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Galuppo Alives, Gustavo

Después de Godard : la legitimidad de lo incierto /


Gustavo Galuppo Alives. - 1a ed. - Rosario : Ciudad
Gótica, 2022.
116 p. ; 20 x 13 cm. - (Estación Cine / Sergio Luis Fuster ;
Filosofía y Cine Nº 1 ; 29)

ISBN 978-987-597-485-2

1. Cine Contemporáneo. I. Título.


CDD 791.4301

Por el decreto Nº 29033 del Concejo Municipal de


Rosario se declara de Interés Municipal la Colección
de libros «Estación Cine», editada por Ciudad Gótica
y dirigida por Sergio Luis Fuster.

Una producción de ESTACIÓN CINE

estacioncine@hotmail.com

Corrección: Sergio Ariel Montanari

CGEditorial
Mendoza 1184 / Of. 2 / 2000 Rosario / Santa Fe
Cel. 341 6096738 - 341 2112100
www.cgeditorial.com.ar

Primera edición: febrero, 2022

Prohibida la reproducción total o parcial


por cualquier medio visual, gráfico o sonoro
sin la expresa autorización de los autores y/o editores.
Gustavo Galuppo Alives

Después de
Godard
La legitimidad de lo incierto

COLECCIÓN
ESTACIÓN CINE Nº 29
Serie Filosofía y Cine Nº 1
Dirige Sergio Luis Fuster
Con amor y admiración,
a mi padre y a su memoria (1940-2021),
a mi madre y a su fortaleza,
a mis hijas y a su luz,
a Carolina Rimini y a su integridad,
a las antiguas y a su verdad olvidada,
faros insospechados en este arduo
ejercicio de existir.
7

Agradecimientos

No podría dejar de mencionar, a modo de apertura,


la enorme gratitud con quien fue el artífice de que
este libro desatinado exista como tal. Se trata, clara-
mente, de Sergio Fuster, responsable de esta colec-
ción que tiene obstinadamente al cine como eje; una
de esas personas que ya no resultan fáciles de encon-
trar, de esas que apuestan por un proyecto y se juegan
todo en él, con una pasión y una generosidad ya poco
frecuentes. Gratitud entonces con Sergio, un amigo de
años, por cierto, con comienzos compartidos en los ya
lejanos 90. De modo similar, cabe agradecer a Sergio
Gioacchini, quien sostiene este proyecto editorial
desde hace tiempo apostando también por lo local,
por lo diverso, y por lo no estrictamente legitimado
por la cultura oficial, una actitud siempre elogiable
y fecunda.
Me cabe, nobleza obliga, también agradecer a quie-
nes participaron de los cursos virtuales pandémicos
que fueron el origen de estos escritos (en principio,
apuntes). Gracias a todxs por el apoyo, algunxs (muy)
conocidxs, otrxs no tanto, y otrxs simplemente des-
conocidxs. Da igual, estas participaciones sosteni-
das en un tiempo aciago fueron el germen y el
estímulo para que esto suceda de esta forma, ahora,
en un libro.
Finalmente, el más especial agradecimiento a Ca-
rolina Rimini, por todo lo compartido en nuestra in-
tensa «lucha amorosa» de años: el conocimiento, las
ideas, los libros, las películas, el compromiso, el tra-
8

bajo, la vida, y la posibilidad de otro mundo en co-


mún que, aunque difícil, se presenta (aún) como po-
sible.
Con mucha gratitud, a todxs ustedes. Ojalá, alguna
vez, pueda estar a la altura de esa entrega.
«La última mañana es todavía una mañana
previa y el último film todavía es un film más.
El círculo cerrado está siempre abierto».

Jacques Rancière,
«Béla Tarr. Después del final»
11

A modo de presentación

Si bien la coyuntura global de la pandemia aquí


no se menciona, todo esto ha sido escrito en las cir-
cunstancias de aislamiento dadas en tal situación. Los
tres ensayos que componen este libro, incluso, fue-
ron en sus orígenes los apuntes provisorios de cursos
virtuales dictados durante ese período. Los vertigi-
nosos cambios en los modos de habitar el mundo
exigieron, en este impensado caso, hacer y pensar
las cosas de otras formas inéditas, inventando y rein-
ventándose rápidamente y sobre la marcha, entre caí-
das y tropiezos, pero siempre con vistas a los posibles
porvenires proyectados desde la espera y en la incer-
tidumbre...
De ahí, seguramente, sea que las figuras sobre las
que aquí se insiste con cierta tenacidad sean las de
las ruinas y el desastre. Pero siempre, e indefectible-
mente, tomadas como una pura superficie de consis-
tencia desde la cual pensar en lo que aún es posible
prometer y prometerse. Los deshechos, las ruinas, los
escombros, todo lo que los desastres que el mundo
contemporáneo va dejando a su paso no son sino,
aquí, los elementos desde los cuales se hace indis-
pensable proyectar el horizonte de una justeza por
venir. Y allí el cine, como promesa, está (o debería
estar) para decir que siempre es posible; que aún, y a
pesar de todo, es posible (pensar) otro mundo. Que
ni los más grandes desastres ni las más feroces ca-
tástrofes pueden detener el pensamiento ni anular la
esperanza, y que a partir de las ruinas es aún posible
12

proyectar la belleza de otros futuros no pautados en


la miserable administración capitalista.
De eso, quizás, intenta «hablar», con dificultad e
incerteza, Después de Godard.

Hay otra cosa que vale aclarar. Muchas veces, la


base de las ideas aquí propuestas se menciona. Auto-
res y autoras como Michel Foucault, Giorgio Agam-
ben, Chantal Maillard, Alain Badiou, Judith Butler,
entre otros y otras, visitan repetidamente estos tex-
tos, los marcan o los posibilitan. Pero también, segu-
ramente, hay otros nombres que se inscriben
profundamente, pero sin mencionarse, porque tal vez,
de tan absorbidas sus ideas, de tan familiares, han
pasado ya a reconocerse, feliz y discutiblemente,
como propias. Disculpas entonces por las omisiones
y las tergiversaciones no declaradas o no vistas. Y
sin olvidar aquí, tampoco, la injerencia decisiva de
quienes en su sabiduría y en afectuosa cercanía vie-
nen configurando desde hace tiempo la posibilidad
de estos derroteros personales: Carolina Rimini, Her-
nán Khourián, Andrés Denegri y Juan Aguzzi. Para
ellxs y por ellxs, entonces, la humilde atribución asu-
mida en estos textos.
Índice

1. Herencia 15

2. Ruina 61

3. Acceso 87
1

Herencia
17

Heredar la herencia de los herederos. Todo es he-


rencia. Incluso aquello que no nos estaba destinado.
Lo que otrxs heredaron, es decir, eso que selecciona-
ron, descartaron, arruinaron, rehicieron, cedieron, de-
jaron, y que, de algún modo, nos alcanzó y nos
conformó, a pesar de nuestras vanidades. La heren-
cia es una carga pesada que debe alivianarse en la
selección y en la destrucción, desechando, transfor-
mando, (re) creando. Una minuciosa tarea dedicada
a la sustracción y a la reinvención. La herencia rein-
ventada es la superficie de consistencia de lo por
venir, de lo que resta por hacer desde un pasado al
que no se puede resignar. Jean-Luc Godard, en ese
sentido, fue el heredero (unx de ellxs) de una gran
tradición cinematográfica, y después, hoy, es el gran
testador que ha sabido asumir su rol (o sus roles, he-
redero y testador). La tarea, por tanto, es recoger lo
que queda: la ruina, los pertrechos, lo que deja en el
camino como pura posibilidad de otro inicio. Reco-
ger cada imagen y cada palabra como si fuesen un
reservorio de todo lo que no se hizo pero que aún es
posible hacer, o que mañana será posible hacer.
Si la obra de Jean Luc Godard tiene un enorme
valor más allá de su histórica legitimación institucio-
nal, es por el hecho de trabajar la imagen hasta con-
vertirla en el fondo vacío de lo que resta por pensar y
por hacer (lo siempre por venir). Una perspectiva fe-
cunda que reposa sobre las ruinas acumuladas, en el
cine, por la Historia. Aunque también a la inversa: esas
18 Despues de Godard / Herencia

ruinas depositadas en la Historia por el cine. Por eso


aquí no se trata, bajo ningún punto de vista, de revi-
sar nuevamente su obra (labor ya hecha hasta el har-
tazgo); sino de trazar, desde la generosa disponibilidad
en la que JLG suspende al cine, las coordenadas posi-
bles de lo que deja en suspenso como punto de partida
para pensar y proyectar otras imágenes singulares y
situadas. Contra Godard mismo, incluso. Olvidándo-
se de él. A pesar suyo, también.
Esos puntos que pueden trazar un mapa abierto
de su obra son: lo indecidible, el acontecer y el acon-
tecimiento, la memoria, y la redención. Coordena-
das de un mapa anómalo que no restringe los caminos
en su existencia efectiva y limitada a un tránsito de-
terminado, sino que se convierten en una superficie
lisa y blanca, como una supervivencia del vacío so-
bre el cual siempre es posible recomenzar. Una pura
materia informe otorgada como fondo de consisten-
cia para lo aún no pensado, el cine por venir o el cine
que resta.

Lo indecidible

El hecho de pensar o concebir la imagen en los


términos de un «indecidible» supone ubicarla entre
las distancias de una contradicción que se manten-
drá siempre como tal: suspendida en la ruptura «en-
tre» dos términos inconmensurables, dos términos sin
común medida, dos diferencias irreductibles a un ter-
cero unificador. Ni verdadera ni falsa. Ni buena ni
mala. Ni adecuada ni inadecuada. Apenas sostenida,
la imagen, en la vacilación de su propia indecidibili-
dad. Pero es así que ese indecidible, en su incerteza,
Gustavo Galuppo 19

exhorta por una toma de decisión. Incluso por una


toma de posición y un compromiso, ya que lo así
dado, en su fértil imprecisión, no se deja capturar en
la plenitud de un significado ya sabido, sino que en
cambio eso que se da se ilumina en sus divergencias,
en sus contradicciones y en sus multiplicidades.
Irrumpe la exigencia de crear algo nuevo a partir de
lo precario, de lo inacabado, de lo frágil. De decidir
qué hacer con eso que se escabulle y, alegremente,
nos evita para interrogarnos. Lo exigido entonces es
la toma de posición y el compromiso. Una apuesta
capaz de crear un vínculo efectivo (y afectivo). Hay
que componer las ruinas, hacer el inventario de los
deshechos y construir algo nuevo. Con relación a la
imagen, se trata, por tanto, de una operación sustrac-
tiva, de una quita o de una negación de su poder so-
bre determinante. La imagen contradictoria,
sobreexpuesta como indecidible, no tiene ya autori-
dad sobre las cosas porque es incapaz de determinar-
las en un aspecto unívoco. Una imagen tal ha recusado
la posibilidad de capturarlas arbitrariamente en la ple-
nitud de un significado siempre «ya-dicho». Esta ima-
gen no remite a conceptos previos que vendrían a
plegarse sobre las cosas para someterlas a su ruina
intacta como escombro, sino que se pliega a esas co-
sas en su puro «acontecer» como reservorio y super-
vivencia. Las toma en su «decir» (en su
«estar-diciendo»), que nunca es determinable como
lo siempre «ya-dicho», porque justamente es lo que
está sucediendo, ahora, así, en el momento mismo y
pasajero de su suceder siempre cambiante. En cada
instante, todo puede tener lugar. Todo convive. To-
dos los tiempos se condensan, cifran sus fuerzas. Cada
instante es el punto de paso de un tejido infinito de
20 Despues de Godard / Herencia

remisiones. Todo está por hacerse mientras se hace:


la forma es el condicional. Así la «verdad», en (o de)
la imagen indecidible, no se relaciona con la confir-
mación de un saber previo legitimado institucional-
mente. En realidad, en gran medida, se opone a ese
tipo de saber: lo desarma, lo desestabiliza, lo pone
en entredicho. Deja un espacio abierto para la captu-
ra de una verdad impensada en (o desde) lo múltiple.
Incluso para la creación de una verdad nueva. Captu-
ra y creación vueltas el mismo gesto. Frente a lo in-
decidible hay que apostar para componer algo nuevo
desde lo múltiple, mantenido en sus diferencias cons-
titutivas. Por eso allí, de ninguna manera se trataría
de someter un punto de la contradicción iluminada
al rango jerarquizado del otro punto. De ahí que la
decisión exhortada por lo indecidible sea una deci-
sión algo anómala, como la síntesis «no sintética»
que de ella derivaría. No se trata de decidir sobre
uno de los términos para descalificar al otro. Tampo-
co se trata de una síntesis dialéctica: no se trata de
llegar a un tercer y nuevo término luego, también,
determinante. Se trata, por el contrario, de habitar en
suspenso esa diferencia y conservarla en la verdad
misma de lo diverso ya componible. Se trata enton-
ces de mantenerla en su estricta indecidibilidad. La
decisión que reconoce a lo indecidible es un com-
promiso con la composición de algo inédito desde
las contradicciones, conservando las diferencias en
la multiplicidad.
Ya en el Poema de la Naturaleza de Parménides,
una poética piedra basal del pensamiento de Occi-
dente, el imperativo resulta, en su evidencia, categó-
rico: lo que es, es; y lo que no es, no es. No hay lugar
para la contradicción. Es (tal o cual cosa) o no es
Gustavo Galuppo 21

(nada). No hay allí espacio para la decisión. Hay en


cambio una voz de mando que exhorta por tomar el
único camino correcto, bueno y verdadero: el cami-
no de lo que «es». Incluso allí, pensar y ser, serían la
misma cosa. El Nous (intelecto) se identifica con el
Ser. Hay una identidad originaria que posibilita el
desocultamiento de la verdad (aletheia) de la natu-
raleza por medio de la razón humana. La idea del Ser
establece una jerarquía distribuida entre dos lugares
huecos (¿qué es lo que es y qué lo que no?). La tarea
será llenar esos espacios. Asignarles un morador es-
table. La necesidad será consentir en una soberanía
que legitime esa acción. Hay algo de ferocidad en el
pensamiento occidental. Una cacería tenaz que se avi-
zora. En Parménides se ilumina esa tensión entre el
sentido y el sonido. Si enuncia un principio racional,
lo hace mediante la forma del poema, forma privile-
giada de remisión a lo sagrado. Aun la poesía es ne-
cesaria para avalar la soberanía de la razón. Aun los
dioses piden ser escuchados en su dictado soberano.
El saber pertenece (por un instante más) a la tradi-
ción de lo sagrado. La humanidad le habla a sus dio-
ses en verso y los evoca en cantos. La sentencia
filosófica exige allí ser «cantada» entre los versos-
imágenes que se sostienen en la devoción por la so-
beranía del linaje divino.
La Diosa Aletheia, aun versificada por Parméni-
des en las oscilaciones del lenguaje, indica el cami-
no verdadero. Pero el Ser es un capricho de los
hombres y no de los dioses. Una irrupción concep-
tual en la música del desorden. Despoetizar el pensa-
miento implica desplazar la sombra de la conjetura,
la incertidumbre de la especulación, la permanencia
inalterable del secreto. La sentencia que determina
22 Despues de Godard / Herencia

una oposición binaria es un muro contra el cual el


pensamiento choca.
En un movimiento de contramarcha, es posible de-
cir que las cosas no «son», sino que «suceden». Es
posible incluso afirmar que las cosas carecen de un
«ser», disponiendo apenas una suerte de manifestar-
se, constantemente y de improviso, «así». Un «así»
siempre provisorio, siempre en fuga, siempre trans-
figurado en la emergencia del instante que condensa
duración. Así, en el «así», sucediendo, en el «suce-
der», el pensamiento se pliega a la multiplicidad de
un mundo siempre en huida. Abandona quizás la ca-
cería como modelo privilegiado del conocimiento
para abocarse, nuevamente, a la recolección. Devie-
ne movimiento incesante incapaz de capturar tal o
cual cosa en un enunciado unívoco. Aquello que acon-
tece, aquello que está-siendo, «así», a cada instante,
supone un permanecer suspendido siempre «entre»
términos diversos. Moviéndose entre ellos, compo-
niéndose en ellos. Afirmándose en la vacilación. Vi-
niendo desde. Yendo hacia. Sin detenerse.
Permaneciendo entonces en el movimiento irresuel-
to de esa «entridad» que contiene siempre a la con-
tradicción misma como su fundamento. En ese punto
se manifiesta lo indecidible. Tomadas en ese surgi-
miento las cosas no «son», acontecen. No son apro-
piables en el constreñimiento del duro corazón de la
identidad. Se tornan inapropiables por verse impul-
sadas en el devenir inalterable de lo múltiple. Y tal
cosa, allí, es lo que exhorta por una decisión, por
una toma de partido y por un compromiso con la
apuesta jugada. Para «saber», hay que decidir y crear.
Pero no es posible hacerlo desde lo sabido como bue-
no y correcto según la norma. Hay que realizar una
Gustavo Galuppo 23

síntesis anómala y comprometerse con ella en el tér-


mino de una «verdad» aún no planteada. Lo indecidi-
ble crea un espacio para la intervención y la invención.
Es una exigencia del pensamiento que ya no puede
afirmarse sobre lo «dicho», sino que debe recrearse
en el «decir».
Para Friedrich Nietzsche, que pone en entredicho
a la tradición de la metafísica de Occidente, la «cien-
cia jovial» (o La gaya ciencia1) será aquella en la
que la risa haga alianza con la sabiduría: reírse de sí
mismx como habría de hacerse con toda «verdad».
Reírse para que a cada unx le esté abierto finalmente
el acceso a la libertad. Si la tradición metafísica oc-
cidental y su imbricación en el cristianismo (y más
allá de la religión dogmática, en el cristianismo at-
mosférico que recubre todos los valores de la civili-
zación occidental) con sus imperativos morales
universalizantes habían doblegado al mundo y a la
vida misma según sus engaños y sus trampas útiles,
tras la muerte de Dios, la ciencia (que podría haber
significado liberación) también incurre nuevamente
en sus trampas fatales. Fundamentalmente en tres:
esperar que a través de ella se alcanzare la bondad y
la sabiduría de Dios; creer en la absoluta utilidad del
conocimiento, constituido en la combinación de mo-
ral, saber, y felicidad; y pensar que al amar y poseer
la ciencia, se amaba y se poseía también algo absolu-
to, totalmente inocente, en lo que no participaban las
pulsiones nocivas de lo humano. Así la ciencia, como
la metafísica, como la religión, como el lenguaje,
como las matemáticas, no haría sino administrar asi-
métricamente el poder desde una metafísica de la

1. La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche, 1882-1886.


24 Despues de Godard / Herencia

Verdad, recubriendo al mundo con innumerables ca-


pas sucesivas de sentidos arbitrarios, puestos sobre
ellas, sobre las cosas. Como vestidos, ropajes, unos
sobre otros, alejándolas de sí mismas y ensanchán-
dolas con harapos y con vestiduras elegantes hasta
ocultarlas y reemplazarlas. Hasta convertirse en su
cuerpo mismo. De allí que al relacionarnos con el
mundo ya no nos vinculamos con las cosas mismas,
sino en cambio con todos esos vestidos y ropajes que
nosotrxs mismxs, en tanto humanidad, le hemos pues-
to hasta volverlas engorrosas e inaccesibles. La idea
de «esencia» opuesta a la de «apariencia» no sería
por tanto más que la consecuencia de esta progresiva
conceptualización arbitraria del mundo que lo oscu-
rece hasta exhortar engañosamente al desocultamien-
to de una supuesta verdad esencial. Ahora bien, para
Nietzsche sería necio pensar que con solamente se-
ñalar esa envoltura prodigiosa de la ilusión bastaría
para destruir al mundo que pasa por esencial llamán-
dose «realidad». No, con eso no basta, hay que ser
también creadorxs, escribe, pero sin olvidar que
creando nuevos nombres y nuevas apreciaciones, se
crean «cosas», es decir, posibilidad de mundos. Allí,
una nueva poética dirigida a desmantelar todos los
valores legitimados para crear unos nuevos. Las co-
sas no se dejan capturar por la violencia de la con-
ceptualización cuando son tomadas y entendidas en
sus divergencias, en sus contradicciones. Nueva poé-
tica, ciencia jovial que acepta a la risa y a las contra-
dicciones como base de un saber libre por venir.
Martin Heidegger, en una bella proposición2, pro-
cura entender a la verdad como un combate entre la

2. El origen de la obra de arte, Martin Heidegger, 1935-1936.


Gustavo Galuppo 25

tierra y el mundo. En la verdad se juega un desocul-


tamiento, una irrupción de lo que se hace evidente
en el momento de su huida. La tierra es, en cierto
modo, la naturaleza, que al manifestarse, en el mis-
mo movimiento, se oculta. Todo huye. Todo está siem-
pre en fuga. La tierra no se entrega jamás en su
plenitud. Conserva el margen de su misterio, de su
parte de sombras. La tierra, que se da a luz a sí mis-
ma en cada cueva, prefiere siempre la sombra. Todo
lo que se manifiesta, a la vez, se oculta, como una
caverna. El mundo, por el otro lado, es un sistema de
relaciones establecidas. Una construcción de senti-
do que hace ingresar a la naturaleza en determinadas
categorías de pensamiento del sujeto3. La verdad, para
Heidegger, sería la manifestación de ese combate en
el momento de un des-ocultamiento, y esa verdad,
vedada por el racionalismo híper-tecnificado de Oc-
cidente, no podría ya re-surgir sino de la experiencia
estética promovida por el arte, como resabio de for-
mas de conocimiento experienciales desprestigiadas
por el racionalismo feroz y su fatal idea de progreso.
En el «obrar» de la obra se funda la verdad como
des—ocultamiento. La evidencia se ilumina en el
tiempo de la experiencia. La verdad, como revelación
antes que correspondencia, es el momento iluminado
del combate entra la tierra y el mundo. Algo deslum-
bra, irrumpe, sucede. Su contrariedad, sin embargo,
es amable. Allí la obra de arte se hace cargo de esa
oscilación insalvable entre el sentido y lo sentido. Crea
un espacio cóncavo en el que la verdad puede tener-
lugar. La tierra y el mundo no se oponen, se compo-
nen en un combate respetuoso e insalvable.

3. El tachado responde a la categoría lacaniana.


26 Despues de Godard / Herencia

Lo indecidible se sustrae a la norma. No acepta la


evaluación de la regla. Es lo que no se soporta en la
piedra dura de la ley. Al fundarse en la composición
de diferencias y contradicciones, juguetea con lo in-
nombrable y con lo inapropiable. Lo indecidible es
el fundamento ético de la elucubración poética como
forma legítima de conocimiento.
Entonces, ¿que supone una decisión paradójica
ante lo indecidible? ¿Cómo decidir ante lo que, por
definición, impide toda decisión? La decisión ante
lo indecidible es una apuesta. Una toma de partido
con respecto a algo que impide toda apropiación. Lo
indecidible, allí, es lo Otro, lo que permanecerá, como
tal, inalterable. Aquello que se resiste a ser converti-
do en lo Mismo. Como eso que se hace al forzar a las
cosas a entrar en las propias categorías de pensamien-
to haciéndolas desaparecer en sus singularidades y
diferencias. Por eso la decisión ante lo que se pre-
senta como indecidible (ni un término ni otro) supo-
ne una apuesta, una jugada, una responsabilidad y
un compromiso con lo nuevo. Es necesario capturar
la posibilidad de una «verdad» en el momento de su
pasaje fugaz e intempestivo, componiendo las diver-
gencias, efectuada una síntesis que mantenga el es-
tatuto de lo disímil. Verdad del amor, escribe Alain
Badiou, verdad del encuentro amoroso como ruptu-
ra, como quiebre de la continuidad. Como milagro
incluso. ¿Cuál es esa verdad? Quizás, y sólo quizás,
la posibilidad de un mundo creado a partir del respe-
to por las diferencias inconmensurables. Pero dife-
rencias que no se resuelven en una nueva y única
proposición, sino que se mantienen en tanto tales, en
su contradicción, prometiendo la posibilidad de un
mundo compuesto en esa imbricación de multiplici-
Gustavo Galuppo 27

dades. Uno más uno, en el amor, no sería estricta-


mente dos, sino que apuntaría a lo infinito: la multi-
plicidad no es suma de diferencias, sino composición
de singularidades. De allí que lo indecidible exija una
apuesta hecha en el desconcierto. En el caso del amor,
una apuesta por la continuidad del milagro del en-
cuentro. Un compromiso con la verdad de lo múlti-
ple. El empeño tenaz en la creación de un tiempo en
el que sea posible la continuidad del milagro. Un
tiempo en el que esa ruptura, ese «acontecimiento»,
sea capaz de permanecer y durar. Si el encuentro amo-
roso o el milagro son lo discontinuo, lo que irrumpe,
¿cómo es posible que subsistan en la continuidad?
Discontinuidad y continuidad. Un par indecidible.
Hay que apostar y comprometerse, con el amor o con
el milagro. Pero también con el cine (que tan cerca
podría estar del amor), como, en cierta medida, lo
proponen Anne Marie Miéville y Jean-Luc Godard.
Miéville y Godard postulan un cine de lo indecidi-
ble. Lo piensan como la constante creación de imá-
genes abiertas a sus (o en sus) contradicciones.
Liberan el terreno, buscan la hoja en blanco median-
te el exceso de escritura. Desmantelan para crear un
espacio vacío de creación. Se trata en ellxs, desde el
comienzo de su labor en común, de elaborar estrate-
gias diversas para alcanzar un desocultamiento de las
contradicciones de la imagen. De todas las imáge-
nes, de todas las palabras, de todos los textos. Se tra-
ta de iluminar esa diferencia interna y constitutiva
que hace de una cosa siempre otra según íntimas y
diferentes combinaciones. Esos juegos cuyas reglas
son secretas y permanecen siempre así, como reser-
va del pensamiento, como potencia. En sus procedi-
mientos, parece buscarse siempre ese punto de las
28 Despues de Godard / Herencia

contradicciones internas que desmantelan la lógica


unívoca del signo. Del sentido pleno y de la autori-
dad. Para finalmente atrapar allí, de modo flagrante,
las maquinaciones supuestas en la relación directa o
transparente entre los signos y las cosas, entregadas
por fin a la débil luz de todas sus divergencias. Así,
aceptar la contradicción es salir de la tradición, del
fundamento, de la herencia, de la historia, del mito
de origen, de la autoridad, de las jerarquías, de las
estratificaciones, de las prescripciones, de las nor-
mas, de las reglas, de los juegos asimétricos de un
poder imbricado en las formas del saber. Salir tam-
bién del cine. Y abrazar entonces la discordancia de
lo indecidible como quien se dispone a aceptar la
alteridad radical de lo que se anuncia sin presentar-
se aún plenamente. Ése es el punto nodal del pro-
yecto: tomar por asalto a las imágenes pensándolas
como un sistema de operaciones de sentido más o
menos establecidas que configuran ideas de mundo
restringidas. Y es toda la producción inmaterial de
informaciones (palabras, imágenes, sonidos) lo que
debe ser arrebatado a la administración de normali-
zaciones funcionales para reconstituir ciertas con-
diciones subjetivas desde la búsqueda de la
singularidad. Ése es el trabajo incesante de una suer-
te de deconstrucción, un dejarse arrastrar por el to-
rrente de las interrogaciones que ya no volverán a
su cauce ni mucho menos se estancarán en un bál-
samo afirmativo; sino que, salido ya definitivamen-
te de sus goznes, el movimiento de la reflexión
deviene flujo de desmarcación permanente. Frente
a este torrente impreciso de imágenes, palabras y
sonidos, no queda más que comprometerse en la
creación de una nueva idea.
Gustavo Galuppo 29

Antes de trabajar con Anne Marie Miéville, en su


película de ruptura «La gaya ciencia»4, Godard se pre-
gunta: «¿Dónde hay entonces una imagen falsa?»
Respuesta: «Allí donde la imagen y el sonido pare-
cen verdaderos». Se tratará, desde ese momento, de
desconfiar de las imágenes/sonidos y de la supuesta
verdad comprobatoria que ostentan en las trampas
de su literalidad. Se tratará de poner lo presupuesto
en tela de juicio. De contravenir a las imágenes y a
los sonidos dados en la plenitud de una presencia, y
de instaurar la posibilidad de la contradicción como
fundamento del pensar. La contradicción no es sólo
contradicción inherente a la imagen, sino al mundo
mismo, a las cosas mismas mantenidas a la justa dis-
tancia de lo inapropiable. Casi una exigencia: el mun-
do debe ser entendido en sus contradicciones
constitutivas. El cine debe trabajar desde y en esas
contradicciones, al ras. No ya re-presentarlas, sino
presentarlas para abrirse a la posibilidad de postular
otras verdades. Hablar entonces del mundo desde la
divergencia y la contradicción, y no desde la autori-
dad de una «verdad» ya dicha en la piedra originaria
de las tablillas. La labor requerida es la reinvención
del cine. La reinvención de la imagen. El redescubri-
miento de las imágenes en la verdad de lo indecidi-
ble. La contradicción, en esa delicada labor, no supone
la fórmula de una proposición desestimable por fal-
sa, sino el desocultamiento de aquellas combinacio-
nes secretas que no se dejan recubrir por la
totalización de un discurso autoritario. Y es que así,
elaboradas en la apertura de lo incierto, las imáge-
nes interrumpen su movimiento de captura y exigen

4. La gaya ciencia, Jean-Luc Godard, 1969.


30 Despues de Godard / Herencia

decidir, apostar, comprometerse, crear nuevas verda-


des en el pasaje fugaz de una idea. Si la verdad supo-
ne lo bueno y lo justo como horizonte de validación,
lo que estas imágenes piden, es apostar por ellas y
comprometerse en su continuidad hacia el horizonte
de la justeza.
En algunas obras, fundamentalmente las realizadas
en video o con sistemas híbridos cine/video (tanto en
las codirigidas como en las realizadas en solitario por
Godard), las imágenes, las palabras y los sonidos se
ven impelidos por un potencia que los hace salir conti-
nuamente de sus cauces. Se desbordan superando sus
límites, desgarrando sus cuerpos, invadiendo otros cam-
pos, acercándose hasta quemarse, hasta chocar o hasta
explotar. Todos los elementos audiovisuales se empu-
jan y se superponen a una velocidad que desconoce la
detención de un bálsamo afirmativo. Siempre sucede
algo nuevo, siempre distinto. Aun en el mismo lugar
acontece siempre otra cosa divergente de sí misma,
ya que los cruces y desvíos atacan verticalmente cada
instante del despliegue. No todo se encuentra exacta-
mente en su sitio, no al menos como sería de esperar
según ciertas lógicas imperantes. El torrente desboca-
do de imágenes, de palabras, y de sonidos, salidos de
su cauce, se derrama incontinente anegando terrenos
de sentidos múltiples y superpuestos, la mayor parte
del tiempo, inaprensibles. La contradicción campea y
el sentido se desplaza furtivo, se escapa, se ensom-
brece, se suspende, se dice y se desdice abriéndose al
discurrir de la reflexión, o exhortando cuanto menos a
la actividad reflexiva. Se trata de una suerte de com-
posición desmedida en la que confluyen las fuentes
más heterogéneas. Fotos, archivos de todo tipo, escri-
tura sobre las imágenes, tachaduras, revistas, cómics,
Gustavo Galuppo 31

ruidos, sentencias didácticas, sentencias poéticas, sen-


tencias filosóficas, más sobre escrituras, ausencia de
imágenes, ausencia de sonidos. Sobrepoblación de so-
nidos, de palabras, y de imágenes que generan un mur-
mullo-ruido sin solución de continuidad. El mundo es
un ruido de fondo, un murmullo que se ve, siempre in-
distinto. En el salirse de sus cauces y en la sobresatu-
ración de capas de sentido simultáneas, la imagen
traspasa aquí un cierto límite, un cierto umbral, una
suerte de confín más allá del cual se adivina el destino
opaco de un repliegue. Ese bucle, trazado aquí en un
balbuceo vertiginoso, aleja a las imágenes de aquellas
prescripciones de la imitación que parecen conferirles
el derecho de anunciarse como reflejos de una verdad
del mundo sustancializado. Es decir, el traspaso de di-
cho límite de la mimesis exime a las imágenes del man-
dato de la fascinación, la invisibilización y la sustitución,
para dejarlas desnudas a una intemperie que pone al
descubierto los mecanismos sedimentados de sus ope-
raciones enunciativas. En ese traspaso, la imagen se
vuelve opaca. Ya no se transparenta a sí misma para
recubrir y reemplazar al mundo, sino que es ofrecida
como un signo afásico a descifrar, aun en su apertura
a lo múltiple de todas las perspectivas que la acechan
para desmantelarla. La «escritura» se produce en un
mismo borrador que se escribe a la vista, como en un
hacerse y no-hacerse sobre la marcha, entre huella y
huella. Como la evidencia de su pensarse y discutirse
en un palimpsesto. Como la determinación de afirmar-
se y de negarse. Trabajando a la velocidad del pensa-
miento, o pensando a la velocidad del trabajo. Ahora
bien, lo que debe preservarse de ella, de la imagen, a
toda costa y cueste lo que cueste, lo que hay que rein-
tegrarle para devolverla a su condición insubordinada,
32 Despues de Godard / Herencia

es la marca de la contradicción. Esa herida interna


que la fuerza a una disposición de ruptura con respec-
to a todos los modos de conocimiento heredados. Con-
tradicción como una «enemistad contra lo
acostumbrado, tradicional, santificado (…), el
mayor paso adelante del espíritu liberado»5 Con-
tradicción como desocultamiento de una verdad fra-
guada en la divergencia de múltiples combinaciones
ocultas.
Las formas audiovisuales posibles de la contra-
dicción configuran un vector de empuje para todo el
caudal de elementos enmarañados y arrojados hacia
la incertidumbre de lo siempre abierto e inaprensi-
ble. Casi como en un entrecruzamiento libre y exce-
sivo de flujos diversos cercano al funcionamiento
hipertextual. El problema, para el Godard de «La gaya
ciencia» es que la imagen, como las palabras, van
unas detrás de las otras, sucediéndose en una lógica
lineal que oblitera la exposición de la discordancia
que las constituye y que en su evidencia las eximiría
de la gestión de un poder sobredeterminante. La ope-
ración que elucida la contradicción en todas sus di-
mensiones, por lo tanto, es aquella que pone en
relación simultánea a imágenes y sonidos, ya que
estos, ambos, pueden coexistir en un mismo momen-
to del despliegue anunciando allí la marca de una rup-
tura o de una separación, de una diferencia, de esa
rasgadura en la que se anuncia el combate. Dicha si-
multaneidad deja (o puede o podría dejar) al desnu-
do el carácter contradictorio de los elementos puestos
en juego. Sus choques, sus dispersiones, sus desvíos,
sus violencias, sus arbitrariedades, sus distancias, sus

5. La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche, 1882-1886.


Gustavo Galuppo 33

imposiciones y sus convenciones. Articular imágenes,


palabras y sonidos según la regla divergente de la
contradicción y de lo indecidible supone desbaratar
la ilusión de la unidad férrea visible-decible exponiendo
entonces el trabajo mismo que reúne a los elementos
según operaciones de sentido arbitrarias. Poner en
relación lo no-relacionado. El signo, desarmado en la
propia contrariedad, se abre en la figura de un rastro
que señala su diferencia interna y lo priva de la fa-
cultad de la transparencia. Tal gesto no es un gesto
menor, ya que lo que comporta la evidencia de estos
indecidibles es la exhortación por una disposición de
lectura crítica, reflexiva, no-afirmativa, no-jerárqui-
ca, conjetural, poética, despellejada y diseccionada
permanentemente en el despliegue de sus interroga-
ciones y sus apuestas. Allí donde la imagen se inte-
rroga a sí misma, la mirada que se enfrenta a ella
debe indefectiblemente interrogarse en el acto mis-
mo en que se constituye como tal, como mirada. Debe
despojarse de lo consabido, de lo acostumbrado, de
lo usual, desaprender y reacomodarse. La mirada no
puede sino salirse de sí y recusar el imperativo del
conocimiento que dicta ‘el hacer de lo Otro, lo Mis-
mo’. La incerteza del conocimiento desconoce la fe-
rocidad de la cacería. «Lo consabido es lo
acostumbrado; y lo acostumbrado es lo más difí-
cil de conocer. Es decir, de ver como problema,
como ajeno, como lejano, como fuera de noso-
tros»6. Por el contrario la risa, y la contradicción ex-
puesta en lo indecidible, desarticulan la
automatización de la mirada habitual y despejan el
campo para una nueva disposición poética. Para la

6. La gaya ciencia, Friedrich Nietzsche, 1882-1886.


34 Despues de Godard / Herencia

captura de una idea en el pasaje de lo inapropiable.


Para el postulado de una verdad nueva afirmada en
las diferencias.
El problema de la contradicción entre las imáge-
nes, que se presentan en el cine siempre como suce-
sivas obliterando esa evidencia, será resuelto poco
después por Anne Marie Miéville y Godard, cuando
juntos comiencen a pensar las derivas estético-polí-
ticas de la utilización discursiva de la tecnología de
la televisión y el video, principalmente desde sus tra-
bajos en TV y los tres largometrajes realizados du-
rante la década del 70.7
Las diversas formas de lo indecidible, sin embar-
go, no sólo se descubren en esa desmesura de los en-
sayos-video que encontrarán su punto álgido en las
Historia(s) del cine8 y en El libro de imágenes9. Tam-
bién encuentran otras formas singulares en las pelí-
culas más «cinematográficas» del Godard que regresa
en los años 8010. Desde allí, la modalidad de lo inde-
cidible se traza en la figura del «entre» que signa a
las imágenes. No hay más imagen que aquella que
busca estar entre las cosas, desarmándose en el acon-
tecer mismo. Entre lo sagrado y lo profano. Entre el
misterio y lo prosaico. Entre la pintura y el cine. Entre
el sexo y el trabajo. Entre el cielo y la tierra. Entre el
rostro y el paisaje. Entre la palabra y la imagen. En-
tre la condena y la redención. Pero siempre presen-

7. Ici et aullieurs (Anne Marie Miéville y Jean-Luc Godard,


1974), Numéro deux (Anne Marie Miéville y Jean-Luc Godard,
1975), Commentça va (Anne Marie Miéville y Jean-Luc Go-
dard, 1978).
8. Historia(s) del cine (Jean-Luc Godard, 1988-1998).
9. El libro de imágenes (Jean-Luc Godard, 2019).
10. Por ejemplo, Passion (1982) y Yo te saludo, María (1984).
Gustavo Galuppo 35

tándose como un oxímoron, como una proposición


contradictoria que desvirtúa las binarizaciones que
presenta. Allí está otra poética de lo indecidible, en la
propuesta de imágenes y sonidos inestables que bus-
can articularse desarmando todo centro y toda lógica
de las intrigas. Las palabras no salen de las bocas ni
de los cuerpos, se desprenden y flotan entre ellos.
Los cuerpos se entregan a la plasticidad de las luces
y las sombras o se lanzan a movimientos absurdos,
entre empujones y caídas. La música irrumpe, entra
y sale como buscando infructuosamente donde apo-
yarse. El paisaje se desprende de la ciudad y señala
el misterio de lo arcaico. Y las intrigas en estas pelí-
culas, si bien existen, son un término secundario, a
veces indiscernibles. Se desplazan hacia los laterales
y se borronean para poner al frente el mismo «acon-
tecer» de lo posible y el pasaje incandescente de en-
cuentros insospechados entre esas imágenes, esas
palabras, esos ruidos y esas músicas. Lo que se pone
en juego es una operación poética que recusa de toda
plenitud centralizadora. Plenitud del sentido: narrati-
vo, informativo, espectacular. Lo indecidible de estas
configuraciones rechaza aquellas operaciones legiti-
madas por un centro (el conflicto central). Las en-
turbia, las desplaza, las oblitera, las suspende, las
multiplica. Porque en su misma potencia se propone
hacer sistema en el sentir de las vibraciones, de los
ritmos, de los temblores, de las afecciones, de las
dudas, de las sensaciones, de los resplandores, de las
texturas, de las sombras, y, sobre todo, en la posibili-
dad de un encuentro azaroso. Esos momentos en que
una mirada, un paisaje, una palabra que siempre es
cita anómala, y una música que irrumpe, producen de
improviso la deflagración arrebatadora de un encuen-
36 Despues de Godard / Herencia

tro inesperado que emociona hasta las lágrimas. Pero


allí, lo que es capaz de emocionar, finalmente no es
comunicable en un sentido pleno. No se sabe bien
qué es lo que emociona. Pero algo ha sucedido. Algo
ha tenido lugar. Siendo ese «tener-lugar» el pasaje
sensible de una idea que propone lo posible de una
verdad nueva, de una verdad por la que habría que
apostar y comprometerse. Esa deflagración, ese «te-
ner-lugar» de una idea que se sabe indecible, es un
acontecimiento. También, una pequeña victoria.

El acontecer

En el cine de Miéville-Godard la modalidad de lo


indecidible se traza en la figura de un «entre» que
signa a las imágenes. En sus obras parece postularse
la idea de que no hay más imagen legítima que aque-
lla que busca permanecer, incierta, oscilando entre
las cosas. Aquella que se hace en el acontecer mis-
mo, en lo que sucede, o en su mismo «suceder» como
imagen. También en el tiempo propio de su desplie-
gue. Allí por tanto, la imagen es sostenida en ese
«acontecer» dado que es un movimiento constante
entre las cosas, vacilante incluso, sin que jamás se de-
tenga en la opción por una de ellas. Por el contrario,
esta imagen permanecerá «siendo» en las diferencias
de los pasajes. Constituyéndose y reconstituyéndose
en la figura en tránsito de un «entre» suspendido como
tal. Siempre «entre». Entre lo sagrado y lo profano.
Entre el misterio y lo prosaico. Entre la pintura y el
cine. Entre el sexo y el trabajo. Entre el cielo y la
tierra. Entre el rostro y el paisaje. Entre la palabra y
la imagen. Entre la música y la luz. Entre la condena
Gustavo Galuppo 37

y la redención. Imagen precaria mantenida en el pa-


saje desnudo, en su «ir hacia» y «venir desde», pero
sin partida ni destino, sin comienzo ni final. Expues-
ta por fuera de todo cálculo de objetivos y benefi-
cios. Siempre dándose como un oxímoron, como una
proposición contradictoria que desarma a las binari-
zaciones que ella misma señala en el momento en
que desaparecen. Allí, esta poética de lo indecidible,
en la constitución en curso de imágenes y sonidos
inestables que buscan articularse y ramificarse des-
armando todo centro, desmantelando toda plenitud
del sentido, y recusando toda lógica de las intrigas.
Imágenes, por ende, que se arraigan en la tensión del
instante, de cada instante, en lo sucesivo, fragmenta-
rio y discontinuo; imagen como porta-huellas, como
palimpsesto. Una tensión entre diferencias que no se
resuelve en un nuevo término unificador, sino que
mantiene a las diferencias suspendidas en su justa
distancia. Como una multiplicidad desplegada en el
tiempo de lo que acontece. Y allí es esa multiplici-
dad que habita el instante lo que se abre a configura-
ciones diversas e insospechadas. Ramificaciones,
articulaciones y propagaciones que no responden ya
a lo lógica estricta de causa y efecto, y que por tanto
no se dejan capturar por las previsiones del cálculo o
del concepto totalizador. El instante fugaz, único e
irrepetible en el que se condensa la duración para
darse como huella es la materia del acontecimiento.
Lo indecidible, aquí, está sujeto al acontecer, es
decir, al tiempo. Al tiempo de la experiencia. Pensar,
sentir, «experienciar». Lo que está sujeto a la tempo-
ralidad del «acontecer» no puede ser capturado en la
completud abstracta de lo unívoco. Es por esencia
evasivo. Su necesidad es escapar. Se mantiene, sin
38 Despues de Godard / Herencia

jamás mantenerse, en su singularidad, siendo siem-


pre «otra cosa», en huida. Lo que queda es siempre
huella. El movimiento constante de lo que está-sien-
do, de lo que sucede, se sostiene siempre en el movi-
miento irresuelto «entre» las cosas, y por lo tanto
contiene, en cada punto, diferencias constitutivas que
se componen y descomponen según la estructura del
vestigio. Al presentarse como puro pasaje, cada ins-
tante del acontecer aglutina elementos divergentes y
contradictorios. No hay cortes aislables, sino rastros
de lo ausente. Una constelación desplegada en cada
punto. Pura intensidad. A la ceguera del deslumbra-
miento le sigue la iluminación de la oscuridad como
secreto. Lo indecidible es ese despliegue inapropia-
ble de lo que «acontece» y deja rastros como huellas
precarias. Algo de indiferente nocturnidad hay en todo
eso. Frente al determinismo del «ser», el «acontecer»
es movimiento y transformación. Huella, rastro, o
vestigio. Es decir, alteridad e inapropiabilidad. La
imagen es un porta-huellas.
Lo indecidible de estas configuraciones recusa
entonces aquellas operaciones legitimadas por un
centro. Las enturbia, las desplaza, las oblitera, las
suspende, con una cierta tenacidad. Porque en su
misma potencia se propone hacer sistema en el am-
biguo sentir de las vibraciones, de los ritmos, de los
temblores, de las afecciones, de las dudas, de las sen-
saciones, de los resplandores, de las texturas, de las
sombras y, sobre todo, en la posibilidad de un en-
cuentro azaroso que promete la deflagración y el pa-
saje de una nueva idea por crear. Una idea fugaz, y
que por tanto incita a la captura en el relumbrón del
vestigio. Una idea que exige la apuesta y el compro-
miso con la creación de otra «verdad». Se trata de
Gustavo Galuppo 39

esos momentos extraños en que una mirada, un pai-


saje, una palabra, o una música que asalta, producen
de improviso el estallido arrebatador de un encuen-
tro hasta allí insospechado. El pasaje de algo bello,
de algo justo, doloroso incluso. O de una verdad como
posibilidad de la belleza o de la justicia. La huella de
lo que al estar siendo, no puede sino huir y faltar.
Por eso mismo allí, en realidad, lo que es capaz de
emocionar, finalmente no es apresable en la voraci-
dad de una cacería. No es posible ceñirse totalmente
sobre la presa. Sólo queda la incertidumbre de sus
huellas que desaparecen antes de tocar sus garras.
No se sabe bien qué es lo que emociona. Pero algo
ha sucedido. La estructura del vestigio es soportada
por la ausencia de lo presente. Lo que sucede, es el
pasaje sensible de una idea que propone lo posible
de una verdad nueva, señalada apenas en el hueco de
un rastro en el que podría tener-lugar. El «aconte-
cer» es el tiempo de lo Otro, el despliegue de lo in-
apropiable, la propagación de lo indecidible en la
estructura de la huella. Es el «experienciar». Es el
tiempo abierto del encuentro ansiado y/o prometido.
Y en ese acontecer se produce la irrupción de lo im-
pensado, lo que ha permanecido, hasta el momento,
por fuera de todo cálculo. Por un instante algo que-
ma, y esa deflagración es un «acontecimiento» que
brota del «acontecer» y se da frágil y precariamente
como vestigio.
Las obras de Godard y Miéville se despliegan es-
tructuralmente como un «acontecer». Piensan a las
cosas del mundo en su estar sucediendo. En el mo-
mento de estar siendo pensadas. Entre huellas y ves-
tigios. Todo sucede al ras de la misma superficie de
consistencia. Pero esa superficie siempre está en
40 Despues de Godard / Herencia

trance de formación y destrucción. Inestable. Ma-


leable. Temblorosa. No se trata de un suelo firme. Su
consistencia es una pura inconsistencia. Estas obras
se dan como un «estar-diciendo». Como un «estar-
pensando». Como un «decir», y no como un «ya-di-
cho»11. De ahí la extrañeza, la dificultad, la rareza;
también, la riqueza.
El sentido de lo «dicho» es la reducción, la tema-
tización, la conceptualización. El sentido del «decir»
es la exposición, la entrega, la promesa, el encuentro,
el acompañar. Dos funciones diferentes del lenguaje.
El sentido nunca se agota en lo «dicho». Existe prime-
ro el sentido del «decir», el gesto mismo. Ambos mo-
mentos existen, se dan, no como sucesivos, sino como
coexistentes en sus contradicciones, en todas sus ten-
siones irresueltas e irresolubles. En la extranjeridad
del lenguaje. En la imagen, de igual modo, se dan tam-
bién ambos momentos. Hay una imagen no concep-
tualizable (la visualidad, como parte de la constelación
sintiente) que es el momento del «decir», mientras que
la imagen efectiva (eso que llamamos «imagen») se
asienta en el momento de lo ya «dicho». En la exposi-
ción de la experiencia sensible, en su acontecer, se
arraiga el «decir». En la conceptualización racional,
lo ya «dicho». En el medio, en el entre de esos dos
momentos, la imagen se despliega, como un porta-hue-
llas, entre la fragilidad amable de lo «cualsea».12

11. Concepto trabajado por Emanuel Levinas en, por ejemplo,


De otro modo que ser.
12. Aquello no reductible a un aspecto, a un atributo, a una
propiedad. Incluso aquello que se ama, simplemente porque tie-
ne lugar. Esta es una idea de Giorgio Agamben. Se odia o se quiere
matar un aspecto de las cosas, pero no se ama un atributo, se
ama el hecho mismo de que lo amado tenga lugar.
Gustavo Galuppo 41

Godard no «cita», toma lo «ya-dicho» y lo trans-


forma en un nuevo «decir». No se trata de un gesto
de apropiación, sino de profanación, uso, y disponi-
bilidad. Una restitución al uso, una relación creativa
con lo inapropiable.
El acontecer (en oposición al «ser») exige tomar
las cosas en el tiempo de su despliegue, mantenien-
do sus contradicciones y sus diferencias. Siendo «así»
a cada instante, siempre divergiendo, «así» y «así» y
«así»... Es el tiempo abierto del «decir» y del «de-
cirse». El acontecer no brega por el acceso a una ver-
dad última y definitiva legitimada por el saber
institucionalizado («ya-dicho»), sino que vale en sí
mismo como experiencia de creación de nuevas po-
sibilidades del pensamiento. El acontecer es exposi-
ción y respeto por lo que al mismo tiempo se expone
en la justeza de lo inapropiable. Donación y recep-
ción. Apertura. Búsqueda y promesa de un encuen-
tro. El acontecer no se valida más que en la ejecución
de la experiencia dada por la apertura sintiente de un
cuerpo que se pone en situación «entre» las cosas.
Percepción constelativa del mundo como constela-
ción de sentires, emociones, sensaciones, ideas, e
incluso conceptos, pero constelados o redistribuidos
todos en un mapa que se ofrece a distintos recorridos
y diversos sentidos (un rizoma). Una multiplicidad
de configuraciones divergentes abiertas al pasaje, a
la captura, la creación. En el acontecer prima el «de-
cir» sobre lo «dicho», ése es su sentido. Acto del len-
guaje paradójicamente previo al lenguaje, discurso
que se desarma en el habla como musicalidad. La voz
antes que la palabra.
Lo que se traza (lo que deja huella) en ese acon-
tecer es una forma de conocimiento que no se revis-
42 Despues de Godard / Herencia

te con la vocación de dominio, que no se disfraza con


los oropeles de la positividad irrecusable de una ver-
dad institucional constatable. Se trata de un expe-
rienciar de la experiencia que se recobra como
conocimiento incierto dado por lo que irrumpe. Por
un ver asaltado por lo bello o por lo injusto en el
despliegue temporal de lo inapropiable. Azares da-
dos en la exposición, posibilitados por ella. Dados
en el tiempo, por el tiempo, en el tiempo y en lo que
deja como vestigios. Ceder el control para permitir
que algo surja si es que puede surgir: un movimien-
to, un reflejo, un pliegue, un detalle cualquiera, un
encuentro, un nudo, un desvío, una idea. La verdad
como un asalto salvaje de lo inesperado, de lo que
está por fuera de la propia intención totalizadora y
que exhorta por la creación y el compromiso con lo
que aún no llega ni se espera. Que suceda la verdad
si es que puede, pero entendiendo a la verdad como
la creación de una idea que se comprometa con la
justicia por venir.
Las películas-videos de Miéville y Godard supo-
nen como soporte esa extrañeza del acontecer, del
estarse haciendo sobre la marcha. Del «decir» o del
«estar-diciendo» entre dudas y balbuceos. De un darse
en el tiempo, en el «entre» de la oscilación, en la
pura «entridad» que mantiene a lo indecidible en su
inaprensible singularidad. Estas imágenes parten del
proyecto de una poética de la contradicción, de la
persecución de una creación de lo siempre indecidi-
ble que acontece sin tregua y con tenacidad. Se trata
siempre de un puro proceso, de un ir sin saber bien
hacia dónde. Siguiendo huellas que no señalan a nin-
guna presa. Se trata de un hacerse sobre la marcha,
de un «obrar», de un pensar ya no con la razón ins-
Gustavo Galuppo 43

trumental sino con el cuerpo sintiente ofrecido en la


experiencia del pensamiento. Pero pensamiento que,
aun en su incerteza, no es ni irracional ni irreflexivo.
Todo lo contrario. Lo incierto moviliza al pensamien-
to dándole un afuera en el cual desplegarse. La re-
compensa de este conocer es la ampliación del
secreto. Allí, la reflexividad poética constituye a este
experienciar como responsabilidad «en» y «con» el
mundo. Con la posible verdad de una justicia que lo
(re)constituya. Una imagen frágil reinventada como
vestigio y no como apropiación. Un «decir», antes
que un «ya-dicho».
En estas imágenes una cosa ya no es meramente
un «objeto». Las cosas no se dejan aplastar en la clau-
sura del sentido. Todo se expone en una multiplici-
dad de conceptos e impresiones. La tarea es
reconfigurar. Intentar reposar al ras de lo que suce-
de, en sincronía con su tiempo. Reflexividad a la vez
sensible y conceptual. Acontecer que es el tiempo de
«lo otro» al mismo tiempo que el propio. Un afuera
que se hace adentro o un adentro que se hace afuera
(ésa es la estructura de la huella o el vestigio). Pero
entonces allí, ¿qué acontece en ese puro acontecer, a
qué se abre la huella?, ¿qué acontece en el desplie-
gue de lo indecidible, en el tiempo del «decir»? ¿Cuál
es la deflagración, cuál el estallido precipitado en el
vestigio? ¿Cuál, incluso, el milagro como lo inespe-
rado o lo incalculable? Lo que acontece, o lo que
podría acontecer, es el «acontecimiento». La ruptu-
ra. Lo discontinuo. El milagro, el amor, la revolu-
ción, o lo que sería decir, la imagen, el cine. Muy de
vez en cuando, el cine sucede. Y eso es asombroso,
que el cine aún suceda.
44 Despues de Godard / Herencia

El acontecimiento

Si se toma al acontecimiento como la ruptura con


el orden de lo esperado, como lo serían el milagro o
el encuentro amoroso, o incluso la revolución, si se
lo toma como aquello que irrumpe desmantelando
todo cálculo de probabilidades y toda explicación
fundamentada en un saber previo, desafiando a todo
lo calculable, el acontecimiento no es cualquier si-
tuación inesperada. El acontecimiento es, por el con-
trario, lo estrictamente discontinuo. La salida a la luz
de un indecidible. Es decir, lo que sucede sin justifi-
cación, sin explicación, mantenido por fuera de las
reglamentaciones del cálculo. Por fuera de todo lo
pre-visible. El acontecimiento desarma sin ambages
todo lo pre-sabido, todo lo aprendido, todo lo pre-
concebido, toda verdad fundamentada en un saber ins-
titucionalizado. Tomado entonces de tal modo, pensado
en esos términos, el acontecimiento, por ende, no
puede prolongarse en una continuidad que lo recoja
en sus propios términos (¿cómo lo discontinuo podría
volverse continuo sin dejar de ser lo que es?). Allí, de
esa manera, la idea del «acontecimiento» supone una
situación filosófica, en tanto exige la creación de una
síntesis entre diferencias irreductibles (continuidad-
discontinuidad) que sea capaz de postular nuevas ver-
dades mediante una apuesta. Por eso Alain Badiou13
(quien postula de algún modo esta idea, aunque con

13. Cabe volver a remarcar que aquí los conceptos tomados,


tanto de Badiou (Acontecimiento), Chantal Maillard (Aconte-
cer) o Rodolfo Kusch (estar-siendo), no son interpretados lite-
ralmente, sino que son apropiados y reformulados como herra-
mientas nuevas, manteniendo una cierta relación con las pro-
puestas originales, pero sin temor a tergiversarlos.
Gustavo Galuppo 45

diferencias de lo aquí desarrollado) no deja de recu-


rrir a esas situaciones límite, como el amor, la revolu-
ción y el milagro.
El hábitat contemporáneo es un entorno informa-
tizado. La aprehensión sensible y singular del mun-
do es sustituida progresivamente por el uso de
dispositivos portátiles que ofrecen aplicaciones para
optimizar todo tipo de acciones y comportamientos.
La calculabilidad regula la indeseada irrupción del
azar y elimina el riesgo. El mundo sensible es trans-
formado numéricamente en conjuntos de datos que
pueden ser almacenados y procesados en milésimas
de segundo. Conjurando lo azaroso, la «inteligencia»
digital configura el derrotero de una predestinación
eficiente. En ese entorno, la posibilidad de un acon-
tecimiento es destituida en favor de la falsa seguri-
dad dada en la delegación de las decisiones a las
máquinas y en la anticipación de riesgos mediante
una «astucia» algorítmica. La posible riqueza percep-
tiva del cotidiano es cercada por el empobrecimiento
de una experiencia informatizada, donde las decisio-
nes son mediadas casi en su integralidad por la mate-
matización de todo dato sensible procesado al interior
de dispositivos de los que se desconoce su funciona-
miento.
Imbricada profundamente en ese entorno de una
cotidianidad asistida por el racionalismo radical in-
formatizado, ¿en qué punto, hoy, una imagen sería
capaz de configurar un acontecimiento? ¿Cómo es
posible que la imagen en su manifestación suponga
aún, en esta contemporaneidad ultra saturada de imá-
genes y de comportamientos calculados-optimizados,
una interrupción de lo siempre igual o una disloca-
ción de lo siempre uniforme? Desde hace ya tiempo,
46 Despues de Godard / Herencia

antes de que el cotidiano se encontrase cooptado por


ese racionalismo radical informatizado que lo asiste,
Godard y Miéville han procurado, con diversos so-
portes tecnológicos, hacer de la imagen la posibili-
dad de un acontecimiento. El acontecimiento establece
un tipo de situación discontinua, en tanto y en cuanto
revela de improviso una ruptura del orden «lógico» y
desoculta, en lo imprevisto, una distancia entre con-
ceptos inconmensurables. Tal situación es la que pro-
duce un encuentro con lo indecidible, con una
contradicción irresoluble entre términos divergentes.
En tal medida, privada de la capacidad de afirmar
una ley previamente establecida, exhorta por la crea-
ción de algo nuevo. El acontecimiento, como tal, no
puede ser apresado en la plenitud de una verdad ya
«dicha», legitimada en las administraciones del sa-
ber-poder, sino que exige la invención de una síntesis
inédita. La imagen encontrada por Godard/Miéville,
entonces, supondría esa exigencia: síntesis y verdad
dadas por la ruptura y la distancia. Pero síntesis que
no sería la cristalización determinante de la contra-
dicción en un nuevo concepto (como en la dialécti-
ca), sino síntesis dada en el desocultamiento de una
constelación de ideas que mantendrían sus diferen-
cias y sus distancias. ¿Sería, por ende, esa imagen
simplemente una imagen «rara» o «ilegible»? No, por-
que esa rareza (que sería simple de procurar) impo-
sibilitaría el pasaje de una idea. No lo promueve, lo
obstaculiza. Se trata al contrario de hacer posible la
captura poética de una idea nueva en el pasaje fugaz e
inesperado de una emoción, de un pensamiento. De
preguntarse incluso y buscar esa posibilidad de que tal
cosa suceda, a riesgo de que nunca lo haga. La es-
tructura, nuevamente, es la estructura de la huella. Por
Gustavo Galuppo 47

eso, el acontecimiento en la imagen o la imagen como


acontecimiento, se piensa como horizonte de búsque-
da, sin respuesta afirmativa, sin saber previo. Se tra-
ta de buscar esa imagen-huella que estalle como
acontecimiento (o cuanto menos su posibilidad). Se
trata también de desentenderse de las jerarquías del
saber que asume a las cosas como fosilización de una
verdad ya convenida de antemano. Se trata de aproxi-
marse a esas cosas permaneciendo «entre» ellas, siem-
pre al ras del pensamiento, al ras de la experiencia,
adherido al «suceder» del trabajo-pensamiento que
roza a los vestigios. Tomándolos en su insistente eva-
sividad. En su manifestarse y ocultarse, abriendo la
mirada, el pensamiento y las manos a la posibilidad
de que algo finalmente acontezca. Tal vez, incluso,
en los términos de una epifanía. La labor fundamen-
tal, y la única posible, es crear una superficie de con-
sistencia para que tal cosa pueda tener lugar.
La poética godardiana se fundamenta en la crea-
ción de una superficie de consistencia para el pensa-
miento poético-especulativo. Lo no racional (que no
sería lo irracional) puede suceder en esa superficie.
Quizás todo el trabajo de la poesía se trate de eso, de
procurar una superficie de consistencia para evocar
las fecundas incertezas del pensamiento especulativo.
El acontecimiento entonces no es cualquier situa-
ción, no es cualquier hecho inesperado; es esa situa-
ción singular que establece una ruptura con la
continuidad y una distancia entre conceptos, y que
exhorta por una intervención creativa. La imagen
buscada está allí muy cerca de la epifanía, de una
revelación secularizada (más ligada a lo sagrado del
amor que al misterio de la mística). Cuerpos, paisa-
je, luz, palabras, música, movimiento. Elementos
48 Despues de Godard / Herencia

enlazados en una coreografía del pensamiento sensi-


ble, sintiente, que se deja llevar «entre» las cosas
manteniéndose siempre al ras de lo vivido. Música
del pensamiento que deja al lenguaje en el sitio de su
vacilación poética. Los destellos de la experiencia
constelativa son arrastrados por una musicalidad que
hace y deshace conceptos, los compone y los des-
compone, los acerca y los aleja, los aferra y los suel-
ta. Musicalidad de la experiencia que dispone al
pensamiento conceptual bajo la luminosidad de lo
sensible, buscando el instante indecidible en que se
haga posible el acontecimiento del pasaje de una idea
insospechada. Esa idea, en Godard, es escurridiza,
indeterminada, innombrable, inapropiable. Es la ver-
dad posible de lo sagrado, del amor, de la resisten-
cia. Y es allí que la imagen, como el amor y la
resistencia, no es posible sin memoria. Por eso el
acontecimiento en la imagen o la imagen como acon-
tecimiento sólo se puede producir en el instante en el
cual esa imagen se desarme, como experiencia, en
las huellas de la memoria, como materia de la me-
moria. Como vestigio.

Memoria

Adorno, en su «Teoría estética», escribe: ¿Qué


sería el arte en cuanto forma de escribir la historia
si borrase el recuerdo del sufrimiento acumulado?
Reformulado: ¿qué sería de la imagen si borrase el
recuerdo del sufrimiento acumulado y e ignorase la
promesa de una felicidad ansiada?
Walter Benjamin, en «Sobre el concepto de histo-
ria»: La verdadera imagen del pasado pasa súbita-
Gustavo Galuppo 49

mente. Sólo en la imagen, que relampaguea de una


vez para siempre en el instante de su cognoscibili-
dad, se deja fijar el pasado. (…) Articular histórica-
mente el pasado no significa conocerlo «como
verdaderamente ha sido». Significa adueñarse de un
recuerdo tal como éste relampaguea en un instante
de peligro. Y el peligro es constante. Todo recuerdo
es un relámpago, una imagen que en su descarga ins-
tantánea recoge el pasado e ilumina el futuro.
«La memoria es el único paraíso del que no pue-
den expulsarnos», línea del escritor alemán, ligado
al romanticismo, Jean Paul, «utilizada» (¿se puede
hablar de cita?) en Nouvelle Vague, de Godard. La
voz continúa (¿sigue también el texto del mismo au-
tor?): «No es suficiente tener recuerdos, uno debe
olvidarlos cuando son numerosos y esperar a que
regresen. Porque la memoria no es sólo eso. Es sólo
cuando se vuelven, dentro de nosotros, sangre, mi-
rada, gesto, cuando ya no tienen nombre, y ya no se
los puede distinguir de nosotros mismos… es ahí que
puede ocurrir, en una hora muy extraña, en medio
de ellos...» Y allí se interrumpe dejándola en suspen-
so y cortando la idea para dejar paso a otra y a otra y
a otra, así y así y así...
La memoria vuelta sangre, mirada, gesto, es, o
podría ser, en cierto modo, imagen. Pero imagen sin
nombre, como dice el texto. Es decir, imagen no de-
terminada por las prescripciones del lenguaje, imagen
que no se deja apresar en las sobredeterminaciones
de la palabra, sino que permanece por fuera de ella,
o cuanto menos distante. Ajena al forzamiento de la
nominación y la clasificación, recusando las concep-
tualizaciones totalitarias. Por lo tanto, si la memoria
se puede volver imagen (sangre, mirada, gesto, lo «sin
50 Despues de Godard / Herencia

nombre»), no sería en la representación osificada de


un hecho del pasado. No sería en la letra muerta de
la representación unificada que señalaría al pasado
como lo «ya-dicho», como lo ya ocurrido. Incluso
como lo ya superado en la linealidad progresiva del
tiempo de calendario. La imagen que se hace memo-
ria no es, por ende, el documento historicista del «cine
histórico», sino que por el contrario, pierde toda po-
sibilidad de «documentar» porque en ella la memo-
ria no se puede distinguir de sí misma como imagen.
La imagen es memoria, la memoria es imagen; me-
moria e imagen son trabajo y huella. El relámpago se
ha tornado gesto, mirada, sangre, y rechaza del nom-
bre que señalaría a un hecho del pasado. Pero enton-
ces, ¿qué sería esta imagen buscada?, ¿cuál sería esta
imagen que se hace memoria sin señalar a un hecho
del pasado en la literalidad de lo mostrado?, ¿qué se
vería en esta imagen para que ese «ver» se abra a la
memoria sin fosilizarla en el recuerdo actualizado?
¿Serían la sangre, la mirada, el gesto? No la sangre,
seguramente. La sangre no. La sangre se cierra a la
brutalidad de un acto presente, actual, a menos que
no se vea, a menos esa sangre sea la evocación de lo
que riega la vegetalidad del monte paraguayo (como
en el cine de Paz Encina), o lo que baña en secreto la
tierra de los sacrificios antiguos sobre los que se yer-
gue la injusticia del presente (como en Straub y Hui-
llet). Pero sí el gesto, sí la mirada. Y sí, también
entonces, el paisaje, la memoria vegetal o la memo-
ria mineral de la violencia acumulada. Paisaje, mira-
da, gesto. Es decir, lo indistinto, lo «cualsea», lo
inapropiable. Eso que se dejaría atravesar de improvi-
so por una memoria ya sin nombre, inapropiable por
la literalidad del «documento». Porque la memoria es
Gustavo Galuppo 51

tiempo condensado en un instante, y el tiempo no se


da ni se toma. El tiempo es lo estrictamente inapro-
piable, es el mundo revelado en su justeza.
Esa memoria se encarnaría en lo «cualsea» de una
imagen indistinta: un paisaje, una mirada, un gesto.
Esa imagen vuelta un «cualsea» escapa al nombre, al
atributo, a la reducción. Y así puede señalar a lo in-
apropiable del tiempo, es decir, a la memoria como
trabajo. Pero, ¿de qué modo sucede? ¿Cuándo y cómo
puede, finalmente, darse como un acontecimiento?
Incluso, ¿como un gesto, una mirada, o un paisaje se
transforman en una imagen como lo «cualsea»?
Para Benjamin, la imagen del pasado era esa ima-
gen que relampaguea en un instante de peligro. Ese
relampaguear en el instante del peligro es el aconte-
cimiento, la irrupción, la ruptura en la que se da, sin
nombre, la imagen del pasado como constelación.
Para Godard parece ser lo mismo. La persecución de
ese «relampaguear/acontecimiento» que no se sabe
cuándo llegará, pero que de seguro, si lo hace, si lle-
ga, su arribo se dará en una imagen «cualsea»: un
paisaje, una mirada, un gesto. Pero tales cosas (pai-
saje, mirada, gesto), deben escabullirse de las deter-
minaciones causales de la intriga que los constriñen
a un único lugar, con nombre, y como parte de una
lógica de causas y efectos explicativos. Al interior
de esas lógicas, la imagen no puede vaciarse para lle-
gar a lo «cualsea», porque el lugar que se le asigna
es el lugar de una función específica dentro de un
mecanismo clasificatorio. La imagen es capturada
como instrumento, explicada por algo que no es ella.
Un gesto no es un gesto «cualsea», es el gesto de tal
o cual personaje que se dispone a realizar tal o cual
acción para hacer avanzar a la intriga. Un paisaje,
52 Despues de Godard / Herencia

así mismo, tampoco alcanza ese rango de lo «cual-


sea», porque no es sino el marco espacial necesario
para actualizar una acción exigida por la lógica dra-
mática del relato. Las funciones narrativas asignan a
las imágenes una función instrumental en el desplie-
gue lógico de la intriga, les dan un nombre y un obje-
tivo, un lugar, un emplazamiento. No son ni pueden
ser, allí, un «cualsea»; son, en cambio, el instrumen-
to de algo que las determina desde el exterior: el des-
pliegue explicativo de las intrigas. De ahí que para
vaciar ese lugar de la imagen y permitir el pasaje de
esa idea que se abre al pasado, la operación privile-
giada de Godard sea ese «narrar» poético mantenido
al ras de la experiencia, al ras del pensar, al ras del
sentir y el conjeturar. Al ras, incluso, del tocar, en
ese movimiento dado «entre» las cosas, mantenidas
entonces en las contradicciones poéticas propias del
movimiento irresoluble. Tomadas en lo indecidible
de ese acontecer sin término, como en Godard-Mié-
ville, las cosas mismas rechazan el lugar del nombre
y la función determinada; se escabullen a la esclavi-
tud impuesta por la lógica de las intrigas, y tienen
lugar, entonces, en la multiplicidad que las constitu-
ye (texturas, emociones, luces, sombras, movimien-
tos, reflejos, ideas, ritmos). Dadas finalmente en esa
multiplicidad de sentires y pensares, las imágenes
se abren a la red de cruces y desvíos con los ele-
mentos que la integran (el sonido, la palabra, la
música) para posibilitar el pasaje de una idea que
sea memoria, pero memoria ya indistinta e indistin-
guible del gesto, del paisaje o de la mirada. Pasaje
o relampagueo, el lugar abierto de la imagen sin
nombre es la espera de esa deflagración. Si puede
suceder, que suceda.
Gustavo Galuppo 53

Sin memoria no hay imagen posible. Toda imagen


debe exponerse, en su anacronismo constitutivo, al
trabajo de la memoria. Por eso el hecho mismo de
procurar esa reintegración de la imagen al tiempo no
es sino una búsqueda de redención. Redimirla de las
culpas del cine, brindarle otro (tener) lugar, otra «fun-
ción». Dejarla, por fin, disponible para otros traba-
jos y otros usos. Brindarle otra estructura a la cual
incorporarse con el soplo salvífico de la insubordi-
nación.
La redención de las imágenes y del cine, la expia-
ción de sus culpas y complicidades, es el horizonte
último del cine de Godard; incluso, podría decirse,
su última gracia.

Redención

Redimir es, en cierto sentido, liberar. Pagar inclu-


so el precio por la libertad, recuperarla. Se «redimía»
a un esclavo cuando se pagaba para darle o para de-
volverle su libertad. La redención, incluso en la tradi-
ción cristiana, está ligada fuertemente a la libertad y
a la justicia, a la promesa de su llegada. El Reino
prometido por el cristianismo antiguo no es un «otro
mundo» que justificaría las miserias de éste en pos
de una felicidad ubicada en un «más allá» siempre en
fuga. El reino es (o sería) «en» este mundo, y supon-
dría la promesa de la concreción de la libertad y de la
justicia. Aquí, pronto sino ahora, redimiendo a la hu-
manidad en la justicia de una vida igualitaria. El reino
así prometido no es un lugar transmundano al que se
ingresaría por la vía brutal del sacrificio; es, por el
contrario, el advenimiento de lo justo para la comuni-
54 Despues de Godard / Herencia

dad de los oprimidos (otra es la historia de la cristian-


dad imperial romana). Redimir es allí romper el yugo,
liberar, rescatar, salvar. Desarmar el orden de las in-
justicias. Pensar como posible una vida digna en co-
mún. Pero aquí mismo, y pronto.
En la obra de Godard desde las «Historia(s) del
cine», redimir a las imágenes (y con ellas, al cine, y
con éste, quizás, en un bello gesto megalómano, al
mundo mismo), comienza a trazar una búsqueda que
supone liberarlas de la esclavitud. Rescatar, tal vez,
a las imágenes, para salvar al mundo. Si el cine ha
escrito la historia del siglo XX y lo que va del XXI,
no es tanto porque haya dado cuenta de ella a través
de sus fábulas, sino porque incluso la construyó bajo
la pesada sombra de su imperio. Modelándolo a la
sombra de sus fascinaciones y sus promesas. Opa-
cando, como clausura, lo posible de otros porvenires
por pensar. El cine, como borradura y escritura de la
historia, la modeló en torno a sus propios deseos y
prescripciones. Inventó una idea de mundo, con sus
pasados estancos y sus futuros clausurados frente al
muro de piedra de la imagen. Pudo hacerlo tanto por
exacerbación, como por omisión o por ausencia. En
ese punto, para Godard, el cine es culpable. Cuanto
menos, cómplice involuntario de los horrores de la
historia. Inventó una imagen del mundo como hori-
zonte de la vida en su totalidad. No supo entender lo
que anticipaba (el nazismo). No estuvo allí donde
debería haber estado para desocultar lo que se nega-
ba (los campos de exterminio). Se dejó capturar por
la empresa de una idea de representación totalizado-
ra y totalitaria que no era sino el gran proyecto de
Occidente (Hollywood y la TV). Para Godard, el cine
no estuvo a la altura de las circunstancias ni a la altu-
Gustavo Galuppo 55

ra de sí mismo. No supo o no pudo hacerlo (¿quiso,


en realidad, hacerlo?). Y allí, en las postrimerías del
siglo XX, Godard parece tomar y seguir la senda de
Walter Benjamin para procurar una redención del cine:
«El pasado tiene un índice temporal que lo remite
a la salvación. Hemos sido esperados en la tie-
rra». Desde esa revisión histórico-poética que refunda
el mito, con más fuerza incluso, las tesis sobre el con-
cepto de la historia de Benjamin parece articular y
guiar la búsqueda solitaria (y por qué no, elegíaca)
de Godard. Encontrar, entre la desesperanza y la des-
esperación, en medio del peligro, ese «relampaguear»
del pasado que ilumina el presente. Ese acontecimien-
to en el cual la imagen se articule en el flujo de la
Historia abriéndose al pasado para proyectar lo por
venir. Historia como trabajo de la memoria.
La obra de Godard, secularmente o no (eso es,
en cierto sentido, secundario), apela a la tradición
religiosa. No se puede soslayar la importancia que
han tenido a comienzos del siglo XX los postulados
disruptivos de pensadores judíos como el mismo Ben-
jamin. Pero también Franz Rosenzwieg y Emanuel
Levinas. La tradición teológica y filosófica del ju-
daísmo sirve de base crítica para deconstruir la for-
malización histórica de un pensamiento occidental
que no ha hecho sino naturalizar con tenacidad la
violencia y la desigualdad como fundamentos del
mundo y de la vida; mostrando con brutalidad sus
fauces bajo el despliegue del «progreso» tecnocien-
tífico, desde la modernidad. Se trata de aplicar con-
ceptos teológicos a un «nuevo pensamiento» que
sirva para desmantelar las lógicas de dominio occi-
dentales. En Rosenzwieg, la apelación a la tríada
creación- revelación-redención, contando cada
56 Despues de Godard / Herencia

uno de estos conceptos con su consecuente rela-


ción/expresión estética, apunta a repensar la rela-
ción con El Otro, con su tiempo. Creación (la figura
de la narración en relación a la memoria), revela-
ción (el tiempo del otro en la figura del diálogo, el
reconocimiento del amor y de la alteridad), y reden-
ción (la figura del coro como manifestación de la
comunidad por venir): «tomar en serio al tiempo,
es decir, necesitar al otro». Y en Levinas, ese cara-
a-cara con el Otro que supone la apertura al infini-
to. El acceso a una exterioridad que no puede ser
subsumida y apropiada. Que es anterior a toda vio-
lencia y que incluso la prohíbe en la ley del No ma-
tarás. También el mesianismo de Benjamin: «nos
ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre
la que el pasado tiene derecho». La desmesurada
búsqueda de la redención godardiana bebe de todas
esas aguas tanto como del romanticismo eurocén-
trico. También del ensayismo (al ras de la experien-
cia) de Montaigne, y de otras innumerables fuentes
de la tradición europea (al mismo tiempo, la «alta
cultura» y la cultura pop). Una pura tensión del pen-
samiento. Tensión de la «entridad». Tensión poética
de un «pensar» que se interroga en la abundancia
porque sabe del exceso, pero del exceso entendido
como necesidad del pensamiento que no puede sino
llegar siempre a destiempo hasta tocar su materia.
Es excesivo el mundo. Es excesiva la vida. No pue-
de entrar en una sola imagen. Se necesitan muchas,
que entren y salgan (una imagen «y» una imagen
«y» una imagen… y así hasta el infinito, en el tiem-
po, «tomar en serio al tiempo», a lo otro, a la expe-
riencia sin jerarquías). Muchas imágenes y muchas
palabras. Y aun así, el mundo y la vida siguen sien-
Gustavo Galuppo 57

do puro exceso. Son lo exterior que reclama el de-


recho de mantenerse como tal, en su exterioridad
inapropiable y excesiva. Como lo imposible de inte-
grar de forma unívoca. Lo excesivo se resiste a la
captura plena del significado, permanece como un
afuera que es, paradójicamente, inmanente (lo inde-
cidible del adentro-afuera, interior-exterior). Exte-
rioridad e infinito. Para acercarse, entonces, hay que
mantener la justa distancia que implica el indecidi-
ble entre proximidad y lejanía. Mantenerse al ras de
lo vivido/pensado sin gestionar la violencia de una
captura plena en la explicación con pretensiones de
exhaustividad. Para redimir a las imágenes y al cine
de sus complicidades con el horror, hay que liberar-
las de los yugos totalizadores y hacerlas habitar en
la tensión que las define como cosas del mundo.
Mantenerlas al ras de la vivencia, en el simple pro-
ceso del pensar que es un sentir ampliado en la ex-
periencia del lenguaje. Antes de toda violencia. En
esa bella vacilación que es la conciencia de sus lí-
mites.
Redimir a las imágenes es liberarlas de las es-
tructuras totalizadoras para incorporarlas, median-
te el trabajo, al flujo de la memoria, que no es pasado
sino porvenir. Lo por venir reinventado antes de que
suceda. No importa allí el nombre que se le dé a la
promesa de lo que se espera. No importa si es el
Reino o es otra cosa. Lo que importa es la promesa
misma. El anuncio de una justeza del mundo. La
multiplicidad irreductible de su «acontecer». Las
imágenes de Godard proclaman su propia igualdad
en las diferencias irreductibles que se despliegan
como puro «acontecer». «Film socialismo» es esa
declaración, un socialismo de las imágenes, todas y
58 Despues de Godard / Herencia

cada una con el mismo derecho. La paradójica con-


tinuidad de lo discontinuo. La posibilidad de una per-
manencia del milagro.
Liberar a las imágenes implica restituirlas al uso
común de las personas (una profanación). Arrancar-
las de esa distancia irreductible que configura el es-
pectáculo planetario de la miseria. Usarlas (volver
a). Entendiendo el «uso» como lo propone Giorgio
Agamben: una relación con lo inapropiable. Pero ese
inapropiable es el indecidible entre lo propio y lo
impropio. El cuerpo, el lenguaje; también el paisaje,
para Agamben. Prometeo profanó el fuego de los dio-
ses para restituirlo al «uso» común de las personas.
Godard profana el cine para restituir las imágenes al
«uso» común, manteniéndolas en el punto constela-
tivo de sus contradicciones. Profana para reinventar
lo sagrado (el amor, la resistencia). Para buscar ese
«relampaguear», ese acontecimiento, esa imagen, esa
epifanía en la cual se abre una nueva interrogación
que concierne al futuro. Allí, la desmesura constela-
tiva de los signos puestos a trabajar en las obras de
Godard, se enmaraña de tal modo que llega a consti-
tuir una nueva superficie en blanco. Posibilidad siem-
pre renovada de otro inicio.
Lo indecidible. El acontecer. El acontecimiento.
La memoria. La redención. Tal vez estas ideas resul-
ten insuficientes. Pero el saber de la insuficiencia
supone asaltar al límite en la figura del acceso. Se
hace cine para ampliar la constancia del misterio. La
recompensa de esa perseverancia es el progreso de
las sombras. La ampliación del secreto.
El cine de Godard y Miéville puede asumirse como
una ofrenda. Ofrenda que se ofrece para desaparecer
y dejar el terreno libre a nuevas experiencias. No
Gustavo Galuppo 59

muchas obras han sido tan gentiles, tan amables, como


ésta. No importa ya tanto el valor de la obra en sí
misma ni los juicios que sobre ella se articulen. Im-
porta, por el contrario, lo que ella posibilita. Lo que
deja como herencia. Godard y Miéville interrumpen
el movimiento del cine, lo suspenden, y lo dejan allí,
reposando sobre sí mismo, mirándose, disfrutando fi-
nalmente de la gracia de saberse disponible para nue-
vos y diversos usos. No redimido, pero prometiendo
redención en el sacramento de un compromiso con lo
por venir.
Una última imagen de Walter Benjamin, con ese
ángel de la Historia tan cercano a JLG:
«Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus
Novus. Se ve en él a un ángel al parecer en el mo-
mento de alejarse de algo sobre lo cual clava su mi-
rada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y
las alas tendidas. El ángel de la Historia debe de
tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasa-
do. En lo que para nosotros aparece como una cade-
na de acontecimientos, él ve una catástrofe única,
que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arro-
ja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar
a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero
una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina
en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede ple-
garlas… Esta tempestad lo arrastra irresistiblemen-
te hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas
mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el
cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progre-
so».
El cine de Godard se confundiría con ese ángel de
la Historia, pero sólo en ese momento hipotético en
que, olvidando su nombre y plegando sus alas, resis-
60 Despues de Godard / Herencia

te por un instante a la tempestad y, con un gesto má-


gico, transforma las ruinas acumuladas a sus pies en
la oportunidad de una poética de otro porvenir. En un
nuevo paisaje que hace de la historia una oportunidad
de redención.
Las ruinas están, hay que partir de ellas. Precipi-
tarlas incluso para ver qué se puede salvar después
de todos los desastres. Dinamitar las imágenes hasta
destruir al cine. Pero para que allí se encienda, par-
padeante, la débil luz de otro inicio. Para que allí,
incluso, renazca enardecido en la sombra de esa te-
nue luz.
2

Ruina
63

Destrucción creativa

La batalla es antigua. Sin embargo, no precede a


la historia. La historia la funda. El lenguaje la des-
ata. En la prehistoria, no hay guerra contra las imá-
genes. Era necesario el lenguaje para señalarlas como
su reverso indeseado. En la cacería prehistórica, las
imágenes en la piedra de las cuevas eran elementos
rituales del propio cazar. Las imágenes no represen-
tan sino que presentan, no son tampoco metáforas,
son el lugar en que otra cosa tiene lugar (en el senti-
do contemporáneo, ni siquiera serían imágenes). Con
el lenguaje, la forma ritual de la cacería se traslada,
con ferocidad inusitada, al afán de conocimiento. La
magia de las imágenes, para la palabra, es un exceso
del conocer. Su singular incerteza, un atentado. En
una imagen, cualquier idea puede tener lugar. Aten-
tan contra la soberanía de lo unívoco. La imagen es
un porta-huellas. La imagen sin marco discursivo no
representa nada, acontece. La guerra se declara.
Destruir a las imágenes. Romperlas, prohibirlas,
profanarlas. El gesto se ha repetido numerosas ve-
ces. Se trata de declararles, de un modo u otro, por
un motivo u otro, la guerra. En todo caso, siempre,
se trata de quitarles poder. O lo que sería lo mismo:
creer fervientemente —tener fe, incluso— en su in-
sólito poder. Temerles. La imagen desata el miedo
porque atenta contra lo unívoco como fundamento
de la soberanía. La ley se afirma en la palabra talla-
64 Despues de Godard / Ruina

da en piedra. Ante el peligro y la amenaza, la exigen-


cia es la voracidad del combate. Pero en ese punto,
¿combatir a quién o a qué? ¿A las mismas imágenes?
¿A lo que ellas representan? ¿Al vínculo que ellas
promueven? ¿A sus usos deleznables? ¿Cuál es el
peligro supuesto en la imagen? ¿Cuál su poder?
Debajo de todas las batallas se despliega, como
soporte, el confuso carácter amenazante de la «mí-
mesis». La semejanza es un peligro. El riesgo es la
sustitución. Lo que se teme es una representación que
pueda gestionar la ilusión de un reemplazo comple-
to. Lo que se presiente como amenaza son las fasci-
naciones de una imagen, fabricada por las personas,
que sea capaz de hacer tambalear al poder instituido.
El hecho de que pueda gestionar una peligrosa susti-
tución del inefable «arquetipo» (la idea, la divini-
dad) que legitima la soberanía en su tradición. El
poder se sustenta sobre un fundamento invisible, in-
tocable, intangible, irrepresentable, unívoco, incues-
tionable. También inexistente. Toda imagen es un
atentado contra la precisión de la ley.
En el Antiguo Testamento, la ley que prohíbe a
las imágenes (modeladas, sobre todo) lo hace para
conjurar las narcotizaciones de la idolatría. La fábu-
la es conocida. Ante la momentánea ausencia de
Moisés, Aarón da forma a un becerro de oro fundido
y el pueblo lo venera como ídolo. La sensualidad y
la lujuria, en la fiesta de la desobediencia, los aleja
del verdadero Dios. Al regresar Moisés para encon-
trarse con la celebración del desacato, dicta la sen-
tencia. El becerro (la imagen modelada) deberá ser
destruido y el pueblo castigado (ante la orden de Dios,
3.000 mueren en una noche bajo el filo de las espa-
das de sus amigos y hermanos). Pero el problema no
Gustavo Galuppo 65

es el becerro. El problema es la alucinación, el des-


orden, el desvío, el desgobierno. El problema es la
infantil ignorancia de quienes confunden a una ima-
gen hecha por las personas con el verdadero Dios y
la veneran como si de él se tratase. El becerro de oro
en sí mismo no tiene poder. Lo que lo reviste de ese
poder profano es la ignorancia, la estupidez de un
pueblo que, enardecidamente insumiso, confunde
imagen y arquetipo. Toda imagen es una invitación a
las bacanales de la insubordinación. Un becerro, un
león, un jaguar, un buey, una mariposa, un elefante,
un gato, un ratón, todo se hace cóncavo e invita a la
lujuria. En la multiplicación de las imágenes amena-
za el desgobierno. Las alucinaciones de la idolatría
sólo pueden ser conjuradas en la soberanía inexpug-
nable de una ley escrita. El sacramento del pacto di-
vino es un seguro contra todo riesgo, pero sobre todo
contra el riesgo del desacato inducido por las imáge-
nes paganas.
El peligro de la imagen es la relación que con ella
pueden tener quienes ignoran, que siempre son lxs
otrxs. El peligro está dado por quienes no han sido
iniciados en la verdad de lo unívoco, y que por tanto
se confunden, y extravían penosamente el sendero
de la rectitud. Pero también es un problema que el
Dios único no tiene imagen, y por tanto toda imagen
de él sería una mera falsificación mundana de su in-
efable esencia divina. Hay una imposibilidad de re-
presentar en imágenes a aquello que por su condición
carece de ella. Hay también una prohibición de ha-
cerlo porque ese gesto implica un alejamiento de la
verdad que es única. La multiplicidad de representa-
ciones paganas atenta contra la ley de un Dios único,
innombrable, irrepresentable. Sobre todo, poderoso.
66 Despues de Godard / Ruina

En Platón (en La República, libros II, III y X), su


desconfianza con el arte en general también se asienta
en los peligros desatados por la mímesis. El proble-
ma planteado es múltiple. Mímesis entendida como
copia, semejanza, imitación. La imitación atenta con-
tra el orden político de la polis. Ese orden es estricto
para el correcto funcionamiento de la sociedad. Cada
cual se ocupa de lo suyo (el artesano, el guerrero, el
filósofo). Imitar supone ponerse en lugar de otro (el
actor que imita y el espectador que se identifica con
el actor que imita) Lo que resulta no es sino la con-
fusión. ¿Qué sucede si un guerrero se identifica con
una «mujer»? (es un ejemplo puesto por el mismo
Platón), ¿no entraría en conflicto el perfecto orden
de la ciudad al confundir cada cual su rol en ella iden-
tificándose con aquello que no le conviene? Pero más
adelante, Platón agrega otro punto al problema de la
mímesis. Si la verdad es la idea, toda representación
supone un alejamiento de la verdad. Una pintura se
aleja 3 grados de la verdad que es la idea. Existe la
idea de «cama», la «cama-misma». Y existen tam-
bién las camas singulares. Todas encarnaciones im-
perfectas de la idea original. Cada cama es una verdad
de segundo grado. Un alejamiento de la idea. Un re-
tiro de la verdad. Pero aun así, incluso en su imper-
fección, esas camas hechas por el carpintero pueden
todavía utilizarse. Se puede dormir en ellas. Se pue-
de descansar, se puede reposar. Lo singular conserva
el lado útil de la idea. Pero si un artista hace una
pintura de esa cama singular hecha por el carpintero,
nos alejamos otro grado de la idea. La pintura es co-
pia de copia, imperfección duplicada. Un alejamien-
to ya insalvable de la idea. Ya no hay uso sino desvío
indeclinable.
Gustavo Galuppo 67

El zapatero conoce su oficio. Un pintor lo retrata


en su trabajo, desconociendo incluso los pormenores
y las técnicas de su labor. Lo que se produce es un
alejamiento de la idea, de la verdad: tres grados de
distancia. ¿Qué sucede al ver esa pintura? Si ya el
pintor, en su desconocimiento, se distancia de la idea
que es la verdad, el peligro es que quien vea la pintu-
ra del zapatero la tome, a esa imagen, en su distante
gradación y en su amenazante semejanza, como idea
verdadera de lo «zapatero». El problema de la repre-
sentación mimética no deja de resolverse en la rela-
ción que lxs otrxs tienen o pueden o podrían tener
con ella. Lo que acecha, es la falta dada en el tomar a
una cosa por otra, a la copia por la idea. Quienes ig-
noran confunden. Quienes ignoran no podrán discer-
nir entre lo falso y lo verdadero, entre la copia y el
arquetipo. Quienes ignoran tienden al desorden del
desgobierno y a la bacanal de la lujuria. Las repre-
sentaciones miméticas han de estar prohibidas para
conjurar el desorden. Para preservar la soberanía de
la polis y la relación con la verdad.
Combatir a las imágenes supone, en ellas y para
ellas, una imposibilidad y una prohibición. Imposi-
bilidad de las representaciones de acercarse a la idea
o lo inefable del dios. Prohibición de crear obras
que atenten contra el orden del mundo introducien-
do la confusión entre lo falso (la obra) y lo verda-
dero (la idea o el dios). Pero si se prohíbe, se les
prohíbe a lxs otrxs. A quienes en su ignorancia son
proclives a caer presos de las trampas y las fascina-
ciones de la semejanza. Quienes pueden ser secues-
trados por la alucinación idolátrica son quienes
habitan un rango inferior. Siempre los otros y las
otras. Aquel o aquella que condenan la idolatría, se
68 Despues de Godard / Ruina

encuentran desde siempre más allá del peligro, ilumi-


nados, feroces.
Una idea se vislumbra: el peligro de las imágenes
radica en la posibilidad de que actúe como reempla-
zo total. La amenaza es la representación que se pre-
tende totalizadora. Es decir, ésa que se muestra capaz
de dar cuentas plenamente de aquello que representa
y que, en ese movimiento alucinatorio, lo reemplaza
introduciendo lo falso como verdadero. El ídolo por
el dios. La obra por la idea. El peligro es la trampa
de un reemplazo espurio. Que lo ausente pueda men-
tirse en la literalidad de otra presencia. La amenaza
es el desgobierno. Lo amenazado, la soberanía inex-
pugnable de lo unívoco.
Hay que destruir entonces a las imágenes. Rom-
perlas, prohibirlas o profanarlas. Declararles la
guerra.
El «Cristo» introduce un nuevo giro en la cruenta
guerra contra las imágenes. Resignifica dramática-
mente, en la laceración de su propio cuerpo, la in-
cierta idea del poder que ellas tienen. Encarnación
del logos, verbo o palabra hecha imagen, la figura
del mesías cristiano desafía tácticamente a la icono-
clasia hebrea. El dios nacido niño finalmente se ha
hecho cuerpo. Es decir, imagen. Un nacimiento radi-
cal e inverosímil como desafío supremo a su propia
prohibición. Aquello que por definición no tiene ima-
gen se ha dado para sí finalmente una, definitiva y
provisoria a la vez. Cada imagen, en cierta medida,
aspira siempre a ser la última imagen. Con la llegada
del Cristo, lo divino toma cuerpo-imagen en lo terre-
nal; pero aspirando, en este caso, a ser la penúltima.
El dios se ha dado un cuerpo para ingresar por el lado
del terror en el régimen de las representaciones. El
Gustavo Galuppo 69

pacto sellado entre Dios y los hombres a través de la


palabra fracasó. La humanidad no ha comprometido
su vida en el sacramento de la ley escrita. Lo dramá-
tico del giro exigido en el fracaso del pacto es que,
desde entonces, la salvación misma dependerá, ya no
de la palabra escrita, sino de esa imagen. De una ima-
gen, definitiva por provisoria. Para redimir a la hu-
manidad, tras la derrota de la palabra sacramental,
se hizo necesario un voluptuoso cambio de estrate-
gia, irónico, cruel, también glorioso. Pero la imagen
que viola la antigua prohibición no es suficiente, se
sabía, para alcanzar la redención en la llegada del
reino prometido. La imagen se hace para ser extin-
guida con ferocidad. Destrozada. Devastada. Hecha
polvo y sangre. Macerada en la cruz. Todo, y hasta el
fin, con desmedida crueldad. La oscura suerte de esa
imagen era la agonía lenta y la devastación. No exis-
tía otro destino posible; la imagen había sido hecha
para desaparecer bajo la saña feroz de los conspira-
dores y los cómplices. Con minuciosa brutalidad,
rompieron ese cuerpo-imagen. Flagelado, fue exhi-
bido incluso en la pausada declinación de su cuerpo
sufriente. Lo que esta carnicería suscita es una im-
piadosa reactualización de la iconoclasia. Los pode-
res de la imagen son dispuestos bajo el manto de otra
perspectiva. Porque es allí que se puede vislumbrar
ese giro oportuno que definirá el porvenir de la gue-
rra contra el poder de las imágenes. Si la imagen tie-
ne un mayor poder que la palabra, ese poder se afianza
indefectiblemente en su propia destrucción. Pero lo
efímero de ese estrago no es capaz de fundar una au-
toridad duradera. Por eso se torna imprescindible per-
petuar la ruina en una nueva imagen. El cuerpo del
Cristo es una imagen provisoria, en tanto es la exi-
70 Despues de Godard / Ruina

gencia de otra imagen en la que perviva la minuciosa


agonía de su desastre. El símbolo de la cruz, en el
punto crucial de su señorío, es la imagen concisa de
la depredación de otra imagen (el cuerpo del Cristo).
Y es finalmente esa imagen, la de la cruz, ya no pro-
visoria sino definitiva en su cruenta austeridad, la
imagen de los estragos de otra imagen en la que pue-
den consolidarse la soberanía, el mando y la prome-
sa. No asombra por tanto que la veneración de la cruz
ya no sea condenable como idolatría. La imagen que
representa la destrucción de otra imagen puede reto-
mar ahora su camino hacia la verdad. Esa paradoja
de la iconoclasia (destrucción y creación) traza en
gran medida el derrotero de las imágenes en Occi-
dente. Dos mil años después de aquel reinicio, el si-
glo XXI despuntará en su aurora, una mañana del 11
de septiembre, con la mas fastuosa y sanguinaria con-
firmación de ese poderío.
Rechazo platónico, prohibición hebrea, luchas
bizantinas y reformistas: el fundamento iconoclasta
se asienta de igual modo en el peligro de una repre-
sentación totalizadora que actúe como sustitución.
La amenaza se tiende sobre el arquetipo que funda-
menta la soberanía. Lo que está en juego es el poder,
eclesiástico o imperial. La guerra contra las imáge-
nes no tiene fin, porque se imbrica profundamente
entre los encarnizados juegos del poder, que no tie-
nen fin. Sin embargo, asombrosamente, ese tenaz afán
del combate no deja de ser solidario a su contramar-
cha: el proyecto occidental y luego europeo de cons-
tituirse como una representación total de la
humanidad. Occidente busca las formas definitivas
de una representación totalizadora del mundo. Una
imagen unívoca (eurocéntrica) que lo contenga todo,
Gustavo Galuppo 71

pero siendo todo ya lo Mismo. Una representación


sin fisuras, sin brechas, sin intersticios, sin sombras,
sin secretos; brutal, sanguinaria, impiadosa. Una re-
presentación absoluta de su cultura que no reconoz-
ca ningún tipo de sombra ni exterior. Una
universalización de su propia imagen, como ridícula
pretensión de un «universal europeo». Para ese pro-
yecto de la imagen absoluta y sin resto, sólo cabe
entrar en sus propias representaciones o dejar de exis-
tir. Nada hay por fuera. No hay exterior. La razón y
el progreso marcan el abismo de la línea divisoria.
La idea de humanidad tiene lugar en esa única ima-
gen. El nacimiento de Europa y su despliegue colo-
nial es la historia de esa imagen predatoria. La
carnicería occidental tampoco tiene fin.

La anti-representación

¿Cómo entender el problema, si es que existiera,


de la iconoclasia en el cine? ¿Cómo postular la des-
trucción de las imágenes dentro de un régimen re-
presentativo solidario de las imágenes? El hecho de
que simplemente exista una motivación iconoclasta
en el cine, en lo paradójico de su gesto, implica in-
defectiblemente el ejercicio de un acto creativo. Ha-
cer imágenes de la negación de las imágenes no puede
sino derivar en gestos de innovación. Imágenes nue-
vas nacidas de las ruinas de otra imagen, como la
cruz cristiana.
La iconoclasia cinematográfica entraña un gesto
paradójico. Combatir al cine desde el cine mismo.
Promover la desaparición de las imágenes haciendo
más y más imágenes. Su contradicción no puede ser
72 Despues de Godard / Ruina

sino fecunda. Su destrucción es creativa. Al fin y al


cabo, hacer imágenes que trabajen contra sí mismas,
es hacer nuevas imágenes. Pero imágenes movidas
por una contramarcha que las desarma contra lo que
representan, contra el vínculo que ellas postulan,
contra los usos «nocivos» a los que se ofrecen. Las
imágenes se ponen a trabajar contra sí mismas desde
la palabra que se desanuda de lo visible. Desde la
materia «maltratada» que toca sus límites. Desde el
desvío de las funciones políticas del archivo. Desde
la destitución de los clichés. En todos los casos se
trata de un desmantelamiento de poderes anquilosa-
dos, también de una profanación. Pero haciendo más
y nuevas imágenes que intenten acabar con todas las
imágenes precedentes, volviéndolas «impotentes».
Devolviéndolas al uso común y renovado de las per-
sonas. La contradicción y la paradoja de la iconocla-
sia cinematográfica no pueden sino derivar en una
poética-política de la reinvención. De una renova-
ción, incluso, redentora. Si desde el cine se intenta
matar al mismo cine (o a las imágenes, o a un modo
de representación excluyente identificado con el
«cine»), éste no puede más que resurgir vitalmente
renovado, sobrevivir con tenacidad. Renacer también,
radicalmente.
Destruir a las imágenes, romperlas, profanarlas,
negarlas. Pero mediante la creación de otras imáge-
nes, haciendo más imágenes. En diferentes momen-
tos del siglo XX se han dado esos movimientos
radicales de ruptura. Terminar con el cine; habría que
hacerlo. Arrasarlo. Arruinarlo. ¿Pero sobre qué fun-
damento puede asentarse ese gesto paradójico de
combatir a las imágenes mediante la creación de nue-
vas imágenes? La iconoclasia cinematográfica no di-
Gustavo Galuppo 73

fiere, en ese aspecto, de toda la tradición iconoclas-


ta. Lo que se combate, en cierta medida en la mayo-
ría de los casos, es la idea de una representación
totalizadora-totalitaria que pretende reemplazar a las
cosas que la imagen señala. Lo abyecto es la voraci-
dad de una imagen que aspira a tomar el lugar de las
cosas. A negarlas en la singularidad inaccesible de su
existencia para convertirlas en otra cosa plenamente
apropiable por y en la imagen. El problema no es un
problema de la imagen, es el problema de cierto régi-
men de la representación. De ciertos modos de con-
cebir a la representación como una devastadora
totalización del mundo y de la experiencia. El «uso»
de esas representaciones no puede sino derivar en
un acto arcaizante de idolatría. Tal o cual imagen,
asimilada en la plenitud de su presencia, aspira a ser
tomada como la cosa misma, sin concesiones, ínte-
gra, satisfecha.
Tomado en una conflictiva generalidad, se podría
postular que el cine de corte clásico (como parte del
linaje de las imágenes técnicas desde la fotografía)
es la culminación del proyecto de representación to-
talizadora de Occidente. Alcanzar una imagen que
dé cuentas plenamente del mundo, que tome su lugar
incluso. Un lugar sitiado, asediado, bloqueado, sin
escapatoria. El mundo en la imagen como un sitio
sin fisuras, sin grietas, sin resquicios, sin resto. Una
imagen en la que todo pueda estar contenido: el mun-
do y su idea. También, los posibles de la experien-
cia. Todo cabe en el deslumbramiento de esa luz que
no deja lugar para la sombra. Es la luz de la razón.
La culminación del espíritu. El cine nace de la con-
ciencia europea, no en otro lugar. El modelo de re-
presentación clásico del cine se apoya sobre
74 Despues de Godard / Ruina

categorías fundamentales del pensamiento occiden-


tal como totalidad, productividad, conceptualización,
linealidad/progreso y separación (sujeto/objeto). Por
eso la iconoclasia cinematográfica, más allá de sus
motivaciones, no ataca del todo a la imagen en gene-
ral, sino al régimen representativo hegemónico de la
totalización. A las engañosas relaciones por ese mo-
delo suscitada. Fascinaciones, alucinaciones, trampas
y engaños que disuelven la distancia entre la imagen
y su referente para borrar al mundo. Lo que se pier-
de, a fin de cuentas, siempre es el mundo.
Existe en la historia del cine, a mitad del siglo XX,
un momento de ruptura, un quiebre solidario con los
desastres de su tiempo. Se trata de un acontecimiento
ante el cual el cine se vio tocando de improviso la
materia rapaz de sus propios límites. Y puesto en el
borde de sus límites, dejado en la intemperie de ese
umbral, no pudo sino descubrir, a destiempo, la fero-
cidad de su proyecto. La Segunda Guerra Mundial,
con el nazismo y los campos, supuso una irrupción
frente a la cual la imagen cinematográfica no pudo
más que volcarse sobre sí misma para repensarse en el
filo cruel de sus filosos bordes. Lo que acecha a la
imagen, desde entonces, es un espectro que ahora cons-
tituirá el punto de fuga de sus derivas iconoclastas: la
idea de lo «irrepresentable». Auschwitz es lo irrepre-
sentable. Imposibilidad o prohibición de representar.
Pero el tope es puesto al descubierto. El horror des-
mesurado de lo indecible no puede ser capturado den-
tro de las lógicas totalitarias de la imagen sin caer en
su banalización, e incluso sin delatar, silenciosamen-
te, una especie de complicidad involuntaria. Pero no
por eso ingenua. El cine tampoco puede salir intacto
de los desastres de la historia que él ayuda a construir.
Gustavo Galuppo 75

El nazismo y su maquinaria supone un sismo en la


condición representativa cinematográfica ya que, sin
previsión, se le revela como su espejo. Tal máquina
de representación, la del nazismo, enfrenta al cine a
las bases de su propio proyecto totalizador. La colo-
salidad y la desmesura de la imagen que el nazismo
se da no es estrictamente el problema. En cambio, lo
es el hecho de postular una archirepresentación que
en sí misma agote por completo la presencia de aquello
que representa. En sus arquitecturas, en sus colum-
nas y desfiles, en sus antorchas y banderas, en las
estructuras perfectas de toda disposición de masas,
en los cuerpos apolíneos en danza, en cada gesto
adusto, en cada brazo levantado y multiplicado geomé-
tricamente, lo que se representa es el ideal de la raza
aria como concepto universal. En su desmesura, se-
mejante idea de representación se postula como la
presencia integral de lo representado, de la raza ele-
gida para dar cuentas de la humanidad. La megaes-
tructrura representativa nazi es el mismo ideal de lo
ario. Lo suplanta por completo, toma su lugar en la
plenitud de una presencia dada en imagen. Como ma-
quinaria representativa totalizadora, esa megaestruc-
tura estética usurpa el lugar de la humanidad misma
en su conjunto bajo el nombre de lo «ario». La archi-
representación es afirmada como lo que existe de lo
humano en su integralidad, sin resto, sin afuera, sin
exterioridad. Es así de tal manera que para suprimir
por completo la posibilidad de un exterior a esa ar-
chirepresentación, hubo que montar otra maquinaria
opuesta, des-representativa, como la de los campos.
Allí se lleva a cabo la supresión definitiva de toda
representación parasitaria (judíos, gitanos) a la ar-
chirepresentación totalizadora de la maquinaria. Lo
76 Despues de Godard / Ruina

que no «es» dentro de la archirepresentación del na-


zismo, debe cumplir el destino de la no-existencia, la
supresión total y definitiva de sus poderes represen-
tativos. La tenacidad de la archirepresentación se
muestra como la consumación fatal del proyecto de
la representación totalizadora de Occidente. Esa for-
ma autoerigida que se niega a reconocer una exterio-
ridad a la propia plenitud de su presencia, entendida
ya como el mismo arquetipo. Si el aparato nazi se
proclama como la maquinaria de archirepresentación
final del proyecto occidental, el cine de corte clásico
no puede sino verse allí, en ese brutal espejo anóma-
lo, interrogado en sus mismas bases fundacionales.
El gran mecanismo narrativo de corte clásico tiene,
desde sus inicios, una vocación totalizadora que se pro-
pone como mira, en silencio o entre susurros, la idea
de archirepresentación. Cada film daría cuentas de un
mundo sin fisuras ni exterioridad. Pero es más aún en
el cine como fenómeno global, con sus categorías de
género, donde se propone la captura íntegra y sin res-
tos de una idea de mundo. Todo estaría allí contenido.
Todos los seres, las cosas, los gestos, las intrigas, los
conflictos, los deseos, los amores, los desamores, las
injusticias, las demandas, los imaginarios, los sueños.
Todo lo existente dado plenamente en su visibilidad, en
una imagen-mundo que en su despliegue desconoce
de límites. Todo cabe adentro suyo. La proliferación
de la sutura desconoce el afuera. Todo puede forzarse
en su acceso a la luz para ser confinado entre los bor-
des de una pantalla. Más allá de sus límites no habita
lo insondable, sino lo inexistente. En cierto modo, el
cine clásico y el cine científico pretenden cumplir el
proyecto histórico de las imágenes técnicas (desde la
fotografía) de hacerse plenamente de un mundo sin
Gustavo Galuppo 77

exterioridad, capturado y agotado en la integralidad ex-


haustiva de lo presente. Pero es allí que ese cumpli-
miento total y definitivo, no alcanzado por el cine,
irrumpe brutalmente y de improviso con la archirepre-
sentación concretada por el proyecto nazi. La estética
del exterminio le devuelve al cine la imagen atroz de
su proyecto. Allí, finalmente acabado, pleno, íntegro,
desnudo en la literalidad de su objetivo. La toma plena
de posesión del mundo no podía sino resultar en su
devastación. Por tanto, si el horror del exterminio se-
ñala el límite de lo representable/irrepresentable para
el cine, es principalmente porque la maquinaria de tal
atrocidad revela que las bases del proyecto archire-
presentativo del nazismo comulga con las aspiraciones
representativas del cine. Entonces, ¿cómo abordar crí-
ticamente esa maquinaria de muerte cuando el pro-
yecto en común de una archirepresentación dejaría
traslucir en el cine una suerte de complicidad involun-
taria? Lo irrepresentable, en ese punto del horror que
finalmente ha tenido lugar, no es aquello que no tiene
imagen, no es lo inefable de la divinidad. Lo irrepre-
sentable señala en cambio la vocación destructiva del
proyecto de una archirepresentación del cual la ima-
gen técnica occidental participa y estimula. Desde
entonces, en esa torsión, el cine no podrá (éticamente)
más que replantear aquel proyecto y volverse contra
sí mismo. Salir de lo archirepresentativo, caminar el
borde áspero de sus límites. Saberse y hacerse ruina.
La iconoclasia en el cine es un movimiento hacia la
idea de una anti-representación. Una deslegitimación
virulenta de la intención totalizadora y colonialista de
la representación pautada por el proyecto occidental.
78 Despues de Godard / Ruina

Destrucción creativa y fármacon

La iconoclasia cinematográfica (al interior del cine,


ejercida desde el cine mismo) no es sino la figura
esquiva de un movimiento doble y contradictorio.
Destruir construyendo, o incluso a la inversa, y más
allá de la intención, pero siempre sostenido en ese
momento indecidible en el cual las formas opuestas
de la destrucción y de la construcción conviven sin
posibilidad de resolver el litigio aparente. No es posi-
ble salirse de ese juego intrincado de contradicciones
que conviven en un mismo gesto que apunta en di-
recciones opuestas sin, por eso, volverse inoperante
o inútil. Ese doble movimiento contradictorio no se
resuelve en una oposición binaria simple, sino que se
reconfigura en un nuevo gesto mágico que supone
interrupción y apertura. El gesto mágico es lo abier-
to. Es, en cierta medida, indescifrable en su discor-
dancia, y como tal, como indescifrable, permanece
suspendido en su apertura a diversos usos. Marcha y
contramarcha al mismo tiempo, indiscernibles entre
sí. Destruir al cine desde el cine, haciendo una obra
que termine con el cine mismo, o llevando a cabo, si
se quiere también, la última película; todo eso es ha-
cer, por encima de toda intención, una película más,
siempre otra película. Pero no ya cualquier película,
sino la última, aquella que se comporte como un ve-
neno capaz de destituir a todas las representaciones
precedentes. Veneno eficaz en su rotunda ineficacia.
Al mismo tiempo que mata, convoca también al rena-
cimiento. Veneno y remedio (la última película es una
película más). Esta figura paradójica adopta la tesitu-
ra del paso entre dos valores contrarios, como el «fár-
macon» de Platón abordado por Jacques Derrida en
Gustavo Galuppo 79

su texto «La farmacia de Platón». El fármacon grie-


go es, literalmente en relación a su significado, tanto
veneno como remedio, según el contexto de uso de la
palabra. En el mito releído por Derrida, el fármacon
es la escritura. Veneno y remedio a la vez, la escritu-
ra es esa invención indecidible que convierte en letra
muerta al pensamiento vivo alejándose de la verdad.
Sí, en el mito la escritura es rechazada como un fár-
macon. ¿Pero cómo traducir allí esa palabra sin trai-
cionar su ambivalencia?, ¿qué sentido darle, cabe una
elección? ¿Envenena, cura o ambas cosas a la vez?
Allí el doble juego de las contradicciones irresolubles
se revela en la riqueza de lo incierto. El fármacon
debe permanecer intocable en su reserva, en su re-
celo. La escritura envenena a la vida siempre diná-
mica del pensamiento, del logos, la hace sucumbir en
un grafismo muerto que es sólo apariencia del pen-
sar, ya fijado. Pero si esa letra muerta de la escritura
es tomada en su reserva, en su juego de huellas y
remisiones (la contradicción indecidible del fárma-
con), de señas y de trazos, que se tornan inagotables
en sus posibles configuraciones, la escritura también
sería remedio: detención del lenguaje en el momento
de su potencia, interrupción de sus sobredetermina-
ciones en el silencio de un signo afásico, la huella,
como apertura al exterior/interior del lenguaje. Así
también, el gesto iconoclasta esbozado desde el inte-
rior del cine, es decir, haciendo más cine para des-
truirlo, haciendo otra película, postulando incluso que
aquello que se hace no es sino la última película, no
puede adoptar sino la condición del fármacon. Ese
signo de lo indecidible que reúne a una cosa y a su
contraria en la forma de una huella siempre abierta
como pura potencia. Veneno/remedio, destrucción/
80 Despues de Godard / Ruina

construcción, ya no son pares de polos que se opo-


nen, sino que participan de una misma masa en la
que se desdibuja tal oposición. Así, destruir al cine
haciendo cine implica, de algún modo, interrumpir su
movimiento para dejarlo suspendido contra sí mismo,
contemplándose a sí mismo, y dejándolo allí, tras la
ruina y como ruina, disponible para nuevos y nume-
rosos usos. Destruirlo es provocar su renacimiento.

Sustracción/detención/desactivación

La forma privilegiada de la destrucción del cine


por el cine mismo es la desactivación. O mejor, la
cadena sustracción-detención-desactivación. Cadena
de operaciones destructivas-constructivas que se ar-
ticulan en torno a la autorreferencialidad (el cine
mirándose a sí mismo). Pero hace falta volver sobre
lo anterior: el cine que se postula contra el cine no
arremete contra la imagen en general. Su embestida
no pretende abolir la totalidad de las imágenes, sino,
por el contrario, a cierto régimen de la representa-
ción que hace de la imagen el mero instrumento de
una cacería rapaz.
La iconoclasia en el cine puede asumirse como
una suerte de marcha «anti-representativa», pero sólo
si tomamos al voluble concepto de «representación»
estrictamente ligado al proyecto de una imagen tota-
lizadora que sea capaz de gestionar la idea de un re-
emplazo. Ese sería, en gran medida, el modelo de
representación institucionalizado al interior del cla-
sicismo cinematográfico. Tal modelo podría caracte-
rizarse de modo sumario y superficial enumerando
una serie de operaciones recurrentes. Todo lo visible
Gustavo Galuppo 81

es tomado como plenamente decible en lo «dicho»,


los elementos audiovisuales se articulan según una
rigurosa lógica de causa y efecto (primacía de las
intrigas), la narración entra íntegramente en las for-
mas de lo verosímil, las emociones son emociones
comunes, siempre categorizables (la risa, el llanto,
el miedo), y el universo entero es una presa accesi-
ble. Tales recursos, recubiertos incluso con los fal-
sos oropeles del «realismo» institucional, direccionan
las operaciones de representación hacia la totaliza-
ción de una imagen dada sin fisuras, sin resquicios,
sin huecos, sin grietas. Un mundo sin sombras ni fu-
gas, sin lugar para el secreto de lo verdadero. Sólo si
se acepta ese régimen de representación como la idea
dominante de la representación cinematográfica, la
iconoclasia en el cine puede ser entonces asumida
plenamente como una anti-representación. Lo que por
lo tanto está en juego, lo que se tiene en la mira para
la destrucción, no es la imagen misma, tampoco la
representación en términos generales, sino y puntual-
mente un régimen de representación en particular. Un
régimen proclive a suscitar las alucinaciones de un
reemplazo pleno. Que el cine pase por ser el mundo,
que el espectáculo ponga en retirada a la vida, que la
haga desvanecerse, esfumarse, extinguirse. Reflejos
de nada ni de nadie que pasan por ser el todo. La
amenaza es que todo eso tenga lugar. Todo menos el
mundo.
La vocación anti-representativa pone en marcha
la cadena sustracción/detención/desactivación. En ese
triple eslabonado se suspende el régimen (archi) re-
presentativo para quedar, momentáneamente y en
suspenso, reposando sobre sí mismo. El cine queda
deslumbrado en su propio movimiento irresuelto, con-
82 Despues de Godard / Ruina

templándose con dificultad en su misma potencia sin


poder pasar al acto sobredeterminante de la captura
y la sustitución. Quedando el cine allí, incluso, dispo-
nible para lo aún no pensado. Un poco roto, sí. Des-
truido, en parte también, pero renacido
paradójicamente de la propia ruina en una fragilidad
ahora asumida y expuesta sin premura. La nueva ima-
gen, asaltada en su potencia, es la imagen de la des-
trucción de otra imagen que, ya desactivada, se
muestra en su inapropiable disponibilidad. Paradóji-
ca, la imagen de la destrucción del cine, es una ima-
gen gentil, amable, dispuesta, entregada plenamente
a la multiplicidad de su potencia. Eso porque es ca-
paz de detenerse, de interrumpir su movimiento, de
escapar a la ferocidad de la cacería; exponiéndose
en su precariedad y en su inacabamiento a lo incierto
de una razón poética cuyo premio es el ensancha-
miento del misterio. Desactivando también su poder
para, por un instante, liberar su potencia y saberse
sombra y vestigio de lo que tiene-lugar sin agotarse
en la presencia.
La anti-representación iconoclasta desbarata en-
tonces las operatorias del régimen representativo to-
talizador primero por sustracción, quitando los
excesos (archi) representativos que direccionan a la
imagen hacia la captura completa del mundo. Habla-
mos de nociones vinculadas con ciertas ideas natura-
lizadas de «realismo» y del poder comprobatorio/
documental de las imágenes que las alejan de su pro-
pia existencia como lo que son, imágenes o porta-
huellas: puras operaciones de sentido desplegadas
temporalmente en superficies planas a partir de de-
terminados soportes. La archi-representación ya no
supone una ventana abierta al mundo, sino un dispo-
Gustavo Galuppo 83

sitivo panóptico desde el cual todo se puede ver en la


plenitud de su presencia significante. Lo que se sus-
trae allí es principalmente el artilugio de las fascina-
ciones que transparentan a la imagen hasta hacerla
desaparecer como tal y convertirla en «ventana». En
segundo lugar, el desbaratamiento se da por deten-
ción, suspendiendo el movimiento de captura del su-
jeto (filmante) al objeto (filmado) para quedarse en
ese lugar indiscernible que es el «entre» las cosas,
en ese indecidible que es el mismo acto suspendido
en el estarse-haciendo. La imagen se detiene antes
de la captura. La cosa no deviene objeto y se des-
pliega en su neutralidad inapropiable. El sujeto, di-
luido en su inacabamiento, pasa a ser apenas un
momento secundario del proceso. Ya no se trata del
predador y de la presa, sino de otro tipo de vínculo;
en cierta forma, una idea de «uso» antes que de cap-
tura o apropiación. La huella (la imagen misma) ya
no es el camino hacia la víctima, sino el hueco en el
que puede tener lugar lo múltiple, desde evocacio-
nes y reminiscencias constelativas. Y, finalmente, el
desmantelamiento se produce por desactivación, es
decir, interrumpiendo definitivamente, por todo lo an-
terior, el proceso de captura total de las cosas o del
mundo, para quedarse la imagen en esa oscilación
del mirarse-mirando como movimiento inacabado.
Observando allí, suspendidos sus poderes, la gracia
de su potencia indefectiblemente irresuelta. Entre-
gándose entonces así como eso que está sucediendo,
como una potencia dada a usos múltiples. Lo que se
desactiva es el poder de la imagen para dejarla repo-
sando en su potencia (la posibilidad de lo múltiple).
Allí, mediante estas operaciones, la destrucción crea-
tiva (el fármacon) renueva las funciones del cine
84 Despues de Godard / Ruina

desnudando su extrema e íntima fragilidad, desocul-


tando su participación en lo común de la vida preca-
ria y siempre amenazada.
Autorreferencialidad, ésa es la palabra privilegia-
da para la cadena «destructiva» sustracción/deten-
ción/desactivación. El movimiento del cine se
interrumpe en el momento de mirarse a sí mismo,
allí, en esa entridad en la que queda a la intemperie.
Ya no concreta su acto de dominio o posesión. No
cree, o deja de creer, en la necesidad de concretarse
en un acto de captura. (Se) Sustrae y se detiene, se
mira mirando. Se rompe y se abre. Se destruye y se
construye. Sabe que una huella no es el camino hacia
la presa sino un vestigio del todo frente al que es
preciso detenerse. Y allí finalmente, detenida, la ima-
gen se entrega por entero en su potencia frágil, de-
jándose a sí misma como disponible e inapropiable a
la vez. Dispuesta al renacimiento y a las reinvencio-
nes.
«El camión», de Marguerite Duras, es el punto
culminante de todo procedimiento de desactivación
del cine. En ella, la autora de la película (la misma
Duras) se ubica frente a frente, a los lados de una
mesa, con el posible actor (Gerard Depardieu). Am-
bos dialogan durante todo el metraje acerca de la
«posibilidad» de la película. El modo dominante es
el condicional. Se habla de algo que nunca ha suce-
dido, pero que «podría» hacerlo, de un modo o de
otro. La película no se hace – se niega – al mismo
tiempo que se hace, pero mantenida siempre en la
pura potencia del modo condicional. No hay, o no
debe haber, imágenes definitivas para esas palabras,
para ese texto, para esa historia sobre lo que sigue a
los desastres del deseo. Por tanto, lo que queda, es
Gustavo Galuppo 85

sustraer, suspender y desactivar, para dejar al cine


frente a su límite. «El camión» es el límite mismo
del cine, el punto de acceso a su propia potencia.
Como sucede en «El camión», cuando en la
(auto)destrucción el cine alcanza sus límites, lo que
finalmente encuentra no es lo inefable o lo irrepre-
sentable, sino su propia materia iluminada en modo
condicional. Y allí (o desde allí) todo puede reco-
menzar de diferentes formas. El límite no es clausu-
ra, sino acceso.
3

Acceso
89

El espacio, el lenguaje y la muerte

Una imagen no es sino el resultado del trabajo de


una mirada mediada por una cierta tecnología de uso,
y la mirada es, ante todo y fundamentalmente, un
efecto de la distribución política. En cada mirada se
articulan el espacio y el lenguaje; es decir, lo visible
y lo decible. Pero lo visible no son las cosas mismas
en su exposición ingenua, no es la forma cándida de
los elementos manifestados en su mero existir sin fi-
nes, sino aquello que se deja (y se puede) ver desde
un determinado emplazamiento (no es lo mismo lo
que ve un rey a lo que ve un súbdito). El lugar a ocu-
par condiciona la posibilidad de acceder a un deter-
minado «visible», a uno y no a otro. Lo visible responde
a la lógica de una distribución de emplazamientos des-
de los que se hace ver o se oculta, se hace decir o
callar, se abre o se cierra. Esa tal cual cosa que se
ve, y el modo en que se la ve es la consecuencia de
una distribución jerárquica de emplazamientos que su-
ponen perspectivas formalizadas, luces y sombras,
ocultamientos e iluminaciones, lejanías y proximida-
des. Lo visible se construye como tal sobre determi-
nadas condiciones políticas de posibilidad, sobre una
superficie de consistencia que revela ciertos aspec-
tos descartando u opacando otros. Lo que se ve no
es, de ningún modo, el resultado de una aparición in-
motivada del mundo en su neutralidad inapropiable;
es, en cambio, lo que se incluye en el marco del dis-
positivo hermenéutico que regula a la mirada en la
90 Despues de Godard / Acceso

distribución sensible de emplazamientos y perspecti-


vas. Por su parte, lo enunciable, lo que se puede de-
cir de las cosas (vistas), poco tiene que ver con esas
cosas mismas, sino que permanece interior a los jue-
gos del lenguaje que se legitiman en determinadas
jugadas comprobatorias. ¿En qué punto entonces una
mirada hecha imagen es capaz de articular esos dos
campos, lo visible y lo enunciable, en una idea de
Verdad?
En el fondo, en cierto sentido, y aunque esto no se
diga jamás en el texto, El nacimiento de la clínica 14,
de Michel Foucault, traza las coordenadas del mo-
mento en que las imágenes técnicas han tenido lugar.
El momento preciso en que han podido finalmente
tener lugar más allá de las circunstancias tecnológi-
cas. El momento en que se dieron sus condiciones
efectivas de aparición. Pero condiciones epistemoló-
gicas más que condiciones prácticas (éstas podían
ya existir). Con el minucioso relato del nacimiento de
la clínica, se dibuja el mapa de una situación en la
que las imágenes adquieren, por vía de la positiva-
ción científica, un estatuto comprobatorio que exhor-
ta por su manifestación concreta para un uso
determinado: el mundo ya las exige. El libro termina
en el momento en que nace la fotografía. No se men-
ciona, no se alude a esto en ningún momento, pero
termina justo allí, dejando la línea tendida, cuando el
espacio, el lenguaje y la muerte se articulan en torno
a la mirada para hablar de una verdad (la verdad de
una enfermedad, en este caso). El texto narra la cons-
titución del campo en el cual las imágenes técnicas,

14. El nacimiento de la clínica, Michel Foucault, 1963, Buenos


Aires, Siglo Veintiuno Editores.
Gustavo Galuppo 91

en particular la primera, la fotografía, fueron no ya


solamente posibles, sino incluso exigidas. No se dice
jamás, pero podría haberlo hecho y Foucault podría
haber titulado a ese texto El nacimiento de las imá-
genes técnicas; una sola mención a la fotografía,
sobre el final, hubiese bastado para redirigir el punto.
De lo que se habla, sin embargo, sin alusión a la foto-
grafía, y a través del estudio del surgimiento de las
prácticas de la medicina clínica y de su legitimación,
es del lapso que va de la segunda mitad del siglo XVIII
a los primeros años del siglo XIX, un lapso en que se
produce un cambio en el estatuto del lenguaje: allí, a
diferencia de las condiciones dadas anteriormente, de
un modo extraño (por lo arbitrario o accidental) lo
visible y lo decible se articulan en un posible enuncia-
do de Verdad. Lo visto puede ser plenamente capta-
do por lo dicho. La palabra se vuelve transparente en
relación al mundo, se tiende sobre él, lo recubre con
los oropeles del lenguaje para conformar un punto
veridiccionante. El médico ve, echa un vistazo (que
es más que la vista, es también tacto, es también au-
dición), y enuncia una suerte de verdad sobre la en-
fermedad de su paciente. No se remite ya a un cuadro
nosográfico preexistente en el cual se clasificaba todo
el saber de la salud y la enfermedad; ahora mira y
enuncia una verdad en el mismo acto. Mirar y enun-
ciar se acuartelan en un único gesto, legítimo, com-
probatorio. En fin, verdadero. Una de las cosas que
allí se opera es la separación jerárquica entre quien
ve y lo visto, entre el sujeto cognoscente y el objeto
conocido, entre quien tiene el saber y quién no. El
enunciado de una verdad se lleva a cabo sólo desde
el emplazamiento adecuado. Y es incluso ese lugar
ocupado en la desigualdad de las distribuciones lo que
92 Despues de Godard / Acceso

garantiza y legitima la articulación de lo visible y lo


decible en un enunciado legítimo. Ahora bien, ese acto
de legitimación cerrará su círculo en el estudio de los
cadáveres, abriendo cuerpos para estudiarlos. Ahí, en
ese punto en que el proceso de la enfermedad se de-
tiene y en el cual puede ser estudiada en el corte
inmóvil que todo lo «dice» ya sin variaciones no pre-
vistas: lo ya «dicho», lo detenido, ya no acepta otras
formas. Lo muerto. Allí, por tanto, con el anudamien-
to que da fin a esa historia, se abre la posibilidad de
la imagen técnica. Y es que el acto fotográfico, más
que de otros dispositivos de imágenes, es familiar di-
recto de la mirada anátomo-clínica de la autopsia. Con
ella comparte el reclamo de ese mismo a priori his-
tórico en el que se anudaban, como nunca lo habían
hecho antes en la historia de Occidente, lo decible y
lo visible en el tejido arbitrario de una nueva verdad
soberana. Ambos comulgan en la plenitud de un de-
seo de extraer una verdad apuntando directo al cen-
tro de reunión entre la luz, el lenguaje y la muerte. Si
una cierta pátina recubre la imagen fotográfica, cuyo
privilegio es la semejanza inagotable con la similar
pátina que recubre de igual modo al mundo sensible,
su prestigio se enarbola, entonces, no tanto sobre la
ausencia de afecciones de la máquina y su idea deri-
vada de objetividad, sino mejor sobre la posibilidad
de que el lenguaje se iguale a la luz en un enunciado
verdadero desplegado desde la representación. La fo-
tografía se hace posible estrictamente desde esa co-
munidad presupuesta entre lo visible y lo decible,
al igual que la mirada de la medicina clínica. Si tanto
la foto como el «vistazo» médico son capaces de
arrancar una verdad del mundo, es porque el régi-
men de lo visible se ha vuelto por completo enuncia-
Gustavo Galuppo 93

ble, porque ha quedado disponible plenamente y sin


reparos a las formas del lenguaje especializado de
las ciencias que lo capturan en su completud. Lo di-
cho dice una verdad sobre lo visto, y lo visto puede
ser dicho como una verdad en un enunciado, captado
en su integridad por una proposición. Que el régi-
men de la luz y el régimen del lenguaje sean por com-
pleto heterogéneos, pasa entonces a segundo plano;
esa es la condición del funcionamiento de las nuevas
modalidades del Saber. Las palabras se transparen-
tan para posarse sobre las cosas, invisibles, para nom-
brarlas, designarlas y hacerlas entrar en el esquema
clasificatorio del entendimiento totalizador. La uni-
versalidad del concepto triunfa sobre la singularidad
de los seres. Las imágenes se despliegan para ser di-
chas en la plenitud de su presencia y de su sentido
extenuado en los engranajes gramaticales del lengua-
je. Es por eso, y no por otra cosa, que la aparición de
la técnica fotográfica supone un importante desfase
con respecto a la tecnología que ya la habría hecho
posible tiempo atrás: esos otros campos del saber,
anteriores, no sólo no reclamaban la existencia de
una imagen semejante, sino que la hacían impensa-
ble. ¿Qué valor tendrían esas imágenes, qué usos, qué
fines? Sin utilidad artística, y sin utilidad científica,
ya que aquel fondo histórico no había erigido aún
esos prestigios comprobatorios derivados del anuda-
miento entre lo visible y lo decible, la imagen técni-
ca era posible; pero de ningún modo, bajo ningún
aspecto, pensable o viable. La posibilidad de su exis-
tencia se veía negada por un saber que no la contem-
plaba dentro de los posibles de su tiempo. Así, la luz
y el lenguaje se trenzan en la imagen fotográfica, pero
también la muerte (lo cerrado, lo detenido, lo ya «di-
94 Despues de Godard / Acceso

cho»). La fotografía no sólo es familiar directo de la


mirada clínica, sino más, y plenamente, de la mirada
anátomo-clínica de la autopsia: del anudamiento en-
tre la luz, el lenguaje y la muerte en el emplazamien-
to de una mirada rectora. La verdad de la imagen
fotográfica es arrancada a la detención del flujo di-
vergente de la vida que arrinconaba a la mirada con-
tra las cuerdas de lo irresoluble.
En la mirada, como efecto de una distribución asi-
métrica de emplazamientos, se articulan el espacio, el
lenguaje y la muerte. Espacios reticulados entre visi-
bilidades e invisibilidades, ocultamientos y desocul-
tamientos. Lenguaje especializado que se acerca al
espacio y a las cosas que lo pueblan para capturarlos
plenamente en sus enunciados aceptados como posi-
bles (no necesariamente verdaderos). Muerte que en
cierto sentido es la detención del pensamiento en el
enunciado de una verdad hegemónica que no deja lu-
gar a otros posibles igualmente válidos. Por lo tanto,
si en la mirada se articulan esos aspectos, será en la
imagen, como producto o representación del trabajo
del mirar, donde pueda desocultarse la distribución
política que se dibuja en la mirada llana.

Política del marco, o marco político

El marco de una imagen es su misma condición


política. A su vez, lo político es la condición de exis-
tencia del marco de la imagen. La política de la ima-
gen no se instala tanto en la literalidad de lo que
representa o en las fábulas a las que sirve de sopor-
te, sino en cambio en las operaciones enunciativas
Gustavo Galuppo 95

llevadas cabo en una oscilación entre el adentro y el


afuera del marco: la distribución de lo visible y lo enun-
ciable.
Lo político es la superficie de consistencia sobre
la cual se efectúa, a voluntad o no, eso es indistinto,
la puesta en funcionamiento del marco (éste se rela-
ciona más con el emplazamiento pre-establecido que
con los supuestos deseos del sujeto). Es decir, la de-
cisión compositiva sobre el trazado de los límites, la
separación jerárquica entre lo mostrado y lo no mos-
trado, la distancia entre lo que se ve y lo que se alu-
de, y, en todo caso, la función del límite mismo como
tal: la puesta en evidencia de su ineludible parciali-
dad perspectiva o su reposo en el suspenso de las
fascinaciones totalizadoras. La fantasía de la imagen,
el sueño culposo de la representación en Occidente,
ha sido marcado por el afán colonialista de totaliza-
ción: una representación que, en su coincidencia con
la imagen, lo contenga todo, una en la que el mundo
pueda caber sin resistencias ni omisiones en la figu-
ra plena de lo visible. Es decir, una imagen sin afue-
ra, sin límites ni marco. Ya no imagen ni ventana,
mirada panóptica, un Ojo de Dios.
En el cine narrativo de corte clásico, como espec-
tadorxs, la primera identificación en la que la ima-
gen nos involucra, no es la identificación empática
con los personajes, sino otra identificación originaria
más radical y desapercibida que se produce en la sin-
cronía con la perspectiva de la mirada, es decir, con el
lugar político desde el cual se enuncia, con una deter-
minada ideología que sirve de soporte a las imágenes
y que define sus modos de manifestación. Identificán-
donos con esa mirada invisible, y sin necesidad de lle-
varlo al plano de la conciencia, entramos en sincronía
96 Despues de Godard / Acceso

con la fuerza política que empuja a las imágenes y de-


fine las fábulas. El marco que enmarca a las imágenes
enmarca también nuestra mirada y nos involucra en su
misma perspectiva, haciéndonos «cómplices» involun-
tarios de una idea de mundo ajena, asumiéndola inclu-
so como propia. El marco de la imagen se hace uno
con el marco de nuestra mirada y superpone engaño-
samente los emplazamientos; creemos ocupar otro si-
tio y tener derecho y acceso a otras visibilidades. La
sincronía de las miradas entre los límites del marco es
el desastre de la imagen.
Ahora bien, si el marco evidencia su función en
la imagen, el juego de la representación se transfigu-
ra. Tematizar el marco —activarlo— en la misma
imagen implica, por un lado, desocultar la parciali-
dad de la perspectiva; y, por el otro, dejar al descu-
bierto el inacabamiento inherente a toda imagen. La
perspectiva y lo inacabado dejan la imagen a la in-
temperie del sentido: el tema ya no es estrictamente
lo mostrado, sino el modo a través del cual el marco
señala a un rasgo organizador que permanece ausen-
te. Perspectiva e inacabamiento son parte de un mis-
mo movimiento (des)organizador; porque sólo es
posible la parcialidad de una perspectiva, la imagen
debe asumir su potencia de inacabamiento. Así, acti-
var el marco es mostrar los hilos referenciales de la
representación y desnudar la pregunta sobre qué fuer-
zas políticas actúan en las imágenes y cómo lo ha-
cen. ¿Desde dónde se mira y qué tipo de vínculo se
representa? ¿Qué es lo que se hace (deja) ver y por
qué? ¿Por qué esa mirada asume el rol de acción ve-
ridiccionante, de acto comprobatorio? ¿Qué pasa con
las otras miradas, con la diversidad, con el perspecti-
vismo, con la multiplicidad, con la fragmentación, con
Gustavo Galuppo 97

lo no visto, con lo no oído? ¿Qué pasa más allá del


límite de la imagen, fuera del marco? Y ¿qué pasa
más acá del marco, acá donde estoy yo, en este lugar,
en este emplazamiento?, ¿en qué tipo de funciones
me involucro? ¿Dónde está puesta mi mirada antes
de verse arrastrada por el desastre de la sincronía?
Activar el marco, convertirlo en parte enunciativa
de la imagen, implica entonces poner a circular la
mirada, descentrarla, multiplicarla, desincronizarla.
El acto es eminentemente autorreflexivo: la imagen
se tematiza a sí misma y ya no coincide con la repre-
sentación. El afuera existe y se señala en el punto
del límite alcanzado. La representación desborda a
la imagen y se articula en una exterioridad incaptu-
rable en la plenitud de lo presente. El mundo, para
esa imagen, se vuelve inapropiable. Lo que se evoca
es su inevitable huida.
«Austerlitz»15, un documental de Sergei Loznitsa.
Tropillas de turistas visitan un antiguo campo de la
muerte. La atrocidad de los campos de concentración
se convierte en atracción recreativa. Lo que vemos,
durante toda la película, es gente mirando algo que
se nos niega de modo rotundo. Se fotografía mucho,
se posa también para las fotos. Pero el cuadro, con
tenacidad, nos niega la posibilidad de sincronizar
nuestra mirada con la de los visitantes: no podemos
ver lo que ellos sí. Se produce allí un desplazamien-
to que suscita un segundo desplazamiento. Nuestra
mirada también es incapaz de sincronizarse con la de
quien hace imágenes. Los turistas ven aquello de lo
que se nos priva. Quien hace imágenes ve a los turis-
tas mismos y también ese espacio que en la imagen

15. Austerlitz, Sergei Loznitsa. 2016.


98 Despues de Godard / Acceso

no se hace presente. Un doble desplazamiento desin-


croniza los tres emplazamientos desde los cuales se
dirigen las miradas representadas, y en esa triple dis-
tancia se dibuja el contorno inhallable de una exte-
rioridad en la que habitan las miradas ausentes, la de
las víctimas del horror. Cuatro miradas y cuatro em-
plazamientos. El marco activado en «Austerlitz» evita
el desastre de la sincronización.

El emplazamiento

Un emplazamiento no se refiere a un lugar físico,


sino a un punto dentro del reticulado producido por
la distribución política de privilegios y desventajas.
Como tal, el emplazamiento supone una perspectiva.
Incluso más, el emplazamiento es aquello que funda
la condición de posibilidad y manifestación de una
perspectiva sobre el mundo. Es decir, debe haber una
posición legislada desde la cual se habla y se es es-
cuchado/a, y debe haber allí, ocupando ese sitio, al-
guien que habla y es escuchado/a; y debe haber
también, en otra posición simétrica igualmente le-
gislada por la norma binaria, alguien que escucha
muchas veces sin tener el permiso de hablar; o en
todo caso, que no ha sido investido/a con el privile-
gio de ser escuchado/a. Enunciar algo, de un modo u
otro, con una herramienta o con otra, implica la posi-
bilidad de ocupar una posición determinada que supo-
ne, ya por sí misma y al interior del reticulado
sociopolítico del que forma parte, el revestimiento de
ciertos privilegios o su ausencia, de cierta autoridad o
de cierta subordinación. Por tanto la posición o el em-
plazamiento determinan la función del sujeto que, po-
Gustavo Galuppo 99

sicionado en ese sitio, es capaz de enunciar tales o


cuales cosas, pero tales o cuales cosas que no son ya
el producto de un deseo o una inventiva personal,
sino aquello que podía y debía decirse (y ser o no
legitimado) desde ese lugar en particular. Así, el su-
jeto sería ya una función del emplazamiento. Y el
emplazamiento es, sin más, una suerte de celdilla
vacía que forma parte de la cuadrícula sobre la cual
se organizan y se distribuyen, en una escala ordena-
da y siempre subordinante, las diversas funciones que
cada individuo debe llevar a cabo, de forma eficien-
te y óptima, según lo requerido para su lugar.
Estos emplazamientos regulan no sólo el régimen
del lenguaje, sino también el de la luz. Regulan las
formas de emergencia tanto de lo enunciable como de
lo visible. No sólo establecen aquello que se puede
decir y que accede al permiso de entrar en el estatuto
de lo veridiccionado. También organizan la disposi-
ción de aquello que puede desplegarse en la luz y de
qué modo lo hace, qué partes o escorzos se iluminan y
qué otros quedan en la oscuridad, qué facetas exhiben
ciertas texturas y qué volúmenes presentan, a fin de
cuentas, qué se da a ver y cómo, para un individuo
determinado. Lo que se ve/deja ver y lo que se dice/
escucha varía según la perspectiva implicada en cada
emplazamiento, según los permisos y las prescripcio-
nes que reglamentan cada localización. Divergen el
rey y el súbdito, el maestro y el alumno, el varón y la
mujer, el experto y el neófito, el exitoso y el ignoto, el
ganador y el perdedor, el victorioso y el derrotado. El
reticulado que distribuye los emplazamientos respon-
de a una construcción binaria, en tanto cada celdilla
pertenece a una capa que se opone, por entero y de
cabo a rabo, a otra. Y esa oposición binaria no se re-
100 Despues de Godard / Acceso

suelve jamás según una lucha que se haría infinita en


igualdad de fuerzas, sino que la distribución supone
ya y de antemano una distribución de jerarquías que
privilegia un polo para desplazar y excluir al otro.
Al regular ambos regímenes, el de la luz y el del
lenguaje, tanto en sus uniones como en sus divergen-
cias, la lógica del emplazamiento gestiona la produc-
ción de «verdades». Los emplazamientos que
corresponden a capas privilegiadas se afirman sobre
el poder comprobatorio y veridiccionantes de tales o
cuales instituciones: científicas, patriarcales, merca-
dotécnicas, académicas, tecnológicas, religiosas, es-
pectaculares. Lo visible y lo decible, que se compone
en esas celdillas de las capas privilegiadas, lo hace
en un enunciado que se puede asumir, aunque siem-
pre con dudas pero más allá de ellas, como verdade-
ro (entendiendo a este «verdadero» no estrictamente
como algo que queda fuera de toda discusión, sino
que incluso, si fuese discutido, lo sería en función y
a partir de su supuesta legitimidad originaria).
El hecho de activar el marco, por ende, al desin-
cronizar las miradas, implica develar la lógica polí-
tica del emplazamiento y desanudar esa triple
articulación (espacio-lenguaje-muerte) para hacer
posible que allí, en la imagen, tenga lugar el afuera
como transformación o devenir, como pura potencia.
Como en «Austerlitz», donde el límite incansable
de la imagen nos deja, refutando la clausura, en el
umbral de lo siempre en fuga.
Gustavo Galuppo 101

El límite y el afuera

La activación del marco en la imagen pone en


evidencia su carácter de inacabamiento. Lo inacaba-
do de la imagen (de toda imagen). La falta (o lo que
falta) sale a luz sin verse, o mejor, por no verse. El
desocultamiento de lo no mostrado desbarata el po-
der totalizador de la imagen y la deja a la intemperie
del mero acontecer. Así, lo incluido como presente
en la representación ya no la agota, y ésta se hace
deudora de lo excluido, de lo no visto, de lo ausente,
de lo no mostrado y de lo ocultado (incluso, podría
decirse, de lo negado). Pero esa deuda se salda pro-
digiosamente en la figura abierta del afuera, ahora
manifestada para desarmar el carácter afirmativo y
comprobatorio de lo mostrado. Allí, la representa-
ción ya no se agota entonces en un mero aspecto de
lo visible asumido en su literalidad, sino que se hace
una con lo irrepresentable, con el afuera que no pue-
de sino darse siempre como fuga.
El marco de la imagen es su límite, pero el límite
no es clausura; es, por el contrario, posibilidad de
acceso a lo sin forma ni concepto. Tocar el límite de
la imagen es tocar parte de su propia materia, alcan-
zarla y, en cierta medida, detener su movimiento de
captura (de las cosas, del mundo). Ante la evidencia
del marco que limita a la imagen, ésta se muestra a sí
misma en un gesto desnudo y autorreferencial. Ha-
bla de sí. Se mira mirando, en el mismo momento del
mirar. Y ahí detenida (al tocar sus límites, al activar
su marco), suspendido su movimiento de plena cap-
tura de las cosas, hace que su límite se convierta en
un umbral. Un lugar de paso hacia lo exterior, hacia
el afuera. El límite es un acceso a lo «invisible» y a lo
102 Despues de Godard / Acceso

indecible, a lo no-racional, a lo que no pasa el filtro


del lenguaje. Tal activación crea una superficie de
consistencia, un modo poético de abordar lo que no
entraría en las sobredeterminaciones de la represen-
tación totalizadora gestionada en la triple articulación
espacio-lenguaje-muerte. Así, en lo presente, tiene
lugar lo siempre ausente.
Activar el marco y alcanzar el límite es deshacer
la oposiciones binarias adentro-afuera, interior-ex-
terior, visible-invisible. Tales polos ya no se oponen
en estas imágenes. Por el contrario, se componen en
una «gran imagen sin forma». Componen una idea
de mundo no totalizadora, más especulativa que aser-
tiva, abierta al suceder del pensar no cristalizado en
una afirmación. El inacabamiento es señal de perte-
nencia al suceder, al devenir, a la posibilidad de las
transformaciones constantes. Aquello que no pasa por
el filtro del lenguaje «apofántico» y queda reposan-
do sobre un campo poético-especulativo rechaza la
detención del pensamiento en lo «ya dicho» y se so-
lidariza con el movimiento del «decir». Toda imagen
está siempre en curso de inacabamiento.
En la conciencia del límite se revela la condición
del mundo como lo «inapropiable»; es una ética de
la imagen devenida estética del inacabamiento y del
suceder. La condición del mundo como no reducti-
ble, no apropiable, no subsumible por lo Mismo (la
propia consciencia centralizadora). Para la imagen,
el mundo se presenta indefectiblemente en huida, y
para evocarlo, no puede sino hacerse cargo de esa
fuga. El mundo para la imagen es un resto, es lo que
falta. En eso y no en otra cosa radica toda riqueza de
la representación.
Gustavo Galuppo 103

(Sería mejor, aquí, no hablar de un «fuera de cam-


po». La terminología de la teoría cinematográfica no
hace sino subsumir toda función estética a la lógica
narrativa totalizadora del proyecto occidental. Las
reduce. Las encorseta. El «afuera» es más vasto que
el «fuera de campo». No puede ser integrado ni ac-
tualizado, permanece como tal cosa, como un afue-
ra, como lo puramente posible, como potencia y no
como poder. Nunca actualizado en una explicación o
en una interpretación o en una acción o en una intri-
ga lógica, suspendido en cambio como potencia, dis-
ponible ya para diversos usos).
El límite (activación del marco) no es clausura
sino acceso. Pero el afuera sólo es posible en la exis-
tencia de un adentro. El exterior en un interior. Lo
indecible sólo existe en el lenguaje. Lo irrepresenta-
ble sólo existe para la representación. Lo invisible
sólo existe para lo visible. No existe oposición sino
composición armónica entre todos esos términos. Una
composición indecidible. Totalidad no totalizable,
hecha de interior y de exterior compuestos. La gran
imagen sin forma es esa que sabe del afuera, esa que
parte de la forma de las cosas para alcanzar el senti-
do más allá de la forma y más allá del lenguaje.
Ahora bien, si la activación del marco (en la ima-
gen) supone la conciencia de los límites que abren
un acceso al fuera, ¿qué hay en ese afuera?, ¿qué es
el afuera?, ¿qué, la exterioridad?
El afuera o la exterioridad, irreductibles a la plena
presencia, implican la imposibilidad de totalización.
Siempre hay resto, fuga, intersticio, brecha, huella.
Inacabamiento. Lo que está por fuera de la imagen
abierta en el desocultamiento de su límite (tematiza-
ción del marco) puede asumir distintos nombres, pero
104 Despues de Godard / Acceso

todos relacionados con lo sin imagen, sin forma y sin


concepto: el ser, dios, lo Uno, la vida, la idea, etc.
Todo eso, claro, dentro de la tradición del pensamien-
to occidental, ontológico y/o teológico. El fundamen-
to como lo que «es» o como lo divino (onto-teología
occidental atacada por Martin Heidegger). Pero el
afuera podría ser otra cosa, ni ontológica ni teológi-
ca: el puro devenir del pensamiento liberado de sus
lastres. El «pensar». El pensamiento pertenece al
afuera. El afuera es también el pensamiento. Alcan-
zar la materia de la imagen al tocar sus límites, supo-
ne desatar la potencia del pensamiento.
Cuando se ve, se piensa; cuando se habla, se pien-
sa. Pero el pensamiento, diría Foucault (o también,
Deleuze a partir de Foucault), ocurre entre ambos.
Afuera de ellos, en esa fractura, en esa distancia, en
esa no-relación entre lo visible y lo decible. El «pen-
sar» es una pura exterioridad al ver y al hablar. El
exterior es, por lo tanto, la posibilidad del pensamien-
to. Activar el marco es activar el pensamiento como
lo exterior a las violencias totalizadoras de la repre-
sentación. Dirigirse a él, otorgarle una superficie de
consistencia para que pueda ya pensarse sin afán de
apropiación ni clausura. Una poética del pensar, o
un pensar en términos poéticos, no totalizadores. Co-
nocimiento sin violencia a lo que corresponde una
representación sin violencia.
El afuera del pensar o el pensar como el afuera
implica el devenir, lo aún no cristalizado en un «ya
pensado» y en un «ya dicho»; sino desarmado en la
acción, en el gesto, en el suceder, en el devenir. Lo
posible. La multiplicidad de lo posible. Todos los po-
sibles dibujados en la imagen sin forma del afuera.
Un presente no coagulado en un futuro prescripto, sino
Gustavo Galuppo 105

la potencia del rechazo y de la invención. En ese sen-


tido, el «pensar» es resistencia. Y en ese mismo senti-
do, el afuera es la posibilidad de otros mundos dados
en la movilización del pensamiento. Allí, donde el pen-
samiento no se detiene frente al muro de aquella triple
articulación (espacio-lenguaje-muerte), sino que lo
desborda hacia el afuera, el espacio, el lenguaje y la
muerte ya no se componen en una verdad inamovible
y paralizadora, sino que desocultan sus distancias y
potencian el afuera del pensar como rechazo de lo dado
y como posibilidad de reinvención.
La mirada de los que han sido privados de mirada,
y la voz de los que han sido privados de voz, en el
pasado, es el afuera de «Austerlitz». Ese afuera donde
ocurre el pensamiento, pero pensamiento en devenir
que se hace cargo del pasado en el trabajo actual de la
memoria, rechazando la fosilización historicista para
proyectarlo hacia el futuro. «Austerlitz» no es una crí-
tica al turismo de la memoria, es la reinvención de
una política del anacronismo de la imagen.

Perspectiva/perspectivismo 16

Si lo «visible» se liga a un emplazamiento desde el


cual se mira y se puede ver aquello que se ve, lo visto
es entonces plenamente solidario de la perspectiva.
El panorama visto desde un punto determinado es un
aspecto revelado en su inacabamiento, en su carác-
ter parcial y contingente. En la conciencia de la pers-

16. Este concepto es tomado de propuestas realizadas por Eduar-


do Viveiros de Castro. «La mirada del Jaguar», Tinta Limón,
Argentina, 2013.
106 Despues de Godard / Acceso

pectiva y de sus limitaciones (parcialidad e inacaba-


miento), el panorama debe asumirse en su modo de
manifestación como solidario de otros modos desco-
nocidos e, incluso, inaccesibles. ¿Cómo ver un árbol
desde todos lados?, ¿es menos árbol uno de sus as-
pectos que otro?, ¿cómo componer las perspectivas?,
¿cómo acceder a otras perspectivas ajenas? El es-
collo es aún mayor dado que la perspectiva está sig-
nada por el emplazamiento desde el cual se funda;
pero el emplazamiento, cabe insistir, no refiere es-
trictamente a un lugar físico, sino a un punto dispues-
to dentro del reticulado sociopolítico que posibilita
determinadas disposiciones jerárquicas de legibilidad,
de lectura e interpretación. Es decir, que determina
ideas de mundo desde las cuales el mundo es visto en
ciertos aspectos y asumido con ciertos sentidos.
Cambiar de perspectiva no es sola o estrictamen-
te mudarse de lugar físico, sino dejarse transformar
por otras ideas de mundo, como si eso fuese posible.
En la cultura eurocéntrica la perspectiva implica
también ciertas operaciones de representación en re-
lación a la constitución del sujeto central y centrali-
zador (el mundo se hará a su medida, el costo es su
calculabilidad). En cierta forma y en ciertos aspec-
tos, puede rastrearse la configuración del sujeto del
colonialismo europeo pensado en el renacimiento
desde las formas representacionales determinantes de
la perspectiva artificial. Esta forma de representación
científica, si bien pone al sujeto en el centro de la
constitución del mundo designando a su mirada como
eje, al mismo tiempo lo priva de toda singularidad
por entenderlo como el producto de una construc-
ción matemática diseñada para el cálculo eficiente
de riegos y beneficios (la visión establecida por la ley
Gustavo Galuppo 107

científica elimina la singularidad, pero permite atis-


bar al horizonte para establecer objetivos y optimizar
resultados). Con la perspectiva artificial, la pintura
crea, en su exterior, un punto central de observación
reservado para el espectador: el mundo representado
se vuelca como plenamente disponible a la apropia-
ción por parte de su mirada (pero es claro que su
lugar es intercambiable, cualquiera puede ocupar ese
sitio y en la misma medida; matematizado, desapare-
ce como lo singular). La visión científica de la pers-
pectiva artificial es una matriz en la que se da forma
a la idea de un sujeto de conquista, capaz de definir-
se en función de la inferioridad de rango de su obje-
to. En ese modelo de representación, el mundo se
construye a la medida del sujeto, pero en el mismo
movimiento, y a pesar de ocupar el centro, es negado
en su singularidad para constituir la idea de un sujeto
de conquista en el feroz oxímoron de un «universal
europeo».
Tal perspectiva centralizadora y excluyente es una
forma de ceguera que valida apenas un único empla-
zamiento como lugar legítimo, desplazando todos los
otros puntos posibles a la oscuridad. Unipuntual, di-
buja en torno suyo una línea abismal más allá de la
cual todos los otros emplazamientos y todas las otras
perspectivas son descalificadas e invisibilizadas.
¿Qué sucedería si se pudiese imaginar que cual-
quier punto material o inmaterial del mundo es el
emplazamiento desde el cual se puede ver el resto?
¿En qué lugar queda unx mismx al imaginar que cual-
quier cosa puede ser el sujeto de la Historia?
Si activando el marco de (y en) la imagen se ponía
en funcionamiento la serie emplazamiento-límite-ac-
ceso-exterior-afuera-pensamiento, la elucidación de
108 Despues de Godard / Acceso

la perspectiva como vehículo de la imagen descoloca


aún más ese afuera en el que sucede el pensar. Ac-
tivar la evidencia de la perspectiva supone, también,
señalar hacia una exterioridad conformada de innu-
merables otras perspectivas. Lo que allí acontece, en
ese afuera, ya no es el devenir del propio pensamien-
to como potencia, sino en cambio la evidencia de una
constelación inaprensible de pensares disparados des-
de otros puntos, infinidad de puntos, infinidad de mun-
dos, infinidad de ideas de mundo. El perspectivismo
como intuición del mundo implica una circulación di-
vergente de perspectivas que desconocen las duali-
dades interior-exterior, adentro-afuera.
En el paradójico afuera perspectivista se traza la
figura evanescente de la alteridad radical. Allí habi-
ta lo otro que no debe sino permanecer siendo otro,
en su multiplicidad y en su devenir. Pero no es sino
eso «otro» o ese afuera, lo que da sentido a la pers-
pectiva propia y constituye, a la vez, la propia mira-
da. Así, esa potencia múltiple del afuera es lo que da
lugar a un adentro no separado. Deleuze lo llamaría,
quizás, «un pliegue».
Ahora bien, si a la imagen le estuviese vedada la
posibilidad de salirse de sí y de intercambiar empla-
zamientos para asumir otras perspectivas, lo que sí
puede hacer es ceder autoridad y dejarse transformar
por otra idea de mundo. Es decir, hacer el camino
inverso al que habitualmente recorre. Si la imagen
tiende a apropiarse de las cosas para hacer de lo Otro,
lo Mismo (de otro mundo, el propio), su trabajo a
contramano debería postularse en la idea de una
auto-traición, dejarse transformar para componer,
en la diversidad de perspectivas, otro(s) mundo(s). Si
la traducción es una traición, esto debe aplicarse en
Gustavo Galuppo 109

sentido inverso: lo que debe traicionarse no es la len-


gua ajena (por desconocida), sino la propia, transfor-
mándola en función de su afuera (por inapropiable).
¿En qué imágenes, en qué películas se puede pen-
sar en relación a este abordaje perspectivista del cine?
¿Cómo es una imagen que traiciona su propia confi-
guración hermenéutica dada por su inevitable empla-
zamiento? ¿Se trata de Jean Rouch dejando el juego
de la representación en manos de lxs otrxs para dife-
rir las propias ideas del relato? ¿Se trata del último
Werner Herzog viajando por el mundo para poner en
relación, y al mismo nivel, diversas explicaciones
(míticas o científicas) del fenómeno volcánico? ¿O
se trata del cine experimental violentando los puntos
de vista espaciales para dar cuenta de la posibilidad
de un abordaje del mundo desde perspectivas desan-
tropomorfizadas?
Algo que resulta importante aclarar: el perspecti-
vismo no es, bajo ningún punto de vista, un relativis-
mo. No se trata de opiniones discordantes sobre la
realidad, sino de emplazamientos y de jerarquías con-
cretas desde la cuales se aprehende esa realidad. Las
perspectivas se dan al interior del mundo, y no en la
mera subjetividad de cada individuo. Por ende, el sim-
ple hecho de desocultar y poner en evidencia la exis-
tencia de una multiplicidad de perspectivas divergentes
implica ya, en ese mismo gesto inacabado, el descen-
tramiento de la mirada unívoca que se ubica por so-
bre el resto. El afuera es ahora la multiplicidad del
pensar y, con ella, la posibilidad de (pensar) otros
mundos.
110 Despues de Godard / Acceso

Vestigios

El franciscano San Buenaventura construyó su


perspectiva filosófica y teológica sobre la base de la
idea del «vestigio». Su pensar lo sagrado es una esté-
tica del existir como parte de una totalidad.
Las cosas del mundo son vestigios de lo infinito,
sus signos o sus modos variados de manifestarse. La
imagen, por su parte, es la interiorización humana de
ese residuo en el que tiene-lugar el asombro ante la
exterioridad radical. Esa imagen sucede en el «espí-
ritu», y permanece siempre inacabada, suspendida,
vacilante, fiel a su condición de reflejo doblemente
vestigial. Pero aconteció en algún punto, en la infan-
cia inexistente —sin punto fijo— de la humanidad,
que las personas decidieron volcar esas imágenes
sobre la materia de un mundo aún encantado por las
fuerzas invisibles. Tales imágenes, primero interio-
res pero a la vez tan propias como inapropiables,
volvían al paisaje transformadas materialmente en
íconos para reingresar al mundo, también, como ves-
tigio inescrutable de una potencia no aprehensible.
Las imágenes, retornadas al mundo en su condición
vestigial, sucedían sin interrupción en su propia aper-
tura a las tenaces fuerzas de la naturaleza indomada.
Participaban de la magia como en un gesto de hechi-
cería. Una imagen de esa índole se lee como un ciclo
no resuelto, no cerrado, como modo o vestigio, no
representa sino que interviene, no re-presenta sino
que se presenta. Forma parte de una totalidad que la
desborda, a la vez exterior e interior.
Si a la imagen se la considera vestigio, su única
tarea es señalar un interior/exterior indiferenciado,
y permanecer siempre así, inacabada, mantenida al
Gustavo Galuppo 111

ras de una totalidad inaccesible, en relación de plena


igualdad con todas las cosas. El vestigio es huella,
rastro, pliegue. En él tiene lugar lo sagrado, sea esto
lo que sea, en tanto incognoscible en su plenitud. En
cada vestigio se condensa la totalidad sin hacerse
nunca presente, sin poder hacerlo bajo ningún punto
de vista más allá de un juego inagotable de remisio-
nes y de ciclos constelativos. Por eso es que exige
trabajo. Se da como huella de lo indiferenciado e in-
diferente, de un mundo que está en fuga. El vestigio
se conecta con otros vestigios mediante intensidades
en las que se igualan para configurar el fondo de con-
sistencia de lo no-racional. De eso que no puede sino
permanecer como exterior a cada parte o pliegue en
los que se manifiesta. Vestigio en San Buenaventura.
Modo o atributo secularizado, años después, en Spi-
noza. La labor es abrir la imagen hasta hacerla parti-
cipar de una totalidad no totalizable, el mundo o la
naturaleza. Que si bien pueden tener lugar, señala-
dos al interior del vestigio, no son sino su estricto
afuera remitido o evocado. Cada imagen-vestigio es
un pliegue del manto del universo, un porta-huellas.
¿En qué punto la imagen es tomada como vesti-
gio? Quizás, primordialmente, en el punto de sus ar-
ticulaciones pensadas como pliegues.
Pocas veces la imagen fue tan amable, tan pro-
fundamente amorosa, tan delicada con aquello que
roza, tan atenta al detalle inexpresable de lo invisi-
ble, tan abierta al sentir de los modos diversos de
manifestación del mundo, tan comprensiva con la
voluntad sin fines de la naturaleza, como en el cine
de Franco Piavoli. Lo inusual allí, en esa imagen, en
esas imágenes, fundamentalmente, es el descentra-
miento de la mirada. El mundo ya no está allí en fun-
112 Despues de Godard / Acceso

ción de lo humano, no está para servirle, ni siquiera


como entorno o como soporte. Cine curiosamente no
antropocéntrico, curiosa y delicadamente desfasado
de toda voluntad de postular emplazamientos jerár-
quicos. Hay que ver, entre otras, El planeta azul17.
Oda al hecho mismo de que el mundo tenga lugar,
así nomás y sin fines. El mundo tiene lugar y eso
basta. Cada vestigio lo testimonia. Sólo resta ver,
escuchar, tocar, describir. Lirismo de lo inefable, de
lo amable, sea cual sea, sea lo que sea y mas allá de
todo concepto: lo cualsea como lo que se atiene a su
singularidad y se ofrece entre las cosas, entre todas
las cosas y sin distinción. Suma de singularidades
vestigiales que apuntan al infinito, que se disponen
en igualdad de condiciones en una duración sin prin-
cipio ni fin. Tiempos que confluyen en único tejido
de coexistencias dinámicas, de pliegues y de huellas
portadas. En esa lírica sosegada los elementos se aso-
cian sin rango, dejando propagar tonalidades que los
disponen sobre el fondo común de lo sensible. Todo
es un porta-huellas. No prima jamás la elevación del
conflicto humano a la categoría de eje. Todo se en-
cuentra, por el contrario, al mismo nivel de la per-
cepción, nivelado por una sensibilidad incapaz de
nominar y clasificar. Todo descripto al nivel de una
proximidad cariñosa, de la distancia adecuada de un
acompañar que cuida el orden vestigial. Todo entra-
mado al mismo nivel de la experiencia sensible. El
film es un manto sin bordes. Cada imagen es un plie-
gue de ese manto, una delicada protuberancia de lo
que no puede manifestarse en su integridad, pero que,
de todos modos, se señala en el doblez. La de Piavoli

17. Il planeta azzurro, Franco Piavoli, 1982.


Gustavo Galuppo 113

es como la mirada de un alienígena enamorado del


planeta que descubre y que observa; para él no hay
distinción entre los diferentes modos de aparición de
las cosas; en la figura del vestigio se trata de atribu-
tos o signos de lo mismo. Todo es asombro, al mismo
tiempo ternura y tristeza, amor y desesperación. No
hay jerarquías. Unos ojos atentos al detalle acarician
cada cosa con adoración y deslumbramiento. Incluso
con amor. Todo se sabe frágil. Lo mismo una brizna
de hierba que una gota de lluvia, lo mismo el viento
sacudiendo las hojas que el caminar de un insecto, lo
mismo la mirada de un sapo que la espera de un cuer-
po humano, lo mismo una casa que un árbol (recién a
los 20 minutos de comenzada la película aparecen
los primeros fragmentos de cuerpos humanos, hacien-
do el amor entre la hierba, y del mismo modo en que
aparecían el agua, la tierra, los animales y la luz). No
es que todo dé lo mismo, de ningún modo es así; es
la diferencia radical que todas las cosas mantienen
entre sí se expone en esa convivencia de singularida-
des. Jamás de lo Otro se hace lo Mismo, todo perma-
nece Otro, es decir, diferente pero igual, o mejor,
sucediendo en sus diferencias. La mirada de Piavoli
deja en ese planeta todas las cosas en su lugar, pero a
sabiendas de que ese lugar, ese emplazamiento, es la
comunidad inexplicable de todas las cosas y de to-
dos los seres. Sin distinción. Ni siquiera entre viviente
y no viviente. El asombro lo recubre todo con esa
ternura extraña, deslumbrada por lo minúsculo y por
lo sublime al compás de un acompañar sereno. Y todo
adquiere la dimensión inconmensurable de una ex-
periencia de descubrimiento. Hay belleza, mucha, y
también hay tristeza, mucha también. Piavoli lo roza
todo, cada doblez, con la sensualidad de una caricia
114 Despues de Godard / Acceso

que calma, de un arrumaco que sabe del sufrimiento


y del miedo, de la belleza y de la desesperación. Un
acariciar que sabe de la fragilidad insoslayable que
constituye el fondo común de todas las vidas. Franco
Piavoli encuentra para la imagen, en sus paseos por
el mundo, una proximidad cariñosa, y en ese tocar/
escuchar tan terso deja salir los aromas, las vibracio-
nes, los destellos, los sonidos. Todo lo abierto hacia
una exterioridad inapropiable, todo lo que florece ha-
cia un infinito que desconoce las determinaciones del
nombre propio, como podría pensarse que sucede en
el amor. Sólo allí, la imagen, como pliegue o porta-
huellas, es tomada en su carácter vestigial.

El desastre (fragmentos, citas y apropiaciones)

La materia de base con la que el cine trabaja es el


mundo mismo, sus pliegues, sus derivas, sus mani-
festaciones, sus accidentes, sus figuras y sus fisuras.
El cine no puede más que tomar de lo que hay, elegir
de lo disponible, seleccionar, depurar, descartar, re-
cortar; pero solamente de todo aquello que el mundo
le ofrece a la mirada. Y el desastre es el fondo co-
mún de una caída evidente. Todo está ahí, distribui-
do según un régimen jerárquico de visibilidades, pero,
de un modo o de otro y desde distintas perspectivas,
siempre expuesto a la vista de todxs. Todo lo abyec-
to: la miseria, la violencia, la corrupción, la injusti-
cia, el crimen, la opresión, el daño. El desastre no es
un afuera, no sobreviene desde el exterior, no está
por llegar. El desastre es lo que siempre está suce-
diendo o lo que ya sucedió aunque no deje de anun-
ciarse como lo por venir (el desastre es que todo siga
Gustavo Galuppo 115

igual18). Y el cine está ahí. En medio del desastre,


incluso formando parte de él; tal vez, también, preci-
pitándolo (la fatal «solidaridad» del cine con los de-
sastres del siglo XX lo atestigua). ¿En qué medida,
entonces, el cine puede hacerse cargo de la caída,
dar cuentas de ella, buscar alternativas al terror, sin
hacerse cómplice del desastre? ¿Cómo podría o pue-
de el cine mirar de frente a lo abyecto sin replicar las
formas de dominación que supuestamente quiere
cuestionar? ¿Cómo dar lugar en la imagen al desas-
tre sin aceptarlo en las trampas del espectáculo?
Cuando en la imagen se mira de frente al desastre
del mundo, ¿cuál es el afuera? O, dicho de otro modo,
¿en qué lugar poner al desastre y qué nos vincula a
su emergencia? Entre la responsabilidad y la compli-
cidad, el cine del desastre no puede sino dirigirse
indefinidamente hacia el límite de una refutación
constante. Tiene que elegir: afirmar y propagar lo
abyecto mediante la representación o la copia, o hur-
gar entre los pliegues el desastre para ver qué queda
por salvar, a riesgo de no encontrar nada. Hacer agu-
jeros, promover vacíos, desanudar, deshilvanar, no
darle consistencia al terror en una imagen definitiva
del desastre, sino buscar entre todos los males la sola
posibilidad de que el pensamiento no se detenga ante
el muro infranqueable del horror.
Hay un solo afuera para estas imágenes del de-
sastre: la pureza del mundo negada pero siempre pro-
metida, buscada incluso a sabiendas del fracaso
repetido. Una pureza exterior, inalcanzada, pero que
no puede sino surgir como posibilidad de las mismas

18. «El desastre lo cambia todo, dejando todo como estaba», Mau-
rice Blanchot en «La escritura del desastre», Ed. Trotta, 2019.
116 Despues de Godard / Acceso

imágenes, desde ellas, dentro de ellas. Si el horror


detiene al pensamiento, si el fatal anudamiento entre
el espacio, el lenguaje y la muerte interrumpe el «pen-
sar» para obliterar toda alternativa al desastre, en el
afuera de las imágenes inacabadas, como promesa al
menos, quedaría un resquicio desde el cual atisbar el
horizonte interior de la pureza.
Alain Badiou afirma que el cine nos muestra que
el horror no debe detener al pensamiento, que no hay
que desesperar, que hay pequeñas victorias. No una
grande, no la gran victoria, no la definitiva, pero si
una multitud de pequeñas victorias. Podemos toda-
vía pensar, rechazar, imaginar la pureza; este es el
afuera del desastre, la posibilidad de otro mundo pen-
sable, la pureza de una idea aún posible que no inte-
rrumpa al pensamiento. El cine dice que hay victorias
aun en el peor de los mundos. Cuando una película
muestra que el pensamiento puede no detenerse frente
al desastre del mundo, eso es una victoria. La espe-
ranza no es una constatación ingenua y cómplice del
desastre; es, en cambio, la posibilidad de rechazar el
orden del horror y de seguir inventando otros hori-
zontes. Por eso, dice Badiou, y sólo por eso, amamos
el cine. Una razón conmovedora y suficiente.
A propósito del cine de Federico Fellini, Gilles De-
leuze escribe: «amoldarse incluso a la decadencia por
la que amamos ya sólo en sueños o con el recuerdo,
simpatizar con estos amores, ser cómplice de la deca-
dencia e incluso precipitarla, quizás para salvar algo,
todo lo posible...»19, bella fórmula que atestigua la tra-
gedia del mundo y la esperanza del pensamiento.

19. La imagen-tiempo, Gilles Deleuze. Paidós comunicación,


Argentina, 1996.
Gustavo Galuppo 117

Hundirse entonces para ver si queda algo por sal-


var, aunque en ello se juegue la propia perdición. El
desastre no sobreviene desde afuera. El desastre es
el mundo mismo, el desastre es que nada cambie. El
desastre es que unx mismx forme parte de un mundo
así. Hay que implicarse entonces en el interior de la
decadencia para encontrar lo que aún queda por sal-
var, por mínimo que sea, para reconocer un afuera en
el que el horizonte de la pureza aún sea posible como
pensamiento de la justeza del mundo.
Lo intolerable en la obra de Antoine D’Agata20 es
que se hunde hasta disolver su cuerpo en el desastre
del submundo en el que habita. ¿Cómplice o denun-
ciante? Ambas cosas y ninguna de las dos. La vio-
lencia atroz de esos (sub)mundos (prostitución,
pornografía, adicciones, destrucciones, vejaciones)
es el resultado de otras violencias, quizás, mayores.
El submundo da cuentas, en sus propias violencias
naturalizadas en el desamparo, de una violencia que
no es sino la ferocidad capitalista. Pero D’Agata no
la representa livianamente, la vive, se hunde para en-
contrar resquicios por los que sea posible salir. Pero
ya no él ni sus cercanías. Todo eso está perdido. Arrui-
nado. Él mismo lo está: arruinado, perdido y conde-
nado. La insoportable colección de cuerpos flagelados
de su obra invierte el gesto pornográfico para ilumi-
narlo en su reverso atroz o en su única y estricta ver-
dad. Al interior del desastre sólo queda buscar lo que
queda por salvar, ¿dónde están los resquicios?, ¿dón-
de la pureza?
Deleuze también afirma, en cierto modo, y en otra
parte la necesidad de reconvertir el lenguaje reflexi-
20. Algunas películas de Antoine D’Agata: Aka Ana (2008), At-
las (2013), y White noise (2019).
118 Despues de Godard / Acceso

vo (y las imágenes, agregamos). Hay que dirigirlas


no ya hacia una confirmación interior, —hacia una
especie de certidumbre central de la que no pudieran
ser desalojadas más— sino más bien hacia un extre-
mo en que necesiten refutarse constantemente: que
una vez que hayan alcanzado el límite de sí mismas
(su propio desastre), no vean surgir ya la positividad
que las contradice, sino el vacío en el que van a des-
aparecer; y hacia ese vacío deben dirigirse, aceptan-
do su desenlace en el rumor, en la inmediata negación
de lo que dicen, en un silencio que no es la intimi-
dad de ningún secreto, sino el puro afuera donde las
imágenes se despliegan indefinidamente.
El cine frente al desastre, o en el desastre, no pue-
de —o no debe— sino hacer imágenes que perma-
nezcan en el afuera de lo que muestran, moviéndose
hacia esa luz «infinitamente imperceptible» de aque-
llo que se niega a ser imagen articulada en el espa-
cio, el lenguaje y la muerte.
La oscuridad es una iluminación. El secreto de la
iluminación es que enceguece.
La luz, dice Giorgio Agamben, es el porvenir de
la oscuridad.
La tarea ética del cine que resta no es «encender»
esa luz (lamentablemente, no podría), sino, cuanto
menos, postularla y prometerla. Anunciarla incluso
como una pequeña victoria aún posible, siempre po-
sible, en cada imagen, en cada gesto. En ese afuera
en el que tiene lugar el pensamiento de otro porve-
nir, bello y justo.
Esta primera edición del libro
DESPUÉS DE GODARD
La legitimidad de lo incierto
Colección Estación Cine Nº 29
Serie Filosofía y Cine Nº 1
se terminó de imprimir en febrero de 2022

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