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CATALÀ DOMÉNECH
La violación de la mirada
La imagen entre el ojo y el espejo
Prólogo a modo de epílogo
(O viceversa)
Este ensayo ha sido realizado a caballo entre dos mundos, puede que incluso entre dos
tiempos: un pasado y un futuro que se entrelazan confusamente en ese espacio bipolar.
Lo empecé en esa California, tan real como imaginaria, en la que Europa se empeña en
invertir su futuro mientras que no pocas cosas en ella recuerdan nuestro pasado- y lo
terminé en esta Cataluña donde resucitan los espectros del fútbol americano y del
béisbol no menos yankee, como si no fuera en Norteamérica donde se va a celebrar el
próximo campeonato del mundo de fútbol. No es de extrañar que habiendo viajado por
tales hiperespacios y tiempos no menos excepcionales, este ensayo haya surgido un
tanto espectral y paranoico. Pero tales son los atributos de la realidad contemporánea,
esa que sus elegíacos tildan de posmoderna. Yo la llamaría mejor posdaliniana y no
porque se produzca después de la desaparición del pintor, sino porque encarna todos los
atributos que Dalí había querido para sus obras. No creo que sea, pues, tan descabellado
reivindicar, con más rigor y honestidad que la que empleó el ampurdanés, la
conveniencia de la paranoia crítica como arma para combatir la paranoia institucional
que nos acogota.
Me temo, sin embargo, que la aplicación radical de la nueva teoría crítica tenga que
esperar un mejor momento, ya que las raíces de esta obra son quizá demasiado
académicas para permitirle dar todos sus frutos. Como ya he dicho, la inicié en los
Estados Unidos. Se trataba de la tesis para un Master en teoría cinematográfica que
realicé en San Francisco State University entre 1987 y 1989, es decir, en las
postrimerías de una estancia en ese país que había resultado mucho más larga de lo que,
mi familia y yo, cuando llegamos allí en 1981, habíamos previsto. La tesis fue aprobada
por el departamento de cine en el verano de 1989, prácticamente días antes de mi vuelta
definitiva a España. Recuerdo que tuve que ir hasta Santa Cruz, unos 100 kilómetros al
sur de San Francisco, para conseguir la firma de Bill Nichols, el director de
departamento, que ya se había ido de vacaciones y que tuvo la amabilidad de
interrumpirlas para leer un tanto precipitadamente mi no menos precipitado trabajo.
Afortunadamente, Christine Saxton, la otra ponente, no había abandonado la ciudad y se
avino a dejar en suspenso sus valiosas recomendaciones para que yo pudiera entregar la
tesis dentro de plazo. Le prometí que haría caso de esas indicaciones en una posterior
revisión del trabajo que pretendía efectuar en cuanto llegara a mi país.
Este libro es, entre otras cosas, el resultado de haber querido cumplir aquella promesa,
En el traslado de un continente a otro, de uno a otro paradigma, la tesis inicial ha más
que duplicado su volumen, ampliación que no puede achacarse tan sólo a la mayor
copiosidad del castellano frente a la siempre más escueta lengua inglesa. Sobre los
pormenores de esta traducción -que ha sido auto-traducción- prefiero no tener que
hablar, pues si, como quiere el dicho, el traductor es un traidor, nada hay más doloroso
que traicionarse a sí mismo.
Desde mi perspectiva estadounidense, no vi la necesidad de basar mi tesis en ninguna
corriente teórica de reconocida respetabilidad, léase el psicoanálisis de Freud o Lacán,
la semiótica de Barthes o incluso la desconstrucción de Derrida (y no cito a Marx
porque, como todo el mundo sabe, hace poco ha dejado el ámbito de la respetabilidad).
Y no porque estas tendencias estuvieran ausentes del panorama académico
norteamericano. Antes al contrario, los departamentos de cine, en su vertiente teórica,
van llenos de un lacantismo de lo más florido que a veces, al mezclarse con el
feminismo radical, dan como resultado textos de una factura más que curiosa. Los que
conozcan las ahora ya antiguas polémicas entre Laura Mulvey y Gaylyn Studlar sabrán
por donde van los tiros. Y por otro lado muchos se sorprenderían de saber que si hay
algún lugar donde la teoría marxista se mantiene aún viva, éste se halla en los claustros
de muchas universidades americanas. En general, se puede decir que en un momento en
que Europa, para cumplir con la moda posmodernista cuyo centro se supone que está en
América, abandona el gusto por la teoría, ésta disfruta en el ombligo del mundo de una
salud más que envidiable y que haría palidecer de rabia y quién sabe si no de envidia- a
muchos de los débiles pensadores de nuestro presente. Una muestra más de la
paradójica realidad en que vivimos, condición de la que mi ensayo trata, por cierto, de
hacerse eco en algunas de sus páginas.
Pero entre toda esta abundancia teórica me pareció detectar una inquietante deficiencia.
Se echaba en falta una decidida atención a la imagen, defecto que en un departamento
dedicado al cine no deja de ser escandaloso. No era la primera vez que reparaba en ello,
sin embargo. Tanto en Barcelona como en México, donde di clases una temporada, la
tendencia era innegable: a la imagen se la trataba siempre como un epifenómeno, como
algo que no era consustancial al discurso y de lo que al parecer se podía prescindir
olímpicamente cuando se analizaba. Cualquiera que haya asistido a una sesión de los
antiguos cine-clubs o cine-forums sabrá de lo que hablo. Y de hecho, las críticas de
cine, tanto las de los periódicos como muchas de las que aparecen en revistas
especializadas, son un ejemplo bien claro de esta carencia. En ellas, la mención de la
imagen se ciñe como mucho a una descripción de la calidad fotográfica de la misma, lo
que viene a ser como una versión intelectualizada de aquellos inevitables comentarios
sobre el estado de la copia que iniciaban las conversaciones en los cine-clubs. Hay una
resistencia hacia la imagen que se evidencia tanto
desde el espectador como desde el experto. La imagen, siendo precisamente aquello que
se ve, es también lo que no se quiere ver, lo que hay que apartar para descubrir lo
realmente importante, lo oculto. La imagen parece haber sido siempre un sujeto
inabordado y al parecer inabordable a lo largo de la historia del cine. El espectador, el
crítico y el técnico se empeñan en mirar invariablemente a través de ella como si fuera
el cristal de la célebre ventana a la que muchos asimilaban el fenómeno
cinematográfico. Y lo que se descubre tras ese cristal de proverbial transparencia nunca
son imágenes, sino textos: se mira el cine como si se estuviera viendo, que no leyendo,
una novela.
Mi posición ante este fenómeno no pretendía ser la de un neopositivismo radical que
redujera toda fenomenología a la superficialidad de la imagen, ni mucho menos. Si
acaso, mi intención era ir más allá de la semiótica, no quedarme a sus puertas como
hacen otros sectores más conservadores de la universidad americana, patria adoptiva, no
se olvide, del conductismo más exacerbado. Lo cierto es que el desarrollo de la
semiótica ha hecho que la situación con respecto a la imagen cambie un poco en los
últimos años: gracias a los trabajos pioneros de Barthes y de Eco, esa ventana de
cristales traslúcidos se ha vuelto de pronto opaca y los espectadores no tienen más
remedio que fijarse primero en el cristal y dejar para más tarde lo que pueda haber al
otro lado. Pero hay tendencias difíciles de vencer y ésta es una de ellas: cuando parecía
que los críticos decidían prestarle por fin atención a la imagen, no se les ocurre otra cosa
que convertirla antes en texto (1) para poder, según dicen, estudiarla mejor. Esto me
recuerda el chiste de aquel borracho que buscaba debajo de un farol la llave que había
perdido dos calles más abajo, sólo porque bajo la lámpara había más luz... La imagen, a
pesar de haber sido reconocida como objeto digno de la mirada, ha continuado pues
supeditada a otras lecturas, ha seguido siendo la cenicienta, siempre corriendo a
esconderse en la alacena para que no la vea el príncipe.
La semiótica, herramienta valiosísima y según a qué niveles aún imprescindible, había
llegado con la imagen a un callejón sin salida. La interpretación lingüística parecía
incapaz de dar cuenta del fenómeno de la imagen, puesto que había acabado por
equiparar todos los fenómenos comunicativos, anulando cualquier especificidad: no
importaba que se hablase de literatura o pintura, de cine o música: todo era lenguaje. Y
aunque el cine pudiera ser también lenguaje, era evidente que si algo no podía dejar de
ser era imagen. Esta era mi impresión cuando me decidí a abordar la tesis. Con ella
quise buscar esa tipicidad, siempre difícil de encontrar, de la imagen y tratar de abrirle
camino a sus posibilidades de análisis.
Por aquel entonces, había terminado una larga inmersión por el mundo de la imagen y
de la retórica manieristas y barrocas, en busca de materiales para una novela, y en
consecuencia, lo primero que se hizo patente en cuanto empecé a esbozar el trabajo,
fueron los extraordinarios paralelismos que existían entre la imagen barroca y la
contemporánea. Parecía tan evidente que a muchos niveles nuestra época repetía
mecanismos olvidados desde los siglos XVI y XVII que mi interés por el tema no pudo
sino salir a relucir de forma destacada en el proyecto de tesis que presenté para su
aprobación, intensidad que luego no se reflejó en el resultado final, por razones de
índole práctico que no vienen al caso. De todas formas, no fue hasta mi Regada a
España cuando descubrí que la idea sobre el paralelismo barroco de nuestra época era
todo menos original. Un auténtico aluvión de artículos en revistas y periódicos que
culminó con la publicación del libro de Omar Calabrese en nuestro país, me hicieron ver
que si pretendía insistir por esta vía, era necesario reestructurar todo el proyecto, pues el
tema amenazaba con convertirse en el tópico de moda. Pronto descubrí también, no sin
cierto asombro y no menos consternación, que autores que en un principio, y desde la
óptica estadounidense, no me habían parecido relevantes para mis propósitos, releídos
ahora sin presiones académicas, se mostraban mucho más implicados con mis ideas de
lo que en un principio había podido sospechar. Este fue el caso, por ejemplo, de Lacán.
Debo reconocer que, leídos a posteriori, muchos de mis intentos teóricos parecen
coincidir con ideas tradicionalmente lacantianas de forma nada casual. Pero la verdad es
que mi intención al empezar el trabajo estaba muy lejos de buscar este parentesco.
Antes al contrario, había una cierta voluntad de volverle la espalda, como también la
había en el caso de Baudrillard. Es muy posible que este instintivo repudio tuviera
mucho que ver con un peligro real de acercamiento a sus posiciones. Y puede que esto
se haya demostrado especialmente, con el psicoanalista francés. En general, y excepto
en cuestiones anecdóticas, como el hecho de que algo tan crucial como la formación del
sujeto dependa de que las familias tengan o no un espejo en casa, las teorías de Lacán
me parecen ahora mucho más operativas que lo que me dieron la impresión de ser desde
California, y creo que no tan sólo podrían servir de base a muchas de mis ideas sino
incluso darles una mayor cohesión y profundidad. Y lo mismo podría decirse sin duda
de la obra de tanta otra gente, desde Roland Barthes hasta el mismo Erwin Panofsky, a
la que había dejado expresamente al margen para no tener que deberles nada. No podía
ignorar, entre otras cosas porque el curriculum académico de la universidad no era ajeno
a la semiología -aunque sí lo era, por ejemplo, a la iconología o la iconografía de un
Panofski o un Gombrich-, que existían diversos caminos de acercamiento a la imagen y
que me bastaba tomar cualquiera de ellos para asegurarme un trayecto sin sorpresas. En
cualquier caso, decidí renunciar a esta tranquilidad y atenerme a unas consecuencias que
luego, durante la posterior ampliación de la tesis efectuada en España, he procurado,
sobre todo con las notas, paliar en alguno de sus aspectos más escandalosos. Hay que
tener en cuenta, sin embargo, que el resultado no podía ser nunca el mismo que si, para
empezar, en lugar de haberme remontado a la retórica manierista y barroca, hubiera
recurrido a alguna teoría más à la page. Sigo pensando, no obstante, que este recurso, a
una plataforma tan heterodoxa, no ha sido del todo perjudicial para mi ensayo. Lo que
ha perdido en rigor lo ha ganado, creo yo, en espontaneidad. Lo más probable es que, de
haber buscado el amparo de alguna autoridad reconocida, nunca me hubiera atrevido a ir
tan lejos en algunas de mis hipótesis y a la larga, quizá todo hubiera quedado en una
paráfrasis más de Lacán o Faucault. Hay veces que no deja de ser preferible un error
original a una copia bien hecha.
Quede claro, por lo tanto, que no es mi intención polemizar con ninguna de las
corrientes de pensamiento en boga, como tampoco lo era en un principio, ya lo he dicho,
recurrir a su ayuda, por más que alguna que otra mención al psicoanálisis resultaba
inevitable. Si tuviera, de todas formas, que romper una lanza en favor de alguna teoría
de la imagen, no lo haría por la del archifamoso Lacán, sino que iría en busca del hoy un
tanto olvidado Pasolini. Pier Paolo Pasolini elaboró hará más de veinte años una teoría
de la imagen (2) a la que nadie parece haber prestado atención, excepto Umberto Eco,
quien se tomó la molestia de refutarla en un capítulo de su libro La estructura ausente
(3). No creo que sea una desventaja que para defender a Pasolini tenga que considerar a
Eco mi momentáneo enemigo, pues la posibilidad de escoger enemigos es lujo que no
se da todos los días. Las ideas de Eco acerca de la imagen, y especialmente su crítica de
la teoría de Pasolini, constituyen una de las aportaciones más clarificadoras que se han
hecho alrededor de este tema. Y lo digo incluso creyendo que estas ideas parten de una
perspectiva errónea que no hace sino perpetuar la falta de compresión que sufre el
problema de la imagen. El asunto parece ser extremadamente simple: Pasolini cree que
los signos más elementales del lenguaje cinematográfico son los objetos reales que se
reproducen en la pantalla. Puesto que estos objetos retienen cierta relación analógica
con su contrapartida real, un posible lenguaje cinematográfico podría surgir de la
articulación de estos cinemas en unidades mayores, como el encuadre, lo cual
convertiría la realidad en un almacén de unidades de este particular lenguaje. Umberto
Eco niega esta posibilidad y libra su batalla en el mejor de los frentes posibles: el hecho
de que la percepción de los objetos del mundo real es convencional y sujeta a códigos
culturales. Y hace ingentes esfuerzos analíticos para demostrar la imposibilidad de una
iconicidad pura. Concluye, por lo tanto, no con la imposibilidad de un lenguaje
cinematográfico (o por implicación, un lenguaje de la imagen), sino que más bien sujeta
su existencia a la estricta metodología semiológica.
No quiero extenderme en el hecho de que la radicalidad de Eco coloca a Pasolini en una
posición que no le corresponde, pero mencionaré de todas formas que este último nunca
negó la existencia de una codificación cultural de la realidad, sino que, todo lo
contrario, previó la posibilidad de un diccionario de imágenes-símbolos parecido al más
habitual de las palabras, anunciando por lo tanto la más extrema codificación de lo real
posible. Tampoco criticaré a Pasolini por querer apagar el fuego con gasolina -no otra
cosa es concebir una alternativa a la semiótica y luego tratar de asentarla utilizando
métodos semióticos-, ya que casi nadie está exento en estos momentos de un tal pecado.
Si alguien tratara de negar la utilidad de la geografía usando mapas, se vería sin duda en
un aprieto. Pero ésta es nuestra situación actualmente: al tratar de buscar una salida a la
semiótica nos encontramos atrapados entre las risas y la incredulidad; entre tener que
negar el lenguaje del enemigo en su propia lengua o arriesgarnos a caer fuera del
paradigma científico, en el vacío del no-lenguaje.
Tampoco considero que sea necesario proceder a la refutación de las teorías de Eco,
puesto que me da la impresión de que hablamos de cosas distintas. A él le interesa
principalmente la teoría de la comunicación, que postula la existencia en todos los
fenómenos culturales de una estructura constante, compuesta por un emisor, un receptor
y un código que les sirve de mediación y que facilita el entendimiento entre los dos
polos. ¿Existe la posibilidad de un lenguaje que no esté relacionado con esta estructura
comunicativa? La respuesta de Eco es contundente: no. Y estoy de acuerdo, puesto que
la sola enunciación de la propuesta constituye de hecho una redundancia: el lenguaje es
comunicación... Pero por otro lado Eco también admite la posibilidad de comunicación
sin necesidad de la articulación lingüística, lo cual deja el camino despejado para la
existencia de un fenómeno, que pueda ser comunicativo en cuanto que no sea lingüístico
pero que a la vez pueda ser lingüístico en cuanto que no sea comunicativo. Me
explicaré: por un lado, una lengua supone la existencia de una estructura cerrada con
unos códigos bien delimitados; por el otro, una estructura comunicativa supone una
cierta voluntad de comunicación -de utilidad semántica, podríamos decir-, aunque sea
tan natural como el plumaje de los pájaros (al que la lingüística negaría, como nos
recuerda Barthes, el estatus de lenguaje), y establece una inquebrantable linealidad en el
proceso que lo enclaustra y lo agota prematuramente. La imagen, como fenómeno
generalizado, me parece trascender ambos parámetros, aunque participe de ellos.
Umberto Eco indica como conclusión de uno de sus ejemplos sobre la comunicación
que "a nivel de la máquina, estábamos todavía en el universo de la cibernética, que se
ocupa de las señales. Al introducir al hombre hemos pasado al universo del sentido" (4).
Yo añadiría que, veinte años después de esta afirmación, el universo de las imágenes ha
adquirido tal complejidad que ha ultrapasado el rango del sentido hasta alcanzar a la
naturaleza por la espalda. A Eco, como a tantos otros, le detiene el mito del signo
¡cónico que o bien no existe o bien impide cualquier análisis porque es equiparable a la
realidad, y la realidad -la naturaleza- parece ser por definición no analizable.
A Eco le preocupa que se produzca una confusión entre fenómenos naturales y
fenómenos culturales que pueda viciar la tarea de la semiótica. Tratar de extraer los
fenómenos culturales del campo comunicativo sería naturalizarlos, materializarlos. Lo
expresa de forma muy clara cuando discute con Pasolíni: ''las finalidades más obvias de
la semiótica son) reducir los actos naturales a fenómenos culturales, y no transformar
los actos culturales en fenómenos naturales" (5). Y ciertamente, esto supondría una
regresión inadmisible; una regresión que, por cierto, se produce de forma bastante
frecuente en el campo de la ética, pero que la racionalidad prohíbe absolutamente. Pero,
hoy en día, ¿están las fronteras entre cultura y naturaleza tan bien delimitadas como
parecían estarlo a fínales de los sesenta? ¿No es por ejemplo la ecología un campo
donde ambos niveles tienden a confundirse de forma harto evidente?
La imagen no comunica mensajes, tan sólo habla de sí misma... 0 quizá comunique
mensajes, pero este fenómeno comunicativo es de carácter subsidiario con respecto a
otro más importante (6): su capacidad de sustituir el paisaje natural por la naturaleza de
nuestro inconsciente. Ya no participamos en conversaciones que se generan entre
emisores y receptores y que dependen de un código para entenderse, sino que nos
encontramos ante un acto de imperialismo de la conciencia efectuado por una serie de
estamentos, que poseen los mecanismos necesarios para cambiar los códigos tantas
veces como lo consideren necesario, sin que nadie se moleste en protestar por la
cantidad de ruido generada. Pretender que este fenómeno es un acto civilizador sería tan
inquietante como describir de la misma forma la colonización anglosajona de
Norteamérica o la de Centro y Sudamérica por los españoles: no era tan importante en
aquellos momentos la posible capacidad comunicativa de ambas culturas como el hecho
de que los colonizadores cambiaban drásticamente el paisaje, implantando en él su
propia cultura, es decir, que procedían a objetivar sus signos sobre la realidad indígena,
y éste era el único discurso la única lengua- que los nativos podían entender y de hecho
entendían demasiado bien: el catastrófico cambio que ocurría a su alrededor y en el que
se hallaban involuntariamente inmersos; una catástrofe que se convertía en su
inescapable realidad, en una nueva naturaleza.
La imagen no es, de todas formas, un fenómeno natural, precisamente por ello trato de
estudiarla. Pero no se puede olvidar que se pretende naturalizarla mediante toda clase de
instrumentos racionales y científicos. Es esta variable crucial la que quiero introducir en
mi ensayo, variable que tanto los positivistas americanos como los psicoanalistas
europeos quieren ignorar por la misma razón que se ignora la imagen al estudiar los
fenómenos visuales: porque acerca demasiado el problema a la realidad cotidiana, que
tradicionalmente todo el mundo, menos los cronistas de sociedad, parecen haber
considerado terreno vedado para el análisis. Cultura y naturaleza se confunden en
nuestro mundo contemporáneo, y la única forma de entender la mezcla es lanzarse,
precisamente, al estudio de esta realidad transitoria que constituye la cotidianidad más
absoluta. Parece como si sólo en el plazo efímero durante el que se forman y deforman
los fenómenos que constituyen la realidad fuera posible captar su trasfondo. Luego, ya
es demasiado tarde, se han convertido en otra cosa. Se trata de una labor interminable
que puede acabar confundiéndose ella misma con la vida -de ahí el concepto de
paranoia que reclamaba más arriba. Quizá vivir no sea, después de todo, más que una
continua lucha contra la alienación de lo cotidiano. La gente de Madison Avenue puede
que piense en mensajes, como algunos artistas anticuados, pero este posible mensaje,
cuando alcance al público, será tan sólo una insignificante unidad de un discurso mucho
más importante, el discurso del capitalismo tardío, avanzando bajo su disfraz
posmoderno y el pesado manto de la irracionalidad. Los pies de este nuevo Moloc que
ya Fritz Lang supo visualizar hace demasiado tiempo, pies que pisan con increíble
seguridad si nos atenemos al poco ruido que parecen producir, son movidos por las más
complicadas maquinarias que la tecnología de nuestro tiempo puede suministrar. No se
trata por lo tanto de naturalizar el proceso, sino del hecho de que el proceso está siendo
naturalizado por su propia complejidad: la corporación multinacional ha alcanzado tal
tamaño que ya no puede distinguirse de un fenómeno natural -aunque no lo sea, La
economía también es un fenómeno cultural que ha terminado por parecer tan natural y
tan impredecible como el mismo estado del tiempo. ¿No se ha incorporado, junto a los
partes meteorológicos, un parte económico en todos los telediarios?
En última instancia y para cerrar la polémica, podría decir que a mí, más que las
posibilidades de articular retóricamente la imagen mediante la confección de, por
ejemplo, sinécdoques y metonimias visuales (Eco) o que el hecho de que determinadas
imágenes se organicen siguiendo la lógica de los sueños (Metz), me interesa saber cómo
hemos llegado a considerar normales estructuras tan poco naturales como éstas o dicho
de otra forma, cómo su aceptada normalidad ha acabado por transmutarse en naturaleza
hasta el punto de que no tan sólo somos capaces de descifrarlas sin aparentes
dificultades, sino que además hemos interiorizado el código que las sustenta y lo
aplicamos luego para ver y entender otras estructuras visuales que no vienen
necesariamente organizadas de esta forma. Es nuestra mirada la que en última instancia
ha sido entrenada para reproducir un determinado universo de la imagen. Cómo hemos
alcanzado esta posición y qué significa permanecer en ella son los problemas que
considero más urgente dilucidar.
No se terminan aquí, de todas formas, las confusiones que impiden clarificar el terreno
de la imagen. Por ejemplo, la que se produce entre imagen mental e imagen real no es
de las más omitibles. De hecho, una de las grandes disputas dentro de la psicología
contemporánea parece girar en tomo a la llamada imagen mental. Leyendo algunas de
las contribuciones al respecto (7), no se saca en claro más que la certeza de que el
problema está surcado por una indudable confusión. Los psicólogos no logran ponerse
de acuerdo en la discusión bizantina entre si las imágenes mentales tienen alguna
función fundamental o son simples epifenómenos, de los que el pensamiento podría
prescindir. La cuestión se resume en si es posible un pensamiento a través de imágenes
o si éstas no hacen más que ilustrar el único pensamiento posible, que sería de índole
lingüístico. Como sea que en mi libro he resuelto la cuestión de forma un tanto drástica
por el camino de dar por sentado que este discurso de la imagen existe-, me veo
obligado ahora a hacer algunas puntualizaciones previas. La tendencia entre los
psicólogos conductistas es negar no tan sólo la operatibilidad de las imágenes mentales,
sino incluso su misma existencia. En último caso, la imagen, cuando logran imaginarla,
se les aparece como algo difuso e inconstante, algo imposible de estudiar, a menos que
esté expresado en palabras. Creo que Leibnitz ya dijo que una imagen es una idea
confusa. A lo que habría que añadir que se trata pues de una idea a la que se adjunta un
grado de significación extra, el de la confusión. El problema de los conductistas y no
sólo en este caso- es que huyen de todo cuanto huela a psicoanálisis como alma que
lleva el diablo y por lo tanto no aceptan la posibilidad de otra imagen mental que
aquella que les suministra la propia consciencia. Basta que alguien intente formar una
imagen en su mente y al mismo tiempo pretenda describirla, para que quede claro lo
difícil que resulta obtener un resultado coherente. Al efectuar esta operación, no se
produce otra cosa que un conjunto de formas sin demasiado detalle que tienden a
difuminarse en cuanto uno se desconcentra, lo cual ocurre tan pronto como se pretende
proceder al más mínimo recuento de lo que se ve. Sólo en casos de una excepcional
memoria fotográfica es posible obtener algo más que formas en permanente estado de
fluctuación. Pero basta pensar en las experiencias hipnagógicas que se tienen en los
estados de duermevela, para encontrar ejemplos de imágenes mentales nítidas y de una
cierta estabilidad. Y no hablemos de los sueños. En ambos casos se produce también
una incesante variación de elementos, pero esta variación es perfectamente clara y no
hay demasiadas dificultades en dar cuenta de ella. De hecho, los mecanismos que rigen
la formación de las imágenes de nuestros sueños y las de los estados hipnagógicas y en
ambos casos es posible incluso hablar de algún tipo de control personal sobre las
mismas, sobre todo en el caso de la hipnagogia- tienen su más cercano paralelo en las
pantallas de televisión. Y esto, como quiero hacer ver en las páginas que siguen, es de
una importancia fundamental, He dicho las pantallas de televisión y no las
cinematográficas porque no quisiera caer en el terreno metafórico. Por muy valioso que
me parezca el estudio de Metz sobre el cine y el psicoanálisis, no puedo dejar de pensar
que en general se trata de un paralelismo de tipo intelectual, es decir, que aunque sea
posible equiparar el fenómeno cinematográfico al proceso onírico, la ecuación no
desvela nada fundamental sobre ninguno de los dos medios; en todo caso, ilustra
algunos aspectos del cine al situarlos bajo una nueva luz. Ya sé que Metz indica
expresamente que no se trata de aplicar el psicoanálisis al cine, sino de que el cine
contiene fenómenos reales que pueden ser dilucidados por el psicoanálisis (8), pero si
fuera así, esta fenomenología onírica de la película estaría escondida tras dos o tres
capas más intrínsecamente cinematográficas por ejemplo, determinadas técnicas
narrativas, de montaje, las modas, etc.- cuya aplicación consciente no podría sino
enmascarar el naturalismo psicoanalítico para el que Metz reclama un primer término.
En cambio, la televisión es intrínsecamente onírica (aunque quizá no siga al pie de la
letra la arquitectura freudiana de los sueños, un aspecto que en el caso de Metz fija
descaradamente los limites del análisis) porque hay un intento de reproducir sobre la
misma el paisaje onírico. Es decir, la propia estética televisiva -su disgregación, su
calidad alucinatoria, hipnótica, la rapidez y variedad de los cambios, etc.- recoge los
mecanismos del inconsciente no de forma directa, sino de regreso de su recorrido por la
realidad. La despreocupación de la televisión por la cultura hace que ésta no pueda
interponerse como filtro entre su estética y la visión onírica de la realidad, que se cuela
virgen en el medio. El fenómeno, y en este caso incluso el fenómeno cinematográfico,
podría plantearse de forma contraria a como lo hace Metz: no se trataría tanto de buscar
en el cine los trazos del inconsciente, como de perseguir en el inconsciente las
improntas dejadas por tantos años de cinematografía...
En ningún caso me estoy refiriendo, cuando hablo de mecanismos estéticos o
fenomenológicos que parecen obedecer a determinadas finalidades, a una voluntad
maquiavélica que se esconda tras el asunto. No ando por lo tanto persiguiendo la
construcción de teorías conspiratorias (por mucho que éstas tengan que ver con la
paranoia) que expliquen desde parámetros absolutamente irracionales la totalidad del
fenómeno refiriéndolo a algún oscuro comité con residencia en Washington o -antes- en
Moscú. Creo que los cambios que se efectúan en el mundo, incluso en un mundo tan
codificado y tan mediatizado como el nuestro, suponen en gran medida la puesta en
práctica casi automática de determinados parámetros que suministra el paradigma
dentro del que estamos viviendo (paradigma o, para emplear un término más de moda,
orden internacional cuyas raíces sí pueden localizarse cuando menos políticamente, ya
que su geografía es más dispersa). Los publicistas, por ejemplo, no son más que
gestores, extremadamente entrenados, eso sí, de las ideas establecidas. Captan estas
ideas y las promocionan, consciente o inconscientemente. Saben lo que funciona y lo
ponen en práctica con todas las herramientas a su alcance. Y dentro de este saberse
incluyen elementos mucho más generales que las técnicas específicas de la profesión,
elementos que ni siquiera llegan nunca a plantearse en las reuniones de trabajo pero que
son quizá lo que más incide luego en las transformaciones que la realidad sufre a través
de las imágenes. Los que trabajamos en televisión sabemos hasta qué punto somos
capaces de reproducir los estilos y las formas admitidos sin necesidad de recapacitar y
sin que se nos tengan que dar continuas instrucciones. En medios como éstos, la
originalidad entendida como disidencia es poco menos que imposible.
No he de negar que una visión menos apocalíptica de la contemporaneidad -menos
puritana, dirán algunos-, es perfectamente posible. De hecho es incluso mucho más
habitual. Hace ya mucho tiempo que se empezó a correr la voz de que la posición de
Adorno era en exceso negativa, aunque no tanto desde que Yves Montand (liberado de
Simone Signoret) decidió que había llegado por fin a la madurez. Pero mucho me temo
que esta otra visión no supondría una alternativa a la que estoy dando. Sería, en todo
caso, una forma distinta de estar en el mundo, pero de ninguna manera una forma
diferente de pensarlo. La claque de lo posmoderno, por lo menos que lo admitan,
renuncia a la crítica desde el momento en que sus mejores esfuerzos los dedica a
aplaudir; sus miembros se dejan sumergir en el océano edípico en el que se ha
convertido nuestra realidad y se sienten felices. No es por tanto de extrañar que aquellos
que persistimos en aguarles la fiesta seamos mal recibidos. Se nos tacha de antiguos e
incluso, en algunos casos específicos, de antiamericanos, dos atributos que no son, en su
ingenuidad, otra cosa que emblemas del propio fenómeno que en las próximas páginas
intento dilucidar.
Me queda tan sólo dar unas indicaciones acerca de la lectura del ensayo. En primer
lugar advertir que empleo el término imagen de una forma muy amplia. Para mi la
imagen, como fenómeno estudiable desde la presente situación, empieza, por marcar un
punto, en las formas brumosas del inconsciente y termina, es un decir, en los volúmenes
no menos indeterminados de la realidad física. Por lo tanto, mi libro no habla solamente
de representaciones, sino de la imagen entendida como objeto –y en algunos casos,
producto- de la mirada, una mirada reversible y que tanto ve hacia dentro como hacia
fuera.
Aun siendo consciente de que las notas son un engorro a la hora de leer cualquier libro,
y que personalmente considero aquellas colocadas al final del capítulo o del volumen
las más fastidiosas, en este caso no he tenido más remedio que hacerlas proliferar de
forma escandalosa y aunque he procurado colocarlas lo más cerca posible del punto de
lectura, son tantas y a veces tan extensas, que esta cercanía no ha podido traspasar la
demarcación que supone el final de cada capítulo. A veces, algunos autores indulgentes
absuelven a sus lectores de la necesidad de leer esos molestos apéndices, pero en mi
caso, debo convertirme en un tirano que no tan sólo recomienda su lectura, sino que la
urge, pues son notas que no se ciñen a citas o referencias bibliográficas, sino que
además de constituir el nexo de unión con la ortodoxia teórica, abren a partir del texto
principal una serie de avenidas que plantean puntos de vista alternativos y con
pretensiones esclarecedoras.
J. M. Català
San Francisco, 1989 Barcelona, 1991
Notas
(1) En este caso, me ciño al concepto de texto usado por Mitchel en su libro sobre las
imágenes: "un recubrimiento de la imagineria, un otro significante o modo de
representación rival de la imagen" (W.J.T. Mitchel, Image, Text, Ideology, Chicago,
The University of Chicago Press, 1987, pág. 3).
(2) Pier Paolo Pasolini, Heretical Empiricism, Bloomington, Indiana University Press,
1988.
(3) Umberto Eco, La estructura ausente, Barcelona, Lumen, 1972.
(4) Umberto Eco, ob. cit., pág. 71.
(5) Umberto Eco, ob. cit., pág. 278.
(6) Hemos alcanzado un punto donde el discurso normal, con sus cláusulas
exclusionistas, parece traicionar más que describir ciertos fenómenos: las cosas parecen
ser verdaderas y falsas a la vez, contradiciendo uno de los principios más inamovibles
de la lógica. En el ámbito, por ejemplo, de un tema tan crucial como es la ecología, nos
encontramos de pronto con la sorpresa de que determinados acontecimientos, como el
agujero de ozono o las mareas negras provocadas por la guerra del Golfo, puede situar
en un mismo bando a personajes tan antitéticos como Margaret Tatcher o George Bush,
por un lado, y los miembros del movimiento ecológico internacional, por el otro. Si
analizamos esta paradoja, nos encontramos con que no es explicable recurriendo
simplemente a estrategias políticas o coincidencias momentáneas, sino que responde a
una lógica de los acontecimientos, que no puede ser racionalizada por los paradigmas
habituales, en este caso el político o el físico. Es decir: el problema de la capa de ozono
-como el Sida- es a la vez una verdad objetiva y una fabricación propagandística de los
sectores más reaccionarios de la sociedad; la marea negra del Golfo Pérsico una
catástrofe ambiental a denunciar y una muestra de cinismo al ser denunciada por
determinados fiscales de última hora. Después de escribir lo que antecede, hago una
pausa en la que me dedico a hojear el panfleto de Baudrillard acerca de la imagen y leo,
al azar, lo siguiente: "el test de inteligencia es un artefacto... No es más verdad que
mentira porque no hay un hiatus distinguible entre pregunta y respuesta" (Simulation,
Nueva York, Semiotexte Inc, 1983, pág. 123). La cita proviene de Braudillard que a su
vez cita a Michel Tort. Esta mezcla de intuición, suerte y collage parece ser hoy en día
una de las más fructíferas herramientas de investigación, como intentaba insinuar al
hablar antes de la crítica paranoica. Nos encontraríamos con el oximorón de un
surrealismo metodológico que a través de su propia existencia se validaría a sí mismo.
(7) Ned Block (editor), Imagery, Cambridge, The MIT Press, 1982.
(8) Christian Metz, El significante imaginario, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, S.A.,
1979, (pág. 27).
Capítulo 1
El mundo imaginado
¿No eres ventana, geometría viva, forma
tan sencilla que ahorme y sin esfuerzo
circunscriba nuestra vida informe?
RILKE (1)
l. MILAGROS
No es del todo sorprendente que la fotografía, cuando a mediados del siglo XIX empezó
a introducirse en la cultura de la burguesía y la pequeña burguesía (2), fuera
experimentada como una especie de milagro, un milagro que aún siendo hijo de la
ciencia, pronto se iba a ver acorralado y finalmente devorado por su propia madre, un
saturno femenino que aún nos acongoja. La misma suerte habían de correr el resto de
portentos que a lo largo de los siglos han andado y desandado el camino que va y vuelve
de la religión a la magia. La fotografia era un milagro que nacía renegado y vencido,
pero milagro al fin y al cabo, pues nadie negará que la visión sin precedentes de
hombres, mujeres y niños atrapados en un pedazo de papel debió producir, a gentes
menos cínicas que nosotros, más de un escalofrío. Aunque quizá la sorpresa y el temor
reverente -uno de sus últimos coletazos, por cierto- no debió ser tanto porque ofreciera a
la vista réplicas de personas reales (copias de seres humanos, sin la interpretación, el
filtro disuasorio, del dibujo o la pintura), sino porque permitía contemplar (y poseer)
situaciones reales congeladas para siempre. Es decir, que la fotografía promovía -hete
aquí el verdadero milagro- la materialización de un concepto tan metafísico como la
esencia de la historia. Y lo hacía por medio de estampar cualquier acontecimiento sobre
un pedazo de papel, después de extraerlo del flujo del tiempo que hasta entonces había
sido considerado su medio natural. Un milagro, sin duda. Pero como ya sabemos, los
milagros que duran, los que se acostumbran a venerar de verdad, son aquellos que nunca
llegan a contemplarse. En cuanto un milagro osa realizarse ante miles de ojos
despiertos, y especialmente con la asiduidad con que empezó a hacerlo la fotografia,
deja de ser milagro y pasa a convertirse en naturaleza. Por esto se habla tanto de los
milagros religiosos o de los mágicos y casi nada de los científicos. Y sin embargo, la
ciencia tenía preparados, a mediados del siglo XIX, una enorme colección de milagros
que durante el siguiente siglo y medio hubieran podido maravillar a un público menos
escéptico que el que les tocó en suerte.
En cuanto nuestra civilización ha obtenido la capacidad de realizar verdaderos prodigios
-toda la puesta al día del programa de la magia renacentista, sin ir más lejos-, en ese
momento, la afición por lo maravilloso parece haberse desvanecido en el aire. Un tal
Charles Fort, talento solitario -o talento salvaje, como diría él mismo- se apresuró a
denunciar, a finales del siglo pasado, el gesto censor de la ciencia. Propuso, para
contrarrestarlo, una procesión de los condenados en la que iban a desfilar aquellos
hechos maravillosos de los que la ciencia -ni nadie más, para el caso- quería saber nada.
Pero no estaba el horno para bollos; aunque hoy en día, Fort hubiera hecho fortuna -sus
modernos continuadores, Pawells y Bergier, en los setenta, la hicieron. Su tiempo, por
el contrario, pertenecía a otro Fort, uno con d final: Henry Ford, inventor de cadenas de
montaje y copias al por mayor. La ciencia quizá aún no estaba preparada para dar el
salto al que Charles Fort quería forzarla, mientras que sí se avenía a acunar al otro Ford
entre sus brazos, pero de lo que no hay duda es de que ambos, Fort y Ford, eran hijos de
una misma madre y anunciaban por igual el reino de la disgregación que la fotografia
acababa de iniciar. Antaño, la maravilla, el asombro, formaban parte de la explicación
de la naturaleza. Pero tantas veces se lanzó contra el asombro la ciencia que al final se
acabó rompiendo el espejo y al otro lado no apareció nada, ni la sombra de Alicia. Al
contrario, ahora que la ciencia, remota y esotérica, ha tomado el mando, nos hemos
quedado sin maravilla y por lo tanto, sin explicación.
Decíamos, pues, que la fotografía era un verdadero milagro, a pesar de que su aparición
significara, para la civilización occidental, la definitiva pérdida de la inocencia
necesaria para creer en ellos. El desarrollo de la modernidad iba a constituir, de ahí en
adelante, un ejercicio de extremo escepticismo alimentado por una fe de carretero.
Nunca antes el ser humano se había abandonado tanto en manos del esoterismo. Si
desde antiguo se ha querido ver para creer, la fotografía permitía verlo y creerlo todo,
sin saber absolutamente nada.
Si bien pudiera parecer que la imagen propone el nacimiento de un nuevo y radical
fideísmo que nos pudiera situar a las puertas de una nueva Edad Media -al fin y al cabo,
Malraux ya dijo que el próximo siglo será religioso o no será-, la verdad es que no es
muy sano iniciar polémicas en torno a la presunta calidad cíclica de la historia. No creo,
pues, que en nuestra época se hagan preparativos para el advenimiento de una nueva
Edad Media, como tampoco creo que se vaya a recibir un nuevo Renacimiento ni tan
siquiera un nuevo Barroco o, como se dice ahora, neobarroco (3). Haré sin embargo
mención al hecho de que, a pesar de que el concepto de historia cíclica se halle hoy
justamente relegado a las pantanosas regiones del misticismo, si algo tuvieron en común
dos individuos tan diversos como Marx y Santayana fue que ambos expresaron en algún
momento el mismo temor ante la posibilidad de que la mala memoria histórica llevara a
la humanidad a la desastrosa repetición de los errores del pasado. He aquí, pues, el
ejemplo de un posible eterno retorno forzado precisamente por la insistencia de un
eterno presente. Por tanto, no es tan descabellado pensar que, formalmente, el
postmodernismo sea una especie de sumidero de la historia. El cuello de el Maelström
donde se acumulan todos los detritos, en un incesante dar vueltas y vueltas alrededor del
vacío. No hay cambio realmente, pero sí la constante apariencia de un nuevo punto de
vista. La historia no es cíclica, lo que ocurre es que nosotros estamos mareados. Al fin y
al cabo, el mismo Poe, que aunque pronto lo tenía muy claro, le hace decir a su
personaje, atrapado en el torbellino, que "no era un nuevo terror lo que entonces me
afectaba, sino el amanecer de una más excitante esperanza. Esta esperanza surgía parte
de la memoria y parte de la presente observación' (4).
Quizá después de todo no sea este largo momento en que vivimos el más indicado para
exorcizar los demonios de Nietzche, de quien Toynbee hizo caso para marear la historia
en sus amplios y enraizados círculos, puesto que ahora con la ayuda de las imágenes y
de las máquinas imaginantes, podemos reproducir (invocar) cualquier período de la
historia pulsando simplemente un botón. El infinito universo avocado a una inevitable
repetición por falta de repertorio se convierte a través de las máquinas en espectáculo,
pero no de su vastedad, sino al contrario, de la pequeñez de sus reiteraciones. Es de esta
forma que la historia se repite: convertida en espectáculo, un espectáculo de tanto éxito
que no puede dejar de representarse. No se me ocurre razón más importante que ésta
para explicar el hecho de que la nostalgia sea uno de los sentimientos más
contemporáneos.
El lugar que ocupaba la esperanza en el universo lingüístico de la modernidad ha sido
tomado por asalto por el sentimentalismo de la nostalgia. La esperanza era un deseo de
futuro, la secularización de la idea judeo-cristiana, según la cual, lo mejor está siempre
por venir. La esperanza estaba también ligada a la idea de progreso y ambos se
relacionaban con la estructura lingüística de un universo en el cual todo estaba
organizado a lo largo de una línea unidireccional que corría incesantemente del pasado
al futuro (5). La nostalgia, por el contrario, aparece en un universo regulado por la
imagen, donde el tiempo lineal ha dejado de tener sentido (6). La esperanza y la
memoria se complementan, ambas pueden ser definidas como las dos caras de Jano, una
que mira hacia el pasado, la otra hacia el futuro. Mientras que la memoria utiliza su
almacén de imágenes para conjurar el pasado, la esperanza las usa para construir un
futuro inexistente, imaginario. Ambas constituyen los extremos de la pértiga que
utilizamos para funambulear sobre la cuerda floja del presente. 0 mejor dicho,
utilizábamos, hasta que llegó la nostalgia y nos vendó los ojos.
Los modernos re-inventaron el futuro a través de ejercicios como la ciencia-ficción (y
su pariente cercano la utopía social y política), mientras ponían en orden sus recuerdos
por medio de disciplinas como la historia o la arqueología. Pero cuando la nostalgia
entra en escena, todo se reblandece, se enternece, y la categorías, perdidos sus límites
fijos, se confunden entre sí.
El término nostalgia surge del encuentro entre las palabras griegas nostos, retorno, y
algos, dolor. Significa, pues, regresar con dolor: el regreso imposible del exiliado a su
país de origen. Un sentimiento que ahora nos define a nosotros, modernos exiliados de
la realidad. La realidad ha dejado en nuestra memoria sus dolorosos trazos y nosotros
tratamos de reproducirla a través de las imágenes. ¿Logra alguna vez el exiliado vencer
los rigores que le impone su nuevo entorno? ¿Consigue por fin convertirlo en
inexistente para que su lugar lo ocupe el espacio de su memoria? Ciertamente, como lo
han probado tantos pobladores del exilio, desde Joyce a Tarkovsky: Zurich queda
eclipsado por Dublín, Italia es absorbida por Rusia. Al final de Nostalgia, de Tarkovsky,
la casa campesina rusa aparece en el interior de las ruinas de una inmensa catedral
italiana: la catedral parece envolverla, pero es sólo un efecto óptico; en realidad, tan
sólo la casa rusa sobrevive porque es un germen, la imagen memorística de una realidad
lejana, extinguida, mientras que la catedral, en su colosal materialidad, no es otra cosa
que ruinas, una gran carcasa de la que nace, poderosa, esa pequeña imagen destinada a
contenerlo todo, como la bola de cristal que deja caer Kane en el instante de su muerte y
en cuyo interior reside el paisaje de su infancia. Vivimos pendientes de lo que se ha
dado en llamar simulacros (7) del mismo modo que el exiliado trata de reproducir sobre
la nueva realidad, la realidad original perdida: Little Italy en Nueva York, Russian Hill
en San Francisco, Little Havana en Miami, Paris en Texas; chinatows, japantowns,
barrios mejicanos, coreanos, vietnamitas, filipinos: de Norteamérica partió la cultura de
la imagen, no en vano es el país de la nostalgia. El gusto estadounidense por el
hiperrealismo tiene su fuente en ese no haber vivido nunca en la realidad, sino en la
imagen extraída de la memoria. Cada cual llegó con la suya, la que se trajo a través de
Ellis Island o Angel Island; realidades del Este y del Oeste en forma de alucinaciones
incrustadas más tarde en los estucos de las calles, en las formas de los edificios, en el
sortilegio de la comida. Entre 1900 y 1910, llegaron a los Estados Unidos casi nueve
millones de emigrantes. Nada en común, excepto la voluntad de reproducir sobre el
vasto país las imágenes del pasado. A sus hijos les dejaron un inmenso territorio vacío
que éstos poblaron primero con los sueños del cine y luego con el espacio hiperreal de
la televisión. América no ha existido jamás, excepto quizá en la imaginación de Kafka
(lúcida imaginación que veía la estatua de la Libertad empuñando una espada en lugar
de una antorcha) y en los jeroglíficos que sobre el tejado de los rascacielos trazaban con
sus pies Frederik Austerlitz y Virginia McMath o lo que no es lo mismo, Fred Astaire y
Ginger Rogers.
De ese continente de la memoria surgió una inmensa burbuja de cristal reflectante que
se hinchó e hinchó hasta cubrir prácticamente el mundo entero y nos convirtió a todos
en exiliados, exiliados románticos que creen haber vivido en alguna otra parte, pero que
no acaban de recordar dónde. De la memoria, del incesante acarreo de memoria europea
y asiática, surgió el olvido, un olvido que no cesa. Y contra este olvido, impulsados por
el dolor de nuestra nostalgia, nos lanzamos a un imposible, y acaso eterno, retorno a
través de la única memoria que nos queda después del derroche transcontinental: las
imágenes.
Si para el emigrante aún existía la posibilidad de distinguir entre su lugar de residencia
y aquel otro que, envuelto en sentimientos, poblaba su memoria -al fin y al cabo existía
el intermedio de un largo y a veces penoso viaje-, para nosotros esta distinción ya no es
posible, puesto que la diferencia entre memoria -supuestamente instalada en nuestra
cabeza- y realidad pretendidamente fuera de ella- se ha desvanecido por completo. El
emigrante podía levantar pagodas o sinagogas entre los búfalos, para tratar de contener
la invasión de una realidad material excesiva e inoportuna, mientras que nosotros
pretendemos que detrás del decorado aún existe algo que llamamos real y que justifica
la artificialidad de ese decorado. En abril del año 1900, L. Frank. Baum daba por
terminada la era del cuento de hadas moralizante y declaraba el inicio del cuento de
hadas modernizado "en el que el asombro y el placer se mantienen y las angustias y
pesadillas se excluyen'' (8). Todo un proyecto para el siglo a punto de estrenar. Sólo que
al final del cuento y del siglo, ya no existirá un mago de Oz al que echarle las culpas.
Pero fue Judy Garland desde la pantalla quien le dio el adiós definitivo a la ilusión
moralizante: It's not Kansas anymore!, dijo en una frase que merecía ser definitiva. Y
Julio Veme, en una de sus últimas novelas, Le chateau des Carpates, destapó la caja de
los truenos de una imaginería rampante y llena de horrores góticos cuyos orígenes no
eran otros que los artilugios de una ciencia en su mejor momento.
Estamos llenos de nostalgia por Kansas, una insidiosa nostalgia que poco a poco se ha
ido apoderando de nuestra memoria, es decir, de la memoria activa, aquella que
corresponde al mecanismo y al deseo de recordar (la otra parte, la pasiva, el almacén de
recuerdos, hace tiempo que ha sido invadida por imágenes prefabricadas). Y habiendo
devorado la memoria, esta pegajosa nostalgia se dispone a usurpar también la
contrapartida, es decir, la esperanza. ¿Había alguien soñado alguna vez con un futuro
mejor? ¡Patrañas! El futuro no existe y el pasado, si te he visto no me acuerdo. Nos
queda la posibilidad de añorar una utopía que nunca existió. A una de estas utopías,
William Morris la tituló News From Nowhere. ¿Saben de dónde venían realmente,
ochenta y pico de años después, estas noticias de ninguna parte? De la televisión, si
hemos de hacer caso a Edward Jay Epstein (9), quien da al capítulo V de su libro el
sugerente título de The Resurrection of Reality. Como dije antes: de las virtudes
teologales, sólo la fe se mantiene viva y coleando.
4. MODOS DE MIRAR
Hasta la invención de la fotografia, era usual considerar los mecanismos de
representación gráfica como subsidiarios de la imaginación, esto es, como
representantes, en último término, de la memoria, lo cual significa que, a nivel popular,
no se debían hacer muchas distinciones entre la representación mental y su traslación a
un medio material como el lienzo o el papel. Todo formaba parte de un preciso
encadenado entre dos polos de igual importancia: de un lado la memoria, del otro el
mundo sensible. De ahí que estos tres términos, imaginación, representación -en sus
vertientes mental y material- y memoria hayan estado siempre estrechamente
relacionados, tanto por los legos como por los expertos. Modernamente se considera
que la imaginación es estrictamente diversa tanto de la memoria como de la
representación, aunque se concede que, sin estas dos últimas, la primera no sería en
absoluto posible, pues está compuesta por elementos que han sido primero
representaciones sensibles, que precisan del recuerdo para producirse mentalmente y
pasar a alimentar los mecanismos de la imaginación (28). De todas formas, si echamos
una mirada a la teoría de la imaginación de Hobbes (29) (fig. 1) -muy similar a la de
Bacon y a la de Locke, y en general, a la de todos los empiristas- veremos que el
concepto de cámara fotográfica no queda muy lejos en el horizonte (30). Para Hobbes la
memoria no era otra cosa que una camera obscura donde se almacenaban las
impresiones de los sentidos y por lo tanto, la imaginación venía a ser el resultado de la
manipulación más o menos libre de estas impresiones almacenadas. Es más, Hobbes
considera el caudal de imágenes que llevamos en la memoria imprescindible para el
conocimiento del mundo. Estas imágenes, según él, priman por sobre los datos que nos
presenta la experiencia. A partir de este punto, memoria e imaginación quedan
estrechamente relacionadas y la memoria se convierte no sólo en lugar para el recuerdo,
sino también para la manipulación de imágenes, quizá en el preámbulo del moderno
inconsciente. La representación se funde por un lado con la imagen mental y por el otro
con la imagen material, dejando de tener una función propia en la mente humana.
No deja de ser curioso el poco interés que la específica condición visual de las imágenes
ha despertado generalmente entre los estudiosos de éstas. Exceptuando casos ilustres
como los de Panofski o Gombrich, que hasta hace bien poco estaban relegados al limbo
de los eruditos, el resto es un escándalo. Desde la historia del arte, convertida durante
siglos en pura literatura, al análisis de la publicidad, que pretende ir más allá de las
imágenes para buscar un trasfondo lingüístico que de hecho las obvia, una pertinaz
ceguera parece apoderarse de todos cuantos se acercan a ellas. El ejemplo más
perturbador lo encontramos en el caso del análisis cinematográfico que cuando
finalmente ha alcanzado su mayoría de edad, se ha desperdigado en un sinnúmero de
especialidades -semiótica, psicoanálisis, feminismo, narratología, etc.- cuya
característica común es la de utilizar la imagen como simple pretexto. Estos últimos
años, el panorama ha mejorado sensiblemente, sobre todo en el campo de la pintura
(31).
Hay un indiscutible interés por la imagen y esto se nota, pero las cosas no están del todo
claras, existe todavía una cierta prevención general a enfrentarse directamente con la
imagen, especialmente donde ésta reina con toda su soberanía, como es en el cine, la
televisión y la publicidad. No es fácil encontrar las raíces del problema (32), pero no
sería exagerado pensar que se debe a la persistencia de enfoques reduccionistas que
consideran la imagen como una mera copia de la realidad, lo cual obliga siempre a verla
como una especie de tapadera que hay que apartar para poder descubrir los verdaderos
mecanismos, La imaginación, la verdadera imaginación, sería un mecanismo puramente
mental, mientras que la representación quedaría desplazada exclusivamente a su
condición expresiva, externa. De ahí que la puesta en imágenes que realiza el pintor, el
dibujante o el escultor no se acostumbrase a considerar actos de la imaginación, sino
representaciones -como si la realidad física conectara directamente con la mano del
artista-, mientras que la imaginación en sí, suponiéndose exclusivamente mental, no
podría exteriorizarse más que a través de una mediación, por ejemplo un texto.
La distinción clásica que hace Hobbes entre imaginación simple y compuesta podría
haber originado alguna temprana contradicción a este enfoque. Hobbes da como
ejemplo de imaginación simple el acto de "imaginar ahora un caballo visto
anteriormente (lo que nosotros llamaríamos simplemente recordar)''; y de imaginación
compuesta, el acto de ''concebir un centauro por medio de mezclar la visión de un
hombre con la visión de un caballo" (33). En tal caso, ¿no sería la pintura de un
centauro un acto de representación, no mediatizada, de una imagen mental, es decir, del
acto imaginativo puro y simple? Esto, que parece tan claro a nuestros ojos, no parece
haberlo sido ni siquiera a los de nuestros más recientes antepasados. Existe un corpus
teórico que se refiere, aunque no directamente, a este problema. Me refiero a la
discusión sobre la fuente de inspiración primera de ciertas obras de arte, inspiración que
tan pronto se adjudica a la palabra como a la imagen, y que tantos argumentos ha
producido (34).
En relación a esta controversia, quiero hacer constar que, ciertamente, en determinados
momentos de la historia de la representación visual, dio la impresión de que algunas
figuras o composiciones, especialmente las más alejadas de la realidad, no pudieran
provenir sino de descripciones escritas de las mismas. No quiero decir que ningún
pintor llegó a pintar nunca una quimera que no estuviera antes descrita en palabras, pero
también es verdad que existió, especialmente en los siglos XVI y XVII, una tendencia
extraordinaria a recurrir a fuentes escritas para expresar lo que se consideraban
conceptos exclusivamente mentales. Así nacieron los emblemas, así proliferaron las
alegorías visuales (35). Ni que decir tiene que al mismo tiempo que se extendía este
fenómeno, también ocurría una "emblematización de la literatura, que tendía al uso
constante de imágenes visuales" (36). Se trataba de las dos caras de una misma moneda.
Pero en general, se puede decir que, a pesar de que la plasmación pictórica está más
cercana a esa imagen mental que es el primer producto de la imaginación, es la teoría
literaria la que desde el primer momento absorbe prácticamente todo el pensamiento
acerca de la imaginación, no dejando casi nada para aquellas prácticas que constituyen
la real confección de imágenes, es decir, la pintura, el dibujo, la escultura y la
arquitectura. Además de las razones citadas, no es del todo inútil mencionar una más,
que no es otra cosa que la imagen reflejada en el espejo de las anteriores. Puesto que la
literatura permite al lector la posibilidad de repetir el acto imaginativo del autor,
mientras que las llamadas artes visuales lo hacen, en principio, innecesario, parece
natural que se busquen en aquella los fundamentos de la imaginación. Es decir, que la
pintura y el dibujo, que usan materiales aparentemente más cercanos a la realidad que la
escritura, la cual la codifica, parecen dejar menos espacio para elaboraciones mentales.
La impresión, que no pasa de esto, es que la pintura o el dibujo copian la realidad y que
las posibles variaciones que establecen no son más que matices, mientras que la
escritura la interpreta. Si la imagen es un producto de la imaginación, en pintura o en
dibujo, ésta se encontraría relegada a un segundo término, superpuesto a la copia de lo
real (es decir se ejercería la imaginación en conceptos anecdóticos, como las
vestimentas o los temas); sería como si el producto reproducido, la realidad plasmada en
el lienzo o sobre el papel, hubiera pasado de un medio a otro sin alteraciones y que el
artista ejerciera luego sobre ella sus matices (como esos cuadernos para colorear donde
el dibujo permanece vacío a la espera de los lápices de colores). La escritura, por el otro
lado, copiaría no la realidad, sino la imagen mental de esa realidad y obligaría luego al
lector a reproducir la operación. Este proceso se entendería como más creativo, en el
sentido de más imaginativo. Esta falacia lo es sólo parcialmente, y aunque no valga la
pena ir más allá de la simple constatación de la parte que le es negativa, la otra hay que
estudiarla con detenimiento. No es verdad, enteramente, que no haya proceso
imaginativo en la pintura, puesto que el pintor pinta precisamente lo que ve, no lo que
es (si es que este ser existe o puede existir sin la concurrencia de alguien que lo
interprete), y esta visión le viene dada no tan sólo por el ojo, sino también por la mente,
por la memoria. El pintor reelabora la realidad tanto como el escritor, aunque su
codificación sea diferente y menos drástica. Pero en cualquier caso interviene el
almacén de imágenes de su memoria (y la recombinación de las mismas). Pero aun
siendo esto así, es verdad que el material que el pintor (y para el caso, cualquiera que
trabaje con la imagen) utiliza es un material más realista que el del escritor. Utiliza
elementos reales que adquieren significado cuando se combinan, pero que en principio
son una representación directa de lo real. Por lo tanto, es evidente que la imagen tiene
en comparación con la escritura una mayor transparencia. Un escritor nunca hubiera
conseguido que los pájaros picotearan su descripción de un racimo de uvas (37). El
hecho de que el pintor pueda engañar a los pájaros (y también, a las personas) con un
básico hiper-realismo no es más que la prueba de que en la imagen existe la posibilidad
de un grado mayor de codificación -no de un grado menor- que en la escritura. La
escritura conjura la imagen a través de las palabras, pero esta imagen, una vez conjurada
permanece inerte, es una imagen mental que no convence, ni pretende convencer, de su
realismo, mientras que la imagen corpórea inicia su camino precisamente donde lo
termina la escritura; la imagen del pintor o, en nuestros días, la del televisor, engarza
con esa imagen mental que el código escrito había conjurado en la mente y se lanza
desde allí a una nueva codificación, velada, menos evidente que la elaborada hasta ese
punto por la escritura. Con esta codificación procura y consigue una reelaboración de la
imagen (de la suya propia y de las imágenes de la escritura, de todas la imágenes, en
suma, almacenadas en la memoria), pero esta reelaboración, al contrario de las
elaboraciones escritas, no parecerá ejercerse desde la mente, sino desde la realidad. La
imagen corpórea, al mantener escondido el nexo que la une con la memoria, hace de la
imaginación, no un producto mental como en la literatura, sino un ejercicio artesanal, en
el sentido de que parece ejercer su oficio sobre la misma realidad.
Observemos que esta paradoja, que oscurecerá la mayoría de las teorizaciones sobre la
imagen de los últimos tres siglos, acaba por hacer realidad su propia profecía; cuanto
mayor realismo sea capaz determinado medio de generar en la representación de un
sujeto -así la pintura sería más capaz que la literatura-, menos reales serán considerados
sus productos. Y cuanto menos reales sean considerados los productos de un medio,
menos análisis crítico será susceptible éste de generar. La pintura se habría encontrado
pues en endémica desventaja con referencia a la literatura en cuanto a crítica específica
del medio (no con referencia a una crítica literaria o lingüística de la imagen). La
ausencia, hasta hace bien poco, de un análisis intrínseco de la imagen da lugar a una
nueva paradoja, a saber, que cuanto menos consciencia crítica produzca un medio,
menos capacidad posee el espectador de desentrañar sus mecanismos, lo que acaba
llevándole a la ilusión de considerarlo no ya realista, sino la imagen impoluta de la
propia realidad.
Que la pintura no haya generado una crítica epistemológica prácticamente hasta
nuestros días, mientras que la literatura la venga acumulando desde hace siglos, se debe
a que la literatura ha sido siempre considerada capaz de reproducir fielmente los más
complicados entresijos de lo real, mientras que las artes visuales han sido tenidas por
meras copias, siempre imperfectas y superficiales, de esa misma realidad. De lo cual ha
resultado que la literatura no engaña a nadie, mientras que del espejismo de la imagen
pocos se libran.
Una imagen artificial que reproduzca determinado objeto, precisamente por ser
susceptible de comparación, punto por punto, con el original, establece de entrada una
diferencia objetiva con éste; los dos son objetos con sus parámetros correspondientes y
diferenciados. Esta imagen, plasmada materialmente, podrá ser considerada una copia,
una representación, un fraude, pero nunca se aceptará conscientemente que puede
ocupar el lugar del objeto original, precisamente porque se trata de otro objeto cuyas
diferentes texturas lo hacen cabalmente incompatible con aquel. En última instancia,
como en el caso de las uvas de Zeuxis, una ilusión óptica puede llevar a la confusión de
una imagen con la realidad, es decir, puede empujar a creer que la imagen no es tal, sino
que se trata pura y simplemente de lo real. Es la vista la que en este caso nos engaña, no
la razón. La ilusión óptica afecta, como su nombre indica, a nuestros ojos y la
información que éstos nos suministran nos induce a un juicio falso sobre la realidad.
Pero, de no mediar tal confusión, nadie aceptaría que las uvas pintadas y aquellas que
les sirvieron de modelo fueran lo mismo, puesto que cada una de ellas posee sus propias
configuraciones y existen unos límites bien dispuestos entre las dos, Si introducimos el
pragmatismo del mercado en el problema, todo se aclara. Mientras es posible que
alguien, empujado por el hambre o la gula, se abalance sobre la perfecta reproducción
pictórica -o para el caso, fotográfica- de unas uvas, no es de esperar que un comerciante
acepte pagar por el dibujo de una fruta lo que abonaría por el cargamento que había
encargado.
La imagen literaria o poética, por el contrario, al formarse en la mente (a la que se
considera absolutamente maleable) se presenta como una reminiscencia, como un
recuerdo (el fantasma aristotélico), del original, y como tal, perfectamente compatible
con él; se revela de hecho como su perfecto complemento, igual que puede serlo una
imagen reflejada en el espejo, que sólo existe porque existe la figura que hay ante el
mismo (mientras que las uvas del cuadro tienen existencia propia; seguirán allí después
que las originales se hayan podrido). No hay diferencia esencial entre la Luna, satélite
de la Tierra, y esa luna que Vallejo evoca en los versos siguientes:
LUNA ¡Corona de una testa inmensa,
que te vas deshojando en sombras gualdas!
En todo caso, esta luna poética es una prolongación subjetiva de la Luna real, pero no
pueden considerarse incompatibles porque las dos son la misma. Sin embargo, cualquier
imagen de la Luna, ya sea pintada, ya sea una fotografía del satélite, es de hecho, otra
luna, una que puede en cualquier momento sustituir, por ilusión óptica, a la verdadera
(38). Nuestro comerciante del ejemplo anterior, si bien no aceptaría pagar por un boceto
que intentara suplantar las uvas reales, no tendría ningún problema en adelantar el
dinero a cambio de una descripción literaria de las uvas inscrita, por ejemplo, en un
contrato de compraventa. Estas uvas literarias serían consideradas una perfecta y
admisible sustitución de las verdaderas, mientras que una imagen de las uvas sólo
podría aspirar, mediante el ilusionismo, a provocar una confusión visual y en el caso del
comerciante, una estafa. Y sin embargo, en esta aparente debilidad de las imágenes es
en donde reside su máximo poder.
El sentido común se ha encargado de enmascarar estas relaciones que, sin ninguna
oposición crítica, han hecho que la imagen artificial, que está tanto o más construida que
la literaria, se engarce en la memoria con las imágenes provenientes de la realidad, y
que desde allí se instale en el inconsciente, donde ya no es posible establecer su
genealogía, y desde donde actuará con igual intensidad y efectividad que cualquier trazo
de lo real.
5. MEMORIA FOTOGRÁFICA
La fotografía se inventó más para sustituir a la memoria (el Arte de la memoria) que
para mejorar el arte de la representación de la realidad. A principios del siglo XIX, el
público ya estaba acostumbrado a los magníficos dibujos o a los grabados en madera
que representaban escenas de la vida real (39). No hay duda de que ese público
consideraba extremadamente realistas algunas de estas representaciones (sobre todo si
las comparaba con los muchos emblemas y alegorías que hasta hacía bien poco habían
poblado libros y publicaciones periódicas, o incluso si las confrontaba con ciertos
sueños románticos (fig. 2) que todavía eran populares), pero a nadie se le hubiera
ocurrido confundirlas con el más fiable de los registros posibles del suceso real, es
decir, un testigo presencial. El grabado transmitía al público la perfecta disposición del
suceso, pero el testigo presencial era la constancia de que éste había en realidad
ocurrido, y como tal resultaba insustituible.
La fotografia, que hacía acto de presencia por aquel entonces, era tan fiable como el
mejor testigo presencial e incluso más, si cabe. De hecho, la fotografia venía a
descalíficar al testigo presencial, dando por terminada una época oral que llevaba
tiempo agonizando. La fotografía dio nacimiento a la idea de la perfección de la
máquina, de la necesidad de substituir la intervención humana en los asuntos sociales:
contribuyó a la transformación de la técnica en ética, a la vez que transformaba la ética
en una problema técnico. Provocó, en suma, una revolución cuyas más extremas
consecuencias estamos empezando a experimentar en la actualidad,
6. EL ENCANTO FOTOGRÁFICO
Es muy probable que las primeras fotografías causaran una impresión un tanto
fantasmagórica y que, a los ojos de aquellos que estuvieran acostumbrados a contemplar
un buen dibujo o una buena pintura, parecieran un poco deslucidas. Pero de lo que no
cabía ninguna duda era de su fidelidad. La intervención de una máquina -de la técnica-
en su elaboración alteraba básicamente la ley enunciada más arriba, en el sentido de que
transmutaba su realismo básico no en un escepticismo ingenuo, como ocurría con la
pintura o el dibujo, sino en la agudización de una fe no menos pueril. Es precisamente la
producción, o reproducción, mecánica de la realidad que se ejecuta con la fotografía la
que le otorga a ésta su sensación de identidad con lo real (40). El hecho de que las
fotografías fueran realizadas por una máquina las convertía, a los ojos de los
contemporáneos, en algo diferente de las otras formas de representación, hacía que
fueran contempladas con cierto respeto. Las fotografías no eran más informativas que
un dibujo de Doré o de Daumier (los cuales, indudablemente, contenían mucha más
información que ciertas fotografia primitivas), pero tenían sobre éstos la ventaja de que
se las consideraba reales, un sencillo pero admirable pedazo de realidad fijado para
siempre.
Debió ser sin duda esta característica fue la realidad se pudiera fijar sobre un pedazo de
papel, es decir, que se pudiera trascender el flujo del tiempo (41)- lo que hizo de las
tempranas fotografías algo tan peculiar. Pero creer que esto es posible, que la
complejidad de la vida puede ser abstraída de su constante flujo y conservada sobre una
superficie bidimensional, es creer también que la realidad no es otra cosa que su
imagen. Y esto es a lo que puede conducir el empiricismo ingenuo, lo que a la postre
implican las ideas de Hobbes y Bacon acerca de la visión. Y lo que vino a proclamar
Bergson a las puertas mismas de nuestra era (42). Si nuestro cerebro funciona por medio
de datos procesados por los sentidos, y creemos que estas impresiones sensuales
constituyen el mundo real, no podemos hacer otra cosa que considerar que este mundo
real (real solamente para aquellos cuyos sentidos funcionen de forma similar) y sus
imágenes que a través del ojo alcanzan el cerebro son completamente equivalentes. Es
más, la imagen mental tiene que ser más subjetivamente real, puesto que parece ser más
indudablemente nuestra (43).
La aparente confusión entre estos dos niveles de realidad, igual que la confusión entre
los dos niveles de imaginería -mental y física (44)- corresponde precisamente al giro
final que ha tomado la postmodernidad después del largo proceso que empezó con la
fotografia.
*******
Es la misma existencia de la memoria lo que ocasiona el miedo a olvidar: la habilidad
de recordar algo nos hace conscientes de la imposibilidad de recordarlo todo (45). Y
puesto que la memoria es tan extremadamente frágil, se ha buscado siempre alguna
ayuda artificial para la misma. La escritura, las artes y técnicas representacionales, el
arte específico de la memoria y finalmente la fotografia, son algunas de estas ayudas,
implícitas o explícitas.
Aunque no resultaría excesivamente arriesgado interpretar en general la historia de la
evolución cultural como una lucha humana contra el olvido, hay que tener en cuenta que
no todos los mecanismos concebidos, desde el arte a la escritura, han tenido o tienen el
mismo efecto ni actúan al mismo nivel. Las imágenes, por ejemplo, poseen un relación
más cercana con la memoria y con la estructura general de nuestra mente (46) y por lo
tanto, cualquier medio que se valga de ellas se encontrará en más directa conexión con
la memoria. No creo que sea éste el momento de dilucidar si recordamos mediante
imágenes o si lo hacemos por medio de conceptos, pues una disputa de este tipo puede
llegar a ser tan inútil como intentar esclarecer si soñamos en blanco y negro o lo
hacemos en color. Creo que lo acertado es convenir que si bien nuestro pensamiento aún
se encuentra organizado principalmente por una estructura lingüística -la escritura-, la
memoria trabaja primariamente por medio de imágenes. Así como una ordenador
guarda la información en sus unidades de memoria, codificada según cierto lenguaje,
pero luego cuando la extrae de esa memoria y la muestra en la pantalla del monitor, esta
información se convierte en imagen (porque aparece dentro de un recuadro y porque se
puede modificar espacialmente, entre otras razones), nuestra memoria actúa a la inversa:
ofrece imágenes a un pensamiento que las procesa mediante una estructura lingüística
(47). Pero cada vez más, ayudado por la internalización del encuadre televisivo, nuestro
pensamiento va adoptando mecanismos formalmente parecidos a los del ordenador (48),
con lo que se va aproximando paulatinamente a una situación en que memoria y
pensamiento se confunden. De esta confusión surge un recuerdo débil teñido de
actualidad y un pensamiento igualmente débil que se diluye en su propia inmediatez. El
encuadre, un encuadre virtual, enmarca este pensamiento altamente fluido e
imaginativo.
El marco o encuadre ha constituido en la tradición de la imaginería occidental el locus
de la representación figurativa, incluso cuando no estaba explícitamente presente, como
en el caso de los murales o incluso de la página escrita. Podría decirse que, en cierta
forma, el proceso de fragmentación que han sufrido las imágenes a partir de la
fotografía constituye un intento de escapar a esta supuesta esclavitud, pero el marco, a
pesar de la creciente intensidad de las fragmentaciones, aún domina la existencia de la
imagen, hasta tal punto que, como veremos más adelante, ha acabado por erigirse no
solamente en fundamento de la misma, sino en su territorio ontológico: es la presencia
del marco alrededor de la imagen lo que permite la existencia de la misma, es decir, que
es el espacio delimitado, y creado, por el marco lo que forma la imagen. En una palabra,
la imagen es ese espacio. En principio, todo lo que esté fuera del marco queda excluido
de la condición de imagen, pero lo cierto es que, por definición, nada existe fuera de un
marco que lo envuelva. Incluso las representaciones mentales se producen siempre
dentro de un marco, aunque este sea virtual (49). Para Sartre, una imagen (mental) "es
un acto de conciencia irreductiblemente estructurado''. No parece posible pues la
existencia de una imagen difusa, una imagen sin limites, por lo menos como tal imagen,
no como una alucinación (50).
Una fotografia constituye un tipo de imagen muy especial. Se trata de una imagen que
reorganiza totalmente la relación entre imágenes y memoria. La fotografia materializa la
historia, convierte la realidad en un objeto material, a la vez que, por el mismo proceso,
rompe su continuidad. El tiempo se congela en el interior del marco; sigue existiendo
pero adquiere características espaciales: se convierte en cíclico, en multidimensional.
La fotografía ha representado desde sus comienzos -y especialmente en sus comienzos-
un proceso de adquisición de la realidad, un proceso por el que la persona se adueñaba -
en el sentido literal del término- de la misma mediante su fraccionamiento en múltiples
y diminutas porciones con las que se podía establecer un comercio. La posibilidad tan
natural de ser dueño de los propios recuerdos llega a tener en el siglo XIX una
connotación mercantil, en el sentido de que la propiedad privada lo es en tanto que es
pública y por lo tanto sujeta a un intercambio comercial. Con la fotografia, los
recuerdos, en lugar de estar almacenados en la mente -en lugar de ser subjetivos,
personales, privados- pueden sostenerse con la mano frente a la mirada (51) -son
objetivos, intercambiables, públicos-. Estos recuerdos objetivados son incluso más
reales que los sucesos que retratan, los cuales en ese momento en que contemplamos su
fotografía, ya se han perdido en el pasado. La presencia de las fotografías origina un
fenómeno doble: de un lado, genera una disposición a poseer tiempo, a acumularlo
negativamente, pues se trata de tiempo muerto (o quizá la base del fenómeno se halle
precisamente en creer que el tiempo puede seguir siendo incluso después de haber
dejado de existir como continuo). Esta acumulación temporal ya revela una tendencia a
situarse fuera del flujo del tiempo (así como a colocarse fuera de la realidad (52);
solamente puede haber una disposición a adquirirla si se considera que hay una
diferencia específica entre ella y el comprador, es decir, en el momento en que éste no
se siente inmerso en ella, sino que la contempla -como con la vista- ante sí). Esta
primera cara del fenómeno tiene, como he dicho, su contrapartida, pues querer poseer
tiempo significa también una forma de luchar contra la muerte, representada, en este
caso, por la pérdida de memoria. El paso del tiempo, su incesante huida fuera del
alcance del aparente inmovilismo del Yo, lejos del ansia de posesión tan representativa
del paradigma burgués, revela la fragilidad de la memoria como mecanismo de defensa.
Crece la consciencia de que la memoria no puede mantener vivo todo lo que el tiempo
arrastra (y esto sólo sucede cuando se ve pasar el tiempo, cuando éste transcurre -otra
vez el mismo fenómeno- ante el espectador, en lugar de ser el espectador quien se
produce gracias a su cauce). La externalización del tiempo produce una aguda
confrontación con la volatilidad de la existencia; el ser se encuentra indefenso ante una
vida -un tiempo- que se aleja de él, desvaneciéndose tan pronto como se crea bajo la
forma de un escurridizo presente. Si tan sólo pudiera detener ese transcurrir
enloquecido, podría vivir eternamente... Y de pronto, aparece un mecanismo (53) que
ofrece precisamente esto: la detención del tiempo. La fotografia parece ser, pues, el
antídoto para una angustia que su propia presencia produce (o cuando menos, si no la
produce directamente, es uno de los síntomas principales de aquel cúmulo de
mecanismo sociales que la produjeron), a no ser por el hecho de que sus productos, las
fotos, no formando ya parte de la propia estructura mental como lo eran los recuerdos
memorísticos, si bien pueden interrumpir la continua conversión del presente en pasado,
no dejan de recordar, e incluso de representar, la propia mortalidad. De esta forma, la
fotografía se manifiesta como un truco mefistofélico: permite la inmortalidad
perseguida, pero se la adjudica no a la persona sino a sus recuerdos, de cuya eternidad
se desprenderá una perenne constancia de la propia condición efímera. Ahora ya no es
el tiempo el que se aleja hacia el pasado, sino uno mismo el que se diluye ante la fijeza
de la foto.
Desde esta perspectiva, podríamos contemplar el proceso de conversión de la fotografía
en arte como una reacción ante esta interpretación de la misma. Al introducir arte en la
imagen, se la hace también perecedera (54), indeterminada, se la convierte en
sobrehumana, en el sentido de que se anula la relación directa que poseía con la
memoria. El arte significa subjetividad y por lo tanto, abolición de la ruptura entre la
realidad y el Yo que estaba en la base del fenómeno fotográfico. Introducir arte en una
imagen puede considerarse una introducción, puesto que en su mayoría, las fotos
artísticas lo son por un procedimiento de laboratorio, de una real introducción o
superposición de técnicas y elementos en la imagen inicial- es una forma de engañar al
diablo, una forma de entrar en el marco con la esperanza de vivir para siempre.
Pero no importa cuánto arte se le añada a las fotografías, que éstas siempre serán antes
que nada un documento, o por lo menos esto es lo que constituían a los ojos de los
tempranos consumidores de las mismas (55). Esta condición documental puede explicar
por qué, en ese tiempo, fueron con tanta frecuencia y voluntariamente sometidas a un
proceso que las hacía borrosas. Esta falta de nitidez se añadía no tanto para imitar la
pintura, como se ha dicho, sino para borrar de las obras el estigma de documento, en un
gesto desesperado de aquellos fotógrafos que realmente anhelaban ser considerados
artistas. La relación del nuevo medio con la realidad -con la memoria del sujeto y con su
propia subjetividad, debería decir- era tan fuerte que la fotografia no podía convertirse
en arte por sí misma, sino que tenía que ser empujada hacia él. Esta suerte de
esquizofrénica contradicción entre el arte y la realidad puede ser considerada una
alegoría de la modernidad, a la vez que nos muestra su inherente idealismo (56). Vale la
pena recalcar cuán ridículos parecen ahora aquellos forzados intentos de hacer foto-
pintura (Drtikol, Polak), en los cuales el fotógrafo-artista organizaba sus personajes en
imitación de pinturas clásicas, especialmente del Manierismo (57). Así, pues, aquello
que consideramos perfectamente aceptable en un Tintoretto o incluso en un Delacroix (a
los que podemos considerar pasados de moda, si queremos, pero nunca ridículos), no
resiste nuestra mirada en una fotografia (58). Y esto se debe a que la fotografia siempre
nos habla de la realidad de sus sujetos y por lo tanto, en ella captamos el ridículo -la
calidad kitsch- no tanto en la imagen -el objeto artístico- como en el modelo -la realidad
representada. Por ello, debido a esta inmanencia de la fotografia -en conexión con su
relación primaria con el sujeto, no en cuanto a toda la fotografia como una entidad- las
únicas formas de artistificación de la misma que han acabo aceptándose son o bien
producto de una instantánea o al resultado de una manipulación en el proceso de
revelado. En el primer caso, la calidad artística se obtiene por casualidad: el artista es
sólo una presencia menguada, alguien que se encuentra en el lugar de forma aleatoria,
como el mismo sujeto de la fotografia. Es más, el fotógrafo constituye una presencia -se
supone que tiene que estar allí , justo hasta el instante en que se obtiene la fotografia,
pero tiene que desvanecerse en el mismo momento en que el suceso se convierte en
material fotográfico. En el segundo caso, el concepto de fotografia se difumina detrás
del de pintura: el fotógrafo usa las fotografías para hacer pinturas. El estilo (irreal,
expresionista) de la obra lo revela. Lo que vemos en las fotos de este tipo ya no es
verdad puesto que lo que contemplamos tampoco es una fotografia (59).
La fotografia se encarga también de alimentar la visión de la historia como algo
material, objetual, casi como una especie de cadena de momentos-objeto que pueden ser
recogidos en un museo (60). Hasta la invención de la fotografia, el pasado era
recuperado principalmente a través de la historia, una disciplina que puede ser
considerada una rama de la narrativa (61). Pero la posibilidad de revivir el pasado -
usualmente un pasado lejano- a través de las crónicas escritas, no era un obstáculo para
que se manifestara la urgencia de poder detener el presente antes de que pudiera
convertirse en sujeto histórico y por lo tanto, sólo posible de ser recuperado a través de
la disciplina histórica. Y esto fue intentado, entre otros mecanismos ya mencionados,
por medio de la conservación de objetos, de reliquias o fetiches del pasado. Fetiches lo
eran especialmente y no tan sólo porque sustituían lo real, sino también porque de hecho
eran parte de esa realidad ya desaparecida. Los objetos tienen la virtud de mantener la
integridad del evanescente acontecimiento, ejercen una suerte de centrifuga atracción
con respecto a un recuerdo que tiende a la dispersión. De hecho, en su momento, el
suceso, en forma de tiempo, pasa sobre los objetos como una ligera brisa en una tarde
calurosa, pero a pesar de la fugacidad de este contacto, los objetos quedan saturados de
temporalidad, aunque sean tan periféricos con respecto a ella. El resplandor del tiempo,
sin embargo, no dura demasiado, y los objetos, convertidos en reliquias, acaban no
pudiendo apoyar su testimonio más que con su reseca y significativamente agotada
carcasa. La fotografia no es un fetiche ni una reliquia; no representa algo, ni tampoco
forma parte de nada. La fotografia no asegura, como el objeto, la integridad del
recuerdo, sino que mantiene físicamente unidos los distintos objetos o sujetos que
forman el recuerdo. Y asegura esta integridad no en la memoria, sino en el mundo
material, por lo que aquella remembranza difuminada que procuraba el objeto en sí, se
solidifica en la fotografia permitiéndole ejecutar una simulación de la vida (todavía no
la simulación postmoderna, pero más una copia de la vida, una copia auténtica, que una
representación de la misma) que acaba convirtiéndola en cadáver, en un cadáver
momificado (62).
Este proceso no tan sólo materializa la historia, sino que en realidad la aniquila, ya que,
como hemos visto, la persecución de la eternidad no puede llevarnos más que a la
imagen, o lo que ya es más o menos lo mismo: una imagen muerta. Si la evolución de la
imagen se hubiera detenido en el período incipiente de la fotografia, las fotos no
hubieran hecho más que aumentar la pila de objetos que ya estaban acumulando polvo
en los trasteros victorianos. Pero tal como fueron las cosas, en los años siguientes a su
invención, el mundo entero fue convertido, a los ojos occidentales, en una suerte de
enorme sala victoriana del British Museum en la cual el visitante ha acabado perdiendo
el sentido de la orientación y en la que por lo tanto ha decidido quedarse a vivir (63).
Podemos ver en toda esta serie de laberínticas gesticulaciones un ejemplo de la posición
inversa que tan claramente emergerá en el mundo postmodernista, cuando la realidad
empiece a copiar (a fotografiar) imágenes (64). Abstrayendo de la realidad imágenes, la
fotografía preparaba el camino para que esta misma realidad acabara por convertirse ella
misma en imagen.
NOTAS AL CAPÍTULO 1º
1.Traducción de Gerardo Diego.
2. O quizá debería decirse desde los hogares de la burguesía y de la pequeña burguesía,
puesto que fue desde la ventana de la mansión burguesa, y posteriormente desde la
ventana de la casa de la clase media, desde donde se redistribuyeron los valores de la
realidad; esa ventana que se asoma al exterior y a través de la que se contempla el
mundo, una ventana que andando los años se convertirá en pantalla de televisión.
3. Según la predicción efectuada en la interesante, aunque inútil, hipótesis de Umberto
Eco y otros en la antología La nueva Edad Media, Alianza Editorial, Madrid, 1976. En
cuanto a la propuesta de Osmar Calabrese (La era neobarroca, C, Madrid, 1989), ya he
indicado que mi ensayo fue redactado con anterioridad a la aparición del libro del
italiano (y de cualquier intento de relacionar nuestra época con el Barroco) y por lo
tanto, m¡ intención no intenta, n¡ puede, referirse al mismo.
4. Edgar Allan Poe, A descent into the Maelström, (Tales of Edgar Allan Poe, Nueva
York, Random House, 1944, pág. 276). M¡ traducción.
5. Desde el interior de la modernidad, el origen de este fenómeno se situaba en la
invención de Gutemberg y la consecuente democratización de la lectura (McLuhan),
pero encontrándonos ya fuera de este paradigma, no podemos entender este desarrollo
como orientado temporal -causa y efecto- ni espacialmente desde el pasado al futuro-:
todo el período aparece ante nosotros como una estructura poseedora de relaciones
internas, igual que el mapa de un territorio. Soy consciente de que lo que digo parece
contradecir ciertas ideas de Derrida y que va especialmente en contra de los
descontruccionistas más cercanos a Heidegger. De momento, no veo en ello ningún
problema.
6. Es útil recordar que la exploración del universo, que tradicionalmente apuntaba hacia
lo infinitamente grande -las estrellas, las galaxias-, ha sido reorientada, en el transcurso
del siglo, hacia lo infinitamente pequeño -e1 interior del átomo-. Mientras que lanzar la
mirada hacia otras galaxias significa contemplar la expansión misma del espacio y en
cierto sentido moverse junto a esa expansión, es decir, ir creando espacio a medida que
visión y conocimiento avanzan juntos, concentrarse en el átomo e insistir en su
incesante división no deja de ser un ejercicio de inmovilidad, puesto que no es otra cosa
que avanzar sin moverse de sitio, sin que se produzca ningún cambio espacial. Un
ejercicio que casa perfectamente con las características de nuestra era de las imágenes.
7. Aunque parece obligatorio reconocer la influencia de Braudillard cada vez que se
nombra la palabra simulacro, la verdad es que la primera vez que entré en contacto con
ella -como supongo que también será el caso del mismo Braudíllard- fue a mediados de
los setenta, en la traducción francesa (J'ai Lu) de la novela de Philip K. Dick, cuyo título
original no es otro que The Simulacra, Ace Books, Nueva York, 1964. La verdad es que
si mi ensayo tiene una influencia directa e innegable, ésta es la de Philip K. Dick. Una
influencia que, de todas formas, se remonta a mucho antes que el Dick popularizado,
después de su muerte, por Blade Runner.
8. L. Frank Baum, The Wizard of Oz (introducción), Londres, Octopus Books Lámited,
1979. 9. Edward Jay Epstein, News From Nowhere (Televisión and the News), Nueva
York, Vintage Books, 1973.
10. Paul Ricoeur, De Pinterpretation, París, Editions du Seuf, 1965.
11. La mayoría de referencias históricas mencionadas en este capítulo ey a@eía ¡yn ay
irte de la memoria provienen del excelente libro de Frances A. Yates, The Art of
Memory, The University of Chicago Press, Chicago (existe traducción española, editada
por Taurus). Algunos puntos han sido ampliados recurriendo a otro libro no menos
imprescindible, me refiero a Clavis Universalis, de Paolo Ros¡, Il Mulino, Bologna,
1983.
12. No es nada sorprendente que en la sociedad donde las técnicas de manipulación del
ser humano han llegado más lejos sea donde el saber académico niega más
categóricamente los espacios necesarios para esta manipulación: el galopante
liberalismo económico que pretende eliminar cualquier intervención del estado en la
vida social sería de esta forma equivalente a la negación de la existencia de cualquier
vida psíquica más allá de la conducta por parte de la sicología oficial, la conductista, así
como de la mayoría de las corrientes de análisis sociológico. 13. David Archard,
Consciousness and the Unconscious, Londres, Hutchinson, 1972.
14. David Archard, ob. cit., pág. 32.
15. El actual revival de estas artes puede ser debido, entre otras razones, al hecho de que
siendo la misma ciencia actual tan esotérica (nadie, excepto los expertos, conoce sus
íntimos funcionamientos), no puede existir, a nivel popular, una clara diferenciación
entre ésta y el cúmulo de supersticiones que van adquiriendo carta de naturaleza a través
de los medios de comunicación. Para una persona atribulada, tan racional, o irracional,
parece la física cuántica como la astrología, con la diferencia de que la astrología se
interesa directamente en sus problemas. Nos enfrentamos pues a un ansia de
racionalidad que busca irracionalmente respuestas en estructuras lógicas cuya
racionalidad última no se discute y ni siquiera se exige. Con lo que, en última instancia,
nos encontraríamos con que sería la propia racionalidad (el deseo de saber, de controlar
la propia vida) la que impulsaría por un lado la demanda de pseudociencias, mientras
que por el otro, éstas se harían asequibles precisamente por su intrínseca irracionalidad
(la falta de complejidad).
16. Según Yates, esto sucedió a consecuencia de un error: durante la Edad Media, los
diferentes artes de la memoria seguían las regulaciones de lo que se consideraba un solo
tratado, pero que en realidad eran dos, absolutamente distintos. A partir del siglo XII, el
anónimo Ad Herenniumn fue asociado con el genuino De Inventione, de Cicerón, y
ambos siguieron apareciendo adscritos al nombre de Tulio. De ahí en adelante, De
Inventione, conocida como la Primera -o antigua- retórica fue seguida del Ad
Herennium o Segunda -o nueva- retórica. En palabras de Yates, 'Tullio, en su primera
retórica, manifiestaba que la memoria era parte de la Prudencia, mientras que en la
segunda, admitía la existencia de una memoria artificial por medio de la cual la
memoria natural podía ser mejorada. Por lo tanto, la práctica de la memoria artificial
formaba parte de la virtud de la Prudencia". (Yates, ob. cit., pág. 51).
17. Yates, ob. cit. pág. 51. Mi traducción del inglés.
18. Según la clasificación de Charles S. Peirce, este intermediario podría ser
considerado un índice, es decir que cumpliría las condiciones necesarias para serlo, a
saber, ser 'una cosa real o un hecho que constituye un signo de su objeto por la virtud de
estar conectado con él de hecho y también por introducirse a la fuerza en la mente, a
pesar de ser interpretado como un signo". (Kaja Silverman, The Subject of Semiotics,
Oxford University Press, Nueva York, 1983, pág. 19).
19. Michel Beajour, Miroirs d'encre, Editions du Seuil, París. (Pág. 87).
20. Así no es extraño observar cómo, posteriormente, las ciudades, los edificios, las
fortalezas, etc. se antropoformizan, tal y como queda constatado en el excelente estudio
de Paolo Marconi y otros, La città come forma simbolica, publicado en Italia por
Bulzoni editore.
21. Paolo Ros¡ habla de tres diferentes tradiciones en el Arte de la Memoria: "1) la
inspirada por Cicerón, Quintiliano y el libro de retórica Ad Herennium; 2) la que se
deriva de De memoria et reminiscentia de Aristóteles y de los comentarios que sobre la
misma efectuaron Alberto Magno, Santo Tomás y Averroes; y finalmente, 3) la que
proviene directamente del Ars Magna de Lull". Paolo Ros¡, Clavis Universalis, Societa
editrice il Mulino, Bologna, 1983.
22. Antes, la voluntad de recordar un asesinato podía generar o atraer la imagen de una
espada, pero también de una lanza o una daga. Esta imagen una vez utilizada,
simplemente se olvidaba. En el momento en que la espada se convierte en imagen-
comodín y empieza a ser ella quien atraiga la mayoría de recuerdos relacionados con
asesinatos o hechos violentos, será la propia imagen la que se irá enriqueciendo con
detalles que permitan captar mejor estos recuerdos detalles que muchas veces
provendrán de los mismos recuerdos-; así por ejemplo, la espada podrá ser dorada o
tener un rubí en la empuñadura y quizá una mancha de sangre en la punta. Lo
importante es darse cuenta de cómo estos atributos se van incorporando a la imagen y
ya no la abandonan. Se va formando pues una determinada iconografía cada vez más
especializada, especialización que al atraer recuerdos cada vez más específicos,
contribuye a su propia radicalización.
23. No estaría de más relacionar este proceso de imaginación, de conversión del mundo
en imágenes, con la paulatina mercantilización del universo anunciada por Marx.
Evidentemente, la realidad para poder ser vendida y comprada tiene que materializarse,
tiene que convertirse en objeto, y si bien los objetos forman la realidad, queda todavía
por comercializar aquello que los aglutina, que los relaciona, y esto no es otra cosa que
la imagen. No parece que la existencia de este fenómeno pueda ser discutida hoy en día,
cuando los satélites transportan de un lado a otro del mundo las señales de determinado
acontecimiento (la realidad en pleno acontecer) que ha sido previamente adquirido por
determinado canal de televisión.
24. Yates, ob. cit., pág. 132-133. 25. 25. Yates, ob. cit., pág. 129.
26. Ver Morris Berman, The Reenchantment of the World, Bantam Books, Nueva York,
1984. 27. Esta exterioridad, o naturaleza, no era, de hecho, tan pura, puesto que no se
trataba aún del cosmos materialista proclamado por la ciencia, sino de un universo
trascendente que si estaba en conexión con la mente humana de forma tan íntima, era
gracias a su condición neoplatónica, según la cual cada uno de sus elementos no era más
que el reflejo, o la sombra, de las esencias que, desde otro plano, lo gobernaban todo.
28. José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía abreviado, Editorial Sudamericana,
Buenos Aires, 1970.
29. R.L. Brett, Fancy and Imagination, Methuen and Co. Ltd., 1969.
30. De hecho, el concepto de camera obscura tuvo uno de sus primeros impulsores en
Giovanni Batista della Porta, quien en 1558 la describió con detalle en su Magia
Naturalis.
31. Los estudios de Norman Bryson son en este sentido paradigmáticos: Vision and
Painting, New laven, Yale University Press, 1983; y Tradition and Desire, Cambridge
University Press, 1984. Por supuesto, el libro de John Berger, Ways of Seeing, abrió
camino en el análisis de la imagen. Manho Brusatin acaba de publicar una Storia delle
immagini (Torino, Eunaldi, 1989) que cuando menos tiene la virtud de quererse ceñir a
ellas. Y sin pretender ser exhaustivo, los libros de Ned Block, Imagery (Cambridge, The
Mit Press, 1982) y W. J. T. Mitchel, Iconology (Chicago, The University of Chicago
Press, 1986), centran convenientemente la cuestión.
32. Uno de cuyos más claros ejemplos lo tenemos en el hecho de que cuando finalmente
el analista no tiene más remedio que enfrentarse con las imágenes, entonces enmudece.
Es el caso de tantos libros que, pretendiendo captar la pureza de las imágenes,
prescinden completamente del texto. Algunos de los capítulos del mencionado libro de
Berger muestran esta absurda renuncia, que por otro lado encontramos en muchos libros
de cine y de arte. Se trata de llevar al absurdo el dicho según el cual una imagen vale
por cien palabras.
33. W.L. Reese, Dicconary of Philosophy and Religion, Harvest Press, Sussex, 1980.
Mi comentario en cursiva.
34. Ver sobre todo Mario Praz, Mnemosyne (El paralelismo entre la literatura y las artes
visuales), Taurus, Madrid, 1979. También son interesantes al respecto, la obra ya citada
de Norman Bryson, Vision and Painting (The Logic of the Gaze); y la de Svetlana
Alpers, El Arte de describir Hermann Blume, Madrid, 1987. Además, existe un artículo
de Frances Yates tremendamente ilustrativo de este proceso, se trata de The Emblematic
Conceit in Giordano Brunos De Gli Eroici Furori and in the Elizabethan Sonet
Sequences, Routledge and Kegan, Londres, 1982.
35. Una de las más famosas compilaciones de alegorías es la de Cesare Ripa, de la que
hablaremos con mayor extensión más adelante. Quiero hacer notar simplemente que
Ripa escribió su libro de alegorías, el cual contenía una detallada descripción de las
mismas, y que sólo más tarde fue su libro ilustrado por imágenes cuya composición
respondía a las descripciones iniciales.
36. Aurora Egido, prólogo a los Emblemas de Alciato (pág. 13), Akal, Madrid 1985.
37. Referencia a la historia de Plinio acerca de un pintor que pintó un racimo de uvas
con tanta perfección que hasta los pájaros descendieron a picotearlas. Mencionado en la
obra ya citada de Norman Bryson.
38. No estoy hablando, por supuesto, ni a un nivel científico, ni siquiera epistemológico.
Me refiero simplemente a la percepción de un posible espectador. Ambas lunas, la real y
la de la imagen, le entran por los ojos y por lo tanto, la confusión es legalmente posible.
Y de hecho, a niveles más complejos, se produce. Es innegable que, de hecho, también
la luna pintada puede contener un elemento literario que la convierta en una
prolongación, una interpretación, de la verdadera luna, pero este elemento, en la
imagen, siempre será subsidiario. Y he de añadir que en muchos casos, se verá
arrastrado por la fuerza de la representación visual y podrá llegar a convertirse en una
característica tanto o más realista que las que de por sí posea visiblemente el original. Es
decir, que al contrario que la imagen literaria, la imagen visual posee la capacidad de
adjetivar el original modificándolo objetivamente. La imagen objetiviza la adjetivación
que en el texto permanece a un nivel subjetivo.
39. De hecho, para el caso que nos ocupa, no hay que hacer ninguna distinción entre el
Arte, como producto de una imaginación elevada, y las ilustraciones o imágenes que
tienen por misión el devolver a la imaginación de los lectores aquello que la mayoría de
las veces el texto de los escritores ha expoliado de esa misma imaginación.
40. Ampliando la famosa tesis de Benjamín sobre el arte en la época de su
reproductibilidad técnica, se puede decir que si la reproducción mecánica, cuando se
utiliza con el arte, elimina su aura, al aplicarse a la realidad, le añade a ésta un aura. La
fotografía fue la primera de una larga lista de aparatos mecánicos destinados a
reproducir la realidad y conferirle un aura que la realidad cruda no posee. La realidad,
como quería Pasolini, se convierte en arte a través del cine (especialmente a través del
cine porque éste reproduce todas sus características, lo cual no quiere decir que el cine
sea simplemente el arte de lo real). Lo que antes era insignificante, desordenado y
amorfo se convierte en único, se transforma en imagen. No es que las imágenes sean
únicas en el sentido que lo podía ser el original de una obra de arte. Las imágenes -es
decir, la realidad transformada- son únicas en el sentido de que no tienen un original del
que dependa su existencia. La realidad, por supuesto, no es este original, puesto que la
realidad es intrínsecamente otra cosa, diversa de las imágenes, algo que se hace
trascendente a través de ellas. La reproducción mecánica elimina la noción y la
importancia del original en la obra de arte, pero al capturar la realidad y extraerla del
flujo del tiempo (como hace la fotografia), confiere a esa realidad una unicidad muy
similar a aquella que poseía la obra de arte antes de que empezara a ser reproducida
técnicamente. Pensemos por un momento en la película del asesinato de Kennedy
(acerca de la cual nos extenderemos en otro capítulo): lo que hubiera sido tan sólo un
momento en la historia, perdido para siempre como tantos otros, un momento que,
como fragmento de la realidad, no era importante -su importancia, en todo caso,
radicaba en ser un pedazo de historia, un concepto, un recuerdo imperfecto- al ser fijado
en la película se convierte en único: el momento original del asesinato; algo irrepetible
por muchas copias que se hagan del film... una verdadera pieza de arte.
41. Uno de los pasos en el revelado químico de las fotografías recibe precisamente este
nombre: fijado. El fotógrafo, igual que un alquimista en la oscuridad de su laboratorio,
se halla en lucha con el tiempo: cada parte del proceso tiene que ser perfectamente
cronometrada, si se quiere obtener la imagen -es decir, para no perderla en el flujo del
tiempo como se perdieron toda la serie potencial de imágenes que no fueron capturadas
por la cámara-. Al final, este moderno aprendiz de brujo vencerá al tiempo, mediante el
fijado de la imagen: las fórmulas químicas la arrebatarán para siempre de la atracción de
la temporalidad.
42. Jean-Paul Sartre, Imagination, a psychological critique, The University of Michigan
Press, 1972.
43. Este neo-cartesianismo, en el que la imaginación sustituye al pensamiento como
prueba de la existencia, parece verse rebatido por la presencia de imágenes artificiales
confeccionadas por máquinas. Pero quizá no sea así, puesto que hemos sido nosotros,
los seres humanos, quienes hemos construido las máquinas a nuestra imagen y
semejanza y por lo tanto estas máquinas no nos ofrecen una imagen objetiva del mundo
-si es que es posible obtenerla-, sino aquella imagen que queremos ver. Esta paradoja
nos permite constatar que la idea de una teórica -y especialmente psicológica- confusión
entre imágenes mentales e imágenes artificiales no es tan descabellada como a primera
vista puede parecer.
44. Esta es una confusión que puede ser encontrada también en las raíces del
neoplatonismo renacentista. Para una mayor información acerca del uso de las imágenes
durante este período, un uso que preparó el camino a su empleo crucial durante el
Barroco, son imprescindibles las siguientes obras de Frances A. Yates: Occult Sciences
in The Elizabethan Age, The Rosacrucian Enlightment, Giordano Bruno and the
Hermétic Tradition y por supuesto, la ya citada The Art of Memory. Ver también el
libro, editado por Brian Vickers, y especialmente el prólogo preparado por éste, Occult
and Scientific Mentalities in the Renaissance, Cambridge University Press, Nueva York,
1984.
45. La escritura también puede ser considerada una temprana ayuda a la memoria.
Platón, hablando de ella, inició un tipo de queja que ha sido repetida desde entonces,
cada vez que se ha descubierto una nueva técnica sustitutiva de alguna facultad humana.
Platón expresó el temor de que si las personas empezaban a poner por escrito sus
pensamientos, cesarían de usar la memoria para retenerlos y ésta se enmohecería y
terminaría por desaparecer. El único argumento que se puede utilizar en contra de este
razonamiento, que también se atribuye a la divinidad egipcia Thot, un argumento, por
cierto, que se ha revelado como básicamente acertado, es que los beneficios que la
escritura -o cualquier otra técnica-trajo consigo superaron con creces la posible pérdida
de potencia memorística -o de cualquiera que fuera la facultad amenazada. En cualquier
caso, esto no elimina la necesidad de teorizar acerca del proceso ni la conveniencia de
analizar los cambios que la nueva técnica origina en la sociedad o en la concepción del
mundo. Está por decidir, sin embargo, si las nuevas técnicas de la imagen -sustitutivas
de la visión e incluso del razonamiento- traen más ventajas que inconvenientes. Dejo el
argumento para posteriores capítulos.
46. Según Wittgenstein, la estructura última de nuestros pensamientos estaría formada
por imágenes que el lenguaje no haría sino ocultar.
47. A pesar de la insistencia lacantiana sobre la estructuración lingüística del
inconsciente, no hay que desechar la posibilidad de que las unidades básicas de este
lenguaje estén formadas por imágenes.
48. "La relación de semejanza que se establece entre el lenguaje utilizado para describir
el funcionamiento del cerebro y el usado para hablar de las propiedades de los
ordenadores y su memoria no es accidental, ya que la mayoría del pensamiento actual
sobre la biología de la memoria está influenciado -y constreñido- por un conjunto de
analogías provenientes de la tecnología del ordenador y de la teoría de la información."
(The Oxford Companion of the Mind, art. "Memoria: bases biológicas" por Steven
Rose). Queda mucho por decir acerca de este fenómeno, pero en ambas direcciones:
constreñimiento del pensamiento biológico, a la vez que influencia de nuestra idea de la
mente sobre en el diseño -y denominación- de la estructura del ordenador.
49. Erving Gofinan analiza lo que él llama marco conceptual o cognoscitivo en su libro
Frame Análisis, Harper, Nueva York, 1974. Citado por James Naremore en Acting in
the Cinema (pág. 14), University of California Press, Berkeley, 1988.
50. Puede que los ultimísimos experimentos en tomo a la realidad virtual hayan
traspasado este límite y nos estén mostrando las primeras posibilidades de una imagen
sin límites. Se trata indudablemente de una imagen con todas las características de una
alucinación.
51. Un paso más en el proceso de imaginización del mundo: pensar que la mirada
orienta la realidad frente al espectador. Ya nada queda a sus espaldas, o por lo menos,
aquello que no está frente a él no existe realmente.
52. Antes de la fotografia, hubiera sido verdaderamente absurdo separar tiempo y
realidad, pero éste es precisamente uno de los varios fenómenos que tienen su origen en
la aparición de la técnica fotográfica. No de otra forma hubiera podido H.G. Wells
imaginarse una máquina del tiempo.
53. He aquí una de las primeras manifestaciones de un fenómeno estrictamente
contemporáneo: la salvación a través de la máquina. Se inicia el proceso de
secularización de cierta parte de la escatología que acabará en el postmodernísimo culto
al cuerpo y en la conversión de la pureza del alma en salud del cuerpo; del pecado en
enfermedad y de la vida eterna en el cielo en vida indefinidamente prolongada en la
tierra.
54. Como he dicho antes, el aura que caracteriza a la obra de arte (Benjamín)
desaparece con la reproducción técnica de la misma, mientras que la realidad, por el
contrario, se convierte en aurática cuando es reproducida técnicamente... Por lo tanto, si
se reintroduce el arte en una realidad reproducida técnicamente, ésta pierde el aura que
había adquirido mediante la técnica (aunque quizá gane el aura artística). Es decir, que
la obra de arte -intrínsecamente original deja de serlo cuando se la reproduce en serie,
mientras que la realidad -intrínsecamente repetitiva- adquiere originalidad al ser
reproducida técnicamente. Una fotografía es una imagen, original, de una realidad
repetitiva, pero si se la confecciona artísticamente, deja de pertenecer exclusivamente a
esta categoría referenciada a la realidad y adquiere una sobrecategoría de obra de arte,
con toda su fenomenología a cuestas (una doble fenomenología en este caso: en cuanto
a imagen y en cuanto a obra de arte). Quizá el concepto más controvertible sea aquí el
de originalidad de la imagen. La imagen, por definición, carece de original, de un
ejemplar único al que remitir su génesis, pero en cambio, sí puede considerarse original
en cuanto a su relación con una realidad que se revela como copia de sí misma ante la
unicidad de la imagen.
55. Esta temprana obsesión con el realismo fotográfico fue aprovechada más tarde para
crear un proceso mucho más complicado de relación -sutura- entre el sujeto y las
imágenes: el espacio hipnótico que describiré en otro capítulo.
56. Años más tarde, el cinematógrafo, con su incrementado realismo, pondrá de nuevo
en primer plano esta misma contradicción: las polémicas ideas de Krakauer o Bazin son
ejemplos perfectos de la postura anti-artística, mientras que Godard y la tradición
brechtiana lo son de la postura contraria. Ambas posturas pueden ser consideradas
idealistas en el sentido de que ninguna toma en consideración las características
específicas de la imagen en relación con la realidad y el sujeto. Ambas corrientes
consideran la realidad como algo absoluto e imposible de modificar en el sentido fuerte
del término (en una revolución no se cambia la realidad física, sino la estructura social o
la relación de los seres humanos con la misma). Hay que esperar a Pasolini para
encontrar a alguien capaz de entender la ecuación entre realidad e imagen de la realidad.
Digámoslo de una vez por todas: materialismo es una palabra muy fuerte, pero el único
mundo que resta incorruptible después de haber aplicado a él todas las hermenéuticas
posibles, es un desierto, e incluso en un desierto pueden producirse espejismos.
57. Esta puesta en escena final puede ser de hecho considerada muy similar a la que
ciertos pintores acostumbraban a realizar antes de iniciar el cuadro, para componer el
boceto del mismo. Este paralelismo nos permite contemplar la básica distinción entre
los dos medios, fotografía y pintura, puesto que de dos disposiciones reales idénticas
surgen representaciones contrapuestas; mientras que de una, de la pintura, no puede
surgir sino una elaboración artística, la otra, la fotografía, no puede romper de ninguna
manera las cadenas que la convierten en documento, en reportaje, aunque sea reportaje
de una realidad teatralizada, la realidad de los modelos posando para un fotógrafo.
58. Algunas corrientes postmodernistas han recuperado para el arte este tipo de kitsch.
59. Hay que repetir que esto no quiere decir que el tipo de fotografías del que estamos
hablando -especialmente, el desarrollo de la tendencia artística que lleva, paralelamente
en fotografía y en cine, a Paul Citroen y Alexander Rodtschenko, por un lado, y a
Ruttmann y su película La sinfonía de una gran ciudad, por el otro- no jueguen ningún
papel en la reorganización de la nueva concepción del mundo o que, más tarde, cuando
la relación entre imágenes, realidad y sujeto haya sufrido cruciales transformaciones, las
fotografías artísticas no vuelvan a ser consideradas reales (en el sentido de que una
imagen procesada electrónicamente es considerada real). Estamos hablando de procesos
históricos y por lo tanto sujetos a cambios.
60. Lo que salvó a la fotografia, como medio, de convertirse en una especie de cuarto de
los trastos -una colección de viejas y polvorientas carcasas- es precisamente su
bifurcación posterior, hacia el cine, por un lado, y la publicidad, por otro.
61. Hayden White, Metahistory (The Logical Imagination in Nineteenth-Century
Europe), The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1973.
62. Si Norman Bates, el personaje de Psicosis, hubiera preservado como recuerdo una
reliquia de su madre muerta, en lugar de momificarla a ella, hubiera sido un chico
bastante normal, aunque un poco anticuado. Por el contrario, tal como aparece en el film
de Hitchcock, no es otra cosa que un verdadero fenómeno postmodemo.
63. En la novela de Brian Moore, The Great Victorean Colection (Ballantine, Nueva
York, 1976), un tal Anthony Maloney descubre una buena mañana que en el solar que
hay junto al motel donde ha pasado la noche se ha materializado de la nada una
completísima colección de objetos victorianos. "Es como si hubiera memorizado un
enorme catálogo", explica el protagonista de tan extraño fenómeno que constituye un
emblema de esta recuperación del pasado de la que estamos hablando. Pero el libro que
narra de forma más perfecta el siguiente paso en el proceso, es decir, la conversión de la
acumulación victoriana en un mundo disneylandiano es We Can Build You, de Philip
K. Dick (Daw Books Inc., 1972).
64. Como ejemplo de este fenómeno tenemos la utilización en un programa de TV de
imágenes de archivo no para hacer la crónica del momento que estas imágenes
representan, sino para adornar otras imágenes.
Capítulo 2
Divide y vencerás
Hi ha aspectes parcials
de la realitat que deslligats
del conjunt deformen
el sentit dels fets.
JOAN BROSSA
1. LA IMAGINACIÓN AL PODER
No es nada sorprendente que el rubicundo Gilbert Keith Chesterton, adelantada ya su
vida, escogiera cambiar las austeras formas de la religión anglicana por las más barrocas
del catolicismo. Después de todo, fue él quien apadrinó las aventuras del Padre Brown,
un pequeño y entrometido detective cuya característica más destacada no fue el ser
católico, sino el estar más interesado por la imagen del mundo que por su organización
lingüística. Su colega y compatriota Sherlock Holmes era un tipo mucho más literario:
su preocupación era la coherencia lógica del discurso, no su visualización. De los
enigmas con los que se dignó condescender, él es narrador principal, él es quien
construye la frase que explica en su coherencia el crimen que se muestra incongruente.
El doctor Watson, o el mismo Conan Doyle, no son sino narradores de segunda mano,
albaceas del detective cuya misión es transmitirnos el discurso primordial con el que
Holmes levanta el edificio de su lógica.
La técnica de Sherlock Holmes se basa en la búsqueda de pistas. Las pistas no son más
que trazos inconexos del gran disturbio que es el crimen. En manos del detective, esos
trazos se convertirán en las piezas de un ensamblaje cuya consumación coincidirá
supuestamente con la verdad. Podríamos decir que Holmes nos narra con sus pistas una
historia, su historia, con un final sabido de antemano: el crimen. Esta historia tiene una
estructura clásica, con su exposición o planteamiento (brindado voluntaria o
involuntariamente por un inesperado visitante), su desarrollo (generalmente interpretado
en persona por el propio Holmes, en el lugar de los hechos; haciendo suyo el discurso,
como vulgarmente se dice, o mejor, convirtiéndose él mismo en discurso y por lo tanto
personalizándolo: el discurso es el propio detective, o su mente en funcionamiento) y
finalmente su desenlace, que se producirá casi automáticamente en el momento en que
Holmes termine de ensamblar sintácticamente los elementos dispersos.
Las crónicas del doctor Watson, por otro lado, parecen más las actas de un antropólogo
que una fría crónica policial. Son como informes que detallan, sin que falte el
consiguiente asombro, la representación del brujo de la tribu. Pero Holmes, a pesar de
estar siempre bordeando el milagro, no es un mago, sino un individuo empeñado en la
razón, tanto que ésta puede llegar a usurpar el sitial de una supuesta, y siempre esquiva,
verdad. Su fe se halla totalmente depositada en la realidad, en una realidad a toda
prueba que se mantiene incólume por detrás del momentáneo desbarajuste ocasionado
por el crimen. Una vez cometido éste, Holmes acude para poner las cosas en su sitio. Su
explicación restaurará la cohesión perdida, devolverá a la realidad su solidez a base de
fuertes dosis de racionalismo. La posibilidad de que la solución ofrecida por Sherlock
Holmes sea un invento, una racionalización alimentada con malabarismos que el
detective efectúa con las piezas-pista, ni a Watson ni al mismo Holmes (ni mucho
menos al lector), les pasa por la cabeza. Ni siquiera al supuesto culpable se le ocurre
discutir su inculpación, tan admirado por la habilidad del detective como vencido por su
contundencia cartesiana. El método de Sherlock Holmes no constituye un juicio
ontológico sobre la realidad, sino que es simplemente una herramienta de trabajo,
aplicada sobre una realidad inconmovible y aceptada de antemano.
Sherlock Holmes, acomodado en su domicilio de Baker Street, entre sus prácticas de
violín y sus pinchazos de morfina, vivía todavía en un universo continuo, un universo
en el que la música de las esferas estaba aún armonizada por una fluida y constante
melodía. Cuando el detective, entre chupadas de su hiperbólica pipa, iba recogiendo
hechos de aquí y de allá, no hacía otra cosa que intentar reconstituir esta continuidad
que había sido momentáneamente incomodada por un crimen. El crimen era un gesto
paradójico que anunciaba un indeseable quebranto en la trama de lo real; la acción del
criminal había roto la realidad y desperdigado sus componentes (estas pisadas en el
polvo, aquella colilla en el cenicero, estos restos de tela en una uña, etc.) como si fueran
los pedazos de un espejo hecho trizas. Los elementos, desgajados de la estructura
homogénea de lo real, carecían de significado, eran en todo caso, signos de una historia
que permanecía latente en ellos. Llegaba entonces el detective y pacientemente recogía
los trozos y los iba juntando para que todo daño quedara reparado: les devolvía su
significado perdido para que una vez restaurado el espejo, la imagen del mundo pudiera
seguir reflejándose en él sin ninguna molesta distorsión. La posible existencia de
valleinclanescos espejos cóncavos le tenía sin cuidado. Tampoco le importaba
demasiado que en lugar de un espejo hubiera sido un jarrón o una vajilla lo que se había
roto, pues Holmes no trataba de reconstituir otra realidad que la que ya llevaba de
antemano en su cabeza.
Sherlock Holmes empezó sus andanzas en 1901, cuando la realidad estaba ya en plena
disgregación, pero su impulso ante el fenómeno es eminentemente conservador. Aunque
el hábitat del Padre Brown es más o menos el mismo (diez años han pasado, sin
embargo, desde el primer caso de Holmes, cuando el cura asoma la cabeza) la actitud de
ambos frente a la realidad es significativamente distinta. La verdad es que, pese a su
proximidad temporal, los dos personajes vivían en mundos contrapuestos, como sus
autores. Chesterton ya no es espectador de una realidad continua, a la que es fácil, en
caso de estropicio, devolver la cohesión, sino que vive en un universo que no tan sólo es
discontinuo, sino que además parece estar formado por elementos intercambiables y
combinables. En 1910 publica Hilferding El capitalismo financiero y dos años más
tarde, Rosa Luxemburgo La acumulación de capital, dos obras que dan cuenta, al nivel
básico de la realidad económica, esas transformaciones. Pero no hay que olvidar que
1905 es el año en que Einstein formula su teoría de la relatividad y que cinco años
después, Rusell y Whitehead publicarán Me Principia Mathematica, obra puntal del
análisis filosófico.
Doyle narraba los últimos episodios de un mundo gobernado por el lenguaje (justo antes
de que Joyce lo hiciera saltar en pedazos): en este tipo de mundo, el sentido estaba
producido por la combinación de palabras (y éstas formadas por la combinación de
letras): la realidad era un discurso que fluía rectilíneo a través de estos sucesivos
encadenados. El significado era inseparable del continuo espacio-temporal. Chesterton,
por su parte, daba cuenta del nacimiento de una nueva era en la que las imágenes
usurpaban paulatinamente el lugar de las palabras para la producción de significado,
eran ellas las que ahora heredaban la posibilidad de combinarse entre sí para producir
sentido (o para simular que lo producían). Así podemos ver, por ejemplo, cómo el Padre
Brown, en una de sus primeras aventuras (The Blue Cross) se dedica a todo un juego
malabar con imágenes para llamar la atención de la policía. Viéndose en una
improvisada persecución de su archienemigo, Flambeau, decide pedir ayuda mediante la
alteración visual de la realidad (operación imposible de pensar, a menos que ésta se
considere de antemano como una imagen ampliamente estructurada): platos de sopa
arrojados sobre la pared, fruta vertida sobre el asfalto, una vidriera rota, etc. El Padre
Brown realiza a la luz del día lo que Holmes efectuaba subrepticiamente: fabricarse las
piezas del propio rompecabezas, Pero así como en el caso del detective de Baker Street,
las piezas formaban parte de un discurso lingüístico cuya semántica permanecía todavía
incólume -es decir, que de hecho, las piezas no eran otra cosa que palabras con un
significado muy preciso-, por lo que al cura detective se refiere, los significados flotan
tan libres como los significantes y su aleatorio acoplamiento anticipa con gesto
visionario los próximos avatares del surrealismo. ¿Qué mejor ejemplo que el que
encontramos en el cuento ya citado, en el que, de pronto, en los saleros aparece azúcar y
sal en los azucareros, y donde sobre las nueces que se muestran a la venta en el
mercado, hay carteles que anuncian naranjas, mientras que de éstas surgen letreros que
pregonan nueces? ¿No nos recuerdan episodios como éstos los absurdos ensamblajes de
un Magritte?
Sorprende descubrir que el Padre Brown no sólo crea un discurso con imágenes (una
especie de jeroglífico que no por improvisado deja de tener sus antecedentes), sino que
utiliza como imágenes elementos reales: la fruta que se vende en un mercado, la
disposición de los objetos en una cafetería, etc. En una palabra, reorganiza la realidad. Y
al hacerlo, le está confiriendo a ésta la calidad de imagen. No es tan sólo que esté siendo
un precursor de la más moderna publicidad, sino que además refleja como nadie el
proceso de imaginación del mundo que se produce a su alrededor.
Los trabajos de Holmes deben ser narrados (en segunda instancia, por el doctor Watson)
para que tengan sentido, puesto que suponen, como en toda novela, cambios en el
discurso (en este caso, cambios que vienen a suturar los destrozos efectuados en la
realidad por otros cambios previos: los ocasionados por el crimen). Pero los casos del
Padre Brown (a pesar de que también exigen la presencia de un narrador: no olvidemos
que nos encontramos aún dentro del paradigma de la novela), no constituyen
restauraciones de una realidad temporalmente importunada, sino que, de hecho, son
ellos mismos la narración de la realidad realmente alterada. El Padre Brown mismo se
dedica a realizar cambios en el mundo, a recomponer su estructura transformada en un
cúmulo de imágenes. Él Padre Brown no resuelve paradojas como Holmes, sino que las
confecciona. Mientras Holmes estaba atareado devolviendo las cosas a su sitio para que
la realidad recobrara su sentido, el Padre Brown se dedicaba a sacarlas de quicio para
confeccionar versiones diferentes de esa realidad (1).
Pero así como el fenómeno Holmes le pertenecía más a él mismo que al propio creador,
Conan Doyle, que se dedicó a otras cosas además de a endeudarse con Poe y su
Monsieur Daupin, en el caso del Padre Brown, el mérito es de Chesterton, que hace de
prácticamente toda su obra una crónica del cambio de paradigma que ocurre a caballo
entre los dos siglos. Así, en su The Club of Queer Trades (El club de los negocios raros)
indica bien a las claras que las cosas no son como Sherlock Holmes quería que fueran.
Every detail point to something, certainly,- but generally to the wrong thing. Facts point
to all diretions, it seems to me, like the thousands of twigs on a tree (Es verdad que cada
detalle apunta hacia algo, pero generalmente al lugar erróneo. Creo que los hechos
señalan en todas direcciones como las innumerables ramas de un árbol). Se deja
entrever aquí que existe una clara disociación entre el significado aparente de las cosas
y su significado oculto, un significado que de hecho nunca es fijo. El mundo, según
Chesterton, es un enigma que hay que saber interpretar, pero no a la manera de Holmes,
que creía en absolutos, sino según el nuevo relativismo de la imagen.
El mayor Brown (tocayo del cura detective) se topa, en la primera historia de El club de
los negocios raros, con una realidad inquietantemente dislocada: un macizo de flores
arreglado para que proclame "¡Muerte al mayor Brown!", una casa de extraña e
inesperada decoración, una mujer que no puede apartar la vista de la ventana hasta que
den las seis, incluso una imagen doblemente sorprendente: una cabeza en apariencia
separada del tronco, que desde la calle repite de forma insensata: "Major Brown, Major
Brown, where does the jackal dwell. ' (Mayor Brown, mayor Brown, ¿dónde está el
jacal?) y que luego resulta ser un no menos enigmático personaje que profiere sus gritos
asomado al ventanuco de una carbonera... En los casos de Sherlock Holmes, el
encadenamiento de causa y efecto se ha dislocado momentáneamente (y de hecho,
aparentemente), tan sólo porque se desconoce la causa que corresponde a cierto efecto.
Pero en ningún momento surge duda alguna sobre la posibilidad del encadenamiento.
De hecho, toda la actividad de Holmes se basa en esta inamovible creencia.
El caso de Chesterton es distinto. En sus historias es la realidad entera la que se ha
dislocado: las imágenes flotan libres y hay que reunirlas para hallar (para componer)
una explicación. Chesterton pretende que al final todo vuelve a su cauce, pero la verdad
es que no es así. En la historia que nos ocupa, el mayor Brown nunca conocerá el final
de la aventura en la que entró por error, y la explicación que se nos ofrece a nosotros,
los lectores la existencia de una agencia dedicada a producir aventuras por encargo-no
es menos inquietante que la aventura en sí. No nos queda sino imaginar el tipo de
peripecias que la concatenación de las pistas citadas podía originar, pero nuestra
imaginación no nos lleva por un único camino, sino que nos adentra en un complicado
laberinto: de esas premisas podía salir cualquier cosa.
Ese ejercicio tan característico de Sherlock Holmes, en el que el detective se deleitaba
para mayor asombro de su amigo Watson, es decir, la identificación de algún personaje
desconocido por medio de la observación detallada de sus características externas,
llenaba a Chesterton de indignación. Holmes, como buen anglosajón, era obsesivamente
pragmático. Su técnica se encaminaba a glorificar el sentido común, aunque lo hiciera
por el camino del esnobismo: sólo hay que fijarse un poco para descubrir la verdad en la
superficie de las cosas, parecía decir con cierto desprecio para los que no sabían verlo
tan fácilmente. El mundo habla por sí mismo. Nada está fuera de lugar, si acaso no
prestamos la debida atención. No hay más misterios que los que nos procura nuestra
propia miopía: pongámonos gafas y el mundo permanecerá unívoco para siempre. He
aquí su credo inconfesado, tras el que se esconde la certeza de que si no fuera por él,
todo se habría ido al carajo.
G. K. Chesterton, por su parte, se presenta a sí mismo como un hombre también
rebosante de sentido común, pero lo cierto es que su sentido común le lleva a una
realidad mucho menos estable que la de Holmes. No hay que negar que en sus cuentos
hay una aparente vocación clarificadora: al final, todo parece ser mucho menos
complicado de lo que al principio se temía, pero también es verdad que alrededor de ese
momento epifánico, todo había alcanzado un grado de complejidad inaudito en
cualquier episodio de Holmes. El mayor Brown podrá dormir tranquilo, si quiere,
pensando que había sido víctima de un error, pero ¿podremos nosotros conciliar el
sueño sabiendo que la estabilidad de lo real depende de errores de este tipo?
Las distorsiones de Holmes ocurren en los sintagmas, las de Chesterton en el
paradigma. En la realidad de Sherlock Holmes acostumbra a fallar un eslabón de la
cadena, en la de Chesterton es todo el entramado el que salta en pedazos, que queda
flotando sin rumbo fijo por un espacio aparentemente sin dueño.
2. LA POLITICA DEL FRAGMENTO
Un buen amigo de G.K, Chesterton fue H. G, Wells. Ambos militaban, sin embargo, en
campos distintos: Wells era un progresista declarado, mientras que Chesterton se las
daba, no sin sorna, de conservador. Sin embargo, a ninguno le faltó talento para plasmar
con igual contundencia el cambio radical que estaba experimentando la realidad en
aquel amanecer del nuevo siglo. Si Chesterton se ocupó de la descomposición del
espacio, Wells se encargó de la especialización tiempo. Había que haber visto los
fotogrames de una película (o quizá haber echado un vistazo a algunas de las primeras
historietas) para poder imaginar las aventuras de un viajero en el tiempo como las que
Wells narró en 1895; sólo con la visión de la temporalidad extendida sobre una
superficie plana como si fuera el juego del parchís, se le puede ocurrir a alguien que
cabe la posibilidad, aunque sea fantástica, de desplazarse de una era a otra como si fuera
una ficha que va de casilla en casilla. La historia de la literatura registra viajes
temporales anteriores al del inglés visionario, pero la verdad es que son bastante
anecdóticos; Mark Twain hace viajar a su yankee hasta la corte del Rey Arturo a través
de un simple desplazamiento espacial (el muy zopenco se pierde durante un paseo); es a
través del sueño que Rip Van Winkle viaja al futuro (el mismo sistema que el propio
Welles utiliza para el protagonista de When the Sleeper Awakes, de 1899); en cuanto a
Edward Bellamy, en Looking Backward, recurre ni más ni menos que al hipnotismo
para justificar el desplazamiento. La verdad es que nadie parecía creer en la posibilidad
del viaje, que se utiliza solamente como mecanismo narrativo con intenciones de crítica
social. Dos son las innovaciones que introduce Wells en su novela: la utilización de una
máquina y el consecuente libre desplazamiento hacia adelante o hacia atrás sobre la
línea del tiempo. La primera representación cinematográfica de los Lumière ocurrió en
París a fínales de 1895, pero no sería de extrañar que H. G. Wells, íntimamente
interesado por todo lo nuevo, hubiera tenido ocasión de presenciar alguna sesión
privada del nuevo invento o simplemente conociera su descripción, pero en todo caso la
simultaneidad de la publicación de su novela The Time Maclvne (1895) y el nacimiento
público del cine supone más que una simple coincidencia. El cine se encargaba de
materializar sobre un pedazo de celuloide el tiempo lineal que hasta entonces había
regido el desarrollo de la realidad y lo convertía en espacio, un espacio sobre el que era
posible viajar de la misma forma que es posible desplazarse a lo largo de una cinta de
celuloide, en busca de episodios del pasado o del futuro de la película. Y este
desplazamiento el viajero lo realiza montado en una máquina que no tan sólo se
emparenta así con el proyector cinematográfico, sino que se convierte en prima hermana
del futuro reproductor de vídeo que, con mucha más facilidad, permitirá el viaje hacia el
pasado o el futuro de las imágenes enrolladas en una cinta (2).
Si H.G. Wells sentó las bases para la materialización (y espacialización) del tiempo, sus
seguidores se dedicaron a utilizar este fenómeno para ahondar más en el proceso de
disgregación de la realidad. Cuando el tiempo se materializa, cuando se convierte en
objeto, nada hay que impida ejecutar sobre él las mismas operaciones que se realizan
sobre el espacio. El tiempo al materializarse deja de ser uno y se convierte en múltiple.
Mientras se deslizaba lineal y subjetivamente, su unidimensionalidad era absoluta. Las
tres cualidades eran, en realidad, interdependientes; cada una surgía de la combinación
con las otras dos. Pero en el momento en que esa línea se materializa, en el momento en
que se extrae de la conciencia, el equilibrio se rompe y cualquiera de los elementos deja
de ser primordial. El tiempo ligado al sujeto se experimentaba como único y por
proyección del Yo sobre el resto de la realidad, se consideraba universal. Liberado de la
conciencia individual, objetivizado, el tiempo no tiene por qué ser único. Apelando a
aquel postulado clásico de geometría que nos recuerda que el número de líneas que
pueden pasar por un punto es infinito, podemos decir que puesto que el universo está
compuesto de infinitos puntos, la trama de líneas temporales puede llegar a
confeccionar un tejido tan tupido como el del propio espacio. En una palabra, que el
tiempo se convierte en espacial.
El tiempo lineal y subjetivo era único: un eterno presente que iba dejando atrás el
material de la historia y al que le quedaba por delante un hipotético futuro, pasto de
adivinadores y políticos optimistas. Pero Wells inventa un tiempo en el que pasado,
presente y futuro tienen la misma cualidad objetiva y material, puesto que se puede
viajar a cualquiera de ellos, constituidos no ya en períodos de una transformación, sino
en puntos de un mapa. Una vez iniciada esta división previa, el proceso de
desintegración se hace imparable: cada día, cada hora, incluso cada minuto y cada
segundo se independizan del conjunto e instauran su propia república (3). Es más, cada
segundo, siendo susceptible de ser visitado, adquiere entidad propia y se convierte en
punto de partida de un desarrollo temporal específico, con su pasado y su futuro
correspondientes. Se trata de una insólita irrupción de la teoría de la Relatividad que
antes de popularizarse, ya reina incontestada: el individuo burgués, arrancado de la
última congregación, la del tiempo, flota libre y aislado en un universo de cuerpos
dispersos, susceptibles de ser regulados por la lógica superior del capital monopolista.
Y de inmediato, se plantea el problema de los mundos o realidades paralelas. El axioma
no parece exento de lógica: si alguien viaja a un pasado determinado, es evidente que su
presencia allí cambia de alguna forma las características de ese pasado, rompe la
estructura cristalina que lo había mantenido inerte en la memoria y lo lanza de nuevo al
cambio de la vida: cada viaje origina por lo tanto una realidad divergente. El viaje, un
movimiento característicamente espacial, origina modificaciones en el tiempo que
acaban por romper la cohesión misma de la realidad, que acaban por romper, en última
instancia, el postrer bastión del individualismo burgués, el Yo. Al final de cada viaje, le
espera al viajero del tiempo una ineludible copia de sí mismo, el representante en aquel
período temporal, que el viaje ha iniciado, de su imposible y perdida para siempre
personalidad unitaria. Este último paso nos introduce de lleno en el universo
esquizofrénico de la contemporaneidad.
NOTAS AL CAPITULO 2º
1. Quizá haya que indicar que las ínflalas revolucionarias del pequeño sacerdote de
Chesterton sólo se mantienen cuando son conceptualmente comparadas con las
elucubraciones de Sherlock Holmes, puesto que una lectura más atenta de las andanzas
del padre Brown nos confirmaría que a la postre todo el revoltijo que el detective
católico acostumbra a armar con la realidad vuelve a quedar en su sitio mediante las
explicaciones finales. Esto, sin embargo, no quita que los prolegómenos del padre
Brown sean verdaderamente revolucionarios y constituyan una fiel constancia del
cambio de perspectiva que se iba fraguando en la conciencia occidental de fin de siglo.
Hay que esperar, quizá, hasta Philip K. Dick para encontrarse con un escritor que lleve
este cambio hasta las últimas consecuencias.
2. Evidentemente, las cintas de vídeo, como las de celuloide, son todavía un remanente
del tiempo lineal dejado atrás, puesto que en ellas se materializa esta linealidad: el
pasado queda siempre detrás del presente (representado por la imagen en la pantalla). Es
curioso hasta qué punto la disposición de las imágenes en la cinta mimetizan la
disposición de lo real: si dejamos correr la cinta y consideramos el presente como la
imagen que se reproduce en la pantalla, en el instante en que lo vemos, el futuro queda
necesariamente a la izquierda (es la parte de cinta todavía no reproducida), mientras que
el pasado se va acumulando a la derecha (la cinta ya reproducida). Esta disposición
parece contradecir la sucesión temporal lógica, de izquierda a derecha, según la cual el
pasado quedaría a la izquierda y el futuro a la derecha, a menos que nos pongamos a
pensar en el tiempo como una cinta que va desenrollándose paulatinamente, es decir, a
menos que aceptemos que nuestra comprensión del tiempo ha quedado ligada al
fenómeno cinematográfico. En tal caso, el fenómeno es el mismo. Ahora bien, si
decidimos efectuar un viaje sobre la cinta (o sobre la realidad desplegada a lo largo de la
cinta del tiempo) recuperamos las debidas direcciones: para ir al pasado hay que
encaminarse hacia la izquierda, para dirigirse al futuro hay que hacerlo hacia la derecha.
También es necesario darse cuenta de que la posición del pasado o del futuro, de esta
derecha o esta izquierda, depende de si adoptamos nuestro punto de vista, con lo cual se
invierten las polaridades, o el de la máquina, como debe ser en el momento en que la
utilizamos para reproducir las imágenes o nos montamos en ella para viajar sobre las
mismas.
Hay que esperar a la llegada de los sistemas digitales de grabación y el almacenaje en
discos compactos para que esta decimonónica linealidad se empiece a diluir en una
noción de campo. En el disco compacto, pasado y futuro ocupan posiciones espaciales
que nada tienen que ver con la sucesión temporal a través de la que nosotros todavía
organizamos los acontecimientos. El acceso a los datos, que ya no están relacionados
espacio-temporalmente, se produce mediante códigos que permiten la práctica
simultaneidad. Estas nuevas técnicas son una herencia directa de la comprensión visual
del mundo que se inició con el siglo, pero igual que ocurrió con el cine, no tan sólo
suponen la culminación lógica de ese desarrollo, sino que se convierten en plataforma
ellas mismas de futuros cambios.
3. La crítica de psicólogos como William James a la concepción atomista del tiempo,
realizada en el último cuarto del siglo XIX, debe considerarse más como una reacción
ante la incipiente disgregación del universo, que como el inicio o la consolidación de
una tendencia a considerar el tiempo como un flujo. Es por ello que Bergson, algunos
años más tarde, se encuentra claramente a la defensiva ante lo que considera
distorsiones de la correcta percepción del tiempo, es decir, concretamente su
espacialización. De todas formas, hay que recordar que la teoría atomista no nace a
finales del siglo XIX, lo que ocurre es que en ese momento es aprovechada por una
fenomenología más general y adquiere características distintas de las que había podido
tener en Newton o en el mismo Demócrito.
4. Habría que estudiar la relación que puede tener esta atomización de la realidad con el
hecho de que en la imaginación popular, el cáncer haya sido la enfermedad más
característica del siglo XX. La tuberculosis, una enfermedad muy individualizada y
personalizada, parece ser típicamente decimonónica, aunque se prolongue hasta bien
entrado este siglo. El SIDA, por su parte, con su masificación y su componente caótica,
da la impresión de anunciamos más el porvenir.
5. Aunque el desarrollo del sistema morse se sitúa a mediados del siglo XIX, la verdad
es que no fue hasta la proliferación de los viajes transoceánicos, ocurrida a partir de
finales de siglo, que adquirió un verdadero desarrollo.
6. Ginette Vincendeau, Hollywood Babel, Screen, primavera, 1988.
7. En el vídeo imagen y sonido vuelven a estar unidos, pero la inserción de un código de
tiempo visualizable y por lo tanto tan segmentable como la imagen, devuelve el
problema al mismo lugar.
8. Recordemos la popular definición de la cuarta dimensión (creo que ofrecida por
primera vez por el mismo H.G. Wells), según la cual ésta sería el tiempo, añadido a las
otras tres, puesto que un objeto tridimensional si no tuviera duración, no podría existir.
9. Esas fotografías tomadas en milisegundos, que captan sucesos antes invisibles para el
ojo humano, significan lo mismo. Por ejemplo, la conocida caída de una gota de leche
que forma una corona antes invisible. Puesto que la fotografía nos lo muestra, estamos
dispuestos a creer que esta formación ocurre cuando una gota de leche choca contra el
suelo, pero en cambio el espacio de tiempo en que esto ocurre, fracciones
infinitesimales de segundo, está por completo fuera de nuestra comprensión. No es un
tiempo humano, es en todo caso un tiempo de las máquinas, y por lo tanto, la
disociación se cumple: la gota cae en nuestro universo, pero la duración de este suceso
transcurre en otro, perteneciente a las máquinas.
10. Jorge Luis Borges, Discusión, Madrid, Alianza Editorial, 1991.
11. La solución de Borges radica en la aceptación de que tanto el espacio como el
tiempo son ideales (Borges, ob. cit., pág. 102).
12. Recordemos que antes, en nuestra infancia, también pudimos disfrutar de diversos
simulacros de armas de fuego, pero ninguno se acercaba, en cuanto a poder, al arma
real. Era una simple referencia que, más que calmar, alimentaba nuestro deseo de poseer
la realidad en nuestras manos.
13. En algunos programas de televisión (por ejemplo, Betes i flms, de TV3 de Cataluña)
se utiliza como sustitutivo del voto un mando a distancia que se apunta hacia el
candidato que se quiere ganador, a la vez que se oprimen furibundamente los botones de
la herramienta. Y entre luces chispeantes, aparece el vencedor, que se supone es quien
mayor energía ha recibido de los mandos a distancia del público. En todo ello hay sin
duda un mucho de ceremonia mágica, de la que no están exentos los componentes de
irracionalismo y fe inquebrantable en la fidelidad de los resultados.
14. Walter Benjamín, Iluminacionesl2, Madrid, Taurus, 1972.
15. Cuando me refiero al actor, pretendo incluir en el término también a la actriz, por
supuesto, pero omitiré la explícita referencia a ésta para evitar inútiles reiteraciones. Por
la razón que sea, el término masculino actor aún continúa siendo más generalizador que
el de actriz.
16. Edgar Morin, Les Stars, París, Ed. du Seuil, 1957.
17. Según declaraciones efectuadas por Richard Wilson, antiguo ayudante de dirección
de Orson Welles, durante una retrospectiva dedicada al director por Nueva York
University en mayo de 1988.
18. Edgar Morin, ob. cit. 19. Edgar Morin, ob. cit.
20. El fenómeno acostumbra a ilustrarse en las historietas mediante un texto al que
preside el rostro de Supermán, como si con esta sinécdoque se pretendiera puntualizar el
hecho de que este pensamiento no es obra del cuerpo todopoderoso, sino tan sólo de la
cabeza en estado de extralimitación.
21. Henry Adams, The Education of Henry Adams, Nueva York, The Modems Library,
1918.
Capítulo 3
El apocalipsis contemplado desde lo alto de la torre
olímpica
"Lo que yo pueda imaginar, mi
Nikon F-601 lo hará realidad"
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2. LA DIVERSIDAD GLOBAL
Una de las primeras, y más importantes manifestaciones del mencionado cambio en la
concepción del mundo fue la teoría de la relatividad de Einstein (1905). El universo
continuo de Newton, el universo narrativo, fue súbitamente descompuesto en un
sinnumero de partes, una miríada de puntos de vista. Una de las primeras cosas que nos
vienen a la mente al pensar en el universo einsteniano es precisamente el cine. El cine,
desde su base técnica, es aquello en lo que se convierte la narrativa cuando se la pasa
por el colador del universo relativista.
Antes de continuar, es necesario que nos detengamos en un par de conceptos que no
podemos permitir que nos pasen desapercibidos. Uno es la, cuando menos, curiosa
creencia en el hecho de que el movimiento pueda ser reproducido mediante el
encadenado de una serie de imágenes fijas (fotografías). El otro está íntimamente
relacionado con el primero y se refiere a que las películas utilizan este mismo
mecanismo (y la fe que conlleva) para enmascarar el proceso de desintegración de la
realidad y preservar la adecuada representación de ésta a nivel narrativo. Desde el punto
de vista del primer fenómeno, o mejor dicho, de la inversión del primer fenómeno, esto
es, no del cine considerado como la perfecta plasmación del movimiento, sino, al
contrario, del movimiento disgregado por el cine en pequeñas unidades inmóviles, el
fenómeno cinematográfico puede ser considerado como un impulso progresista hacia
una representación realista del mundo, es decir, hacia una representación que reflejaba
el modo cómo éste empezaba a ser percibido; desde el punto de vista del segundo,
supone, por el contrario, un movimiento regresivo que trataba de retardar el colapso de
una weltanschauung ya en ruinas. Los mecanismos de la narrativa tradicional aplicados
al cine (además de una organización espacial heredera de la perspectiva pictórica), en un
momento en que todo a su alrededor -no sólo literatura, pintura o música, sino también
economía, ciencia y filosofia- estaba sintiendo y expresando la imposibilidad de la
existencia de esta narrativa naturalista, constituía un esfuerzo -que, a la larga, se
revelaría como excepcionalmente duradero- por enmascarar las consecuencias de una
técnica que era, en su base, verdaderamente revolucionaria (21). Es más, ese esfuerzo
naturalista se ejercía precisamente sobre uno de los exponentes máximos de esa quiebra,
puesto que el cine, técnicamente, era el perfecto exponente de un universo disgregado.
De ahí la ambivalencia inicial de una técnica que, en un primer paso, descomponía la
realidad en pequeños fragmentos para luego utilizar precisamente esta descomposición
y estos fragmentos para reproducir la ilusión de una realidad perdida en el proceso.
Este fenómeno por el que el cine utiliza su técnica revolucionaria para prolongar una
concepción caduca del mundo sólo puede entenderse adecuadamente si se introduce en
escena el proceso contemporáneo de formación del capital monopolista que
evolucionará hasta convertirse en las gigantescas multinacionales del capitalismo tardío
de nuestros días.
3. LA VOZ DE SU AMO
No deja de ser lógico que cuando occidente alcanzaba un estado de globalización sin
precedentes, conquistando por medio de un insaciable colonialismo, casi todos los
territorios considerados hasta entonces como salvajes; cuando los vapores cruzaban el
Atlántico a gran velocidad, cuando los hilos telefónicos unían países y continentes, en
ese momento, las imágenes del mundo (de todo el universo, en realidad) empezaran a
desintegrarse. Y cuanto más encogía el espacio del mundo (gracias a vehículos cada vez
más capaces, como los aeroplanos, o al progreso en las comunicaciones que supuso el
telégrafo sin hilos, o incluso debido a las nuevas técnicas de representación que como el
cine llevaban a cualquier rincón imágenes de los lugares más distantes), en mayor
medida se iba su imagen disgregando en la mente de los individuos. Y parece lógico,
como digo, porque antes de que se produjera este fenómeno de globalización, cuando la
gente no tenía más referencias que las que le suministraba su lugar de residencia, se
vivía en una situación personal de irremisible aislamiento: el resto del mundo era una
imagen distante y en general inalcanzable que formaba parte de lo imaginario, La
realidad se ceñía a lo más inmediato, es decir, el ámbito de una ciudad o como mucho
de un pequeño distrito. Existían, por supuesto, los viajeros que recorrían regiones
enteras o incluso países, Eran comerciantes o aventureros, pero ante todo constituían
una excepción. Su visión personal del mundo no podía cambiar la mentalidad general, y
sin cambio de la mentalidad general tampoco su punto de vista podía alcanzar cotas
excesivamente revolucionarias.
Cuando el cambio fue global, cuando todo el mundo estuvo en condiciones de advertir
que vivía en una inmensa realidad (por ejemplo, cuando diferentes países iniciaron la
unificación de sus horarios internos -hasta entonces con un valor regional o incluso
local- lo que obligó a la estandarización del tiempo a nivel internacional y la fijación de
husos horarios; en suma, cuando los problemas, a cualquier nivel, dejaron de ser locales
y se globalizaron) (22), se hizo necesario fragmentar esa realidad a nivel de la
consciencia para poder seguir comprendiéndola, para poder seguir manejándola. Es
decir, la misma realidad cotidiana que antes había sido, en su aislamiento, absoluta, se
convertía ahora en una pequeña parte de la globalidad. Idéntico fenómeno sucedía a
nivel del capital: la empresa, al engrandecerse, se convertía en sociedad anónima, en un
conjunto de accionistas desperdigados pero sujetos por una legalidad global; las
corporaciones, por su parte, cuando alcanzaron el nivel multinacional, empezaron a
dividirse de nuevo en pequeñas factorías que eran reguladas por las especificidades del
país o la región donde estaban asentadas: las unía no la mano de un solo dueño, sino la
lógica de una economía y unos beneficios internos (23). El monopolio nacional e
internacional es, al mismo tiempo, parte del fenómeno, metáfora del mismo y
finalmente, y de forma más importante, generador del cambio de mentalidad.
En el momento en que la corporación capitalista adquiere una dimensión suprarreal, su
voz se estandariza y se hace inteligible y constante. Se trata de la publicidad. Y si
consideramos la publicidad como la voz de las grandes corporaciones, como el discurso
interminable que éstas generan, la imagen no puede ser otra cosa que el lenguage (24)
mediante el que esta voz articula su logorrea. Las corporaciones expresan su ideología a
través de los anuncios, pero su idioma (el lenguaje que articula esa ideología) es la
lengua secreta de la imagen, una lengua que penetra la mente de su auditorio más
profundamente incluso que el propio contenido de sus mensajes.
Antes de que el cine propusiera una doble articulación de la imagen y por lo tanto, la
posibilidad de un lenguaje de las imágenes (un lenguaje que, como he dicho, puede ser
velado por la naturalidad que procuran los mecanismos de la narrativa tradicional);
antes de que la fotografia aportara su realismo y su poderosa representación del
inconsciente, las nacientes corporaciones (que tan sólo iniciaban la transformación de su
colonialismo en multinacionalidad, de su capitalismo comercial e industrial en
capitalismo monopolista y financiero) no poseían todavía voz propia: hablaban,
individualmente, a través de sus dueños, de sus consejos de administración, se
expresaban, vicariamente, mediante los gobiernos. Su ideología era la del individuo,
alguien que podía buscar la influencia de un político (o quizá comprarlo) o de un
periódico (no menos susceptible de compra). Era la voz de una clase social, considerada
como una suma de intereses individuales. Pero la voz de una clase social es muy
diferente a la voz de la corporación como tal. El discurso de una clase social se articula
ideológicamente a través de los mecanismos que le confiere determinada concepción del
mundo. Esta concepción del mundo tiene una situación predominante pero no absoluta
(un racista puede estar convencido de la supremacía de la raza blanca, pero su seguridad
no puede compararse con la que tiene respecto a que los pájaros vuelan). Pero la
corporación multinacional, aún formada por individuos y a cierto nivel articulada por
los intereses de estos individuos, alcanza una dimensión supraindividual desde la que se
expresa mediante un lenguaje pseudo-naturalista que materializa la ideología, la
convierte no en una concepción del mundo, sino en el mundo en sí, en la única realidad
posible.
En los albores del capitalismo multinacional, los individuos estaban inmersos todavía en
un universo narrativo. Para ellos, el pasado era algo que quedaba atrás (y que, por lo
tanto, podía ser rememorado mediante una narración del mismo), mientras que el futuro
permanecía delante (y podía de alguna manera preverse por medio de la prolongación
de las mismas técnicas históricas que eran capaces de hacer regresar el pasado) (25).
Pero, hacia finales del siglo XIX, las corporaciones, al alcanzar su nivel multinacional,
hicieron de las imágenes y su articulación no tan sólo un medio de propagar su discurso
ideológico, sino encontraron en ellas su lenguaje natural.
Cuando una corporación habla, no expresa más que sus propios intereses, en los que va
incluida no una concepción del mundo, que es intrínsecamente humana, sino una
realización del mundo: la nueva realidad fragmentada. Es en esta realidad donde de
hecho la multinacional existe y donde se hace posible su existencia. Puesto que los
intereses de las corporaciones deben ser localizados dentro de esta realización (que
contiene una determinada concepción del mundo que las mismas corporaciones, como
paradigma, representan), cualquiera de estas entidades, entendidas aquí como
organismos regidos por individuos, trabajarán de forma natural en favor de la
construcción (o el refuerzo) de la nueva realidad; prepararán a los consumidores para
que sean capaces de funcionar como tales en la nueva realidad, y esto lo harán
amoldándolos a las necesidades del nuevo orden.
Creo que no se ha prestado suficiente atención al fenómeno que supone la aparición de
esta nueva voz y su estructuración a través de un nuevo lenguaje, un lenguaje que se
impone sobre los restantes lenguajes por el recurso a la sensación de realidad del que
hacen uso sus materiales básicos (las imágenes y su construcción alegórica). El
concepto de ideología no parece seguir teniendo validez a este nivel. Una ideología es
una construcción de un individuo (o de una suma de individuos que forman una clase
social), y una corporación ni es simplemente una suma de individuos o de sus
voluntades, ni responde únicamente a las necesidades de una clase social (26). Una
corporación es una construcción que se mueve en una franja humano-social, pero que ha
objetivizado su actuación a unos límites que la arrojan fuera del campo ideológico, de la
misma manera que una obra de ingeniería, aunque pueda tener finalidades clasistas o
ideológicas, en sí misma, queda por encima de este nivel. Un puente puede servir a los
intereses de un gobierno o de determinada clase social, pero como tal puente es una
realidad tan incontestable que no pude ser analizada sólo desde el punto de vista
ideológico (o por lo menos, que su análisis ideológico no anula su calidad de puente).
Lo mismo sucede con una multinacional: si tiene una ideología, se trata de una
ideología cínica, tan prevista como el cálculo de la resistencia de materiales del puente.
''No lo saben, pero lo hacen", dijo Marx; pues bien, en este caso, cuando la hacen, no tan
sólo saben que lo hacen, sino incluso tienen muy claro por qué. El lenguaje de las
corporaciones, por lo tanto, no tiene un origen natural (incluyendo en esta naturalidad el
cuño ideológico), sino que está científicamente organizado (27). Esto no quiere decir
que todos los niveles de este lenguaje nazcan de una completa consciencia de su alcance
y finalidad, por parte de los responsables de estos estamentos, y que sea precisamente
esta consciencia la que aleje el resto del terreno ideológico, sino que el fenómeno se
resuelve dentro del paradigma científico y que muchas veces son las leyes de este
paradigma las que mandan incluso por encima de la voluntad y racionalidad de los
representantes de la propia corporación. Es decir, que es la corporación multinacional,
como fenómeno contenedor de la nueva realidad, la que domina por encima del terreno
racional y del ideológico.
El espíritu científico (del que pretenden impregnarse incluso las llamadas
pseudociencias) contiene una voluntad globalizadora y totalizante que tiende a arrojar
fuera de los limites de su paradigma aquellos elementos que le son contradictorios, lo
que favorece la construcción de nuevas concepciones del mundo exclusivistas y por
tanto ideológicas. Pero en el caso de las corporaciones multinacionales, la ciencia no se
limita a promover su propia concepción del mundo, sino que al dedicarse a la
construcción de la concepción del mundo de esas corporaciones, hace de argamasa de la
ideología de éstas, a la que empuja un paso más allá de su inevitable tendencia a
presentarse como natural y hace que consiga, por medio de las imágenes, materializarse
realmente. Es la propia realidad la que se ideologiza con el proceso, una realidad
mercantilizada que se convierte en propiedad privada de las multinacionales. En el
fenómeno confluyen pues dos tendencias monopolistas que se benefician mutuamente:
la de la corporación multinacional y la de la propia ciencia que ve así colmada
hiperbólicamente su pretensión de excluir de lo real cualquier posible alternativa. A
cambio, la ciencia fabrica para la multinacional una nueva visión del mundo - puesto
que, estando formada por imágenes, se trata más de una visión que de una concepción-
absoluta y prácticamente incontestable.
Un lenguaje científicamente organizado -igual que otros lenguajes creados
artificialmente, como el Esperanto o el código de señales de circulación- no crece al
azar sino que lo hace racionalmente, buscando metas específicas. Esto quiere decir que
los impulsos ideológicos no son los únicos que nutren la articulación de las imágenes,
de la misma forma que la ideología no es el factor principal en el desarrollo de, por
ejemplo, la cosmología. Lo cual no implica que la ideología no sea importante en
ninguno de estos campos, sino que en casos como estos -imágenes y ciencias de la
naturaleza- hay un velo de realismo, de naturalismo, que enmascara los mecanismos
ideológicos. A pesar de que puede parecer que esto es exactamente lo que efectúa
cualquier mecanismo ideológico -pretender que su construcción es natural (28)-, hay
que señalar que en este caso la ideología se esconde detrás de una segunda naturaleza
que es real: la naturaleza de las imágenes -es decir, imágenes que provienen de la
realidad y que la suplantan (29). En el caso de las corporaciones, su ideología puede
detectarse desde su discurso -los temas y valores que transporta la articulación de su
lenguaje- o incluso desde la construcción del lenguaje mismo, es decir, la articulación
de las imágenes (30), pero no en la base infraestructural de la que se nutre este lenguaje,
puesto que ésta no tan sólo se presenta como natural, sino que de hecho es la naturaleza
misma modificada, la única realidad que resta en un mundo convertido en imaginario
(fig. 6).
4. DE LA RAZÓN A LA IMAGINACIÓN
Habría que recurrir a Walt Disney para encontrar en América a otro dibujante tan
popular como lo fue Winsor McCay (1871-1934) en su tiempo. Nos encontramos en el
puente que separa dos centurias cruciales y el reino de la imagen se encuentra en plena
efervescencia. No hablo tan sólo de la fotografía y del cine cuyas respectivas fases de
madurez y desarrollo confluyen en este período, ni de las trascendentales
transformaciones que está sufriendo la pintura, sino también de los dibujantes e
ilustradores, algunos de los cuales llegan, en los Estados Unidos, a alcanzar una fama
que tan sólo las estrellas de cine igualarían varias décadas más tarde. No era raro que
estas luminarias del dibujo realizarán giras por el país, en solitario o como miembros de
algún espectáculo de variedades. Winsor McCay, por ejemplo, efectuó en 1907 varias
de estas giras para promocionar su obra mediante conferencias ilustradas. Estas
actuaciones tenían una duración de alrededor de 20 minutos y consistían en charlas que
McCay ilustraba con dibujos efectuados con gran rapidez en una pizarra. En Nueva
York llegó a compartir el escenario con Houdini y W. C. Fields (31).
Este paulatino dominio de la imagen durante el período citado es un fenómeno que se
registra también en el teatro, especialmente dentro del género melodramático, en el que
los escenarios adquieren cada vez mayor realismo en su obsesiva búsqueda de lo
espectacular (32): barcos, lagos, cascadas, invaden el escenario en un continuo forcejeo
con sus límites cuya conclusión lógica no puede ser otra que el cinematógrafo, es decir,
la imagen independiente. Años más tarde, también Eisenstein se encontrará, durante su
labor teatral, en una posición similar a la de los impulsores del melodrama
norteamericano. Sus puestas en escena constituirán una evidente lucha por traspasar las
fronteras del escenario: el público sentado en sillas giratorias para poder seguir mejor la
acción -Putatra-; escenarios corredizos, actores sobre patines, llevando cada cual una
pieza de una ciudad -Precipicio-; un combate de boxeo real sobre el escenario El
mejicano-; gestos que se amplían hasta convertirse en ejercicios gimnásticos -El sabio-;
una obra acerca de una factoría de gas que se escenifica en una factoría de gas de verdad
-Máscara de gas-, etc, El problema es que en el escenario la realidad, por muy real que
sea por mucho que se lleve a escena un barco o una locomotora reales, una cascada con
agua verdadera o se dispare realmente un cañón, cada uno de estos elementos, en cuanto
entren en el escenario, se convertirán inmediatamente en representaciones de sí mismos-
, sufren siempre un proceso de simbolización. Por el contrario, en el cine, donde la
imagen es autónoma de la realidad física, todos los elementos, incluso los más
fantásticos, se convierten en reales, porque sustituirán de hecho a sus equivalentes
físicos. Todo el cine es neorrealista así como todo el teatro es simbólico.
El cómic contiene un poco de cada uno de estos medios. Sus imágenes son autónomas
como las cinematográficas, pero no adquieren una inmediata condición realista, porque
no sustituyen directamente la realidad, sino que de hecho la interpretan a la vez que la
representan (33). Pero también es evidente que la realidad al penetrar en la viñeta se
convierte inmediatamente en un símbolo como en el teatro. Un medio de estas
características es idóneo para transportar un cargamento de sueños como el que Winsor
McCay tenía en mente. Al dibujante lo hicieron famoso, por un lado, la serie de
historietas agrupadas bajo el título de El pequeño Nemo en el país de los sueños (34) y
por otro sus dibujos animados (Gertie the dinosaur y el mismo Little Nemo, entre otros),
que realizó entre 1910 y 1920.
Cuando se estudia la obra de McCay a la luz del proceso de desintegración que la
realidad empieza a sufrir a principios de siglo, hay dos elementos que es necesario
destacar. Uno de ellos, ya indicado, es el manifiesto interés por los sueños; el otro, la
inquietante tendencia que en sus historietas muestran las imágenes hacia la repetición,
como si obedecieran a un secreto impulso partogenético. Se expresa en las viñetas de
McCay una reiteración muy característica de los procesos oníricos, pero que al
plasmarse visualmente y sobre todo de forma secuencial, alcanza nuevas y sugestivas
cualidades.
La cuestión de los sueños forma capítulo aparte, pues pertenece a ese gran paradigma
que desde un principio domina la figura de Sigmund Freud. Hay que indicar, sin
embargo, que el interés por los sueños (o por el otro gran tema, el del doble -e1
doppelgänger-) no es exclusivo del psicoanálisis, sino que proviene del romanticismo, el
cual lo recoge seguramente del Barroco. La época victoriana, por su parte, tampoco
estuvo exenta de estas veleidades que entre otras cosas, generaron el mismo impulso
freudiano. Fue una época que también presenció un extraordinario juego narrativo entre
fantasía y realidad, como lo prueba la archifámosa y emblemática Alice in Wonderland.
Pero toda esta serie de fenómenos, del romanticismo alemán a la Inglaterra victoriana,
dejando aparte el que se relaciona casi exclusivamente con la literatura y sus
procedimientos (35), que son en principio elementos de un paradigma distinto al de la
imagen, no suponen un básico replanteamiento de la concepción fisica o material del
mundo. Y sin embargo, la misma problemática expresada en imágenes recoge de lleno
el cambio, ya que la imagen por sus propias características transporta de entrada el
problema fuera de los limites estéticos (sobre todo cuando la estructura de la imagen
misma expresa las formas básicas del fenómeno, como ocurre en el cómic). El
fenómeno se traslada, y con él todo su contenido epistemológico, de la razón a la visión,
y obliga al mismo tiempo a un replanteamiento de los dos polos de esta visión, el
material y el mental. Pero es que, además, la propia mente ya sufre por su lado, en estos
momentos de cambio de siglo, una drástica reestructuración formal a través de las
teorías psicoanalíticas, dando lugar a nuevos puntos de vista sobre la misma que se
acomodan perfectamente a toda la nueva fenomenología de la imagen, que surge en el
período en que McCay realiza sus dibujos.
El hecho de que la consciencia sea discontinua supone una paradoja que Freud propone
resolver mediante la introducción de un proceso mental inconsciente, que asegure la
continuidad básica si no de la consciencia, sí por lo menos de la psique (36). Es así pues
que, para salvar un continuo, el de la consciencia, apela a una crucial división de la
estructura mental en consciente e inconsciente. Con lo que nos encontramos ante un
nuevo ejemplo de la dialéctica entre continuo-discontinuo, fragmento totalidad que
empieza a desarrollarse al nacer el siglo XX y que se ve reflejada principalmente en la
estructura de la imagen. Que la mente es un continuo, lo demuestra la misma existencia
de los sueños, los cuales suponen a su vez la causa o razón de la discontinuidad de
aquella, puesto que la dividen en dos partes, una abocada a la realidad y otra a lo
imaginario. En la estructura del film nos encontramos con el mismo fenómeno: una
película (aparentemente continua pero íntimamente desgarrada en pequeñas unidades)
que sirve de puente entre la realidad y los sueños. También en el cómic aparece la
misma dicotomía, aunque en esta ocasión la estructura no esté velada por ninguna capa
de naturalismo como en el cine.
En el caso de los cómics de Winsor McCay la relación sueño-realidad es emblemática.
De este interés general del fin de siglo por los sueños (interés científico, deberíamos
añadir para diferenciarlo del interés poético) y en concreto por el desdoblamiento de la
psique, da cuenta el hecho de que el fenómeno conocido por doble personalidad (o
múltiple personalidad) nace precisamente por esta época (37): lo que durante el
Romanticismo y sus secuelas (por ejemplo, Edgar A. Poe y su Wilham Wilson) se ceñía
a una problemática individual, se traslada luego a la propia concepción del mundo. En el
terreno de la psiquiatría, por ejemplo, no se trata tanto de que surja una nueva
enfermedad mental, la esquizofrenia y su concreción en los desdoblamientos de
personalidad, cuanto que ante cierta sintomatología, se tienda a diagnosticar
precisamente en esa dirección. Pero incluso el hecho de que se haga frecuente, en esos
momentos, la aparición de determinado síndrome -la enfermedad- no deja de ser
significativo, como lo es también el hecho de que en general, la psiquiatría empiece a
dejar atrás el gran paradigma de la histeria para adentrarse en el de la esquizofrenia, que
ha de presidir la mayoría del siglo XX (38). No voy a negar la posibilidad más que
probable de que la inmensa mayoría de los casos de posesión demoníaca del pasado
puedan ser interpretados como casos de desdoblamiento de la personalidad, pero la
verdad es que no fueron diagnosticados en este sentido; y lo que es más, la propia
etiología de la enfermedad expresaba caracteres que aún hoy podemos catalogar de
histéricos, mientras que estos trazos de histeria no se hallan presentes en los casos
expresos de desdoblamiento de la personalidad, cuyos sujetos pueden pasar años sin
desvelar sus particularidades, mientras que es condición de la histeria la inmediata
exteriorización de los síntomas. En el histérico, enfermedad y síntoma se equiparan
sobre el cuerpo que así se convierte en signo de aquella.
En el esquizofrénico, sin embargo, la dolencia se proyecta sobre la realidad. La primera
es una disfunción puramente individual, localizada incluso en el mismo enclave de la
individualidad burguesa, es decir, el cuerpo, pero el cuerpo como exterioridad, como
conjunto de mecanismos (39). La segunda es necesariamente una enfermedad social, en
el sentido de que modifica desde el individuo el territorio de lo real en el que se
producen las relaciones sociales. Se produce en esos momentos una efervescencia del
aspecto esquizofrénico de la personalidad humana de la que se ocupan no únicamente
los escritores románticos, sino incluso personalidades cuyo estilo se acostumbra a
considerar eminentemente realista, como Mark Twain (40), o científico-racional, como
H.G. Wells, del que sus constantes utopías reflejan esta obsesiva tendencia a disgregar
la realidad. Pensemos sino en un escritor como Strindberg, cuya locura, que en otro
momento lo hubiera convertido en un marginado, sirvió para mantenerlo sobre el
pedestal de la más clásica de las famas.
Es este desdoblamiento de la realidad el que encontramos representado en las imágenes
de Winsor McCay. Observemos cualquiera de sus espléndidas páginas: en ella se
representa de forma tremendamente realista el paisaje de un sueño en el que la geografía
de nuestra vida cotidiana sufre transformaciones cataclismicas; pero todo ocurre sin
subterfugios, sin velos que delaten una pretendida visión prohibida de un mundo
secreto. El dibujante no otorga a nuestros ojos ni la mirada turbia de un Hoffmann ni la
turbulenta de un Baudelaire. Contemplamos, por el contrario, el sueño con la visión
cristalina de un Ingres. Nada hay en el sueño que lo delate como tal, excepto que las
leyes físicas parecen haberse vuelto locas. Pero aun dentro de esta evidente locura nada
parece ser excepcional; no se levanta de ella un terrorífico huracán como el que
acostumbra a surgir de las páginas de Poe ni el hálito torturado de un Gustav Meyrink,
sino que más bien nos llega una inquietante sensación de sensatez, de lógica. Las
historietas de McCay tienen la virtud de dar al lector la impresión de que el escándalo
del lector es algo privado, un defecto personal que es mejor disimular tras un rostro
impasible. Las imágenes oníricas de los sueños del pequeño Nemo son tan realistas
como las de su vida real que generalmente se resume en una pequeña viñeta, al final de
la página, en la que se le ve sobre la cama y enfundado en un ridículo pijama. Al no
haber un tratamiento distinto entre unas y otras viñetas, excepto que las que se dedican
al sueño son abusivamente predominantes, es como si fuéramos nosotros quienes
soñamos, o mejor, quienes contemplamos al sueño realizarse ante nuestros ojos (41). He
aquí, pues, un primer nivel de desdoblamiento que se produce no en dos planos
distintos, uno simbólico y el otro real, sino en el mismo plano de realidad que constituye
la página de McCay sobre la que nuestra realidad sufre por cierto todo tipo de
violaciones (42). Pero es precisamente con esta violencia ejercida sobre nuestro sentido
del realismo que aparece un segundo desdoblamiento, éste ya sí a dos niveles distintos:
la realidad onírica del cómic hace retroceder la nuestra hasta el plano mental, la
convierte casi en imaginaria.
Winsor McCay no fue sólo autor de historietas o de dibujos animados, de hecho gran
parte de su fama como dibujante se la debe a sus dibujos panfletarios que ilustraron
muchas de las páginas editoriales de los periódicos de Raldom Hearst. La mayoría de
ellos recibieron el nombre genérico de Sermons on Paper (43) y constituían auténticos
sermones de corte conservador y ligeramente populista. Alrededor de 1904, McCay
publicó un dibujo (perteneciente no a la serie de los sermones, sino a otro conjunto que
ofrecía apocalípticas visiones del futuro cercano junto a vaticinios más optimistas
aunque igualmente moralizantes), en el que se muestra el panorama de una estación del
metro de Nueva York situada unos pocos años en el futuro. El dibujo se titula Subway
Advertising in 1907 As Foreseen Through the Spectrophone (La publicidad del metro
en 1907, tal como lo prevé el Spectrophone) (fig. 7), y en él aparece la mencionada
estación convertida en una auténtica sopa de letras a consecuencia de la proliferación de
letreros publicitarios que cubren hasta el último rincón del lugar con sus fases
admonitorias. La verdad es que está visión que nos ofrece uno de los más influyentes
creadores de imágenes de la época se nos antoja relativamente miope cuando la
observamos desde nuestro privilegiado punto de vista. A primera vista, McCay parece
no hacer otra cosa que expresar el temor hacia la, por aquel entonces, creciente ola de
anuncios que iba invadiendo las ciudades. De todas formas, su exabrupto visual es de tal
magnitud que inmediatamente nos hace sospechar que existe algo más en él que aquello
que la primera impresión nos descubre. Insistiendo un poco más, pero casi al mismo
nivel de superficialidad, podemos descubrir también la expresión de una cierta inquietud
ante la posibilidad de una completa alfabetización de la realidad. El significado más
epidérmico resultaría, como de esta forma, casi literal: la visualización de un recelo
elitista ante el proceso de alfabetización de la sociedad americana que en esos
momentos estaba en pleno apogeo. Se trata de una interpretación que puede parecer
rebuscada, pero que muestra no carecer de merito cuando se la vincula con el siguiente
nivel de significado, a saber, el que relaciona el dibujo con la pérdida de la inocencia
que para un conservador de corte puritano como McCay podía significar el proceso de
culturalización a que estaba sometido el país. Podríamos desenterrar un tercer nivel
todavía, un nivel en el que se expresaría la célebre dicotomía entre vida y cultura, entre
intuición y razón, que se halla en la raíces de la sociedad americana desde sus inicios,
pero en cualquier caso, tanto ésta como las restantes no serían más que interpretaciones
subsidiarias que deben dejar paso a la última y definitiva, aquella que nos informa del
temor que debía sentir McCay ante la creciente influencia de la publicidad en la vida
americana y que aunque parezca coincidir con la primera impresión que tuvimos del
dibujo, lo que hace es recuperar aquella visión ingenua inicial desde una postura crítica.
Cuando, después de recorrer las distintas capas, la última nos devuelve a la superficie,
nos damos cuenta de que McCay acertaba en su profecía, después de todo, puesto que si
procedemos a sustituir el bosque de rótulos por sus correspondientes imágenes, nos
encontraremos ante un paraje lo suficientemente familiar como para confundirlo con
cualquiera de las estaciones de metro contemporáneas o cualquier otro paisaje urbano de
nuestros días (44).
El dibujo de McCay se constituye pues en metáfora inintencionada de una realidad
futura, una metáfora en la que la misma figura metafórica sirve de puente entre el
pasado y el futuro (el pasado lingüístico y el futuro imaginario). Debajo de la
preferencia por esta última interpretación, de tipo formalista, puede esconderse sin
embargo la idea de que las imágenes no son sino la cobertura del discurso real que sería
eminentemente lingüístico. Para los seguidores de esta vertiente -que vienen a
representar, de hecho, la postura generalizada ante la imagen- el lenguaje es el único
camino -o el camino más perfecto para transportar o producir significado-, todo lo
demás es de carácter subsidiario (45). Desde este punto de vista, tan conocido, por otra
parte, el dibujo de McCay sería, no tanto un vaticinio, como una visión a través de
rayos-X de una estación de metro real; como si nos fuera dado ver (a través del filtro de
la interpretación) la verdad que subsiste detrás de las imágenes. Es decir, que el dibujo
materializaría la operación hermenéutica que en el mundo real habría que realizar contra
la cobertura de lo cotidiano. Así, la viñeta de McCay se convierte en una representación,
no de una vieja ideología -otra ucronía incorrecta, como tantas otras que se ejercieron en
la época-, sino de una ideología bastante nueva; de hecho, su visión, como ya he dicho,
se acaba convirtiendo en una de las pocas ucronías que tuvieron razón, pero la razón no
se la damos sólo por haber acertado elípticamente al anunciar el inminente inicio del
reinado de la imagen, sino por haber previsto el dominio que la teoría lingüística estaba
a punto de ejercer sobre la interpretación de la realidad (46).
Los dibujos de McCay que forman la serie titulada Sermons on Paper (publicada entre
1913 y 1934) son especialmente ilustrativos de las especiales características de la
imagen como un fenómeno independiente de la semiótica (o por lo menos, de la
semiótica de corte Saussuriano). En primer lugar, estos dibujos están mucho más
próximos a la estructura de la publicidad que a la del cómic (como su misma calidad
alegórica denuncia), del que McCay ya se había convertido en maestro: evitan la
secuencia temporal que es común al cine y al cómic y se decantan por el estatismo y la
unidad. En este sentido, este fenómeno podría ser contemplado como una fase primitiva
del desarrollo de la estructura de la imagen, un período que el cine y el cómic, cada cual
por su lado, ya se habrían encargado de superar, y que por lo tanto constituiría el
síntoma de un regresivo anclaje en la dinámica del fenómeno pictórico. Su forma, sin
embargo, está, como ya he dicho, mucho más cercana a la alegoría que a la de la pintura
realista propiamente dicha, y en este sentido resulta no retrógrada, sino tremendamente
avanzada, puesto que está utilizando la estructura y el lenguaje de la más sofisticada
comunicación publicitaria que se realizará en el futuro (47).
Echemos una mirada más detenida a uno de estos dibujos, el que se titula The meanest
vice -envy (El peor de los vicios, la envidia) (fig. 8). Barthes diría que en él, las palabras
sirven de anclaje del significado (48) y que por lo tanto, la interpretación del dibujo
debe iniciarse al nivel que propone el texto en él inscrito, Una vez establecida esta
escala, situada en un territorio bien delimitado por el texto, Batthes procedería
seguidamente a descubrir el significado oculto tras la organización de los signos a través
de los que McCay organiza visualmente su dibujo. Las imágenes son, en este caso,
mediadoras en el proyecto; se las llama significantes no porque en sí mismas
signifiquen sino porque cargan con el significado, son literalmente vehículos del mismo.
Las imágenes, en la semiótica de corte lingüístico inaugurada por Saussure, constituyen
un puente entre el reino de los conceptos y el mundo material, en este caso el sujeto
receptor; es decir, lo que en la teoría de la comunicación se denomina el medio, aquel
medio que según McLuhan sería el verdadero mensaje. De todas formas, tampoco
McLuhan, que continúa dentro de los parámetros de la teoría de la comunicación, al
hablar del medio, considera que éste sea muy independiente, sino que lo trata más bien
como un filtro que modifica el mensaje hasta amoldarlo a sus propias características, de
forma que al final el mensaje ya no es tanto el que envió el receptor sino el que ha
originado el medio a través de su filtraje.
La verdad es que no es imprescindible negar la necesidad de estos tipos de análisis,
como tampoco la veracidad de sus resultados, para poder hacer hincapié en la
importancia de otros niveles de significación que no están necesariamente organizados
por la doble articulación o por la tríada de la teoría de la información, es decir, para
reconocerle a la imagen una capacidad de significación independiente (49).
Podemos pensar en la obra de Berger, Ways of Seeing, en el Lévi-Strauss de Mitologies
o incluso en la investigación que Barthes inicia en El tercer significado para empezar a
vislumbrar los límites del fenómeno que estoy tratando de delimitar. Barthes intenta
dilucidar en las imágenes de Eisenstein un nivel de significado que escape al que puede
traslucirse del nivel iconográfico y del simbólico, y lo busca de nuevo en el plano
visual, pero un grado más allá de lo puramente icónico: `lana cierta densidad en el
maquillaje de uno de los cortesanos (...), la estúpida nariz de uno de ellos, la línea de las
cejas, finamente trazada, del otro'' (50), etc. Levi-Strauss, por su parte, expone las líneas
generales de un determinado proyecto espacial de investigación, en el que la
arquitectura se convierte en una proceso hermenéutico. En este proyecto, la forma sirve
de conjuro del significado. `Para preparar nuestro mapa nos hemos visto obligados a
hacer levantamientos en rosetón: constituir primero alrededor de un mito su campo
semántico (...) de modo que la zona central arbitrariamente escogida puede verse
recortada por numerosos trayectos, pero la frecuencia de los traslapamientos disminuye
al aumentar el alejamiento," (51) Barthes parece intuir el fenómeno de la imagen que se
representa a sí misma, que tiene como referente a su propia imagen, en un gesto que la
aleja por lo tanto del realismo tradicional. LéviStrauss, por su parte, busca la
arquitectura secreta que articula los conceptos y supone que el significado tiene que
surgir de las líneas visuales que ésta marque, es decir, que será la estructura de la
imagen subyacente la que impondrá el significado al discurso conceptual y no al revés
(es decir, en lugar de que sea la estructura lingüística subyacente la que imponga las
características visuales de la imagen). El proyecto de Berger (52), por otro lado, que
parece ser de entrada el más radical en el sentido que he apuntado, se revela a la postre
como una antología de lugares más o menos comunes, excepto en esos capítulos en los
que aparentemente deja que sean las imágenes las que hablen por sí mismas. En estos
casos, el resultado, a falta de un texto explicativo, es cuando menos ambiguo (53),
En general, y salvo estos intentos, el problema con los acercamientos analíticos y
críticos a la imagen es que la mayoría de ellos la contemplan como un elemento inactivo
y opaco, una serie de objetos que se interpondrían entre el observador y el verdadero
significado. La misión de la semiótica sería convertir su opacidad en transparencia
como medio de apartarlos del camino para conseguir la visión completa del concepto
(54). M¡ opinión se decanta por todo lo contrario; en la sociedad contemporánea (y
digamos, postmodema) se ha llegado a un punto en el que son las imágenes las que
sirven de anclaje del significado y establecen el nivel del discurso. La imagen ya no es
la ilustración del texto, sino que es el texto el que muchas veces sirve como explicación
redundante de la imagen. Las imágenes han dejado de ser una representación, una
interpretación, o una copia de la realidad. Por el contrario, la realidad misma ya no
puede ser entendida si no es a través de las imágenes y por lo tanto, es esa realidad la
que se ha convertido en la representación, la interpretación o la copia de las imágenes.
Es la propia realidad la que ahora sutura al sujeto en el discurso imaginativo, invirtiendo
las funciones que antaño ejercieron las propias imágenes y su organización. Ya no es
posible, por tanto, buscar la realidad tras la imagen, sino que hay que buscar la imagen
que subsiste tras cualquier realidad (55). En cualquier caso, no es ésta una situación a la
que se haya llegado súbitamente. Tiene por el contrario su historia, a pesar de que al
presente nivel, la culminación del proceso histórico supone precisamente una negación
de la historia. Es éste mecanismo dialéctico el que estamos intentando desvelar.
Volviendo al dibujo de McCay (The Meanest Vice -envy), un primer análisis nos revela
que la viñeta endorsa una visión del mundo tanto a nivel ideológico como a nivel visual.
Esto quiere decir que no ha incorporado su ideología -por cierto tópicamente
conservadora- en el dibujo como un añadido, como otro nivel de significado, sino que
es la misma estructura y organización del dibujo, su materialidad podríamos decir, su
ser, el modo en que existe o aparece en el mundo, o en el mundo de las imágenes-
aquello que tiene sentido, que lo comporta. Es éste un significado que puede ser paralelo
al que ilustra el dibujo, al mensaje que el dibujante intenta comunicar, o puede no serlo,
Resigu¡endo desde atrás hacia adelante el famoso análisis que hizo Barthes del anuncio
de Panzani (56), podríamos decir que el mensaje ¡cónico codificado (lo simbólico) se da
por descontado en el dibujo de Winsor McCay -es decir, la división del mundo en una
parte alta y una parte baja, la redundancia que se establece entre el nivel lingüístico y las
características de las personas que incorporan aquello que anuncían-; si pasamos
también por alto en mensaje icónico no codificado (lo puramente denotativo: gente
malvestida, de aspecto agresivo, apacibles y saludables ciudadanos no exentos de una
hermosura que a los otros se les niega, edificios limpios y bien construidos,
descampados, paredes, árboles, un coche, un perro, niños, etc.), incluso si borramos los
titulares que los personajes de mala catadura llevan impresos sobre sus ropas (57), aún
así nos quedará una completa y significativa estructura que estudiar, aquella que se
refiere a la tipología de la imagen, la cual la califica de alegoría, abriendo de esta forma
para ella todo un nuevo campo de significaciones.
NOTAS AL CAPÍTULO
1. El conglomerado posee un valor total de 18 mil millones de dólares y tiene
subsidiarias en Australia, Asia, Europa y América del Sur. Time es la más grande
editorial de revistas de los Estados Unidos (Time, Life, Sports Illustrated, Fortune,
People) con un público lector estimado en 120 millones de personas en todo el mundo,
mientras que Warner posee una parte muy importante del mercado de libros de bolsillo,
además de controlar la segunda compañía de discos del mundo (WC1) y la segunda
compañía de televisión por cable, con más de 23 millones de suscriptores. Datos
extraídos del artículo de Ben H. Bagdildan, "Lords of the global village", (The Nation,
12-6-89). Con motivo de la reciente compra de MWUniversal por parte de la compañía
japonesa Matsushita, Herbert 1. Schiller escribía en The Nation (31/12/90), 'Las fuentes
de creatividad y expresión están siendo concentradas en grupos económicos de tamaño
colosal. Vastos imperios privados presiden en estos momentos sobre la mayor parte de
la actividad creadora de este país (USA). La voz de la corporación domina el territorio.
El concepto de libertad de expresión está siendo reinterpretado para que se refiera al
portavoz de las corporaciones. La educación cotidiana de la mayoría de los americanos
se encuentra ahora en manos no de las escuelas, sino en las de los buhoneros de las
corporaciones multimedia".
2. Esta obsesión por la objetividad que parece haber hecho presa en los medios
informativos supone más una cuestión de simetría que de equilibrio. El equilibrio es
prototipo de la justicia y la justicia pertenece al campo de la ideología. La simetría, por
el contrario, es un concepto altamente visual: no pertenece al ámbito de la justicia, sino
más bien al de la geometría.
3. Dos años más tarde, durante la guerra del Golfo, esta tendencia fue definitivamente
confirmada cuando la cadena norteamericana de noticias CNN se convirtió en líder
mundial, una referencia informativa a la que tuvieron que recurrir incesantemente el
resto de emisoras. A señalar que nunca antes se había informado tan poco. Pero lo más
curioso fue que la propia cadena se convirtió en noticia, de forma que para
prácticamente el resto del mundo, conectar con CNN (poder colocar en pantalla
cualquier imagen con el logo CNN en la esquina inferior izquierda), suponía ya noticia
suficiente.
4. En 1989, el conglomerado Gulf+Western -Simon and SchusterBooks y Paramount
Pictures se convertía en Paramount Communication Inc, para dedicarse al mercado
mundial de los media (The Nadon 12-6-89).
S. En el número perteneciente al 3 de enero de 1983, Time Magazine declaró al
ordenador Máquina del año (fig. 3) en sustituición de lo que hasta aquel momento había
sido la celebración del considerado Man of the Year (literalmente, hombre del año): la
máquina venía a sustituir al hombre, incluso antes de que pudiera hacerlo la mujer.
6. Este fenómeno podría dar paso a una cierta obra abierta de acuerdo a la
fenomenología expuesta por Umberto Eco en su obra del mismo nombre. (Umberto
Eco, Obra Abierta, Barcelona, Seix y Barral, 1963).
7. Hay que señalar, aunque sea de pasada, que esta descripción es equivalente a la que
puede hacerse del desarrollo de la imagen contemporánea, como se verá en otras partes
de este libro.
8. Antes el borde era real porque, en cierta forma, marcaba los límites del tamaño real
(salvando la posibilidad de ciertas ampliaciones posibles). Ahora, el borde del monitor
no significa nada, puesto que, en teoría, la pantalla se puede llenar de elementos
microscópicamente pequeños que luego se ampliarían al tamaño que se quisiera.
9. Objetividad significa separación o distanciamiento del sujeto. La conversión de todos
los objetos en imágenes es un interesante fenómeno que consideraremos más adelante
(fig. 6). Digamos de momento que considerar en una imagen simplemente aquello que
no es uno mismo -lo que no constituye el sujeto- es parte importante del fenómeno de la
conversión del mundo en imaginario.
10. No es que antes el texto no tuviera características espaciales, sino que éstas nunca
superaron su temporalidad que se encontraba más en la cabeza del escritor que en la
página en sí. El espacio era horizontalmente lineal: una representación de la
temporalidad mental del texto.
11. No pretendo enmendarle la plana a Wittgenstein, afirmando que el texto sea el
depositario de una verdad intrínseca que la imagen distorsiona. Me limito a indicar que
la información, por el hecho de organizarse visualmente (e incluso mediante la posterior
simbolización que realiza el gráfico), sufre modificaciones radicales con respecto a su
transmisión textual. Los datos del informe son los mismos, pero habiendo variado el
entomo desde el que se producen, su percepción tiene que ser distinta. No es que la
temperatura de Palm Spring vaya a ser diferente si se reporta por uno u otro medio, pero
es evidente que el punto de vista superior en el que nos sitúa el gráfico, el dominio que
la agigantada figura del californiano sudoroso, con su bebida en la mano, ejerce sobre
un territorio extremadamente comprimido, etc., etc. son características que a la vez que
introducen en escena una serie de valoraciones que modifican nuestra apreciación de la
noticia escueta sobre el tiempo, representan también una visión determinada de los
fenómenos que se hallan en la raíz de los mismos (por ejemplo, el hecho mismo de que
las informaciones meteorológicas, de una obsesiva puntualidad, hayan adquirido carta
de naturaleza en el mapa de la realidad que a diario se encargan de componer y
recomponer los medios de información).
12. Hayden White, Methahistory, The Historical Imagination in the Nineteen-Century
Europe, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 1987.
13. Concepto, el de naturalismo, que puede ser debatible puesto que toda representación
corresponde a una visión del mundo y es por lo tanto naturalista.
14. Sartre, J.P.: Imagination, a psychological critique, versión inglesa: University of
Michigan Press, 1972 (pág. 10).
15. Como un ejemplo entre otros, la declaraciones del novelista inglés Julian Bares,
referentes a su libro Una historia del mundo en diez capítulos y medio. (Entrevista en El
País 25-1190): "no está ordenada cronológicamente, sino por temas, imágenes y
motivos....... Como novelista, yo veo las cosas de forma menos lineal, quiza de manera
circular". Y después, con referencia a su otro libro, Flaubert s Parrot, indica que el
mismo puede leerse sin seguir el orden de capítulos establecido, aunque insiste en que
se trata, como en el caso de la Historia del mundo, de una novela. Compara este libro
con una pintura medieval con paneles, "Se puede mirar cada panel por separado... pero
es mucho mejor si contemplas todo el contexto". Un caso claro, como vemos, de
fragmentacion dentro de la unidad.
16. Ahora también tienen una función decorativa, pero esta función, el diseño, acarrea
en estos momentos la máxima y más preponderante significación.
17. Hablo en pasado porque hoy en día estas valoraciones han cambiado.
18. Gerirud Kaesebier, The Sketch (alrededor de 1900); Frantisek Drtikol, Nude with
vells, 1913. Fotografías pertenecientes al libro de Petr Tausk, Historia de la fotografia
en el siglo XX, Barcelona, Editorial Gustavo Gili, S.A., 1978.
19. En un cuadro (es decir, en un cuadro de la tradición renacentista) la técnica tiene que
luchar denodadamente para conseguir esa impresión de realidad, de documentalismo,
que la fotografia tan fácilmente consigue.
20. La acción de tomar fotografías ha substituido en cierta manera al reloj en su función
de delatar el tiempo que fluye y se aleja sin cesar. Es por ello que el impulso de grabar
con una cámara, fotográfica o de vídeo, ha terminado por convertirse en una obsesión.
En el momento de preservar el acontecimiento, el fotógrafo o el vídeo-aficionado
descubre su propia condición perecedera, la irrepetibilidad del momento, lo cual lo
impulsa a tomar más fotografías, a grabar más vídeos, para librarse de la angustia que el
descubrimiento le produce. Se origina así una carrera absurda dentro de un círculo
cerrado.
21. El cine como técnica se encontraba en la vanguardia del Modernismo, junto a las
obras de Proust, Joyce, Braque o Picasso, que proponían ya la nueva discontinuidad del
universo (Proust estaba, al mismo tiempo, revisando también el viejo, y narrativo,
concepto de la memoria. Como el último saludo a un moribundo, sólo que, con su gesto,
estaba ayudando a matarlo),
22. Stephen Kern en su libro The Culture of Time and Space (Cambridge, Harward
University Press, 1983), indica que "si un viajero que en 1870 se trasladara de
Washington a San Francisco hubiera puesto en hora su reloj en cada ciudad por la que
fuera pasando, hubiera tenido que cambiar de hora alrededor de doscientas veces" (pág.
12). Aunque a primera vista puede parecer que esta situación es la que verdaderamente
recoge una auténtica disgregación de la realidad, hay que tener en cuenta que ésta sólo
sería percibida por el excepcional viajero que hiciera el viaje, dispusiera de un reloj y
estuviera dispuesto a comprobar el tiempo en cada parada. Para los demás, para los
residentes de cada una de las zonas horarias, el tiempo era absoluto y puesto que nada lo
relacionaba con el de otras zonas, no existía una conciencia global del mismo que
obligara a una nueva reconsideración disgregadora.
23, Existe otra cara del mismo fenómeno: cuando la corporación alcanza un nivel
multinacional mediante la absorción de pequeñas empresas, pero el resultado a la postre
es el mismo. Por otra parte, muchas empresas, aunque no se convirtieron en
multinacionales, también sufrieron un proceso de departamentalización que respondía al
incremento de complejidad de sus funciones. No hay que perder de vista que este
fenómeno, al igual que los mencionados, daba lugar a una cúspide -una dirección o un
consejo de administración- cada vez más alejada de la realidad, crecientemente
informada por estadísticas y abstracciones, lo cual no es ajeno a la aparición de una voz
y un lenguaje peculiares de la corporación y que son la base de la nueva realidad, que la
estructura multinacional de la moderna corporación acaba por crear.
24. No deja de ser interesante observar la evolución de la lingüística como ciencia (y su
consecuente conversión en una weltanschauung) en un momento en el que, como he
dicho, el universo narrativo -basado evidentemente en la palabra- entraba en bancarrota.
Pero si entendemos este interés como el que se siente ante una autopsia más que ante un
parto, el fenómeno será más fácil de comprender. Cuando la realidad estaba articulada a
través de un proceso narrativo, la lengua era algo natural y por lo tanto indiscutible; no
había prácticamente ninguna necesidad de estudiarla como fenómeno, es decir, desde
fuera (con algunas excepciones, pues al fin y al cabo Steme ya anunció el colapso de la
narrativa orgánica con casi doscientos años de adelanto). Ningún estudio del lenguaje,
desde Aristóteles a cualquier filósofo pre-nietzchiano, fue efectuado fuera de
parámetros naturalistas, es decir, desde otro punto de vista que no fuera el de que el
lenguaje, en su existencia, formación y desarrollo, era algo tan natural como cualquier
otra de las virtudes humanas. Criticarlo, por lo tanto, hubiera sido tan absurdo como
criticar la forma en que funciona el sistema respiratorio. No fue hasta más tarde, hasta
los albores del cambio de siglo, cuando el lenguaje dejó de considerarse natural, que
empezó a considerarse de forma objetiva y se adoptó hacia él una actitud analítica y
crítica. Evidentemente, aquí hay muchos fenómenos envueltos. Uno de ellos puede ser
el de que el lenguaje deja de considerarse natural cuando la técnica (el teléfono, el
gramófono, etc.) separa la voz del cuerpo correspondiente.
25. En cierto sentido, la historia fue concebida como la ciencia de comprender el pasado
para poder anticipar el futuro. Para nosotros, que ya hemos pasado a contemplar el
proceso histórico desde un privilegiado exterior, este tipo de representaciones parecen
contener fuertes, y quizá excesivas, connotaciones espaciales. Pero cuando alguien se
encuentra aún en el interior del flujo histórico, experimenta una inevitable temporalidad
que transcurre constantemente desde el pasado hacia el futuro (por lo que el presente no
puede experimentarse más que como una especie de bajel en el que navega imparable).
Este tipo de temporalidad lineal es la que el cine ha tratado de perpetuar, pero ha tenido
que hacerlo a costa precisamente de la condición temporal del tiempo. Ha tenido que
recurrir a la materialización del tiempo, mediante la transformación literal de éste en
espacio (en celuloide). Este proceso radical deja inevitablemente fuera al espectador, lo
sitúa en el exterior de ese fluir que se quiere salvar con la operación. Todas las técnicas
de identificación, todas las técnicas que procuran incorporar al espectador en el flujo de
la narrativa, han constituido un desesperado intento por resolver esta paradoja. La
tendencia natural de la técnica en el cine era la de representar, y mostrar, el espectáculo
de la desintegración del mundo en pequeñas monadas, en imágenes autónomas. En
lugar de ello, realiza lo contrario, pero lo hace a un enorme costo.
La obra de Brecht puede entenderse como el intento radical de desenmascarar la
estructura real del mundo, aquella que yace bajo el cadáver de la narrativa, cuya vida ha
sido artificialmente prolongada. El hecho es, sin embargo, que no podemos considerar
la alternativa de la imagen desintegrada como liberadora, ya que cuando, más tarde, este
mundo de imágenes explote de entre los restos del antiguo mundo narrativo en plena
descomposición, descubriremos horrorizados que el discurso de las imágenes es cien
veces más alienante que el del lenguaje y la narrativa, aunque sólo sea porque esta
última se encontraba en decadencia, mientras que el otro vive y se manifiesta en el
colmo de su poder.
26. Supongo que las mismas críticas de las que se hace susceptible la teoría liberal del
estado, que lo considera por encima de los intereses de clase, podrían aplicarse a mi
concepción de la multinacional, si no fuera porque la utilización consciente de la ciencia
y de la técnica en el proceso de imponer una determinada visión del mundo sitúan el
fenómeno por encima de la misma superestructura, lo incrustan en la infraestructura o
incluso más allá de ella, en el mismo paisaje de lo real. De hecho, lo representan a
través de la imagen, verdaderamente como si se tratara de un acto teatral, pero siguiendo
esa concepción, más que calderoniana, barroca, del gran teatro del mundo.
27. Una de las razones por las que el cine sirvió de pantalla ideológica a la nueva
organización de la realidad que el capital multinacional estaba generando (y la
explicación de por qué era necesario enmascarar una realidad que sin embargo estaba en
la base de la existencia de esa organización capitalista) podemos encontrarla en el hecho
de que mostrar al mundo su desintegración hubiera roto el encantamiento que el
discurso de las corporaciones procuraba: conocida su presencia tras la nueva
organización, ésta hubiera dejado de parecer natural y por lo tanto el discurso de las
corporaciones se hubiera visto relegado a su fundamento ideológico. Más tarde, cuando
se haya construido el espacio hipnótico del cual las mismas corporaciones convertidas
en imágenes formarán parte, estas corporaciones -transformadas en enormes
conglomerados esparcidos por todo el planeta- ya no tendrán ninguna necesidad de
esconderse: un mago que ejecuta un viejo truco de magia debe ocultarse tras un velo de
naturalismo si quiere que el público le crea, pero un hipnotizador no tiene ninguna
necesidad de hacer tal cosa. Un hipnotizador no engaña la mirada de sus víctimas, sino
que se apodera de ella y la introduce en una nueva dimensión en la que el truco es
superfluo.
28. A este respecto, me remito al famoso ensayo de Barthes sobre el mito
contemporáneo que se encuentra incluido en su libro Mitologías.
29. Por ejemplo, en física, la realidad se manipula teórica e incluso prácticamente -en la
actualidad, a través de los ordenadores- por medio de las matemáticas y una larga
tradición de otros principios y mecanismos científicos, hasta que llega un punto en que
los científicos dejan de hablar sobre lo que nosotros llamamos el mundo real -y que está
por discutir si es algo más que otra abstracción- y empiezan a hacerlo sobre una segunda
naturaleza (imaginaria porque se desarrolla a través de modelos visuales de distintos
niveles de realismo) donde todas las construcciones teóricas ocurren.
30. Aspecto que se ha encargado de analizar y desenmascarar la semiótica, desde Eco a
Barthes.
31. Windsor McCay, Dreams of the Rarebit Fiend, Nueva York, Dove Publications Inc.,
1973. 32. John Fell, El filme y la tradición narrativa , México, Editores Asociados,
1977.
33. A medida que las técnicas cinematográficas y las de la historieta vayan
evolucionando paralelamente, con ocasionales y mutuas influencias, el cómic se hará
más realista, no tanto a nivel de la iconicidad como en lo referente a la narración de esa
realidad. En cuanto a exposición narrativa -en un sentido amplio de la palabra- de la
realidad, el cómic acabará poseyendo idéntico realismo que el cine, pero en cambio su
iconografía se beneficiará de la capacidad expresiva del dibujo y del valor simbolista de
la puesta en escena teatral.
34. Ljtle Nemo in Slumberland, publicada en el Nueva York Herald, a partir del 15 de
octubre de 1905. La segunda parte, igualmente famosa, Little Nemo in the Land of
Wonderful Dreams, apareció en los periódicos de Hearst, a partir de 1911.
35. Efectivamente, existe una pintura victoriana que refleja un mundo fantástico, pero es
necesario señalar que este mundo está completamente desgajado de la realidad. Se trata
del mundo de la fantasía, uno que se declara distinto del nuestro. La creación expresa de
un mundo fantástico es un proyecto que sólo indirectamente nos puede informar sobre
la estructura del mundo real. En este sentido, la fantasía victoriana únicamente puede
alcanzar la realidad a través del inconsciente -a través de Freud-, pero no forma parte
del proyecto de materialización del inconsciente del que estamos hablando.
36. David Archard, Counciusness and the Unconscious, Londres, Hutchinson.
37. Richard L. Gregory, The Oxford Companion to the Mind, Oxford, Oxford
University Press, 1987.
38. Desde hace unos años, es evidente que este predominio de las formas
esquizofrénicas están dando paso a estructuras más de tipo paranoico. De todas formas,
quiero hacer notar que al efectuar estas divisiones me estoy guiando más por aspectos
formales de estas disfunciones psíquicas que por la estricta etiología de la enfermedad, a
cuya luz seguramente disentirían la mayoría de especialistas.
39. Las enfermedades contemporáneas evidencian claramente el apuntado cambio de
paradigma hacia lo paranoico cuando se las compara con esta histeria decimonónica.
Tanto el cáncer como el sida tienen que ver con la interioridad más secreta del cuerpo y
funcionan no con esa espontaneidad de la histeria por la que la enfermedad simplemente
se producía, tan diáfana como un objeto, con el mismo rigor positivista que podía
encontrarse en sujetos de otras ciencias, sino que proceden subrepticiamente, con
mecanismos que son amenazadores porque se basan más en la sospecha que en la
certidumbre.
40. "Mark Twain no creó idealizados mundos de ensueño. Por el contrario, en sus obras
postreras se obsesionó con las apariencias y creó un mundo poblado por personalidades
divididas y confusiones entre sueño y realidad. Ninguna de estas alternativas permitía
un escape hacia la tranquilidad y el orden". Walter Blair y Hamlin Hill, America's
Humor, Oxford, Oxford University Press, 1980 (pág. 357).(La traducción y el énfasis
son míos). Los autores se refieren a dos libros poco conocidos de Twain, The Devil's
Race-Track y The Mysterious Strange Manuscripts, los dos compuestos, muy
significativamente, de fragmentos.
41. Es interesante hacer notar de pasada cierta importante diferencia que existe, a nivel
de visión, entre la expresión a través de imágenes y la expresión a través de un texto.
Cuando leemos un escrito, captamos la visión del autor (de hecho, la vemos
mentalmente, a través de la imaginación), éste nos comunica su mirada para que seamos
capaces de considerarla como tal, es decir, como mirada ajena, susceptible de ser
comparada con la nuestra. Por el contrario, cuando vemos un dibujo (o un dibujo
articulado narrativamente), la visión del autor no nos llega a través de un proceso
imaginativo, sino que se coloca directamente como objeto de nuestra propia mirada; no
es una mirada alterativa, sino que suplanta la nuestra. Retomando un símil utilizado más
arriba, si yo leo a Baudelaire, entro en contacto con la visión de este poeta y puedo
hablar, refiriéndome a sus poemas, de la visión de Baudelaire, pero, por el contrario, si
estoy mirando un cómic de McCay, o de cualquier otro, mi mirada se convierte
automáticamente en la de este autor: yo no estoy reconstruyendo mentalmente una
mirada, sino que veo ineludiblemente a través de ojos ajenos.
42. La deformación de la realidad que tantas veces nos muestra McCay en sus
historietas es una deformación espacial, es decir, que queda constatada por la visión; es
más, en muchas ocasiones, lo que origina la deformación no es más que una variación
poco ortodoxa del punto de vista. En cualquier caso, la deformación no tiene nunca un
carácter simbólico o metafórico, sino que es siempre formal. Aún no hemos entrado
pues en el territorio alegórico que pronto empezarán a ocupar las hordas de la
publicidad, sino más bien en los prolegómenos de esta invasión.
43. Richard Marschall, Daydreams and Nightmares, The Fantastic Visions of Winsor
McCay, Westlake Village, Fantagrafic Books, 1988. En estos dibujos, McCay entra
directamente en el dominio de la alegoría que sus cómics eludían.
44. De hecho, ni siquiera es necesario hacer tal sustitución para ver lo acertado que
estaba MacCay. Su dibujo no muestra otra cosa que una realidad reemplazada por los
signos de la misma. Es decir, una realidad en la que sus elementos se han convertido en
imágenes de sí mismos y como tal, una realidad absolutamente contemporánea.
45. Kaja Silverman, en su libro The Subject of Semiotics (Oxford, Oxfrod University
Press, 1983), dice que "(...)está comunmente asumido por parte de la mayoría de
semióticos que el lenguaje constituye el sistema significante par excellence, y que sólo a
través de signos lingüísticos pueden otros signos adquirir significado" (pág. 5).
46. Ferdinand de Saussure murió en 1913, antes de que los apuntes de sus clases fueran
recopilados y publicados en forma de libro, el famoso Cours de lingüistique generale.
47. Utilizando, eso sí, técnicas tan antiguas como las de Alciato, Ripa, Juan de
Solorzano o el abate Kircher.
48. Creo sin embargo que el artículo de Barthes La retórica de la imagen abre ya las
puertas para que se inicie una salida del coto de la semiótica y que en otro de sus
trabajos, El tercer significado, todavía profundiza más en este sentido.
49. Que la imagen pueda tener un significado que no obedezca a los mandatos de un
mensaje no quiere decir que incluso esta aparente naturalidad de su significado no
pueda manipularse o que no sea siempre construida, voluntaria o involuntariamente. La
imagen puede cargar múltiples mensajes dependientes de varios códigos, como indicó
Barthes, pero siempre hay un último reducto, aquel que parece guardado para la
inconicidad, en el que la imagen expresará una concepción del mundo,
independientemente de los usos para los que se la destine. La trampa está en que esa
iconicidad, sobre todo en la era de la manipulación de la imagen, no será nunca simple
reflejo de lo real, aunque lo parezca.
50. Roland Barthes, Image, Music, Text, Nueva York, Hill and Wang, 1977 (pág. 53).
51. Claude Lévi-Strauss, Mitológicas 1, México D.F., Fondo de Cultura Económica,
1968 (pág. 14). Por otra parte, Umberto Eco en su crítica de Lévi-Strauss, expresada en
La estructura ausente (Barcelona, Editorial Lumen, 1972) resume así el pensamiento del
antropólogo francés con respecto a la relación entre arte y realidad: `El arte es la toma
de posesión de la naturaleza por parte de la cultura. El arte eleva al rango de significante
a un objeto bruto, lo convierte en signo y descubre en él una estructura que estaba
latente. Pero el arte comunica por medio de cierta relación entre el signo y el objeto que
lo ha inspirado; y si no existiera esta relación de iconicidad no estaríamos ante una obra
de arte sino ante un fenómeno de carácter lingüístico, arbitrario y convencional y si, por
otra parte, el arte fuera una imitación total del objeto, ya no tendría el carácter de signo".
(Pág. 254). Sin querer entraren la discusión que Eco entabla con Lévi-Strauss y que se
refiere a la posibilidad de que exista un lenguaje sin la concurrencia de la doble
articulación, quiero recalcar que el enfoque del pensador francés me parece muy
significativo para entender el proceso de imaginación de la realidad, que ocurre cuando
nuestra relación con ésta última se establece a través de las imágenes. Sólo hay que
cambiar, en el párrafo anterior, el concepto de arte por el de imagen para captar todo el
significado. Reconozco, no obstante, que mi interpretación puede ser un tanto forzada,
puesto que, según Eco, la intención de Lévi-Strauss era proponer que las imágenes
debían tener el mismo tipo de articulación que el lenguaje verbal y yo mantengo lo
contrario. Se precisaría un libro entero para decidir quién está en lo cierto, si Eco o
Lévi-Strauss, o bien Lévi-Strauss interpretado por Eco o yo cuando interpreto los
conceptos que Umberto Eco adjudica a Lévi-Strauss. De momento, lo que me interesa
es arrojar luz sobre un determinado fenómeno y me parece que la cita anterior,
interpretaciones aparte, lo hace con suficiente efectividad.
52. John Berger, Ways of Seeing, Penguin Books, 1987.
53. Puede parecer que estoy expresando un contrasentido, puesto que afirmo que las
imágenes precisan de un texto para ser significantes, pero no es así. Evidentemente, no
se ha descubierto, ni se descubrirá, vehículo más perfecto para el razonamiento y la
comunicación de conceptos que el articulado por el lenguaje, pero esto no quiere decir
que la imagen no pueda contener en sí misma determinado significado que,
paradójicamente, no pueda ser articulado de otra forma que mediante un discurso
lingüístico. Tampoco es mi intención proponer ninguna ventaja en la sustitución de un
tipo de discurso, el lingüístico, por el otro, el visual, sino antes al contrario, llamar la
atención sobre el fenómeno de esta sustitución, que se está dando en nuestras
sociedades, y denunciar la quiebra del proceso racional que esto supone.
54, Con sólo echar un vistazo al lenguaje que utiliza el crítico convencional de arte
cuando trata de describir un cuadro, es posible darse cuenta de lo poco confortables que
se sienten los teóricos con la imagen: cuánta vaguedad y cuántos conceptos
insustanciales para intentar salvar un abismo que se presiente pero que no se sabe cómo
afrontar. Lo mismo sucedía con los críticos cinematográficos antes de que se empezara
a emplear la semiótica en los análisis de películas (y continúa sucediendo con los
críticos de revistas y periódicos). Pero incluso cuando la teoría semiótica les confiere
una serie de poderosas herramientas, estos críticos siguen olvidándose de la imagen en
sí, continúan subrogándola a cualquier otra cosa para evitar tener que enfrentarse con
ella y sus problemas. Con la imagen no se sabe nunca qué hacer, a menos que se
considere como ilustración.
55. Cada vez se hace más evidente, en los programas de televisión, la tendencia a
referirse no a la realidad sino a una imagen de la realidad confeccionada previamente
por la misma televisión o por otro medio considerado con mayor solera realista. Así en
algunos concursos, cuya estructura tiene la virtud de constituirse en un modelo de la
sociedad que se relaciona con ésta a nivel paródico o satírico, nunca se alcanza la
referencia directa con la realidad, sino que el gesto paródico o satírico se detiene
siempre en la imagen de la realidad que previamente, los propios medios de
comunicación se han encargado de construir, ya sea mediante la apelación al mundo real
o más probablemente haciendo referencia a otra imagen más antigua. Así, cuando en un
concurso como el popular Tres Pics i Repicó del canal autonómico de Cataluña se
dedica un programa al Oeste americano, lo que se hace es recurrir a la imagen del Oeste
que el cine y la televisión nos ha transmitido (que, en sí misma, tampoco tiene
demasiado que ver con el supuesto Oeste real, pero que dado nuestro actual
extrañamiento con respecto a la realidad, ha acabado por convertirse en lo que podría
denominarse imagen real de una realidad ficticia). En este caso, se podría argüir, por lo
tanto, que el Oeste ya es de entrada una construcción imaginaria, pero es que cuando en
otro programa se hace referencia a Paris, se evidencia la imposibilidad de huir del
conglomerado de imágenes que Hollywood ha puesto a nuestra disposición y ha
acabado por anular completamente al París real: el programa acaba construyéndose
mediante citas de Un americano en París y el Pigalle de Irma, la dulce, por citar algunas
referencias. En otro programa dedicado a la URSS, cuando se hace ineludible la
referencia al Doctor Zivago, no se recurre a Pasternak, por muy popular que éste fuera
en su momento, sino a la película de David Lean. El problema es que en ningún
momento nos encontramos ante el típico homenaje ni con una actitud pop; las
referencias surgen espontáneamente como si éstas fueran si no la única realidad posible
(París y la URSS están ahí, en alguna parte, dispuestas a dejarse visitar), sí por lo menos
la única representable. Por otro lado, en muchos espacios dramáticos de TV, se pone de
evidencia en los actores un modo de interpretación que basa todos sus recursos en los
caracteres tópicos que previamente ha fabricado la propia TV. Cuando se trata de
caracterizar, por ejemplo, a un guardia, a un tendero o a un ama de casa (y con más
énfasis si se intenta parodiarlos, siguiendo una tendencia creciente a convertir toda
interpretación en parodia), no se va en busca de personajes reales, sino de los prototipos
que el medio ya ha estandarizado, o bien en anteriores espacios dramáticos o bien en
otros programas, incluso de índole informativa. Este impulso, que en la parodia, aunque
ésta signifique por su abuso un empobrecimiento de las técnicas intepretativas, podría
entenderse (al fin y al cabo, la commedia dell'arte funcionaba con parecidos
mecanismos), revela en otros momentos la total incapacidad por alcanzar esa realidad
última y elusiva. El actor se escuda detrás de una actitud inocentemente realista, sólo
que, sin darse cuenta, se refiere a una realidad que no existe fuera de la imagen. No es
de extrañar,
sin embargo, que los espectadores, encerrados en la misma trampa, capten finalmente
tales interpretaciones como verdaderamente realistas.
56. Roland Barthes, The Rethoric of the Image, en Image, Music, Text, ob. cit., pág. 32-
51. 57. En este caso tampoco el texto supone un mensaje necesario para lograr el anclaje
del significado, puesto que éste es suficientemente claro sin aquel. Lo que los rótulos
consiguen en la imagen es proponer una lectura alegórica de la misma que enmascara
más que revela el verdadero significado, uno que conlleva fuertes tonos clasistas.
58. Georges Sadoul, Dictionnaire des Cinéastes, París, Editions du Seuil, 1975.
59. Gerard Blanchard, La barde dessineé:: histoire des histoires en images, de la
prehistoire a nos jours, Verviers, Marabout Universite, 1969, (pág. 162-163).
60. Román Gubern, en su libro La mirada opulenta (Barcelona, Gustavo Gili, 1987),
interpreta este mismo hecho en diferente sentido. Para él, la distinta estructura que la
misma anécdota origina en ambos medios se debería a las necesidades intrínsecas de
cada uno de ellos. En palabras de Gubern "las nueve viñetas de la historia original
pudieron convertirse en el plano único, sin ningún corte, de El regador regado" La
cursiva es mía y con ella intento llamar la atención sobre el hecho de que Gubern parece
dar a entender que el cine exigía estilísticamente esta compresión en un solo plano, idea
un tanto extraña si tenemos en cuenta que de ahí en adelante, el cinematógrafo no haría
otra cosa que intentar conquistar esa proliferación de planos que la historia de Vogel
anticipaba. La verdad es que, de la misma forma que la historia del regador hubiera
podido ser articulada en diferentes planos, a pesar de que, según Gubern, no requiriese
tal fragmentación, la historieta de Vogel hubiera podido ser expresada de forma unitaria,
como lo demuestran algunos ejemplos de los primeros cómics, que narran
acontecimientos tan o más complejos que los del regador en un espacio no fragmentado
(fig. 10). Mi intención no es tanto negar el hecho evidente de que sobre un espacio
unitario la temporalidad se expresara mejor mediante la fragmentación, cuanto mantener
la idea de que en el cine la falta de la misma no suponía más que un cierto primitivismo.
A todo esto se podría añadir que muchos cómics de la época más que anticipar lo que el
cine descubriría años después, es decir, la conveniencia de estructurar la narrativa a
través de diferentes unidades o planos para ganar complejidad, lo que hacían era copiar
la estructura física de la película, es decir, la descomposición del movimiento en varios
fotogramas, ya sea por haber contemplado a simple vista sus autores una película o más
probablemente por haber tenido ocasión de observar algunos de los antecedentes del
cinematógrafo, ya sea los experimentos de Muybridge o cualquiera de los múltiples
aparatos que, del Zootrope al Praxinoscope, trataron de conferir movimiento a imágenes
fijas. En historietas como Interrrvssion, de Lothar Meggendofer (1875) (fig. 11) o El
error del trampero de Arkansas, de Caran d'Anche (1875) (fig. 12) podemos ver en
funcionamiento este tipo de influencias. Pero la sorpresa viene cuando observamos una
historieta anterior, como la titulada The Fly, de W. Bush (1861) donde no tan sólo
descubrimos el típico desglose en planos, sino además una sorprendente proliferación
de puntos de vista, no existente en los ejemplos anteriores y que cubre más o menos
toda la escala cinematográfica, incluido un final y espectacular primer plano (fig. 13).
61. Conservador no tan sólo porque expresara normalmente conceptos conservadores o
reaccionarios, sino porque en general, la alegoría enmascara su proceso de producción
de significado tras las mismas estructuras retóricas que lo producen.
62. Un elemento esencial de la alegoría es su tratamiento del espacio, al que no se le ha
prestado la debida atención, precisamente porque en el estudio de lo visual, como ya he
dicho, ha prevalecido siempre lo relacionado con la escritura. Aurora Egido, en su
prólogo a la edición de los Emblemas de Alciato (Santiago Sebastián, Alciato,
Emblemas, Madrid, Ed. Akal, S,A., 1985) indica, con referencia a la estructura de los
emblemas, que "Schóne (...) minimiza en parte la cuestión al decir que no importa qué
fue primero, si el dibujo o las palabras, lo que interesa es que la pictura es lo primero
que el ojo percibe del emblema y ello invita a interpretar esa primera visión a la luz de
lo que la suscripción después confirma" (pág, 11) Y más adelante: "la palabra, colocada
al pie de la pintura o descibiéndola, genera, por su propia mecánica, un espacio y una
dinámica diferentes" (pág. 13). Es esta nueva disposición espacial que en estas citas se
insinúa (pero que en realidad va mucho más allá de la simple relación texto-imagen que
aquí se discute) la que permite extender el concepto de alegoría, en este caso,
relacionado con el emblema, hasta límites más amplios que los del simple sermón. Por
ejemplo, el dibujante Will Eisner acostumbraba a iniciar las historietas de su personaje
The Spirit con una viñeta que recogía las formas alegóricas, pero sin el contenido
tradicional de las mismas (fig. 15).
63. Empleo aquí el término democracia desde un punto de vista formal, no ético, ni
siquiera político, a pesar de que en última instancia, no lo niego, se puedan sacar, de
este análisis formal, las correspondientes conclusiones políticas.
64. Cultura pop compuesta por moda, discos -las portadas tanto como el contenido-,
revistas, diseño -de automóviles, de muebles, de aparatos electrodomésticos, etc.
65. Hablaremos, más adelante, de la función de las revistas y periódicos en la creación
de un nuevo espacio que denominaré hipnótico y que viene a ser como la adecuación
del espacio alegórico, bidimensional, a las tres dimensiones del espacio natural.
66. Recordemos, por encima, el episodio de Gaddafi, el del terrorista Abdu Nidal -con
la secuela de Oliver North y su emblemática presencia ante el congreso de los Estados
Unidos: apelación al héroe mítico de las películas dispuesto a dirimir su honor cara a
cara con el malvado enemigo-, el del fundamentalismo Iraní, la discusión francesa sobre
la libertad o no de las mujeres árabes a llevar el velo en las escuelas francesas, etc. etc.
Este mecanismo de acumulación de energía negativa Allport lo llamaría prejuicios- no
es nada nuevo, pero quizá lo sea la forma en que la alegoría encauza su descarga.
67. En el anuncio televisivo, la posibilidad de estructurar el anuncio en tres planos
consecutivos que fueran la exacta rendición del anuncio del periódico era evidentemente
imposible, debido a que estos tres planos, aunque se hubiera demorado el cambio de
uno al otro hasta los límites que la estética publicitaria permite, siempre hubiera sido
demasiado rápido para manipular convenientemente la energía emocional del
espectador. El zoom solventa convenientemente el problema, pues permite controlar la
cadencia que en un periódico adecua personalmente el lector en el acto de pasar las
páginas.
Capítulo 4
Prisión-Eros
(La erótica de la cautividad)
1. EL FALSO ORIGINAL
Cuando, en 1874, el crítico italiano Giovanni Morelli, bajo el seudónimo de Ivan
Lermolieff, promulgó un sistema para la correcta atribución de las pinturas de los
grandes maestros (1), no podía imaginar que estaba siendo asimismo el antecesor de
uno de los más importantes principios de la narrativa en imágenes. Lejos quedaban
todavía las primeras historietas (2) y las primeras películas. Y aún más lejos se
encontraba el momento en que esa técnica insospechada adquiriría carta de naturaleza
estética. Pero no es en calidad de pionero que me interesa el tal Morelli, sino más bien
como indicador excéntrico de los prolegómenos de un fenómeno de importancia crucial
que se había iniciado con la fotografia e iba a marcar la concepción de la realidad de
todo el siglo XX. Me refiero, por supuesto, a la desintegración de esta realidad a través
de las imágenes.
Morelli, al promover la necesidad de introducirse dentro del cuadro para analizarlo, para
dislocar sus elementos del espacio realista que los mantenía aglutinados; al buscar la
verdad de la pintura no en el conjunto, sino en la parte, ponía de relieve las grandes
transformaciones que la imagen estaba sufriendo desde la invención de la fotografia.
Edward Muybridge, por la misma época, hacía exactamente lo mismo con sus
experimentos fotográficos sobre el movimiento, pero mediante una inversión absoluta
del gesto. Si Morelli invocaba la inmersión dentro de la totalidad para despedazarla en
elementos plenamente significantes, Muybridge prometía la misma epifania a partir de
la multiplicación de un acto, de su conversión en un conjunto de imágenes, de cuya
dispersión surgía la respuesta a la incógnita oculta y básica sobre el galope del caballo y
la disposición de sus patas respecto al suelo, incógnita que la realidad continua o la
imagen única no conseguían despejar. En ambos casos, sin embargo, la solución de la
realidad se desplazaba de la visión total de la misma, de su conjunto realista, a la
disgregación. La percepción natural de la realidad sufría un duro embate con el
experimento de Muybridge que colocaba la máquina en mitad del proceso para
garantizar la visión correcta. No se trataba ya de que la fotografia conservara la realidad
y permitiera una visión detenida de la misma, sino que era necesaria la descomposición
de esa realidad en unidades imaginarias para poder ver correctamente. La visión
retrocedía de esta forma hasta colocarse tras la máquina o su producto, las fotografías ,
y luego el vidente escuchaba la voz de Morelli que le indicaba la conveniencia de
desglosar estas imágenes -en sí mismas productos del desglose de la realidad- un grado
más a captar para la esencia de lo real en su último reducto.
La fotografia había transformado la realidad en una galaxia de pequeñas piezas, cada
una de ellas con su correspondiente parte de tiempo e historia congelados y también con
su estructura espacial propia. Estas partes reproducían en otro conjunto de coordenadas
las características del todo, con la diferencia de que no precisaban formar parte de un
continuo para existir. Había, en ese momento, varias diferencias entre la pintura y la
fotografia. En primer lugar, los cuadros podían ser realistas pero nunca eran
confundidos con la realidad. La fotografia, por el contrario, era indudablemente real,
incluso cuando, como ocurría en ocasiones, no era realista. Una pintura podía, a lo
sumo, aspirar a representar algo, mientras que la fotografia, en su más mínima
expresión, era siempre la fiel imagen de una representación, por ejemplo, aquella de una
pintura. Es bien sabido, que en ese momento, en parte por la influencia de la fotografia
y en parte por querer deshacerse de esta influencia, se empieza a desarrollar en la
pintura un estilo anti-representativo que se hace evidente incluso cuando los pintores
quieren representar la realidad con perfección fotográfica (por ejemplo, los
impresionistas). Sin embargo, la tendencia era dejar el realismo para las máquinas y
buscar otros niveles de expresión (3). Con ello se crea un vacío que, a pesar de todo, la
fotografia era incapaz de llenar completamente. La fotografia no podía convertirse en el
arte (o el medio) realista por excelencia porque, como ya he dicho antes, es incapaz de
trascender la realidad con el fin de alcanzar el realismo, es decir, la formación de un
discurso representacional acerca de la realidad. Es más, la fotografia no podía
representar la realidad por el simple hecho de que esta realidad ya no existía. La
realidad integral, aquel todo absoluto que había permeado el ser hasta entonces, acababa
de estallar en pedazos a causa de la misma fotografia, y sus restos se hallaban
esparcidos por todas partes. De la única forma en que la fotografia podía heredar el
reino que la pintura dejaba atrás, era convirtiéndose ella misma en una representación de
la nueva realidad dispersa, mediante el desarrollo de un discurso que diera cuenta de
esta nueva realidad a través de la reorganización de todas las desperdigadas piezas en un
continuo que imitara la realidad tradicional. El proyecto, siendo tan contradictorio -
representando de hecho una contradicción histórica-, estaba de antemano condenado al
fracaso, y la conclusión lógica es que lo único que logró del cine, desde este exclusivo
punto de vista, fue sacudir una momia frente a un puñado de asombrados espectadores y
convencerles de que el sujeto estaba aún vivo.
La actuación de la cámara sobre la realidad, después de los primeros balbuceos
teatralistas, fue una suerte de continuación del proceso instaurado por Morelli para el
análisis pictográfico, a la vez que internamente estructuraba un fenómeno calcado al de
Muybridge, excepto en el hecho de que así como los experimentos del inglés ponían a la
luz la disgregación, el cinematógrafo la ocultaba. Lo que en Muybridge era finalidad, en
el cine constituía el punto de partida sobre el que se instauraba una nueva
descomposición a la Morelli, la llamada planificación. La cámara trataba de extraer de
un canvas estático y muerto la realidad- la esencia de una autenticidad perdida entre el
laberinto de simulacros. Su planificación de la realidad era de hecho una reconstrucción.
Morelli quería encontrar, entre el bosque de imitaciones, el trazo de una autenticidad
que se había perdido a consecuencia, precisamente, de la proliferación de copias de
aquel simulacro de la realidad que era la obra original. Su búsqueda era de hecho una
destrucción. En ambos casos nos encontramos ante la urgencia por recuperar un punto
de referencia, un centro desde el cual tener la posibilidad de reemprender una
representación continua, en un caso de la subjetividad, en el otro de la historia del arte.
En ambas instancias, se mostraba la intención de reanimar algo que se sospechaba
muerto. Pero también en ambos casos había el intento, quizá oculto, de diseccionar un
cadáver para certificar oficialmente su defunción.
El cine interpretó este papel de manera muy dialéctica. Usó al asesino -la fotografia-
para simular una resurrección de la víctima, y al mismo tiempo enterró el cuerpo de ésta
bajo una capa de falsa representación.
3. EL MARCO MENTAL
El concepto de marco (10) está relacionado muy de cerca con el de realidad. Las
primeras manifestaciones del marco tienen conexión con los intentos realizados por los
griegos para producir una geografia del mundo. Una vez empezaron a pensar en el
mundo (una vez que fueron capaces de situarse racionalmente fuera del mundo), el
problema de los límites de éste surgió de forma natural. Establecieron entonces una
división entre la tierra y los territorios deshabitados (oikumene)(11). La tierra (ge) era el
lugar de la realidad, mientras que el oikumene constituía el territorio de la imaginación.
La divergencia entre estas dos regiones, obligó a la representación de unos límites que
los separaran. Estos limites más que enmarcar el territorio exterior de la imaginación, se
constituyeron alrededor de la tierra como una muralla protectora, y. en cuanto
aparecieron los mapas o las representaciones cosmológicas, se incorporaron a ellos para
expresar la frontera extrema de la realidad material. Debido a la observación ocular de
la línea del horizonte, la mayoría de estos límites fueron representados al principio de
forma circular, como una circunferencia (o una semi-esfera) dentro de la cual estaba
contenido el mundo. Pero Eforo, historiador contemporáneo de Platón, estableció, en un
tratado de geografia, los limites del olkumene en forma de paralelogramo (fig. 22) (12).
Esta forma abstracta, no relacionada con la observación empírica como la circular, sería
la que desde entonces representaría la frontera entre realidad e imaginación, entre los
diferentes niveles del discurso (geográfico y por añadidura filosófico) (13). Este marco
(o encuadre), sin embargo, no solamente separaba, y separa, la realidad de la fantasía o
el mito, sino que, en una acción contrapuesta, separa la representación de la realidad
correspondiente. Los griegos creían que la región de la oikumene era en cierto sentido
tan real como el mundo que quedaba dentro del marco, por lo que el territorio (el
espacio) de ambos mundos estaba de hecho representado (limitado) por un marco que
tenía así una doble polaridad y que por su situación constituía una frontera física entre
ambas regiones. Paulatinamente, el marco fue perdiendo esta bipolaridad inicial para
acabar convirtiéndose en un simple receptáculo. Para los griegos también era un
recipiente (uno doble), pero lo que en verdad contenía este recipiente era la realidad, es
decir su representación gráfica, puesto que el mundo de la imaginación se extendía a su
alrededor sin limites exteriores aparentes. Esta función, la de contener una
representación de la realidad, empezó con los mapas y continuó con ellos. Pero el marco
(tanto en sentido material como en el abstracto, es decir, bien como objeto de madera,
etc., colocado en torno a la representación, o como límite implícito de ésta), al ser
aplicado a otras formas de representación, vio ampliadas poderosamente sus propias
funciones. Pero incluso en relación con los mapas, adquirió el marco un sentido distinto
cuando concepciones del mundo más científicas convirtieron la oikumene en obsoleta.
La imaginación perdió su calidad geográfica y por lo tanto también la necesidad de una
línea divisoria que la separara de la realidad. En la mente del hombre y la mujer
occidentales quedó la noción de que un cierto mundo existía fuera del real, pero era un
mundo mítico que aun teniendo las mismas características que la realidad (en este
sentido ya no era la oikumene sino una segunda tierra), estaba situado a un distinto
nivel. En este momento, la noción de representación adquirió su verdadero sentido, ya
que el marco dejó de ser una frontera entre dos regiones, es decir, dejó de ser un
elemento de la realidad representado en el mapa y con el mismo valor que el resto (las
líneas que describían montañas, ríos, etc.), y se convirtió por el contrario en un objeto,
exterior al mapa: literalmente un marco de madera que contenía un mapa que
representaba la realidad. La antigua frontera, al dejar de formar parte de la realidad (una
separación entre dos regiones), pasó a convertirse en un objeto real (el marco de
madera). Podemos decir que para los griegos, el mapa era la realidad, ya que sin él no
había ninguna posibilidad de experimentar lo real como una totalidad. Pero para finales
de la Edad Media, el mapa se había convertido ya en un objeto, una representación que
sólo tenía una relación convencional con el modelo. La realidad ya no estaba dentro del
marco, sino fuera de él, y la oukimene había retrocedido hasta una región ideal y
escatológica, desde la cual después se retiraría aún más hacia el interior de la mente
humana, a partir de cuyo momento sería expresada con los conceptos más modernos de
fantasía e imaginación.
Con este primer cambio de polaridad, el marco adquiere materialidad, se convierte en
un artefacto, y empieza también a ser contenedor de representaciones, primero, del
mundo escatológico y después del mundo de la imaginación: la oikumene, habiendo
sido despedida por la puerta, entra subrepticiamente por la ventana y se instala de nuevo
en la realidad. Es como si el marco de Eforo fuera reversible y lo que antes estaba
situado fuera de su perímetro (y era por lo tanto infinito), se encontrara de pronto dentro
(y estuviera limitado).
Para cuando los marcos se hubieron convertido en claustros del mundo imaginario, ya
habían adquirido presencia y personalidad propias; habían dejado de ser una línea, un
límite ideal situado en ninguna parte, y habían pasado, como ya he dicho, a ser un
objeto. Este objeto era portador en sí mismo de un discurso, ornamental o de algún otro
tipo (14), que por un lado separaba todavía más el espacio diegético interno del espacio
exterior real, mientras que creaba a la vez una conexión paradigmática con otros
marcos. Al convertirse en parte de un discurso estilístico, los marcos entraban en la
historia y se convertía, por lo tanto, en inevitables.
4. EL MARCO DE LA HISTORIA
La inclusión de lo imaginario dentro de un marco abrió el camino para una organización
estructural de este imaginario a través de la organización del espacio contenido dentro
de los límites del marco. La mente se formalizaba y se volvía por lo tanto manipulable.
Durante el Renacimiento, la realidad empezó a entrar de nuevo dentro del marco, pero
siempre matizada mediante la imaginación o la razón (como cuando la realidad del
interior del marco estuvo organizada por las leyes de la perspectiva). El marco organiza
una realidad cuya condición natural es la desorganización, o como se dice ahora, el caos
(15). La realidad se ve constreñida por determinado paradigma cuyo representante es el
marco. El paradigma que reina indiscutido dentro del marco, da la impresión, sin
embargo, de desvanecerse en cuanto se traspasan los límites específicos de ese
encuadre. Lo cual no deja de ser paradójico si tenemos en cuenta que el espacio del
interior del marco pretende ser la representación de alguna región externa, real o
imaginaria. Parece lógico esperar, pues, que el paradigma que regula el interior. tenga
algún poder sobre su contrapartida exterior, a través de un efecto representacional
inverso (16). En este caso, los marcos no serían tan sólo límites materiales u objetos,
sino que se convertirían en máquinas a través de las que se producirían procesos de
alimentación y retroalimentación. Información procedente del mundo real o de la
imaginación penetra en la pintura (grabado, dibujo, etc.) a través del marco y, una vez
procesada por las leyes de determinado paradigma (estilístico o de otro tipo), regresa a
la realidad también a través del marco. El marco se convierte otra vez, como en Grecia,
en parte del discurso, pero ahora no nos encontramos ante unos límites inertes, sino ante
una frontera extremadamente energética que ejerce a la vez de control y de filtro.
Los marcos se convierten en indispensables para la formación de cualquier espacio
diegético (17). En el teatro, por ejemplo, el lugar de la representación se reduce, durante
el Barroco, a un pequeño espacio, el escenario, después de un proceso de recesión que
se inicia en los espacios abiertos y en las iglesias de la Edad Media, así como en las
cortes renacentistas. El marco adquiere en el teatro una situación privilegiada que
coincide con el punto donde se juntan las líneas convergentes de una imagen organizada
según las leyes de la perspectiva (el teatro como local). Es como si, finalmente, las leyes
del paradigma interno hubieran cumplido su implícita misión de organizar también el
exterior, y así vemos como las líneas imaginarias que dirigen la mirada hacia el marco
del escenario tienen una continuación dentro de ese marco y acompañan la mirada hacia
una nueva organización en perspectiva, vista desde otro punto de vista privilegiado (18).
Y lo que sucede en un teatro, a través de la organización arquitectónica del edificio,
puede ocurrir ante una pintura, bien por la organización de la mirada mediante la puesta
en escena de la misma, o bien por la forma en que determinados cuadros estén
colocados en una habitación. Espacio diegético y espacio real se convierten así en un
continuo y el marco parece desvanecerse de nuevo.
8. EL MARCO SURREALISTA
En el espacio -en la realidad- continuo, los objetos tenían el significado que les confería
su situación en el mismo. Eran ellos de hecho los creadores del espacio, que crecía en
los límites externos de sus formas y sus conceptos y se extendía a través del suave
tenido compuesto por el entramado de las diversas exudaciones espaciales. Una pipa era
una pipa porque ocupaba la posición de una pipa en el espacio, o porque como tal pipa
creaba una distribución espacial en tomo a ella característica de una pipa. En el realismo
naturalista, por lo tanto, no había ningún problema en reconocer los objetos puesto que
tampoco había ningún decollage entre el espacio conceptual y el espacio físico.
Las multinacionales no simplifican la realidad, sino que la vuelven más compleja. No
son tanto una aglomeración cuanto una disgregación. El supuesto conglomerado en
lugar de unificar el conjunto, resalta la diferencia entre los elementos que lo componen,
su disparidad y aislamiento. Antes de la absorción, cada una de las empresas que la
sufren eran entidades únicas y plenamente significantes (completas), mientras que al ser
absorbidas, se convierten, por el contrario, en partes de un todo que precisan de las
demás para subsistir y por lo tanto agudizan sus diferencias. Individualizadas tenían
sentido, aglomeradas carecen de él. Las multinacionales se desvanecen pues tras una
sombra, una pantalla de segmentos aparentemente sin sentido (puesto que carecen del
significado individual anterior a su absorción y su entramado es de una complejidad tal
que parece llevarla más allá del significado). La empresa multinacional se convierte por
lo tanto en marco de un conjunto de piezas disgregadas y con relaciones difusas e
incluso ocultas. El marco se hace portador del único significado posible puesto que
aparentemente restaura la unidad a la dispersa colección de piezas, pero a su vez ese
marco (la multinacional) crea un espacio ilusorio que enmascara la desaparición del
espacio tradicional que ha tenido lugar mediante los procesos de expansión-absorción.
Las empresas filiales están diseminadas por el mundo, inmersas en sociedades y
economías diversas, han perdido su lugar en un entorno socio-económico natural y la
unión entre ellas se establece a niveles macro-económicos y macro-financieros que se
escapan a los análisis de las ciencias sociales naturalistas.
Es así como el movimiento surrealista se convierte en el detentador del realismo del
siglo XX más que en el dinamitador de una supuesta realidad absoluta. Los objetos,
libres de las ataduras espaciales-conceptuales a las que parecían pertenecer
naturalmente, flotan en un limbo hiperespacial, dispuestos a los más esotéricos
ensamblajes y yuxtaposiciones, cuya solidez viene permitida por la presencia de un
marco. Sin el marco, la realidad se disgregaría en un terreno de nadie, en el abismo de la
insignificancia; el marco, como en la multinacional, confiere significado a conjunciones
tan extraordinarias como la de un paraguas y una máquina de coser sobre un quirófano.
Si bien estos objetos han tenido que perder su antiguo significado para poder coincidir
de alguna forma, la verdad es que nunca hubieran coincidido a menos que un marco (sea
este la simple voluntad surrealista o el marco que sitúa físicamente los limites a su
alrededor) los hubiera acogido en su interior. El marco asegura la nueva cohesión y les
otorga un espacio en el que su nuevo discurso puede representarse. Pero este espacio ya
no es el antiguo espacio físico que se desprendía de los mismos objetos, sino un espacio
mental, el de la memoria y el del inconsciente, donde no rigen las leyes de la física sino
las de los sueños. Y el marco, como he dicho antes, habiéndose equiparado a los limites
de la mente, se hace infinito y engloba toda la realidad que se convierte asi en imagen.
NOTAS AL CAPíTULO 3º
1. Carlo Ginzburg, Mitos, emblemas, indicios (pág. 138-175), Gedisa Editorial, 1989.
Morelli mantenía que para poder distinguir entre las copias y los originales, el experto
debe dejar de lado las características más obvias del cuadro (aquellas que se consideran
de hecho representativas de un determinado estilo) y concentrarse por el contrario en
detalles menos importantes, como los lóbulos de la oreja, las uñas, la forma de los
dedos, etc.
2. Me refiero a las primeras historietas propiamente dichas, pues en lo que se refiere a la
narración mediante viñetas más o menos declaradas, ésta ya era popular desde mediados
de siglo. Ver La bande dessinée, de Gérard Blanchard (Verviers, Marabout Universitè,
1969).
3. Los pintores empezaron a mirar hacia su interior. Al principio, trataron de pintar
emociones, y luego la causa de las emociones: el inconsciente. Es interesante destacar
que la pintura inició su excavación del Yo para representar el inconsciente en el
momento en que este inconsciente está saliendo espontáneamente a la superficie,
reflejado en las imágenes confeccionadas técnicamente y en sus organizaciones
narrativas.
4. Ya he apuntado anteriormente la existencia, antes de la aparición de Yellow Kid, de
narrativas visuales estructuralmente parecidas a las del moderno cómic -en este sentido,
incluso más aparentemente evolucionadas que el mismo Yellow Kid. De todas formas,
esta historieta se toma normalmente como referencia del nacimiento del cómic, por lo
menos como fenómeno sociológico.
5. Frente a un televisor, por el contrario, es muy fácil apartar la vista de la pantalla, y de
hecho la visión de la imagen televisiva adquiere su máxima eficacia precisamente
gracias a este ir y venir de los ojos de la pantalla al ambiente circundante. De esta
forma, la imagen de la televisión se funde con el entorno y constituye no tanto un objeto
más de los que pueblan el salón cuanto una imagen-elemento más que se combina con
el resto para articular el discurso general de imágenes cuyo producto es la realidad. Pero
esta nueva imagen elemental en que se convierte la pantalla de televisión cuando la
mirada la combina con el entorno no es tan inocente como parece. La diferencia estriba
en que la pantalla convertida en imagen no es una imagen más, sino que tan sólo parece
fundirse con la mediocridad significativa del resto, cuando en verdad entra en el
conjunto dirigiendo con estrategias específicas la construcción de esa realidad de la que
las imágenes se constituyen en autoras.
6. Existe, por supuesto, una pintura narrativa, pero aquí nos referimos más a la
existencia de una forma narrativa, la fragmentación en viñetas, que a la expresión de
una anécdota dentro de un mismo plano. En cualquier caso, hay que reconocer la
existencia de mil subterfugios utilizados por los pintores para expresar la temporalidad
dentro del paradigma primordialmente espacial de un cuadro.
7. En una línea psico-estética como ésta, la televisión ocuparía una posición situada
antes del cine -no después de él- mientras que la publicidad gráfica estaría colocada más
allá de los cómics, tendiendo, como la televisión, hacia un centro ideal. En este centro
se produciría un salto cualitativo hacia un grado más alto de relación con el espectador,
una relación en la que la separación entre medio y público -característico de los otros
medios- habría dejado de existir.
8. Más adelante argüiré que esta sincronicidad se alcanza en la mente del espectador, en
la cual todos los componentes fintemos del encuadre -o de la organización de
encuadres- se combinan en una alegoría estructural.
9. Este naturalismo existe incluso cuando el sujeto de la narrativa es fantástico o irreal,
como ocurre en el Little Nemo, de McCay (fig. 18). En estos casos, aun cuando la
organización natural del mundo real ha sido excedida, no se propone un nuevo conjunto
de relaciones. El nuevo espacio diegético representa, por el contrario, una amplificación
del anterior. Es lo mismo que ocurre en la literatura fantástica, desde Poe a Borges, y
también en la ciencia-ficción. Un ejemplo de lo contrario se puede encontrar en algunas
películas de Mèliés, donde se produce por casualidad una especie de surrealismo, y en
las novelas de Raymond Rousell, donde se propone un meta-espacio.
10. En inglés -idioma en el que, como ya he indicado al principio, fue escrita la versión
inicial de este libro-la palabra frame tiene la doble acepción de marco y encuadre (que
en el caso del cine, se amplia a un tercer significado que es el de fotograma), lo cual la
hace mucho más adecuada que la palabra española marco, de sentido un poco más
restringido, para expresar el concepto del que trata este apartado. Marco es el objeto
material que rodea una representación gráfica, mientras que encuadre se refiere a los
limites virtuales de la misma, incorporados o no a ella de forma gráfica o material. De
todas formas, también se puede usar en el sentido de ámbito, aunque, por ejemplo, la
frase inglesa The Frame of Mind es mucho más certera que la equivalente española que
he utilizado para sustituir a aquella en el título de este apartado.
11. William Arthur Heidel, The Frame of the Ancient Greek Maps, Nueva York,
American Geographical Society, 1937, (pág. 12).
12. William A. Heidel, ob. cit., pág. 17.
13. Cuando más tarde el marco formalizado adopte formas distintas a las del
paralelogramo rectangular, el cambio no constituirá una declaración filosófica o estética
acerca de la relación entre realidad y fantasía o ficción, sino más bien un adorno, una
excepción de la regla.
14. Como sucedió con el Codex Aureus de San Emerán, de la época carolingia (c. 870),
en el cual, según Claus Grimm, "hojas de acapto, de palmera y ristras de peras pueden
(convertirse) en signos de salvación y de la venida del reino de Cristo (...) Las plantas
significan, como hicieron el oro y las piedras preciosas, la posesión de poderes
mágicos". Claus Grimm, The Book of Picture Frames, Abans Books, Nueva York, 1991
(págs. 26 y 53).
15. Se podría hablar de la urbanización de las ciudades como de un intento de
organización de la realidad dentro de un marco. Un marco bivalente, con unos límites
materiales precisos: los de la ciudad en general o los del barrio en particular (por
ejemplo el ámbito del Ensanche barcelonés donde se aplicó el Plan Sardà); y otros
virtuales: los límites del alcance teórico e ideológico del proyecto.
16. Podemos ver que este fenómeno se da con bastante asiduidad. Así en la disposición
de los jardines, en las avenidas de las ciudades, estructuradas según las leyes de la
perspectiva, en la misma forma que tenemos de ver, de leer, un paisaje, etc.,
encontramos la proyección de estas
leyes que, a primera vista, tan sólo parecen regir dentro del marco. Evidentemente,
como he indicado en la nota anterior, estas organizaciones, aparentemente sin marco,
pueden considerase también como enmarcadas, ya sea real o virtualmente, según
consideremos sus límites materiales o los conceptuales. Si preferimos adoptar este
punto de vista, será el marco en sí y no el paradigma representacional correspondiente el
que adquirirá preponderancia, el que organizará con su presencia las líneas maestras de
su contenido.
17. Podemos pensar que un libro es el marco que contiene tanto el lenguaje como la
estructura de la trama. Por lo tanto, una novela podría ser analizada también según su
arquitectura. Un libro sería el marco general que contendría, de una parte, una estructura
general compuesta por
las palabras como elementos puramente visuales, y de otra, la estructura que construiría
la trama, a partir, por ejemplo, de su organización temporal. Luego vendrían un
determinado número de marcos subsidiarios, las páginas, dentro de los que se repetirían
estructuras similares a las mencionadas (todo esto sin menoscabo de los marcos
conceptuales que de forma más aceptada intervienen en la construcción de una
narrativa). Este formalismo extremo podría no estar exento de algún significado, sobre
todo en cuanto a la plasmación espacial de la trama temporal de una novela.
18. Teniendo en cuenta que la organización en perspectiva, tanto de un espacio como de
una imagen, implica un punto de vista único, la imagen que en cualquier caso se forma
es plana, es una imagen prácticamente retiniana. Ante una calle organizada en
perspectiva, o un edifico cuya estructura se amolda a las mismas leyes, sólo hay un
punto de vista desde el que observarlo y que cumpla los requisitos de la perspectiva (es
decir, que sea por lo tanto plenamente significante); en ese momento, cuando la realidad
adquiere la total profundidad buscada, esta
misma realidad se convierte en imagen, en una imagen plana que no tiene ninguna
autonomía con respecto al ojo del observador. Podemos por lo tanto pensar que, dentro
de un teatro, antes de que suba el telón -o cuando se enciendan las luces, o cuando se
inicie simplemente el espectáculo-, el espectador se encuentra ante una organización en
perspectiva, la del local, que contempla desde su butaca. En el momento en que sube el
telón, este espectador se ve sin embargo lanzado hacia otra situación de privilegio que
coincide con el borde del escenario, es decir, los limites de un marco que contiene una
nueva imagen en perspectiva.
19. Esta transparencia funcional no tiene por qué tener una correlación con una
transparencia formal. La historia del marco como objeto es diferente de la historia del
marco como concepto, aunque algunas veces el formalismo del marco pueda contener
algún significado que se relacione con la teoría del marco.
20. 0 digamos que sí puede serlo, pero a través de la memoria y dentro de una nueva
organización sobre la que hablaré más adelante. Me remito de momento al análisis de la
escena de las escaleras de Odesa de El acorazado Potemkin que se incluye en el capítulo
8.
21. Pensemos por ejemplo en películas como el King Kong, de Merian C. Cooper y
Emest B. Schoedsack (1933) cuya sensación de realidad se produce gracias a que el
marco, los limites del encuadre, excluyen de nuestra visión de espectadores (como antes
habían excluido de la visión de la cámara) toda la parafernalia que rodeaba la escena.
Así este territorio exclusivo que configura el plano permite la alternancia de diferentes
realidades, como las utilizadas para la construcción del gorila. A saber: un muñeco de
tamaño reducido, animado imagen a imagen; partes del mono (un brazo, la cabeza, etc.)
de tamaño natural; presencia real del King Kong muñeco ante la cámara; King Kong
como imagen en una pantalla cuando se utiliza ésta como fondo de una imagen real, etc.
etc... La alternancia de estos elementos dispersos, que pertenecen por derecho propio a
diversos niveles de realidad y representación, pueden conjuntarse en un espacio -tanto
material como conceptual- de corte naturalista gracias, (y evidentemente, al posterior
empleo de las técnicas de montaje que acaban de suturar toda la operación. De todas
formas, hay que tener en cuenta que estas técnicas no hubieran servido para nada de no
haber actuado antes la censura del marco).
22. Roben Stam, Reflexivity in Film and Literature, Michigan, Umi Reserch Press,
1985.
23. Recordemos el cuento de Borges acerca de un mapa tan exhaustivo que cubría todo
el territorio que quena representar.
24. Evidentemente, el marco siempre quedaría fuera de este infinito, lo cual constituye
una prueba de su exterioridad tanto con respecto a la diégesis como con respecto a la
realidad.
Capítulo 5
Dallas
(Este capítulo fue escrito mucho antes de que la película de Oliver Stone, JFK, estuviera
ni tan siquiera en fase de rodaje. No pretende por lo tanto establecer ninguna referencia
con el citado film o el fenómeno social que su éxito pueda suponer)
3. VENGANZA
Inmediatamente después de esa epifanía que supuso la película de Zapruder, los
acontecimientos se precipitaron y ese universo que se pudo ver desnudo por un instante,
volvió a cerrarse en las pantallas de televisión norteamericanas, donde se pudo
contemplar, con el mismo asombro pero con diferente disposición, la muerte de Lee
Harvey Oswald a manos de un misterioso y expeditivo Jack Ruby.
No es lo mismo un presidente que su asesino y así mientras que la muerte de uno
provocó torrentes de investigaciones y teorías, la del otro se replegó sobre sí misma,
como mimetizando esa fotografía que la representa y en la que se ve a Oswald
encogiéndose ante los impactos del revólver de Ruby. No fue sólo que ambas muertes
se complementaran y que lo que una abría, viniera la otra a cerrarlo, sino que además las
dos se mostraron en medios distintos que ofrecían diferentes expectativas. El asesinato
de Kennedy nos llegó a través del cine, en la cúspide de su desarrollo como medio
naturalista, a punto de desgranarse en sus componentes, descomposición que como
hemos visto la misma película de los hechos vino a rematar, La muerte de Oswald, por
el contrario, ocurrió ante las cámaras de televisión, un medio en sus inicios que recogía
la antorcha de la disgregación culminada por el cine para envolverla en la cohesión
electrónica.
La disgregación fílmica se tomó su tiempo para introducirse en las conciencias
occidentales, mientras que la aparente globalidad televisiva se instaló en ellas al
instante. El cine instauró trabajosamente el definitivo realismo de la imagen, un
realismo que la televisión no tuvo necesidad de defender ni un momento. Lo que en el
cine promovía análisis en profundidad, como un detenido proceso de disección, en la
televisión lo impedía. Y en ambos casos se trataba de lo mismo: de la sensación de
realidad. Una sensación de realidad a la que, sin embargo, se llegaba de diferentes
maneras. mas un proceso de maduración en el cine, instantáneamente en la televisión.
En el cine, la imagen se convertía en realidad, mientras que en la televisión, era la
realidad la que se convertía en imagen.
NOTAS DEL CAPÍTULO 5º
1. De creer en las casualidades diría que lo es el hecho de que una de las series más
emblemáticas del cine postmodernista lleve por título precisamente Nightmare on Elm
St. (Pesadilla en la calle Elm).
2. De hecho, esta dicotomía quedaría en el futuro como una de las características del
nuevo paradigma, en el que bajo una aparente capa de irracionalidad, se moverían bien
engrasados los absolutamente lógicos mecanismos de las multinacionales.
3. Las máquinas confeccionadores de imágenes, al equiparar la imagen artificial -o
técnica con el modelo, es decir, la realidad, disolvieron antes que nada el concepto de
naturaleza, que no regresaría hasta que de forma global lo resucitaran los ecologistas. Al
mismo tiempo, el mito de la transparencia de la máquina convirtió en obsoleto el
concepto de icono. La noción de iconicidad y toda la discusión que generó, de Peirce a
Eco, está fuera de lugar cuando el modelo -la realidad- está a punto de convertirse en
icono, que es lo que sucederá cuando la televisión establezca los baremos por los que
hay que medir esa realidad.
4. Esta es la razón por la que reconocemos en los anuncios de hoy las antiguas técnicas
vanguardistas, como las teorías del montaje de Eisenstein o los conceptos surrealistas.
Recordemos también que es por esta época que se pone de moda el Pop-Art, que no
supone otra cosa que la acomodación de los dos niveles, la bisagra que permite el giro
de uno a otro.
5. Recordemos que la física cuántica se desarrolló durante los años veinte y treinta, y
que el principio de incertidumbre de Werner Heisenberg data de 1927.
6. No es de extrañar que fuera en el seno de la revolución soviética de donde surgiera,
por ejemplo, el cine de Vertov que de forma tan contundente pretendía desmantelar la
ilusión de realismo del cine tradicional (americano sobre todo) para dar paso a un cine
en el que su más íntima estructura afloraba a la superficie donde coincidía con la nueva
organización de la realidad.
7. "Cult of Distraction: on Berlin Picture Palaces", New German Critique, no. 40,
invierno de 1987. Se trata de una traducción por Thomas Y. Levin del original en
alemán, Kult der Zerstreuung, publicado en FrarkArter Zeitung en marzo de 1926. La
versión castellana es mía.
8. New Germen Critique, pág. 9. Mi traducción.
9. New German Critique, pág. 92. Mi traducción. 10.
New German Critique, cit., pág. 94. Mi traducción.
11. Pensemos, sin ir más lejos, en el término brechtiano de Verfremdungseffekt, cuyas
polémicas traducciones han dado lugar a resultados tan diversos como alienación,
distanciación o incluso, desilusión. En inglés, Zerstreuung se acostumbra a traducir
como distraction, término que equivaldría (Simon and Schsters Internacional
Dictionary) tanto a la distracción castellana como a confusión, aturdimiento e incluso
locura. Y por supuesto, en castellano por distraer podemos entender tanto divertir como
apartar la atención de algo.
12. El mismo Kracauer, en otra parte del citado articulo, juega con la ambivalencia de la
palabra Betdeb, que puede significar tanto negocio, o empresa, como actividad, o
entretenimiento. Dice Kracauer -ob. cit. pág. 93-: "La forma del entretenimiento
corresponde necesariamente a la de la empresa".
13. Petro, Patrice: "Modernity and Mass Culture in Weimar", New German Critique, no.
40, pág. 126.
14. Mi traducción a partir de la versión inglesa del artículo de Banjamin, publicada en
Film Theory and Criticism (edición de Gerald Mast y Marshall Cohen, Nueva York,
Oxford University Press, 1974). En la versión española de Jesús Aguirre (Madrid,
Taurus, 1973) nos encontramos con el mismo problema señalado antes. Donde el
traductor inglés traduce distraction y concentration, Aguirre se empeña en poner
disipación y recogimiento. No tengo acceso en este momento al original alemán, pero
en cualquier caso, no hacen falta excesivas investigaciones para que nos demos cuenta
de que los términos ingleses son cristalinos mientras que los castellanos oscurecen el
verdadero significado. Por ejemplo, donde en inglés se ha traducido "the distracted mass
absorbs the work of art" que incluso sintácticamente ofrece todas las facilidades para
que en castellano se diga las masas distraídas (o en estado de distracción) absorben la
obra de arte, Aguirre se complica la vida con " la masa dispersa sumerge en sí misma la
obra artística", frase que además de ser innecesariamente retorcida, oscurece de forma
también innecesaria un significado que parece (a juzgar por la versión inglesa) estar
muy claro. Quizá el ejemplo más contundente sea el que se ofrece casi a continuación
del anterior, cuando Benjamín empieza a hablar de la arquitectura y Aguirre le hace
decir que la arquitectura es el prototipo de una obra de arte 'cuya recepción sucede a la
disipación y por parte de una colectividad" (ob. cit., pág. 53), declaración que nos
sumerge, ahora sí, en la mayor de las confusiones hasta que leemos la traducción inglesa
y descubrimos que lo que Benjamm quería decir era que la arquitectura era el prototipo
de una obra arte "the reception of which is consummated by a collectivity in state of
distraction" (la recepción de la cual se consuma por una colectividad en estado de
distracción). Ya sabemos que el traductor es un traidor, pero quizá nunca como en este
caso se había visto tan claro.
15. Al juzgar la televisión, como cualquier otro medio, no hay que desdeñar su supuesto
valor pedagógico e incluso, en determinados casos, liberador; pero tampoco hay que
olvidar su efecto general. Uno no salva el otro y de hecho ambos pueden perfectamente
darse al unísono: el medio a nivel puntual puede resultar revelador, pero esto no impide
que esté a la vez forjando antiparras. De hecho, una de las críticas que se pueden
realizar al pensamiento postmodemo es precisamente el haber abandonado la visión
general de los fenómenos para concentrarse en su desarrollo particular en la actualidad
más rabioso, con lo cual la mayoría de los análisis son positivos, precisamente porque la
negatividad se produce a un nivel paradigmático y sus efectos sólo a la larga se harán
notar sobre el presente, es decir, sobre ese punto de color del que se quiere ignorar su
pertenencia a un conjunto puntillista. Pero para entonces sus posibles efectos se verán
otra vez neutralizados por la falta de perspectiva: de nuevo la actuación de la
negatividad -incorporada en cualquiera que sea el nuevo medio inventado- será
necesariamente captada como óptima. La euforia anida en el presente, mientras que la
melancolía precisa de una cierta distanciación para florecer.
16. En los inicios del cine, existió la tendencia a confeccionar falsos documentales en
los que se ponían en escena sucesos históricos con una cierta intención a hacerlos pasar
como auténticos. La diferencia de éstos con los verdaderos documentales es que
mientras un verdadero documental fue durante mucho tiempo sinónimo prácticamente
de pasado (recordemos los noticiarios cinematográficos de antes de la televisión, como
nuestro NODO), los documentales reconstruidos pretendían simular una presencia
imposible en el momento y el lugar de los hechos. Al hablar de esta imposibilidad por
estar presente en determinados sucesos, no me refiero a actos que en sí eran ya puestas
en escena, teatralizaciones, como una coronación, una boda o un desfile, a cuyo
acontecimiento las cámaras sí podían llegar puesto que el acto estaba programado con
antelación. En estos casos, la diferencia entre reconstrucción previa o posterior es, a los
efectos de lo que me interesa destacar, mínima. Me refiero, por el contrario, al
acontecimiento histórico en el sentido fuerte, es decir, aquel que es inesperado.
17. En general, las películas, fenomenológicamente, expresan un eterno e ineludible
presente, pero en cambio su percepción por parte de los espectadores puede variar,
según las propias estrategias de éstos o las de determinada película. Se puede decir, por
ejemplo, que una película sobre un hecho ficticio -una película fantástica- tiene más
posibilidades de ser percibida en presente, debido a que el espectador sabe que aquello
que contempla en la pantalla no es verdad y que por lo tanto sólo se produce en aquellos
instantes, ante sus ojos, sin ninguna relación con una realidad externa. Por el contrario,
una película realista puede ser percibida más bien como la narración de unos
acontecimientos que pueden o no haber sucedido. Es evidente que las películas
producen un espacio ambiguo, entre teatral y narrativo, entre presente y pasado, que
algunos cineastas han tratado de domeñar. Así, es famosa la obertura de Citizen Kane
que Orson Welles efectuó a través de un noticiero simulado que copiaba las formas de
los noticieros que se acostumbraban a pasar en las mismas salas de cine donde la
película fue estrenada. Entre otras cosas -la película no era nada simple-, es posible que
Welles pretendiera con esta estratagema situar la película en un ineludible presente. El
espectador, a través del noticiero, era transportado al pasado anterior a la película,
pasado del que el film se manifestaba como continuación lógica y formal hacia el
presente. El pseudo-documental, recordémoslo, narraba a grandes rasgos la vida de
Charles Foster Kane hasta el momento de su muerte, la cual había supuestamente
provocado la confección del documental, en primer lugar. El espectador, por lo tanto,
después de haber sido llevado hasta un pasado bastante lejano (las primeras noticias de
Kane se remontaban a la guerra de Cuba) reseguía a través de su figura toda la historia
reciente (de hecho, una historia que era también la del espectador) hasta el presente (de
una semana de antigüedad, típico de los noticieros) de la muerte de Kane. A partir de
aquí, la película proponía una encuesta sobre la verdad oculta del magnate, encuesta
que, debido a la situación temporal del espectador en aquellos momentos -al borde del
presente temporal y psicológico más estricto-, sólo podía estar produciéndose
literalmente ante sus ojos.
18. El sentido de inmediatez que posee en estos momentos la televisión, fue durante la
primera mitad de siglo patrimonio de la radio. Es por ello que un fenómeno como el
programa radiofónico de Orson Welles acerca de la invasión extraterrestre sólo era
posible a través de ella e impensable en la sala cinematográfica. El cine nunca ha podido
reproducir un escándalo como ése y sin embargo a la televisión le ha sido
excesivamente fácil: dejando de lado los numerosos engaños no declarados, sólo hay
que pensar en los respectivos escándalos de la RAI y del canal 2 de la TVE en
Barcelona, organizados al simular voluntariamente ambos canales determinadas noticias
que eran falsas.
19. De hecho, la misma batalla, como estrategia militar, podía percibirse como
preparada para el cine, ya que en realidad, tal como confirmaban los documentales, no
parecía muy diferente de las que se mostraban en las películas de guerra -realizadas
muchas veces mediante una mezcla de imágenes reales y fílmicas. Es sabido que
muchos de los documentales sobre la Segunda Guerra Mundial fueron realizados por
directores conocidos, como Capra o Huston, los mismos que luego se encargarían de dar
apariencia de realidad a las ficciones, de la misma forma que antes, o durante, se habían
encargado de conferir un halo de ficción a los sucesos reales. Un ejemplo de última hora
lo constituye el desembarco de los marines norteamericanos en Somalia
20. Y al mismo tiempo, la película de Zapruder hizo por la globalización de la imagen
lo que la invención de la fotografia había efectuado por cada imagen en particular. Una
fotografia -o cualquier película amateur- podía, y puede, ser considerada un documento
histórico, pero perteneciente a una historia personal. Es como un pedazo de la memoria
individual guardada en una lata o en un álbum. En lugar de recordar mentalmente, uno
pone en marcha el proyector o pasa las hojas del portafolio. Por el contrario, la película
de Zapruder se convirtió en un trozo de memoria colectiva que los medios de
comunicación activaron incesantemente. Todo el mundo pudo contemplar la muerte de
Kennedy una y otra vez, mostrada mil y tantas veces como si fuera un acto obsesivo de
la memoria individual o, conforme pasaba el tiempo, de la imaginación personal. Pero
esa memoria, esa imaginación había sido naturalizada. El recuerdo ya no dependía de
mi propia mente o de mi voluntad por recordarlo, sino que se me imponía como una
alucinación. Era un suceso de una realidad innegable que aun habiendo sucedido lo
suficientemente lejos como para que nadie hubiera podido verlo, era sin embargo
posible contemplarlo sin cesar.
21. De cuya formalización darán cuenta más tarde el espacio virtual, el ciberespacio y el
espacio electrónico.
22. La primera película de Godard, A bout de souffle, data de 1960, dos años antes del
asesinato de Kennedy, pero no es descabellado afirmar que, desde el punto de vista de la
imagen, los años sesenta empiezan con el film de Zapruder, el cual convierte a la
nouvelle vague en una pandilla de paisajistas domingueros. Hay que hacer notar que la
fenomenología visual que rodeó el asesinato de Kennedy es más que una metáfora, es
decir, que no guarda con la realidad tan sólo una relación analógica, sino que constituye
ella misma un fenómeno por mérito propio. Recuerdo, por ejemplo, que la primera vez
que entré en contacto con el film de Zapruder fue a través de un semanario, Gaceta
Ilustrada, y como yo la mayoría de españoles; por lo que lo contemplamos
descompuesto en imágenes inmóviles antes de que tuviéramos la oportunidad de hacerlo
como una unidad en movimiento en algún cine o en la televisión (el NODO no debió de
pasar un fragmento de la película hasta semanas más tarde y pocos de nosotros teníamos
aparato de televisión para poder verlo antes). Ahora bien, para mí, como para mucha
otra gente, esas imágenes que contemplábamos en las páginas de las revistas no eran
fotografías normales, sino partes de una película, partes de una continuidad que estaba
siendo descompuesta salvajemente. Y aún debió ser más chocante para aquellos que no
estaban interesados especialmente en el cine y desconocían que una película se
componía de fotogramas, o por lo menos, nunca habían tenido ocasión de comprobarlo.
Esa fue su reválida.
23. La ilustración proviene del libro de Josiah Thompson, Six Seconds in Dallas,
Bernard Geis Associates, 1967.
24. Pero no basta sólo con la multiplicidad, puesto que es necesario que todos los
aparatos se dirijan al mismo objetivo para que se produzca una verdadera disgregación.
25. Antes de 1970 era difícil encontrar libros de cine que incluyeran secuencias de
películas desglosadas en planos -como es habitual ahora-. Se era consciente de que un
libro de cine tenía que ser eminentemente gráfico, pero esta necesidad se cubría
mediante la inclusión de fotografías representativas de cada película -una o varias
fotografías, cada una de las cuales representaba, sin embargo, secuencias diferentes.
Recuerdo una famosa historia del cine en 1000 imágenes que pasaba por ser de las más
completas. Resulta cuando menos curioso que un recurso tan fácil, y tan instructivo,
como es desglosar las secuencias más importantes en sus planos correspondientes no se
hiciera evidente desde un buen principio. No hay que descontar la influencia que los
vídeos caseros han tenido en esta nueva forma de ver las películas, pero tampoco hay
que olvidar que las moviolas han existido siempre y que cualquier crítico podía tener
acceso a ellas. Uno de los primeros libros que incluyó secuencias desglosadas en planos
fue el de Karel Reisz, Técnicas del montaje cinematográfico, cuya primera edición es
anterior a 1960, mucho antes de que se popularizaran los formatos de vídeo de media
pulgada. Y el siguiente tardó bastante en aparecer. Esta ceguera sólo puede achacarse,
pues, a la mencionada censura naturalista que nos inducía a ver la película como un
cuadro en movimiento más que como una sucesión de ellos. Cuando se trataba de
buscar una muestra de una película, se regresaba de forma natural al concepto de
fotografia, en lugar de recurrir a la propia estructura cinematográfica que permanecía
secreta.
26. Por otra parte, a ese momento único le correspondía generalmente una única
fotografia, con lo que si bien ésta era quizá una foto histórica, casi nunca había sido una
foto que hubiera captado la historia, el acontecer desnudo; una experiencia reservada
hasta ese momento a un puñado de testigos presenciales que, no siendo quizá
conscientes de lo que en cada caso estaba ocurriendo, tenían que recurrir luego a sus
respectivas memorias para revisar visualmente el hecho y comprobar que sí, que tal
como decían los textos escritos, aquello había sido efectivamente parte de la historia.
27. Evidentemente, cuando hablo de verdad no me estoy refiriendo al hecho en concreto
de quién o quiénes asesinaron al presidente americano, sino a que el suceso se encuentra
en su totalidad contenido en las imágenes y aún más en el sucesivo desgranamiento de
las mismas. Quizá haya que hablar de realidad más que de verdad para calificar esas
imágenes.
28. La televisión ha convertido luego esta posibilidad en algo habitual. Pero sólo de
forma tan extrema en aquellos casos en que el suceso es inesperado, como ocurrió a
continuación del asesinato de Kennedy, cuando las cámaras de televisión captaron,
también sorpresivamente, el asesinato del presunto asesino del presidente.
29. No he mencionado hasta ahora el papel que el sonido ha desempeñado en esta
disgregación de la realidad que está lejos de ser puramente visual, aunque lo visual sea
precisamente la piedra de toque. En el mismo caso que nos ocupa, el del asesinato de
Kennedy, también una serie de sonidos, grabados por la policía en el lugar de los
hechos, fueron considerados por aquellos que investigaron el asesinato, pero sólo
dieciséis años más tarde, cuando se efectúo una revisión del caso y nuevos métodos de
análisis de sonido fueron considerados, lo cual nos revela el atraso que el estudio del
sonido lleva en relación con el de la imagen. Realizar un análisis del papel que el sonido
tiene en la nueva ordenación de la realidad requeriría seguramente un volumen tan
extenso como el presente, por lo que me limitaré a señalar que el sonido, cuando se
desgaja de su correspondiente imagen, se convierte él mismo en imagen. La primera
prueba de ello la tenemos en el hecho de que para efectuar el mencionado análisis del
registro de sonidos de Dealey Plaza, en 1978, un par de científicos de la City University
of New York, realizaron una representación visual de los mismos que luego cotejaron
con otra representación del registro del sonido de unos disparos, efectuado en ese
momento, en la misma plaza (Anthony Sunimers, Conspiracy, McGraw-Hill, Nueva
York, 1980, págs. 48-49). Han pasado más de diez años desde entonces y ahora ya se
empiezan a popularizar las primeras mesas de mezclas de sonido que permiten la
edición visual del mismo mediante representaciones gráficas como las mencionadas.
30. La película de Zapruder no fue mostrada de forma continua en televisión hasta
marzo de 1975 (Anthony Summers, ob. cit.).
Capítulo 6
El reino de Mandrake
2. SIN SALIDA
En el Stanford Shoping Center, en el epicentro de este vertiginoso palacio de espejos, en
el vértice de este agujero negro, se levanta un monumento al fenómeno que el propio
centro comercial a la vez supone y representa. Se trata de un mural (fig. 31 y 31 a) (16)
que, además de constituir la imagen de esa imagen en la que está situado, alegoriza con
su presencia la trascendencia imposible del mundo real, que estando localizado en el
exterior (el exterior de los hogares, el exterior del centro comercial) es de hecho un
nuevo interior cuya salida se halla en lo imaginario (en ocasiones la salida son los
locales cinematográficos, como ya he mencionado; en otras, la propia imaginación del
comprador que, viendo su imagen en el espejo, después de la compra, imagina haber
alcanzado la hiperrealidad de la revista de modas o del anuncio publicitario).
Por el centro de Palo Alto, en las pocas calles comerciales que todavía perviven como
antesala del omnipotente Shoping Center (17), aparecieron durante los últimos años de
la década de los ochenta, una serie de imágenes muy peculiares, sobre las vacías paredes
de los comercios. Se trataba de imágenes extraordinariamente realistas que mostraban
diferentes figuras en situaciones que podríamos llamar cotidianas -la ironía no había
sido excluida de ellas y así, había una que mostraba a un par de ladrones que descendían
del tejado de una tienda con el botín a cuestas-. A las imágenes se les había conferido
tanto realismo que contempladas al pasar, desde el otro lado de la calle, podían muy
bien confundirse con gente real (las figuras venían incluso con su propia sombra). Esta
especie de estilo Palo Alto, esta signatura que anuncia la conversión de toda la ciudad
en una imagen de sí misma, adquiere su apoteosis en el mencionado mural del shoping
mall.
En el mural de John Pugh, que no está pintado en ningún lugar especialmente
privilegiado del centro comercial -se halla en un callejón lateral frente a dos cafeterías
diminutas y muy aderezadas (18)-, podemos ver la reproducción de lo que sin duda es
una calle europea, específicamente una calle mediterránea, a juzgar por los balcones y
las macetas que cuelgan de ellos y de las paredes (pgs. 31b y 31 c). Todo él está pintado
con esa urgencia por el realismo que distingue las imágenes que aparecen en el centro
de Palo Alto (afán de realismo que, por otra parte, caracteriza buena parte del gusto
artístico americano). Pero en el mural aparece un nuevo elemento: la realidad real (19).
Los balcones, por ejemplo, están pintados, pero las barandillas están realmente allí,
hechas de hierro real como se supone que tienen que ser, surgiendo del muro con una
inesperada y exuberante tridimensionalidad -serían verdaderas barandillas, si el resto no
estuviera pintado-. Las macetas, con sus agarraderas, son también materiales-es decir
sólidas, tridimensionales-, como también lo es una puerta y una marquesina. Todos
estos elementos se encuentran en la pared, como estarían realmente, pero están también
en el mural: surgen de él, de su bidimensionalidad. Estos objetos, como las figuras de
las paredes de Palo Alto, poseen también su correspondiente sombra pintada (fig. 31 c).
Por lo tanto, podemos decir que son reales pero que están situadas fuera del tiempo
puesto que sus sombras no varían según las distintas posiciones del Sol (20). El resto
del mural está también pintado con gran fidelidad, una fidelidad que de hecho trasciende
la simple representación. Como el resto del centro comercial, el mural tampoco es una
representación -el recuerdo- de algún lugar real, sino que supone un lugar en sí mismo,
Nos trae memorias del Mediterráneo, pero sin mencionar ningún sitio en concreto; tiene
un aire europeo pero completamente indeterminado. Es como el rincón de una ciudad
mediterránea inventada, creada especialmente para esta situación, es decir, para un
centro comercial del Norte de California.
En el límite del mural que queda a la izquierda del observador aparecen los restos de un
muro... también pintados (fig. 31 d) de los que el observador se apercibe no sin sorpresa
por el contraste que su decadencia supone con la frescura del resto del mural. La grieta
quiere dar la impresión de que el muro original se ha roto por esta parte y que por
debajo de sus restos aparece el edificio de la ciudad mediterránea
que constituye el resto del mural. Es como si debajo del centro comercial se levantara
esta ciudad mítica y derribando las paredes pudiéramos llegar a encontrarnos en una
soleada calle mediterránea (21). Pero si seguimos examinando el mural, descubriremos
que en su parte superior aparecen diversas lonas enrolladas (fig. 31 e) que dan la
impresión de haber cubierto hasta momentos antes todo el escenario. ¿Cuál puede ser el
significado de este espectáculo de trompe l'oeil, se pregunta el anonadado espectador
(22).
3. EL NUEVO MESMERISMO
Sólo hay una experiencia que supere la frenética articulación de imágenes que se
produce en la pantalla de la televisión: hojear una revista de modas. Ni siquiera el
zapping consigue superar la experiencia de ir pasando las páginas de una de estas
revistas, puesto que, aun siendo la acción de volver la hoja y la de pulsar el botón
similares en rapidez, se precisan unas décimas de segundo más para que se acomode la
imagen electrónica en la pantalla (y para que nosotros podamos descodificarla) que las
que se necesitan para vislumbrar la imagen impresa en la página. Pero además, las
imágenes de las revistas de modas son más complejas aún que las que aparecen en un
momento dado en la pantalla de televisión, puesto que la articulación que en éstas se
acostumbra a dar en el tiempo (y que por lo tanto no pueden captarse en toda su
complejidad a menos que se mantenga el mismo canal durante unos segundos), en
aquellas se desarrolla sobre la superficie de una página y por lo tanto se logran captar de
un vistazo. Los anuncios de perfumes, que se prodigan en ambos medios, son un buen
ejemplo. Para conseguir el mismo grado de complejidad que se obtiene en el anuncio de
Christian Lacroix de la figura 34 se precisarían en la televisión un mínimo de cinco
planos de alrededor de un segundo cada uno, Existe entre ellos pues una relación de 5:1
que puede considerarse más o menos paradigmática.
Las revistas de modas, mucho más que el cine y desde antes que la televisión pudiera
serlo, están hechas para una mirada distraída. Se trata de revistas extremadamente
gruesas (algunas llegan a tener más de 400 páginas) cuya extensión permite que el
distraído lector o lectora tenga tiempo de encontrar un ritmo cómodo de ir pasando
páginas e ir entrando así en ese universo variopinto y lleno de formas que son tan
fugaces -en sí mismas y por la manera en que son contempladas- que parecen no tener
sentido. En estas revistas se produce una curiosa alternancia de imagen y letra impresa,
de anuncios y artículos supuestamente informativos (que van también acompañados de
sus correspondientes ilustraciones y acostumbran a estar surcados por llamativos
titulares). El texto propiamente dicho parece, de todas formas, ocupar en ellas un lugar
subsidiario, por detrás de las imágenes y de los múltiples titulares y encabezamientos: el
texto en sí da de hecho la impresión de ser una ilustración de la imagen, en lugar de lo
contrario, como será lo normal. El texto de los anuncios (y en general cualquier texto
insertado en el espacio de la revista) ya no sirve sólo de anclaje de la imagen, como dijo
Barthes que servía, sino que es la imagen la que establece el tono y el modo del discurso
(y la que por lo tanto ancla el significado). El texto, actúa desde el interior de la
organización de la imagen que es la que genera el paisaje, la realidad (23), que organiza
todos los demás elementos, desde nuestra mirada hasta la disposición y características
de las letras. El texto, generalmente, sirve de puntuación temporal, un compás de índole
para-musical que organiza la secuencia de acontecimientos en un universo espacial, el
de la imagen, que se encuentra fuera del tiempo y por lo tanto imposibilitado de
desarrollo. Las palabras, dentro y fuera de la imagen, tienen por lo tanto, una doble
función: la primera puramente visual (de la que dan fe, entre otras cosas, los múltiples
tipos de letra que se utilizan), función que sirve, junto con otros elementos, como
colores, marcos o tamaños, de articulación de la imagen y conductor de la mirada; y una
segunda, en la que el texto, actuando como tal, es decir como discurso para ser leído,
introduce esta función temporal (la de leer) dentro de un universo estático, de forma que
éste disfruta de un tiempo interno y de una lectura en profundidad, subalterna a la
lectura visual primaria. Contemplemos las páginas contiguas de la figura 35 en las que
existe una extraordinaria profusión de texto, tanto en el anuncio como en el artículo. En
la lectura distraída que efectuará el lector en un primer momento (y que de hecho es la
más importante para los intereses de la revista y de su carga publicitaria en todos los
sentidos), el texto cumple evidentemente funciones visuales: desde el campo que
forman las dos páginas surgen una multitud de estímulos visuales que van desde la
imagen de la familia con los rostros crispados por muecas estereotipadas hasta los
distintos titulares que se reparten por las páginas, en un alarde de tipos de letra y
desnaturalización de los tamaños relativos. No es hasta una segunda mirada, más atenta
aunque no demasiado perdurable tampoco, que el lector se apercibe del significado de
las palabras, pero tampoco entonces llegamos a entrar en su discurso sintagmático, sino
que nos detenemos en su mensaje escueto y particular que nos lanzan con gran variedad
de gritos: del FORMA quizá pasemos al Hero y de éste, después de deslizarnos, por el
homónimo Hero en cursiva, puede que saltemos a italiana y de allí a inofensivos. No
hay, como se ve, un itinerario prescrito, pues en el nuevo universo de la imagen el
hábito de lectura de izquierda a derecha ha dejado de ser prioritario (24), A la primera
articulación que supone el acto de pasar distraídamente las hojas de la revista, le sigue
pues ese scanning primario de la página o páginas, bajo la guía que ofrece el destello
caótico de las formas. Tras esa segunda articulación, viene una tercera, que surge casi
pegada a la anterior: las palabras adquieren sentido aislado, son como luces de neón que
parpadean en el nocturno paisaje urbano: nos llega más su luz que su mensaje específico
(que aisladamente no existe) y esa luz sirve para alumbrar esporádicamente el fondo de
edificios. Sólo en este momento, la mirada distraída del lector puede, si lo prefiere,
convertirse en atenta y penetrar en el discurso específico de las palabras. Pero incluso
entonces, si se dirige al anuncio publicitario, esa mirada volverá a encontrarse con una
nueva oferta de ritmos y atracciones: la letra en cursiva, el logo del producto, el mensaje
en negrita, el otro mensaje más largo y con letra más pequeña, las definiciones de cada
tipo de pasta, los logos del interior de los envases. Y lo mismo sucederá, si la mirada es
dirigida a la otra página, la del artículo: titulares en negro, subtitulares en rojo, palabras
subrayadas, texto dentro del recuadro, titulares sobre fondo amarillo de este recuadro, la
firma del autor que cuelga al final del texto propiamente dicho (que por otra parte está
distribuido en columnas cuya rigidez marca un cierto ritmo a toda la página), etc. Toda
esta distribución obligará pues a que la lectura atenta esté precedida de una nueva
articulación de la mirada, es decir, de una nueva mirada articulada sobre las imágenes
aparentemente inmóviles.
Nos encontramos, pues, ante toda una serie de articulaciones que no producen otro
significado que el que se desprende de la naturalización del proceso articulativo. Este
incesante movimiento al que nos obliga la disgregación formal, movimiento que en el
medio gráfico trata de suplir la ausencia de duración mientras que en los medios
temporales sirve, por el contrario, para frenar esa duración, representa la nueva forma de
ver y a la vez justifica la nueva visión. El medio es el mensaje, decía McLuhan, y nunca
de forma más atinada puede aplicarse el concepto, pues aquí es la ausencia, caótica, de
mensaje la que fabrica el mensaje totalizante de una naturaleza disgregada, inmóvil en
su continuo movimiento sobre sí misma.
Ante la pantalla de televisión o de cine, nuestros ojos aparentemente inmóviles reciben
las imágenes de las estructuras, que se proyectan sobre ellos; para mirar una revista -
igual que se hace normalmente- son los ojos los que se mueven de un lado para otro re-
produciendo esa articulación temporal. Aunque no puede ser del todo así, puesto que la
inmovilidad primera ante la pantalla móvil se dobla en un movimiento acelerado en
busca de las sucesivas articulaciones, que las imágenes móviles y articuladas contienen:
es en este sentido un movimiento casi más mental que físico (de los ojos en sí): es un
movimiento que ante la sucesión de imágenes recibidas, por su rapidez, como
totalidades, efectuamos con el pensamiento; vemos, se nos obliga a ver, mentalmente
más que físicamente, y con ello se articulan también nuestros pensamientos a la medida
de esta gimnasia espacial, siguiendo el patrón caótico que continuamente se les ofrece.
La función mental deja de ser, pues, razonadora y se convierte en gimnástica, pura
gesticulación sin resultado, gesticulación que no deja lugar para cualquier intento
lógico. Es de hecho un movimiento continuo cuyo fin parece ser la pretensión de
disfrazar la ausencia de un significado último (25), pero que va incluso más allá de esto,
pues tras esa irracionalidad se esconde inexorable la razón de las supra-estructuras
multinacionales cuyo poder y enriquecimiento son su lógica más estricta y representan
ese significado postrero que se esconde precisamente entre los pliegues de la múltiple
articulación.
Nos encontramos pues ante una constelación de imágenes dispersas, cada una con su
carga de antiguos significados que, a su vez, en esta nueva organización, poseen
primordialmente un valor formal (26) que puede desplegarse convenientemente para
formar nuevas articulaciones (27). Las imágenes no parecen querer formar un discurso
sintagmático preciso -aunque a niveles locales pueden formarlo, pero ese discurso en el
universo general será un elemento flotante más- ni globalmente ni en su articulación
aparentemente azarosa y caótica, como la que se da al mirar voluntariamente una
revista, o provocadamente azarosa y caótica, como cuando se contempla un anuncio
publicitario o un vídeo-clip por televisión (28). Pero en cualquier caso configuran en su
articulación un espacio (de la misma forma que la perspectiva renacentista creaba su
propio espacio) que aparece, o más bien se oculta, entre los saltos epistemológicos
efectuados en el interior de la imagen por la mirada, o en la tierra de nadie que separa
dos o más de sus organizaciones globales: la página en relación a otras páginas, la valla
publicitaria en relación a otras vallas o edificios, el plano en relación con otros planos,
la pantalla de televisión en relación con otros focos de atención que pueda haber a su
alrededor, etc. (29). Entre imagen e imagen, entre plano y plano, entre el anuncio
callejero y la señal de tráfico, se crea pues un nuevo texto, o mejor, una textura, un
entramado espacial de densidad variable, cuyos múltiples vericuetos forman un
verdadero hiperespacio (30).
Para los intereses de los productores de imágenes, especialmente los publicistas, es muy
importante que el discurso visual se produzca bajo esta modalidad que podríamos
calificar de fast foward, ya que reproduce esta acumulación de signos que el pase rápido
de las imágenes en un videotape origina. Y les conviene esta agitación puesto que la
efectividad de sus mensajes (evidentemente, a este nivel, una agencia publicitaria sí que
produce mensajes) se incrementa cuando el sujeto los recibe inmerso en una especie de
estado hipnótico, dentro del cual se alcanza un nivel casi de sueño (un estado que se
podría llamar hipnagógico, pero que en lugar de producir alucinaciones, prepara para
recibirlas). Pero sería en cualquier caso un error pensar que todo se reduce a una
estrategia de las compañías publicitarias -otro farragoso asunto como aquel, ya mítico,
de la publicidad subliminal (31). Se trata evidentemente de estrategias, porque la
industria no actúa irracionalmente (32), pero después de cien años de manipulación de
imágenes, y habiéndose convertido los resultados de esta manipulación tanto en una
visión del mundo como en un lenguaje (el de las multinacionales), hay que aceptar que
es el paisaje social el que se ha convertido en hipnótico y que este paisaje social,
convenientemente naturalizado, es el que permite una manipulación más óptima del
consumidor. Pero aun así pecaría de superficial un análisis que quisiera quedarse en la
acusación de las malas artes del capitalismo (que sin duda existen). Es más importante
poner al descubierto el hecho de que los trazos del capitalismo tardío -encarnado en esas
megaentidades que se esparcen por el mundo, saltando de país en país, y conectadas
ellas también por una suerte de hiperespacio que tiene distintos niveles, de entre los
cuales el electrónico no es el menos importante- se han naturalizado y al hacerlo, esas
signaturas se han convertido en el entramado básico de nuestro universo, Dentro de este
paradigma todo adquiere otro sentido, todo parece apuntar en determinada dirección,
igual que nuestra galaxia parece verse atraída por el gran atractor. Movimientos
artísticos y literarios, modas, gestos, arquitecturas, todo se desplaza en una misma
dirección. Pero este pensamiento, en cierta forma apocalíptico, no puede, ni debe, agotar
la totalidad de los significados. Es evidente que el descubrimiento del gran atractor del
capitalismo multinacional arroja nueva luz sobre fenómenos de este siglo ya analizados
con anterioridad, bajo otras perspectivas, y que esta flamante claridad permite sacar
conclusiones que sirven para iluminar a su vez el paradigma que rige aquellos
fenómenos, pero hay que evitar censuras precipitadas. Hollywood, por ejemplo, fue sin
duda una fábrica de sueños, pero muchos de esos sueños son obras maestras de
considerable valía que sería insensato despreciar de antemano, al amparo de un nefasto
puritanismo. Y así con todo. El rigor empleado en el análisis de un determinado estado
de dominación no nos debe producir la ceguera hacia algunos de sus productos,
surgidos a pesar de esa dominación. No dejemos que el bosque acabe por ocultarnos
totalmente la variedad de árboles que lo forman.
En la descripción, tan apresurada y fragmentaria, de los intereses corporativos que he
pergueñado en los párrafos que anteceden, se descubren inmediatamente, reflejados en
su huidiza estructura, aquellos rasgos que hemos encontrado en la nueva visión del
mundo: disgregación, aglutinamiento, conexiones hiperespaciales, diferentes niveles de
significado, proliferación de articulaciones, etc., etc. No se trata de una analogía
inocente, puesto que es lógico que, siendo el capitalismo multinacional a la vez creador
y máximo beneficiario de la nueva visión del mundo, ésta se articule según unos
principios que rigen a aquella y viceversa. Es más, la empresa multinacional no hubiera
podido existir en su forma actual (no hubiera podido expandirse a partir del capitalismo
nacional) de no haber sido por la creación de esta nueva realidad. Nos encontramos pues
ante una típica evolución dialéctica donde fin y principio se entrelazan para formar una
entidad en continua evolución. Entendemos, pues, el espacio hipnótico como el lugar
donde se producen a la vez el lenguaje de la imagen (entendido tanto como propio
lenguaje y como lenguaje discurso- de la corporación multinacional) y el cuerpo
(disgregado, fantasmagórico) de la propia corporación multinacional; un lugar o espacio
que es generado a su vez por la misma articulación que hace posibles a sus artífices
(33).
Para visualizar de alguna forma este espacio hipnótico se podría recurrir a aquella
analogía del juego del ajedrez que utilizó Saussure para ilustrar la forma como el
lenguaje permite el significado mediante la correlación de los significantes. El espacio
hipnótico podría ser el equivalente de ese espacio sobre el que se asienta la estructura
que la interrelación de determinados signos forma en un momento dado del discurso.
No olvidemos, sin embargo, que al espacio ideal de Saussure le corresponde, en el otro
polo de su analogía, un muy material tablero de ajedrez, lo que nos permite situar el
espacio hipnótico en este punto entre ideal y material en el que se encuentra el tablero
en la teoría del juego, ya que el espacio hipnótico, si bien puede ser considerado una
estructura, no deja de ser también un espacio real por el hecho de que tiende a
superponerse y anular el propio espacio euclidiano.
Parece posible, por lo tanto, encontrar una cierta estructura lingüística que diera cuenta
de la articulación del espacio hipnótico, una estructura que equivaldría a la razón última
de las corporaciones multinacionales y podría estar formada por la confluencia de
diferentes discursos: económico, psicológico, sociológico, político, estético, etc. Pero no
deja de ser peligroso recurrir a las analogías -un peligro al que me estoy sometiendo con
ahínco-, particularmente en el terreno de las imágenes, puesto que cualquier valor
formal de éstas tiende poderosamente a adquirir una categoría natural. En general, se
podría decir, sin embargo, que la imagen no actúa lingüísticamente y que por lo tanto
esa razón última (la racionalidad de la empresa capitalista multinacional) más que
revelarse directamente en el discurso (la articulación de imágenes), se esconde tras él.
La racionalidad del capitalismo tardío genera pues un lenguaje de sombras, un lenguaje
de ocultación, del cual uno de los más claros ejemplos (aunque como hemos visto de
ninguna manera el único) puede encontrarse en la pantalla de televisión donde un flujo
aparentemente continuo es creado a partir de básicas discontinuidades (34). El discurso
-que en televisión es el mismo flujo de imágenes- está formado, antes que nada por la
continua fluctuación entre realidad (telediarios) y ficción (películas, seriales, anuncios,
etc.), con su corolario de híbridos, como los docudramas, los documentales
ficcionalizados y los anuncios de campañas electorales. En un segundo nivel, dentro de
la estructura que forma el primer nivel, nos encontramos con la rápida sucesión de
planos (35). Existe aún un tercer nivel, dentro de la unidad de imagen que
aparentemente es el plano, puesto que esta unidad, como ya hemos visto, es el producto,
aún en sus formas más realistas, de toda una serie de inflexiones cuyo trazo puede
reseguirse desde las imágenes simples que forman el paisaje del plano hasta los niveles
más elementales de las leyes de la física. Estas imágenes básicas, o nucleares, cuyos
enjambres forman la imagen superior (realista o no), y que son las únicas cuyas raíces
pueden encontrarse, a través de sucesivas articulaciones, en la realidad física, pueden a
su vez ser diseccionadas en elementos aún más simples, siguiendo, a partir de cierto
nivel, las leyes de la semiótica (36). Las nuevas técnicas digitales de vídeo han
permitido convertir en paradigmático este procedimiento, que como ya he dejado
constancia existe incluso en las imágenes más realistas (37). La técnica digital ha
liberado en las imágenes los impulsos a la disgregación interna, la última en producirse
a nivel cinematográfico (la publicidad ya la utilizaba desde mucho antes). Las imágenes
precisaban este adelanto tecnológico para poder seguir avanzando en su proceso
evolutivo. Video-clips como Moonwalker, de Michael Jackson, o Seeds of Love, del
conjunto Tears for Fears, o Si no fos per tu, de Joan Manuel Serrat, por citar algunos,
son ejemplos evidentes de este proceso de disgregación y posterior recomposición en un
orden distinto. A todo este frenesí se le puede añadir la aparición del mando a distancia
que viene a otorgar una aparente libertad al que lo posee, aunque es evidente que esta
libertad se ejerce, no tan sólo dentro de un ámbito determinado (la ya existente e
intensísima articulación de imágenes que se produce en el televisor), sino que de hecho
la misma utilización, y sobre todo su exasperación, que ha dado lugar al proceso
denominado zapping, no hacen sino favorecer y acrecentar las características más
importantes del paradigma, es decir, la fragmentación de las imágenes y su caótica
articulación. Dilucidar si las revistas de modas tratan de recrear el mismo espacio
hipnótico de la televisión o si es ésta la que, surgida y evolucionada posteriormente,
persigue aquel tipo de nerviosa articulación no constituye un problema crucial si nos
atenemos al hecho de que en ambos casos se trata de distintas manifestaciones del
mismo fenómeno. De todas formas, hay algunas circunstancias que requieren cierta
aclaración, como puede ser el anuncio, ya comentado en el capítulo III, que apareció en
las páginas de El País durante el bloqueo de Irak que precedió a la guerra del Golfo
Pérsico (figs. 17, 17a, y 17b). Un análisis apresurado nos podría dar a entender que en
este caso se trató de imitar desde un periódico la planificación que el mismo anuncio
hubiera disfrutado en la televisión los tres planos sucesivos del spot se habrían
convertido, siguiendo con el razonamiento, en tres de las páginas contiguas del anuncio
gráfico. Pero la verdad es que algunas cadenas de televisión ofrecieron la versión
cinética de este mismo anuncio, versión que recurría no al traumatismo del cambio de
plano sino a la suave continuidad del zoom para mostrarnos el rostro de la Kuwaití en
sus distintas fases. Dejando aparte el hecho de que la articulación que organice la visión
de cualquier imagen tiene que ser forzosamente sucesiva (y por lo tanto creciente) (38) -
lo cual ha permitido, en su momento, la aparición de anuncios impresos que por encima
de sus articulaciones primarias han levantado alguna de índole superior (como es el caso
de esos anuncios formados por páginas desplegables que tanto abundan ahora en las
revistas)-, y dejando también de lado el hecho de que el efecto zoom es difícilmente
reproducible desde la página impresa (39), a menos que se recurra a algún tipo de
planificación como la del anuncio que nos ocupa que en cualquier caso es precisamente
lo contrario del zoom, no hay duda de que en el anuncio kuwaití (en ambas versiones
del mismo) se detecta un claro intento de desplegarla imagen. No estamos ante técnicas
complementarias: un conveniente zoom fílmico al que se pretende emular mediante tres
páginas sucesivas de un periódico o viceversa, sino que nos enfrentamos a una
estrategia que, a través de métodos distintos -y hasta contrapuestos-, persigue una
misma y muy determinada finalidad, a saber, el desplegamiento o desdoblamiento de la
imagen. Mediante el zoom y la sucesión de páginas se pretende controlar el ritmo de
lectura de la imagen -se busca evidentemente un ritmo más lento que el que se
conseguiría con una imagen única- para que se genere una visión articulada del anuncio,
una visión y una articulación asimismo convenientemente controladas. Pero no es tanto
el control de la mirada lo que caracteriza a este anuncio, como el hecho de que sea un
control que se esconda bajo una aparente autonomía. El público parece dejarse llevar,
involuntariamente, por el movimiento de zoom, y voluntariamente por el gesto de pasar
las páginas. La aparición de un zoom en un medio tan fragmentado como la televisión,
crea una expectativa que o bien detiene el obsesivo impulso del zapping o bien sujeta
simplemente la mirada al inesperado continuo, Y precisamente porque la espera es
voluntaria un acto consciente que interrumpe una mirada distraída o el gesto a la postre
automatizado de cambiar de canal- sirve para enmascarar a la perfección la tiranía
formal del zoom que obliga a seguir el despliegue de las imágenes en una dirección
determinada. Por otro lado, aunque pasar las páginas de un periódico parece un gesto
indiscutiblemente espontáneo, no hay que olvidar un par de detalles. En primer lugar
que, así como en el caso del zoom, el movimiento crea una expectación que nos sujeta,
aquí la inmovilidad nos empuja a avanzar. Es la insostenible parcialidad de cada una de
las imágenes la que nos hace buscar su plenitud. Y en segundo lugar que, como sea que
las páginas del periódico están situadas consecutivamente, sería la propia estrategia de
lectura la que, de no existir el impulso que provoca la fragmentación, nos llevaría a
completar naturalmente la secuencia de las imágenes. Una aparente libertad de
actuación oculta pues, en ambos casos, una férrea conducción que se muestra
formalizada en la linealidad de la secuencia. El tiempo, solidificado por el zoom y por la
sucesión de páginas, se transforma así en causalidad. El público convierte su
incapacidad de ver que se le obliga a avanzar hacia una conclusión infundada en la sutil
creencia de que dirige voluntariamente la mirada hacia una consecuencia lógica. Y es el
mecanismo de desplegamiento que he mencionado el que promueve este mecanismo
simétrico, un mecanismo que es tan doblemente engañoso para el público como
doblemente beneficioso es para la economía del anuncio.
Parecida lectura puede hacerse del anuncio que apareció en El País (17-1-91) para
promocionar el número cien de la revista Cambio 16 (fig. 36). Este anuncio también se
articula en varias páginas que pretenden completar una secuencia en este caso
históricamente lógica. Nos encontramos aquí ante una exacervación del método
anterior, pues son cinco las páginas que forman el ciclo (40). Cada una de estas páginas
está presidida por uno de las siguientes titulares; MOVIMIENTO - DEMOCRACIA -
EUROPA - LIBERTAD - VEINTE ANOS DE CAMBIO. Hay, en éste como en otros
casos, todo un suculento trabajo semiológico a realizar, pero no es el que a mí me
interesa en esta ocasión y por lo tanto pasaré por alto la alternancia de símbolos, su
colocación en la página y su relación con el texto, para ceñirme a la organización formal
básica. La historia, la razón histórica, del país se convierte aquí en espacio, en secuencia
lógica del espacio -que, como en el anuncio anterior, coincide con la dirección habitual
de lectura del periódico-. La igualdad que se establece entre una verdad conceptual y
otra espacial da como resultado una secuencia que se experimenta como histórica y
espacialmente lógica/cierta, la culminación de la cual es la revista que se quiere
promocionar. Así como en el anuncio de Kuwait la ética era convertida en espacio -
eludiendo el hecho de que la razón ética que constituía el punto de partida es
groseramente falsa, puesto que es bien sabido que en Kuwait, como en otros países
árabes, el principal motivo por el que las mujeres llevan velo no es ni mucho menos el
que indica el anuncio-, en el de Cambio 16 es la historia la que se solidifica dando a la
dirección de la lectura una fuerza lógica inapelable (41).
Es un poco superfluo, por lo tanto, tratar de dilucidar el significado oculto detrás de
determinada organización de imágenes, tratar de establecer una escala de valores
respecto al grado de realidad o verdad que representan, si antes no tenemos en cuenta
que la misma disposición que permite esta complejidad, este juego de dobleces,
constituye de por sí la consecuencia de una estructura dominante y básica que encierra
todas las demás. Las revistas de modas y la televisión, por citar los extremos de una
franja que comprende a todos los medios de comunicación, tratan de promocionar, cada
cual de acuerdo con sus propias características, un modo de lectura que corresponde a
una visión del mundo que se organiza a través de las imágenes. A partir de esta base, y
no a partir directamente de una supuesta realidad pura, se levanta el edificio de los
demás lenguajes. Es por ello, que cualquier análisis que trate de hurgar a un primer
nivel de relaciones, como por ejemplo el semiológico que a través de la relación entre
significante y significado quiere descubrir una verdad básica, no conduce al cielo
descubierto de una realidad previamente enmascarada, sino a otra cárcel que envuelve a
todas las demás.
4. IN-MÓVIL
A pesar de que uno de los aspectos más fundamentales del discurso de la imagen actual
es la velocidad a la que se articulan sus elementos, no podemos olvidar que por otro
lado una básica inmovilidad siempre ha sido destacada característica de la mayoría de
imágenes. La imagen se ha entendido siempre (incluso cuando ha adquirido
movimiento, como en el cine (42)) como la representación estacionaria de una realidad
fluctuante por naturaleza.
El hecho de que hacia finales del siglo XIX, la imagen adquiera la posibilidad de
reproducir fielmente el movimiento (43), no nos debe hacer olvidar que por esa época la
imagen incorpora también en su propia estructura ese movimiento. En aquel momento,
los elementos que componen la imagen empiezan a perder la cohesión naturalista que
los había mantenido juntos y adquieren un grado de relativa autonomía. Tengamos en
cuenta, pues, que si importante es el potencial de la imagen para representar el
movimiento del cuerpo y de los objetos, no menos importante es la posibilidad de un
movimiento orgánico entre los elementos que la componen.
El poder adquirido por la imagen para representar el movimiento supondrá a la larga
una posibilidad de desarrollo de la articulación del discurso de las multinacionales (la
transformación de su lengua potencial en una palabra de hecho), pero es necesario
recalcar que al avance de este discurso contribuyen no tan sólo el cine -imagen en
movimiento-, sino también los anuncios publicitarios -imagen aparentemente
estacionaria. Como ya he indicado, es la aparición del capital multinacional, su
enraizamiento en distintos centros geográficos y el múltiple juego financiero y social
que esto supone, lo que aglutina toda una serie de avances técnicos y científicos y un
conjunto de caracteres estéticos para promocionar una visión del mundo de la que son
sus características fundamentales la disgregación de una naturaleza hasta entonces
percibida como unitaria y la posterior articulación de sus fragmentos a través de
movimientos cada vez más frenéticos, que llevan a la creación de un nuevo tipo de
espacio, el espacio hipnótico, El movimiento es pues esencial para la creación de este
espacio hipnótico, y por ello, debemos hacer hincapié en que no estamos hablando tanto
del movimiento naturalista como del movimiento articulado de las imágenes
representativas de esta visión del mundo. El movimiento fotografiado que se proyecta
en el interior de la pantalla cinematográfica no es tan importante, bajo este aspecto,
como el hecho de que el discurso fílmico se componga de una sucesión de imágenes que
se hallan cada vez más brutalmente separadas, desde el punto de vista naturalista, por la
rigidez de un encuadre: este movimiento, más parecido al que rige las distintas partes,
igualmente separadas por un corte epistemológico, que forman el anuncio publicitario,
responde más de cerca a la esencialidad de la nueva visión del mundo, mientras que el
otro movimiento -la representación del movimiento natural-no supone más que un velo
naturalista que intenta ocultar momentáneamente la nueva realidad.
Al tiempo que los cómics y las revistas pretenden reproducir la velocidad a la que se
mueven las imágenes de la televisión o el cine (intentan adecuarse a la visión apresurada
y distraída de los nuevos espectadores), los elementos internos de estos últimos intentan
devolvernos la esencial inmovilidad de la imagen. De hecho, a medida que aumenta la
rapidez de los cortes en, por ejemplo, los video-clips, el movimiento interno de los
mismos, el movimiento naturalista, tiende a desaparecer; la fluidez, que era la
característica principal del discurso cinematográfico clásico, se ve aquí tan
violentamente truncada que las imágenes que forman sus unidades básicas acaban por
parecer inmóviles, mientras que, desde un punto de vista orgánico del conjunto, el ritmo
es cada vez mayor (44). Al principio el combate entre estas dos tendencias no
presentaba un ganador claro, y de hecho por un tiempo esta lucha entre dos mundos
encarnó las contradicciones paralelas que el capital monopolista estaba padeciendo (45).
Nos encontramos de nuevo ante un proceso dialéctico: la imagen necesita la
inmovilidad de la estructura para establecer la fundamentalmente espacial relación entre
sus elementos, pero es a través del movimiento que usurpa el lugar de la realidad física,
que crea un nuevo espacio. Por lo tanto, a la vez que descubrimos en los anuncios de
revistas una tendencia a recrear el movimiento cinematográfico (el esencial movimiento
inicial que supone la entrada de la imagen en una organización más compleja),
encontramos en la televisión y en el cine una inclinación a establecer grupos de
relaciones espaciales de una naturaleza básicamente estática. Son dos tendencias cuya
pugna, si bien puede atribuirse a la progresiva consciencia sobre la estructura
fundamental de la imagen por parte los especialistas, no nos puede hacer olvidar que las
estructuras ya estaban presentes antes de que nadie las descubriera y decidiera
utilizarlas. Las imágenes cinemáticas -aquellas que Pasolini denominaría im-signs- por
ejemplo, están organizadas a través de una relación estructural que trasciende la
temporalidad de la secuencia y adquiere, en la mente del espectador, una naturaleza
fundamentalmente espacial. Es decir, que los anuncios publicitarios serían como la
trasposición gráfica y estática de esos clichés mentales que resultarían de la imagen en
movimiento. Este fenómeno, que es fácil de comprender si nos referimos
exclusivamente a los anuncios televisivos, quizá no se vea tan claro en otras
manifestaciones visuales que se desarrollan en el tiempo, por ejemplo las películas.
Como ya he señalado antes, si bien los anuncios gráficos buscan del cinematógrafo la
velocidad y el movimiento, los anuncios televisivos, por su parte, persiguen con la
articulación visual de aquellos, trascender su carácter eminentemente efímero. Esta
correlación dialéctica genera un modo de lectura cuya influencia en la observación de
otros productos visuales, en los que no existe de forma primordial ni la necesidad de
perdurar ni la de articularse velozmente (aunque, a la postre, estas tendencias también
acaben por convertirse en fundamentos estéticos de esos medios) es incuestionable.
Como he apuntado antes, la introducción de las técnicas digitales en la generación de
imágenes ha colocado esta organización espacial en primer término, dando lugar a una
estética del vídeo-clip que muestra una tendencia a la repetición de imágenes sobre un
mismo plano, en lugar del desplazamiento de esa imagen sobre diferentes planos. En
este sentido es paradigmático el trabajo de Zbigniew Rybczynski, titulado La orquesta
(46). Se trata de un video de largometraje compuesto de larguísimos planos-secuencia
sobre los que las imágenes, incesantemente repetidas, forman diferentes articulaciones.
Este tipo de estética constituye la respuesta expresa a las tendencias espaciales de toda
la producción visual en movimiento. Pensemos en cualquier película clásica de
Hollywood y tratemos de imaginarla espacialmente organizada, es decir, que en lugar de
dejarnos llevar por la estructura literal que forman los diferentes planos articulados de
forma sucesiva, construyamos mentalmente un solo plano erigido en territorio sobre el
que el sinnúmero de imágenes, repetidas o no -cada plano debería ser considerado un
fragmento distinto y por lo tanto las imágenes de los objetos y los personajes se
repetirían tantas veces como planos distintos hubiera-, se irían acumulando y formando
arquitecturas de factura semejante a las que aparecen en el vídeo de Rybczynski. Se
podría decir que esto es lo que precisamente ocurre en nuestra mente, en lo que se
convierte allí cualquier discurso temporal; de forma expresa cuando vemos, por
ejemplo, un anuncio en movimiento (puesto que el anuncio basa su propia estructura en
una posible arquitectura mental o bien trata de promocionar alguna), más veladamente
cuando contemplamos una película de corte clásico. Ciertos vídeo-clips y los sueños se
encargan de devolver plásticamente a la vigilia esta organización espacial de la mente.
5. ALEGORÍA
En más de una ocasión, Eisenstein expresó su deseo de hacer una película basada en El
Capital, de Karl Marx. Finalmente, entre octubre de 1927 y abril de 1928, escribió en su
diario una serie de notas acerca del proyecto, el cual no llegó mucho más lejos. Estas
anotaciones no fueron publicadas hasta 1973 (47) y durante muchos años, fue un lugar
común, tanto entre críticos como biógrafos del director ruso, considerar la idea como
otra de sus excentricidades, lo que permitía no prestarle la más mínima atención.
Aunque el conocimiento de las notas acerca de El Capital no cambió de forma
sustancial la opinión generalizada sobre el intento, pues al fin y al cabo, aquellas no
parecían ser más que una insistencia en las nociones de Eisenstein sobre el montaje
intelectual, uno de los puntos más controvertidos de toda su teoría del montaje
cinematográfico, la verdad es que merecían quizá una mayor atención, pues permitían
asomarse a la posible racionalidad de una propuesta cuya más destacada característica
era, desde siempre, parecer el colmo de la utopía.
Walter Benjamín definió la alegoría como un mecanismo que transforma las cosas en
signos, pero quizá hoy en día habría que apreciar la aparición de otro mecanismo,
opuesto pero igualmente alegórico, que transforma los signos en cosas, como es el caso,
por ejemplo, de la publicidad. Tradicionalmente, se ha venido estudiando la alegoría
desde el punto de vista literario, en detrimento, creo yo, de su aspecto visual, que cada
vez adquiere mayor importancia. Cesare Ripa, uno de los más conocidos compiladores
de alegorías, realizó sus descripciones por escrito, algo que no parece obvio, a tenor de
las innumerables versiones ilustradas que luego fueron apareciendo y que terminaron
por enterrar el primer tratamiento literario (48). De todas formas, y a pesar de esta
tendencia visual, la alegoría siempre ha sido considerada un mecanismo propio de la
imaginación cuya puesta en imágenes no seria más que un caso particular. Sin embargo,
en un momento en que las imágenes han cambiado nuestro modo de percepción y se han
convertido ellas mismas y sus estructuras en detentadoras del sentido de la realidad,
cualquier formación que representen, aunque tenga raíces imaginarias como la alegoría,
se convierte en un proceso natural, en una expresión realista, en el sentido fuerte del
término.
El mecanismo que transforma las cosas en signos del que hablaba Benjamin desgaja
esos objetos de su espacio natural (el espacio representativo según las leyes de la
perspectiva) y los coloca en otro espacio conceptual que se genera por medio de la
confrontación de los objetos en sí. Aunque Eisenstein rechazó explícitamente la
posibilidad de trabajar por medio de alegorías (49), la verdad es que su proyecto de
realizar una versión cinematográfica de El Capital sólo puede comprenderse desde el
punto de vista alegórico, pero entendiendo ésta no como una figura del lenguaje (50) -el
aspecto que sin duda molestaba a Eisenstein-, sino como una nueva organización
espacial en la que las cosas, conceptualizadas, dan lugar a un espacio nuevo: la alegoría
como el mecanismo que convierte el concepto en espacio (51). De hecho, la alegoría
literaria ya trabajaba de este modo, pero lo hacía en la mente del lector, ahora, pues, la
imagen desplaza este mecanismo mental, imaginario, al mundo material (como antes ya
habían hecho los ilustradores de las obras de Ripa o de Alciato).
Como dice Jacques Aumont, refiriéndose a la teoría de Eisenstein sobre el montaje
intelectual, "es una operación metafórica la que (en é~ gobierna el salto entre imagen e
imagen" (52), y por lo tanto la que relaciona una imagen con otra. Evidentemente, en
Eisenstein el concepto, surgido de la construcción metafórica, se forma también en la
mente, como ocurre con la alegoría literaria, pero el resultado tanto teórico como
práctico que se obtiene a través de la idea de montaje intelectual se encuentra más
cercano de la plasticidad que nos ofrece el universo de las ilustraciones de Ripa, Alciato
o Solorzano que de su versión literaria. Y esta plasticidad tiene, a su vez, su más
conseguida analogía en los anuncios publicitarios gráficos.
Si echamos un vistazo a algunas ilustraciones de la obra de Ripa (figs. 37-37a) (53), que
como hemos dicho constituyen un añadido posterior a lo que de inicio fue tan sólo un
discurso literario, notamos que esas imágenes despiertan en nosotros un cierto malestar
cuyo origen es de difícil localización. Sólo si analizamos con mayor detenimiento las
ilustraciones, nos daremos cuenta de que en ellas, las distintas imágenes que las
componen (las unidades visuales o ¡m-signos pasolinianos) han sufrido un proceso de
recombinación que, a pesar de dar como resultado un paisaje aparentemente naturalista,
significan una profunda alteración de las leyes de la representación perspectivista. No es
que haya un completo abandono del naturalismo, como ocurre, por ejemplo, en una
pintura cubista, en la que las leyes que rigen su cohesión son completamente ajenas a
aquel, o incluso en un cuadro surrealista, donde las imágenes han perdido cualquier tipo
de relación que las mantenga unidas y flotan libres sobre algún apocalíptico paisaje,
sino que la realidad que configuran los elementos de la alegoría parece formalmente
aquejada de cierta inquietante distorsión, como si fuera la imagen de un sueño. Y es
ciertamente su equiparación con el espacio de los sueños lo que nos permite desentrañar
su básica realidad, puesto que el espacio alegórico, como el de los sueños, está
compuesto por imágenes que, a pesar de ser formalmente realistas, se han liberado de
las ataduras a las que las sometía el naturalismo y se han agrupado según unos valores
conceptuales que, a su vez, han dado lugar a un nuevo tipo de espacio.
No deja de ser sorprendente descubrir que la formalización de los conceptos da lugar a
diferentes tipos de espacio. O para decirlo de otra forma, que la configuración del
espacio responde a la presión de una determinada organización conceptual. Las leyes de
la perspectiva renacentista que han organizado durante varios siglos nuestra visión de la
realidad siguen impregnándonos tan profundamente que resulta difícil para nosotros,
incluso después de más de un siglo de pintura no-realista, imaginar la posible existencia
de una realidad que no esté organizada según ese perspectivismo. La tendencia general
es creer que la visión del pintor, sea éste románico, barroco o cubista, responde
solamente a una concepción personal, a su forma íntima de ver -o incluso de querer ver-
la realidad. Esta idea la hemos heredado de la concepción romántica del artista que
contempla a éste como un rebelde en constante lucha con la realidad, y no como un
catalizador de las formas de ver esa realidad. Del hecho de que la realidad se contempla
de forma distinta en cada época, dan fe precisamente los artistas, sobre todo los
plásticos, aunque, evidentemente, los trazos de esas nuevas realidades pueden
encontrarse tanto en las ciencias como en la literatura. No debemos olvidar que si bien
el modo de ver esa realidad responde a la forma en que la misma realidad está
organizada, esta organización depende de las valoraciones que nuestra mirada ejerza: no
existe otra realidad que aquella que somos capaces de ver (y en este sentido, incluso
dentro de cada paradigma, habría diferentes realidades, según los niveles de consciencia
o de sensibilidad de cada observador). No hay que confundir esta realidad de la que
estamos hablando con cierta realidad geológica o geográfica, que formaría un substrato
naturalista evidentemente susceptible a cambios ajenos al punto de vista del observador
(aunque no hay que olvidar tampoco que un paisaje también es susceptible de diversas
lecturas), La confusión de este nivel mínimo de realidad con todo lo que somos capaces
de percibir es lo que nos lleva a pensar que no puede existir otro tipo de realidad que la
que suponemos ver. Pero la verdad es que la capa de esta realidad mínima es
extremadamente fina, pues con sólo que nos refiramos ya al nivel urbanístico,
aparentemente tan sólido como el mismo nivel geológico, observamos que éste
responde a conceptualizaciones bien evidentes (a una materialización directa de los
conceptos). En una época como la nuestra en la que impera el diseño de forma tan
drástica, no debería extrañarnos que los conceptos pudieran materializarse y configurar
una determinada realidad. De todas formas, no me interesa profundizar tanto en este
tipo de remodelación de lo real como en aquella que significa una reorganización de la
percepción de lo real que da lugar a un nuevo espacio que es más conceptual que físico,
pero que a la larga tiene consecuencias físicas (54).
Parece evidente que para el individuo renacentista, inmerso en un mundo neoplatónico
donde todas las partes del universo estaban en correspondencia unas con otras, donde
todo, desde las piedras a las estrellas, era plenamente significativo para cada persona y
se refería a ella en concreto (55), el espacio cotidiano en el que vivía tenía que ser visto
de forma distinta a como lo veía un burgués del siglo XIX, en cuyo universo también las
cosas poseían su propio significado, pero éste nada tenía que ver con él personalmente,
sino con los mecanismos que la ciencia había ido desentrañando y que de hecho no
hacían otra cosa que ir separando paulatinamente universo e individuo hasta
convertirlos en dos entes irreconciliables. En este sentido es interesante poder
contemplar la realidad configurada por la alquimia, que es una consecuencia directa del
neoplatonismo renacentista y cuyo máximo exponente gráfico se encuentra en los
cuadros del supuestamente enigmático Hyeronimus Bosch. El enigma de esas pinturas
se aclara cuando las contemplamos bajo la perspectiva de la visión del mundo que
corresponde a la alquimia. Para el alquimista la manipulación de los elementos naturales
equivalía al juego con los valores conceptuales que esos elementos acarreaban consigo
de forma considerada natural. Era como una química de las ideas que funcionaba por
medio de las difusas leyes de la analogía. El cambio químico de los elementos, en ese
universo de estrechas correspondencias, producía, según esa lógica, un cambio físico
equivalente (de hecho, este cambio físico se conseguía a través de un cambio espiritual:
la manipulación de los elementos del macrocosmos actuaba sobre los del microcosmos
y producían el cambio pertinente). La teoría, dentro de su relativo primitivismo,
constituía un paso adelante en relación a la concepción mágica del mundo, según la
cual, el mago con la sola acción de las palabras podía también efectuar cambios en la
realidad. La racionalidad que se esconde bajo esta propuesta es, en lenguaje actual, la
siguiente: si las cosas son equivalentes a los conceptos y los conceptos se expresan por
medio de palabras, cualquier cambio en alguno de los términos de esta ecuación afectará
forzosamente al resultado, es decir, el universo.
Nos encontramos, hay que comprenderlo, fuera de los dominios del universo
aristotélico. Es Platón y su concepción animista del mundo la que reina en este campo.
Las cosas valen más por lo que representan que por lo que son, o parecen ser, en el
mundo de las apariencias. Una realidad verdaderamente real sería aquella que nos
enseñara la trama del mundo, que volviera el traje del revés y nos mostrara las
escondidas y fundamentales costuras. No otro que éste es el significado último de los
cuadros de El Bosco, que tanto parecido tienen con los grabados alquímicos, menos
conocidos (fig. 38) (56). Tanto en los cuadros como en los grabados, las imágenes se
transforman de acuerdo a aquellas verdades que representan; el cielo platónico abre sus
puertas y las imágenes ideales descienden sobre la tierra dejando al descubierto un
mundo que a nosotros se nos puede antojar surrealista (57).
Benjamín, hablando de la alegoría, cita las palabras de Shopenhauer: "lo mismo
sucedería (el enardecimiento de un individuo ambicioso que se exalta ante un cuadro
representando la fama) si viera la palabra Fama escrita en la pared con letras grandes y
nítidas" (58). El toque de atención de Schopenhauer con respecto a la falta de nivel
artístico de la alegoría puesto que, según él, las imágenes de la misma no son más que la
burda cobertura de los conceptos expresados por medio de palabras-nos devuelve a lo
dicho con respecto al dibujo de McCay Subway Advertising in 1907 (fig. 7). No es que
sea precisamente impopular la interpretación de nuestra realidad -repleta de imágenes
altamente significativas- que considera a las imágenes una simple cobertura de una
estructura conceptual oculta, de forma que, si se levantara el velo de imágenes, quedaría
al descubierto el equivalente discurso lingüístico que había debajo. 0 dicho de otra
manera, que la realidad está formada por ese discurso, no siendo las imágenes más que
ilustraciones del mismo. Sin embargo, a pesar de que nuestras imágenes tienen
ciertamente una calidad alegórica, en ningún caso puede ser ésta el simple sustituto de
determinado discurso lingüístico que detenta todo el significado, puesto que la moderna
alegoría reside más fundamentalmente en la disposición de las imágenes, en la creación
de un espacio determinado, que en la representación de discursos ocultos. Nuestra
realidad se distingue pues de la neoplatónica en que el reverso se ha naturalizado y se ha
convertido en nuestro paisaje cotidiano. No hay otra realidad, superior o inferior que dé
cuenta de ésta, sino tan sólo la que vemos y que está compuesta por los atributos de
nuestro inconsciente. Como en los cuadros de El Bosco, o como en los grabados
alquímicos, lo que nosotros vemos es la relación última entre las cosas, pero en nuestro
caso esta súbita desnudez no responde a un proceso temporal de desvelamiento, sino a
una estructura final constituida como realidad.
En la imagen alegórica, el concepto curva la imagen, igual que, según la teoría de la
relatividad, el espacio se curva debido a la fuerza de gravedad producida por la cercanía
de materia. Esta curvatura confiere a cada imagen una calidad microcósmica, en el
sentido de que cada una de las imágenes de un conjunto mantiene una estructura
espacio-conceptual particular. Cada conjunto de diversos microcosmos da lugar a un
macrocosmos, es decir, a un espacio en el que se establecen las coordenadas necesarias
para albergar el conjunto. Puesto que el espacio no es otra cosa que ausencia, se crea por
lo tanto entre dos o vanas presencias. El espacio naturalista es un espacio uniforme que
sigue las leyes de la perspectiva, pero el espacio alegórico, a pesar de que pueda estar
disfrazado por una capa de espacio naturalista (un paisaje cualquiera sobre el que se
posan las imágenes alegóricas), es en realidad un espacio mental que las fuerzas
conceptuales materializadas en las figuras producen a través de la relación entre ellas.
Este espacio alegórico, además de provenir naturalmente de las alegorías visuales,
adquiere en nuestro tiempo el poder de organizar bajo su égida imágenes que en sí no
son alegóricas (por ejemplo, las de una película clásica). De la misma forma que la
visión post-renacentista se acostumbró a ver en perspectiva, la visión moderna se ha
acostumbrado a ver alegóricamente, lo cual no es nada extraño si tenemos en cuenta que
las imágenes se articulan cada vez más de forma alegórica y por lo tanto es natural que
en estos momentos, incluso aquellas que no lo son o no lo fueron en su momento, sean
vistas de esa manera. Ese espacio alegórico, que es esencialmente estático (de hecho,
convierte en estáticas las imágenes móviles) es el punto sobre el que se construye el
hiperespacio que he llamado hipnótico. Si de la relación entre figuras curvadas por el
concepto nace el espacio alegórico, de la relación entre diversos espacio alegóricos
surge el espacio hipnótico del cual sólo puede dar cuenta nuestro inconsciente, con el
que conecta directamente.
1. HIPERREALIDAD
La ciudad es la gran imagen moderna, la imagen hiperreal. Atrás queda la imagen
metafísica del estado, la imagen gráfica de la nación. Uno se reconoce en las leyes, la
otra en los mapas. Pero nadie logra reconciliarse con ellas, excepto en fases de
exaltación, cuando se gana una guerra o una liga. El resto del año, sólo queda la ciudad.
La ciudad se está convirtiendo en un lugar inhóspito. Una afirmación que se hace cierta
en algunos países industrializados y la mayoría de post-industrializados, pero que sobre
todo se cumple en el espejo del mundo: Norteamérica. El Memphis al que llegan los dos
japoneses de Mistery Train (1) es el emblema de esta ciudad feroz, una ciudad que poco
a poco se ha transformado en un gigantesco baldío, poblado por dos tipos de
marginados (2); los que realmente carecen de casa, a los que el lugar en el sistema les ha
sido negado precisamente por esta carencia (3), y los marginados de la imaginación, es
decir, aquellos que no tienen más remedio que transitar por la vieja carcasa en la que la
ciudad superdesarrollada se ha convertido. Estas dos especies llenan el centro de las
ciudades, unos tirados en las aceras, exhibiendo impúdicamente las huellas de un
trasmundo lejano, los otros deslizándose sobre sus sueños cristalinos, de viaje entre la
inmunidad sepulcral de dos edificios.
La ciudad es hoy (4) como esa decrépita estatua de la Libertad que aparece al final de El
planeta de los simios (5), una derrotada alegoría que emerge por entre los verdes
entramados de un paisaje exuberante, fuera de control. Pero el centro de la alegoría no
es tanto la estatua como esa naturaleza desbocada que parece querer vengar con su furia
verde antiguas afrentas. Pretenden ser dos puntos de referencia muy claros: la ciudad
como forma, como artificialidad; la naturaleza como espontaneidad, como libertad.
Forman decididamente un conjunto de coordenadas, pero su claridad, como veremos, es
más que discutible.
En algunas ciudades mediterráneas (y por supuesto, en la mayoría de las del antes
llamado Tercer Mundo y ahora englobado dentro de la categoría de Sur (6)), las calles
aún están vivas. El espacio urbano, en ellas, no ha perdido todavía su calidad dramática,
su condición de escena. En 1931 aún no era demasiado tarde para que King Vidor
pudiera hacer una película sobre Nueva York y titularla Street Scene (La escena de la
calle), pues era en las calles donde la ciudad existía y donde los habitantes adquirían la
condición de ciudadanos. En las calles aún se podía vivir. Lejos el día en que el asfalto
se convertiría en jungla y más lejos aún el momento en que la jungla se desvanecería en
el hiperespacio postmoderno, un hiperespacio capaz de conectar sin trauma los
diferentes niveles de existencia que en el mundo industrializado se reparten entre los
compartimientos estancos de la casa, el trabajo y la tienda.
En la mayoría de las ciudades que todavía están vivas, la vida empieza a la puerta de la
casa, al contrario de las ciudades postmodernas, en las cuales lo que empieza a la puerta
de la casa es la muerte. La casa en las ciudades-vida no es más que un lugar de
referencia, un lugar al que se regresa en busca de reposo y comida, el puerto donde
recala el marinero después de cada travesía. La casa, el hogar, aunque parezca
paradójico, no es en estos lugares pre-industrializados o simplemente industrializados
pero nunca post-industrializados-, el lugar más adecuado para vivir (7). Los que, debido
a alguna enfermedad, o por cualquier otra razón, están forzados a permanecer en casa se
dice que están enterrados en vida, es decir, prácticamente muertos. Y la verdad es que
tan sólo los enfermos, los viejos y... las mujeres viven en casa, es decir, tres categorías a
las que en la sociedad patriarcal se les niega tradicionalmente el derecho a una vida
plenamente significante. Las mujeres, para conquistar este derecho, han tenido que salir
de casa, igual que cualquier joven héroe no heroína-, de la literatura o de las películas,
que tuviera intención de realizar alguna hazaña o simplemente vivir la vida.
Puesto que en el mundo postmoderno la vida es imaginaria, ya no es necesario dejar la
casa para vivir plenamente. La verdad es que, en la postmodernidad, dejar la casa, si no
es para ir a otra casa, a otro edificio, tiene cada vez menos sentido (8). La existencia se
produce literalmente en los edificios: seres estar dentro de ellos, mientras que el viaje de
unos a otros, si bien se experimenta como aventura, igual que antes, se trata de una
aventura desprovista de valor ontológico. No tan sólo nadie se realiza saliendo de casa,
sino que, bien al contrario, sólo en ella adquieren sentido aquellas experiencias que de
algún modo u otro se tienen fuera. El espacio que existe entre los edificios, entre la casa,
el lugar de trabajo y el de ocio (9), es un paisaje incontrolable, un territorio que escapa,
o parece escapar, al control que la imagen ejerce en el resto de los ámbitos (10). La
casa, el lugar de trabajo y el lugar de ocio son los puntos límite de un juego de
coordenadas cuya confluencia marca la situación de lo imaginario, un imaginario cuyo
emplazamiento coincide con la ciudad.
La ciudad, el espacio urbano, era considerado tradicionalmente aquello que no era la
casa, que no era parte de un edificio. La ciudad acostumbraba a estar, pues, fuera, a ser
literalmente el exterior. Pero el exterior ya no está fuera. Ahora está dentro. La
televisión ha vuelto el mundo del revés. Se podría dar la razón a Moles cuando dice que
''para el habitante, el mundo se establece a partir de su casa y no su casa a partir del
mundo'' (11), si entendiésemos como mundo, no la realidad física ni la exterioridad
espacial, sino la proyección del Yo a través del inconsciente. Para experimentar la
realidad ya no hay que salir a la calle, sino todo lo contrario: hay que quedarse en casa y
ver la televisión. Una persona puede vagar por las calles de una ciudad durante
veinticuatro horas seguidas sin que nada especialmente significativo le suceda, pero en
cambio media hora de televisión le suministra emociones suficientes para un mes. Así
pues, las ventanas de las casas dan ahora al interior, puesto que el antiguo interior de las
casas se ha convertido actualmente en el nuevo exterior. Esas ventanas dan a un lugar
vacío, hueco, un lugar tan carente de significado como puede resultar nuestro
inconsciente si tratamos de imaginarlo visualmente, es decir, si tratamos de verlo. La
fuente de la imaginación, es decir, el inconsciente, no puede ser alcanzado a través de la
misma imaginación, no puede ser visto directamente; la imaginación sólo puede
producirlo pero no catarlo: es como un músico sordo, por mucha música que produzca
nunca alcanza a oírla realmente. Por el contrario, al moderno emplazamiento de lo
imaginario, es decir, a la ciudad, a ese exterior-interno, no hay otra forma de
aproximarse que mediante la imaginación misma, es decir, entre nosotros, la televisión,
la imagen (12).
Hacia la segunda década de este siglo, la aventura, el desarrollo de ese sentirse vivo ya
mencionado, se desplazó desde su proverbial emplazamiento en exóticos lugares a la
ciudad. Los dramas o melodramas urbanos de Balzac, Flaubert, Zola, Dostoyevsky e
incluso los de Dickens habían sido entendidos, medio siglo antes, como lo exactamente
opuesto a la novela de aventuras del tipo de las de Alejandro Dumas o Julio Veme. En
aquel momento, la aventura no se trasladaba a la ciudad, sino que se alejaba de ella,
cada vez más lejos, hacia el Amazonas o hacia el centro de la Tierra, o quizá incluso
hacia el pasado, hacia la Francia de Luis XV. En la ciudad se instalaba, por el contrario,
la realidad. Los dramas eran ciudadanos, las aventuras, exóticas, quizá porque el
crecimiento de los espacios urbanos era percibido como un alejamiento de una
naturaleza que constituía el emplazamiento por excelencia de la aventura. Pero esa
aventura arrojada por la puerta a golpe de proyecto urbanístico pronto empezó a colarse
sigilosamente por la ventana. En los folletines de Sue o de Feulliade, la ciudad se
convierte en una jungla donde no faltan tarántulas y serpientes. Y si por un lado, el
Ulises de Joyce es la estricta superimposición de una antigua saga aventurera -el cuento
de Odiseo- sobre el moderno paisaje de Dublín, la novela de aventuras
cienciaficcionesca de H.G. Wells es ya específicamente urbana: sus héroes viajan a
distantes ciudades del futuro y las ciudades del presente se hallan bajo el ataque de
enemigos extraterrestres, pero la ciudad, la ciudad industrial, es de todas formas el
centro del mundo (13). De igual manera, Kafka es un escritor que no puede ser
entendido en otro ambiente que el de la ciudad moderna: las pesadillas burocráticas de
Joseph K son típicamente urbanas. Los escritos de Kafka son, de todas formas, algo más
que eso, y Orson Welles parece haberlo entendido a la perfección cuando, al adaptar El
Proceso a la pantalla, situó la mayoría de escenas en interiores, en una especie de
laberinto interminable de pasillos y habitaciones sombrías. Por otro lado, en una de las
obras más alegóricas de este especialmente alegórico escritor, El Castillo, su
protagonista trata durante toda la novela de acceder a un castillo, la apertura de cuyas
puertas le es negada indefectiblemente. La narrativa de Kafka es urbana, pero localizada
en los límites del paisaje urbano, un paisaje que ya no linda con el campo, sino con la
puerta de la casa (14). Estas puertas del hogar, a la que retorna finalmente el hilo
pródigo podrían no ser otras que aquellas surrealistas portes du champs, el perfecto
reverso de quererle poner puertas al campo de nuestro refrán. La literatura parece haber
sido cronista de este peregrinaje: desde Don Quijote, luchando contra sueños por los
campos de Castilla, hasta K tratando de penetrar en el castillo para huir de las pesadillas
urbanas. Pero, una vez dentro de la casa, no se terminan los problemas. Malpertius, la
novela fantástica de Jean Ray, transcurre enteramente en el interior de una mansión a la
que los dioses del Olimpo, convertidos en sombras fantasmales, acosan imperturbables.
Y el protagonista de I am Legend, de Richard Matheson, debe parapetarse (igual que los
asediados de The Night of Living Dead, de George Romero) en el interior de su casa
para defenderse de una humanidad convertida en vampiro, sólo para darse cuenta al
final del libro de que, por imperativos de la lógica, el monstruo, la leyenda, era él y no
la mayoría convertida en normalidad. Si la novela gótica llenó de fantasmas mansiones
y castillos, la modernidad los arroja fuera y convierte la casa en santuario. Es interesante
descubrir que el pobre Samsa de la Metamorfosis se libera de su recién adquirida
condición de cucaracha volando a través de una ventana abierta. Es decir, no se libera
de su nuevo aspecto, sino que se libera de la casa donde su nueva monstruosidad era
intolerable. Habiéndose convertido, Samsa, en parte de lo imaginario, la casa ya no
puede albergarlo. No es extraño que su familia le ignore: de haber existido la televisión,
nadie hubiera reparado en él hasta que el telediario hubiera informado de su horrible
transformación. La casa es el último reducto de la antigua realidad, en ella sobreviven
los postreros estertores de un sentido común que antaño fue patrimonio de los más
apegados a la tierra, los campesinos. Y con lo real, se refugia en la casa la naturaleza,
infiltrada a través de los productos alimenticios -arroz integral, huevos orgánicos,
verdura sin contaminantes, etc.- y de las prendas de vestir -algodón, pura lana virgen,
seda natural...-. Es a través de mecanismos como éste que el interior se convierte en
exterior y en el exterior se asienta lo imaginario. "Les veritables aventures son internes",
manifiesta Jean Cocteau, y es a este interior, a este inconsciente, al que se asoman las
ventanas de las casas, mientras que los aparatos de televisión vienen a suplirlas en su
antigua misión de asomarse al exterior. Si el espacio de la casa es la sede de lo real (de
la vieja realidad sólida y estable) y por las ventanas se mira adentro, a los miedos y las
fobias, la ventana de la televisión nos da la imagen de una exterioridad que falta, pero
que coincide, en reverso, con la interioridad que vemos fuera de la casa. Y lo que vemos
en la televisión, en anuncios y telefilms, en concursos y telediarios, nos confirma el
paisaje interno que anuncian nuestras ventanas y que se extiende por medio de la ciudad
al resto de un mundo convertido cada vez más en hipotético (15): una articulación
onírica que sólo puede corresponder al territorio de nuestro inconsciente.
Ya he mencionado la extraordinaria capacidad que las obras de Philip K. Dick poseen
para alegorizar, a través de sus fantasías paranoides, la realidad más estrictamente
contemporánea, es decir, una realidad que nos pertenece más a nosotros que al propio
escritor, quien supo como nadie ser profeta en su propia tierra. Murió en 1982, que tal
como van las cosas, es casi la prehistoria, y la fenomenología que se destila de sus
escritos no era ni más ni menos que un presentimiento. En su última novela, The Divine
Invasion, publicada el año de su muerte, el protagonista, Sam Asher, "a pesar de estar
muerto y en suspensión crónica, tenía algunos problemas''. Durante esa muerte en vilo,
Asher sueña que sigue vivo y que se halla instalado en un habitáculo semiesférico,
empotrado en el suelo marciano. En esta especie de domo pasa las horas escuchando
música de su cantante de rock favorita, una tal Linda Fox, tras la que se esconde, según
dicen los que conocieron personalmente al escritor, la muy real y verdadera Linda
Ronstand. A Asher le cuesta horrores salir de su domicilio que está sellado y nunca
mejor dicho- como un tumba, y todo contacto con el exterior lo efectúa a través de la
multifacética parafernalia electrónica que puebla la casa. Ignora además, en su sueño
mortal, este futurista Sigfrido, que parte de la información que recibe gracias a sus
virtuosos aparatos no es más que destilaciones residuales de su clausurado inconsciente,
y que la otra porción de señales, que le llega especialmente en forma de una insidiosa
reproducción de la música del Violinista en el tejado, se debe a las interferencias de
cierta emisora real, situada cerca de donde su cuerpo se halla hivernado.
El futuro de Dick es nuestro presente o por lo menos, la alegoría de nuestro presente. Se
ha dado un paso más en la acentuación del fenómeno antes especificado: una vez la
gente se ha metido en sus casas (recordemos de pasada la reciente moda del llamado
cocooning), el problema es cómo salen de ellas, quién los saca y con qué excusa. Quizá
tengamos que recurrir a Proust para encontrar una respuesta. En su prolongada obra, a
través de la que el escritor va en busca del tiempo (y el espacio) perdido, Proust, sentado
en la cama -entre el sueño y la vigilia plenos, quizá inmerso en la hiperrealidad de la
pura hipnagogia-, mezcla memoria e imaginación para reconstruir el más sofisticado
ambiente urbano que se puede encontrar en la literatura. En este sentido, Proust es
nuestro contemporáneo e incluso un contemporáneo de ese futuro imposible (porque ya
se ha hecho presente) de Philip K. Dick, Ambos concuerdan en que la única salida
posible es a través de la imaginación. Y no está de más recordarlo de tanto en tanto:
imaginación, strictu sensu, quiere decir puesta en imágenes.
Puede que sea demasiado trivial conciliar este emprisionamiento en la casa con un
retorno al útero materno, por más que todos los indicios estén a favor de la
interpretación. Si repasamos la iconografía de Dick, los vanos intentos del personaje de
Kafka por internarse en el Castillo, la misma reclusión de Proust desde la que imagina
un exterior delirante, todo nos conduce a esta vuelta a los orígenes. Un regreso que deja
atrás no la realidad, sino la imagen de esta realidad.
Parece que han sido el cine y la televisión los medios que más certeramente han
expresado el fenómeno del espacio urbano como localización de la aventura, fenómeno
que se halla, como he dicho, en el origen del posterior trasvase a la ciudad de la energía
de lo imaginario. Y han sido estos medios los encargados de expresarlo e incluso
producirlo, si más no, por tratarse de medios audiovisuales de entre cuyas misiones,
centrar la imaginación más libre de la novela no ha sido la de menor importancia.
Dejando aparte el gesto nostálgico del Western (que en cierto modo puede ser
considerado como una crónica, más o menos fantástica, de la urbanización de los
Estados Unidos) o los escarceos neo-ecológicos de Tarzán (que como los de su
antecesor Robinson Crusoe, cantan más las ventajas de la civilización que las virtudes
de la naturaleza) y otras aventuras selváticas para amantes de safaris organizados, la
verdad es que el cine (y por añadidura, la televisión) son, en cuanto a narrativa, dos
medios urbanos por excelencia. La aventura urbana alcanza sus más altas cotas en el
cine de gánsters y en el llamado film noir (16), mientras que el melodrama y su
degradado epígono, la soap opera (más conocida por culebrón), apuntan, sin dejar de ser
urbanos, a la posterior reclusión de la realidad en la casa. La ciudad violenta y primitiva
de los gánsters se vuelve romántica en los cuarenta con el cine negro, verdadera cumbre
de la aventura urbana. En ella, la geometría de las calles se hace onírica, adquiere ya su
definitivo halo imaginario; son calles que reflejan más nuestros sueños que la realidad
física, la cual se va difuminando paulatinamente al mismo ritmo con que las familias
abandonan el downtown (el centro urbano) para desperdigarse por la flácida e idílica
suburbia. En la ciudad quedan las sombras y las esquinas, una calle mojada por una
lluvia invisible y un cigarrillo en la oscuridad.
Una vez que este trasiego físico y psicológico se haya completado, a la ciudad, ausente
de clase media, regresará repentinamente su primitiva violencia, pero esta vez no serán
los gánsters, esos ingenuos salvajes, sus portadores, ni serán los detectives privados, tan
lejos de la ley como del éxito, los que protagonizarán la aventura, sino los policías. A
partir de mediados de los sesenta, la aventura ciudadana se burocratiza, pasa del sector
privado al estatal, es una aventura controlada, de uniforme. El policía, convertido en
paradigma de la individualidad, lo será todo, de ahí en adelante: aventurero, fuera de
ley, gángster, romántico, loco, enamorado, asesino... Un afán de acaparamiento que sólo
se explica si hay detrás un proyecto monopolizador de cierta ética de la libertad (17). La
aventura no por este monopolio resultará descafeinada, pero sí imposible por haber
dejado de ser civil. Y habiendo sido institucionalizada, a base de vestir de uniforme a
los aventureros y hacerles entrega de un reglamento, no es de extrañar que la aventura
se aleje aún más de la realidad y se adentre en las zonas más profundas de lo imaginario.
Antes, la aventura, aunque imaginaria, conservaba un cierto vínculo con la realidad,
puesto que no era del todo descabellado contemplar la posibilidad de hacer válidas las
propias fantasías o las de otro que las hubiera puesto a la venta; aún era posible pensar
que un día se descendería en un junco por el Amazonas o que se robaría un banco,
metralleta en mano. Pero en el momento en que se crea un ministerio de la aventura -en
el momento en que se glamouriza la dirección general de seguridad correspondiente-,
las andanzas dejan de ser fuente de identificación directa y se convierten en una tarea
más que se abandona a manos del estado. En ese momento, la personalidad del
espectador deja de ser activa y se convierte en receptiva: las aventuras definitivamente
de otros le moldean en su pasividad, en lugar de ser su actividad la que se vea motivada
por ellas, como antes. Poco a poco el espacio urbano irá recobrando el onirismo del cine
negro de los cuarenta, a través de películas como Blade Runner o las dos partes de Alien
(18), pero sin abandonar ni un momento la égida de los uniformes: un antiguo policía en
un caso, los marines del futuro, en los otros dos, serán los héroes de las flamantes
aventuras por el inconsciente.
El protagonismo de la ciudad en las pantallas tenía una lógica correspondencia en la
proliferación de cámaras de cine y televisión por las calles. Las cámaras de cine no
hacían más que proseguir su antiguo oficio de procesadoras de la realidad para
convertirla en imagen, pero con la llegada de la televisión y sobre todo de las cámaras
ligeras de vídeo, esta función se institucionaliza. A mediados de los setenta, la presencia
del ojo de la cámara patrullando la calle se convierte en un elemento más del urbanismo
imaginario. La cámara ya no se dedica a absorber solamente los componentes urbanos
en cuanto a elementos neutrales de un paisaje (los cinemas de Pasolini), sino que sus
ojos patrullan la ciudad en busca del acontecimiento, de lo pré-fílmico entendido como
realidad comprometida. Esa vieja y utópica aspiración de Bazin tampoco ahora llega a
cumplirse, ya que, cuando las cámaras de televisión, gracias a su omnipresencia,
parecen preparadas para captar sin trabas la realidad misma en el más puro momento de
su génesis, ésta ya ha perdido todo su realismo que se ha esfumado tras la invasión de lo
imaginario: las actuaciones policiales, los disturbios callejeros, los incendios, todo tiene
el aspecto de una película, o mejor dicho, el crispado elementalismo de un telefilm. A
partir de ese momento, la realidad -esa realidad imaginaria que se ha destilado a partir
de la antigua realidad frica- no será otra cosa que un producto de las cámaras. Lo saben
tanto los llamados terroristas como los componentes del estado: todo lo que es se realiza
a través de la televisión. Se confeccionan vídeos de rehenes o de prisioneros de guerra,
se programan discursos para las horas punta y finalmente, se ejecuta incluso una guerra
según los cánones televisivos. En esta guerra, la del Golfo, se intenta incluso controlar
el flujo de imágenes -no ya la propia realidad primaria, sino su vicario- mediante la
superposición de otro flujo estéticamente más elaborado y de índole claramente
fetichista -las armas, las tecnologías-. Se pone así en evidencia no tan sólo la centralidad
de la imagen en la articulación del mundo contemporáneo, sino su facilidad de
manipulación a través de capas sucesivas de imaginación. Aquel pseudo-acontecimiento
descrito por Daniel Boorstin en los sesenta (19) se ha convertido no únicamente en la
regla, sino en la propia realidad por excelencia. La falsificación en el mundo de los
falsificadores adquiere el valor de un original.
La pseudo-realidad más genuina se produce en las ciudades. Pero haciendo gala de su
condición más falsaria, ni siquiera sucede en la calle, sino que ha trasladado su teatro de
operaciones para usar un término militar de moda- a la pantalla de televisión. El
acontecimiento puede que suceda -según el antiguo significado del verbo-, en la calle,
pero como en ese momento carece de importancia, no se le puede considerar existente
todavía; es un proyecto de noticia que no alcanzará toda su plenitud hasta que no
aparezca en la pantalla de la televisión, en las pantallas de todos y cada uno de los
hogares. Esta es precisamente la mejor prueba de que la realidad se difumina, pierde
valor, ante la imagen. El acontecer no se percibe en lo inmediato sino precisamente en
lo que está mediado, elaborado: el acontecer ha dejado de ser un fenómeno temporal y
se ha convertido, de este modo, en espacial. Lo que sucede en el exterior convertido en
interior es el pseudo-acontecimiento que a través de la pantalla se realiza y asciende a la
categoría de pleno acontecimiento. Quiere esto decir que lo real se alcanza precisamente
a través de lo irreal, de lo imaginario. Se percibe como verdad precisamente aquello que
más visos tiene de ser falso (20), y en esta paradoja reside uno de los fundamentos de la
quiebra de la moral contemporánea, quiebra que se produce a través, y a causa, de la
imagen.
2. EL TURISTA ACCIDENTAL
En el período que va de mitad de los sesenta a mitad de los setenta, las ciudades
(especialmente las americanas, pero por razones obvias también muchas ciudades del
resto del mundo) dejaron de ser el locus de la existencia, de la vida cotidiana: sus calles,
en esos momentos, se vieron en su gran mayoría pobladas por turistas. Los turistas son
los viajeros de lo imaginario por excelencia, puesto que no acuden a las ciudades para
vivir o trabajar en ellas (como anteriormente hicieron los campesinos) ni siquiera para
realizar negocios (como lo comerciantes), sino que acuden para entrar en contacto con
una imagen. La culminación de la Historia, en su momento de trasvase a la imagen,
produjo los viajeros en el tiempo, esos románticos perseguidores de una realidad física
perdida en el pasado o en busca obsesiva de su confirmación en el futuro. Pero la época
en que la esencia de lo real se asienta definitivamente en la imagen produce otro tipo de
viajero: el turista. Los turistas sólo conocen los lugares que van a visitar mediante las
imágenes que de ellos les han sido suministradas, imágenes confeccionadas por las
agencias correspondientes -estatales, privadas- o por turistas anteriores que han
procurado dejar constancia de su viaje a través de postales, filmaciones y grabaciones de
vídeo (21). Y lo que estas imágenes cuentan no se refiere tan sólo a la ciudad, sino
también al sentido de la aventura que las ciudades más cercanas al turista por ejemplo,
su propia ciudad-parecen haber perdido. Los turistas vagan por las ciudades del mundo
en busca, como los antiguos viajeros del tiempo, de una realidad perdida. Pero en este
caso, no es una realidad histórica, sino imaginaria, una realidad que suponen escondida
tras las imágenes que han contemplado, pero que en verdad no existe, pues, como indica
Braudillard, ahora "es el mapa el que engendra el territorio'' (22). El mapa
confeccionado por las imágenes crea a la vez los parámetros de un territorio imaginario
y el correspondiente sentimiento de nostalgia hacia el mismo. Pero la meta de los
turistas no parece ser la de vivir una aventura en la realidad -una aventura real, sino la
de filmar, fotografiar o grabar la imagen real del lugar que visitan, aquel que hasta ese
momento tan sólo ha sido visto a través de imágenes secundarias: carteles publicitarios,
folletos, cine, televisión, etc. Se establece así una dicotomía entre la imagen de la ciudad
que los viajeros pertenecientes a un viaje organizado, o de los llamados de placer (23),
ven desfilar ante sus ojos, una imagen cuya pretendida realidad física las cámaras
particulares se apresuraran a captar, y las otras imágenes que con anterioridad han sido
vistas en la televisión o en una revista. En cierta forma, esta oposición es tan sólo
aparente, una sensación inducida por la industria del turismo, pues al fin y al cabo
aquello que ve el turista, o por lo menos aquello que es capaz de reconocer, no es más
que la repetición de aquellas imágenes secundarias (que ahora se convierten en
primarias) contempladas con anterioridad, como lo testimonian las fotos y los vídeos
obtenidos durante estos viajes, los cuales acostumbran a captar -a repetir- los lugares
típicos y tópicos, bajo una estética y unos puntos de vista que instintivamente buscan
acercarse a aquellos a partir de los que las imágenes generadoras fueron en su momento
construidas. De esta forma el mundo entero acaba transformándose en una Disneylandia
monumental donde las cosas -los monumentos, los edificios, las ciudades, los paisajes-
se convierten en su propia atracción con el valor añadido de un aparente realismo.
En cualquier caso, el turista experimenta realmente esta diversificación de la realidad,
su división en varios niveles. Pero además, esta sensación no es sentida tan sólo por el
nuevo viajero que se traslada a lugares distantes, sino también por todos aquellos que
pendientes cada noche del televisor contemplan, como si fuera por primera vez, la
imagen de los lugares por los que durante el día han transcurrido físicamente sin apenas
darse cuenta. Cuando el telespectador contempla de nuevo el centro de la ciudad por
televisión y lo descubre alterado quizá por la presencia de coches de policía que hacen
centellear sus luces en medio de una nerviosa actividad, resultado posiblemente de
algún robo o de algún accidente, la sensación de que aquella es la ciudad real se
manifiesta de inmediato. Es como contemplar un sueño, un sueño personal, por
televisión (24). Por la mañana, cuando el ciudadano desciende a la calle para ir de
compras, al banco o al trabajo, nunca se tiene esa misma sensación. La realidad física
carece de atractivo. ¿Qué ocurre entonces si cada noche se tiene la misma sensación,
frente al televisor, de que uno se ha perdido alguna cosa importante, de que la realidad
se ha manifestado de nuevo cuando uno no estaba presente, y luego cuando acude por la
mañana a buscarla, se encuentra con una versión descolorida de las vibrantes imágenes
nocturnas? Frustración, esto es lo que ocurre, Se acumula frustración que pronto se
transforma en la necesidad de consumir realidad.
A la mañana siguiente, como turistas en su propia ciudad, los telespectadores,
convertidos ahora en ciudadanos activos, tratarán de recuperar ese sentido de la realidad
experimentado la noche anterior ante el aparato de televisión; pero, repito, será en vano;
el aura habrá desaparecido. E incluso si algo sucede mientras están allí, algo que, de ser
contemplado en el televisor, adquiriría la plenitud de la imagen y haría real aquel
pedazo de irrealidad que es el espacio urbano físico, lo primero que echarán en falta,
esos espectadores, será una cámara, una cámara propia con la que poder captar el
momento. Sentirán la urgencia no de verlo que ocurre sino de grabarlo, de retenerlo en
una imagen, ya que es sólo a través de la imagen del suceso que van a ser capaces de
conectarlo con la experiencia. Le dejamos a la máquina la función de ver, puesto que
nosotros precisamos re-ver. ver a través de otra mirada. La función de ver se ha
escindido ahora en dos partes: una mecánica y por tanto inconsciente -objetiva- que
corresponde a la máquina y constituye pues el equivalente de la función mecánica de la
vista; y otra íntimamente ligada a la consciencia, pero no desligada del todo de la
máquina que a este nivel pasa a ser productora de imágenes, y que se recibe como
recuerdo: se trata del re-ver. La realidad, o la sensación de realidad, a través de las
imágenes, se experimenta pues como recuerdo. Para que la máquina sea realmente
capaz de ver, es preciso que nosotros recordemos a través de ella. En ese momento,
nuestros ojos y los ojos electrónicos de la máquina se funden en una mirada cybórgica
(la confluencia de consciencia -en un sentido amplio de Yo, que incluye también el
inconsciente- y técnica que constituye la imagen) en la cual confluyen, por un lado una
posible presentida, añorada- realidad y por el otro los elementos de nuestra memoria
enraizados en el insconsciente.
Es imposible de captar directamente esa sensación de realidad que el vídeo ofrece, esa
presencia imaginaria. Ni siquiera cuando se persigue la imagen de la ciudad mediante el
turismo o incluso cuando se intenta escapar por un momento de la imagen, creyendo
ingenuamente que fuera de ella aún existe algo. La ciudad no tan sólo tiene un lugar en
lo imaginario, sino que es, como he dicho, lo imaginario. En el largo proceso que va
desde la conversión del mundo en imágenes a la organización de estas imágenes en
complicadas estructuras cuyos mecanismos originan y limitan el espacio de lo real,
nuestra memoria sufre un proceso de clonificación. Este proceso escinde nuestra
memoria: una parte permanece aún en nuestra mente, mientras que la otra se desplaza
fuera de ella, materializada por las imágenes. A la vez, una porción de nuestro
inconsciente, ligada a estas imágenes, se reúne con aquel sector de nuestra memoria que
se ha exteriorizado (25). Una fracción de la mente (o, mejor dicho, la imagen de su
totalidad resultado de la clonificación mencionada) se convierte, pues, en parte de una
naturaleza que ya lleva tiempo siendo sometida a procesos de ingeniería -física nuclear,
genética, cirugía, etc-. Nuestras dos mentes, la externa y la interna, son como dos
espejos situados uno frente al otro. En tal estado, nuestra consciencia pasa a ser
susceptible de una relativamente fácil manipulación (26).
4. LA NUEVA ESCATOLOGÍA
La catedral gótica era un espacio que pretendía invocar la presencia del mundo
escatológico. Era experimentada como una mezcla de cielo y tierra, una plataforma
conectada con ambos mundos. La estudiada combinación de luces y sombras, la
matización y cromatización de los rayos del sol al pasar a través de los vitrales, la
elevación de los muros y columnas que culminaban en un estallido de arcos y techos
abovedados, incluso el sonido de la música y los cánticos, todo estaba pensado para dar
a los fieles la impresionante sensación de que entrando en la catedral, se penetraba en un
espacio nuevo, distinto, un espacio surcado en toda su geometría por la presencia
divina. Se trataba, evidentemente, de un espacio propagandístico, en el sentido de que
utilizaba una determinada retórica arquitectónica no tan sólo para convencer a los fieles
de la realidad de ciertos argumentos religiosos, sino simplemente para atraerlos a las
ceremonias. Pero el espacio de la catedral era también la expresión arquitectónica de
una determinada forma de entender el mundo. Para un habitante de la Edad Media
tardía, la presencia de la catedral en su ciudad no tan sólo era la prueba fehaciente de la
existencia del más allá, que se expresaba en toda su grandeza dentro de los muros de la
basílica, sino que constituía también la promesa de poder participar, penetrando en ese
espacio, de una de las más excitantes experiencias posibles en ese tiempo: el contacto
con el otro mundo.
Este tipo de retórica arquitectónica, una vez que se la desposeyó de su componente
sacralizada, es decir, de esa otra dimensión, también espacial aunque no física, que el
espacio físico creaba en la mente de los fieles y que correspondía literalmente al
paraíso, sobrevivió durante siglos en determinados palacios o edificios públicos, pero ya
como una carcasa vacía y simplemente efectista. Curiosamente, vemos revivir el
proyecto, casi en todo su esplendor y eficacia, en muchas de las monumentales salas de
cine que se construyeron, tanto en los Estados Unidos como en algunas ciudades
europeas, entre 1920 y 1940 (39). Es aquí donde se repite de manera más patente la
intención de provocar de nuevo aquella antigua sensación de maravilla que generaba el
espacio de la catedral, y curiosamente el intento se produce otra vez en el pórtico de un
mundo tan imaginario como el celestial, aunque más cercano: el mundo de las películas.
El impulso humanista del Renacimiento selló la manifestación escatológica que se
producía en las catedrales. Los artistas, no interesados ya en la representación de este
tipo de espacio, volvieron sus ojos a la realidad física y buscaron un sistema para
reproducirla. Aunque en ese momento prevaleció la utilización de superficies planas
para situar las representaciones del espacio real, no se desestimó del todo la utilización
de volúmenes, por más que estos tendieron a organizarse de acuerdo a las leyes de la
representación bidimensional, de lo que da cuenta la importancia concedida a la fachada
de los edificios. Esta nueva utilización del espacio ya no tenía nada que ver con la
invocación de un espacio metafísico, sino que representaba la duplicación o
prolongación del físico. Con las catedrales se había intentado materializar un espacio
inmaterial, mientras que el artista del Renacimiento lo que hacía era proyectar la
realidad física en el terreno inmaterial de la ilusión óptica. Los cuadros pintados según
las leyes de la perspectiva eran como ventanas a través de las que se deslizaba la mirada
del pintor y del observador hacia un horizonte virtual. Si durante el Gótico se había
querido espiritualizar la realidad, durante el Renacimiento se intentaba organizar la
imaginación según los cánones de esa realidad. Pero el sistema encontrado para
construir las imágenes bajo un supuesto y estricto realismo, esa cuña de la perspectiva
con cuya penetración se pretendían desecar las marismas de cualquier transrealidad, no
era tanto una forma de reproducir una supuesta realidad absoluta, como una manera de
crearla. El sistema daba paso a la hegemonía de un nuevo espacio en el que la
organización vertical era substituida por la horizontal, en la que el ritmo armónico de
los diferentes niveles de realidad que envolvía al espectador medieval, considerado más
como perteneciente a un grupo que como individualidad, se transformaba en un espacio
homogéneo e infinito y en un punto de vista unívoco. La perspectiva se convertía así en
un emblema de la nueva ideología humanista, era una forma tan simbólica como las
anteriores. Es interesante hacer notar que en el momento en que la Tierra dejaba de ser
el centro físico del universo, un momento que coincidía con un intento de
desantropomorfización del reino celestial, todo el universo se convirtió en
antropomórfico. El hombre devenía la medida de todas las cosas como lo demuestran no
tan sólo los cuadros de Arcimboldo (figs. 39 y 39a) en los que el paisaje se hacía figura
humana, o en algunos proyectos urbanísticos (fig. 40) en los que la misma ciudad se
organizaba en tomo a la figura del hombre (40) (no olvidemos que el humanismo es la
filosofia estrictamente del hombre, no precisamente de la mujer, lo cual tiene que influir
necesariamente en la concepción espacial), sino también con el mismo proyecto de la
magia renacentista a través del que la magia ancestral cobra en ese tiempo un inusitado
vigor; un proyecto mediante el que se busca relacionar el universo entero con el ser
humano (41), como sucede concretamente con la astrología, una antigua creencia que
regula obsesivamente la relación de los cuerpos celestes con el individuo y que en esta
época resurge poderosamente, a través sobre todo de una rigurosa exposición de las
leyes que la rigen. Nos encontramos, pues, en el período que empieza en el
Renacimiento y continúa hasta el Barroco, no solamente con un proyecto de
comprensión visual de la realidad de gran envergadura, sino con una extraordinaria
polifagia por la que, una vez el hombre ha renunciado a considerar la Tierra como el
centro del Universo, devora él todo el universo y se convierte literalmente en los límites
de lo real. No es de extrañar, entonces, que los artistas del Renacimiento se apresuraran
a abrir ventanas y a construir puntos de fuga que proyectasen ante ellos la extensión
ilusoria de una realidad tísica de cuyo original eran, teóricamente, los contendores. En
ese espacio que se proyecta fuera del espectador como una cuña podrían buscarse, desde
un estricto y algo ingenuo freudismo, no pocos simbolismos fálicos, pero quizá sea más
interesante entender la representación perspectivista de una forma más inmediata. Se le
puede encontrar un significado que recoja el mismo simbolismo pero de una forma
menos absoluta y más metafórica -sin que por ello tenga que perder la fuerza expresiva
de un determinado estilo ideológico-, es decir, que podríamos considerar ese tipo de
representación formal como una masculinización del espacio, ejecutada mediante una
técnica, la perspectiva, que puede equipararse al gesto igualmente expansivo de los
grandes viajes y de los descubrimientos que tienen lugar paralelamente (42).
Los resultados sociales y políticos de la Reforma y la Contrarreforma crearon una nueva
visión del espacio. Y no es extraño que esto sucediera puesto que tanto las bases del
trentismo como las del protestantismo, cada cual por su lado, suponían de forma muy
directa una auténtica remodelación cosmogónica que salía al paso de los avances del
humanismo renacentista. Ambos movimientos pretendían la restauración de la idea de
Dios no ya sobre la primacía del hombre, que había impregnado explícita o
implícitamente todo el pensamiento del Renacimiento, sino incluso contra esa
humanización del cielo, del que el creciente culto a vírgenes y santos había sido a la vez
causa y consecuencia (43). En general, se puede afirmar que una vez desarrollados estos
movimientos, el reino celestial volvió a ocupar su antiguo lugar, abandonado en las
postrimerías de la Edad Media. El cosmos infinito de Giordano Bruno (44) se volvía a
cerrar gracias a este horizonte escatológico. Era el momento de levantar nuevas
catedrales, y así se hizo, dando lugar a una explosión de flamantes iglesias erigidas
según ese nuevo estilo llamado (despectivamente) Barroco. Si las catedrales góticas
habían querido apelar al cielo para que descendiera hasta sus tornasoladas naves, las
iglesias barrocas constituían una auténtica representación teatral del cielo sobre la tierra,
Desde los aparatosos púlpitos que promocionaban con sus oropeles la importancia de la
palabra divina (45) hasta la iluminación interna puramente escenográfica- de las naves,
confiada a los populosos racimos de cirios. Del claroscuro gótico que pretendía filtrar la
presencia real del cielo en la iglesia, pasamos a la explosión, roja y amarilla, de la luz
barroca. La catedral levantaba los brazos al cielo para reclamar la presencia divina,
mientras que la iglesia barroca se hincha y convulsiona para afectar la realidad de esa
presencia cuya realidad intrínseca ha pasado a un segunda plano. El énfasis ya no
radicaba en la comunión, como durante la Edad Media, sino en la propaganda. También
en las catedrales, como he dicho, se intentaba promocionar una idea, pero esta idea y
sobre todo su factualidad eran los factores preponderantes. Se podría decir que en las
catedrales se intentaba vender el producto mediante una exhibición, más o menos
apañada pero directa en todo caso, de sus más genuinas manifestaciones, mientras que
en la iglesia barroca, el producto está simplemente guardado en la alacena y se apela,
por el contrario, a toda suerte de métodos sustitutivos para lograr la aceptación del
mismo. Es evidente que en un caldo de cultivo como éste, la imagen había de ocupar un
lugar predominante. Y sobre todo, la imagen en la moderna versión del concepto, es
decir, como sustitución de la realidad (en este caso, de una pretendida realidad
escatológica). Es precisamente en el momento en que la imagen ya no se utiliza tan sólo
para representar un nuevo orden perceptivo, como había sucedido durante el
Renacimiento, sino que se construye siguiendo los trazos de una metafísica a la que
intenta dar visos de realidad, de materialidad (lo cual también habría podido ocurrir, por
cierto, con la imaginería simbolista de la Edad Media), forzando retóricamente sus
componentes para convencer de determinados argumentos (algo que, por el contrario,
no había sucedido en la Edad Media (46)), en ese momento, la imagen deja de ser
representación pasiva y se convierte en mecanismo activo, un papel que ya no
abandonará nunca del todo, pero que no alcanzará su perfección técnica hasta bien
entrado el siglo XX.
Queramos que no, la historia parece moverse a un ritmo pendular que puede responder
más que nada al hecho de que cualquier cambio se efectúa siempre con respecto a y en
contra de- algún punto de referencia. No avanzamos en línea recta ni en círculos, sino
dando bandazos contra los diferentes telones de fondo. Y de esta forma, nos
encontramos con que durante el período de la Ilustración, el hombre recupera su
posición central en el universo, que había perdido durante la Reforma y la
Contrareforma. Pero en este caso, el hombre (todavía el hombre y no la mujer) no está
representado por su cuerpo, como ocurrió en el Renacimiento, sino por una parte muy
concreta de éste, o lo que es más, por aquella función que se supone que caracteriza esa
parte, me refiero a la razón. De esta forma, esa razón, gracias a la sinécdoque cartesiana
del "cogito ergo sum'', se convierte en el centro del centro. Vuelve a cobrar vigor el
concepto de relación entre cosmos y microcosmos, pero ahora las partes del universo ya
no se relacionan con las diferentes partes del cuerpo, sino que su ordenamiento sólo
obtiene eco en ese lugar privilegiado del mismo en que se ha convertido la mente
racional. Es más, así como la magia renacentista hacía del cuerpo humano el receptor de
las influencias del firmamento -como lo atestigua la astrología-, el racionalismo lo que
hace es proyectar al hombre, a través de su mente, hacia el universo para organizarlo.
Los sistemas de representación apelan, pues, a las leyes de la geometría clásica para
llevar a cabo un intento de objetivización de aquellos conceptos abstractos de los que el
nuevo cosmos quiere estar formado. Un proyecto que, en cualquier caso, resume en sí
mismo lo que constituye básicamente la tarea de la geometría clásica -la materialización
de esencias-, tarea que de esta forma se convierte, como antes las técnicas de la
perspectiva, en emblema de una situación ideológica, a la par que cumple también las
funciones de mecanismo expresivo de esa ideología. Y el campo de batalla en el que se
realiza el desembarco de las fuerzas racionales es básicamente la ciudad, que pasa a
cumplir ahora el mismo papel que antes habían tenido las catedrales y las iglesias. El
espacio urbano, geometrizado y monumentalizado, parece por un momento convertirse
en la imagen misma de la mente humana, como si regresaran las ínfulas
materializadoras y sustitutivas del Barroco, pero no se trata tanto de un intento de
objetivizar determinada estructura mental como de un proceso inverso, pues no tardará
el ciudadano en empezar a ejercer su raciocinio de la misma forma que se mueve por las
bien trazadas calles y avenidas, y a detenerse ante las ideas y los recuerdos como lo
hace el paseante ante un edificio o un monumento. 0 por lo menos, ese sería el proyecto
ideal de la filosofia de las luces. Y si en la ciudad racionalizada se reflejan las
estructuras de una filosofia iluminista, tan a la perfección que su imagen es capaz de
imprimir luego los vericuetos de una mente que se supone centro universal, no deja de
ser licito considerar que sea la ciudad la que acabe adquiriendo la calidad de centro del
cosmos, centro desde el que la mente ordena y clasifica.
El furor enciclopédico alcanza también la imagen que se vuelve clara y precisa. Ya no
va preñada con intenciones retóricas, ya no es un mecanismo destinado a convencer
visualmente de la existencia de un mundo cuya característica principal es no pertenecer
al universo sensible, sino que se encarga de constatar la verdad, la solidez, de lo que se
ve. Recupera para ello la tradición realista de la perspectiva, pero le aparta todo intento
ilusionista. La imagen deja de ser la continua plasmación de un más difícil todavía para
convertirse en un apacible notario de lo real. La razón, con su tiralíneas, traza los límites
de la realidad y dentro de ésta, de cada uno de los elementos que la componen,
despejando así las tinieblas de lo insensible, de lo incalificable. Basta contemplar los
grabados de la Enciclopedia para apercibirse de que la imagen es aquí constatación de
una realidad que se considera definitiva, cerrada; una realidad de la que una vez
acabado su inventario, una vez reproducida totalmente en las diáfanas líneas del
grabado, se diluirá en el mar de la naturalidad más imperceptible. Basta comparar un
grabado cualquiera de la Enciclopedia de Diderot y Dalambert (fig. 41) con otro
perteneciente a un paradigma completamente distinto como puede ser el de la
emblemática barroca, por ejemplo, un emblema cualquiera del libro de Juan de
Solorzano (47) (fig. 42) para que nos demos cuenta del salto conceptual tan enorme que
en poco tiempo se ha efectuado. Lo que en el grabado de la enciclopedia es una
construcción absolutamente racional de un espacio organizado eminentemente por y
para la vista, en el que todos sus elementos forman un conglomerado orgánico e
indivisible, en el emblema adquiere un tono completamente distinto. El espacio no es
visual, sino mental, conceptual. Cada elemento se rige por sus propias características,
tanto físicas como ideológicas. Entre todas las partes se forma un conjunto, pero este no
es reconocible en ninguna realidad física, sino que intenta ser, por un lado expresión
visual de una realidad trascendente y por el otro, prueba de la preponderancia de esa
realidad metafísica sobre el mundo material, Para el emblemista, el grabado de la
enciclopedia sería una mera apariencia, tras la que se escondería la complejidad de sus
emblemas. Para el enciclopedista, por el contrario, no hay otra realidad que la que
muestran sus líneas y volúmenes: su grabado se abre ante nosotros como una ventana,
pero no como la ventana renacentista que, como he dicho, pretendía impresionarnos,
sino simplemente con el gesto complacido del burgués que nos muestra sus
pertenencias.
Al final del siglo XIX, la última ola de arquitectos racionalistas, con Haussmann al
frente, convierten la ciudad en la representación espacial de una utopía. E tiralíneas del
remodelador de París, bajo los auspicios de Napoleón El, no intenta ya abrirse paso
entre las marismas de la metafísica, sino que, soplado en la oreja por el prefecto de
policía, pretende quitarle a la revuelta popular un espacio donde realizarse. La ciudad
que nace de este proyecto no es la ciudad racionalista, sino la ciudad de la razón de
estado, una ciudad utópica -lo que queda de la utopía burguesa- que se construye sobre
los restos de otra utopía -las revueltas populares de 1848-, y ayuda en su momento a la
derrota de la siguiente oleada utópica -la Comuna de París que fue controlada en gran
medida gracias a los espacios abiertos por la urbanización de Haussmann (48)-. La
mayoría de proyectos urbanísticos de esta época, desde la ciudad lineal de Arturo Soria
y Mata al Plan Sardá, por citar dos urbanizadores próximos, se ven impulsados por un
furor utópico de uno u otro signo. El arquitecto deja de ser el catalizador del estilo de
una época, y se convierte en ingeniero social. Ya no trabaja con el rostro vuelto al
pasado, sino con la mirada en el futuro, mientras lanza sobre él las zarpas de un
progreso supuestamente inagotable. Este trabajo de ingeniería social, más que ningún
otro proyecto urbanístico anterior, moldeará de forma drástica las vidas de los
habitantes de la ciudad. No se limitará a acomodar los problemas del presente, sino que
moverá sus piezas con visión de futuro, como un general preparando una batalla. La
razón, después de haber conquistado el espacio visible, se lanza al dominio del tiempo.
La ciudad, que durante el racionalismo se había convertido en el centro del cosmos, se
embarca ahora en un viaje temporal, destinado de hecho a congelar la eternidad en un
instante interminable. Las transformaciones, por medio de las que se pretende esta
aceleración suicida de la historia, son contundentes. Así en París, se despuebla la isla de
la Cité y se la convierte en un campo de maniobras policiales, Y mientras que la nueva
ciudad se construye con los materiales nobles que encandilan a Napoleón III, los
constructores parisienses aprovechan los materiales de derribo para fabricar, en los
suburbios, los precarios habitáculos que habrán de albergar a la clase obrera expulsada
del centro (49).
Esta es la utopía en la que la civilización urbana del siglo XX ha estado viviendo. Pero
nuestras ciudades no se han limitado a ejercer el control sobre la vida de sus ciudadanos,
constituyéndose en la objetivización de los intereses de una economía basada en el
beneficio, sino que además se han convertido, como ya he dicho, en patio de juegos de
la imaginación. La vuelta a casa de sus habitantes, ocurrida a partir del último cuarto del
siglo XX, dejará la calle libre para que en ella se instale el inconsciente. A este
inconsciente agazapado en las aceras no se podrá acceder a través de las típicas
ventanas, sino que se precisará un balcón más sofisticado: la abertura electrónica de la
pantalla de televisión. De esta forma, el espacio urbano de las postrimerías del siglo XX
recuperara el proyecto del espacio gótico para secularizarlo. El espacio resultante
permanecerá también en conexión con el otro mundo, un mundo que seguirá siendo
imaginario aunque no escatológico. El gótico para regresar a las ciudades tenía que
pasar por el colador del racionalismo individualista del que no podía salir más que
subjetivizado. Pero esta empresa no se llevará a cabo mediante la racionalización del
espacio urbano como ocurrió durante la Ilustración, sino a través del concepto barroco
de la imagen. Como sea que la imagen detiene el tiempo, la historia, lo que ahora
experimentamos es una mezcla de los espacios del pasado, convenientemente
reconvertidos para que cumplan las necesidades del paradigma que rige el presente. El
orden escatológico aún se encuentra en su lugar, pero como ya ocurrió durante el
Renacimiento, el lugar está situado ahora en este mundo. La respuesta que Eluard, a las
puertas del surrealismo, da al lema cristiano ''mi reino no es de este mundo", planteado
al principio de la historia, es diáfana: ''hay otros mundos, pero están en éste''. Y Eluard,
recordémoslo, hablaba justo cuando la moderna ciencia-ficción nacía para futuras
glorias. Pero nuestro reino celestial no tan sólo es de este mundo, sino que de hecho
constituye nuestro mundo.
El reino celestial, ese concepto aquilatado, zarandeado y utilizado hasta la saciedad por
la imaginación histórica (50), ha cambiado de domicilio. De su cómodo asentamiento en
ninguna parte ha descendido a ese lugar mítico que nuestro mundo ocupa desde que la
humanidad pudo contemplarlo por vez primera a través del punto de vista de Dios. El
cielo, el paraíso celestial de la postmodernidad, no es hoy otra cosa que la doliente
Naturaleza enclaustrada en el flotante globo azul que en su momento nos mostraron
exultantes las pantallas de televisión. Y con esta mudanza, vino también la necesaria
institución de una nueva y acorde teología de cuya propagación se han encargado
principalmente los púlpitos de los cada vez más populares partes meteorológicos. En el
parte meteorológico nos es dado ver, diariamente reproducida, esta visión divina de la
naturaleza celestial. Cada día, el nuevo sacerdote que es el hombre del tiempo nos
explica, como en un sermón dominical, las vicisitudes de este mundo suspendido en el
éter, vicisitudes centradas en los cambios meteorológicos que, en una realidad dominada
y congelada por la imagen, son los únicos posibles. Es éste un sermón visual que nos
hacemos a nosotros mismos, constituidos en dioses a través del correspondiente meno-
sat. Las nubes son ángeles y las depresiones y los anticiclones representan la eterna
lucha entre el bien y el mal, de la que nosotros somos, a la vez, participes y
espectadores. El meteo-sat, al mostrar que nuestro ojo, cuya mirada le hemos delegado,
no puede sino verse a sí mismo, nos recuerda cada día la realidad de nuestro encierro.
Es el momento de regresar a esa tan traída y llevada afirmación de Nicolás de Cusa,
referente a la esfera divina cuyo centro, según indica, está en todas partes, mientras que
su circunferencia no se halla en ninguna. Lo que el de Cusa pudo afirmar, un tanto
crípticamente, en el siglo XV, lo recuperamos y realizamos nosotros en el XX. Nosotros
también situamos a Dios en una esfera que no está en ninguna parte puesto que la
reconocemos en una imagen, mientras que la esfera física está bajo nuestros pies y no
podemos observarla como tal. Y su centro, siguiendo a pies juntillas las instrucciones de
Nicolás de Cusa, se encuentra también en todas partes, ya que cada uno de nosotros,
cada una de nuestras miradas individualizadas, lo es. Nicolás de Cusa colocaba el
universo a las puertas de un infinito al que sólo podía limitarlo la naturaleza divina (51),
mientras que nuestra civilización ha invertido la estructura y sitúa el cosmos en el
umbral de un infinito interior, imaginario, que sólo tiene por límite una naturaleza
divinizada y representada en la imagen.
Esta naturaleza imaginaria es nuestro Cielo y la Ecología las sagradas escrituras de una
estructura reo-religiosa de la que las máquinas constituyen, en este espacio re-
sacralizado, los sacramentos que nos conectan con el mundo escatológico. La máquina,
o mejor dicho, la última y electrónica versión de la misma no aquella productora de
polución que fue la máquina industrial- es la organizadora del intercambio entre el Cielo
y la Tierra. Hay gran cantidad de máquinas que entran dentro de esta nueva categoría,
desde los relucientes y articulados aparatos que se destinan a los nuevos ejercicios
espirituales (52) -el body building- hasta los precisos y herméticos instrumentos
imaginativos -manipuladores de imágenes: fotocopiadoras, vídeos, cámaras,
ordenadores, scanners, faxes, etc., cuya misión podría ser considerada igual a la que
realizaban las antiguas imágenes de vírgenes y santos que llenaban las antiguas iglesias.
Como aquellas imágenes, estas máquinas se encargan de representar una realidad
imaginaria, son el Cielo materializado. Cada copia, como la hostia consagrada, es la
incorporación de la divinidad. La misión de las máquinas destinadas al body building
es, por su parte, ayudar al cuerpo humano a estar más cerca de dios, es decir, de la
Naturaleza divinizada. Cumplen, de esta manera, una misión muy parecida a la de los
instrumentos de tortura de la Inquisición con los que, por otra parte, guardan intrigantes
relaciones formales. El inquisidor también consideraba que el paso por el potro acercaba
al heterodoxo a la verdad divina. Sus torturas pretendían promocionar una gimnasia del
alma que ahora se aplica exclusivamente al cuerpo. Pero como estos nuevos
instrumentos son individuales, se acercan quizá más a los cilicios y otros utensilios con
los que el místico se automortificaba. Así como para acercarse al dios medieval, situado
en un cielo metafísico, había que arrebatarle al cuerpo su preponderancia mediante
castigos corporales, para llegar a la altura del dios postmoderno, situado en una
naturaleza no por imaginaria menos real, hay que glorificar ese cuerpo a través de un
dolor subliminado en placer imaginario. También gustaban los inquisidores de suponer
que el condenado que se retorcía en el potro sentía un placer cada vez mayor, originado
por la sin duda creciente perfección de su alma y una no menos elevada proximidad con
Dios. Y en cuanto al místico, es bien sabido que su masoquismo le confería placeres no
siempre confesables. Igualmente, hoy en día, aquellos que practican asiduamente los
ejercicios gimnástico-espirituales no dejan nunca de constatar que, a la larga, el dolor
del ejercicio físico se transmuta en un exuberante placer. ''La insistencia en el dolor nos
acerca a la Naturaleza'', afirma uno de los personajes del Epílogo, de Gonzalo Suárez.
Pero la nueva localización del Cielo no podría culminar sin la correcta situación de su
complemento, el Infierno. El Infierno siempre ha sido considerado un lugar sublunar, un
lugar al que hay que descender, como hizo Dante, quien no dudó en buscarse como guía
a un poeta, pues qué mejor especialista de lo imaginario que uno de esos fontaneros del
inconsciente. Nuestra moderna escatología también sitúa el infierno en el lugar más bajo
posible, que corresponde a la ciudad. Y de ésta incluso desciende hasta su deteriorado
centro. Pero, cuidado, nuestra imaginación, desde su preponderante punto de vista, no
confunde la ciudad real, física, con la ciudad imaginaria en la que la realidad acontece,
sino que opone una con a la otra. El centro urbano físico, entendido como infierno, es el
lugar donde moran los últimos residuos de lo real, donde habitan los que, por haber
pecado contra el cuerpo, no han podido alcanzar la gracia de la imagen. Encontramos
allí a la prostituta, al travesti, al drogadicto, al alcohólico, al desempleado, al
deshauciado; un círculo de proscritos al que últimamente, a causa del Sida, incluso los
enfermos se han añadido. He aquí a los modernos pecadores que penan en el infierno de
lo real, expulsados como han sido del nuevo e imaginario jardín del Edén. Este infierno
moderno y urbanizado constituye, igual que su antecedente medieval, el reverso de la
vida terrena. Pero a la dantesca alegoría le corresponde aquí una miseria de trámite. La
bufera infernal que mai non resta es substituida por la simple intemperie que se abate
sobre los modernos desventurados. Los castigos no simbolizan el pecado, sino que lo
acrecientan. La ciudad como infierno no es tanto la contrapartida de una ciudad real que
apenas existe fuera de los folletos turísticos, como de la ciudad donde se produce lo
imaginario.
Protegidos por sus automóviles, extensiones rodantes del living room, la gente se
desplaza al infierno para asuntos de negocios que, generalmente, se efectúan en lo alto
de los rascacielos, donde la cercanía con el paraíso se hace más evidente: cuanto más
arriba nos encontramos, más cerca estamos de poder contemplar la redondez de la
Tierra, la cual, sin embargo, como la proximidad absoluta del antiguo dios, sólo se
alcanza a través de la imaginación -en este caso, de la imagen suministrada por el
satélite correspondiente. O bajan a la ciudad, al centro, para ir de tiendas (tiendas que,
como hemos visto, son interiores). Pero, en cualquier caso, fingirán no estar allí. Se
encuentran, como Dante, de visita, e igual que él, atraviesan el Infierno con el fin de
poder alcanzar posteriormente el Cielo. No es de extrañar, pues, que uno de los más
apreciados ejercicios espíritu-corporales, el jogging, se realice a través de las
calles del Infierno. El jogging se convierte así tanto en pasaporte para el Cielo como en
salvoconducto para atravesar el Infierno. Sólo de esta manera, con un par de auriculares
en los oídos y los ojos puestos en el infinito de la nueva naturaleza celestial, se puede
descender al Infierno y salir más fresco que una rosa.
1. GUERRAS RADIOFÓNICAS
La revista se llama Image y forma parte -en abril de 1989- del suplemento dominical
que acompaña la edición combinada de los dos periódicos más importantes de San
Francisco, The Chronicle y The Examiner (fig. 43) (1). The San Francisco Examiner es
propiedad de la mítica familia Hearst y siempre quiso constituir una contrapartida un
poco más abierta al conservador Chronicle. Ahora, sin embargo, ambos se reparten los
lectores del área en una entente que los analistas más críticos califican de monopolio de
hecho. Image no es una revista acerca de la imagen, como su título (imagen) podría
sugerir, sino que es ella misma una imagen (2). El contenido de la revista, la típica
mezcla de noticias presentadas como si fueran anuncios y anuncios que pretenden ser
noticia, se dirige muy directamente al ojo del lector: un colorido artículo acerca de las
jukeboxes que se titula "Candy-colored Classics" (Clásicos color caramelo -o
acaramelados-) tiene como componente principal las reproducciones de algunas de estas
máquinas; otro artículo trata de jardinería, y las plantas destacan selváticas por el
ejército de hormigas que son las letras; una nota se refiere a un tipo de pizza que
contiene diversos pedazos de fruta y cuya fulgurante imagen es la principal atención del
texto. Se trata de una revista, o de un tipo de revista, con la que pasar el tiempo, puesto
que nos encontramos en una sociedad en la que el culto de los pasatiempos -que
Krakauer en los años veinte ensalzó como una posible liberación de las masas (3)-, se ha
convertido en una institución, sin liberar a nadie. La imagen en general, igual que la
revista Image y otras de su género (4), hace de la externalidad su tema. Pero ni la una ni
las otras son fiables. La imagen no reproduce la realidad, ni siquiera se refiere a ella. Y
este fenómeno puede verse claramente reflejado en la punzante cubierta de la revista
Image. En ella vemos dos personas reales (5): Terry McGovern y Alex Bennett, tal
como se nos indica a pie de página. En el artículo del interior, por si aún no lo sabía o
no había sabido descifrar las siglas que acompañaban los nombres, al lector -o
podríamos decir, al observador- se le comunica que se trata de dos famosos discjockeys
pertenecientes a sendas emisoras de radio de la ciudad de San Francisco. Lo que
inmediatamente llama nuestra atención, sin embargo, no es el aura de popularidad de las
dos personas (no son tan populares como para eso, ni siquiera para el público
californiano, y proceden además de un medio no visual), sino su actitud. Los dos
hombres no han sido captados espontáneamente por el fotógrafo (algo que, con cierta
inocencia pasada de moda, aún esperamos de una fotografia, especialmente si esta
fotografía se incluye en una periódico o revista, a los que suponemos una voluntad
informativa), sino que han posado para él.
En un momento hablaremos de las características de esta pose, pero antes que nada,
hagámonos una pregunta que no por retórica deja de ser crítica: ¿por qué posan? Posar
ante un fotógrafo era una actitud tradicional cuando, en sus inicios, la fotografia se
convirtió en un sustituto de los retratos al óleo, mucho más caros. Los miembros de la
pequeña burguesía, hambrientos del estatus que confería la posesión de un retrato
familiar, apelaron a ese medio más rápido y menos costoso. Posaban, pues, ante el
fotógrafo por dos razones: porque el tiempo de exposición de las emulsiones
fotográficas era relativamente largo y también por una tendencia a imitar el hieratismo
característico de las pinturas. De estas dos razones, obviamente la segunda era de
mucho más peso. El retrato al óleo trataba de inmortalizar el sujeto y esta perdurabilidad
parecía estar concentrada en la rigidez del retratado. El concepto de instantánea, del
sujeto capturado de improviso en mitad de un gesto o un movimiento, no existía
prácticamente en el mundo del retrato, y en cuanto al de la pintura previa al siglo XIX
en general, habría que ir a buscar cuadros más populistas como los de Breughel y en
definitiva, en la actitud general del renacimiento nórdico, para no encontrar cuando
menos un asomo de teatralidad. En cualquier caso, aún nos sorprende ahora hallar en un
cuadro de 1840 como el Carl Blechen (fig. 45) la frescura de lo improvisado que se
refleja en la sorpresa de esas dos bañistas que más parecen capturadas por la rapidez del
objetivo de una cámara que por la tranquilidad de un pincel. No sería de extrañar que
Blechen hubiera pintado su cuadro bajo la influencia del reciente invento, pues pocas
veces antes o después ha reflejado la pintura la vertiginosidad del instante que siempre
ha sido más un patrimonio de la fotografía (6).
La rigidez del retrato al óleo, por el contrario, implica perdurabilidad, con ella el sujeto
se extrae de la corriente temporal y se instala, con su mejor postura, en la eternidad. Y
es esta intemporabilidad la que quiere conseguir la pequeña burguesía con los retratos
fotográficos, los cuales, poco a poco, irán perdiendo la solemne importancia inicial y a
medida que sean utilizados por otras clases sociales, se irán convirtiendo más en
documentos que en preservadores de esencias. Aún hoy la fotografia tiene como función
especial, aunque cada vez más mermada por la introducción de los vídeos caseros, el
preservar la memoria de bodas, bautizos y otras ceremonias familiares, Si el retrato
intentaba colocar al sujeto por encima del tiempo, en un gesto idealista que apuesta por
la sacralidad de un nivel eterno que lejos de anular el tiempo lo sublima, la fotografía de
instantánea pretende simplemente, como ya he dicho en los primeros capítulos, congelar
el tiempo, interrumpir su flujo trágico para conservar el instante para siempre. El retrato
coloca el sujeto a nivel divino; la instantánea, por su parte, humaniza el momento, que
convierte en memoria materializada. Los dos personajes que aparecen fotografiados en
la portada de la revista sanfranciscana Image no participan en una boda ni celebran
tampoco la primera comunión. A esos dos diskjockeys no se les puede acusar de
pretender alcanzar una eternidad que, por otra parte, su gesto de construida inmediatez
pretende desmentir. ¿Por qué posan? La postura de los que se enfrentan a una cámara
fotográfica, aunque no vayan a hacerse un retrato, es siempre un tanto hierática, pues se
tiene todavía la sensación de que es necesario ayudar a la máquina para que la foto no
salga movida; tampoco hay que descontar un cierto grado de coquetería personal, de
búsqueda de la mejor imagen propia posible. La imagen de Terry McGovern y Alex
Bennett que aparece en la foto no es ni de lejos la más favorecedora posible, aunque no
parece que sea éste el resultado perseguido. Su imagen no está hecha para convertirse en
el recuerdo de un instante, aunque, sin duda, pretende dirigirse a nuestra memoria. Esta
imagen se encuentra en una situación muy peculiar. No ha sido hecha para un incesante
futuro, como los retratos, ni proviene del pasado como sucede también con esos mismos
retratos cuando son contemplados por alguien; o como lo hace, de hecho, cualquier tipo
de fotografia familiar (ante ellas no somos nosotros quienes nos asomamos al pasado,
sino que el pasado es el que se abalanza hacia nosotros). La verdad es que esta imagen
tampoco proviene del presente como podemos considerar que lo hace una instantánea,
que es un presente que no cesa. ¿De dónde viene, pues, la imagen de los dos
discjockeys? La respuesta a esta pregunta nos dará también la respuesta a aquella que
tenemos pendiente y que se refería al porqué de la pose de nuestros sujetos.
Los dos diskjockeys que en la portada de Image aparecen bajo un titular que anuncia
ciertas Guerras radiofónicas (Radio Wars) no son ni el sujeto de un Holbein (fig. 46) ni
han sido capturados por la lente de un August Sander (fig. 47). El maestro confitero que
en 1928 posó para Sander estaba integrado en su medio natural, el horno de la
pastelería; su hieratismo parece provenir más del mencionado tic que se adquiere ante la
presencia de la cámara que de una voluntad retratistica. Sin embargo, cuando nos
enteramos de que las intenciones documentales del fotógrafo, al componer la serie de
fotografías a la que pertenece la que estamos comentando, no estaban exentas de una
cierta tendencia generalizadora la de querer convertir a cada personaje en prototipo (7)-,
debemos conceder que en la postura del maestro confitero existe una estudiada
composición. Se trata, no obstante, de una composición muy delicada que en ningún
momento traiciona el entorno en el que el sujeto está instalado y del que surge como
una consecuencia, o culminación lógica. El fotógrafo, al realzar el conjunto mediante
una ligera dramatización de sus elementos, si bien atenta contra la estricta realidad de la
fotografia, deja incólume su realismo. Lo mismo sucede con un exponente pictórico de
esta tendencia documentalista. Me refiero al cuadro de Otto Dix que reproduce la fig.
47a. La pintura es extremadamente similar a la fotografia.
Tanto en una como en otra, los sujetos aparecen rodeados de los útiles de su trabajo y se
instalan en el entorno que estos forman de una manera muy natural. En ambos casos hay
una sensación -falsa- de improvisación que se acrecienta en el caso de la fotografía,
precisamente por ser un medio considerado más realista. En la pintura, por el contrario,
la estilización de las formas se hace más evidente, pero en ningún momento llega al
extremo de la caricatura (8). No estamos, pues, en ninguno de los dos casos ante
imágenes que actúen al mismo nivel que la de la portada de Image. El médico y el
maestro confitero están ante la cámara y la mirada del pintor, y los arreglos que éstos
efectúan no hacen sino acentuar esta ineludible presencia. Tanto la fotografia como el
cuadro son primero esto, fotografia y cuadro, y sólo a partir de esta base se convierten
en imagen, según la percepción que de ellos se tenga. Los sujetos se hallan, pues, dentro
del encuadre, de donde tiene que rescatarlos la mirada del observador. No sucede lo
mismo con los dos discjokeys que, para hacer valer su presencia, adoptan posturas y
hacen muecas y gestos que nos les pertenecen, Están obviamente interpretando un
papel, pero un papel que, a pesar de alejarles de su propia personalidad, no da la
impresión de pertenecer a ningún otro personaje que a ellos mismos. Por mucho que
exista un autor de la fotografía que les haya aconsejado esta postura, es evidente que su
actitud, al contrario que la del médico y el maestro confitero, trasciende la voluntad del
fotógrafo, el cual no está documentando unos determinados estamentos, como Sander,
ni retratando a una persona concreta, como Dix, sino que se convierte en medio
transparente (igual que la cámara y la emulsión) a través del que surgen los dos sujetos.
Podríamos pensar que los dos embajadores del cuadro de Holbein (9), en su aparente
sosiego, intentan también trascender al pintor. Berger habla con cierto detenimiento de
la mirada de estos dos hombres y de cómo ésta se pierde fuera del marco (10), y es
cierto que los embajadores han adoptado una postura que no es necesariamente
inherente a su condición, sino que se superpone a la misma, confiriéndole un
determinado grado de transitoriedad, como si en lugar de querer pasar a la posteridad, se
retrotrayeran ante la misma. Pero, en cualquier caso, los dos sujetos se hallan bajo el
control del pintor y del cuadro, son estas dos instancias las que, por orden correlativo,
los producen. Terry McGovern y Alex Bennett están, por el contrario, produciendo ellos
mismos una imagen. No es la fotografia ni el fotógrafo los que la confeccionan, sino los
dos discjokeys con su pose.
Que los sujetos de una fotografía sean los que directamente confeccionan la imagen era,
hasta hace poco, un fenómeno inusitado. Los retratos, en pintura o fotografia, son
ciertamente imágenes, pero antes que nada lo acabo de decir- son pinturas o fotografías;
e incluso son retratos antes de poder ser imágenes. Su función como imagen es un
residuo que queda después que las otras funciones han sido agotadas (11). Pero en el
caso de los dos discjokeys, éstos no tan sólo son inmediatamente una imagen (de hecho,
se están convirtiendo en imagen ante nuestros propios ojos), sino que además, son ellos
dos, más que el fotógrafo, los que hacen la imagen. Convertirse en imagen parece ser su
única y más importante función.
El proceso por el que se convierten en imagen es un punto altamente significativo, el
estudio del cual nos llevará al corazón no tan sólo del fenómeno del espacio hipnótico,
sino que desvelará un tipo peculiar de estructura lógico-formal a la que llamaré
pensamiento alegórico y que es consecuencia directa del espacio hipnótico.
Los dos hombres se transforman en imagen mediante el mecanismo de referirse no a la
realidad o a alguna característica personal propia, ni siquiera a alguna idea abstracta; los
dos hombres consiguen su meta refiriéndose a otra imagen. No son elementos del
lenguaje de algún escondido discurso que nosotros tengamos que leer de forma más o
menos consciente. Terry McGovern y Alex Bennet, mientras hacen muecas en la
revista, no representan a nadie más que a ellos mismos, pero sin embargo se revisten de
un ropaje gestual ajeno que los convierte, sin dejar de ser ellos mismos, en signo. Se
trata, ya lo sabemos, de personas reales y quizá precisamente por ello es muy posible
que las muecas puedan parecer la única justificación de la fotografia. El fotógrafo se ha
visto atraído por su exuberancia, diremos. Pero la verdad es que, esos dos sujetos,
mientras se encuentran ejecutando una función tan fuertemente denotativa, constituyen
a la vez la denotación de otra imagen, una imagen que se encuentra situada en la
memoria del observador (12). En la imagen de dos personas reales (de las que nada
sabríamos de no ser precisamente por esta imagen que nos los presenta) convergen dos
niveles denotativos. Hay dos niveles denotativos y absolutamente ninguno connotativo
(13).
Este fenómeno nos habla de una característica muy importante de la organización
postmoderna postindustrial- de las imágenes, a saber, que éstas pueden unirse en una
cadena de significantes (14), en la que un eslabón se refiere a otro en una dilación
infinita (o circular) del significado. Las eslabones de esta cadena se unen a través de
nuestro inconsciente, el cual, a su turno, hace el papel de contraplano, de forma similar
a como funciona la misma figura retórica en el montaje del cine clásico. Así pues, entre
el plano (la imagen física) y el contraplano (la imagen residente en nuestra memoria) se
establece un proceso de sutura (1 S). Los dos planos corresponden a nuestra mirada (sin
que importe cuál es su propia organización), ya que somos nosotros los que estamos
viendo, tanto hacia fuera como hacia dentro. Y a pesar de que ambos provienen de dos
niveles de realidad aparentemente distintos, de hecho a nosotros no nos es posible hacer
una verdadera distinción entre la imagen material y la mental (16). La imagen mental,
cuando es activada por el estímulo de una imagen física (17), aparece ya encadenada a
otra imagen o imágenes con las que un proceso de sutura se ha realizado o se está
realizando.
2. LA SUTURA DE EISENSTEIN
La aplicación de las teorías de Emile Benveniste sobre lenguaje y subjetividad al
análisis cinematográfico, dio lugar a la formación del término sutura para "nombrar el
procedimiento por el que los textos cinemáticos confieren subjetividad a la audiencia"
(18). Uno de los más famosos exponentes de esta tendencia fue Daniel Dayan, con su
artículo The Tutor-code of Classical Cinema (19). Dayan incide en dos aspectos del
tema que me parecen cruciales en el estado actual de nuestra discusión. Uno es la
relación entre espectador e imagen y el otro, la interacción de las imágenes entre sí. En
el primer caso, Dayan delimita la constitución de una serie de mecanismos estructurales
(el punto de vista del personaje/punto de vista del espectador) por medio de los que el
espectador se incorpora como entidad activa en el discurso de las imágenes. En el
segundo, establece la existencia de unas estructuras enunciativas que aglutinan
dinámicamente grupos de imágenes a las que obligan a actuar de forma casi autónoma
respecto a la totalidad del discurso (por ejemplo la estructura del plano/contraplano).
Evidentemente, no se trata aquí de pasar revista ni a las teorías de Beneviste ni a su
aplicación al discurso fílmico por parte de Daniel Dayan, como tampoco es mi intención
entrar en una crítica en profundidad de los postulados de este último (20). Sin que ello
quiera indicar una perfecta coincidencia con las ideas de su autor, me interesa retener el
sistema de Dayan por considerarlo un ejemplo excelente de cómo las imágenes pueden
ser organizadas de forma que no tan sólo capturen la imaginación del espectador, sino
que incluso impidan la toma de conciencia de éste con respecto a su sumisión al código
de imágenes. La propuesta de Dayan puede resumirse como sigue: el discurso del cine
clásico se produce a través de una determinada organización en la que predominan
ciertas estructuras formadas por dos planos, en el primero de los cuales se evidencia al
espectador como el punto de vista de alguien que no está presente (llamado en
consecuencia el ausente) y cuya ausencia despierta las sospechas de ese espectador
sobre el uso encubridor del encuadre: la mirada a la que pertenece la imagen que hay en
la pantalla no es obviamente su mirada (la del espectador), puesto que la organización
en perspectiva de esa imagen, si bien muestra un punto de vista único y determinado,
sin embargo, por su misma perfección e individualidad, revela al espectador que aquel
no es su punto de vista. El siguiente plano, el segundo de este dúo estructural propuesto
por Dayan, le descubre al espectador quién es el dueño de esa intrigante mirada. Y a la
vez que le descubre la identidad del ausente, lo hace prisionero de la mirada de éste,
mirada a la que el espectador se ve constantemente obligado a recurrir para poder seguir
formando parte del discurso fílmico. Vemos una imagen y descubrimos a la vez que no
estamos viendo directamente, sino contemplando lo que ve otro, ausente tras el
encuadre. El contraplano nos corrobora la presencia de este observador escondido, a
través de cuyos ojos tendremos que seguir viendo a partir de ese momento. Esta es
básicamente la tesis de Dayan. El plano inicial se constituye pues a posteriori en
referente del segundo, mientras que éste se revela, retardadamente, como la referencia
del primero. De esta forma, con este continuo salto de pasado a futuro y viceversa, se le
escamotea al espectador un presente desde el que instituirse en observador objetivo. Se
le incorpora involuntariamente en una lógica temporal y visual ajena. Si bien, como ya
indica Rothman en su discrepante artículo, uno de los mayores fallos de la propuesta de
Dayan radica en el hecho de que fabrica por propia conveniencia una estructura dual de
planos referida al típico plano/contraplano (plano del objeto de la mirada/plano del
sujeto de la misma) cuando en realidad se trataría de una tríada (plano del sujeto que
mira/plano de lo que ve/plano del sujeto que reacciona a lo visto) (21), la verdad es que
el mecanismo que descubre Dayan (y que correspondería en su generalización a los
mecanismos del montaje clásico que mantienen la ilusión de continuidad del discurso
fílmico) es extremadamente revelador, sobre todo si lo comparamos con su contrario, el
sistema cinematográfico propuesto por Eisenstein.
La teoría del montaje de Eisenstein, sus ideas acerca del conflicto entre planos
contiguos y su relación dialéctica, parece, a primera vista, anunciar el concepto de
sutura, desarrollado, como se sabe, con posterioridad a los escritos y a la práctica
fílmica del director soviético. Pero la verdad es que, si la examinamos de cerca, la teoría
eisensteiniana se revela precisamente como su opuesto. Mientras que el sistema
desarrollado por Dayan supondría, a la vez que un mecanismo de identificación típico
del cine clásico, su propia salvaguardia ideológica -construiría el mecanismo y serviría
al mismo tiempo de encubrimiento de esta construcción-, la práctica cinematográfica de
Eisenstein propondría una liberalización de esta trampa -supondría una destrucción del
naturalismo, pero a la vez mostraría los mecanismos por los que se lleva a cabo esa
destrucción. Curiosamente, en ambos casos -y esto es lo que más me interesa en estos
momentos- se estaría debatiendo la existencia de un espacio interplano en el que se
insertaría el espectador por la vía de su imaginación. De acuerdo con Dayan, la sutura
envolvería al espectador en el campo del film a través de una mentira; Einsenstein, por
su parte, insistirá en que el proceso dialéctico cumple esta función mediante el
descubrimiento de una verdad fundamental.
De hecho, las similitudes entre ambas teorías, la de Dayan y la de Eisenstein, finalizan
aquí, es decir, con una importante disparidad. Pero no se separan simplemente como si
fueran conceptos no relacionados a los que no les afectan las disparidades, sino que el
desacuerdo entre ambos conceptos ilumina cada uno de ellos y finalmente nos ayudan a
mejor comprender la relación no sólo entre film y espectador, sino también entre
imagen y receptor en general.
Las teorías de Einsenstein, y especialmente su práctica fílmica, muestran desde un buen
principio que la aparente cohesión que los postulados de Dayan poseen procede del
hecho de que su análisis es excesivamente restringido. Einsenstein propone un cine sin
punto de vista y organiza teóricamente y prácticamente los planos a pares, aunque los
incluye en una estructura orgánica de índole superior (pero quizá menos efectiva).
Dayan, por su parte y aun refiriéndose tan sólo al cine clásico de Hollywood, parece
creer que los pares de planos son independientes del resto de la película y que el
espectador está continuamente ejercitando una inicial inocencia, no sólo a lo largo de la
película, sino película tras película. Sería como si el espectador jamás aprendiera el
mecanismo cinematográfico y siempre le sorprendiera el inicial (y como hemos visto
con Rothman, ficticio) descubriendo el encuadre.
La sutura no es un fenómeno exclusivo de la narrativa cinematográfica clásica. Y de
hecho, ni siquiera es un fenómeno que se refiera únicamente al cinema narrativo, pues
como sabemos, la teoría proviene de los estudios lingüísticos de Emile Benveniste y
tiene una amplia aplicación. Pero en cualquier caso, la relación entre el espectador y una
determinada organización de imágenes, y lo que es más, la tendencia a organizar las
imágenes en estructuras activas y significantes, son dos fenómenos que el análisis del
mecanismo de sutura pone de relieve y que se revelan como fundamentales a la hora de
analizar la organización y utilización postmoderna de las imágenes.
Eisenstein no cuenta para sus propósitos con una teórica inocencia del espectador, sino
que es consciente de que existe una inicial distancia práctica a la vez que crítica- entre el
público y la pantalla, y como Brecht, quiere mantenerla e incluso incrementarla. Pero
está tratando con imágenes y si bien cuando el soviético realiza sus películas, Lacan aún
no ha entrado en escena, aquel ya sabe que será precisamente a través de las imágenes
que el espectador se introducirá en el discurso fílmico. Para Einsenstein la relación entre
film y espectador se produce mediante una confrontación sobre la pantalla de dos planos
-entendidos como conceptos y que son pues conceptos visualizados, ideogramas- que
generan en la mente del espectador una idea nueva (22). El verdadero discurso fílmico
se establecería, pues, para el teórico y cineasta soviético, a nivel imaginario, en la mente
del espectador, como eco o resultado del otro discurso, el espacial. El film, la sucesión
de planos que vemos sobre la pantalla, no sería, en consecuencia, más que el esqueleto
sobre el que se encarnaría el verdadero cuerpo de la película, Cabría, pues la posibilidad
de que hubiera tantas versiones de la película como espectadores, cada uno de los cuales
respondería, por lo menos hipotéticamente, de forma distinta a la estructura estimulante
que se muestra sobre la pantalla.
Eisenstein propondría, pues, la apropiación (argüiblemente desmentida luego por la
manipuladora utilización que la industria publicitaria ha efectuado de estas teorías) por
parte del espectador del discurso fílmico, mientras que, en la instancia del cine clásico,
contrariamente, sería el discurso fílmico el que, por medio de los procesos de sutura, se
apoderaría del espectador. En el primer caso, nos encontraríamos ante un discurso
absolutamente imaginario pero propio, mientras que en el segundo tendríamos un
discurso absolutamente objetivo (y por tanto ajeno) vivido como propio (y por lo tanto
sustitutivo de la imaginación personal) (23).
En cualquier caso, la atracción primaria de las imágenes sobre el espectador la ejerce su
aparente realismo, como parece probarlo el éxito de la televisión en cuanto a mantener
la atención de unos espectadores que se hallan, paradójicamente, en constante estado de
distracción y que por lo tanto no parecen estar en demasiadas condiciones de ser
arrastrados por sutiles mecanismos de identificación que requieren estados de mayor
concentración que aquellos que puede suministrar el ambiente del comedor o de la sala
de estar. El punto de vista, en televisión (y no me refiero a aquellas instancias en que el
medio se utiliza para transmitir organizaciones narrativas de tipo cinematográfico), es
claramente negligible, puesto que el espacio televisivo no visualiza otra mirada que la
del espectador a través de la cámara. En un concurso, en una retransmisión deportiva
(excepto, en este caso, durante las cada vez más numerosas repeticiones de la jugada),
no hay ninguna articulación de miradas y por lo tanto ninguna construcción de
personajes ausentes o presentes. Por el contrario, todo parece ocurrir exclusivamente
para el espectador, quien tiene la impresión de mover la cámara con la mirada (24). Se
construye así una perspectiva al revés, una perspectiva que en lugar de partir de la
mirada del espectador y construir a partir de ésta un espacio, es un espacio que tiene
como punto de fuga al espectador. Lo que en la era de la televisión introduce pues al
espectador en la imagen es su realismo, el aparente y seductor realismo de la imagen. Se
trata de un espectador que ya conoce la existencia del encuadre, pues al fin y al cabo,
está acostumbrado a buscar con la mirada la pantalla del televisor donde aparecen las
imágenes (al contrario del espectador exclusivamente cinematográfico que se veía
físicamente embebido por la enorme pantalla de cine); tampoco le preocupa demasiado
lo que el encuadre oculta, puesto que la artificialidad ya no es un signo inequívoco de
irrealidad o de falsedad. No hay que descontar, por lo tanto, un impulso básico que
mueve nuestra mirada, un impulso que podríamos denominar curiosidad o hambre de
ver, un impulso, finalmente, cuyo fundamentalismo, por mucho que pueda ser
modificado por circunstancias históricas -y lo ha sido-, parece lógico si tenemos en
cuenta que, después de todo (y antes que nada) poseemos un par de ojos cuya finalidad
es precisamente ver. Básicamente, nos relacionamos con el mundo físico (un mundo
formado a nivel primario por imágenes) a través de los ojos, es decir, lo vemos (el que
luego lo veamos según queramos verlo o según se nos induzca a verlo, es otra historia)
(25). Por ello, es natural que tengamos una tendencia a establecer con las imágenes
construidas este mismo tipo de relación primaria, a pesar de que sabemos que éstas son
en cierta forma diferentes de aquellas que nuestros ojos captan directamente del mundo
físico. Lo que ambos niveles tienen básicamente en común es su calidad de imagen: es
como imágenes que se nos muestran a nuestros ojos, imágenes fundamentalmente
reales; éste es el realismo del que estaba hablando. A los ojos de la persona, la imagen
siempre llega como una verdad innegable, ya sea específicamente como imagen
verdadera o bien como realidad verdadera que se estructura como una imagen. A la
postre, la exhaustividad de la televisión y otros medios visuales ha acabado por
confundir los niveles de realidad y todo ha quedado reducido a la verdad innegable de
nuestra visión (26). Si no lo veo no lo creo, dice el refrán popular, haciéndose eco de la
antigua protesta de Santo Tomás. Y a pesar de que la mirada ha sufrido indudables
transformaciones a lo largo de la historia, la verdad es que siempre ha constituido un
pilar fundamental del llamado sentido común, aquel sobre el que la persona edifica su
particular y securizante principio de realidad objetivo y a-ideológico. Pero ya sabemos,
desde Lacan, que existe una íntima relación entre la imagen objetiva (ya sea natural o
construida) y nuestra imaginación. Sabemos que no hay una realidad inocente ni una
imaginación pura, sino un proceso dialéctico entre ambos niveles, a través del cual se
construye no tan sólo el sujeto, la identidad personal, sino incluso nuestra visión de la
realidad externa, entendida como otredad.
Acerquémonos ahora a una de las películas capitales de Eisenstein, El acorazado
Potemkin, para descubrir de qué manera funciona en las obras del cineasta este
particular sistema de sutura, un sistema que, como he dicho, partiría de supuestos
contrarios al equivalente tiránico del cine clásico. Un análisis de la famosa secuencia
situada en las escalinatas de la ciudad de Odesa nos ofrecerá un excelente ejemplo de la
construcción de una estructura de imágenes que no precisa de la identificación para su
funcionamiento y que por lo tanto ilustra también la actuación de un rango de imágenes
más amplio que el que ofrece normalmente la teoría de la sutura.
En primer lugar, hay que tener en cuenta el punto de partida de la película de Eisenstein,
es decir, los hechos de la revolución de 1905, que son más o menos conocidos (más
conocidos en la época en que se estrenó el film, menos conocidos en la actualidad,
cuando su memoria pervive quizá más a través de la película que mediante una cultura
histórica de primera mano). Este fondo histórico se encuentra presente a lo largo del
film como un horizonte memorístico sobre el que al espectador se le pedirá que
construya la película. El discurso del film se basará de hecho en la reconstrucción de ese
telón de fondo, como si se tratara de un rompecabezas. Este fondo histórico se hallaba
ya presente en la memoria de los espectadores contemporáneos al estreno de la película,
ya sea como recuerdo de primera mano o segunda mano (narraciones de testigos
presenciales, lecturas, fotografías, etc.). En cualquier caso, era de esperar que el público
poseyera una construcción imaginaria de los sucesos, una historia formada por la
argamasa de las diferentes fuentes de información, del mismo modo que los españoles
aún poseemos una memoria-historia de la Guerra Civil, a pesar de que muchos de
nosotros no la hemos vivido directamente y otros, los más jóvenes, ni siquiera han
tenido padres lo suficientemente mayores para que les hayan podido narrar su
participación en aquellos sucesos (27). A partir de esta suposición fundamental,
Eisenstein procede a delimitar, una por una, las piezas del rompecabezas, a base de
seleccionar de la ideal imagen completa del acontecimiento histórico aquellos elementos
más reconocibles o más efectivos. Es evidente, por lo tanto, que no pretende suministrar
al espectador el paisaje completo, ni tan siquiera la totalidad disgregada, hecha pedazos;
quiere ofrecerles sólo los elementos clave, para forzar al público a que llene por sí
mismo los agujeros restantes. Eisenstein es consciente de que estableciendo con estos
elementos inicialmente dispersos una determinada estructura, a través de su película,
será capaz de cambiar la construcción imaginaria (la historia) que el público ya tiene
instalada en su mente y que se ha constituido en memoria, en el sentido fuerte del
término. Para poder alcanzar este objetivo, el director manipulará las imágenes para
conferirles, sin aniquilar su realismo/realidad, un grado más de expresividad, de la
misma forma que lo haría un caricaturista (no olvidemos que Eisenstein era también un
excelente dibujante).
El público, enfrentado a la película, a pesar de ser consciente de la ficcionalidad de la
misma -después de todo, no es un documental, sino una exposición narrativa de los
hechos- y a pesar de ser consciente también de la artificialidad de sus imágenes, aún
será capaz de reconocer en los fragmentos ese horizonte histórico (la revolución de
1905) sobre el cual el film se proyecta imaginariamente; y tratará por lo tanto de colocar
sobre ese horizonte las piezas del rompecabezas que Eisenstein le va entregando. En el
proceso, luchando con las alteradas imágenes, el público se verá obligado a reorganizar
su propia imaginación como único modo de completar el rompecabezas. Desde un
punto de vista lacaniano, podemos decir que al final de la película, el espectador habrá
experimentado una transformación, puesto que su imaginario habrá sido reestructurado.
En la secuencia de las escalinatas de Odesa, Eisenstein no usa, como ya he anticipado,
un sistema de montaje basado en el punto de vista. No existe la posibilidad de que se
plantee al espectador la existencia de ningún observador ausente que pudiera estar
mirando desde todas las posiciones que la multiplicidad de planos implica. De hecho,
asistimos, como espectadores, a una visión colectiva de la escena, no tan sólo porque se
nos ofrecen múltiples imágenes, pertenecientes a puntos de vista inidentificables y
distintos (cada una de las cuales, si se repitiera o fuera suturada por el correspondiente
contraplano, podría representar un verdadero punto de vista), sino porque estas
imágenes son los ecos de nuestro propio yo (los espectadores actuales, o espectadores
secundarios, que no tienen ningún recuerdo en absoluto de los sucesos reales, puede
considerarse que aún poseen un recuerdo histórico/estético del film: hemos establecido
una imaginaria relación con la Revolución soviética en general -así como del proceso
que condujo a ella-, del mismo modo que poseemos una imaginaria relación con
sucesos históricos tan lejanos como la Revolución Francesa lo prueba la descomunal
festividad con que en Francia conmemoró el bicentenario de la misma- o tan cercano
como nuestra Guerra Civil o más aún, la Guerra del Vietnam) (28).
6. TRANSFORMACIONES
Una vez que la realidad se ha articulado mediante las citadas entidades alegóricas que la
convierten en un conjunto de imágenes desplegables susceptibles de enlazarse unas con
otras, se hace necesario regresar a los componentes elementales de estas alegorías para
prestarles renovada atención, pues en el interior de las mismas, los elementos discretos
que las forman pueden adquirir un dinamismo independiente del que rige la totalidad y
establecer nuevas relaciones internas, una de cuyas características más importantes es su
reversibilidad, el hecho de que pueden intercambiar funciones y transformar así la
apariencia de la alegoría, pero sin abandonar su reverso, es decir, conservando siempre
la capacidad de volver atrás.
Los grabados de M.C. Escher parecen ser la cita más adecuada al hablar de estas
transformaciones, Escher ha captado en sus obras la sensación de cambio fluido que
tanto el cine como los cómics han ido incorporado, durante este siglo, a las imágenes
del mundo. Y lo que es más, ha trasladado esta sensación a un medio que carece de la
capa de naturalismo que oculta en otros la verdadera naturaleza de esta fluidez. El
dibujo simple -sin las articulaciones del cómic ni los artilugios técnicos del cine, sin ni
siquiera las artimañas arquitectónicas del anuncio- se encarga así de desvelar, desde su
intrínseca inmovilidad, la verdadera naturaleza del movimiento. Esta paradoja nos
informa de la característica más crucial de las imágenes postmodernas. El movimiento,
el frenético movimiento de imágenes que nos rodea (imágenes que, como hemos visto,
forman el entramado que constituye nuestra realidad) tiene como verdadera función el
enmascaramiento de un mundo totalmente estacionario. Esas abejas que se transforman
en mariposas que luego devienen peces, los cuales a su vez se convierten en pájaros que
finalmente terminarán siendo casas (fig. 64) ¿no son el más claro ejemplo de ese
movimiento, simulado por la sucesiva transformación de los decorados, en que se ha
convertido la noción de progreso durante la postmodernidad? Ante la deplorable falta de
imaginación que muestra la actual industria cinematográfica norteamericana quizá sea
licito preguntarse si su incapacidad de inventiva (71) no será, en lugar de una muestra
de falta de imaginación, un ejemplo por el contrario de la imaginación de las imágenes,
es decir, del único tipo de imaginación que el paradigma del capital monopolista
permite: un incesante dar vueltas sobre lo mismo enmascarado por un no menos
frecuente cambio de aspecto (72). ¿Qué otra explicación puede haber de que en nuestra
época se acumulen formas y estilos antagónicos, de que puedan estar vigentes a la vez
Elvis Presley y Nick Cave, Los Mustangs y Presuntos implicados?
Escher poseía evidentemente la clave del fenómeno, pero no es su calidad de artista la
que mejor nos informa del mismo (73). Pasaron los días en que el arte se constituía en
notario de los cambios que ocurrían en la realidad. Ahora que la realidad se ha
convertido en imagen y que por lo tanto, cualquier imagen es absolutamente real, hay
que hablar no de cambios de percepción, de cambios artísticos, sino de cambios reales,
de verdaderas transformaciones, de las cuales, el mejor ejemplo no son los grabados de
Escher, con todo y su perspicacia, sino una clase de juguetes, originarios de Japón y que
-obviamente- se denominan transformers (transformadores) (fig. 66).
Los transformers son figuras de juguete, generalmente robots, que tienen la
particularidad de poder convertirse, mediante precisas articulaciones de sus partes, en
otros objetos, ya sean tanques, aviones, lanzaderas de misiles, naves espaciales, etc,
(figs. 67-67a-67b). A veces una misma figura puede adquirir dos o tres apariencias
distintas, dependiendo de las dobleces a las que se puedan someter a sus partes. Los
cambios pueden llegar a ser espectaculares, pues es difícil adivinar ante determinada
posición de las piezas, cuál puede ser el aspecto que se va a alcanzar por medio de la
siguiente articulación de las mismas. Este mecanismo de ajuste y reajuste se convierte
casi en un juego, algo parecido a ese cubo de colores, llamado Rubyscube,que tanto se
puso de moda hace unos años. Pero en este caso, la solución es mucho más sencilla,
pues a pesar de la aparente complejidad del enigma formal que suponen los sucesivos
cambios, la verdad es que éstos vienen cantados por la propia mecánica del juguete que
no permite otras variaciones, otro camino de transformación, que la establecida por sus
predeterminados pliegues. Una de las características más destacadas de este juguete, es
sin embargo, la mecánica perfección con que se ejecutan los plegamientos. Los robots
se transforman no orgánicamente -como podría hacerlo una figura de arcilla o plastilina-
, sino de forma mecánica, como les corresponde. No estamos aquí ante la licuosidad de
la magia, sino frente al corte analítico de la ciencia, pero de una ciencia que consigue en
su universo discontinuo, aquello que la magia nunca alcanzó en su mar de
correspondencias.
No es casual que la más estricta materialización de una característica fundamental de la
realidad contemporánea venga de Japón, pues de hecho, la articulación que
experimentan los componentes de la imagen alegórica -articulación que convierte esa
imagen en una figura del pensamiento: el pensamiento alegórico- puede considerarse de
influencia oriental (74).
Si quisiera exponer las tendencias de la estética oriental (75) que se hallan en las raíces
de la penetración de Oriente en Occidente, quizá debería referirme a la perfecta
articulación del haiku japonés, en el que Eisenstein quiso ver la esencia del montaje
cinematográfico, o a la intertextualidad de la poesía de Heian, con sus encadenamientos
históricos, temporales y temáticos (76), o en otro orden de cosas, a los formalismos del
Zen y en particular el concepto de satori o súbita revelación (77), pero en cualquier caso
la exégesis histórica se hace innecesaria si tenemos en cuenta que no quiero ir en busca
de un presunto esencialismo oriental, sino que me interesa más destacar determinados
elementos que en Occidente se han constituido en embajada de Oriente, sin que importe
demasiado si son genuinamente orientales o por el contrario constituyen la imagen de
Oriente que determinadas empresas (en todos los sentidos de la palabra) orientales u
occidentales han decidido que era más vendible entre nosotros. Lo que busco, pues, no
es tanto la visión que el mundo occidental tiene del oriental, como el resultado de ciertas
salpicaduras de orientalismo sobre el mantel de nuestra cultura. Por ello, en lugar de
referirme a una tradición cultural milenaria, me parece más productivo mencionar varios
fenómenos de mayor cercanía en el tiempo y que tienen una directa conexión con
nuestro mundo: primero, la producción fílmica de Hong-Kong, que a pesar de ser
prácticamente desconocida entre nosotros, hemos podido catar a través de secuelas del
tipo Bruce Lee y Chuck Norris; segundo, la extremada popularidad conseguida en el
mundo occidental por una inusitadamente amplia gama de artes marciales; y finalmente,
el cómic y los dibujos animados japoneses, estos últimos de una gran popularidad que
se remonta a aquella inefable Heidi de los años setenta, y de una lenta pero segura
penetración los primeros, representados en estos momentos en España por el ira de
Katsuhiro Otomo. La producción cinematográfica de Hong Kong se introdujo en
Europa en 1972, a través del mercado del cine del Festival de Cannes, y a pesar de que
desde entonces no ha dejado de cosechar éxitos relativos entre determinados sectores
populares, sobre todo a través de las películas de Bruce Lee, la verdad es que, como he
dicho antes, el grueso de la producción de ese país y sus características esenciales son
aún hoy desconocidos en Occidente (78). Los temas y las formas de los films de Hong
Kong no son, como pudiera parecer, necesariamente autóctonos. Sus fuentes son tan
dispares como el antiguo drama chino, las novelas populares, las películas históricas
italianas (los peplums) y las fantasías hollywoodienses (79), lo cual confiere a esas
películas una estructura imaginaria muy parecida al encadenado de imágenes que
arrastraban consigo las figuras de los dos diskjockeys sanfranciscanos que servían de
introducción a este capítulo. Pero no es la genealogía de sus imágenes, por muy
estructuralmente parecida que sea a la de las occidentales, lo que más me interesa
destacar de este tipo de films, sino determinadas características internas de los mismos.
Se trata de películas en las que las artes marciales alcanzan su paroxismo, no mediante
el extremado hiperrealismo que caracteriza a las versiones más occidentalizadas de las
mismas, sino rompiendo la cúpula de esa super-realidad y lanzándose al terreno de una
fantasía que la misma técnica que la sustenta convierte rápidamente en mito. La
precisión de movimientos que caracteriza a las artes marciales, unida a la contundencia
de sus resultados (ambos siempre exagerados en las películas), adquiere aquí la
capacidad de los superpoderes de los más potentes héroes occidentales (Batman,
Supermán, etc.), pero con la diferencia de que en este ámbito los poderes se explican
mediante la existencia de una supuesta ciencia, de un arte ancestral, cuya práctica
(mitificada a su vez en Occidente por las brumas de una cultura milenaria) llevaría a la
consecución natural de los mismos.
El montaje de las películas de Hong-Kong (80) es uno de los más rápidos que se puedan
dar en el cine, lo cual les confiere un ritmo extraordinario. Pero este ritmo que, debido a
la vaguedad y complejidad de la línea argumental del film, podría dar lugar a una
considerable confusión -confusión que de hecho existe-, al quedar enclaustrado dentro
de las secuencias, casi de ballet, en las que se enfrentan los luchadores, traslada a estos
espacios la verdadera importancia y finalidad de la película, dejando a las otras
secciones -exentas de ritmo- la función de simular una inexistente continuidad temática
y narrativa. Los luchadores se mueven con tremenda rapidez de un lado a otro, arriba y
abajo, saltan a increíbles distancias, dan inmensas volteretas, pero siempre cierran estas
hipérboles en el lugar adecuando, volcando en el adversario toda la contundencia de la
estética y la técnica que los ha llevado hasta allí. Sus movimientos, que en todos los
sentidos brincan por encima de la realidad, están por lo tanto articulados por el montaje,
pero sirven asimismo de articulación de éste. Sin el montaje no existirían, pero sin ellos,
sin su perfecto acabado, el montaje se disgregaría en un insufrible caos.
El despliegue en la pantalla de las artes marciales va creando nuevos espacios que
fuerzan continuamente los límites del espacio realista, pero este nuevo espacio, a
medida y a la misma velocidad que va siendo creado se constituye en garante de la
posibilidad de las aparentemente imposibles acciones. No nos encontramos pues ante la
famosa suspensión de la credibilidad que se halla detrás de la aceptación de las fantasías
occidentales (un concepto, el de esta suspensión de credibilidad, que a buen seguro
tendría que ser revisado inmediatamente, de todas formas), sino inmersos en unas
estructuras que no tan sólo nos fuerzan a creer, sino que se constituyen ellas mismas en
prueba de sus propia existencia. Normalmente, no creemos en fantasmas, pero nos
dejamos llevar por una película que juegue con la idea de su existencia, sabedores de
que luego sabremos regresar a la realidad, donde no existen. Pero en un film de los
mencionados no hay lugar para dicotomías epistemológicas, no hay fuera ni dentro, no
hay realidad ni fantasia, sino que sus peripecias nos son propuestas con la lógica
irreductible de un silogismo que nos envuelve formalmente. El engranaje estructural que
sustenta las luchas es más que real, puesto que constituye de hecho la imagen del
andamiaje sobre el que se constituye la misma realidad. Es en estos fundamentos en que
creemos, más que en los imposibles saltos y cabriolas, pero estas piruetas adquieren
carta de naturaleza gracias precisamente a la verdad de esos fundamentos, los cuales se
convierten así en territorio de lo real, de una realidad donde todo se modifica y
transforma en virtud de inesperadas conexiones entre los extremos de los más
impensables arcos.
El realismo del film se ha transmutado en la realidad que nos rodea o viceversa. Sus
impresionantes asociaciones son reproducidas ahora por la rapidez de nuestra propia
mirada que de este modo se convierte en susceptible de generar significado. Ya que es
ésta y no otra la significación última de esta barroca arquitectura de brincos y piruetas,
patadas y golpes de mano: el poder de la mirada como creadora de realidad, como
generadora de imágenes. Pero, la frenética estructura, a la vez que proclama el poder de
la mirada, se lo está negando por sustitución. Ya ha sucedido otras veces, que al nacer
un nuevo medio, y contra las tempranas críticas en el sentido contrario, éste se ha
revelado como una ampliación de determinada función humana (la memoria, la palabra,
etc.), pero sólo momentáneamente, pues cuanto más ha crecido su poder de ampliación
más ha oscurecido la función original que pretendía ampliar. Y así la mirada,
supuestamente impelida por la imagen, queda en realidad inmóvil ante la incesante
actividad de ésta. Y el supuesto poder generador de la mirada le es arrebatado, en
perfecto pase mágico, por el de la propia imagen que de ahí en adelante se constituirá, a
la vez, en creadora de realidad y en simuladora de la inexistente creatividad del sujeto.
Un fenómeno del que las películas de arte marciales son su perfecto emblema.
En la fascinación que Occidente tiene por las artes marciales se esconde una idéntica
fascinación por el arma de fuego (que ya he mencionado antes al hablar del winchester),
por la posibilidad que esta arma ofrece de obrar a distancia. En el arma de fuego se
esconde el mito de la varita mágica, de ese utensilio empuñado por el mago y capaz de
lanzar su poder a través del espacio (81). Podríamos decir que la lanza y la flecha
primitivas se convierten, en la imaginación popular, en varita mágica y que ésta se
transforma a su vez en arma de fuego. Pero esta arma de fuego los primeros
mosquetones, las primeras pistolas- se halla más cerca de la varita mágica que ésta de
sus presuntos antecesores, pues así como en el caso de la lanza y de la flecha hay una
conexión visible entre la mano que arroja el arma y el cuerpo que es ensartado por ella,
tanto en el caso de la varita como en el del fusil la conexión es invisible: se produce un
fogonazo en la punta del instrumento y un cuerpo cae muerto en la distancia. Parece
cosa de magia... En un caso, lo es; en el otro, se trata de ciencia.
El arma de fuego recupera la acción mortífera de las primeras armas arrojadizas, una
acción que la varita había transmutado en generación de vida y movimiento, pero
conserva de esta última su característica de ser la prolongación de la mano (82). Las
armas de fuego, conforme se han ido sofisticando, han ido uniéndose cada vez más al
cuerpo del que las posee. La pistola sobre todo constituye no tan sólo una clara
prolongación de la mano, sino que se halla unida a las propias características
constitutivas del que la empuña (por ejemplo, la rapidez de la que dependía la vida del
pistolero, si hemos de hacer caso de las crónicas cinematográficas). El rifle, por su
parte, se ha ido haciendo cada vez más aparatoso, pero paradójicamente también se ha
hecho más transportable, más adaptado a la mano y al brazo, hasta culminar en esos
amenazadores cañones de mano que acostumbran a utilizar héroes de la talla de
Swarzenegger o Stallone, los cuales los empuñan con una sola mano y casi siempre
desde la cintura, como si estuvieran mostrando sus genitales (83). Así el arma moderna
acaba sexualizando la mirada del rifle primitivo, aquel que en un principio se había
convertido en prolongación de la mirada humana, dándole a ésta capacidad de aniquilar
(84). Cada vez se ha hecho más palpable, pues, la existencia de una creciente
identificación entre arma y cuerpo (85), y es esa identificación la que las artes marciales
llevan a su consecuencia natural. El practicante de las artes marciales convierte su
cuerpo en un arma tan precisa y poderosa como el más sofisticado de los fusiles de
repetición. Y ¿qué otra cosa sino el poder ubicuo de la mirada intentan emular esas
armas (donde pongo el ojo, pongo la bala)? La mirada se convierte así en hipnótica, o
podríamos decir que recupera ese poder hipnótico que había adquirido con el
mesmerismo dieciochesco y con las prácticas charcotianas y freudianas de finales del
diecinueve. La mirada con poder de actuar a distancia (esos ojos con rayos X de
Supermán), pero también una mirada que halla en la distancia del espejo de la imagen el
reflejo de su propia inactividad. Una mirada que culmina su alegórico poder de
destrucción en esas armas inteligentes que se anuncian, armas que podrán apuntarse,
según dicen, utilizando tan sólo la mirada. Pero ¿qué mirarán los ojos de ese jinete del
espacio, encapsulado en sus ultrarrápidos aviones, más veloces que cualquier impulso
ético, sino la imagen del enemigo moviéndose en sus pantallas de radar televisivo?
Estas imágenes le traerán recuerdos de infancia, de los videojuegos en cuyas pantallas
se agitaban ya los fulgurantes enemigos del futuro, reducidos desde entonces a destellos
electrónicos, y así a golpe de vista y de memoria irá desplegando por el universo la
espantosa magia de su varita hecha de óptica y electrones.
¿Hay en toda esta fenomenología un antecedente Oriental o supone por el contrario la
resaca de una occidentalización de Oriente, que el paradigma universal de las
multinacionales está, de una forma u otra, llevando a cabo? En todo caso, la historia del
cómic japonés (86) nos puede servir de referencia para contestar a la pregunta. Un
vistazo general a la historia del cómic del Japón (87) nos informa que éste no ha tenido
un nacimiento ni un desarrollo autóctono, sino que durante muchos años ha ido a
remolque de las influencias occidentales, especialmente las norteamericanas. Si acaso,
habrá sido su tremenda popularidad, gestada a partir de los años cincuenta, la que ha
acabado por hacer brotar de las formas tradicionalmente occidentales del cómic japonés,
unos parámetros estéticos distintos y enraizados en las particulares estrategias de
percepción de un público educado insistentemente en el medio desde unos parámetros
culturales disimilares a los del occidente capitalista. La primera característica que
destaca de los cómics japoneses es el extremo dinamismo que se extrae de la visión
contrastada de sus viñetas. A su lado, los cómics occidentales parecen mucho más
estáticos (88). Este dinamismo se logra exacerbando el análisis de las escenas para
dejarlas divididas en un gran número de planos-viñeta, cada uno de los cuales recogerá
un punto de vista distinto de la misma situación. El cómic occidental, salvo
excepciones, tiende a ser más sintético, a acumular la mayor información posible dentro
de una misma viñeta en lugar de esparcirla en un mayor número de ellas. Eso hace que
la elipsis entre viñeta y viñeta sea más amplia en el cómic occidental que en el japonés
(89). El cómic japonés tiende a narrar más las acciones que las situaciones, o dicho de
otra manera, a convertir las situaciones en acciones, mientras que el cómic occidental
tiene tendencia a narrar situaciones que basan extensivamente su significado en el texto
o los diálogos. Pero es difícil hacer de estas generalizaciones una ley, especialmente
cuando últimamente, como ya he indicado, las dos tendencias tienden a unificarse,
especialmente por la influencia del cómic japonés en el occidental. En cualquier caso, el
mayor número de viñetas por historia en los mangas (nombre que reciben los cómics en
Japón) es un elemento constatable (90). Pero no solamente del incremento de viñetas
surge el dinamismo, sino también de la energía expresada por los dibujos que contienen.
El ojo del lector, al desplazarse de viñeta en viñeta, se encuentra con líneas y juegos de
fuerza que contrastan fuertemente. Se produce un discurso crispado, y por añadidura,
una percepción tensa del mismo, que llega a alcanzar a la misma forma de las viñetas,
los limites de las cuales se retuercen siguiendo este dinamismo. Nos encontramos lejos
de la lectura plácidamente horizontal de los cómics occidentales clásicos; en este caso la
lectura se asemeja más a los vaivenes de una línea quebrada, al zigzag de un rayo. Y
arrastra la mirada con la misma rapidez de éste.
Por contraste, los dibujos animados japoneses han sido considerados siempre muy
estáticos desde Occidente. En comparación con la técnica de Disney, muy rica en
imágenes por segundo para componer el movimiento, los dibujos animados japoneses
dejan mucho que desear. Sin embargo, la misma crítica se puede efectuar a toda la
producción de Hanna Barbera que, en los Estados Unidos y su mercado occidental, vino
a suponer un empobrecimiento de la técnica disneyniana y su continuación en la Warner
Brothers (empobrecimiento técnico que supuso también un claro empobrecimiento
estético). Desde este punto de vista, es decir, desde la educación visual de un público
acostumbrado a ver en televisión los estáticos bustos parlantes de los Picapiedra,
pongamos por caso, la introducción de la técnica japonesa no deja de constituir un cierto
revulsivo, pues la imagen del dibujo animado japonés conserva bastante de la energía
que caracteriza al cómic de la misma nacionalidad, sólo que con el añadido de una cierta
ilusión de movimiento. Los dibujos animados japoneses serían como la adaptación
televisiva de sus contrapartidas impresas. Y es cierto, que en Japón existe una
comunicación extremadamente fluida entre ambos medios. De esta forma, el dibujo
animado japonés sería estático, no tan sólo por una estrategia de abaratamiento de costes
de producción, sino también para mantenerse cerca de los hábitos perceptivos de un
público acostumbrado a la lectura de mangas. La pantalla de televisión no sería, pues,
otra cosa que el soporte de las viñetas de los cómics impresos, las cuales se sucederían
en ella a un ritmo mínimamente rápido para que el espectador no perdiera la noción de
encontrarse ante un medio que típicamente muestra el movimiento, pero también
manteniendo el suficiente estatismo como para que cada una de las viñetas siguiera
siendo, como en el cómic, una entidad distinta y separada de las demás (91).
Esta proliferación de viñetas y el contraste que se efectúa entre unas y otras (estructura
que, como hemos visto, se intenta conservar en la televisión, a pesar de la tendencia de
esta última a la exposición tempo-lineal) acaba dando lugar en algunos casos a una
especial arquitectura que se encarga de organizar determinado conjunto de viñetas sobre
una página. Ejemplos del fenómeno son las figuras 68 y 68a. En el cómic occidental se
han dado también muestras de esta tendencia, aunque generalmente han constituido más
un gesto estetizante con el que se intentaba trascender la viñeta que un intento de
organizar una serie de viñetas en una estructura común (fig. 69). Quizá, aunque parezca
paradójico, el paralelismo más cercano se encuentre en las composiciones de Will
Eisner que sirven de introducción a las historietas de Spirit (fig. 70). A primera vista,
los conjuntos de Eisner parecen ser todo lo contrario de las estructuras japonesas. Al fin
y al cabo, Eisner no utiliza varias viñetas, sino una sola en la que parece intentar la
condensación de diversos puntos de vista (una especie de intento cubista, pero sin
perder los parámetros del realismo naturalista). Pero esto es lo que las convierte
precisamente en parientes cercanos de las arquitecturas japonesas, constituyendo su
única diferencia el hecho de que Eisner trabaja dentro de un paradigma que, como
hemos visto, es absolutamente diverso del japonés, un paradigma que pretende primar la
continuidad de la narración y no su básica dispersión (92). Pero lo que caracteriza
ambos casos es su intención alegórica, es decir, la conversión de partes del discurso en
elementos de un metalenguaje que fuerza una determinada lectura de esos mismos
elementos, por encima de su significado intrínseco (93) .
Frances Yates en su libro sobre la memoria, que ya he citado profusamente, incluye una
curiosa referencia a Descartes en relación con el arte de organizar la propia memoria.
Las palabras son las del mismo Descartes:
"He pensado en otra manera (de organizar las imágenes en la memoria), la de
componer, mediante las imágenes inconexas, una imagen nueva que sea común a todas
ellas, o hacer una imagen que haga referencia no sólo a la que esté más cerca, sino a
todas -de forma que la quinta se refiera a la primera mediante una lanza depositada en el
suelo, la de en medio a través de una escalera que descienda hacia ella, la segunda
mediante una flecha que le es arrojada, y así la tercera debe ser conectada de una forma
similar, ya sea real o ficticia" (94).
Es interesante observar cómo la propuesta de organización memorística de Descartes se
parece por un lado al célebre juego de la escalera (fig. 72), y por otro a la forma en que
las modernas imágenes se organizan entre sí hasta formar esa ''nueva imagen que le es
común a todas ellas de que habla Descartes, es decir, la metaestructura alegórica.
¿Querrá esto decir que nos encontramos ante una forma natural de organización de las
imágenes? Posiblemente, pero no olvidemos que la línea entre lo natural y lo aprendido
es bastante tenue y que tanto lo uno como lo otro siempre pueden ser manipulados (en
todos los sentidos de la palabra). El texto de Descartes citado por Yates nos informa de
la posibilidad, y la tendencia, al parecer ya antiguas, de organizar las imágenes en
estructuras superiores que a su vez, se constituyen en imágenes. Este creciente
entramado podría ser natural -voluntario (como lo propone Descartes)- o inducido. El
mencionado juego de la escalera serviría pues de ilustración de una de estas estructuras
posibles, las cuales estarían formadas por un conjunto más o menos armónico y estable,
pero con pasajes internos de rápida comunicación -asociación- entre unas partes y otras
del conjunto. Los hipertextos de las ordenadoras serían otro ejemplo -a la vez que
aplicación- de esta estructura textual-imaginaria. El hipertexto sería una aplicación
voluntaria de la estructura, en forma de memoria materializada en un programa de
ordenador. Pero podemos decir que, en general, estas metaestructuras que pueden estar
formadas por asociaciones un tanto escandalosas no hacen sino responder a una realidad
contemporánea en la que no tan sólo coexisten viajes al espacio con plagas
auténticamente medievales o el hambre endémica con el superconsumo más
escandaloso, sino que todas estas extrañas coincidencias ocurren en el mismo nivel de
realidad que nos proporciona la pantalla de nuestro televisor (95). En cualquier caso,
sólo una mentalidad formada en la ocurrencia de estas asociaciones -que tanto si
responden o no a un mecanismo natural, han acabado siendo percibidas como naturales-
, puede aceptar sin crítica ni asombro una asociación alegórica del tipo que se muestra
en la figura 73. La confluencia de un busto de Bush, la estatua de la Libertad y una
formación de tanques que surgen de una ciudad devastada y en llamas, sólo nos puede
recordar la propuesta de Lautremont acerca del paraguas y la máquina de coser que se
encuentran sobre una mesa de quirófano, sólo que ahora aquel absurdo que se
desprendía de la atípica asociación viene preñado con un poderoso significado. El
surrealismo hablaba de mecanismos casuales, pero de una casualidad que, de todas
formas, tenía sus raíces en la naturaleza de los sueños. Ahora los sueños se han
convertido en realidad y las casualidades han dejado de ser inocentes. Mientras los
surrealistas consideraban casuales ciertas asociaciones que Freud tildaba de naturales
(96), en esta portada del tebeo de interviu se intenta que parezca natural un encuentro
que de hecho es puramente casual -intencionado. Ha vuelto el surrealismo, pero su
regreso comporta una venganza ideológica.
He hablado, al referirme al cómic japonés, de su tendencia a desvelar sus estructuras
básicas en relación a una determinada tendencia de la imagen contemporánea a desvelar
los mecanismos de disgregación que se han apoderado de ella, pero ahora es el
momento de señalar también la existencia de aquellas estructuras superiores que se
encargan de cerrar de nuevo las ventanas que la disgregación había abierto. Para
entender este proceso, hay que hacer referencia otra vez a los juguetes llamados
transformers cuya pactada maleabilidad los convierte en emblema de este capítulo.
Los transformers se relacionan con la lucha libre o las artes marciales (y a través de
ellos, con la estructura básica de los mangas) en que permiten realizar sobre sí mismos
una serie de transformaciones -de una complejidad directamente proporcional a su
precio- a través de la precisa articulación de las partes de su cuerpo. Un robot puede
convertirse, como he dicho, en avión o carro de combate, un animal monstruoso en
aeronave cargada de misiles, una roca en un pájaro, etc. Los sucesivos plegamientos
permiten estas variaciones y aun otras posteriores de una complejidad y una agresividad
crecientes: a un objeto aparentemente inocuo le saldrán, por ejemplo, alas y de estas alas
se desplegarán aparatosos cañones. Será éste un viaje de ida y vuelta, pues por mucho
que se haya alejado la forma final de la inicial, siempre será posible regresar a ésta
mediante sucesivos replegamientos, simétricos a los realizados en la primera instancia.
Nos encontramos ante una temible simetría que abarca un campo ontológico variable, el
cual viene a materializar los parámetros de esa lógica difusa por la que los ordenadores
intentan hoy acercarse al pensamiento. Podemos pensar, sin embargo, que así como esta
lógica maleable constituye el límite del pensamiento electrónico -se trata en verdad de
una lógica mucho más rígida que la de nuestro pensamiento-, las estructuras imaginarias
del pensamiento alegórico nos acercan a él mediante la sustitución del pensamiento
abierto e indeterminado por otro tipo de pensamiento articulado alrededor de un número
finito de posiciones, las cuales sirven de andamiaje de una forma básica y prefigurada
que a su vez las oculta a ellas.
Los transformers representan también una compleja simbiosis entre máquinas y
organismos vivos que tienen mucho que ver con el mito del androide originado hace
años dentro del paradigma de la ciencia ficción (97), pero popularizado sobre todo a
través de una película de culto, Blade Runner, basada en una novela de Dick. A este
cruce entre máquina y ser humano se le añade sin embargo una faceta animalesca, como
si en el proyecto hubiera intervenido también el H.G. Well s que escribió The Island of
Dr. Moreau. Pero no olvidemos que ha sido a finales de la década de los ochenta cuando
David Cronenberg ha decidido rehacer de forma mucho más gráfica la saga clásica de
The Fly, según la cual hombres e insectos pueden tener un destino común aunque
trágico. ¿No hay aquí un recuerdo de aquel desdoblamiento básico sufrido por Dr.
Jenkill en favor del instintivo -y por tanto bestial- Mr. Hyde? Si lo hay, se trata de una
clara inversión de aquel proceso: lo que a principios se siglo suponía una disgregación,
intenta recobrar ahora su unidad; hombres, máquinas, animales, insectos, todo intenta
regresar a un magma común, pero de la operación sólo surgen estructuras monstruosas.
Originarios del Japón, estos transformadores, que tienen nombres tan intrigantes como
Decepticons (98) o Pretender (simulador) tuvieron un momento de enorme auge en el
mundo de los juguetes infantiles occidentales. Ha sido éste siempre un mundo simulado,
un simulacro de la realidad, que tiene sus funciones dentro del período de aprendizaje
infantil. El juego es simulación de la realidad, de unas normas de conducta y relación,
así como los juguetes, desde las casas de muñecas o las mismas muñecas a los trenes
eléctricos y los soldados de plástico que antes fueron de plomo, sirven para que el niño
aprenda a establecer relaciones con el mundo real. Pero así como el juguete clásico ha
pretendido siempre simular la realidad, los modernos juguetes intentan por el contrario
disimularla. El juguete, que como la imagen, ha sido hasta ahora simulacro, se está
convirtiendo, con los transformadores y los videojuegos, en disimulo. De la simulación,
entendida como modelo, pasamos a la máscara, entendida como substitución.
Y este súbito descubrimiento que nos lanza de la bidimensionalidad del texto a una
sorprendente textura tridimensional en la que se destacan no tan sólo la protagonista
Isabel y su contrapartida la hiel, sino la masculinización del amor femenino cuyo sabor
mediático es de hiel, esta instantánea reorganización de las palabras que descubren un
metaestructura latente, ¿no es similar al satori que Escher nos propone en algunos de sus
grabados (fig. 78)? Exige un esfuerzo de la mirada, la inversión de cierta energía, pero
de pronto, los oscuros pájaros que revolotean sobre un cielo diurno del que un radiante
sol es su centro, se transforman en pájaros luminosos que se agitan sobre un cielo
nocturno y estrellado del que el centro es un luna creciente. Sol y Luna, noche y día, luz
y oscuridad, fondo y figura. ¿Cambios que genera la mirada o simetría que nos
mantiene prisioneros en su centro?
Los transformers que aparecen en las figuras 79-79a-80- 80a- 81 y 81 a nos muestran el
fenómeno en toda su envergadura. Se trata de una serie de figuritas que la cadena
McDonald's regalaba con cada consumición. Como vemos, estos transformers son
réplicas de algunos de los productos más distintivos de la cadena de restaurantes: la
hamburguesa, las bolsa de patatas finas, la bebida en el típico vaso de papel. Se trata de
indiscutibles signos heráldicos de los que podría surgir un escudo de armas
representante de la corporación en los torneos mundiales. Tras ese aparentemente
inofensivo exterior se esconden, sin embargo, robots expresamente agresivos, insidiosas
máquinas de destrucción que aparecen tras deshacer una serie de plegamientos
sucesivos. Nos encontramos, parece, ante la materialización del significado o mejor,
ante el significado ready-made, dispuesto a ser consumido con el significante. ¿Nos
revela Mcdonald's que sus hamburguesas y sus sodas son mortíferas, que su negocio es
el rostro amable de un imperio armamentista que si con una mano reparte
hamburguesas, con la otra deja caer bombas inteligentes sobre posibles -futuros-
consumidores? ¿Y por qué no, si la revelación en lugar de liberamos nos corrompe?
¿No corrieron Edward Meese y Ronald Reagan a revelar a la opinión pública los
crímenes anticonstitucionales que ellos mismos habían cometido, tan pronto como se
dieron cuenta de que no era posible ocultarlo por más tiempo? La revelación transformó
al público en cómplice, de la misma forma que el consumo de la hamburguesa, una vez
sabido lo que contiene, nos hace, a través de un maquiavélico referéndum formal,
partícipes de un orden injusto. No hablo de un compromiso moral; de una necesidad de
resistencia civil, de un gesto de heroísmo estomacal, sino de una trampa envilecedora y
en cierta forma inescapable. ¿Dónde está la alternativa a una buena Coke en un día
soleado de verano? ¿Dónde es posible obtener comida más rápidamente y en tan
completo anonimato como en un Mcdonald's o -concedámoslo- en un Burguer King?
Unos Levis moldean el cuerpo como ninguna otra cosa, excepto el régimen del hambre.
Y si no, que se lo sigan preguntando a los nuevos consumidores del Este y del Sur; ¿no
son ellos el viceversa que le faltaba a nuestra sociedad, del Norte y del Oeste, para
quedar convertida en máscara barroca?
NOTAS AL CAPÍTULO 8º
1. La moda se ha extendido y en España existen también sus equivalentes. El más
cercano, casi una copia exacta de la revista de San Francisco, es la que hasta el primer
trimestre de 1991 incluía El País en su edición de los domingos y que se denominaba
Estilo (fig. 44).
2. Una de las características de la cultura postmoderna es que los conceptos se
organicen mediante la contravención de aquella ley lógica que indica que ninguna clase
puede ser miembro de su propia clase. Ver Fredric Jameson, Postmodernism or, the
cultural logic of late capitalism, (introducción, pág. X), Duke University Press, 1991.
3, Siegfried Kracauer, 'The Cult of Distraction', (New German Critique, invierno de
1987, págs. 91-96).
4. Estas revistitas se distinguen de las que he considerado antes como generadoras
directas del espacio hipnótico en que su propia superficialidad las coloca ya en el
espacio hipnótico sin necesidad de ser hojeadas distraídamente. Digamos que son para
gente ya hipnotizada, mientras que las anteriores, que proceden de una tradición previa
en que la revista aún era leída, tratan de provocar en los lectores lo que Image y Estilo
simplemente ilustran.
5. No digo la fotografia, o la imagen, de dos personas reales, puesto que no creo que
podamos seguir haciendo este tipo de distinciones cuando nuestras relaciones con gran
parte de la realidad en la que vivimos se efectúan a través de las imágenes. Son reales,
las personas de la portada de Image, precisamente porque se encuentran en la imagen no
a causa de algún atributo metafísico.
6. Evidentemente, Blechen podía estar influido por el concepto, pero no por la técnica
en sí, pues hacia 1840, los tiempos de exposición de las fotografías se encontraban entre
los 30 minutos y una hora. No fue hasta junio de 1841 que Talbot anunció una emulsión
mucho más rápida.
7. Petr Tausk, Historia de la Fotografia del siglo XX, Barcelona, Ed. Gustavo Gili,
1978, (pág.49).
8, De todas formas, y a pesar de su similitud, es evidente que cada observador adoptará
también una postura inicial diferente ante cada una de estas obras. Ya he hablado
extensamente de lo que supone la fotografia como medio sustitutivo de la memoria.
9. Un cuadro analizado con otras intenciones por John Berger en su libro Ways of
Seeing, Penguin Books, 1970.
10. Berger, ob. cit., pág. 94.
11. En este caso, me estoy refiriendo a un tipo específico de fotografia, en una
determinada circunstancia. Ya he hablado, en los primeros capítulos, de la fotografia
entendida como imagen en un sentido general.
12. A la espera de un estudio más detallado, me limitaré a señalar aquí las posibles
concomitancias entre este fenómeno y las teorías de Peirce: "El objeto de una
representación no puede ser sino una representación de la cual la primera representación
es el interpretante", (Silverman, ob. cit., pág. 15).
13. No pretendo negar la existencia de cualquier significado connotativo tanto en esta
imagen como en otras. De hecho, si se aplicara a la portada de Image el tradicional
análisis semiótico, se producirá sin duda un discurso crítico con todas sus consecuencias
o beneficios. Mi único interés, al negarla existencia de una connotación, es la de
remarcar la existencia de un nuevo nivel fenomenológico que considero crucial para
comprender los conceptos en los que se basa mi tesis. Existe un nivel connotativo, pero
la imagen -su organización- trata de negarlo, se interpone entre nosotros y ese nivel.
14. El nombre se revela ahora paradójico, puesto que en realidad se trata de no-
significantes. 15. Kaja Silverman, ob. cit., págs. 194-236.
16. En realidad, esta distinción la hacemos continuamente, puesto que la imagen física
está siempre presente, ocupa de forma continuada nuestra mirada, mientras tenemos los
ojos abiertos. Pero desde un punto de vista epistemológico no es tan fácil hacer la
distinción: nosotros ve-
mos, de forma clara y distinta, la imagen física, pero ¿podemos decir hasta qué punto
nuestra mirada no está ya contaminada por la imagen mental que le sirve de referente?
17. Puede haber otros tipos de estímulo de las imágenes mentales, por ejemplo, la
asociación de ideas; pero esto no modifica básicamente mi tesis.
18. Silverman, ob. cit., pág. 195.
19. Bill Nichols, Movies and Methods I, Berkeley, University of California Press, 1985,
(pág. 439).
20. Para ello, ver el artículo de William Rothmn, 'Against the System of Suture",
incluido también en Movies and Methods I, (pág. 451).
21. También se le puede criticar a Dayan el que ignore el aprendizaje a que está
sometido el espectador y que, a la corta o a la larga, deberá acabar con la inicial
inocencia de éste con respecto al lenguaje cinematográfico, inocencia en la que se basa
el proceso de sutura en su forma más básica.
22. Aunque en algunos casos, especialmente en La Huelga, el director parece tener en
mente una respuesta más irracional -emocional o según su propia nomenclatura,
sobretonal- por parte del espectador.
23. Cabría argüir que la publicidad no desciende solamente de las teorías eisentenianas
del montaje -como puede suponerse ante las prácticas actuales-, sino de una mezcla de
éstas con los procedimientos de sutura típicos del cine clásico, Lo que en Eisenstein
habría supuesto un intento de enriquecimiento de lo imaginario, que procurara unas
herramientas a utilizar posteriormente en una realidad objetiva, se convertiría en la post-
modernidad en una ingeniería mental que no podría utilizarse en otra realidad que la
propuesta por las propias imágenes que, al igual que en el cine clásico, se habrían
constituido en la única realidad posible para el espectador.
24. La continuidad clásica que pretendía construir un espacio interpersonal se
transforma aquí en espacio personal. Los profesionales de la televisión, igual que los
pioneros del cine, están construyendo sin darse cuenta un nuevo lenguaje de la
objetividad que, como aquel, tampoco admite fisuras. La continuidad televisiva tiene
como meta la reconstrucción de la mirada constante del espectador; tiene que prever de
antemano la alimentación de su incesante -aunque sólo visual- curiosidad. La televisión
se revela así, siguiendo las previsiones de McLuhan, como la perfecta extensión si no
del ojo, sí cuando menos de la mirada. Movemos los ojos para ver la realidad a nuestro
alrededor, y cuando éstos se fijan sobre la pantalla de televisión, entonces las cámaras se
encargan de recoger nuestra mirada autónoma y transportarla sobre su mirada artificial.
La cámara sustituye así nuestra movilidad visual por la suya, a la vez que enmascara
con el procedimiento la básica inmovilidad en la que deja anclada nuestra mirada.
25. No siempre ha sido así, por supuesto. Por ejemplo, durante el Renacimiento la
confianza en el mundo visual se vio socavada por el descubrimiento de que el mundo
estaba compuesto por más cosas de las que podían ser vistas a simple vista.
Consecuencia directa de inventos como el microscopio y el telescopio. A partir de
entonces, se empezó a dar más importancia, por lo tanto, a las ideas abstractas (ver
Manuel Martín Serrano, La mediación social, Madrid, Akal Editor, 1977, págs. 12-13).
Evidentemente, este tipo de interpretaciones son siempre un tanto reduccionistas -como
lo son las mías-, pero creo que conservan un buen grado de utilidad por cuanto ponen de
relieve fenómenos que, si bien no son absolutos, forman parte importante de los
mecanismos de determinado paradigma. Nos encontramos ahora con una vuelta a la
preponderancia de la visión y a un abandono consecuente de las ideas abstractas -de la
teoría-, y el fenómeno se produce precisamente porque las máquinas -que en su
primitivismo instrumental minaron la confianza visual del Renacimiento-, nos
devuelven ahora la mirada absoluta. Ellas, o su producto, la imagen, son la garantía de
que todo cuanto es se puede ver, o mejor dicho, que sólo existe aquello que puede verse.
26. Cuentan que Ronald Reagan, el día antes de la cumbre económica de jefes de estado
que se celebró en Williamsburg en 1983, prefirió ver Sonrisas y lágrimas por televisión
que leer el informe de los temas a tratar el día siguiente, que con tanto cuidado había
preparado James Baker. Esta anécdota muestra cómo funcionaba la mente de Reagan,
que puede considerarse como el prototipo de la mente contemporánea -por lo menos, la
norteamericana. Parece que el presidente recordaba mucho mejor las películas que los
hechos reales -y tendía además a confundir la fuente de sus recuerdos. Cuando William
Clark fue nombrado consejero de seguridad nacional, descubrió que Reagan no sabía
prácticamente nada de lo que sucedía en el mundo y trató de remediarlo mediante
sesiones intensivas de películas. Asimismo, William Casey procuraba que la CIA
confeccionara peliculitas de tipo amateur que dramatizaran para el presidente las
historias personales de los líderes extranjeros (Garry Wills, '"fhe Man Who Wasn't
Theré', The New York Review of Books, vol. XXXVIII, núm 11, 13/6/91, pág. 3). No
es de extrañar que a la larga, Ronald Reagan confundiera su actuación durante la
Segunda Guerra Mundial prácticamente nula- con escenas de películas que había visto o
había protagonizado y que lo relatara como anécdotas personales.
27. De lo que se deduce que un acontecimiento histórico de cierta importancia puede
tener un extensión de vida, en cuanto a memoria afectiva, de no más de tres
generaciones. Después se convierte en saber aprendido, inerte. La primera generación lo
vive, la segunda lo conoce como relato directo, la tercera lo experimenta como rechazo
a la tradición. A partir de entonces, deja de ser recuerdo -memoria- y se convierte en
historia -en relato escrito, en literatura.
28. Encontramos un ejemplo muy claro de todo lo antedicho en la película Canciones
para después de una guerra, de Basilio M. Patino. La visión de la película pone en
evidencia que Patino no está refiriéndose, cuando organiza las imágenes y los sonidos
documentales de la Guerra Civil, a la realidad histórica de esa guerra -como podrían
hacerlo películas del tipo Tierra de España, de Ives-, sino a nuestros recuerdos de la
misma. La película se convierte pues en una radiografía de nuestras memorias -las
diferentes memorias pertenecientes a espectadores diversamente relacionados con el
acontecimiento-. Al espectador extranjero, la película le produce una extraordinaria
sensación de carácter casi onírico -tuve ocasión de comprobarlo cuando se proyectó,
hace unos años, en el departamento de cine de San Francisco State University mientras
que al espectador nacional lo llena de desasosiego y confusión. Ambos casos son
respuesta a unas estructuras imaginativas que no siguen ni los cánones de la narrativa ni
los del documental, sino que organizan las imágenes con lo que parece ser un impulso
surrealista, pero que se ejerce sobre porciones de una realidad incuestionable, en la que
todavía hay invertida una gran cantidad de energía afectiva.
29. Freud en un carta a Fliess indica que "no existe en el inconsciente ningún índice de
realidad, de forma que es imposible distinguir la verdad de la ficción investida de
afecto" (Sigmund Freud, Nacimiento del Psicoanálisis). El paralelismo que puede
establecerse entre esta afirmación sobre el inconsciente y la descripción de nuestra
realidad compuesta por imágenes constituye una prueba más de que el inconsciente se
ha externalizado, matererializado, y que nuestra realidad sigue ahora las reglas del
antiguo inconsciente interno.
30. Declaración efectuada en la Historia del Vídeo, la. parte, TVE S.A., 1990.
31. Susan Sontag, ed., Roland Barthes Reader, Nueva York, Hill and Wang, 1982, (pág.
18). 32. La lucha libre ha regresado a España a través de Tele 5, cuyos programas
permiten contemplar los mismos héroes que hacen furor en los Estados Unidos, donde
es un espectáculo realmente masivo. La postmodernidad nos devuelve electrónicamente
los espectáculos de la premodernidad. En los años cincuenta Tarrés hacía furor en
nuestros suburbios del que lo barrieron los aires progresistas del modernismo. La
sociedad futurista por antonomasia nos devuelve ahora el fruto de nuestra nostalgia,
servido en bandeja de plata.
33. Todo el star system sería una muestra exagerada de este vampirismo que los actores
harían de sus personajes, pero en cualquier caso es evidente que cuando un actor,
aunque no esté tan endiosado como las antiguas estrellas de Hollywood, representa con
éxito un personaje, incluso un personaje de gran altura, en la mente del espectador, el
personaje en cuestión se reviste por mucho tiempo de las características del actor, o
actriz, que lo ha representado. Esto no contradice en absoluto el hecho de que, en el
terreno de la diégesis de la película, el actor como persona desaparezca tras el personaje.
34. Quiero dejar claro que no me estoy refiriendo a la simple colocación de los
personajes, al hecho de que junten sus cabezas y pretendan expresar una cierta furia.
Esta estructura, como ya he dicho, tiene unos antecedentes un poco más amplios que
incluyen, como también he apuntado, la imagen del gladiador, una cierta idea popular
de la antigua Roma, de la violencia de sus espectáculos -y por ello, de la
espectacularidad de la violencia-, todo lo cual podría entroncarse, a través de lo
mencionado anteriormente, con el fútbol americano, etc.
35. El País, 1/3/91.
36. Su realismo es desde luego discutible y no tan sólo desde un punto de vista
epistemológico, puesto que después de terminada la guerra del Golfo, hemos sabido que
muchas de las imágenes que se nos mostraron -el célebre cormorán lleno de petróleo,
los soldados iraquíes besando la mano de soldados americanos, etc.- eran falsas, como
tantas otras declaraciones que sin ser imágenes, también apelaban directamente a
nuestra imaginación.
37. El País, 16/2/91.
38. Título de un programa producido por la PBS (Public Broadcasting System:
televisión pública de los Estados Unidos) en el que se relacionaba la subversión de la
democracia ocurrida durante el Irangate con otros episodios parecidos de la historia
reciente del país.
39. En este caso, sí parece existir una voluntad expresa de manipulación, pero ello no
convierte el montaje en los resultados de una simple campaña publicitaria. Como he
indicado antes, aunque existe la manipulación, ésta se ejerce, a través de la imagen,
sobre la realidad; no se trata de un texto que interprete esa imagen de la realidad
paralelamente a su declaración visual, es decir, que tergiverse la realidad desde su
propio nivel textual. Tampoco se trata de una obvia reorganización de esta realidad
como ocurre en los anuncios publicitarios, donde la realidad se convierte en un
referente. Aquí nos encontramos con que la misma realidad ha sido físicamente
tergiversada sin apelación posible. Ello hace que la existencia de la manipulación sea
algo que quede en segundo plano, puesto que, al contrario de lo que sucede en la
publicidad, en ningún momento se le ofrece al consumidor de las imágenes la
posibilidad de que las descodifique. Un anuncio publicitario promociona su propia
descodificación-que se ejerce, por supuesto, sin el control de los consumidores-, en
cambio, el pensamiento alegórico la impide. El anuncio publicitario interpela al
consumidor, el pensamiento alegórico pretende, en cuanto a estructura, evitar al
espectador: su intención en pasar desapercibido entre el resto de elementos que forman
aquel pedazo de realidad.
40. Estoy jugando conscientemente con los conceptos no siempre sinónimos de natural
y naturalidad, puesto que ambos forman parte del fenómeno. El pensamiento alegórico,
como todo mecanismo ideológico, trata de hacer pasar por natural lo que no son más
que fabricaciones, ñ´k pero en el caso de la construcción alegórica nos encontramos con
un mecanismo algo más complejo, puesto que parte de hecho de una imagen natural -
que pretende ser natural, pero que desplaza la discusión sobre la posible verdad de esta
naturaleza fuera del ámbito de su manifestación: la foto en la prensa, la imagen en el
telediario se nos presentan como puntos de partida antes de los cuales no parece existir
otra cosa que la naturaleza en bruto. Se nos permite por lo tanto discutir la posible
manipulación ejercida a partir de este punto, por parte del periódico o el canal de
televisión correspondientes, a través quizá de la utilización de la imagen u otro
subterfugio, pero el concepto fundamental de la imagen queda incólume y
convenientemente resguardado-. El mecanismo ideológico tradicional se ejerce pues
sobre una imagen ya ideologizada (alegorizada) a la que se añade por lo tanto una
segunda pose naturalista, y más fácilmente detectable, sobre la primera para cubrir ese
mecanismo.
41. El 20 de julio de 1987, durante las declaraciones del North, la revista Time publicó
una encuesta en la que el 67 por ciento de los encuestados opinaban que el teniente
coronel era un verdadero patriota. Por cierto que el concepto verdadero patriota se ha
convertido también en una figura, en este caso textual, del pensamiento alegórico.
Piénsese, sino, en las palabras de Cossiga referentes a los miembros de la logia P-2 a los
que, en unas imprevistas y escandalosas declaraciones a la prensa italiana, no dudó en
calificar de verdaderos patriotas (El País 24/3/91), sin duda, buscando el eco de la
construcción americana del concepto. En esas declaraciones hizo también una inusitada
alusión a la bandera italiana que, en el contexto de esa nación, no parecen tener sentido,
a menos que se relacionen con el partido que Bush le ha sacado en su propio país al
mismo concepto. Recordemos también la materialización del concepto de patriota que
se efectúa mediante el célebre misil del mismo nombre y del que ya he hablado.
42. Es ilustrativo el caso de Fidel Castro que aparece radiante en una de las portadas,
aparecida antes de que se convirtiera en un enemigo declarado; o la de Breznev, que
rezuma ambigüedad en un momento de acercamiento a la Unión Soviética.
43. En este caso, las imperfecciones eran mínimas, todo hay que decirlo. No nos
encontrábamos ante una cámara vacilante o una imagen desenfocada, sino que todo
entraba dentro de los cánones de una estricta profesionalidad. Lo cierto es que las
carencias se hicieron evidentes más por el suplemento cualitativo que se produjo
durante la presencia de North que por una verdadera deficiencia. También es muy
probable que el mayor cuidado que se puso en las imágenes del teniente coronel fuera
debido simplemente a que se esperaba un aumento de la audiencia durante sus
declaraciones y por lo tanto un supuesto equipo suplente de televisión dejó paso al
titular. De todas formas, lo importante es el hecho de que se aplicara, voluntaria o
involuntariamente, sobre la figura de North determinada estética y no otra.
44. No quiero decir que sólo con North se empleara el contrapicado, pero nunca antes se
había hecho de forma sistemática. Así, por ejemplo, durante las declaraciones del
general Secort, a éste la cámara lo tomaba también desde una posición inferior pero su
rostro aparecía claramente de perfil y el conjunto, según los cánones clásicos, estaba
ligeramente desencuadrado. Lo que sí ocurrió durante la actuación del teniente coronel
fue que una serie de elementos de estética visual se dieron cita para componer su
imagen de forma que no había ocurrido en ningún otro momento. Y que estaban
presentes sólo para su beneficio lo prueba el hecho de que la imagen de los miembros
del comité no mejoró durante esas audiencias, y mientras North era claramente
glamourizado, a sus antagonistas de les continuó tratando mediante planos anodinos en
los que su figura nunca llegaba a destacar por entre el abigarramiento que formaban a su
alrededor los otros miembros del tribunal y la serie de objetos que utilizaban
(micrófonos, sillas, libros, etc.).
45. Algo había de verdad en esta visión del congreso, y en el caso de los representantes
republicanos, su identificación con el bando reaganista era bien evidente, pero no era
éste, por supuesto, el tipo de esclarecimiento que se pretendía con la maniobra. La
nueve situación distorsionaba todo el proceso y ponía al país una vez más de espaldas al
verdadero enemigo.
46. Recuérdese que la campaña de Irak se denominó inicialmente Escudo del desierto.
47. Y no tan sólo las americanas, entre nosotros, Diego Valor también utilizaba esos
escudos protectores.
48. En España también, evidentemente, pero su utilización no tiene todavía ni punto de
comparación con la de los Estados Unidos. Allí se bombardea sistemáticamente al
presunto elector, sobre todo a través de televisión, con un sinnúmero de encuestas,
desde meses antes de la elección.
49. Tal como están planteadas las cosas, existe una ineludible oposición entre la
democracia y las matemáticas. Si el método estadístico responde a una verdad
fundamental -es decir, si mil ciudadanos pueden llegar a representar a diez millones,
aunque sea sólo a nivel de opinión-, entonces la democracia no es posible. Es cuestión
de elegir: o cada persona un voto o que decida la Gallup de turno con cargo a los
presupuestos del estado.
50. Orwell, ob. cit.
51. Orwell, op. cit, pág. 165. Mi traducción.
52. Serie de 12 capítulos producida a alto coste por Televisión Española, SA. y
retransmitida por La 2 durante la primera mitad de 1991. El programa mostraba la
proverbial incapacidad de los expertos -creadores o artistas- de la imagen por articular
un discurso racional y coherente. En él se confundía de forma pueril continente y
contenido, de manera que la historia del vídeo se convertía en un interminable vídeo-
clip más o menos histórico a través del cual sus productores se esforzaban por eclipsar
con sus propios alardes visuales la virtuosidad de las muestras que pretendían historiar.
El mal parece ser endémico, pues se repetía con idénticas características en una historia
del cómic producida alrededor de esas fechas por la televisión autonómica del País
Vasco. Ambos ejemplos sirven para caracterizar no tan sólo la miseria del pensamiento
visual, sino también para demostrar la poca profundización que en el mismo medio
obtienen aquellos que pretenden dominarlo y ensalzarlo desde dentro, a partir de una
ruptura total con otras tradiciones culturales.
53. Se me ocurre, de pronto, que este entramado de imágenes que se desgrana ante
nuestros ojos recuerda los conciertos barrocos en los que la música adquiere una
urgencia parecida. No sería nada extraño que un análisis semiótico de ese tipo de
organizaciones musicales pudiera arrojar alguna luz sobre los actuales entramados de
imágenes. No digo que sea posible ni conveniente equiparar de forma absoluta música e
imagen, pero puede que detrás de las dos formas, la música del Barroco y la imagen
postmoderna, se puedan encontrar actitudes similares que expliquen resultados
parecidos.
54. 1895-1976, nacido en Yugoslavia. Colaboró en películas tan diversas como Girls
About Town (1931), What Price Hollywood? (1931), Romeo and Juliet (1936), de
George Cuckor; Christopher Strong (1933), de Dorothy Arzner; Viva Villa (1934), de
Jack Conway; Mr. Smith Goes to Washington (1939) y Meet John Doe (1941), de Frank
Capra, etc.
55. Slavo Vorkapich, Towards True Cinema", American Cinematographer, vol. 54, no.
7 (julio de 1973).
56. Quizá una de las escenas de este tipo más famosas sea la de las bicicletas de Butch
Cassidy and the Sundance Kid (1969) de Roy Hill. Estas secuencias músico-visuales
que se hicieron corrientes en las películas de los setenta y que en general merecen
escasa consideración estética, constituyen a la vez una degradación de las estructuras de
Vorkapich y un claro antecedente de los video-clips musicales de la actualidad.
57. Un antiguo antecedente de estas construcciones lo encontramos en las
demostraciones visuales de Robert Fludd (1574-1637), incluidas en su tratado Utriusque
cosmi maioris scillicet et minoris metaphysica, physica atque technica historia. Por
medio de estas construcciones visuales, Fludd trataba no tan sólo de demostrar lo
indemostrable, sino de hacer visible (y por lo tanto real) lo invisible o metafisico. Así en
las figura 60 vemos materializado el misterio de la Santísima Trinidad. De gran
importancia para los encadenados de imágenes de los que estamos hablando son las
ilustraciones, también del citado volumen, que visualizan el Libro del Génesis, en las
que Fludd muestra gráficamente la dialéctica entre luz, oscuridad y el espíritu. Fludd
denominaba a sus imágenes llaves filosóficas y según Robert Westman, hay que
considerarlas "más que ilustraciones, formas de conocer, demostrar y recordar" (Roben
S. Westman, Nature, art, and psyche: Jung, Pauli, and the Kepler-Flude polemic,
artículo incluido en el volumen Occult and Scientific MentaMes in the Renaissance,
editado por Brian Vickers, Cambridge, Cambridge University Press, 1984, -págs. 177-
229-. Existe una versión española publicada por Alianza Editorial). Ejemplos como
éstos ponen en evidencia la necesidad de rehacer la historia de las imágenes, adoptando
no el tradicional punto de vista artístico, sino uno mucho más dinámico que ayude a
esclarecer sus funciones más profundas. Es una tarea que queda pendiente y en la que,
de realizarse, Jung tendrá un papel más preponderante que el que ha desempeñado en el
presente estudio.
58. Para esta problemática en concreto, ver el libro de Frances A. Yates, Giordano
Bruno and the Hermetic Tradition, The University of Chicago Press.
59. Algo parecido sucedió con las imágenes utilizadas por los frailes medievales,
especialmente los dominicos, para recordar sus típicos sermones acerca de los vicios y
las virtudes; que a la larga, esas imágenes quedaron cargadas con las cualidades de los
vicios y virtudes con los que, en la memoria, habían permanecido asiduamente en
contacto. En consecuencia, la imagen adquirió, al final, un valor ético-emotivo de índole
dinámica.
60. Terry Eagleton, Walter Benjamin, or towards a revolutionary criticism, Londres,
Verso, 1985.
61. Lukács, Estética, tomo 4, (pág. 424), Barcelona, Grijalbo, 1965.
62. Que nos llevaría de inmediato a las películas de james Bond.
63. No es mi intención invalidar absolutamente la posibilidad de una lectura semiótica
de la imagen, y menos aún la de los anuncios publicitarios. Precisamente, la semiótica
me parece de una gran validez a este nivel donde pragmatismo y forma se relacionan.
En un caso como el que nos ocupa, por ejemplo, la semiótica nos descubriría el
entramado lingüístico que forman los significados y que han sido hábilmente utilizados
para incitarnos al consumo. Lo cual también quiere decir que acepto lo que parece
obvio, es decir, que la imagen se comporta como signo y lleva una carga de
connotaciones muy determinada. Pero es la existencia de ese otro nivel más profundo lo
que me interesa destacar, un nivel que generalmente pasa desapercibido y en el que la
imagen funciona sin la asistencia de este grado de interpretación semiótica.
64. También es evidente que la semiótica, a pesar de su validez general como crítica de
la imagen, ha servido de promoción de la misma, en el sentido de que ha introducido la
publicidad en las aulas universitarias y le ha conferido un prestigio estético. No eran
éstas sus intenciones, muy al contrario, pero el resultado es indiscutible (y quizá
inevitable): el desenmascaramiento de las técnicas publicitarias, en lugar de producir
una conciencia crítica, ha promocionado una veneración hacia la perfección técnica de
su factura. Como aquella víctima que se congratulaba de la suprema destreza con que su
verdugo le propinaba latigazos... De todas formas, no soy yo el más indicado para tirar
la primera piedra, pues más de una vez he celebrado la belleza y acabado de algún spot.
65. En este sentido, es emblemático el corto Steps (1987), realizado por Zbigniew
Rytzynski tomando como base la escena de las escaleras de Odesa de El acorazado
Potemkin.
66. Ver Super3, emitido por las tardes en la cadena autonómica de Cataluña.
67. ¿No proponía Thomas Bernhard un método de lectura tipo saltamontes, según el
cual se iba de fragmento en fragmento, saltándose lo innecesario? (Nuria Amat,
"Máquinas literarias, cocteleras culturales", La Vanguardia 16/4/91 (suplemento Cultura
y Arte, pág. 2). Es curioso cómo al final la vanguardia extrema se da la mano con el
conservadurismo más ramplón: los pioneros de este tipo de lectura no fueron otros que
la gente del Reader's Digest con sus populares resúmenes de obras literarias, de las que
un equipo de expertos extraía lo innecesario para facilitar la lectura de lectores tan
apresurados o más que los actuales. Añadamos, en favor de Bernhard, que mientras
Reader's Digest proponía su propia e indiscutible lectura, el escritor austríaco propugna
la búsqueda del resumen personal de cada lector.
68. Es exactamente lo que son, si consideramos que, por ejemplo, la temporalidad
fílmica se obtiene a través de una sucesión de imágenes estáticas, proyectadas sobre una
pantalla inmóvil. Quizá sea interesante recordar aquí las ideas de Eisenstein acerca del
espacio del encuadre. Eisenstein indicaba que lo que nuestra vista nos muestra como un
movimiento horizontal -hacia atrás o hacia adelante- en la pantalla, es de hecho un
movimiento vertical -hacia arriba o hacia abajo-. O dicho más claramente, aquello que
nosotros percibimos como un movimiento en profundidad dentro de las coordenadas de
un mundo de tres dimensiones, constituye en realidad un movimiento superficial que se
efectúa en un universo de dos dimensiones. La ilusión de desplazamiento espacio-
temporal del primer caso enmascaraba la realidad puramente espacial, formal, del
segundo. En la actualidad, esta estructura o realidad subyacente ha accedido a la
superficie.
69. Erwin Panofsky, El significado de las artes visuales, Madrid, Alianza Editorial,
1987, (pág. 172).
70. Si bien muchos emblemas intencionalmente sólo ilustran una máxima filosófica, la
verdad es que su estructura adquiere forma alegórica. La diferencia podría estribar en
que el emblema como estructura completa (imagen-texto) ilustra un pensamiento ajeno
a su medio visual, mientras que la alegoría, por el contrario, constituye ella misma el
pensamiento, superponiéndose y sustituyendo a cualquier otro.
71. Falta de inventiva de la que Briam de Palma y sus pastiches de Hitchcock
constituirían el gesto más emblemático, pero sin olvidar otros sucesos como la patética
compra de los derechos de una película de Almodóvar, Átame, que no es más que la
copia de un producto anterior de Wylliam Wyler, The Collector, etc.
72. Los ejemplos son innumerables: desde la copia de comedias francesas que en su
momento no fueron sino intentos descafeinados de duplicar el estilo clásico de
Hollywood (Three Men and a Baby, Cousins) hasta planos desvergonzadamente
calcados, como los de esa escena de la feria que aparece hacia el final de Sleeping with
your Enemy, escena que no parecer tener otra función ni signficado que el que le
confiere el hecho de que en general trata de parecerse a la conclusión de Some Came
Running, de Vincent Minelli. Conocida es por otra parte la incursión que el citado
Bryan de Palma hace al territorio de Eisenstein en su The Untouchables. Y sin ir más
lejos, tenemos la ingenuamente sobrevalorada The Goodfather III donde Coppola no tan
sólo se copia a sí mismo sino al Hitchcock de la segunda versión de The Man Who
Know Too Much. Obsérvese que no estamos ante el típico remake ni ante el homenaje,
sino que se trata de una cita que en lugar de ser conceptual es formal. Determinados
conjuntos estructurales, que a veces pueden constituir películas enteras, son utilizados
simplemente porque su funcionalidad ha sido demostrada en otro contexto. Un
ultimísimo ejemplo lo tenemos en el calco de Chimes of Midnight, de Orson Welles,
que Gus Van Sant realiza en My own Private Idaho.
73. Es difícil diferenciar en una obra de arte entre el acto consciente del artista y lo que
constituye una alegoría inconsciente de su época. Podemos decir que esta última está
siempre presente en una obra de arte y que la mayoría de las veces no tiene nada que ver
con la voluntad del artista -de hecho, la alegoría siempre se sitúa más allá de esta
voluntad; constituye un nivel inalcanzable puesto que no puede iniciarse más que
cuando aquella termina-. Escher presentía sin duda la disolución de la realidad formal,
aunque este presentimiento se escondiera tras lo que pudiera parecer un inicuo interés
por los problemas matemáticos y geométricos. Y en cualquier caso, expresó el proceso
con mayor acierto que otros artistas considerados más revolucionarios -por ejemplo, los
pintores abstractos, que sólo tocaron la superficie del fenómeno-, pero como tal
expresión, su obra es menos interesante que los verdaderos cambios que se producían o
eran reflejados directamente en las cosas: sus obras, como toda obra de arte, eran
fenómenos de segunda mano, pues sólo sobre la realidad puede producirse la alegoría en
primera instancia. Existe un grabado de Escher, sin embargo, que además de contener la
simple representación del fenómeno, parecer formar también parte del mismo (fig. 65).
Este autorretrato al que me refiero, efectuado obviamente como una muestra de
virtuosismo, expresa de forma inadvertida signos de la enfermedad que lo rodea, como
ese heroico doctor que después de luchar contra le epidemia, vuelve a casa sin saber que
él mismo ha sido contaminado. La deformada imagen de la persona -del Yo/otro-,
conectada con la realidad -dentro del grabado- por la mano que se extiende en ambas
direcciones -hacia el reflejo y hacia el verdadero Yo-, supone una perfecta ilustración
del proceso que sitúa al Yo en el espacio hipnótico, mediante su sutura entre imágenes
contrastadas.
74. No estoy hablando de influencia en el sentido estricto, ya que no me he dedicado a
rastrear el posible orientalismo de las imágenes contemporáneas hasta un supuesto
origen realmente Oriental. De todas formas, teniendo en cuenta que las primeras
manifestaciones de la moda contemporánea del orientalismo se pueden remontar al
Herman Hesse de Demian (1919) y Siddharta (1922) -sin olvidar indicios más lughbrow
como puede ser la influencia oriental que hay en The Cantos (1930-1969) de Ezra
Pound y en The Waste Land (1922) de T. S. Eliot-, y que el proyecto estético de
Eisenstein, voluntariamente referido a influencias orientales, es más o menos de la
misma época, la hipótesis no parece del todo descabellada. En cualquier caso, prefiero
ceñirme, aunque provisionalmente, a un posible desarrollo paralelo en el cual la
influencia sería mutua, es decir, del tipo (Oriente + capitalismo = X) y (capitalismo + X
= Oriente), metáfora matemática en la que los signos más y menos sólo tienen una
función ornamental.
75. Estoy hablando de Oriente de una forma muy general, precisamente porque se trata
más de una imagen que no de una realidad que incluye múltiples culturas y países. En
España este conjunto tremendamente rico y diferenciado recibe el más amplio de los
desprecios. Recordemos que aquí, de la India para arriba, todo el mundo recibe el
apelativo de chino.
76. Noél Burch, The Distant Observer, Berkeley, University of California Press, 1979.
77. Algunos grabados de Escher constituirían a la vez la representación formal de este
concepto y la posibilidad de experimentarlo mecánicamente.
78. Se trata evidentemente de productos de consumo muy local, y aunque se puedan
exportar a determinados sectores, como algunas comunidades orientales de cierta
importancia de los Estados Unidos, no es de esperar ningún boom entre nosotros,
aunque cierta tendencia de algunas cadenas privadas pueda hacer temer últimamente lo
contrario (me refiero concretamente a Antena 3).
79. 'Threads Through the Labyrinth: Hong-Kong movies", Sight and Sound, vol. 43, no.
3 (verano 1974).
80. Una exacta filmografia de este tipo de películas es dificil, por no decir imposible, de
trazar, tanto por su escasa difusión en Occidente como debido a las particularidades de
su curiosa distribución, pues como indican los autores del citado artículo de Sight and
Sound, no hay dos países que consigan ver nunca los mismos títulos. Me he basado,
pues, en media docena de nunca completas experiencias arrancadas tanto a oscuros
canales étnicos de San Francisco como a la no menos pintoresca Antena 3 de estos
pagos. Un film en concreto, The Warriors From the Magic Mountain, mucho más
característico que los subproductos de Antena 3, me ha sido posible analizar más
detenidamente por medio del vídeo.
81. No estaría de más efectuar un estudio psicoanalítico de esta fascinación y equiparar
la varita a un símbolo fálico. En una de las últimas películas de la corporación Walt
Disney, La sirenita, se hace un variado uso de ese poder almacenado en un palo -en este
caso un tridente- y de la lucha por su posesión entre el padre y una bruja perversa que si
no pretende ser la verdadera imagen de una madre castrante que venga Dios y lo vea.
Pero mejor lo dejamos para otra ocasión...
82. En muchos casos, el mago no utiliza varita, sino tan sólo las manos. El mago
moderno se vale siempre de las manos, convirtiendo la varita en elemento folklórico
83. Por lo menos en las películas, la relación entre armas de fuego y pene es
indiscutible. Los revólveres de los pistoleros, colgados de una funda a la altura de la
entrepierna, esos rifles que Swartzenegger gusta de sacar de debajo de una gabardina
(Kindergarden Cop) como si fuera un exhibicionista (que lo es), todo recuerda
evidentemente al falo, así como la descarga, el disparo, nos lleva directamente a pensar
en una cada vez más poderosa eyaculación. No es de extrañar por lo tanto que
últimamente se acostumbre a equipar el sexo con la muerte. En todo caso quizá no
resulte ocioso remitirse a la siempre perspicaz Mae West que una vez, viendo un bulto
en el bolsillo de un colega, le preguntó si aquello era un arma o es que se había puesto
contento de verla...
84. No podemos olvidar ni el erotismo de la mirada -caídas de ojos, guiños, etc- ni su
poder destructivo -el mal de ojo, hay miradas que matan, etc.
85. Lethal Weapon (1987) es el título de una película americana de gran éxito. Esta
arma letal es de hecho un policía: su cuerpo es el arma destructiva.
86. En estos momentos, Japón es el líder mundial en la producción y consumo de este
medio, aunque sus cuotas de exportación, excepto en el caso de los dibujos animados
para televisión, no reflejen este nivel.
87. Thierry Groensteen, L'Univers des Mangas, Bélgica, Casterman S.A., 1991.
88. Esto no quiere decir que no se dé parecido dinamismo en cómics occidentales. La
verdad es que en los últimos años, la estrategia del análisis y la síntesis del espacio han
evolucionado considerablemente en el cómic occidental, pero éste sigue apoyándose
mucho más que el oriental en el texto, y cuando lo abandona, es para convertirse en
abstracto, para retraerse absolutamente del naturalismo.
89. Un caso extremo podría ser el Príncipe Valiente, de Foster, tan cercano por ello
mismo a la típica ilustración de un texto.
90. Groensteen, ob, cit., pág. 43.
91. Nos encontramos, pues, ante dos típicas concepciones de la narración, una, la
japonesa, que prima la revelación de los elementos constitutivos de la misma, y otra, la
occidental, que tiende a enmascararlos. Desde este punto de vista, los dibujos animados
del tipo Harma Barbera constituyen un verdadero empobrecimiento del modelo estético
que propugnan, puesto que tratan de aparentar la misma transparencia, la misma
continuidad y fluidez que sus homónimos de la escuela de Disney, pero con medios y
ambiciones mucho menores. Por el contrario, los dibujos animados japoneses suponen
un tipo distinto de estética, que se basa en la promoción del proceso de fragmentación
que se halla en la base del lenguaje contemporáneo de la imagen, por lo que se sitúan no
en los últimos peldaños de un arte en decadencia -caso Hanna Barbera y similares-, sino
en la vanguardia relativa de una forma de expresión en plena pujanza.
92. De nuevo, estoy generalizando de forma escandalosa. Todos sabemos que Will
Eisner es uno de los dibujantes que más enérgicamente organiza sus viñetas. De todas
formas, y teniendo en cuenta que sus frontispicios son caso aparte, creo que esto lo sitúa
en el límite del paradigma, lo convierte quizá en el más japonés de los dibujantes
occidentales, junto al Dave Sim de Cerberus (fig. 71), pero que no lo hace traspasar la
barrera. En cualquier caso, esta es una discusión a continuar en otro momento; por ahora
sólo me interesa destacar la existencia de formas diversas de organización de las
viñetas.
93. Un ejemplo concreto de estas meta-estructuras lo tenemos en lo ocurrido en la
cadena 2 de Televisión Española (Barcelona). Se iniciaba un nuevo programa
denominado Camaleón -un curioso nombre, equivalente al de transformador-, cuando de
pronto se interrumpió la emisión para dar paso a un avance informativo en el que el
locutor habitual del telediario, lleno de nerviosismo, dio una noticia de última hora que
hablaba de un golpe de estado en la URSS y del probable asesinato del líder soviético
Mikahel Gorvachov, esto ocurría, recordémoslo, antes del fallido y real golpe de estado.
La noticia fue ampliada con confusas imágenes de archivo de las calles de Moscú, del
parlamento soviético y con conexiones a diversos corresponsales. No faltaron las, desde
la guerra del Golfo, emblemáticas imágenes de la cadena norteamericana CNN. Al final,
se reveló que todo era un montaje que formaba parte de la presentación del inaugurado
programa y que pretendía demostrar la capacidad de manipulación que posee el medio
televisivo. El resultado, como en el conocido caso del programa radiofónico de Orson
Welles, fue un escándalo; no hubo suicidios, pero si protestas oficiales y particulares y
un cierto movimiento de pánico entre otros medios informativos, incapaces de cotejar,
durante los minutos iniciales, la noticia con sus propias fuentes informativas. Lo cierto
es que, prácticamente la totalidad de los espectadores, expertos incluidos, se tragaron la
noticia. Se puede hablar, como se hizo en el caso de Welles, de un cierto estado de
sensibilización general con respecto a una determinada situación internacional: en el
caso de Orson Welles, la inminencia de una guerra mundial; en el de TVE, el conocido
caos social y político que atraviesa la Unión Soviética, pero lo cierto es que lo que
fomentó la credibilidad general fue, más que la verosimilitud de la noticia en sí, la
estructura que la englobó y a través de la que fue presentada al público. Fue la perfecta
simulación de un telediario -con el locutor habitual incluido- lo que hizo que la noticia
fuera creíble hasta el punto de que nadie reparó en que el logo de la CNN era en
realidad CMM, ni nadie hizo caso del hecho de que ningún otro medio informativo
estuviera informando sobre el suceso. Fue pues la estructura, el metalenguaje, lo que dio
verosimilitud al invento: lo que de hecho se lo confiere día tras día. Se trata de un
espléndido ejemplo de la estructura alegórica de la que he estado hablando.
94. Yates, ob. cit., págs. 373-374. Mi traducción del inglés.
95. Me remito directamente a un artículo de Maruja Torres, publicado en El País del
10/4/91 bajo el título de 'Xolera". En él, entre otras cosas, se dice: 'A, este cochino
mundo pertenecen los kurdos abandonados a su desgracia, los iraquíes que heredan un
país destruido y un dictador intacto, los mármoles del palacio del emir de Kuwait, mi
computadora portátil, el cólera que va a arrasar a los hambrientos de América (...), la
inyección de colágeno que le ha ahuecado la cara al presidente Menem y el ex
torturador Bussi y el cantante Palito Ortega, que compiten por el cargo de gobernador
en la provincia de Tucumán, la más depauperada de Argentina"
96. Naturales dentro de un determinado paradigma sociolingüístico.
97. Desde el inevitable Philip K. Dick de Do Android Dream Electric Sheps? y We Can
Build You hasta el William Gibson de Neuromancer. El mito de todas fomas viene de
más antiguo, del Frankenstein de Mary Shelley, pasando por la pelicula de Fritz Lang,
Metrópolis.
98. Un neologismo construido a partir de la palabra deception, es decir, decepción o
desengaño: algo que no es lo que se esperaba. El nombre sin embargo no puede
contener el sentido negativo que posee el término original, puesto que el juguete es
agresivo y por lo tanto extrovertido; pero tampoco lo pierde del todo, antes al contrario,
la negatividad se transforma en perversión. El nombre decepticon contiene un cambio
de punto vista, de la decepción como algo pasivo, que se sufre, se pasa a una acción.
Con ello, decepcionar se convierte en acción perversamente positiva.
99. El País, 22/1/90.
100. Recuerdo que un amigo mío acostumbraba a decir que los diputados eran todos
muy feos, de lo que sacaba la conclusión de que la política modela el rostro hasta
afearlo. ¿No se dice que a los cuarenta años todo el mundo tiene el rostro que se
merece?
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Lista de figuras
1. La imaginación según Hobbes
2. Sueños románticos
3. Time Magazine: "La máquina del año''
4. Gráfico de USToday
4a. Gráfico de USToday
5. Frantisek Drtikol: Nude y Music and Dance
5a. Gertrud Kaesebier: El esbozo
6. Objetos convertidos en imagen
7. Winsor McCay: Publicidad en el Metro
8. Winsor McCay: Sermones sobre papel
9. Vogel: El regador
10. R.F. Outcault: El callejón de Hogan
11. Lothar Meggendorfer: Intermedio
12. Caran d'Ache: El error del trampero de Arkansas
13. Wilhem Busch: La mosca
14. El viajero o los zancudos (caricatura de la época de la Revolución Francesa)
15. Will Eisner: The Spirit
16. Herblock: Para aquellos que llegaron tarde
17. Free Kuwait I, II y 111
17a. Free Kuwait I, II y III
17b. Free Kuwait I, II y III
18. Winsor McCay: Little Nemo in Slumberland
19. George Herriman: Krazy Kat
20. Printer's Ink Monthly (Abril 1928)
21. Ladie's Home Joumal (1926)
22. Oikumene
23. Paul Citroen: Metropolis (1923)
24. Raoul Hausmann: Tatlin at Home (1920)
25. Anuncio de Nikon
26. Versión de varios fotogramas de la película de Abraham Zapruder
27. Los fotógrafos de Dealey Plaza el 11/22/63
28. Columbia Exposition, Chicago 1893
29. Stanford Shopping Center (exterior)
30. Stanford Shopping Center (interior)
31. Mural de John Pugh (vista general)
31a. Mural de John Pugh (vista general)
31b Mural de John Pugh (la balconada)
31c. Mural de John Pugh (las sombras pintadas)
31d. Mural de John Pugh (la grieta en la pared)
31e. Mural de John Pugh (la grieta en la pared)
32. Ilustración de Frank R. Paul
32a. Ilustración de Frank R. Paul
33. Mural berlinés
34. Anuncio del perfume Christian Lacroix
35. Anuncio de Hero
36. Anuncio de Cambio 16
36a. Anuncio de Cambio 16
36b. Anuncio de Cambio 16
36c. Anuncio de Cambio 16
36d. Anuncio de Cambio 16
37. Iconografia de Ripa
37a. Iconografia de Ripa
38. Monstruo cósmico
39. Arcimboldo Verano
39a. Arcimboldo Agua
40. La ciudad como forma simbólica
41. IIustración de La enciclopedia
42. Emblema de Alciato
43. Revista Image
44. Revista Estilo
45. Carl Blechen: Bañistas sorprendidas en el parque Temi
46. Ho1bein: Los embajadores
47. August Sander: Maestro Confitero
47a. Otto Dix: Dr. Mayer-Hermann
48. The War
49. Resistencia kuwaití
50. Patriot Bush
51. Portadas de la revista Time
52. Oliver North en el Time del 13 de julio
52a. Oliver North en el Time del 20 de julio
53. El Tío Sam
54. James Steward en Mr Smith Goes to Washington
55. La Guerra del Golfo en la Prensa (El País 22 de febrero de 1991)
56. La Guerra del Golfo en la televisión (World News Report)
56a. La Guerra del Golfo en la televisión (World News Report)
57. " Un vistazo a las estadísticas que modelan nuestra vidas''
58. Robert Fludd: Demostración
59. Camel como alegoría
60. Cartel de cine como alegoría
61. Ilustración para Titus Andronicus, de Shakespeare
62. T. Johannot: Chansons de Berenger
63. Postal alemana: Vuelta a casa
64. Escher: Metamórfosis
65. Escher: Mano con globo reflectante
66. Transformers
67. Transformation I
67a. Transformation II
67b. Transformation III
68. Masayo Miyagawa: composición a nivel de página
68a. Minako Uchida: composición a nivel de página
69. Wolfrnan and Pérez: History of the Universe
70. Will Eisner: Spirit
71. Aardvark-Vanaheim: Cerberus
72. Juego de la escalera
73. Interviu: Kuwait liberado
74. Fotomontaje
75. Veerkamp: Make-up For Beginners: Elvis-Brigitte
75a. Veerkamp: Reagan-Madona
75b. Veerkamp: Another Man in the Mirror
76. Máscaras barrocas
77. Cubierta libro infantil mediados siglo XIX.
77a. Cubierta libro infantil mediados siglo XIX .
78. Escher: Sol y Luna
79. La hamburguesa y su complementario
79a. La hamburguesa y su complementario
80. La bebida y su complementario
80a. La bebida y su complementario
81. Las patatas fritas y su complementario
81a. Las patatas fritas y su complementario