Si se revisan las obras de divulgación médi­
ca para uso de las familias, podrá constatarse un incremento
de artículos dedicados a los comportamientos sexuales. A
principios del siglo xix, las enciclopedias médicas añaden a
las clásicas diatribas sobre el onanismo y el rechazo de la lac­
tancia materna consideraciones bastante vagas sobre la ma­
yor longevidad de los individuos casados, sobre la dudosa
pertinencia del matrimonio entre personas con mucha dife­
rencia de edad, o bien sobre la mayor complementariedad de
los temperamentos. A mediados de siglo, los diccionarios
de higiene deslizan algunas consideraciones positivas sobre
los métodos anticonceptivos no artificiales. A partir de 1857,
es decir, déspués de la publicación del Traite des dégénéres-
cences de Morel, se añaden consejos imperativos sobre las
indicaciones y contraindicaciones de las uniones.3 De ahí al
eúgenismo hay un paso. A fines de siglo, prolifera un nuevo
género, la biblioteca médica: "Biblioteca médica variada”,
1Cf. Potton, De la prostitution et de la syphylis dans les grandes villes,
1842.
2Sobre la cuestión délas enfermedades venéreas en general, véanse las
obras de Louis Fiaux, La pólice des mceurs, 3 vol.,1907, Les malsone de
tolérame, 1892, y Ambroise Tardieu, Dictionnaire d’hygiéne publique, 3
vol.
:i Véase Alex Mayer, Des rapporis conjugaux consideres sous le triple
point de vue de la population, de la societé eí de la morale publique, 1857.
“Pequeña biblioteca médica”, “Biblioteca científica contempo­
ránea”, etc. En esos catálogos de obritas baratas, los temas
sexuales predominan notoriamente, y a menudo son tratados
por médicos de renombre. Los mandarines de fines del siglo
xix y principios del xx implementan así una campaña de
higienización de la sexualidad que forma parte de un dispo­
sitivo general de prevención de las enfermedades sociales
(enfermedades venéreas, alcoholismo, tuberculosis).*1El ob­
jetivo de los médicos es tratar la sexualidad como un asunto
de Estado y, por lo tanto, ir más allá de la arbitrariedad de las
familias, de la moral y de la Iglesia. Tras comenzar por
regentear los cuerpos, y para perfeccionarse en ello, la medi­
cina también aspira a legislar las uniones.
¿Cuál era el objetivo de esta campaña? ¿Qué era aquello
que los higienistas consideraban disfuncional en el régimen
de alianzas? Principalmente, aquello que solían llamar “la
doble moral de las familias”, esa manera de proclamar un
comportamiento eminentemente moral y practicar otro, he­
cho de egoísmo, de ambiciones y de una sexualidad clandes­
tina desenfrenada. ¿Por qué las familias tenían esta actitud?
Porque organizan su existencia con vistas a dominar la
contracción de las alianzas. De ahí la educación diferenciada
de mujeres y varones, basada en la preservación de las
primeras y en la tolerancia, o aun la incitación, de las expe­
riencias prematrimoniales de los segundos. De ahí el alto
costo social de esta práctica: los elevados porcentajes de
reproducción ilegítima condenada a una fuerte morbilidad, el
mantenimiento de una importante población de prostitutas
que propagan enfermedades venéreas, la contracción de las
alianzas contraindicadas médicamente, pero consumadas en
función de los intereses familiares. Todo un gasto, una
patología social, que se consideraban coextensivos con el
libre albedrío de las familias. La famosa doble moral, la tan
denunciada hipocresía de los adultos, nada tenía que ver con
el pudor ni con oscuras represiones. Si los padres enseñaban
a sus hijas a preservarse y a la vez alentaban las hazañas
amorosas de sus hijos varones, se debe a que sus intereses
están comprometidos en el juego de las alianzas matrimonia­
les, en el cual la capacidad contractual de una familia y, por
lo tanto, su poder, era tanto más grande cuanto más preser­
* La lista de los catálogos sería demasiado extensa. A título indicativo,
citamos la “Librairie du Gymnase”.
vadas estuvieran sus hijas y cuanto menos los estuvieran las
de las demás familias. El régimen de las alianzas engendra
y ratifica los resultados de una guerra civil permanente, de
una serie de micro-batallas llamadas “perdición”, “seduc­
ción”, “desvío”...
Los primeros años del siglo xx se presentan como la última
fase del enfrentamiento entre dos modalidades de gestión de
la sexualidad: la del cura, sobre la cual aún se basa el poder
de las familias, y la del médico, que avanza en nombre de la
higiene pública, del supremo interés de la sociedad. Es decir,
el impacto de este vencimiento tecnológico no se reduce a un
comb ate ingenuo entre una figura antigua y una nueva, y aun
menos a una guerra entre lo laico y lo confesional. En los
ámbitos político-militar, institucional, sanitario y social, cris­
talizan una serie de desafíos que, por sus puntos de conver­
gencia más o menos claros, darán lugar a un enfrentamiento
general entre dos grandes estrategias. La primera, naciona­
lista y familiarista, que vincúlala opción técnica del poblacio-
nismo con los temas políticos del paternalismo a lo Pétain. El
otro, socialista e individualista, ve en el neomalthusianismo
un medio para la organización colectivista.
Entre los años 1840 y los años 1880, el malthusianismo era
el puntal del comportamiento de la burguesía filantrópica. El
carácter excesivamente prolífico de las clases pobres consti­
tuía, a juicio de los filántropos, la principal causa de su
miseria. Por lo demás, la imprevisión de las masas trabaja­
doras hacía recaer sobre las finanzas públicas el costo cada
vez mayor de los procedimientos asistenciales. Engendraba
un peligro político debido a la expansión, en el corazón de la
nación, de las capas sociales menos “civilizadas”. La filantro­
pía invierte completamente su posición a partir de dos acon­
tecimientos. Por un lado, el aplastamiento de la Comuna
pone fin al problema de la amenaza interna. Por otro, el
imperialismo colonial avanza ahora a toda marcha. Se con­
vierte en un sector crucial para generar ganancias, en un
lugar donde estas últimas se redistribuyen en función de las
competencias internacionales. La burguesía ya no tiene mo­
tivos de temor en el interior, y necesita hombres para sus
andanzas en el exterior. De ahí la sustitución de la antigua
moralización malthusiana de las clases pobres por un nuevo
discurso militante ahora dirigido contra la infecundidad de
las familias, la despreocupación culpable de aquellos que,
negándose a procrear, ponen a la nación a merced de sus
rivales. En 1902, el estadístico Bertillon y el politécnico
filántropo Emile Cheyssion (viviendas sociales y jardines
obreros) fundan una “Alianza nacional” contra la despobla­
ción.5Convocan a todos aquellos que tienen interés en refor­
zar el poderío militar e industrial de la nación, su capacidad
numérica de acción e intimidación.
Excelente ejemplo de la permutabilidad de los temas
políticos: aquellos que no quieren ser objeto, ni eventuales
víctimas, de esa política se apoderan del antiguo discurso
maltusiano, lo remozan añadiéndole el saber médico sobre
contracepción y profilaxis social, y lo utilizan contra los
discursos nacionalistas. Una conexión decisiva se establece
entre la insumisión a los patrones y generales (la “huelga de
los vientres”) y el progresismo médico. Los militantes del
grupo de la Liga para la regeneración humana (fundada por
Paul Robin), y luego los de la Generación consciente (fundada
por Eugéne Humbert, sucesor de Paul Robin), son los izquier­
distas de la belle époque.6 Médicos como Klotz-Forest, Jean
Mar están, la doctora Pelletier, feministas como Nelly Rous-
sel y Jeanne Dubois, militantes anarquistas como Sébastien
Faure, recorren la Francia popular para difundir sus ideas
subversivas. Aprovechan cada foco de lucha, cada huelga
desatada, para establecer un vínculo entre la revuelta obrera
y la insumisión a la fatalidad biológica; dondequiera que
vayan crean tentáculos clandestinos de distribución de méto­
dos anticonceptivos. En las regiones de grandes complejos
paternalistas, se dice que han hecho estragos. Los estadísti­
cos poblacionales producen lamentables comparaciones so­
bre las tasas de fecundidad antes y después de las grandes
huelgas de principios de siglo.7 Resonancia muy actual de
estos grupos: no tendrán sucesores antes de los “maos”
establecidos en las fábricas, pues los doctores Carpentier
distribuían sus panfletos a la salida de los colegios. En 1906,
Paul Robin llama a las prostitutas a sindicalizarse para
luchar contra la policía de las costumbres, y sueña con
organizar una agencia para las uniones libres, que prefigura
los clasificados de Actuel y Liberation. Izquierdistas en el
5 "Alliance nationale pour l'accroissement de la population franpaise”,
con boletín trimestral homónimo.
6 La revista Régéneration se publica entre 1900 y 1908, y Génération
consciente toma la posta hacia 1914.
7Véase Paul Bureau, L’indiscipline des mceurs, 19020; Leroy-Beaulieu,
La quesíion de la population, 1913; Fernand Boverat, Patriotisme et
patemité, 1913.
sentido de que se vieron confrontados tanto a la represión
judicial de la burguesía bienpensante como a las estructuras
sindicales y políticas de la izquierda, amenazaban claramen­
te los privilegios de las primeras, pero también las bases de
lucha de las segundas. “No queremos un proletariado más
feliz, ni familias obreras mejor vestidas, ni niños apartados
de promiscuidades peligrosas, ni mujeres del pueblo que ya
no estén expuestas al peligro de los abortos recurrentes:
queremos la supresión del proletariado” (Doctor Vargas, de
tendencia guesdista, 1908).8 En Alemania, los neomalthu-
sianos tuvieron más suerte con el sindicalismo y la izquierda.
El revisionismo de Kautsky y las posiciones liberales sobre la
mujer de un August Bebel permitieron que los temas neomal-
thusianos tuvieran cabida en el socialismo estatal. En Fran­
cia, los anarquistas fueron sus únicos aliados. Durante la
belle époque, sólo se podía ser anarquista o patriota.
El eje del debate entre néomalthusianos y poblacionistas
es, pues, la cuestión del derecho. La burguesía quiere preser­
var las estructuras jurídicas fuertes que garantizan sus
privilegios, la propiedad, la herencia, el contrato de trabajo.
La izquierda sindical y política discute ese derecho pero se
niega a su enmienda médico-social, pues borraría la nítida
frontera que traza entre opresores y oprimidos. Las posturas
más apasionadas van a tramarse en torno del estatuto jurí­
dico de la familia.
Los poblacionistas inician una guerra contra una evolu­
ción que tendería a reducir su importancia. Ya tuvo lugar la
legislación sobre el divorcio (1884) y la entrada de las mujeres
en el mercado laboral. Si además se dispone el control de
natalidad, el carácter jurídico de la familia terminará conver­
tido en una formalidad inútil. ¿Por qué ese temor? Su razona­
miento tiene el mérito de ser simple. Cuanto más fuerte es la
estructura familiar, tantas más posibilidades hay de que la fa­
milia sea prolífica. Al restaurar la autoridad del hombre
sobre la mujer, se promueve que esta última se atrinchere en
el hogar, y se la “libera” de todas aquellas actividades que no
sean reproductivas y domésticas. La consecuente pérdida de
ganancias sería compensada por el incremento de los ingre­
sos debidos a la progenitura, los subsidios familiares que
debían ser promovidos y el salario de los hijos cuando tuvie­
ran más de doce años. De ese modo, la familia recuperaría su
"Citado porR. H. Guerrand, La libre maternité, Casterman, 1971, p. 58.
164
carácter de pequeña empresa interesada en multiplicar a sus
miembros y, por ende, sus fuerzas. Inversión más bien cínica
de los filántropos. A quienes les recuerdan cuánto deplora­
ban en el pasado el empobrecimiento de las familias numero­
sas debido ala cantidad de cargas, ellos responden ahora que,
en una familia popular, tener muchos hijos quizá constituye
un sacrificio al principio, pero siempre entraña un enrique­
cimiento cuando los niños están en edad de trabajar.
También están interesados en preservar el poder jurídico
de la familia aquellos que tienen privilegios sociales que
defender. Esto se debe a que las posiciones conquistadas
pueden ser reconducidas o mejoradas a través de la continui­
dad de las filiaciones y el juego de las alianzas. Se debe
asimismo al hecho de que la familia es el mejor soporte para
las relaciones verticales de dependencia y prestigio. Esto
involucra, pues, a mucha gente. En torno de la Alianza
nacional se constituye una pletóríca red de organizaciones
familiares: las ligas de padres de familia, la liga de madres de
familias numerosas, la Asociación de padres de alumnos de
colegios secundarios (ancestro de la federación Armand, y
luego Lagarde), la Escuela de padres, los directores de cajas
de subsidios familiares, la unión de asistentes sociales, las
organizaciones de scouts, las ligas de higiene moral, de
saneamiento de quioscos de diarios, de las inmediaciones de
los colegios, etcétera.
Enorme concentración que habría de constituir un grupo
de presión duradero. Lucharían contra todo lo que puede
fragilizar a la familia: el divorcio, las prácticas anticoncepti­
vas, el aborto. Les debemos la famosa ley de 1920, que
prohíbe toda propaganda relativa a la contracepción y el no
menos famoso código pétainista de la familia, que defiende
cuanto pueda fortalecer el estatus de esta última. En primer
lugar, a través de la idea del voto familiar -vieja idea, puesto
que ya había sido planteada por Lamartine después de 1848-.
¿Cómo ampliar la importancia cívica de la familia atribuyén­
dole una capacidad electoral que tuviera en cuenta la canti­
dad de hijos? Procedimiento difícil de implementar y lleno de
avatares. ¿Ese poder debía corresponder únicamente a los
padres? Pero eso implicaba despojar a las madres, cuyo
instinto reproductor debía ser halagado. Dar el voto también
a las madres habría implicado introducir un germen de
división en una entidad cuya organicidad debía ser, por el
contrario, reforzada. Por otra parte, ¿no entrañaba un peligro
político? ¿Las clases pobres, las clases peligrosas, no son
acaso las más prolíficas? Al darles mayor derecho de voto, las
capas privilegiadas no hacían sino distribuir las armas con
que podían ser aniquiladas. Sin duda, decían algunos, esas
capas son las más prolíficas, pero también son las que menos
viven en el marco de los vínculos legítimos del matrimonio y,
por ende}no podrían beneficiarse con el voto. Entonces, ¿con
qué fin implementar una política para reforzar la importan­
cia jurídica de la familia, si a tal efecto se perjudica la
estrategia de conjunto? Roído por estas aporías, el proyecto
de voto familiar será progresivamente abandonado.9 En
cambio, el desarrollo de las cajas de subsidios familiares y la
proliferación de las redes de trabajo social fueron amplia y
exitosamente impulsadas por esos grupos.
Frente al movimiento familiarista, las iniciativas del mo­
vimiento neomalthusiano adquieren dos formas. Por una
parte, los militantes agrupados en torno a Paul Robin y
Eugéne Humbert instauran las'pequeñas máquinas de gue­
rra contra la familia que ya hemos visto con motivo de la
celebración de la unión libre, la distribución de los productos
anticonceptivos y la propaganda para la “huelga de los
vientres”. Por otra parte, cerca de ese núcleo duro se agrupa
una constelación de médicos célebres, como Auguste Forel
(profesor de psiquiatría en Zurich), Sicard de Plauzolles,
Tarbouriech, el ilustre Pinard, escritores como Octave Mir-
beau, hombres políticos como Alfred Naquet (el padre del
divorcio) o Léon Blum. Estos son los hombres que aceptan con
alguna reticencia la apelación “neomalthusiano”, sobre todo
a causa de su connotación anarquista en Francia. Todos ellos
son técnicos notables cuyo principal objetivo es incorporar la
higiene y, por tanto, el control de natalidad en el funciona­
miento de las instituciones. Se manifestarán principalmente
a través de libros y revistas, dada la reticencia de las clases
políticas, por los dos motivos antes expuestos, a la introduc­
ción de los temas higienistas. Un intento tardío de acercarse
a la izquierda política ocurrió en 1933 con la creación de la
revista Leprobléme sexuel, cuyo comité de redacción estaba
constituido por Bertie Albrecht (comunista), Victor Basch,
Paul Langevin, Jean Dalsace y Sicard de Plauzolles. El
partido comunista y el partido socialista publican allí sendos
programas de reforma de la ley de 1920: para la información
0 Las peripecias de este asunto det voto familiar fueron ampliamente
desarrolladas en el Bulletin de l'Alliance nationale.
sexual, el control de natalidad y el aborto terapéutico. Pero,
a partir de 1934, el partido comunista da marcha atrás, en el
marco del proyecto de unión popular con los católicos, y la
revista deja de aparecer después del sexto número. Los
médicos innovadores se refugian, para defender sus posicio­
nes, en la Liga de los Derechos del Hombre, presidida por
Sicard de Plauzolles, y en la Sociedad de Profilaxis Sanitaria
y Moral, dirigida por el mismo Sicard de Plauzolles, dos
organizaciones que lucharían perdurablemente contra la ley
de 1920, pero que carecían de apoyo político.
Todo se limita, pues, a estas publicaciones. Libros, en un
principio: La question sexuelle de Auguste Forel (1906), La
fonction sexuelle de Sicard de Plauzolles (1908), Du mariage
de Léon Blum (1908), que sería reeditado varias veces duran­
te el período de entreguerras. Luego, una serie de folletos y
revistas efímeras, entre las cuales Le probléme sexuel es la
última, más allá de la Revue de prophylaxie sanitaire et
morale, que durará hasta los años cincuenta. El discurso es
más o menos el siguiente: puesto que la familia es destruida
por las necesidades económicas del orden social actual, es
preciso que la colectividad reemplace al padre para asegurar
la subsistencia de la madre y los niños. Así pues, la madre
sustituirá al padre como jefe de familia; puesto que ella es el
núcleo estable, la matriz y el corazón, ahora también será su
cabeza. Los niños estarán bajo su tutela, centralizada por la
autoridad pública. Todos llevarán el apellido de la madre; así
los hijos de una misma madre pero de diferentes padres
tendrán el mismo apellido; no habrá diferencias entre los
hijos legítimos y los bastardos. La influencia del hombre
sobre la mujer y los niños dependerá del amor y de la estima
que inspire; su autoridad dependerá de su valor moral: en el
hogar sólo tendrá el lugar que se merezca... En suma, una
gestión médica de la sexualidad liberará a la mujer y a los
niños de la tutela patriarcal, romperá el juego familiar de las
alianzas y de las filiaciones en provecho de una mayor
incidencia de la colectividad en la reproducción y de una
preeminencia de la madre. Es decir, un feminismo de Estado.
Para comprender hasta qué punto la cuestión del derecho
era clave en la perspectiva de los higienistas y de los eugenis-
tas, citemos el ejemplo de Tarbouriech, médico autor de una
utopía científica, La ciudad futura (1902). Se especializaba
en accidentes de trabajo, y ayudó a ímplementar una legisla­
ción moderna sobre ese problema, a partir de una inquietud
muy precisa: reducir la importancia del recurso a lo judicial
en ese tipo de casos para facilitar las reglamentaciones. Evi­
tar la incertidumbre tanto para la empresa como para el
obrero. A la primera, le explica que la nueva legislación la
obliga a pagar una indemnización en todos los casos, pero a
su vez le evita cualquier sorpresa, puesto que el monto de esta
indemnización resultaba de un acuerdo previo entre la em­
presa y el obrero. Al segundo, le concede que no siempre
tendrá reparación total dél daño causado, pero que a cambio
está seguro de tener siempre una indemnización. Conjura del
peligro, de la sorpresa, del conflicto y del arbitraje siempre
cuestionable de lo judicial. Entonces, ¿por qué no extender al
conjunto del campo social esta clase de soluciones, esta
modalidad administrativa de gestión de los problemas, que a
fines del siglo comienza a esbozarse en otros ámbitos, como
el de la asistencia? La cité future constituye un fresco del
Estado-familia realizado bajo Í6s auspicios de la ciencia
médica. La jurisdicción será totalmente administrativa, so-
bíe el modelo de los tribunales civiles, y dividida en tres
instancias: la justicia contable, que administra la riqueza
pública, decide las inversiones y los salarios; la justicia civil
y disciplinaria, que se ocupa de las infracciones al orden
público; la justicia médica, que se ocupa de aquellos delitos
cuyos autores tengan un estado mental defectuoso, y otorga
permisos y negativas de transmitir la vida. Para evitar los
perjuicios que pueda engendrar la división entre el derecho
civil y el derecho penal, “que no protege lo suficiente a los
niños (derecho penal), y les permite saciar su lubricidad
cuando aún no tienen edad para planear casarse (el derecho
civil lo autoriza tardíamente), esa jurisdicción médica hará
comparecer a todos los niños en edad biológica de reproduc­
ción (quince o dieciséis años) y los someterá a un examen
individual. El médico podrá decidir si le concede o no un “bono
por el servicio social”, el cual le dará la autorización para
practicar uniones sexuales pasajeras o permanentes, sus­
penderá al individuó el siguiente año o impondrá su esterili­
zación. Al suprimir la desnivelación entre el derecho civil y el
derecho penal, es el poder familiar en su totalidad el que
estalla. El padre y la madre no tendrán derechos sobre su
progenie, sino tan sólo deberes. La legislación sobre el venci­
miento de la patria potestad, establecido en la ley de 1889,
debe desaparecer, puesto que aún sostiene la idea de un
poder familiar. Es el Estado el que declara al hombre o a la
mujer aptos para colaborar en la misión de criar a tal o cual
futuro ciudadano, y el que en cualquier momento puede
reemplazarlos si no cumplen con su misión de manera ade­
cuada, en provecho de un criador o educador que ofrezca
mayores garantías. Se trata, pues, de extender a toda la
sociedad el régimen de la tutela, a todas las madres la atri­
bución de las ayudas educativas y del control sanitario, para
que sean “pagadas como nodrizas de sus propios hijos y los
críen, no para ellas, sino para el Estado”.
En este contexto, el discurso neomalthusiano es más
agresivo, pues elabora una teoría a la vez social y sexual de
la profilaxis de las degeneraciones, de las anomalías físicas y
mentales. ¿Cómo se origina la proliferación de esos innume­
rables tarados de la inteligencia, del carácter, de la conducta,
todos aquellos que están encerrados en asilos y cárceles, pero
también aquellos, en cantidades incalculables, que están en
libertad y difunden sus males gravando así el funcionamien­
to social? Dos son sus causas principales: el alcoholismo y la
sífilis. El alcoholismo resulta de la perpetuación de lamiseria
social causada por la irracionalidad de la producción. Al
socializaría, se asegura que todos tengan un trabajo salubre,
recursos decentes, se proscribe el desasosiego moral que da
origen a los borrachos y a las descendencias de tarados. La
sífilis se relaciona, por un lado, con la organización de la vida
familiar, con la doble moral que la rige y que fomenta la
prostitución, y, por otro, con el predominio de los egoísmos
familiares a la hora de decidir las uniones, en detrimento del
cuidado de una procreación sana. Así pues, todo el sistema de
asistencia familiar es cuestionado, denunciado en 1908 por
Sicard de Plauzolles, en términos muy claros: “Debemos
observar que, si el objetivo es impedir la reproducción de
indeseables, prevenir, detener en lo posible la degeneración,
impedir la multiplicación de los ineptos y favorecer la repro­
ducción de los más aptos, entonces estamos haciendo todo lo
contrarío con la organización de nuestra asistencia y de
nuestra protección de la familia y de la infancia, pues todos
nuestros esfuerzos van dirigidos a proteger, conservar y
cultivar a los degenerados y a los ineptos”.10
El discurso médico coincide así con las utopías de la
primera mitad del siglo xix y les proporciona un potente
soporte tecnológico. En 1903, Paul Robin lanza una violenta
10 La fonction sexuelle, 1908 .
polémica contra la administración sanitaria y asistencial. Su
eslogan: “Despoblar los Bicétres para poblar los falanste-
rios”. Los familiaristas replican acusando a los médicos de
arrebatar con excesiva facilidad a los niños de su entorno
natural, de hospitalizarlos con cualquier pretexto, lo cual es
socialmente costoso y moralmente destructivo. Incluso el
cuerpo médico clásico se subleva: frente a Toulouse, eminen­
te psiquiatra “social”, protagonista de la sectorización duran­
te el período de entreguérras, el doctor Gouriau cuestiona el
peligro de una omnipresencia totalitaria de la medicina:
“Sueña con una federación de repúblicas psiquiátricas donde
los ciudadanos comunes serían examinados en cadena, al
iniciar sus principales actividades, por el ejército de los
profilactas, grandes y pequeños orientadores, sexólogos de
toda calaña, especialistas en suicidios, en catarro nasal, en
manejo de coches y en estadísticas, en suma, todos los
subproductos de la ‘noología’ nacida o por nacer de su inspi­
ración creadora”.11
Suele decirse que toda la historia reciente consistiría en los
avances y retrocesos de estas dos estrategias, en el enfrenta­
miento entre los defensores del progreso, de la liberalización
del sexo, y los tradicionalistas, los hombres de la iglesia, del
ejército y de los tribunales. Represión feroz en un primer
tiempo, persecución de los precursores; pero luego una lenta
evolución de las costumbres permitió flexibilizar un poco los
usos y las prácticas; por último, la caducidad de las leyes
represivas consideradas flagrantes, que habrían sido aboli­
das tras la batalla final contra los partidarios del pasado. El
trabajo del tiempo habría servido para depurar las ideas
nuevas de sus candores, dé sus excesos, de su aspecto utópico.
Habría permitido reducir las oposiciones, desarticular las
obsesiones, esa supuesta voluntad de destrucción que mu­
chos adjudican alo que no es habitual. Nadie puede resistirse
por mucho tiempo al progreso, pero tampoco es posible
imponerlo de manera brutal. En los términos de este evolu­
cionismo tibio, a través de este chato maniqueísmo, más o
menos todos hemos tendido a descifrar ese capítulo de nues­
tro presente, tanta es la pregnancia de nuestra representa­
11 Respuesta del Dr Gouriau a una “encuesta sobre los servicios abiertos”,
encuesta confiada a Toulouse por el ministerio de Salud Pública, Aliéniste
franqáis, noviembre 1932, p. 563. Citado por R. Castel, L ’ordrepsychiatri-
qtie, ob. cit.
ción del poder como mera represión, nuestra representación
de la libertad como afirmación de la sexualidad.
Ahora bien, basta considerar los textos, antes que las
hagiografías, para descartar esa representación. La oposi­
ción entre poblacionistas y neomalthusianos no encarna tan
claramente el antagonismo clásico entre un tradicionalismo
feroz y un utopismo ingenuo y generoso, y aún menos podría
reducirse a una voluntad de represión contra una esperanza
de liberación. Entre ambos, la frontera es de otro orden. La
corriente poblacionista comporta una cantidad nada desde­
ñable de médicos partidarios de una intervención normativa
en la vida familiar para asegurar, además de una abundante
reproducción, la calidad de esta última. El mejor ejemplo es
el doctor Cazalis,12 autor de una famosa fórmula que habría
de figurar durante mucho tiempo en los manuales de higiene
especial parauso de las escuelas normales: “Llegaráel día en
que las dos familias, antes de decidir un matrimonio, pon­
drán en presencia a sus respectivos médicos, como ponen en
presencia a sus dos notarios; llegará el día en que los médicos
tengan mayor importancia que los notarios.” A él debemos,
precisamente, la legislación sobre la obligación de la consulta
médica prenupcial. Por lo demás, es sabido que esta clase de
legislación derivó en la prohibición de las uniones entre
diferentes categorías de individuos tarados por razones so­
ciales (los delincuentes reineidentes en los Estados Unidos)
o raciales (los judíos en Alemania, por la ley de 1934). Un
hombre como Cazalis, en función de su virulento antisemitis­
mo, su búsqueda literaria de una nueva mística para Occi­
dente (escribía poemas de inspiración parnasiana bajo el
seudónimo de Jean Lahor), participa de ese estado de ánimo.
Puede pensarse asimismo en Céline, otro ejemplo de médico-
escritor cuyo pensamiento comporta los mismos ingredien­
tes: el misionado médico, el antisemitismo, la obsesión por la
decadencia de Occidente causada por la proliferación de las
poblaciones “inferiores”.
De lado de los neomalthusianos, la medicalización ño
siempre es sinónimo de liberalización. Basta revisar la con­
cepción de la educación sexual que intentaron introducir
durante el período de entreguerras, a partir de la Sociedad de
Profilaxis Sanitaria y Moral. La educación, o más bien “la
civilización del instinto sexual, para retomar la expresión de
12 R, Cazalis, La Science du mariage, 1900.
Pinard, debe consistir en una suerte de vacuna capaz de crear
cierta autonomía psíquica, acostumbrar el cerebro a asociar
las ideas eróticas con la representación de las consecuencias
posibles”.13 Estas son, por supuesto, las diversas formas de
enfermedades venéreas, con cuadros de apoyo e imágenes
edificantes. Al proceder a semejante educación antes del
despertar del instinto sexual-es decir, para ellos, antes de la
pubertad- en el marco, colectivo, anónimo, se neutraliza su
carga perturbadora y se la contiene hasta la edad estipulada
para la preproducción, de modo tal que se podía esperar
obtener un sexo sano, vigoroso y disciplinado. El ideal es
eliminar la sexualidad no-reproductiva, pues se la considera
una enfermedad. Esto en cuanto a los pormenores tácticos.
En lo referente a los grandes proyectos, por momentos encon­
tramos un dirigismo totalitario. En 1924, Sicard de Plauzo­
lles dicta en la Sorbona, en presencia del ministro de salud,
una conferencia sobre la “zootecnia humana” (retomando así
una anhelo de Cazalis). He aquí la definición que da de ella:
“La zootécnica humana es una de las modalidades más
acabadas de la higiene; después de la higiene privada que solo
atañe a los individuos, la higiene pública que solo se interesa
por los espacios públicos, ella constituye la verdadera higiene
social, aquella que sólo considera al individuo en función de
su valor y de su utilidad social. La higiene social es una ciencia
económica cuyo objeto es el capital o material humano, su
producción o reproducción (eugenesia y puericultura), su con­
servación (higiene, medicina y asistencia preventiva), su
utilización (educación física y profesional) y su rendimiento
(organización científica del trabajo). La higiene social es una
sociología normativa: consideremos al hombre como un mate­
rial industrial o, mejor aún, como una máquina animal. El
higienista es, pues, el ingeniero de la máquina humana”.14
Una prueba más de la proximidad teórica de estas dos
estrategias puede ser proporcionada por el relevo de las citas
de Mein Kampf de Hitler en sus respectivas publicaciones
grupales. Hasta 1933, ambos ven en esa obra un modelo de
transformación más que un objeto crítico. Los poblacionistas
celebran sus frases sobre la política familiar, donde el niño
debe contar más que el adulto. Los malthusianos aprecian las
fórmulas enérgicas sobre profilaxis de las enfermedades
venéreas, así como el anuncio de una legislación sobre las
13 Sicard de Plauzolles, Reuue deprophylaxie sanitaire et morale, 1920.
14Revue de prophylaxie sanitaire et moral, 1934.
uniones. No evoco esto por el mero placer de mostrar que las
cosas suelen ser más complicadas de lo que se cree. Tan sólo
trato de mostrar que estas estrategias no se oponen sino de
manera superficial, pero que en otro nivel están vinculadas.
Antes que a la imagen de dos filos opuestos, habría que
recurrir a la imagen de la herradura. En los términos en que
el debate ha sido planteado, la tendencia tradicionalista,
juridizante, familiarista, y la tendencia innovadora, medica-
lizante y socialista encaman cada cual un polo intervencio­
nista, coercitivo, que las suelda una a la otra.16 El manteni­
miento de una sólida estructura familiar, la preservación de
los privilegios sociales pasaba por el fascismo social. La
disolución de los anclajes orgánicos, la anulación social y
sanitaria de las desigualdades pasaba por el social-fascismo.
Solidaridad histórica, pues, entre dos estrategias que en el
primer tercio del siglo formularon el problema de la medica­
lización de la sexualidad y de la familia en términos que ya no
son los nuestros. La oposición entre el sueño de una suerte de
Estado-Familia (que anule el juego familiar en provecho de
una reproducción más o menos estatizada) y la voluntad
inversa de restauración jurídica y orgánica de la familia no
habla sino de un combate entre el médico y el cura, entre
lo laicoylo confesional. Pues, ¿cómo no percibir el borramien-
to de los desafíos entrevistos por entonces en torno a la
medicalización de la sexualidad? Únicamente Michel Debré
puede seguir viendo en la promoción de la sexualidad una
máquina de guerra contra el poderío de la nación. ¿Quién se
atrevería a seguir considerando que la sexualización es una
táctica pura y simple de destrucción de la familia, cuando es
bien sabido que esta última también extrae de esa sexualiza­
ción los medios para su propio fortalecimiento? ¿Cómo ver en
ese proceso un medio para la supresión de los “anormales”,
cuando por el contrario les sirve como soporte para reivindi­
car sus diferencias? Por lo demás, cabe constatarla casi total
desaparición en ese terreno de la gestión de los sexos y de las
almas de los dos protagonistas que luchaban por su control,
el cura y el médico, en provecho de las recientes categorías de
consejeros y psicólogos, nuestros nuevos directores de con­
ciencia. Borramiento o desplazamiento de los desafíos, retrai-
lfi Véase la celebración de las formas de encuadramiento de la juventud
por el fascismo musoliniano, el estalinismo soviético y el nazismo hitleriano
en los artículos de Mme Caillaux, Reuue médico-sociale de l’enfance, año
1932 y siguientes.
miento cuando menos relativo de los principales combatien­
tes. La historia de la sexualidad ha tomado otro camino, más
discreto, menos glorioso, menos épico. En torno a ella pueden
seguir activándose los fantasmas de las luchas pasadas, los
prestigios de la represión, las obsesiones de la destrucción.
No es sino una manera de darle nueva vida cuando carece de
ella. Tiene tanto sentido como cuando la derecha acusa a la
izquierda de querer construir una sociedad colectivista, o
cuando la izquierda denuncia el tradicionalismo de la derecha.
La solución de la cuestión familiar ha desertado el campo
escabroso de la medicina para ocupar aquel, mucho más
cómodo, del psicoanálisis. Para seguir con la metáfora, a
continuación intentaremos mostrar de qué modo Freud es a
la medicina y a la psiquiatría lo que Keynes es a Marx.

b. P s ic o a n á l is is y p a m il ia s is m o

Sea como fuere, contra toda expectativa, triunfó la corriente


familiarista. Entre los pioneros neomalthusianos del control
de natalidad, del aborto libre en un principio, y el movimiento
por el Planning familiar creado por la doctora Lagroua-Weill-
Hallé en 1956, la única continuidad manifiesta es la de una
referencia sentimental. El Bulletin du planning familial
rinde honores a los mártires de la causa, saluda a Sicard de
Plauzolles; los sobrevivientes pueden relatar allí sus epope­
yas y contar sus muertos. Pero eso es todo. Ningún vínculo
une teórica o prácticamente el primer movimiento con el
segundo. La teoría psiquiátrica eugenista da paso al psicoa­
nálisis, designado por Mme Lagroua-Weill-Hallé como el
único discurso que permitió plantear científicamente el pro­
blema de la sexualidad. La inspiración militante del Plan­
ning familiar se distancia explícitamente de los sueños uto­
pistas, anarquistas o colectivistas del neomalthusianismo.
El Planning familiar comienza por un peregrinaje a través de
las formas anglosajonas de difusión del birth-control. Los
autoriza la honorabilidad internacional de la Family Plan­
ning Association. Es decir, una forma muy apolítica de
difusión de la contracepción, que articula técnicas filantrópi­
cas de asistencia a los pobres, de distribución de anticoncep­
tivos y consejos conyugales. Pero, ante todo, se trata de un
militantismo cuyo objetivo es el desarrollo de la vida familiar
mediante el famoso tema de la “familia feliz”. Así pues,
desaparece la dimensión política directa del neomalthusianis-
mo y desaparece asimismo su dimensión anti-familiarista.
Con las mismas armas, se llevara adelante otra lucha. Lo
harán otras personas, que pese a todo se asemejan bastante
a sus enemigos. Y cuanto más profundo es el corte práctico y
teórico entre la escuela de Paul Robin y el Planning familiar,
tanto más fácil es observar un punto de contacto que recorre
ininterrumpidamente la distancia entre los poblacionistas
de principios de siglo y los actuales especialistas de la anima­
ción de la vida familiar y de la liberación sexual: extraña
continuidad del movimiento familiarista, que opera a su
favor una inversión del tema de la liberación sexual.
En primer lugar, cabe destacar el común origen de buena
parte de los hombres y mujeres que en la década del cincuen­
ta habrían de poner a funcionar el discurso sobre la familia
moderna, la “familia feliz”. Todos ellos emergen en los años
treinta y constituyen una nebulosa primitiva: la Escuela de
Padres. Esta última se constituyó en 1929 en el marco de la
corriente poblacionista: sus primeros locales pertenecen a la
Alianza Nacional, necesariamente facilitados por el general
Borie, director de esa Alianza y miembro del consejo de
administración de la Escuela de Padres. Junto a él, figuran
en ese consejo: Bonvoisin, director de las Cajas de Subsidios
Familiares; Hunziker, presidente de la Federación de Padres
de Alumnos de Colegios Secundarios, y por último Mme
Vérine, fundadora de la Escuela de Padres. Es decir, en torno
a un proyecto de activación pedagógica de la vida familiar, se
reúne este grupo de presión obsesionado por la amenaza
bolchevique, el temor a la colectivización y el positivismo
médico. Todas ellas son tendencias que reconocen sin rodeos
la profesión de fe de la Escuela de Padres. En efecto, sus
cuatro objetivos son: “a. enseñar a los padres a educarse e
instruirse mutuamente para hacer de sus hijos futuros valo­
res sociales y morales; b. trabajar en pos de un renacimiento
del espíritu familiar en Francia; c. salvaguardarlos derechos
de la familia sobre el niño; d. realizar la unión sagrada a
través de la familia”,10
Para ilustrar la continuidad de esta primera aproximación
con el movimiento de la posguerra, primero presentaremos el
perfil de la carrera de alguno de estos notables. En primer
lugar, hemos de mencionar a Georges Mauco. En 1930,
16Esta presentación figura en 1930 en todos los informes de la Escuela
de Padres.
defiende una tesis geográfica sobre el papel de la inmigración
en la sociedad francesa, en la que prueba su necesidad a la
hora de paliar las carencias reproductivas de los Franceses,
al tiempo que proporciona una serie de consejos para reme­
diar los riesgos de desmoralización consecutivos a una afluen­
cia de inmigrantes. Gracias a su preocupación doble por la
cantidad de población y por la moralidad familiar, seduce a
los dirigentes de la Alianza Nacional, que a su vez lo alaban
en la revista. Luego, hace su formación como psicoanalista y
se dedica a la fundación del primer Centro Médico-Psico-
Pedagógico francés en el colegio Claude-Bernard, en 1945.
Poco tiempo después pasa a ser secretario del Alto Comité por
la Familia y la Población. Durante los años cincuenta y
sesenta, publica numerosas obras sobre educación y sexua­
lidad, basadas en su experiencia de la inadaptación escolar,
adquirida en el Centro Médico-Psico-Pedagógico. A conti­
nuación, el caso de André Berge. En un principio, es decir,
durante los años veinte, Andre Berge es novelista, y su
escritura se nutre de los conflictos entre padres e hijos. Era
un tema en boga. Constatación de la emancipación abusiva
de los jóvenes debido al alejamiento de sus padres, que están
en el frente. Crítica paralela de la inadecuación de los
comportamientos de los padres, de su moral estrecha, mera­
mente formal: el mejor ejemplo del género es la novela de
Kléber Haedens intitulada (¿irónicamente?) La escuela de
padres, en 1932. En síntesis, André Berge era un precursor.
Mme Vérine lo descubre, alaba sus novelas en la sección
literaria que dirige para la revista de la Alianza, y lo invita a
dar conferencias en la Escuela de padres, y no tarda en
convertirse en uno de sus pilares. Aprovecha la ocasión para
estudiar medicina, hace un psicoanálisis, y llega a ser co-
fundador, junto conMauco, del Centro Médico-Psico-Pedagó­
gico Claude-Bernard. En los años cincuenta y sesenta, se
convierte en uno de los principales propagandistas del Plan-
ning familiar. A partir del período de entre guerras, comenzó
a publicar textos sobre educación sexual que constituyen
verdaderas obras de referencia en Francia y en el extranjero,
y que servirían de modelo a todas las obras que proliferaron
más tarde.
Permítasenos considerar el encuentro de estos dos hom­
bres como la realización simbólica del deseo de Mme Vérine.
El primero proviene del ámbito de los problemas cuantitati­
vos, dé las cifras de población, de la gestión de las capas
inferiores; el otro viene de los problemas cualitativos, de la
relación educativa, de los problemas del niño burgués. Con­
vergen en la cuestión de la inadaptación escolar, y el psicoa­
nálisis realiza, sobre el plano de sus técnicas de moderniza­
ción, esa “unión sagrada por la familia” que tanto anhelaba.
Consideremos asimismo la manera en que se encadenan
lógica y prácticamente los grupos, las organizaciones y las
instituciones modernas relativas al sexo y a la familia, a
partir de ese primer eslabón que es la Escuela de padres.
En una primera etapa, este organismo establece contactos
con los focos de producción de saberes sobre la infancia. Está
la Neuropsiquiatría Infantil, dirigida por Heuyer desde prin­
cipios de siglo, con todo su archipiélago de discípulos alrede­
dor. Su ámbito específico es la infancia inadaptada en las
clases pobres, en la delincuencia, con un sólido apego a la
psiquiatría constitucionalista, a sus etiquetas, a su racismo
científico. También está la psicopedagogía del Centro Médico-
Psico-Pedagógico Claude-Bernard a partir de 1945. Su orien­
tación es deliberadamente psicoanalítica, con una clientela de
niños burgueses (el colegio Claude-Bernard está en el corazón
de distrito xvi). Por consiguiente, no se ocupa de niños delin­
cuentes, sino de niños “difíciles”. Entre estas tres instancias,
Escuela de padres, clínica de la Neurpsiquiatría Infantil y el
Centro Médico-Psico-Pedagógico, se organiza una circulación
sistemática. Los especialistas dictan conferencias en la Es­
cuela de Padres. A cambio, esta última le deriva las familias
que se presentan a las consultas en la Escuela, aplicando
cierto criterio de discriminación social entre ambas clases de
especialistas. Estos a su vez devuelven el favor elaborando
una serie de consejos educativos y relaciónales que la Escuela
de padres se encargará de difundir por radio o mediante la
edición de gran cantidad de folletos baratos escritos en un
lenguaje simplificado y didáctico. El establecimiento de este
circuito produce, de paso, una serie de beneficios internos para
cada una de estas tendencias. La neuropsiquiatría de Heuyer
conserva a priori sus clasificaciones de los menores, pero las
matiza introduciendo al psicoanálisis para justificar las inter­
venciones leves en el medio. A la inversa, la psicopedagogía de
inspiración psicoanalítica se apoya en la evocación de la delin­
cuencia para reforzar la difusión de sus consejos educativos en
las capas medias y acomodadas. La Escuela de Padres se apoya,
a su vez, en la etiología familiar de la delincuencia y de los
trastornos de carácter para incrementar su nivel de interven­
ción, desde una simple relación educativa hasta la toma en
consideración del problema general de la vida familiar y la
armonía conyugal.
De ahí el pasaje a una segunda fase, la de los grupos de
intervención en la vida sexual y familiar. De la inadaptación
infantil, se llega a los problemas de pareja y de calificación
educativa. A través de las presentaciones de niños, los ani­
madores de la Escuela de padres, los psicoanalistas y los
psiquiatras dicen percibir otra demanda, la de los padres.
Más o menos disfrazada, estiman, porque no hay interlocutor
calificado para recibirlas. De tal modo, los padres utilizan a
sus hijos como medio indirecto para hablar de sí mismos.
Señalan a través del niño una herida, un accidente que les
habría ocurrido, o bien ponen en primer plano un síntoma de
sus propias dificultades. El niño-accidente y el niño-síntoma:
dos temas que no deben confundirse, puesto que remiten a
realidades diferentes, pero que convergen en una unificación
estratégica en el lenguaje “psi”.
En efecto, ¿qué clase de niños suele presentarse a las
consultas de Heuyer, en los centros de observación de meno­
res delincuentes? ¿De dónde vienen esos pequeños delincuen­
tes que habrán de ser los futuros inadaptados sociales? Son
niños no queridos, y no queridos porque no fueron deseados.
Ya sea porque pertenecen a una familia demasiado numerosa
y demasiado pobre para proporcionarles un afecto constante,
o bien porque la madre los ha concebido sin amar a su
compañero, o porque este último la abandonó dejándole su
molesto obsequio. Por eso, ella apenas tolera al niño, lo
rechaza más o menos conscientemente, porque lo considera
producto de un accidente y no de un deseo. ¿Qué cíase de niños
encabezaba las consultas médico-psicológicas en los años
cincuenta? Solían ser hijos únicos, objeto de atenciones exclu­
sivas por parte de sus padres, y particularmente sobreprote-
gidos por la madre. Ahora bien, esta sobreprotección del hijo,
¿qué es si no un síntoma de las angustias y frustraciones de
la madre? Si invierte tanto eri ese niño, es para compensar su
propia insatisfacción en úna relación adulta, en la relación
conyugal, donde no ha encontrado su plena realización, sexual
en primer término. Doble superficie de emergencia del tema
del niño deseado: a través de la crítica de la familia pobre,
demasiado prolífica; a través de la crítica de la familia media,
su egoísmo reproductivo y sus consecuencias patológicas
sobre la madre y el niño. El niño poco deseado y el niño
excesivamente deseado; denominador común: el deseo. Deseo
que entonces aparece a un mismo tiempo como un ámbito
legítimo de intervención y de liberación.
En un primer momento, estas dos líneas de intervención
permanecen separadas. Por una parte, engendran el Plan-
ning familiar, instrumento de lucha contra el “niño-acciden­
te”; y, por otra, dan lugar a grupos de consejeros conyugales
que se orientan hacía el tema del “niño-síntoma”, analizan las
dificultades conyugales a partir de sus repercusiones somá­
ticas (enfermedades psicosomáticas), sociales ( s o b r e in v e r ­
sión o subinversión profesional, etc.), pedagógicas (niños que
presentan trastornos vinculados con el clima familiar). El
Planning familiar nace en 1956, En su primer boletín, La
maternité heureuse, el objetivo declarado es evitar que naz­
can niños no deseados: “Observadas con mayor o menor éxito,
las desviaciones del acto sexual serían en cierta medida
tolerables en aquellas parejas que se llevan bien [...] pero el
problema se vuelve conflictivo cuando los miembros de la
parej a no tienen una conducta solidaria [...], cuando la mujer,
por razones de salud, teme un nuevo embarazo, cuando el
marido es irresponsable con motivo de alguna enfermedad o
tara (alcoholismo, alienación, trastornos del carácter). [...]El
problema es evitar esos niños tarados, criados sin fuerza ni
dicha, a menudo abandonados por el marido, a quien el clima
familiar repele”.11En 1958, André Berge -Escuela de Padres
y Planning familiar reunidos- escribe un artículo intitulado
“Problemas psicológicos individuales y familiares plantea­
dos por la densidad familiar”. ¿Cuál es la causa de la inadap­
tación escolar?, se pregunta. De la sobresaturación de las
escuelas, que vuelve aun más estricta la selección implemen-
tada por esta institución. Y la angustia que esto genera en los
padres repercute en los hijos. “Partiendo de un punto de vista
que nada tenía de normativo, la búsqueda de la etiología de
los trastornos del carácter, de las neurosis y de la delincuen­
cia, lapsicopedagogía coincide con las conclusiones del Plan­
ning familiar, y las legitima. La procreación voluntaria se ha
vuelto parte integrante de la responsabilidad presupuestaria
de las parej as .”1SPor un lado, el Planning familiar produce las
estadísticas de Heuyer: “De cuatrocientos casos de pequeños
delincuentes, se registra un veinte por ciento de niños cuyos
1TBulletin du planning familial, 1956.
Ja Ibíd., 1958.
padres no habían deseado su nacimiento, apenas los soportaban
o toleraban contra su voluntad”.19 Por otro, exhibe los
resultados de una encuesta norteamericana realizada en
Indianápolis en 1950; en ella se demuestra que la categoría de
las parejas que planificaron los nacimientos, en cuanto a
cantidad de hijos y distancia entre uno y otro, es aquella en
la cual se registra la mayor proporción de padres interesados
en sus hijos, y asimismo estas parejas son aquellas que más
felices parecen.
Los equipos de consejo conyugal nacen más o menos al
mismo tiempo que el Planning familiar. Los más importantes
se reúnen en 1962 en la Asociación Francesa de Centros de
Consejeros Conyugales. Pero son mucho menos ruidosos que
el Planning familiar. Su nombre los perjudica, pues evoca
irresistiblemente la tutela parroquial. Y algo de verdad hay
en ello. La a f c c c se origina en los círculos católicos de
preparación para el matrimonio'. Está dirigida por el psicoa­
nalista católico J. Lemaire.20En un contexto donde la Iglesia
encarnó durante mucho tiempo el tabú del sexo, pocas perso­
nas esperan de ella algo nuevo. Si se lee su revista, Dialo­
gue,21y las obras de Lemaire, se podrá medir el esfuerzo que
hacen para desvincularse de su origen. No es fácil encontrar
en Francia obras tan copiosamente cargadás de referencias
anglosajonas como las de los consejeros conyugales. La tecno­
logía relacional es descrita éri un franglés que por momentos
pone en serio riesgo su compresión. Conjura de un pasado,
pero también codicia de un porvenir: en Inglaterra y en los
Estados Unidos, los consejeros conyugales abundan y gozan
de una reputación tan buena como cualquier otra forma de
psicoterapia. En ambos países, la ética protestante llevó
adelante a la vez el birth control y el counseilling, mientras
que en Francia 1a ética católica se replegab a en la celebración
de la pareja: no es casual que entre los fundadores del
Planning familiar hubiera muchos protestantes. Emergen­
cia discreta:, algo tímida, pero expansión rápida a través de la
propaganda que le harán programas de radio como el de
Ménie Grégoire.
La unión de ambas corrientes a finales de los años sesenta
se opera en torno a la cuestión de la educación sexual,
13 Ibíd.
20 Véase su obra: Les conflits conjugaux, Editions sociales fraiifaise,
1966.
21 Trimestral a partir de 1961.
denominador común de los trastornos vinculados con los
desacuerdos conyugales y la inadaptación escolar, instrumento
simultáneo de su profilaxis. Es la tercera fase del proceso.
En 1967, le ley de Neuwirth autoriza por primera vez una
enseñanza especial sobre sexualidad en el sistema escolar.
Basta que la administración de un colegio o una asociación de
padres lo solicite. ¿Quién se encargará de impartirla? En la
práctica, todas las oficinas que se constituyeron a la par de
la Escuela de Padres, incluida esta última. Un listado desor­
denado podría ser el siguiente: el Grupo de Estudio e Inves­
tigación sobre la Educación y la Sexualidad, derivado de la
Escuela de Padres; el Planning familiar y una fracción
disidente, que luego formó el Instituto de Formación, de
Investigación y de Estudios sobre la Sexualidad; Pareja y
Familia, procedente de círculos parroquiales de preparación
de novios para la vida conyugal; la Asociación Francesa de
Centros de Consejeros Conyugales, que hizo de esta su
segunda actividad, y una multitud de pequeños organismos
engendrados para la ocasión por todas las categorías de
asociaciones familiares, femeninas y ligas de higiene. Entre
estos grupos, las diferencias de origen confesional, laico,
familiar o sanitario están más o menos borradas. Las familias
y los estudiantes no encuentran muchas diferencias y recu­
rren a ellas en función de sus disponibilidades. El mensaje
siempre es el mismo: desarrollo psicosexual armonioso del
niño; preparación para la vida adulta en sus aspectos indivi­
duales, conyugales y parentales; prevención de los trastornos
mentales por inadaptación escolar, etc. El sexo, tierra de
misión, sigue provocando rivalidades de campanario, pero ya
ninguna querella de doctrina. También constituye el cierre
del proceso iniciado con la Escuela de Padres. El círculo se
cierra. Partiendo de la escuela, de los problemas de inadapta­
ción escolar, pasamos a los problemas de la procreación, de la
vida familiar, de la armonía conyugal, y volvimos ala escuela
con la implementación de la educación sexual. En este
circuito escuela-familia, el operador de cada etapa ha sido el
psicoanalista. El es quien autoriza el desplazamiento de los
problemas relativos al rendimiento escolar hacia aquellos
relativos a la armonía familiar. También es él quien instruye
una educación sexual que ya no se centra en las enfermedades
venéreas, sino en la cuestión del equilibrio mental y afectivo.
Ante semejante despliegue de psicólogos, consejeros y
educadores, satelizados entorno ala relación escuela-familia,
no alcanza con decir que el psicoanálisis ha pasado por ahí.
Más exacto sería decir, a riesgo de hacer algún juego de
palabras, que ha sido por ahí, por ese activismo familiar-
escolar, por donde ha podido pasar. Bastaría consultar los
folletos publicados por la Escuela de Padres durante los años
cincuenta. Todos los actuales psicoanalistas de renombre
hicieron sus primeras armas en ella. Allí figuran, además de
Berge, Mauco, Juliette Favez-Boutonnier, los nombres de
Amado, Lebovici, Maud Mannoni (especializada por entonces
en niños desobedientes) y Frangoise Dolto, que ahora compite
con Ménie Grégoire en el plano de la consulta radiofónica.
Sin duda revela cierto gusto por la paradoja afirmar que la
corriente poblacionista, familiarista y pétainista ha triunfa­
do sobre la corriente materialista, medicalizante y sociali­
zante. Si bien en torno a la primera pueden detectarse los
avances del movimiento de transformación de la vida fami­
liar, afectiva y sexual, no deben subestimarse los conflictos
internos que estas etapas han suscitado en cada caso. Polé­
mica entre los partidarios de la antigua autoridad familiar y
los defensores de una liberalización pedagógica. Polémica
asimismo respecto del psicoanálisis y la liberalización sexual:
violenta hostilidad del psicoanalista cristiano Hesnard hacia
la contracepción y el aborto. Lo importante era subrayar que,
si bien hubo agitación, ahí, fue menor que en otras partes,
pues el familiarismo ha sido la locomotora a la cual pudieron
ser progresivamente amarrados todos los elementos de la
actual política en materia de sexualidad, reproducción y
educación.
Sin embargo, en este asunto, la corriente poblacionista sin
duda perdió tanto como la corriente neomalthusiana. En­
cuentra allí parte de las razones de su lucha, cierta prioridad
de la familia en la organización de la socialidad, pero el costo
de esto fue que las técnicas liberales implementadas minaron
su estrategia de establecer un orden social orgánicamente
fundado en la familia, militarmente orientado a desarrollar
una potencia de combate. Entonces, ¿neutralización mutua
de dos políticas que favorecen la progresiva liberación de la
sexualidad? La respuesta es afirmativa, en apariencia, si con
eso queremos decir que efectivamente hubo un corte con la
antigua posición política del debate, que hubo disolución de
las dos antiguas estrategias, que las instancias políticas oficiales
ratificaron las transformaciones sin dar la impresión de zanj ar
entre estos dos proyectos de sociedad, tan radicalmente
diferentes y antagónicos. Pero la respuesta es negativa, sin
duda, si con ello se alude a una victoria de la evolución de las
mentalidades en el registro de las efímeras voluntades políticas.
La corriente familiarista ha sido el marco de elaboración
continua de una política discursiva regida por el psicoanálisis,
que ha servido como soporte de todas las técnicas actuales de
planificación de la vida relacional.

c. E s t r a t e g ia f a m il ia r
Y NORMALIZACIÓN SOCIAL

¿Cómo explicar que el psicoanálisis también haya tenido


éxito ahí donde la medicina y la psiquiatría habían fracasa­
do? Podemos hacer intervenir la historia de la represión
judicial para dar cuenta de la disolución de los grupos
neomalthusianos. Podemos entender la relación del psicoa­
nálisis con la corriente familiarista como una consecuencia
de los compromisos asumidos por la izquierda con ciertas
doctrinas eugenistas. Sin embargo, esto no nos dice por qué
el psicoanálisis pudo convenirle al familiarismo y a la vez
permitir la resolución de los problemas de normalización
social. Si ambos objetivos resultaban contradictorios en la
primera formulación de una medicalización de la sexualidad,
¿cómo pudo resolver el psicoanálisis ese antagonismo y
borrar los desafíos políticos, los enfrentamientos, cuya impor­
tancia durante el primer tercio del siglo ya hemos podido
apreciar? La lenta asunción del sexo psicoanalítico se inscri­
bió en el problema de los vínculos entre escuela y familia.
Laboratorio discreto de la puesta en funcionamiento de un
modo de regulación social, lejos de los ámbitos saturados de
antagonismos absolutos, tales como el ejército o la domina­
ción patronal. Esto no significa que la escuela carezca de
apuestas socio-políticas, sino que estas eran formuladas en
función de su régimen de expansión (¿hasta qué punto la
escuela podía usurpar las prerrogativas familiares en cuanto
a la calificación y la orientación de los individuos?) y de sus
técnicas de difusión de las normas sociales (¿cómo implantar
en las familias las normas sanitarias?). Dos objetivos que se
resumen en una sola pregunta: ¿cómo librar a la familia de
una parte de sus antiguos poderes, relativos al destino social
de los niños básicamente, sin anularla al punto de no poder
asignarle ya nuevas tareas, educativas y sanitarias? En
torno a esta pregunta se articula la competencia entre
psicoanálisis y psiquiatría a partir de los años treinta en
Francia. Por consiguiente, ¿qué tenía el psicoanálisis que
permitía a la vez satisfacer el plano de las ambiciones
familiares y el de la difusión de las normas?
Primera parte de esta pregunta: ¿cómo y por qué el psicoa­
nálisis ha sido operacionalizado por la corriente familiarista?
¿Cuál ha sido el punto de convergencia entre la Escuela de
Padres (ese foco de resistencia a la colectivización médica,
positivista, bolchevique) y el psicoanálisis?
1. La creación de la Escuela de Padres fue un aconteci­
miento irrelevante, en apariencia. Algunas damas de la
buena sociedad deciden reunirse en 1929, a instancias de
una de ella, Mme Vérine, para organizar una enseñanza
mutua entre padres, adecuada para adaptar la antigua y
rígida moral familiar a las exigencias de la vida moderna.
La Gran Guerra debilitó los vínculos de autoridad; los hijos
aprovecharon la ausencia de sus padres para emanciparse
antes; las esposas, en segundo plano, tuvieron que asumir
responsabilidades a las cuales ya no iban a renunciar. Y
además, en casi toda Europa, comienzan a florecer nuevas
concepciones pedagógicas, más liberales, que confían en la
espontaneidad de los niños, o bien nuevas formas de guiar
a la juventud, como el scoutismo. Registrar estas innova­
ciones, conciliarias con lo más esencial de los antiguos
valores familiares: ese era el objetivo declarado de la
Escuela de Padres. De ahí la organización de una serie de
congresos donde estas damas convocan a psiquiatras, peda­
gogos, responsables de movimientos juveniles y organiza­
ciones familiares para disertar sobre la infancia, los
problemas de la adolescencia, el porvenir de la juventud,
los peligros del cine, de las lecturas depravadoras, de la
calle, de toda esa “contra-educación”, para hablar con sus
palabras,22Producción de folletos, giras, conferencias en el
interior del país, esbozo de una formación de educadores
familiares, etc. En síntesis, un programa que podría pare­
cer muy poco original si no lo situáramos en el contexto
preciso de la relación escuela-familia de los años treinta.
22 La Escuela de Padres publica en volúmenes separados las actas de sus
congresos; 1930¡L’adolescence; 1931, La jeunesse; 1932,Delapersonnalité\
1934, L’éducation de l'effort; 1935, Education. et contre-éducation y también
un volumen de conferencias sobre Le noviciat du tnariage, en 1934.
¿Cuál es ese contexto? Se caracteriza ante todo por una
hegemonía declarada de la escuela sobre todas las demás
formas de socialización. El apostolado laico estaba en su
apogeo. Inculcación de los contenidos culturales “república-^
nos” a los niños de las capas populares, pero también coloni­
zación de las familias mediante la difusión de las normas de
higiene pública y privada: conferencias dictadas por los
maestros a los padres, o bien inoculación en las familias por
intermedio de los hijos. Los bachilleratos incrementan su
alumnado y poco a poco pierden su aislamiento elitista.
Tenían sus propias clases iniciales (10, 9, 8, 7), con maestros
especiales, que reducen a cuatro años en vez de cinco la
educación primaria común. Ese privilegio va a desaparecer
en forma progresiva. En 1924, los primeros años de los
colegios secundarios [lycée y collége] quedan bajo el mismo
régimen de inspección que las escuelas primarias. En 1927,
se implementala gratuidad del primer año del secundario, al
que es posible ingresar con el certificado de estudios prima­
rios, requisito que prefigura el futuro examen de ingreso al
primer año del secundario. De 1928 a 1929, esta gratuidad
produce una “invasión de hordas escolares”, para usar las
palabras de las asociaciones de padres de alumnos de esa
época. De un año lectivo al otro, el alumnado se duplica.
Manifestación evidente de la voluntad de los dirigentes del
aparato escolar de establecer la escuela única.23
La cuestión de la educación sexual está ligada a ese
contexto de unificación. Fue planteada a principios de siglo
en el marco de la campaña de higiene que consideraba la
escuela primaria obligatoria como el instrumento privilegia­
do para luchar contra el alcoholismo, la tuberculosis y las
enfermedades venéreas. Un principio de concretización tuvo
lugar en 1906, a raíz de la autorización de una enseñanza
sobre la higiene especial en las escuelas primarias según el
manual de Debove y Plicque (enseñanza de la puericultura a
las jóvenes maestras y de las enfermedades venéreas a los
jóvenes maestros). En la enseñanza secundaria, las tentati­
vas se estancan. En 1923, el ministerio de la educación
nacional organiza un referéndum sobre el tema, dirigido a los
docentes y a las asociaciones de padres. Los primeros están
de acuerdo, no sin cierto malestar; y las segundas son, en su
n Véase A. Prost, Histoire de l’enseignement en Fmnce (1800-1967),
Armand Colín, 1968.
gran mayoría, hostiles a la propuesta. Una segunda consulta,
realizada unos años más tarde en la región parisina única­
mente, presenta una propuesta muy matizada, puesto que no
sugiere sino una enseñanza facultativa, y recibe la misma
negativa que antes: lo facultativo, dicen los padres, crearía
una diferenciación entre niños que saben y niños que no
saben, y reforzaría la importancia de los juegos de iniciación
mutua a expensas de las prerrogativas familiares.
Además de estar amenazados por un régimen común de
escolari zación, ahora los hijos de “buenas familias” queda­
rían, a través de una enseñanza colectiva de la sexualidad,
expuestos, incluso incitados, atentaciones que podrían expli-
citar, en el plano sexual, el peligro de las promiscuidades
sociales que la escuela impone. A fines de la década del
veinte, estalla una violenta polémica sobre esa doble cuestión
de la escuela única y de la educación sexual, cuyas apuestas
políticas se reconocían claramente. Podrá evaluarse el tono
de esta polémica a partir de este fragmento extraído de una
carta enviada por el presidente de la Asociación de Padres de
Colegios Primarios y Secundarios a Sicard de Plauzolles,
consabido animador de la Sociedad de Profilaxis Sanitaria y
Moral, propagandista notorio de la enseñanza obligatoria de
la sexualidad. La carta se publica en Le Temps, cuya clientela
correspondía a la actual del Fígaro. “Su estatismo, Señor, no
es nada sino un socialismo precursor. Así se abrieron camino
la destrucción de las humanidades, la amalgama (de discipli­
nas antiguas y modernas), la gratuidad de los estudios
secundarios en los colegios, y, aun más grave que todo esto,
se abre camino ahora la escuela única y la educación sexual”.24
Insisto de este modo en la descripción de esas polémicas en
torno a la escuela durante el período de entreguerras para
sugerir un desplazamiento en la manera en que considera­
mos en la actualidad el papel de la escuela. La reciente
revelación de Baudelot y Establet25 de la existencia de dos
orientaciones én el interior del aparato escolar, la primaría-
profesional y la secundaría-superior, pareció develar una
suerte de complot antiigualitario inscripto en el corazón de la
escuela capitalista en Francia. En realidad, ambas orientacio­
nes son la huella de dos formas de enseñanza rigurosamente
separadas en sus orígenes y explícitamente diferenciadas en
51 Carta reproducida al mismo tiempo en la Revue de prophylaxie
sanitaire et morale.
25 J. Baudelot y Establet, L’école capitaliste en Frunce, Maspero, 1973.
sus objetivos. Hasta una fecha reciente, la primaria y la
secundaria se dirigían a dos categorías bien separadas: el
pueblo de los campos y de las ciudades en el primer caso; a la
burguesía urbana y a las grandes fortunas rurales en el
segundo caso. Baudelot y Establet tienen razón en mostrar
los límites del proceso de unificación, en indicar la perpetua­
ción subyacente de dos antiguas orientaciones, en decir que
esa unidad del aparato escolar es más formal que orgánica.
Sin embargo, si cambiamos el eje de lectura, si observamos
los niveles de transformación, en lugar de las constantes,
hallaremos un hilo conductor que nos permite comprender
las modificaciones del régimen familiar, cuyo catalizador ha
sido la escuela. Y quizá, aun mismo tiempo, podamos deducir
una explicación, en términos de táctica local y no de sistema
global, para la preeminencia de las herencias socio-familia­
res a través de los mecanismos escolares de selección.
Señalaremos, como primer relevo de estas modificaciones
de la familia a través de la escuela, la formación de asociacio­
nes de padres de alumnos. En las escuelas primarias, las
primeras asociaciones son de corte religioso. Las “ligas de
padres de familia” luchan contra “la escuela sin Dios”, criti­
can los manuales de historia y de instrucción cívica. Asocia­
ciones minoritarias, pero ruidosas. Contra ellas, los maestros
impulsarán después de la Liberación la Federación Cornee,
dirigida por ellos, en un primer momento limitada al prima­
rio, luego extendida a los distintos grados de la escolaridad
por la creación de los c e s ; consiste esencialmente en utilizar
familias como medio de presión sobre los poderes públicos
para obtener un incremento de los créditos, de los puestos,
etc. Juega sobre la expansión cuantitativa del aparato esco­
lar. En los colegios secundarios, esta vez, no son docentes sino
ex alumnos los que servirán como rampa de lanzamiento
para la creación de la primera asociación de padres de alum­
nos en 1902. Importante indicación: las asociaciones de ex
alumnos tienen desde hace tiempo una función elitista, la de
todas las francmasonerías: preservar los privilegios de un
cuerpo a través de solidaridades discretas. Segunda diferen­
cia con el primario, esas Asociaciones de Padres de Alumnos
de los colegios secundarios utilizan el discurso médico como
medio de control en la escuela: crítica del exceso de trabajo,
de la inadaptación de los establecimientos, vigilancia de las
relaciones morales entre docentes y alumnos, vigilancia de
los alrededores de los colegios, etc.2íi Por lo demás, también
disponen de un medio de presión sobre el aparato secundario
público cuando amenazan con retirar a sus hijos en provecho
del sector privado. Esa Asociación de Padres de Alumnos de
los colegios secundarios interviene en una cuestión capital, la
escuela única, para intentar frenar, o al menos controlar el
movimiento. Exige su participación en la comisión ministe­
rial que está a cargo para reivindicar allí diversos argumen­
tos tomados del repertorio, médico-pedagógico: el peligro de
saturar de alumnos la escuela y perjudicar la calidad de la
enseñanza, la dificultad de realizar una selección a una edad
muy precoz (admirable p ermutabilidad de los temas: los te sts
sirvieron en un primer momento como forma de respuesta de
la administración contra la presión de los grupos de padres
privilegiados, antes de ser denunciados como coartada de
una selección social injusta). Finalmente, el último argumen­
to: la necesidad de diferenciar la instrucción de la educación.
En 1928, el dirigente de la Asociación de Padres de Alumnos
declara a la comisión ministerial: “Si así lo desean, concedan
el primer año a todo el mundo, pero procuren evitar la unidad
local, pues, además de la instrucción, hay que cuidar la
educación. Los padres desean que sus hijos tengan un buen
lenguaje, y conserven las buenas compañías y la buena
presencia”.27
En ese momento preciso (1928-1929), en ese punto preciso
de la distinción entre educación e instrucción, intervienen,
como segundo relevo, la Escuela de Padres. En ese momento
en que la exigencia de segregación escolar de los hijos de
buena familia y de los hijos de las capas populares no se
sostiene sino en la demasiado visible, demasiado frágil,
demasiado delgada división que separaba dos clases donde se
difundirían los mismos contenidos, la Escuela de padres va a
tomar el relevo sugiriendo una solución más aceptable; el
desplazamiento al interior de la familia de la producción de
una cualidad, de una educación, de una distinción. La Asocia­
ción de Padres de Alumnos utilizaba al médico para controlar
cualitativamente sus colegios secundarios. La Escuela de
Padres va a utilizarla para inscribir en la familia los medios
necesarios para producir individuos que, por su cualidad,
escapen a la nivelación escolar, y así reservar a la familia un
poder sobre sus hijos que la escuela amenaza con aniquilar.
El sexo: ¿objeto de instrucción o de educación? Es la prime-
26Véase su revista Lycée et famille, editada entre 1908 y 1938.
27 Lycée et famille, 1928.
ra pregunta que plantea Mme Vérine cuando se constituye la
Escuela de Padres. En 1929, lanza un llamado en pos de
la multiplicación de asociaciones de padres de alumnos para
construir una fuerza de contención contra las iniciativas
colectivistas de enseñanza de la sexualidad: “El sexo no es un
deporte que se aprende en el estadio”. No se trata de manifes­
tar un rechazo puritano al sexo sino, por el contrarío, de
incitar a la familia a reapropiarse de él y convertirlo en una
ventaja inalienable. En sus obras sobre La mere íniciatrice
(1929), La femme et l’a mour (1930),28 propone un cambio
global del comportamiento familiar respecto de la sexuali­
dad. Si se comparan sus escritos con un libro que para la
burguesía aún constituía una verdadera autoridad en la
materia, el de E, Blackwell: Conseils aux parents sur
l’éducation moral de leurs enfants (1881), no se hallarán, por
cierto, grandes diferencias en cuanto a las opciones morales,
pero sí una ruptura decisiva en cuanto al método. Blackwell,
en la misma línea de cuanto se ha escrito sobre educación
sexual desde la Contrarreforma, preconiza una vigilancia
minuciosa del niño contra todas las fuentes de corrupción y
de iniciación. Nada de eso, dice Mme Vérine, así no se logrará
hacer del niño otra cosa que un hipócrita; habría que desarro­
llar una energía considerable para llevar a buen puerto tal
actitud y sería siempre a expensas del éxito familiar, dado
que el niño tiende a volverse secreto, encerrado en sí mismo
o hipócrita. Por consiguiente, responda más bien, dice ella, a
todas las preguntas del niño pequeño, aun cuando y sobre
todo si están referida a la sexualidad. De este modo, no sólo
evitará que sean iniciados enojosamente por sus compañeri-
tos, no sólo le sacará argumentos a los partidarios de la
estatización del sexo, sino que más tarde habrá de ver los
beneficios de su franqueza, pues ese niño no dudará, cuando
llegue a la adolescencia, en confiarle cuanto le suceda en el
ámbito en que usted lo habrá introducido y así se evitará
malas sorpresas.
Hay algo más importante aún: al establecer con él una
relación de confianza, de confidencia, de observación atenta,
usted podrá beneficiarlo a él con modernas técnicas de
educación que, precisamente, promueven la absoluta espon­
taneidad del niño para alentar el ritmo de sus adquisiciones.
2s previamente escribió: Maman nous dirá; Le sens de l’amour, 1927, y
L’É ducation des sens, 1928.
El cambio de actitud de los padres hacia sus hijos con relación
al tema de la sexualidad puede servir como base para la
difusión en la vida familiar de métodos tales como los de
María Montessori o de Decroly. En síntesis, usted podrá
mostrar las cualidades que los padres deben adquirir para
llegar a ser verdaderos educadores, capaces de modificar
mediante la intensidad de su acción la carrera escolar de sus
hijos, de mejorar sus oportunidades en una época en que
precisamente la nivelación escolar los amenaza.
Por consiguiente, no se trata de oponerse a la escuela de
manera reactiva; por el contrario, se trata de seguirle el
juego, pero de una forma tal que permita ampliar el papel de
la familia en vez de disminuirlo. Y de ese modo crear,
paralelamente a la escuela, a su horizontalidad, una dimen­
sión vertical de inculcación de los comportamientos familia­
res donde los valores morales, las superioridades de las
competencias culturales y la disponibilidad afectiva puedan
recuperar su verdadero lugar. Es decir: convertir a la familia
una tierra de misión que se apoye en las exigencias escolares
para revalorizar la importancia del registro familiar. Y ahí,
tercer relevo, interviene el psicoanálisis.
¿En qué podía servirles la psiquiatría institucionalizada a las
personas preocupadas por hallar en la activación de la vida
familiar un medio para reforzar las oportunidades de sus
hijos contra la “invasión de hordas escolares1’, para brindar­
les una educación selecta, que la mayor apertura del secun­
dario ya no garantizaba? En primer lugar, para diagnosticar
el estado de sus hijos, responde Gilbert Robin, discípulo de
Heuyer, en un exitoso libro titulado UEnfarít sans défauts
(1930).29 “No hay niños perezosos -declara-, sólo hay niños
enfermos o niños maleducados.” En cuanto a la enfermedad,
tenía mucho para decir. Su libro es una extensa enumeración
de etiquetas psiquiátricas sobre los comportamientos insa­
tisfactorios de los niños: el “niño nervioso”, el “niño deprimi­
do”, y sobre todo detalla las infinitas variedades de perversio­
nes, adquiridas, constitutivas, condicionadas, etc. En mate­
ria de remedios, se vuelve más discreto y francamente mudo
en cuanto a qué permitiría distinguir una buena educación de
una mala educación, excepto por la referencia a una “sana
autoridad”. Esto no resultaba demasiado útil para las fami-
,9 Véase asimismo G. Robin, Enfant d’tiujourd’hui, 1932, y Guíele du
dépisiage, 1936.
lias, y es fácil comprender el entusiasmo que van a demostrar
por el discurso psicoanalítico, los delicados consejos educati­
vos que van a impartir los discípulos de Freud a fin de
preservar a los niños de los traumas que podrían perjudicar
su desarrollo.30 Cómo evitar los traumas, pero asimismo
cómo detectar -en sus mentiras, en sus silencios- la huella de
un problema relacional pasible de ser resuelto, y ya j i o el
augurio de un porvenir de perversos o débiles mentales. En
los congresos de la Escuela de Padres, los médicos como
Robin suelen ser invitados, por mero respeto a la medicina.
Adivinan el cuadro atroz de las degeneraciones, que poco
inquietan a la asistencia, pues es bien sabido que las descrip­
ciones se basan en niños delincuentes, en los hijos de las
capas populares. En ese mismo período, aparecen André
Berge o el abad Viollet, recién empapados de psicoanálisis,
quienes exponen los medios para destrabar tal o cual oposi­
ción, tal o cual dificultad en un niño. En su preocupación por
acoplarse con la escuela, la familia no obtenía de la psiquia­
tría sino una disyuntiva como toda respuesta: o bien enferme­
dad, o bien error de la familia. Más allá de la dificultad de
establecer la parte que le tocaba a cada cosa, esta fórmula
causaba rechazo en la familia porque dejaba traslucir una
culpabilización tanto directa (su hijo es un maleducado) como
indirecta (su hijo es un tarado). También frustraba a la
escuela al conminarla a elaborar sus clasificaciones sobre la
base de categorías médicas, de modo tal que anulaba su
función en la asignación de capacidades. En tanto que el
psicoanálisis, por principio, evitaba la fatalidad del diagnós­
tico, valoraba la posibilidad familiar de enmendar el compor­
tamiento del niño y dejaba soberanamente en paz al aparato
escolar. Más aún, lo halagaba solicitando su deseo intrínseco
de perfeccionamiento pedagógico.
La cuestión de la inadaptación escolar impulsó la intro­
ducción del psicoanálisis en el campo social, mucho tiempo
antes de que se lo utilizara en las instituciones sanitarias en
sentido estricto, y con efectos mucho más importantes. Apor­
tará el principio de una flexibilización de las nosografías
psiquiátricas gracias a una flexibilización de las estructuras
relaciónales, un aflojamiento del cerco familiar. Operando
sobre la estrategia educadora de la familia, el psicoanálisis
30 Para un inventario de las obras psicoanalíticas destinadas a las
familias, en ese período, véase Horst Richter, Psychanalyse de la famille,
Payot, 1971.
introduce en ella un interés por la observancia de las normas
sociales, sin chocarla de frente sino, es preciso decirlo, apo­
yándose en su deseo. La volverá permeable a las exigencias
sociales, buena conductora de las normas relaciónales.
¿En qué consiste, pues, la solución del psicoanálisis frente
al heteromorfismo de la familia y de sus aparatos sociales?
¿Qué técnica es esa que permite armonizar las diferencias de
régimen entre una instancia como la familia tradicional, que
funciona sobre la base del intercambio de sus miembros
conforme a reglas que combinan la determinación genealógi­
ca y las estrategias de alianza, y que por tanto requiere de su
parte una disponibilidad ante sus propios objetivos, y, por
otra parte, una instancia como la escuela, que produce indi­
viduos según ciertas normas, y decide acerca de su califica­
ción para orientarlos socio-profesionalmente? ¿Qué permite
reducir la brecha entre el registro de la gestión religiosa, y
por ende familiar, de la sexualidad y el de su gestión médica,
y por ende social? ¿Qué permite reunir la confesión y el
peritaje?
Una mirada rápida al funcionamiento de los consejeros
educativos, sexuales, conyugales, que florecieron en torno a
este problema, da la impresión de un compromiso precipitado
entre ambos registros, de una mezcla en dosis variables de lo
escolar y de lo familiar, de lo médico y de lo religioso, del
peritaje y de la confesión. La Escuela de Padres es el escena­
rio de una suerte de concertación permanente entre padres y
educadores. Y en ese marco los médicos vienen a iniciarse en
la escucha de los problemas familiares. Los curas comienzan
a absorber el vocabulario familiar, a detectar la patología en
el relato de las faltas. Como símbolo de esa inclinación a la
síntesis, podría señalarse el nacimiento en 1936 de la revista
L’éducation, reagrupamiento en torno ala Escuela de Padres
de la antigua Revue famílial d’éducation, órgano de la fede­
ración general de las familias, dirigido por el abad Viollet,
especialista de la confesión y de los ^círculos de preparación
para el matrimonio, y de la revista Éducation, boletín peda­
gógico dirigido por Bertierbex patrón de la Escuela de Roches,
gran aficionado alas innovaciones pedagógicas. Mme Vérine,
entre el doctor Berge, el abad Viollet y el pedagogo Bertier,
¿no es el anuncio del tríptico habitual de los actuales progra­
mas radiales de Ménie Grégoire, acompañada ya de un cura
sexólogo, ya de un psiquiatra, o bien de ambos? En términos
generales, la co-presencia de la forma peritaje y de la forma
confesión se observa fácilmente entre todos los técnicos de la
vida relacional, ya sea que ejerzan en consultorios muy
privados, en edificios públicos o bien que se difundan por la
radio. Entre los psicólogos, en sentido estricto, tenemos el
doble juego de los tests y de la anamnesis. Inventario-peritaje
de las posibilidades individuales y relato-confesión déla vida
familiar. Entre los educadores sexuales, tenemos un juego de
alternancia entre preguntas sobre la norma y preguntas que
incitan a la “implicación” en la evaluación de su relación con
la sexualidad.
Sea como fuere, estas técnicas relaciónales constituyen
algo más que la mera yuxtaposición del antiguo prestigio del
cura y el nuevo prestigio del médico. De otro modo no podría
entenderse por qué se volvieron objeto de una demanda tan
importante. Sobre todo no podría comprenderse por qué el
cura fue progresivamente liberado de su función confesional
(reservándose este el derecho a reconstituir en la figura del
cura-analista, paralela a la del cura-obrero), ni por qué el
médico renunció a su función de guía de las familias, que
tanto anhelaba tener (reservándose el derecho a convertirse
en un experto psicosomático). ¿Qué hay, pues, en la técnica
relacional que requiera la formación de nuevos técnicos? La
novedad que aporta, y que hace a su eficacia específica, es la
implementación de un procedimiento de circularidad entre
las prácticas de peritaje y de confesión, Entre los psicotera-
peutas y los consejeros conyugales, el principio del diagnós­
tico se mantiene como condición previa (puede servir para
eliminar casos demasiado “pesados”), pero a la vez es formal­
mente anulado de entrada, tratado en apariencia como pro­
visorio y sobre todo no-preferido, no-inscripto. Suspensión
decisiva, puesto que se cancela la hipoteca de un juicio a
priori, crea una apertura por donde ha de transitar el relato-
confesión, el discurso testimonial de donde precisamente
puede surgir una revelación a posteriori mediante el “traba­
jo” del sujeto sobre su discurso, que ya no es conminado a
servir únicamente para la verificación de un a priori. Despla­
zamiento circular que elimina la obsesión por el dirigismo,
puesto que la formulación de todo juicio social está asociada
a su posible cuestionamiento a través de la participación del
sujeto. La resistencia del individuo, al igual que la resisten­
cia de la familia a las normas, ya no es sino una resistencia
interna a un proceso del que podría resultar un mayor
bienestar para él, para ella. La resistencia a las normas
sociales se convierte en resistencia al análisis, bloqueo mera­
mente negativo y ciego a su propio bien. El poder de la
tecnología relacional radica, precisamente, en el hecho de
que no impone nada, ni nuevas normas sociales ni antiguas
reglas morales. Su poder radica, por el contrario, en el hecho
de que las deja flotar, unas en relación con las otras, hasta
que encuentren su punto de equilibrio. Constituye, en senti­
do estricto, una técnica económica. La más económica en
materia de costo, tanto administrativo como conflictivo. Se
comprende ahora por qúé el médico renunció a una clase de
función en que habría perdido la solidez de su terreno, la
tranquilizadora claridad del diagnóstico. Se comprende asi­
mismo la dificultad que deben de experimentar los curas para
adherir a estos métodos que, excepto por la flotación de los
valores y de las normas, les deben mucho. Tantas más
dificultades han de experimentar cuanto que no tienen posi­
bilidad de repliegue.
El primer trabajo del técnico1relacional consiste, pues, en
desalentar la demanda de peritaje. No espere de mí una
opinión, un consejo inmediato e imperativo, un discurso
verdadero sobre su caso. O bien, si, como ocurre en los Centros
Médico-Psico-Pedagógicos, se hace un inventario de las apti­
tudes intelectuales del niño, no crea que se trata de una
conclusión, sino de un punto de partida. Usted me consulta
para saber si los mediocres resultados escolares de su hijo se
deben a una tara hereditaria o si lo hace a propósito. De
cualquier modo, no se deben a ninguna de las dos cosas, y si
los tests revelan una desnivelación entre sus capacidades y su
rendimiento escolar, precisamente por eso usted debe contar­
me cómo se porta en la escuela, en casa, cómo se lleva con sus
hermanos, con usted, cuáles son sus propias actitudes educa­
tivas, sus problemas, sus acuerdos o desacuerdos conyugales.
Además de hablarme de sus conflictos con su esposa o esposo,
dice el consejero conyugal, hábleme de usted, de las condicio­
nes de su matrimonio, de su infancia, de sus vínculos con sus
padres. Una segunda operación del técnico consiste en basar­
se en ese relato para mostrar la relación entre el problema
evocado y una serie de déficit de comunicación entre los
miembros del grupo concernido. ¿Acaso no puede ver que, si
su hijo no estudia en la escuela, se debe a que su padre no se
interesa en su actividad escolar, sólo le transmite sus senti­
mientos bajo la forma del enojo frente al fracaso escolar? O
bien que, si su hija, pese a ser muy inteligente, no se interesa
por la escuela, se debe a que usted se ha hecho responsable de
su destino al punto de anularla, a ella, de impedir que su deseo
se manifieste. ¿Y qué otra cosa es la escalada de reproches
recíprocos en los conflictos conyugales, sino la negativa de
ambos a tomar en consideración aquello que se quiere que el
otro escuche? ¿Y qué es la educación sexual sino, precisamen­
te, una actividad de prevención de los riesgos de fracaso y de
conflicto mediante la afirmación de que la sexualidad sirve
ante todo pará comunicarse? Tercera y última operación: la
identificación de las causas de esos déficits, Pues, ¿qué es lo
que perturba tanto las comunicaciones, disgrega los mensa­
jes, falsea las percepciones? Son precisamente falsas percep­
ciones, imágenes-pantalla, concreciones psíquicas construi­
das tanto a partir de arquetipos como de la asunción de la
realidad de los otros, de proyecciones tanto o más que de
reconocimientos: tomar conciencia de que esos artefactos
rigen la organización de nuestras relaciones, de que la parte
de ceguera que hay en nuestros conflictos y nuestros fracasos
resulta de la pregnancia de un antiguo deseo capaz de ocultar
una realidad presente, esa es la forma en que podrá reajustar
sus relaciones, volver a evaluar una situación.31
En este recorrido, el concepto clave es el de “imagen”. Al
ponerlo en evidencia, es posible hacer pivotar al sujeto, hacer
que lleve a cabo su propio peritaje, puesto que él mismo ha
echado luz sobre su error, y a la vez lograr que acepte aquello
que se negaba a escuchar, ver o hacer, puesto que ya no es un
asunto de moral, de leyes o de méritos, de posible o imposible,
sino que todo pasa por él, por su equilibrio relacional, su pleno
desarrollo psíquico y sexual. El esfuerzo de los técnicos se
centra, pues, en los métodos de evocación de esas imágenes.
Ejemplo: el dibujo de familia en los Centros Médico-Psico-
Pedagógicos. Tome un niño de ocho a quince años que padez­
ca inadaptación escolar. Dele una hoja, un lápiz negro y
lápices de colores. Pídale que dibuje a su familia. No hay
riesgo de negativa en esa franja etaria, siempre aceptan.
Sepa de antemano que en el caso de una familia normal los
personajes suelen estar distribuidos en dos filas horizontales,
las superiores (los padres) y las inferiores (los hijos), que están
ai Elaboro esta descripción a partir de una encuesta sobre los Centros
Médico-Psico-Pedagógicosy los grupos de consejos conyugales, así como apartir
de la consulta de obras como L’enfant et les relations familiales, de Porot, p u f ,
1954\Laconsultation conjúgale, de Guy Rucquoy, Dessart, Bruxelles, 1974; Le
conseil conjugal et famüial, de Rolande Dupont, Casterman, 1972.
dibuj ados con simetría y que los colores sirven para marcar los
atributos distintivos, su polaridad grave o leve. Entonces, si
el niño localiza a todos los miembros de la familia sobre una
misma línea, usted ya puede ir sospechando que su familia
está en alguna medida mal estructurada. Si al pasar se olvida
de alguno de sus miembros, ya tiene el indicio de una dificul­
tad relacional con la persona en cuestión, dificultad que el
niño ha querido resolver borrándola simbólicamente. El or­
den en el cual los personajes se suceden dice mucho, asimis­
mo, del lugar que el niño concibe que le dan en su familia. La
asimetría que pudiera afectar a algunos de sus personajes, o
a sí mismo, las coloraciones turbias o claras, las mutilaciones
de miembros, permiten afinar aún más la representación que
el niño tiene de su familia. Tal personaje no tiene manos: ¿no
será que sólo se sirve de ellas para golpear? Tal otro no tiene
brazos :¿noseráqueno demuestra afecto alguno, pese al deseo
del niño? De tal modo, el dibujo de la familia permite poner de
relieve todas las pequeñas o grandes anomalías familiares.
Un niño miente, roba, es agresivo, colérico o, por el contrario,
es inhibido y pasivo. Todos ellos son signos de protesta contra
aquello que no funciona en la estructura familiar, y el dibujo
de la familia va a revelarlo. Al expresar a través del dibujo su
malestar, su situación, el niño proporciona aun mismo tiempo
una evaluación del medio familiar.
Los centros médico-psicopedagógicos son sin duda alguna
los mejores lugares para apreciar la capacidad de injerencia
del psicoanálisis en el campo familiar. Al señalar como fuente del
fracaso escolar una mala regulación de las imágenes, la
técnica “psi” no incrimina a una persona en particular ni a un
comportamiento erróneo, sino alas relaciones establecidas en
el interior de la familia y a las representaciones mentales
inconscientes de sus miembros. No practica la conminación a
cambiar de normas, sino la incitación a reequilibrar las
actitudes en nombre de sus efectos sobre los demás miembros.
Tal niño padece de una inhibición neurótica en el trabajo
escolar: la psicoterapia revela un vínculo entre esa inapeten­
cia y el discurso del padre. Este es conductor en la Empresa
Autónoma de Transporte de París y vive su trabajo como algo
que no sirve para nada, que tan sólo lo conduce a la muerte.
Esta representación de su propio trabajo no es denunciada
como nociva en sí misma. No se discutirá con el padre sobre
la realidad de su trabajo, sino sobre su repercusión psíquica
inconsciente en el niño. El padre será inducido a una reevalua­
ción de su apreciación de la realidad en nombre de sus afectos
familiares. Esta niña pequeña, muy inteligente por lo demás,
no presta atención en clase y emplea su tiempo en inútiles
travesuras. El dibujo de familia revela que mantiene con su
padre una relación propia de una hermana menor con su
hermano mayor, vínculo que la mantiene en una inmadurez
beata. Ahora bien, ¿por qué el padre tiene esa necesidad de
(volver a) desempeñar un papel que no le corresponde? ¿Qué
clase de insatisfacción lo perturba al punto de perjudicar sus
objetivos oficiales? ¿Qué significado tiene esto en el plano de la
pareja? Tal niño es inestable en la escuela, se fuga cuando está
en la casa. La madre lo lleva al Centro Médico-Psico-Pedagó-
gico. Habla mucho del niño, de sí misma, de sus preocupaciones,
pero no dice nada de su marido, o bien lo hace con displicencia.
El hecho de que el padre no exista en el discurso de la madre, que
no lo designe como poseedor de autoridad alguna, esa carencia
de imagen paterna alimentada por la madre, ¿no es acaso la
causa de la inestabilidad del niño? Y ¿qué significa, en cuanto
a la calidad de la relación conyugal, la parte de insatisfacción
que se perpetúa en ella? En este caso, el Centro Médico-Psico-
Pedagógico cumple una función de consejo conyugal. El niño
constituye el elemento probatorio de una disfunción de la
familia, el elemento ideal para operar en su seno modificaciones
internas, puesto que és el punto de confluencia entre el deseo
social y el deseo familiar. Entre el diez y el veinte por ciento de
los padres de niños seguidos en un cmpp, lleva adelante una
psicoterapia en el mismo establecimiento. Y es frecuente encon­
trar niños que, sin presentar trastornos serios, siguen una
psicoterapia únicamente para proporcionar una cobertura ad­
ministrativa por la asistencia brindada a sus padres.
La consulta conyugal utiliza un procedimiento del todo
equivalente. El síntoma aquí es, por orden de frecuencia, la
impotencia, la frigidez, las enfermedades psicosomáticas, los
trastornos de los hijos. La grilla de referencia de los compor­
tamientos normales puede estar representada por el cuadro
de la complementariedad de las necesidades. Complementa-
riedad para la pareja en la esfera económica, sexual, en la del
fortalecimiento del yo y la reorientación. Tomo aquí el ejem­
plo del cuadro de Pollak, que describe la naturaleza de las
funciones que deben desempeñar los miembros de la pareja
en cada uno de esos ámbitos, en cada una de esas etapas de su
existencia, antes de los hijos, con ellos y tras su partida del
hogar. Entre el no-cumplimiento de estos roles y la aparición
del síntoma, entre la esfera de las necesidades y la queja, el
vínculo explicativo es provisto por el análisis de las proyeccio­
nes que hacen uno sobre el otro los miembros de la pareja en
el momento de elegirse o por las modificaciones de las coorde­
nadas a partir de esa elección inicial. La orientación de esas
proyecciones, de esas imágenes, puede sufrir variaciones que
las entrevistas y los cuestionarios permiten sopesar en fun­
ción de dos criterios: su mayor o menor proximidad con las
figuras parentales y su distancia con respecto a la gama de
comportamientos posibles del otro miembro de la pareja. Esta
construcción puede estar más o menos cegada por imágenes
iniciales (parentales), o bien más o menos en contradicción
con las disposiciones del otro. En función de estos criterios la
conyugalidad será normal (complementariedad), neurótica
(impotencia, frigidez, extraconyugalidad) u homosexual (du­
das de uno de los miembros sobre su identidad sexual). Por
consiguiente, el trabajo del consejero conyugal consiste en
traducir un sufrimiento en disfunción y remitir esa disfunción
a una inadaptación de las imágenes y de las realidades; en
síntesis, consiste en decir: si nó quiere modificar su realidad,
modifique sus imágenes, si no quiere modificar sus deseos
(sus imágenes), cambie de realidad, lo central es que la cosa
funcione.
¿Qué era lo disfuncional en el antiguo régimen familiar? 1. La
atención exclusivamente orientada a las sanciones matrimo­
niales de su influencia, de su importancia, es decir, la forma
exterior, visible de su poder\ 2. correlativamente, el gran
poder de la familia sobre los niños, instrumentos de su
perennidad y de sus ambiciones, en suma, la primacía de la
filiación. Ahora bien, todo cuanto ha sucedido en torno a la
Escuela de Padres consistió en operar una transferencia
táctica de los antiguos poderes de la familia, sus poderes
externos, orientados principalmente a cuidar el buen nom­
bre, contraer alianzas útiles para sí misma, en provecho de
sus poderes internos, con el objetivo de preservarse un efecto
específicamente familiar en la distribución de las cualidades
culturales y de las posiciones sociales. Desplazamiento deci­
sivo de su parecer exterior hacia sus modalidades relacióna­
les internas. Inserta en este desplazamiento, la operaciona-
lización del psicoanálisis aporta una fórmula flexible y útil
para resolver los roces creados entre las exigencias sociales y
las ambiciones familiares. Puestos en flotación unos en rela­
ción con otros, los comportamientos familiares y las normas
sociales hallan en la teoría del rol de las imágenes un principio
de conversión de unos en otros. Entre el riesgo de rigidez
jurídica de la familia y el de un imperialismo costoso y
nivelador de las normas médicas, el discurso sobre el rol
socializador de las imágenes parentales propone un principio
de reajuste automático de ambas instancias. No las anula,
desactiva los riesgos de conflicto y las combina de manera
funcional. Contra el dominio familiar, pone enjuego la liber­
tad del niño, la sexualidad de la mujer. La relación del niño
con sus padres ya no es analizada en el marco de la herencia
y de la transmisión, sino en función de su mayor o menor
estructuración, y asimismo en función de su mayor o menor
éxito en la emancipación del módulo familiar. La filiación ya
no es del orden de la fatalidad, sino que se constituye en torno
a las imágenes identificatorias perfectibles que los padres
puedan ofrecer. La maduración no implica recepción de una
herencia, de un destino, sino atenuación de la pregnancia
familiar, sustracción a los deseos de la familia, liberación en
relación con los deseos posesivos de los padres. La adecuada
estructuración del niño supone, pues, la destrucción de la
doble moral que falsea su percepción de los adultos y propor­
ciona imágenes de estos últimos cargadas de duplicidad
patógena. La liberación supone la apertura del círculo fami­
liar y, por tanto, del rol sacrificial de la madre, cuyo principal
objeto de inversión libidinal era el hijo, en provecho de su
sexualidad.

d. L a f a m il ia l ib e r a l a v a n z a d a :
F reud y K eynes

¿Por qué tanto interés por la historia-se preguntarán-, por


qué tanta insistencia en los arcanos familiaristas de la
introducción del psicoanálisis y de la liberación sexual, pues­
to que ambas han triunfado ampliamente y que pese a todo
hoy vivimos en plena crisis de la familia?
Ya nadie considera a la familia como la forma esencial de
la organización social, una figura inmutable que deba ser
salvaguardada a cualquier precio. Un súbito pudor domina a
aquellos mismos que en el pasado se constituyeron en sus
heraldos. Los animadores de la Escuela de Padres declaran
que “hoy en día, desde su puesto de observación, no ven
esbozarse un esquema ideal del grupo familiar. El problema
más importante es el de la inversión afectiva hecha en el nivel
de ese agrupamiento bajo un mismo techo, que, por su poder
mismo, podría perjudicar la autonomía respectiva de sus
miembros. En definitiva, en la actualidad cada componente
del grupo debe procurar no ser marcado con ninguna etique­
ta, sea la de ‘niño’, sea la de ‘padres’, sino simplemente ser
"personas’ que logren aceptarse mutuamente en sus roles y
deseos respectivos, es decir, que logren quererse”.32“Agrupa­
miento bajo un mismo techo”, ¡qué eufemismo, cuántas pin­
zas para hablar de la familia! Al Planning familiar mismo, de
familiar sólo le queda el nombre. Desde 1973, está orientado
a “la re valorización de la persona, a su desarrollo en su
integridad psicosomática por fuera de los roles tradiciona­
les”, a la “reinserción de la sexualidad en todos los niveles de
lo cotidiano”, ala “sexualización déla Sociedad”.33Todos esos
grupos que en el pasado deseaban defender a la familia
contra el asalto de una normalización autoritaria hoy en día
solo buscan la mejor manera de conjurar sus perjuicios.
Quieren borrar ese marcado, las etiquetas que atribuye a sus
miembros a expensas de su autonomía social. Pero asimismo
colmar sus carencias, socializar cuando menos una parte de
las funciones afectivas, sexuales, que no asumen sino imper­
fectamente, perjudicando de ese modo el equilibrio, el pleno
desarrollo “psico-sexual” de los individuos. Constataciones y
críticas designan un mismo riesgo de fracaso en dos peligros
opuestos: su repliegue temeroso sobre sí misma, que puede
convertirla en un espacio de resistencia pasiva, un refugio
abusivo que protege a sus miembros de los riesgos externos,
pero que los inhibe gravemente en su vida social, o bien su
dislocación, su atomización por el incremento del celibato, de
las relaciones casuales que no brindan la seguridad suficien­
te para permitir a los individuos una autonomía social de
funcionamiento. De ser considerada un pilar de la sociedad,
la familia pasó a ser en estos discursos el lugar donde la
sociedad corre el riesgo constante de desarticularse.
Sólo hace frente a este desasosiego la multiplicación de
consejeros, psicólogos, cuyo número nunca llega a ser sufi­
ciente para responder ala demanda de padres desarmados, de
niños extraviados, de parejas desdichadas, de incomprendi-
32 Presentación de la Escuela de Padres en el número de la revista
Autrement, bajo el título “Finie la famille?”, 1976.
33 Simone Iff (presidente del Planning familiar,) Demain la société
sexualisée, 1975.
dos, de aquellos que buscan un sentido para sus vidas, de
aquellos que no aprendieron a vivir. Ese es, pues, el ámbito
donde hay que intervenir para encontrar soluciones, obrar
positivamente, registrar esos sufrimientos, mezclar nues­
tras voces al concierto de redentores o callar. ¿Usted tiene ün
libreto, un plan, un proyecto experimental, una pequeña
fórmula de autogestión, una visión de la familia porvenir, o
cualquier otra cosa que proponer? No lo dude, el Estado es
comprador, y los bienpensantes estarán interesados. ¿No
tiene nada que ofrecer? ¿Las fórmulas comunitarias le pare­
cen ilusorias, meras transposiciones a una escala más vasta
del egocentrismo familiar? ¿Denuncia la soledad en que se
encuentran los individuos, la miseria de sus vidas afectivas,
la insipidez de sus existencias? Entonces, usted comprende
que es necesario hallar una solución, que los consejeros y los
“psi” son precisamente las personas que intentan hacer algo
al respecto, como pueden, con el máximo de honestidad, de
neutralidad. Con ellos, olvídese, excepto bajo forma residual,
de moralismo, de dogmatismo. No destinan a nadie de mane­
ra autoritaria a la vida familiar, pero tampoco se proponen
destruirla. Simplemente quieren ayudar a las personas a
vivir su situación en una coyuntura inestable donde los
parámetros más sólidos han desaparecido y donde el indivi­
duo siente la necesidad de ser respaldado pero no dirigido.
Imparable argumentación si se aceptan los términos en
que está planteada, es decir, la crisis de la familia como
recaída de una evolución de las costumbres, el desarrollo del
psicologismo o del psicoanálisis como solución, como la res­
puesta menos mala posible para esa situación. Ahora bien,
¿qué sucede con este razonamiento si se recusan sus postu­
lados, si se identifica como un mismo proceso, en absoluto
inocente en términos políticos, la emergencia de la familia
moderna y la expansión de los organismos “psi”? ¿Qué queda
de este persuasivo discurso si se vuelve a considerar el
problema desde la perspectiva de esta constatación? Tan
extenso rodeo se había vuelto necesario para recusar el modo
de cuestionamiento circular en el que ha quedado atrapada
toda reflexión, tanto sobre la familia, como sobre las profesio­
nes que florecen en su entorno. De las lecciones de esta
genealogía del “consejerismo”, podemos extraer la necesidad
de un desplazamiento de la pregunta. En vez de emprender la
tramposa búsqueda de una solución a los evidentes malesta­
res que se desarrollan en torno y en el interior de la vida
familiar, debemos preguntarnos: ¿cuál es el problema al cual
esta crisis de la familia y esta proliferación de los “psi” darían
conjuntamente una solución?
Constituyen en primer lugar y ante todo un medio para
eludir la primera formulación política del problema de la
normalización de la sexualidad. Tanto en su forma “socialis­
ta”, higienista y antifamili arista, como en su forma pétainis-
ta, moralista y tradicionalista. Cuando en los años cincuenta
la cuestión de la liberalización de la sexualidad y la de la
procreación voluntaria vuelven a instalarse en la escena
política, los términos del debate se habían modificado radi­
calmente bajo el efecto del encuentro táctico entre, por un
lado, la política cualitativa de las familias acomodadas, su
repliegue sobre sí mismas, la búsqueda de una optimización
de sus vínculos internos, y, por otro, las enseñanzas adapta­
das del psicoanálisis y de todos sus derivados. La familia
burguesa dejó de ser un lugar.de resistencia a las normas
médicas que amenazaban su integridad y el juego de sus
privilegios para convertirse en la mejor superficie de recep­
ción. Ya no es necesaria una decisión central puesto que el
llamado proviene de esos microfocos de iniciativa, de esa
periferia que es la familia misma. El control de natalidad, la
psicopedagogía, la preocupación por la vida relacional se
suman al almacén bien provisto ya de la “calidad de vida”
burguesa. Pasado cierto momento de distancia, funcionan
perfectamente en ese micromedio ya organizado durante los
siglos xvni y xix sobre el modelo del liberalismo espontaneís-
ta, de la facultad contractual. La “liberación protegida” que
caracterizaba la educación de los niños se desarrolla a la
perfección en las aplicaciones de las enseñanzas de Decroly,
Montessori, Spitz y sobre todo Freud. Las buenas lecturas
para evitar traumatizar a los niños, las direcciones adecua­
das cuando hay problemas, todo eso dilata el deja-vu, prolon­
ga la impresión de que ya ha sido hecho: el estrechamiento
táctico de los padres en torno a los hijos contra los prejuicios
educativos y las torpezas domésticas, contra los peligros y las
corrupciones de la calle. El control de los nacimientos y la
“liberación” de la mujer se fundan en la antigua vocación
social, esa función de embajadora de la cultura. Y, natural­
mente, como en el pasado, las familias obreras, las familias
“humildes”, serán el objetivo de su misión de propagación de
estas nuevas normas que tan bien les permiten vivir. La
“libertad sexual”, el control de la natalidad, la exigencia rela-
cional y la psicopedagogía serán difundidos según las mismas
modalidades, según el mismo intervencionismo tecnocrático
utilizado en el pasado para vender las cajas de ahorro y la
escolariz ación: la incitación promocional y la consecuente
culpabilización de las familias, que, por su resistencia, des­
perdician las oportunidades de sus miembros. En el lanza­
miento del Planning familiar resuena el eco de un discurso
que tiene dos siglos de antigüedad, el de esos hombres y esas
mujeres que habían emprendido la lucha contra el oscuran­
tismo de las costumbres, en pos de liberar a las masas de sus
trabas mentales, de sus miserias antaño materiales y mora­
les, hoy sexuales y afectivas, para que tengan menos hijos y
sobre todo menos inadaptados.

Esta reconciliación del sexo con el buen tono ñlantrópico


disipa, pues, la parálisis política que había provocado. Ya no
hay desafíos globales, sociatricidas, sino resistencias, las de
los cuerpos constituidos, los_grupos y las corporaciones inte­
resadas en la perpetuación del antiguo orden de cosas: el
partido comunista, la Iglesia y el consejo de la orden de los
médicos.
La actitud del partido comunista es reveladora de ese
desplazamiento del problema de la sexualidad. Todos recor­
darán la violenta hostilidad del Partido Comunista Francés
ante el Planning familiar, en sus inicios, así como las decla­
raciones vigorosamente “antimalthusianas” de Jeannette
Vermeersch y Maurice Thorez. Expresan el antiguo temor
ante una solución individualista de la cuestión social. Las
organizaciones obreras asumieron esta posición retráctil
frente a casi todas las innovaciones en materia de tecnología
social. Los guesdistas (ancestros del Partido Comunista
Francés en los años 1880-1890) habían comenzado por de­
nunciar la escolaridad obligatoria como medio de dominación
y división de la clase obrera. Hostilidad a la que pronto siguió
una actitud inversa. Lo malo ya no es la escuela; sino la
escasez de créditos y medios que se le asignan, así como el
hecho de que no haya suficientes escuelas. Lo mismo sucede
a principios de los años sesenta con relación a la maternidad
voluntaria, y de manera general con todas las técnicas asocia­
das al mejoramiento de la vida familiar y a lo relacional.
Puede leerse en las obras de Bernard Muldworf, psicoanalista
del Partido Comunista Francés, el proceso de canonización
“marxista” de las "reivindicaciones” en materia de calidad de
vida familiar y de servicios psicológicos.
Cada vez que el Partido Comunista se crispa contra alguna
reforma y luego se propone digerirla exigiendo su expansión
más rápida, más amplia, desplazando una negativa teórica
hacia una exigencia cuantitativa, podemos estar seguros de
que la filantropía se ha sumado un punto. Extraño juego en que
el agente de una resistencia a la manipulación “burguesa” de las
masas se convierte -para preservar su función de representan­
te del descontento popular- en el mejor agente publicitario de
los medios de promoción individual; aquel que, al exigir su
extensión, difundirá en todas partes y defenderá a cualquier
precio la creencia en su utilidad intrínseca.
Mutis al último escollo político con el Partido Comunista
Francés. Pero aún quedan las oposiciones corporativas de la
Iglesia y de la fracción conservadora del cuerpo médico. A
primera vista, su oposición también es ideológica. La Iglesia
defiende valores morales fundadores de la familia tradicio­
nal; el consejo de la orden de los médicos se opone al aborto
en nombre del respeto a la vida. Sin embargo, en la práctica,
es bien sabido a qué beneficios profesionales, sociales y
políticos corresponden estas opciones. Al renunciar a su
función de aliada y tutora de la familia, la Iglesia pierde la
base sólida para su inscripción en el cuerpo social. La figura
del médico de familia también se ve amenazada por la
modernización de la familia, que la reduce a un ejercicio más
pedestre o público de su arte. El consejo de la orden de los
médicos se aferra a su antigua posición de notables, a esa
relación con su clientela tan próxima del clientelismo en
política y fuente de un poder que puéde precisamente reper­
cutir en ella. En cuanto a la facción del cuerpo médico que
desde el neomalthusianismo se propuso ser agente de una
liberalización sanitaria de la familia, participa activamente
en el movimiento, aun cuando tiene dificultades para preser­
var los beneficios conquistados en el pasado. Pues aquello
que salió a la luz después de la última guerra es que las líneas
de transformación de la familia operan al mismo tiempo la
descalificación de su antiguo entorno médico y religioso, en
provecho de un nuevo marco, el de los “psi”. Interrogada por
Paul Giannoli en France-soir, el 9 de noviembre de 1976,
sobre su vínculo con las “personas del oficio”, Ménie Grégoire
responde lo siguiente: “Los psicoanalistas me conocen y
reconocen que lo que yo hago forma parte de su ‘familia’. Mis
más acérrimos adversarios, en un principio, fueron los médi­
cos, porque sus clientes no siempre hablaban bien de ellos en
mi programa de radio. Algunos incluso pensaban que les
sacaba clientes. Cierto sector de la iglesia tampoco estaba
muy contento. La confesión estaba en franco retroceso y
tenían la impresión de que yo era una competencia, pues si
bien hacía algo diferente, mis interlocutores buscaban algo
semejante. Sin embargo, algunos curas me escribieron para
decirme: ‘Escuchándola a usted, yo aprendo a confesar’”.
Una primera línea de transformación de la familia se
esboza en la confluencia de dos dimensiones originarias del
aggiornamento familiar. El repliegue táctico de la familia
sobre sí misma y la difusión de nuevas normas operan una
intensificación de la vida familiar. Concentrada sobre sí
misma, más atenta que en el pasado a los mínimos detalles
de la educación de los niños, la familia se vuelve una ávida
consumidora de cuanto pueda ayudarla a “realizarse”. Vitia
Hessel, psicoanalista, novelista por añadidura, dedicó a la
descripción de esa activación frenética de la vida familiar un
libro titulado Le temps de parents, que bien podría haberse
llamado Le temps des psi. En esta obra, expone el proceso de
responsabilización psicopedagógiea de los padres desde la
última guerra, principalmente en las capas medias, donde el
niño constituye, según su propia fórmula, una suerte de
plazo-fijo. Los padres de antes tenían, por cierto, ambiciones
para sus hijos, pero sus motivaciones eran demasiado prima­
rias, sus especulaciones muy francas. Brindaban una educa­
ción a los hijos para que pudieran ascender en la escala social
y, de ser necesario, para ser mantenidos decentemente por
ellos algún día. Conservaban celosamente el poder sobre sus
hij as a la hora de ordenar sus alianzas y control ar su porvenir
patrimonial. Para los nuevos padres, que tienen derecho a la
jubilación de los cuadros y a la caja complementaria, las cosas
son menos simples y ya no tiene mucho sentido considerar a
los hijos como bastones de la futura vejez o instrumentos de
ambiciones precisas. “En su fuero interno, los padres comien­
zan a acariciar promesas de éxito, la revancha, más aún, esa
parte lícita, de sueño que la sociedad consentía dejarles. Los
padres especulan, pues, frente a esas cabezas despeinadas
por el sueño, esos cachetes embadurnados de mermelada,
como sus tatarabuelos lo habían hecho sobre sus buenos
rusos,* y, como toda especulación, las suyas están impregna­
das del conformismo más dócil. La sociedad dicta sus mode­
los, ellos procuran reproducirlos. [...] Ya no está permitido,
como en un remoto pasado, que los niños salgan mal. La
Escuela de Padres vela por ello, al igual que el servicio de
orientación y las revistas de difusión masiva. Una nueva
ciencia ha nacido en ese contexto de optimismo psicológico y
fiebre relacional durante el período de posguerra. El europeo
de los años treinta y cuarenta en cierta medida había logrado
ignorarla; pero el de los años cincuenta y sesenta recibía, en
plena cara, las ráfagas de sus consejos contradictorios”. Tras
los discursos sobre los defectos del niño, vinieron obras tales
como L'enfant, miroir des parents [El niño, espejo de los
padres], de Roland Jaccard. Los “padres” son permanente­
mente conminados a luchar contra un enemigo: ellos mismos.
“Prohibido preocupar al niño, les decían los psicólogos. No
dejen que se duerma, replicaban los profesores. Está ansioso,
por eso trabaja mal, señalaba el pediatra. Los padres bajaban
la cabeza: si el niño estaba ansioso, la culpa era de ellos. No
está motivado, descubrían los psicólogos. Falta de motiva­
ción, los padres enloquecían: habían fracasado, ¿Aún esta­
rían a tiempo de subsanar el problema? No lo asusten, les
decían. Háganle entender que la vida es una lucha, añadían.
Protéjanlo, les ordenaban. Expónganlo, de otro modo lo
convertirán en un despojo humano. Prohibido sobreproteger-
lo. Prohibido traumatizarlo. Prohibido proyectar en los niños
sus propios sueños fallidos. Prohibido renunciar. Prohibido
emprender.”34Es sabido cómo las revistas de gran difusión del
tipo Parents, Psychologie, Marie-Claire hán utilizada ese
carácter hábilmente contradictorio de los consejos “psi” para
alternar estrepitosas revelaciones sobre los peligros, ya de la
falta de iniciativa familiar, ya de la función inhibidora de sus
excesos.
Una segunda línea de transformación, aparentemente
contradictoria, corre en el sentido de una desestabilización
de la familia. Sin embargo, operan los mismos ingredientes:
la atención a la infancia, la preocupación por la calidad de
vida sexual y afectiva. Pero los efectos que producen juegan,
en esta línea, en contra de las estrechas limitaciones de la
vida familiar, contra la inmovilidad jurídica de los vínculos
contraídos. El procedimiento es fácil de comprender, pues
*Viti a Hessel fue una disidente rusa finalmente radicada en Francia [N.
de la T.].
34 Vitia Hessel, Le temps des parents, Folio, 1976.
había un malentendido más o menos camuflado en el encuen­
tro entre el familiarismo y el psicoanálisis. El desplazamien­
to del interés familiar del exterior hacia el interior, su
recentramiento sobre el afinamiento de las modalidades
internas de ajuste de la relación padre-hijo y hombre-mujer:
la familia no hacía todo ello por nada. El objetivo era recupe­
rar en ese terreno privado un poder específico de la familia,
una pregnancia sobre sus miembros, una capacidad de cali­
ficación de sus hijos que estaba perdiendo en el terreno
público. Actitud compensatoria, táctica, inevitablemente
generadora de una sobreinversión. Ahora bien, la normaliza­
ción relacional, la operacionalización del psicoanálisis iría
más bien en el sentido de una “impotencialización” funcional
de la familia. El psicoanálisis no “revela”, no pone “en teoría”
una relación de connivencia a priori de la familia y de la
sociedad, una armonía preestablecida, una relación de arti­
culación natural del tipo microcosmos-macrocosmos. La dife­
rencia de régimen de poder entre la familia y la sociedad es
demasiado grande para que todos los intentos de codificación
precisa del comportamiento familiar no terminaran fraca­
sando. La fuerza del psicoanálisis radica precisamente en
que opera sobre esta desnivelación para mostrar cómo la
familia puede ser responsable de la mala socialización de tal
o cual de sus miembros. En la práctica, no lo incrimina sino
en ocasiones. En teoría, la reconoce como instancia capital,
pero bajo una forma que implica su desvitalización, la anula­
ción de su voluntad de ser un protagonista social autónomo.
Ratifica y valoriza las disposiciones clásicas de la familia, el
rol del padre, de la madre, pero a un mismo tiempo reduce al
estado de esqueleto su antigua organización estratégica, que
ahora sólo vale como constelación de imágenes, superficie de
inducción de las relaciones, simulacro funcional.
Esto explica por qué el psicoanálisis pudo ser tanto parte
activa en el tema de la “familia feliz” a comienzos del Plan­
ning familiar, como servir de referencia al posterior movi­
miento de crítica de la familia. Por su reducción formal de los
poderes familiares al ejercicio de un simple rol, puede combi­
narse y servir como justificación, llegado el caso, a las tenta­
ciones de lo externo, al juego individual, a la búsqueda de
otras combinaciones más armoniosas, más equilibrantes. En
un contexto en que el poder efectivo de la familia disminuye,
en que su repliegue interno amenaza con inmovilizar a sus
miembros, el psicoanálisis puede alentar la revuelta de
aquellos que se han vuelto sensibles a las desnivelaciones
más mínimas en los sacrificios que deben ser consentidos en
el altar de este dios incierto. La promoción de la cualidad
relacional sirve de apoyo y de marco para las mujeres que
desean buscar su identidad en una actividad tanto profesio­
nal como familiar, para los adolescentes que desean vivirse
tanto como estudiantes y como jóvenes, cuanto como descen­
dientes de sus padres.
Ambas líneas de transformación ponen en escena la
patología de la familia moderna. Dado que su margen de
autonomía es reducido, pero a la vez su vida interna es
solicitada, para mantener su poder sobre sus miembros, la
familia recurre a un refuerzo psicológico de sus vínculos,
que puede llegar al punto de impedir todo funcionamiento
fuera de sí misma. Produce cada vez más, en el seno de su
intimidad, una disolución de sus miembros, unacoalescencia
afectiva destinada a resistir.las tentaciones destructivas
del exterior. Se dice que de ahí salen los psicóticos. Por lo
demás, su saturación por las normas sanitarias, psicológicas,
pedagógicas, podría llevarla a confundirse en el continuum
disciplinario de los aparatos sociales. Aparece entonces
como el lugar neurálgico de la sumisión social, de la
imposibilidad de autonomía individual, que provoca la
repulsión de aquellos que no quieren ceder a esta monótona
conminación y los lleva a vivir al margen de sus vínculos.
Se dice que esos son los neuróticos. Por consiguiente, es
patógena tanto la familia que resiste como la que no resiste
lo suficiente a las normas externas. Siempre la misma
dosis alternada de reproches. El delgado surco de la
civilización de las costumbres familiares amontona así a
cada uno de sus lados una cantidad cada vez mayor de
víctimas: aquellos que no pueden salir de ella y aquellos
que no quieren ni pueden ingresar en ella. Extraña
inversión, en escasos decenios, del peligro que se veía en
la familia. Se le reprochaba —por su sustracción a las
normas médicas en la elección de las alianzas, por la
duplicidad de su moral sexual—que fabricara al abrigo de su
soberanía toda una población de anormales, de tarados
físicos y mentales. Ahora se la acusa de ser el lugar
originario de la locura por la excesiva intensidad de sus
vínculos o su peligrosa fragilidad. Se incriminaba su
extraterritorialidad social, sus reglas “salvajes”, su
egocentrismo. Por haber intentado adjudicarle una función
de normalización instrumentando sus ambiciones y temores,
se la convirtió, al despuntar esta sociedad, en su primera
mueca.
Esta es, pues, la familia liberal avanzada: un residuo de
feudalidad cuyos contornos internos y externos se borran por
efecto de una intensificación de sus relaciones y de una
contractualización de sus vínculos; una suerte de torniquete
incesante en que el nivel de vida, el comportamiento educa­
tivo, la preocupación por el equilibrio sexual y afectivo se
arrastran mutuamente en una búsqueda ascendente que
concentra cada vez más a la familia sobre sí misma; un
compuesto inestable en todo momento amenazado por la
posible defección de sus miembros, a causa de esa fiebre
relacional que los expone a las tentaciones del exterior, y
también a causa de esa sobre valor ación del interior que
vuelve tanto más necesaria la huida; un lugar entreabierto,
obsesionado por el deseo de un repliegue sobre sí que restau­
raría su antiguo poder al precio de la integridad individual de
sus miembros o, a la inversa, por la tentación de renuncia que
los privaría de esa última parte de identidad que procura por
fuera de la disciplina social.
Y esa es la oportunidad histórica de los “psi”, en esa doble
tendencia centrífuga y centrípeta de la familia, que hace
surgir un espacio intermedio entre el “en-familia”y el “fuera-
de-la-familia”, una zona en plena expansión surcada por el
incesante ir y venir de los atormentados del adentro y de los
extraviados del afuera. Posición estratégica entre tentacio­
nes inversas y circulares que solo ellos podrán ocupar por su
disposición a administrar la inestabilidad.
Posición que han podido monopolizar gracias a su provi­
dencial neutralidad. No tienen la limitación del cura, restrin­
gido a la defensa de valores morales. No padecen el conflicto
deontológieo del médico, de su código que le prohíbe dañar la
vida (aborto) o bien que, si incurre en ello en nombre de
la ayuda al prójimo, lo sitúa frente a elecciones en que el
modo de producción de sus diagnósticos no tiene ya ninguna
pertinencia y le requiere sumar a un especialista de la
indecisión, un “psi”, que antes se encargue de verificar que
ahí esté realmente puesto el deseo del individuo. Sólo él
brinda un terreno neutro para la resolución de las diferencias
de régimen entre la gestión de los cuerpos y la gestión de las
poblaciones. La regulación de las imágenes hegemoniza y
armoniza la regulación de los flujos corporales y la de los
flujos sociales. Ya no quedan espacios sociales de gestión de
la sexualidad como el antiguo baile, donde los sexos, las
edades y las clases se confundían, donde las elecciones de
parejas se realizaban bajo la mirada y el control de los grupos
de pertenencia familiares y sociales. Ya casi no quedan
espacios aleatorios como el baldío y la calle, donde se opera­
ban las iniciaciones sexuales y amorosas. Ahora hay “boli­
ches”, espacios privados, organizados con vista a facilitar los
acercamientos sexuales entre individuos de una misma fran­
ja etaria y nivel de vida, protegidos por patovicas y por la
policía contra la irrupción de una clientela no adecuada.
Ahora hay “terrenos de aventuras” prefabricados y cursos de
educación sexual en las escuelas, Y en el vacío que separa a
estas “realidades”, planean las imágenes; las imágenes pú­
blicas, las del cine, las foto-novelas, los periódicos; las imáge­
nes privadas, las de los padres. Entre las ilusiones que
engendra la excesiva visibilidad de las primeras y las desilu­
siones que explica la pregnancia invisible de las segundas}el
“psi” siempre encuentra la manera de remitir a cada cual a su
verdadero deseo, y su “cliente” siempre puede encontrar una
solución en las “realidades” que se le ofrecen.
Sus discursos le permiten circunscribir esa posición, mar­
car sus recorridos, y trabar todas las salidas. Discurso provi­
dencial, puesto que presenta a la familia como el único
modelo posible de socialización y a la vez como la fuente de
todas las insatisfacciones. Siempre habrá en la familia un
exceso o una carencia de inversión afectiva que permita
explicar las opresiones y frustraciones de los individuos. En
el sufrimiento o en el orgullo de quienes le huyen, siempre
hay algo que remite a una experiencia singular y nefasta de
la familia, que invalida o excusa esa huida del sujeto sin dejar
de remitirlo a ella. Dominio total del terreno, que le permite
a este discurso poner en contra de la familia la “doble moral”,
que en el pasado constituía su fuerza, y su nocividad social.
Protegía a sus miembros, enclaustraba a sus hijas, lanzaba a
los varones al exterior en busca de puestos, alianzas y for­
tuna. Acoplaba sexualidad y protección como un arma y una
coraza, en una pequeña máquina dé guerra organizada con
vistas a la preservación del patrimonio y de la conquista de
riquezas exteriores. Ahora, sexualidad y protección son remi­
tidas una a la otra en pos de uná armonía interna familiar, de
una complementariedad satisfactoria. Que cada individuo,
que cada sexo, encuentre en ella algo de satisfacción y algo de
preservación, que cada cual encuentre en el otro asistencia y
represión por partes iguales. Equilibrio difícil, casi imposi­
ble, cuya exigencia misma genera inestabilidad. Pero preci­
samente ahí radica el efecto positivo de ese movimiento, su
utilidad social. Permite obtener una situación en que la
familia desaparece como protagonista social pero subsiste
como medio para la realización de los individuos, como lugar
de inscripción de las ambiciones, origen real de los fracasos
y horizonte virtual de los éxitos. Desaparece la figura del
libertino, del Don Juan, que desafiaba el orden familiar con
sus reglas que combinan la seducción de las personas con la
avidez de bienes, en provecho de un permanente replanteo de
las apuestas, liberador de una deriva en las casas, los grupos,
los países; huida deliberadamente trágica que, tal como Jean
Genét y sus cárceles, convocaba al final a un adversario digno
de su audacia. En los limbos del nuevo orden que se esboza,
su sucesión parece atrapada por un personaje que aún no ha
conquistado sus cartas de nobleza, pese a ya' haber sido
localizado como principal enemigo. Se trataría del homo­
sexual “latente”, ese individuo que nunca se decide a acatar
la norma social de complementariedad conyugal, productor
de parejas gemelares, y de niños “con problemas”.
Tanto Freud como Keynes, decíamos, y quizá sea mucho
más que una metáfora. Keynes teorizó las modalidades
propias de las sociedades occidentales de combinación de lo
social y de lo económico. Señaló la manera de ajustarlos
funcionalmente, reveló cómo se podía organizar la distribu­
ción a través del estado de subsidios sociales de modo tal que
sirva para reactivar el consumo, incitar a la producción y
conjurar tanto las crisis económicas como las heridas sociales
que engendran. Logró ampliar la esfera de lo económico ahí
mismo donde sus leyes parecían fallar frente al azar y dejar
que ganaran terreno la despreocupación, el sufrimiento y la
revuelta. En suma, permitió integrar lo social a la regulación
general del mercado proporcionando a las sociedades occi­
dentales un medio para escapar a la alternativa entre libera­
lismo anárquico y centralismo autoritario. Ahí donde no
había sino búsqueda de un compromiso siempre cojo y difícil
entre la libertad de empresa y los problemas de asistencia, de
represión y de encuadre, Keynes aporta una solución positiva
gracias al establecimiento de una circularidad funcional
entre los dos registros de la producción de bienes y de la
producción de productores (y consumidores). Constituye la
culminación provisoria de una búsqueda que comenzó con
la industrialización y los inicios de la filantropía.
¿No podría decirse que el freudismo dio lugar a una
operación similar al presentar un mecanismo flexible de
ajuste entre la esfera jurídica y la esfera médica? También
aquí se trata de evitar caer en una peligros a disyuntiva entre,
por una parte, la consagración estática de los privilegios por
el poder de los bienes jurídicos, en especial en la familia, y,
por otra, la implementación de un mecanismo central de
coerción, que nivela las posiciones adquiridas y frena las
iniciativas en nombre de la norma sanitaria. Viejo debate,
vieja búsqueda también la de la articulación entre lo social y
lo económico: todo el siglo xix no paró hasta encontrar un
principio de equilibrio entre la necesidad de imponer normas
sociales de salud y educación, y la de mantener la autonomía
de los individuos, la ambición de las familias como principio
de la libertad de empresa. Ahora bien, ¿qué aporta el freudis­
mo sino un medio para inyectar la exigencia de las normas en
el interior de la familia, dejándola siempre “fundada” en
teoría y siempre sospechosa en lá práctica, sospechada de ser
un peso para sus miembros, de privarlos de lo que quiere
darles? Inyección que de ningún modo esteriliza el registro
familiar, sino que por el contrario lo intensifica, puesto que la
familia permanece en el horizonte de todas las trayectorias.
¿No podríamos ver, asimismo, cierta complementariedad
entre las dos operaciones, Keynes y Freud? El primero salva
el principio de la iniciativa privada, de la motivación indivi­
dual, egoísta, en la organización social, al descubrir una
técnica que no solo cura las heridas producidas por esa
anarquía, sino que reinserta mejor aún las zonas sociales más
débiles en el circuito económico. El segundo salva la referencia
familiar sin la cual el “individualismo posesivo” no tiene
posibilidades de funcionar; dirige las sospechas hacia las
carencias, las apreciaciones abusivas de la familia de origen
yles dejala familiacomo horizonte a conquistar para consolidar
sus trayectorias e inscribir en ella sus resultados. Esta
admirable disposición producida con relación a la familia
permite evitar los peligros reales de su autonomía y facilitar
la regulación social adjudicándole las frustraciones de los
individuos, proyectando sus sueños y fijando sus ambiciones
en ella. ¿Qué otra escena podría ofrecer tantos recursos?
Entonces, dirán ustedes, ¿otra denuncia más, fácil por irres­
ponsable, un desprecio por las técnicas que oculta un despre­
cio por aquellos que las necesitan? ¡Qué temor habrá detrás
de ese desprecio! Nada de eso. Ninguna hostilidad de princi­
pio contra el psicoanálisis, por el contrario. Se trata tan sólo
de mostrar en qué contexto, en torno a qué problemas,
poniendo en juego qué resortes, el psicoanálisis se volvió
“operacional”. Su utilidad para las instituciones ha sido
percibida en la facultad de justificar y de reconducir los dos
principales referentes de un orden social a la anulación
máxima de los desafíos políticos: la norma social como prin­
cipio de realidad y la familia, su borr amiento y sus privilegios
como principio de valor. Los actores de esa operación son
libres de pretender aplicar una teoría subversiva mediante la
articulación de una norma aséptica y una familia fantasmá-
tica. Esa actitud no da cuenta sino de su ceguera frente a las
transformaciones que afectan en este momento a esos refe­
rentes y su voluntad política de reconducirlo hacia sus anti­
guas formas. Es una manera de no considerar el actual
desplazamiento del principio de realidad de la norma social
dictada hacia aquello mismo que debía controlar, dirigir, a
saber, el cuerpo. No el cuerpo higiénico de los paladines del
equilibrio, ni el cuerpo ventrílocuo de los “psi”, sino aquel que
se desprende de los archicuerpos familiares a partir de la
revuelta de las mujeres, aquel que rechaza las arquitecturas
disciplinarias con innumerables insurrecciones invisibles o
espectaculares; el cuerpo que afirma la realidad de una vida
y que denuncia la irrealidad de aquello con que todos procu­
ran asediarlo y callarlo. También es una manera de no ver
emerger otra concepción del valor del lado de la historia. No
la falta de historia de las personas felices, no la historia del
eterno pasado de lo “psi”, sino la capacidad de historia tal
como se afirma frente a la metahistoria de los aparatos
políticos, frente a la trampa de las genealogías familiares, la
historia como aquello que vale la pena contar y cuyo enigma
se funda en la positividad aleatoria de sus encadenamientos.
No se trata en absoluto de imaginar una eventual armonía
preestablecida o deseable entre estos dos registros. La sepa­
ración entre ambos es grande, rica en juegos de posta y
desplazamientos, esos mismos que se instauran entre la vida
y aquello que da ganas de seguir viviendo.
Durante la Pascua de 1976, un oscuro preso de una cárcel
de provincia murió como consecuencia de una extensa huelga
de hambre que llevaba a cabo porque, en su expediente
judicial, sólo se consignaban sus fallas, sus infracciones a la
norma, su infancia desdichada, su inestabilidad conyugal, y
no sus intentos, sus búsquedas, el encadenamiento aleatorio
de su vida. Al parecer, esa fue la primera vez que una huelga
de hambre terminaba con un preso muerto en una cárcel, la
primera vez también que alguien la emprendía por un motivo
tan extraño.
E píl o g o
EL ASCENSO DE LO SOCIAL

No se trata, por cierto, del adjetivo que califica al conjunto de


los fenómenos que estudia la sociología: lo social remite a un
sector particular en el que se ordenan problemas muy varia­
dos, casos especiales, instituciones específicas, todo un per­
sonal calificado (asistentes “sociales”, trabajadores “socia­
les”). Se habla de “flagelo social”, desde el alcoholismo hasta
la droga; de programas sociales, desde la repoblación hasta el
control de natalidad; de inadaptaciones o de adaptaciones
sociales (desde el predelincuente, el inadaptado o el discapa­
citado, hasta las diversas formas de promoción). El libro de
Jacques Donzelot tiene mucha fuerza, porque propone una
génesis de este extraño sector, de reciente formación y cre­
ciente importancia, lo social: un nuevo paisaje se ha implan­
tado. Como los contornos de este ámbito son imprecisos,
debemos reconocerlo previamente por la manera en que se
constituye a partir de los siglos xvm-xix, en que perfila su
propia originalidad con relación a otros sectores más anti­
guos, a riesgo de repercutir en estos últimos y operar en ellos
una nueva distribución. Entre las páginas más impactantes
de Donzelot, nos remitimos a aquellas en que se describe la
instancia del “tribunal de menores”: condensa lo social por
excelencia. Ahora bien, a primera vista, podríamos no ver en él
sino una jurisdicción miníaturizada. Sin embargo, como en
un grabado examinado con una lupa, Donzelot descubre otra
organización del espacio, otras finalidades, otros personajes,
incluso disfrazados o asimilados a un aparato jurídico: nota­
bles que ofician de asesores; profesores que hacen de testigos;
todo un círculo de tutores y técnicos que siguen de cerca a la
familia desarticulada o “liberalizada”.
El sector social no se confunde con el sector judicial, aun
cuando le dé nuevas extensiones. Donzelot mostrará que lo
social tampoco se confunde con el sector económico, puesto
que precisamente inventa toda una economía social, y rede-
fine sobre nuevas bases la distinción entre ricos y pobres. Ni
con el sector público ni con el privado, puesto que por el
contrario induce una nueva figura híbrida entre lo público y
lo privado, y él mismo produce una repartición, un original
enlace entre las intervenciones del Estado y sus abstencio­
nes, entre sus cargas y sus descargas. No se trata en absoluto
de averiguar si hay mistificación de lo social ni qué ideología
expresa. Donzelot se pregunta cómo se ha formado lo social,
repercutiendo en los demás sectores, generando nuevas rela­
ciones entre lo público y lo privado; lo judicial, lo administra­
tivo, lo consuetudinario; la riqueza y la pobreza; la ciudad y
el campo; la medicina, la escuela y la familia, etc. De tal modo,
redefine y articula los recortes previos o independientes;
genera un nuevo campo para las fuerzas en presencia. Es
entonces cuando Donzelot puede con tanta más fuerza dejar
al lector la tarea de pronunciarse por sí mismo acerca de las
trampas y las maquinaciones de lo social.
Dado que lo social es un ámbito híbrido, en especial en
cuanto a las relaciones entre lo público y lo privado, el método
de Donzelot consistirá en identificar pequeños linajes puros,
sucesivos o simultáneos, que actuarán para formar un con­
torno o un aspecto, un carácter del nuevo ámbito. Lo social se
hallará en el cruce de todos estos linajes. Claro que antes es
preciso distinguir el medio sobre el cual estas líneas actúan,
el medio al que abordan y transmutan: la familia. Esto no
quiere decir que la familia no sea capaz de ser por sí misma
un motor de evolución, sino que lo es necesariamente por su
acoplamiento con otros vectores, así como los demás vectores
deben acoplarse o cruzarse entre sí para actuar sobre ella. Así
pues, la obra de Donzelot no es un libro más sobre la crisis de
la familia: la crisis no es sino el efecto negativo del ascenso de
pequeñas líneas; o, mejor dicho, el ascenso de lo social y la
crisis de la familia constituyen el doble efecto político de las
mismas causas elementales. De ahí el título “Policía de las
familias”, que expresa ante todo esa correlación, y escapa al
doble peligro de un análisis sociológico demasiado global y de
un análisis moral demasiado sumario.
Luego, hay que mostrar cómo, en cada cruce de estas
causas, se montan dispositivos que van a funcionar de tal o
cual manera, y deslizarse por los intersticios de aparatos más
vastos o más antiguos, que reciben a su vez un efecto de
mutación: ahí es donde el método de Donzelot prácticamente
se convierte en un método de grabado, pues delinea ; el
montaje de una nueva escena en un marco dado (por ejeinpló,
la escena del tribunal de menores en el marco judicial; o bien,
entre las más bellas páginas de Donzelot, la “visita filantró­
pica” que se desliza en el marco de las instituciones de “ca­
ridad”). Por último, es preciso determinar las consecuencias
de las líneas de mutación y de los nuevos funcionamientos
sobre los campos de fuerzas, las alianzas, las hostilidades, las
resistencias y, sobre todo, los devenires colectivos que modi­
fican el valor de un término o el sentido de un enunciado. En
síntesis, el método de Donzelot es genealógico, funcional y
estratégico. Lo cual revela su deuda con Foucault y también
con Castel. No obstante, el modo como Donzelot establece sus
linajes, el modo como los pone a funcionar en una escena o en
un retrato, y como diseña todo un mapa estratégico de lo
“social”, revela la profunda originalidad de su libro.
Que un linaje, o pequeña línea de mutación de la familia,
pueda comenzar por un desvío, un rodeo, Donzelot lo prueba
en el comienzo mismo de su libro. Todo comienza con una
línea baja', una línea de crítica o ataque a las nodrizas y a los
criados. Y, ya en ese nivel, hay un cruce, puesto que la crítica
no está formulada desde el mismo punto de vista en el caso de
los ricos o en el de los pobres. Con relación a los pobres, se
denuncia una mala economía pública que los lleva a abando­
nar a sus propios hij os, a dej ar los campos y a gravar al Estado
con cargas indebidas; con relación a los ricos, se denuncia una
mala economía o higiene privada que los lleva a confiar a los
criados la educación del niño confinado en estrechas habita­
ciones. Por ende, ya hay ahí una suerte de hibridación entre
lo público y lo privado, que va a jugar con la diferencia ricos-
pobres, y también con la diferencia ciudad-campo, para
esbozar la primera línea.
Ahora bien, existe asimismo una segunda línea. No sólo la
familia tiende a desprenderse de su marco doméstico, sino
que los valores conyugales tienden a desprenderse de los
valores propiamente familiares, y a adquirir cierta autono­
mía. Por cierto, las alianzas siguen rigiéndose por las jerar­
quías de familias. Pero se trata menos de preservar el orden
de las familias que de preparar para la vida conyugal, a fin de
darle un nuevo código a ese orden. Preparación para el
matrimonio como fin en sí mismo, antes que preservación de
la familia por medio del matrimonio. Preocupación por la
descendencia más que orgullo del ascendente. Todo sucede
como si la mujer y el niño, arrastrados por la quiebra del
antiguo código familiar, hallaran en la conyugalidad los
elementos para una nueva codificación específicamente “so­
cial”. Nace entonces el tema de la hermana mayor-pequeña
madre. Lo social estará centrado en la conyugalidad, su
aprendizaje, su ejercicio y sus deberes, antes que en la
familia, su carácter innato y sus deberes. Pero, también aquí,
esa mutación resonará de manera diferente entre ricos o
entre pobres: en efecto, el deber conyugal de la mujer pobre
la vuelca sobre su marido y sus hijos (impedir que el marido
vayaal cabaret, etc.), en tanto que el de lamujer ricale asigna
funciones expansivas de control y un rol de “misionera” en el
ámbito de las buenas obras.
Una tercera línea se esboza, en la medida en que la familia
conyugal tiende ella misma a desprenderse parcialmente de
la autoridad paterna o marital del jefe de familia. El divorcio,
el desarrollo del aborto de las mujeres casadas y la posibili­
dad de decadencia parental son los puntos más destacables
en esta línea. Pero, más profundamente, aquello que peligra
es la subjetividad que la familia hallaba en su “jefe” respon­
sable, capaz de gobernarla, y la objetividad, dada por toda
una red de dependencias y de complementariedades que la
volvían gobernable. Por una parte, habrá que procurarse
nuevas incitaciones subjetivas; y ahí Donzelot muestra el
papel del llamado al ahorro, que se convierte en la pieza
maestra del nuevo dispositivo asistencial (de ahí la diferen­
cia entre la antigua caridad y la nueva filantropía, donde la
ayuda debe concebirse como una inversión). Por otra parte,
habrá que reemplazar la red de antiguas dependencias por
intervenciones directas a partir de las cuales el sistema
industrial mismo procura remediar las taras cuya responsa­
bilidad atribuye a las familias (así la legislación sobre el
trabajo infantil, según la cual el sistema supuestamente
debía defender al niño de su propia familia: segundo aspecto
de la filantropía). Ahora bien, en el primer caso, el Estado
tiende a liberarse de las cargas demasiado pesadas poniendo
en juego la incitación al ahorro y la inversión privada; en
tanto que, en el segundo caso, el Estado es llevado a interve­
nir directamente, convirtíendo asila esfera industrial en una
“civilización de las costumbres”, A tal punto que la familia
puede ser simultáneamente objeto de una alabanza liberal,
en tanto lugar del ahorro y objeto de una crítica social, y aun
socialista, en tanto agente de explotación (proteger a la mujer
y al niño), Al mismo tiempo motivo de una descarga del
Estado liberal, y el blanco o la carga del Estado intervencio­
nista: no hay disputa ideológica, sino dos polos de una
estrategia sobre la misma línea. Es ahí donde la hibridación
de ambos sectores, público y privado, adquiere un valor
positivo para formar lo social.
Y, luego, aparece una cuarta línea, que opera una nueva
alianza entre la medicina y el Estado, Bajo la acción de
factores muy diversos (desarrollo de la escuela obligatoria,
régimen del soldado, promoción de valores conyugales que
pone el acento en la descendencia, control de las poblaciones,
etc.), “la higiene” pasará a ser pública, al tiempo que la
psiquiatría sale del sector privado. No obstante, sigue ha­
biendo hibridación, en la medida en que la medicina conserva
un carácter liberal privado (contrato), en tanto que el Estado
interviene necesariamente por acciones públicas y estatuta­
rias (tutela).1 No obstante, la proporción de estos elementos
es variable; las oposiciones y las tensiones subsisten (por
ejemplo, entre el poder judicial y la “competencia” psiquiátri­
ca). Más aun, este maridaje entre la medicina y el Estado
adquiere un aspecto diferente, no sólo en función de la
política común que se quisiera implementar (eugenismo,
malthusianismo, planning familiar, etc.), sino en función de
la naturaleza del Estado que debía implementar esa política.
Donzelot escribe hermosas páginas sobre la aventura de Paul
Robin y ciertos grupos anarquistas, que dan cuenta del
“izquierdismo” de la época, de su intervención en las fábricas,
su apoyo a las huelgas, su propaganda neo-malthusiana, y
donde pese a todo el anarquismo pasa por la promoción de un
Estado fuerte. Como en los casos precedentes, sobre esa
misma línea se enfrentan los puntos de autoritarismo, los
puntos de reforma, los puntos de resistencia y de revolución,
en torno de ese nuevo desafío, “lo social”, en que la medicina
y el Estado conjugados se vuelven higienistas, de diversas
1Sobre la formación de una “bio-política”, o de un poder que se propone
administrar la vida, véase Foucault, La volante de savoir, Gallimard, p. 183
y ss. [Historia de la sexualidad 1. La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI
Editores España. Traducción: Tomás Segovia]. Y sobre las relaciones con­
trato-tutela, véase Castel, L ’ordre psyquiatrique, Editións dé Minuit ¡El
orden psiquiátrico. La edad de oro del alienismo, Madrid, La Piqüetá,:1980],
maneras, aun opuestas, que abordan o remodelan la familia.
Leyendo a Donzelot, se aprenden muchas cosas inquietantes
sobre la Escuela de Padres, sobre los inicios del planning
familiar: sorprende que las divisiones políticas no sean exac­
tamente las que esperábamos. Para plantear un problema
más general: el análisis político de los enunciados -cómo un
enunciado remite a una política, y cambia singularmente de
sentido de una política a otra-.
Pero aún queda una línea, la del psicoanálisis. Donzelot le
concede mucha importancia, en función de una hipótesis
original. Hoy en día se manifiesta la inquietud de llegar a una
verdadera historia del psicoanálisis, que vaya más allá de las
anécdotas intimistas sobre Freud, sus discípulos y sus disi­
dentes, o más allá de las cuestiones ideológicas, para definir
mejor los problemas de organización. Ahora bien, si la histo­
ria del psicoanálisis en general ha permanecido hasta hoy
signada por el intimismo, aun en el nivel de la formación de
las asociaciones psicoanalíticas, se debe a que seguíamos
atrapados en un esquema preconcebido: el psicoanálisis
habría surgido en el marco de relaciones privadas (contrac­
tuales), habría formado consultorios privados, y sólo tardía­
mente habría salido de ese interior para tener ingerencia en
un sector público (I n s t it u t o s M é d ic o P e d a g ó g ic o s , dispensa­
rios, sectorización, enseñanza). Donzelot entiende, por el
contrario, que en cierto modo el psicoanálisis se estableció
muy tempranamente en un medio híbrido entre lo público y
lo privado, y que ese fue el principal motivo de su éxito. Sin
duda alguna el psicoanálisis se introduce en forma tardía en
Francia; pero fueron precisamente esos sectores semipúbli-
cos, tales como el Planning familiar, los que habrían de
servirle como apoyo, en especial con respecto a ciertos proble­
mas del tipo: “¿Cómo evitar los niños no deseados?”. Habría
que verificar esta hipótesis en otros países. Permite, cuando
menos, romper con el dualismo esquemático (Freud-liberal/
Reich-disidente marxista), para circunscribir un campo polí­
tico y social del psicoanálisis en cuyo seno se producen las
rupturas y los enfrentamientos.
Ahora bien, en la hipótesis de Donzelot, ¿dónde se origina
ese poder del psicoanálisis que le permite introducirse de
inmediato en un sector mixto, “lo” social, y trazar en él una
nueva línea? Pues, lo cierto es que el psicoanalista no es en sí
un trabajador social, tal como los que producen las demás
líneas. Por el contrario, muchas cosas lo distinguen del
trabajador social: no va a domicilio, no verifica lo que se le
dice, no invoca coerción alguna. Sin embargo, debemos partir
de la situación precedente: aún había muchas tensiones
entre el orden judicial y el orden psiquiátrico (insuficiencia
de la grilla psiquiátrica, noción demasiado amplia de degene­
ración, etc. }, muchas oposiciones entre las exigencias del
Estado y los criterios de la psiquiatría.2 En suma, faltaban
reglas de equivalencia y de traducibilidad entre ambos siste­
mas. Todo sucede entonces como si el psicoanálisis registrara
esa falta de equivalencia, y propusiera sustituirla por un
nuevo sistema de flotación creando los conceptos teóricos y
prácticos necesarios para ese nuevo estado de cosas. Exacta­
mente como en economía se dice que una moneda es flotante
cuando su valor ya no está determinado por un patrón fijo,
sino con relación al precio de un mercado híbrido variable. Lo
cual no excluye, evidentemente, mecanismos de regulación
de un nuevo tipo (por ejemplo, “la serpiente”, que marca el
máximo y el mínimo de la flotación monetaria). De ahí la
importancia de la comparación que Donzelot establece entre
Freud y Keynes -es mucho más que una metáfora-. En
especial el papel tan particular del dinero en el psicoanálisis
ya no requiere ser interpretado bajo las antiguas formas
liberales, o ineptas formas simbólicas, sino que adquiere el
verdadero valor de una “serpiente” psicoanalítica. Ahora
bien, ¿en qué sentido el psicoanálisis asegura esa flotación
tan particular, que la psiquiatría no conseguía? Según Don­
zelot, su papel fundamental consistió en hacer flotar las nor­
mas públicas y los principios privados, los peritajes y las
confesiones, los tests y los recuerdos, gracias a un juego de
desplazamientos, condensaciones, simbolizaciones, ligado a
las imágenes parentales y a las instancias psíquicas que el
psicoanálisis implementa. Todo sucede como si las relaciones
Público-Privado, Estado-Familia, Derecho-Medicina, etc.,
hubieran estado durante largo tiempo sometidas a un patrón,
es decir, al régimen de la ley, que fija las relaciones y las
paridades, aun con grandes márgenes de flexibilidad y varia­
ción. Pero “lo” social nace con el régimen de flotación, donde
las normas reemplazan la ley, los mecanismos reguladores y
8 Por ejemplo, en el caso de los delirios, las instancias civiles o penales
reprochan a la psiquiatría, a la vea, el hecho de que considere “locos” a
personas que no lo son “realmente” (caso del Presidente Schreber) y que no
detecte a tiempo personas que están locas sin parecerlo (caso de las
monomanías y de los delirios pasionales).
correctivos reemplazan el patrón.3 Freud con Keynes. Por
mucho que el psicoanálisis hable de la Ley, forma parte de
otro régimen. No tiene la última palabra en lo social: si bien
lo social está efectivamente constituido por ese sistema de
flotación regulada, el psicoanálisis no es sino un mecanismo
entre muchos otros, y no el más poderoso; pero los ha
impregnado a todos, aun cuando para eso tuviera que desapa­
recer o fundirse con ellos.
De la línea “baja” a la línea de flotación, pasando por todas
las demás líneas (conyugal, filantrópica, higienista, indus­
trial), Donzelot ha establecido el mapa de lo social, de su
aparición y expansión. Nos muestra el nacimiento del Híbri­
do moderno: cómo los deseos y los poderes, las nuevas
exigencias de control, pero también las nuevas capacidades
de resistencia y de liberación, van a organizarse, enfrentarse
sobre esas líneas. “Tener un cuarto propio” es un deseo, pero
también un control. Inversamente, un mecanismo regulador
está habitado por todo lo que lo desborda y lo fisura desde el
interior. Que Donzelot deje al lector la tarea de concluir
provisoriamente no es una señal de indiferencia, sino más
bien el anuncio de la dirección que habrán de tomar sus
trabajós posteriores en este terreno ya jalonado por él.
G il l e s D e l e u z e

3Sobre esta diferenci a entre la norma y la ley, véase Foucault, La uolonté


de savoir, p. 189 y ss.
ÍNDICE

P rólogo ............................................................................................................ 7
1. P resentación ..............................................................................................13
2. L a conservación de los h ij o s .............................................................19

3. E l gobierno por la fam ilia .................................................................. 53


In tro d u cción ............................................................................................. 53
a . L a m o r a liz a c ió n .................................................................................. 62
b . L a n o r m a liza c ió n ............................................................................... 72
c. E l con trato y la t u t e la .....................................................................83
4. E l complejo tutela r ............................................................................... 95
In tro d u cció n .............................................................................................95
A. L a e s c e n a ........................... ........................................................................... 98
b . E l có d ig o ................................................................................................113
c. L a s p r á c tic a s.......................................................................................141
5. L a regulación de las im ágenes ....................................................157 .
In tro d u cción .......................................................................................157
a . E l cura y e l m é d ic o ................................................................ 158
b . P sic o a n á lisis y fa m ilia r ism o ................................. 174
c. E str a te g ia fa m ilia r y n orm alización s o c ia l ............ 183
D. L a fa m ilia lib e ra l avanzad a:
F reu d y K e y n e s ............................................................. . 199
E p íl o g o :
E l a scen so de lo so cia l
de Gilíes Deleuze ................................................. .........................2 1 5

También podría gustarte