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TEMA 13. ADMINISTRACIÓN CENTRAL.

I. ELEMENTOS DE CAMBIO Y CONTINUIDAD: ENTRE SOBERANIA NACIONAL Y PRINICPIO


MOMANRQUICO.

El sistema jurídico constitucional tendería al menos a fortalecer:

 El control parlamentario del poder ejecutivo,


 La responsabilidad política de los ministros y la irresponsabilidad del monarca,
 La sustitución de n sistema de gobierno basado en una multiciplicidad de
Consejos por el de secretarios de despacho o ministros,
 El diseño de una organización administrativa jerarquizada con un Consejo de
Estado.

El principio monárquico tiene ligar en el constitucional ismo español a partir de 1834


y favorecería:

 La sustitución del sistema unicameral que caracteriza Cádiz, por el


bicameralismo introducido por el Estatuto Real (1834), presente en todas las
constituciones posteriores hasta 1931.
 El recurso abusivo a la prerrogativa regia, el constitucionalismo decimonónico
atribuía al monarca la facultad de nombrar y separar libremente a los
ministros, así como de disolver las Cortes.
 El fracaso en el establecimiento de una organización ministerial que tratase en
exclusiva materias administrativas que no siempre separaba las funciones
administrativas de las judiciales.
 El diseño peculiar del Consejo de Estado establecido en Cádiz no concebido
como órgano supremo de una organización jurisdiccional de la Administración
al margen de la jurisdicción ordinaria como en Francia, presentándose además
el rey, en las constituciones anteriores a 1869, al modo del Antiguo régimen,
como el órgano encargado de resolver los conflictos que se suscitasen entre la
Administración y los tribunales de justicia.

Son elementos de cambio y continuidad propios de la transición al liberalismo que


caracteriza la primera mitad del siglo XIX. El predominio del principio monárquico en el
periodo de máximo desarrollo de la “Administración Central” no dejó de ser un importante
condicionante.

II. LAS CORTES ENTRE SOBERANI OSBERANÍA NACIONAL Y DOCTRINALISMO.

Las Cortes del Antigua Régimen encontraban su fundamento en el “deber de Consejo”,


en la medida en la que el titular de la soberanía era el monarca, en el sistema jurídico
constitucional, la encuentran en su carácter representativo.

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Tema 13. La Administración Central.
De ahí que, durante el s. XIX, el concepto de “soberanía” presenta significados distintos en
función del periodo y las propuestas constitucionales que consideremos. Si la titularidad de la
misma se atribuye únicamente a la nación o de si se atribuye a la ficción jurídica doctrinaria de
la cosobreania de las Cortes con el rey, recogida en el Estatuto Real (1834) y en la
Constituciones de 1845 y1876, en las que el ejecutivo resulta reforzado, al poder éste
interponer su veto y nombrar senadores con los que contrarrestar el carácter electivo del
Congreso.

Desde estas premisas tres son los temas referentes al Congreso que aquí se abordarán
en función del tipo de Constitución ante el que estemos:

 El mayor o menor carácter representativo de la Cámara baja.


 Su posible auto convocatoria y su auto normatividad, concretada en las atribuciones
contenidas en los reglamentos parlamentarios.
 Su mayor o menor carácter “parlamentario”. La relación entre el poder ejecutivo y el
legislativo.

A) Respecto al carácter representativo de las Cortes, la evolución registrada,


durante el s. XIX, supone el paso del sufragio indirecto al sufragio directo y del sufragio
censitario al sufragio universal masculino.

La proclamación que la Constitución de 1812 haría de la soberanía nacional, no sería


representativa de democracia o de soberanía `popular ya que el sufragio activo no era
universal. A diferencia de las constituciones posteriores, el procedimiento electoral era
indirecto, organizado en cuatro fases que suponían la elección de compromisarios de
parroquia, apartido, de provincia y finalmente los diputados provinciales a Cortes (art. 78).

Tras la muerte de Fernando VII se instauraría el sufragio censitario. El Decreto


electoral de 20 de mayo de 1834 establecería para la Cámara de Procuradores un sufragio
activo y pasivo de carácter marcadamente censitario e indirecto que sólo atribuía derechos
políticos a un 0,15 % de la población. Pero el Decretos de 24 de mayo de 1836, por su parte,
implantaría el sufragio directo, suprimiendo la elección de compromisarios, y ampliando
mínimamente la base electoral.

También las Constituciones de 1837 y 1845 mantendrían el sufragio censitario y


directo. Sin embargo, la Ley electoral de 1846 acentuaría el carácter censitario, haciendo
desaparecer toda referencia a la provincia como circunscripción electoral, introduciendo los
distritos uninominales que reducían las posibilidades de representación de las minorías y
hacían más fácil su manipulación política.

Sólo durante el Sexenio revolucionario, el Decreto de 9 de noviembre de 1868


instauraría en España el sufragio universal masculino lo que permitió, por primera vez, la
elección de Cortes constituyentes teóricamente “democráticas” (de la mitad de la población de
la historia constitucional hispana).

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La Constitución doctrinaria de 1876 no consagraría un modelo concreto de elección
limitándose a hacer una remisión al “método que determine la ley” (art. 25). Es lo que permitió
que bajo la Constitución de 1876 se sucediesen dos leyes electorales de signo completamente
contrario, en función del partido político en el poder: la ley de 1878, de carácter restrictivo y
censitario (solo votaba un 4,8% de la población) y la de 1890, con los liberales en el poder, que
introdujo el sufragio universal masculino para los mayores de 25 años. La ley electoral de
1907que pretendió ser un intentó del gobierno de Maura de frenar la corrupción electoral, se
limitó a extender el sufragio universal masculino a las elecciones municipales, sin lograr
erradicar, al introducir condiciones mas restrictivas para ser elegido, las prácticas caciquiles y
partidistas”

B) Auto convocatoria , auto normatividad y relación entre las Cámaras. Entre ley y
los reales Decretos/reglamentos.

Si el parlamentarismo, basado en el equilibrio entre el legislativo y el ejecutivo,


permitía el recurso a la ley para fundamentar en las Cortes con el rey las reformas
institucionales y administrativas, se realizaría mediante reales decretos y reales órdenes
gubernamentales al margen de las Cortes. No es casual que estas coincidan con el momento
de mayor difusión de las ideas doctrinarias.4

Solo las constituciones de 1812, 1837 y 1869 muestran un carácter realmente


parlamentario.

En la Constitución de 1812, la independencia de las Cortes con respecto al poder


real se observa en la posibilidad de autoconvocatoria (art.104), la exclusión que la Constitución
hace de la suspensión y y disolución regia (art 172.1º), el unicameralismo, la prohibición de
deliberar en presencia del rey (art 124) o la autonomía de la que gozaba para establecer su
propio reglamento interno (art. 127). Además, aunque le rey tenía atribuida la posibilidad del
veto suspensivo sobre las leyes aprobadas por las Cortes hasta en dos ocasiones, la tercera vez
que éste rechazaba un mismo proyecto previamente aprobado por las Cortes se consideraba
que contaba con la sanción regia (art. 149).

En línea semejante se sitúa la Constitución de 1837, que contemplaba la reunión


obligatoria de las Cortes todos los años (art. 26) o la formación de su propio reglamento
interno (art 29 en el caso del Congreso). No obstante, recogía una novedad decisiva:
correspondía al rey su convocatoria, suspensión y disolución. Asimismo, admitía también el
veto absoluto del rey a las leyes aprobadas por las Cámaras (art. 44), pretendiendo ver en él un
“árbitro del juego parlamentario”, que pronto vendría “desnaturalizado” por el abuso que la
Corona empezaría a hacer de él.

La Constitución de 1869, incrementaría incluso las atribuciones de las Cortes, en


detrimento de las prerrogativas regias en cuanto a si composición, organización y
funcionamiento, pudiendo también autoconvocarse e incluso hacerlo la Diputación
permanente (art. 47), sin que pudiesen exceder de 30 días la suspensión de la que podía ser
objeto. El carácter parlamentario basado en la estricta separación de poderes, se observa en la

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prohibición de que las Cortes deliberasen en presencia del rey (art. 47) y en el hecho de que la
potestad de hacer las leyes residiese únicamente en las Cortes (art. 34), haciendo desaparecer
el veto regio suspensivo de la Constitución de 1837.

Pero si éstas son las Constituciones que favorecieron cierta “parlamentarización”


del sistema jurídico, a la hora de otorgar más facultades a las Cprtes, las Cpnstituciones
doctrinarias (1834, 1845 y 1876) muestran claramente un carácter limitador del
“parlamentarismo”.

En el Estatuto Real (1834) las atribuciones especificas de las Cortes (otorgadas por
el monarca) son escasas y dispersas a lo largo texto y “mediatizadas por el rey”. No tienen
iniciativa legislativa sino un derecho de petición (art. 32) y siguen conservando el carácter de
órgano consultivo regio (antiguo régimen art. 30). Al rey corresponde en la convocatoria,
suspensión y disolución de las Cortes (art. 24, 25 30, 37 y 40).

Si lo referente a la auto convocatoria y a la auto normalización definen claramente


las dos posiciones teóricas enfrentadas entre los liberales en cuanto a las atribuciones dadas al
Parlamento, no ocurre lo mismo con el bicameralismo, introducido en 1834 por el
doctrinarismo del Estatuto Real que sería asumido por todas las constituciones del siglo XIX.

De hecho la Constitución progresista de 1837 haría suyo, con las denominaciones


expresas, por primera vez, de Congreso y Senado (art. 13), admitiendo un bicameralismo
perfecto, es decir, ambos son “cuerpos colegisladores iguales en facultades”. Mientras el
Congreso es una Cámara enteramente electiva (art. 22) los senadores serán designados por el
rey a propuesta de una lista de los electores de provincia (art 15), aunque solo bajo la
Constitución doctrinaria de 1845 adquiría un carácter vitalicio (art. 17) ejerciendo el rey un
importante control de las Cortes a través de esta prerrogativa.

La Constitución democrática de 1869, tras una amplia discusión, optaría por


mantener el sistema bicameral de la Constitución de 1837, pero a diferencia de ésta el Senado
sería ahora enteramente electivo, aunque con un sufragio censitario más reducido que el del
Congreso. Ambas Cámaras tenían autonomía para dotarse de su propio reglamento y elegir
presidente y vicepresidente. Se trata de un bicameralismo imperfecto que daba prioridad al
Congreso sobre el Senado en los proyectos de ley sobre contribuciones, crédito público y
fuerza armada, debiendo prevalecer además en ellos la decisión del Congreso sobre las
alteraciones que el Senado pudiese llegar a introducir (art. 50).

La Constitución de 1876 supuso el regreso al bicameralismo perfecto.

C) El “control parlamentario” y la “responsabilidad ministerial” del ejecutivo.

Hacer efectivo el “control parlamentario” suponía asegurar la responsabilidad


ministerial ante las Cámaras de modo que el nombramiento o destitución de un ministro no
dependiese sólo de la voluntad del Rey sino de la mayoría parlamentaria, lo que raramente se
hizo efectivo en la práctica del s. XIX.

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No existió bajo la Constitución de 1812 un sistema eficaz de control de la
responsabilidad política de los ministros por las Cortes.

Durante el Trienio liberal surgiría como una práctica que los Reglamentos
parlamentarios de 1834 de los Estamentos de Próceres y de Procuradores, sancionarían como
ley la costumbre de discutir y acordar una contestación al discurso de la Corona al inicio de las
sesiones del Congreso. La contestación coincidiendo con la consolidación del
constitucionalismo en España se concibió por ello como un modo de debatir ante la opinión
pública el programa gubernamental al inicio de una legislatura. No obstante, si su interés
radicaba en lo abierto e ilimitado del debate al que daba lugar, el doctrinarismo se encargaría
de limitar el tiempo del debate (Reglamento del Congreso de 1847, art. 122), reduciendo en lo
posible su carácter controvertido.

Aún así el interés suscitado por los debates parlamentarios en los años del Estatuto
Real y la publicidad de sus sesiones (Reglamento de las Cámaras de 15 de julio de 1834, art. 48)
acabaron por darles un valor práctico en principio no previsto.

Es en este contexto donde surgen y se desarrollan algunas prácticas parlamentarias


no previstas en los Reglamentos que percibirían con posterioridad como las preguntas
parlamentarias al gobierno y las proposiciones, más flexibles que las peticiones que admitía el
Estatuto de 1834. Y junto a ello, las cuestiones de confianza al gobierno y los votos de censura
sin ninguna disposición normativa al respecto.

La primera cuestión de confianza en la historia española se presentaría en forma de


petición contra el Gobierno de Martínez de la Rosa el 3 de noviembre de 1834 y la segunda
bajo la forma de proposición con el Gobierno de Mendizábal el 31 de diciembre de 1835.
Contra el gobierno Istúriz, bajo la forma de petición (21 de mayo de 1836) se haría público el
primer voto de censura, figura que sólo el Reglamento del Congreso de 1847 (art. 193),
recogería por primera vez, obligando a formularla por escrito. En cualquier caso la decisión
final sobre la retirada de la confianza al ministro o la disolución de las Cortes siguió
dependiendo del Rey.

La Constitucionalización de las figuras de la interpelación y el voto de censura solo


tendría lugar durante el Sexenio Revolucionario, con la Constitución de 1869 (art. 53).

Es importante tener en cuenta que la responsabilidad exigible a los ministros


durante este periodo, como la de todos los empleados públicos, tenía carácter penal y/o civil.

1. Diferentes concepciones del Senado.

Todo bicameralismo supone la introducción de una excepción al


principio de igualdad ante la ley y la división de poderes que definen un
estado de Derecho, por lo cual, salvo los regímenes políticos que
rechazaron el Senado (la Constitución de 1812 y la de 1931) en los demás la
desigualdad que conllevaba procuró justificarse a partir de criterios
funcionales: la utilidad de las funciones atribuidas a la Cámara alta.

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Conforme Pérez Prendes (2017) cuatro han sido las funciones
principales atribuidas en la historia jurídica española al Senado (algunas
pueden coexistir con otras).

A) Ser un “cuerpo intermedio” que debía moderar los excesos del


Congreso. Su función era la participación en el poder legislativo, la
principal función desempeñada por el Senado en la historia
española. El ideal de esta concepción es el bicameralismo perfecto
(la equiparación en facultades del Congreso y el Senado). A este
tipo de participación corresponde al Senado instituido en el
Estatuto Real y en las y en las Constituciones doctrinarias de 1845
y 1876.

En el caso de la Constitución de 1837, mientras el Congreso es una


Cámara enteramente electiva (art. 22) los senadores debían ser designados
por el rey a propuesta de una lista triple de los electores que en cada
provincia nombrarán los diputados en Cortes (art. 15). El Senado de 1837
adquirió también el carácter de Cámara “moderadora” de la cámara
electiva. Los senadores no tenían carácter vitalicio, como lo tendrán bajo la
Constitución de 1845, por entender que ello contradecía el principio de
soberanía nacional, situándose además el Congreso con superioridad sobre
él en materia de contribuciones y crédito Público.

En 1845 los senadores no serán ya elegidos sino nombrados


directamente por el rey en número ilimitado (art. 14) lo que unido a su
carácter vitalicio (art. 17) conducía el desequilibrio del sistema bicameral en
beneficio del Senado. Adquiría, además, frente al Congreso funciones
judiciales conociendo de los delitos graves contra la seguridad del estado y
la persona del rey y juzgando a los ministros cuando fuesen acusados por el
Congreso por responsabilidad penal (art. 19).

El marcado carácter conservador de las Cortes electas en mayo de


1857, permitiría la aprobación el 17 de julio de 1857 de una Ley
Constitucional de Reforma, limitada a proponer la modificación de 6
artículos, con la pretensión de introducir senadores hereditarios y natos.
Este Senado aristocrático estaría en vigor hasta la derogación de la ley de
las Cortes de 1864, aunque entonces seguiría admitiendo como senadores a
los grandes de España.

Por último, la Constitución canovista de 1876, que recuperar el Senado


como cuerpo colegislador (art. 19) supondría el retorno al bicameralismo
perfecto frente al Sexenio. A diferencia del Congreso, elegible desde 1890
por sufragio universal masculino, el Senado lo debían formar a partes
iguales (art. 20) senadores por derecho propio y vitalicios nombrados por la
Corona, junto a senadores elegidos por las Corporaciones del Estado y los
mayores contribuyentes, para los que se estableció por ley de 8 de febrero

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de 1877 un sistema indirecto de elección muy restrictivo. El objetivo último
era constituir una segunda Cámara que sirviese de freno al Congreso como
Cámara representativa.

B) Entidad protectora de la Constitución, al modo de los tribunales


constitucionales del siglo XX. Es el caso del papel atribuido al
Senado por el Estatuto de Bayona 1808 y el Proyecto
Constitucional de la Primera República de 1873. Las Cortes
corresponden a un bicameralismo imperfecto es el único con
potestad legislativa (art. 51), correspondiendo al Senado funciones
fiscalizadoras de la labor legislativa de aquél como un control
previo de constitucionalidad de las leyes en relación a los derechos,
facultades de la federación y poderes de los distintos órganos (art
70).
C) Tribunal de Justicia política. Se trata de una jurisdicción atribuida al
Senado para juzgar con sentido político a altos cargos, en especial
a los Secretarios de Estado y del Despacho. Este carácter estará
presente en el Estamento de Próceres del Estatuto Real, pero
también en los Senados de las Constituciones de 1845, 1869,
Proyecto constitucional de 1873 y 1876.
D) Cámara de estados. Es una Cámara de representación territorial.
Se trata del Senado previsto en el Proyecto Constitucional de 1856,
la Constitución de 1869, el Proyecto de constitución federal de la I
República (1873), la Constitución de 1876 y la Constitución
republicana de 1931. La mayor originalidad del Senado en 1869
reside, en su carácter de cámara de representación de los
intereses provinciales aunque el modelo estatal español sigue
presentándose comunitario, no federal. El Senado de 1869 es una
Cámara electiva, aunque elegido mediante sufragio universal
indirecto. Solo podían ser elegidos senadores los que hubiesen
desempeñado altos cargos políticos, judiciales, militares o
eclesiásticos (art, 60), así como los mayores contribuyentes de la
provincia (art. 63), lo que situaba en él “un último residuo
censitario”.

Más allá de las funciones atribuidas al Senado puede decirse, que en el


caso de las constituciones doctrinarias el Senado se presenta como un
órgano dependiente del monarca, mientras que el caso de las
Constituciones progresistas de 1837 y 1869 presentan cierta autonomía y
carácter electivo

III. LA JEFATURA DEL ESTADO.

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Conforme a la doctrina constitucional, atribuir al monarca la condición de Jefe del
Estado requiere, tres presupuestos esenciales

 Entender el gobierno, con funciones ejecutivas, como órgano separado del propio
monarca.
 La existencia de mecanismos de control de la responsabilidad política del Gobierno
respecto a las Cortes.
 La asignación de funciones de representación, como jefe del Estado, diferenciadas de
las del titular del ejecutivo.

En la historia del constitucionalismo español, sólo la Constitución de 1978 diferencia


claramente respecto al monarca entre la Jefatura del Estado y el titular del ejecutivo,
habiendo convertido inicialmente al gobierno en un “apéndice del monarca y en las Cortes
en un debilitado alter ego de la Corona”, ya que durante el siglo XIX se mostró muy activa
haciendo uso de las potestades que las Constituciones le otorgaban, sin tener en cuenta la
mayoría parlamentaria. El amplio número de facultades normativas que conservaba la
Constitución de Cádiz al monarca al atribuirle no sólo potestades de iniciativa legislativa
(art 15, 171.1, etc.) sino “el ejercicio de poderes gubernamentales legalmente imprevistos
como símbolo de la conservación del orden público” (art 170), hacían difícil diferenciar
entre su condición de jefe de Estado y titular del ejecutivo.

Si bien es cierto que el Discurso Preliminar de la Constitución de 1812 atribuye al Rey la


condición de jefe del Estado se hace referencia con ello, en realidad, a su competencia
respecto a los gastos públicos bajo la supervisión de las Cortes (art. 171.12, 131.12 y 347),
esto es, a una función ejecutiva, no de representación.

De hecho, lo califica además de “jefe de Gobierno” de “primer magistrado de la


Nación” funciones que ponen de manifiesto más bien su carácter ejecutivo.

Sólo con el Proyecto de Constitución federal de 1873 por primera vez en la historia
constitucional hispana, se hace expresa la separación entre la Jefatura y entre la Jefatura
del Estado y el poder ejecutivo. La primera se le atribuye de forma específica al presidente
de la República, elegido, a semejanza de la Constitución estadounidense, por sufragio
universal indirecto que pasaba por la elección directa de una Junta de compromisarios,
encargada de nombrarlo (art 85), lo que le permitían no necesitar la confianza de las
Cortes. Sus facultades eran promulgar las leyes aprobadas en las Cortes, nombrar y separar
libremente al presidente del Poder Ejecutivo tenía iniciativa legislativa y personificaba el
poder supremo y la dignidad de la Nación, concedió indultos y debía cuidar de que se
garantizasen las constituciones particulares de los estados (art. 82). Pero su atribución más
importante era la de ser un “poder relacional” entre poderes, encargado de hacer
observaciones al Congreso en caso de disidencias con el Senado y de dirigir mensajes a los
poderes públicos recordándoles el cumplimiento de sus deberes legales.

1. El rey: de titularidad del ejecutivo a “poder moderador”.

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Si por algo se caracteriza el monarca en el s. XIX es por asumir la condición de
órgano supremo de gobierno, de quien dependen los ministros, a los que nombra y
separa libremente. El tenor del precepto es común tanto a las constituciones
progresistas como a las moderadas.

Es necesario distinguir entre las que proclaman la soberanía nacional y las


constituciones doctrinarias, sin que falten autores que claramente oponen
Monarquía nacional (1812, 1837 y 1869), aquellas constituciones donde se recogen
garantías suficientes para impedir la actuación inconstitucional donde se recogen
garantías suficientes para impedir la actuación inconstitucional de la Corona y
Monarquía doctrinaria (1834, 1845 y 1876), en la que el rasgo determinante será la
cosoberanía de las Cortes con el rey.

Las constituciones que proclamaban la Monarquía doctrinaria no distinguen


entre jefatura del Estado y titular del ejecutivo, incidiendo en que el rey nombra y
separa libremente los ministros, mientras que las restantes, en particular la de
1869, sin distinguirlas claramente tratan de definir las funciones ejecutivas
haciendo especifica mención a los ministros: “El Poder Ejecutivo reside en el rey,
que lo ejerce por medio de sus ministros” (art. 35).

Vinculado al carácter de titular del ejecutivo estaba la nota de


irresponsabilidad e inviolabilidad, presente en todas las Constituciones
decimonónicas lo que conlleva la necesidad de proclamar (más que hacer efectiva)
la responsabilidad de los ministros (art. 225 de la Constitución de 1812), respecto
de las órdenes dictadas por el rey; una forma de “autentificar” la voluntad del
monarca correspondía a las Cortes formar la causa contra ellos y al Tribunal
Supremo juzgarla.

La Constitución de 1876, se encargaría de restablecer como la confesionalidad


del Estado: la persona del rey se consideraba de nuevo “sagrada e inviolable” (art
48).

Conforme a la programación que la Constitución de 1812 hace de la soberanía


nacional (art. 3: “la soberanía reside esencialmente en la nación y por lo mismo
pertenece a esta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes
fundamentales”), el rey ya no es el titular del poder soberano, sino tan solo una
forma de gobierno por la que la nación optaba, en uso de su soberanía. Aún así,
como poder constituido, comparte con las Cortes la iniciativa legislativa (arts. 15 y
171.14º) y es el titular de la potestad ejecutiva (art. 16) correspondiéndole el
desarrollo reglamentario de las leyes aprobadas por ellas, así como funciones de
orden público y seguridad del Estado, pudiendo, mandar los ejércitos y “disponer
de las Fuerzas Armadas” (171,8º).

El Estatuto Real es un buen ejemplo de conformación del monarca como


“poder moderador” construye el doctrinarismo mediante la atribución al rey (frente
al constitucionalismo gaditano), de 3 mecanismos constitucionales de los que
carecía el derecho de veto, la potestad de disolución de las Cámaras y la

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responsabilidad de los ministros exclusivamente ante él. La finalidad no era otra
que establecer un principio contramayoritario que los juristas se encargaron de
difundir por toda Europa de la restauración con la pretensión de crear un
constitucionalismo inmune a la revolución.

Por ello, en el Estatuto Real, a diferencia de la Constitución de 1812, cuyo


centro de gravedad serán las Cortes, el órgano central lo representa el rey. A él
correspondía, de forma expresa, la designación de los miembros del Estamento de
Próceres (art. 7) y el presidente y vicepresidente tanto de este Estamento como del
de Procuradores (arts. 12 y 22) así como lo convocatoria suspensión y disolución de
las Cortes (arts. 24, 25, 30, 37 y 40). No hay una posibilidad de auto convocatoria
semejante a la gaditana. Concentra también, de modo tácito, las funciones
ejecutivas. Le corresponden además en exclusiva la iniciativa y sanción de las leyes
(art. 31 y 33), con un derecho de veto no suspensivo, como en Cádiz, sino absoluto.

La Constitución de 1837 optaría por no reducir las nuevas atribuciones del


monarca en relación con las Cortes, con el fin de evitar el aislamiento entre ambas
de la que adolecía la Constitución de Cádiz. Se trata de una concesión al
doctrinarismo convirtiendo a la reina en árbitro decisivo de la disolución de las
Cortes, dándole además la prerrogativa de nombrar al presidente del Consejo de
ministros sin la obligación de contar con la mayoría de las Cortes. De ambas
prerrogativas harían abuso tanto los regentes como la propia reina tras alcanzar la
mayoría de edad impidiendo con ello el desarrollo de la actividad parlamentaria y
favoreciendo la actividad de reforma de la administración por parte de los ministros
al margen de las Cortes.

Frente a este predominio del doctrinarismo en la relación de las Cortes con el


rey, el Sexenio revolucionario supondría un paréntesis de claro carácter
parlamentario que permitirán conformar una auténtica Monarquía democrática
situada en el plano de la neutralidad, por encima de los diferentes partidos
políticos.

A él se le continúa atribuyendo el Poder Ejecutivo, pero se especifica ahora que


“lo ejerce por medio de sus ministros” (art. 35) y como en constituciones anteriores
se establecían una serie de materias en las que debía contar con autorización legal
previa de las Cortes (art. 74) para poder llevarlas a cabo. El Consejo de Ministros o
Gobierno sigue sin ser objeto de un tratamiento unitario y sistemático como órgano
colegiado, sin embargo, en esta Constitución se hace referencia a él en mayor
número de ocasiones que en las Constituciones anteriores, lo que indica una cierta
institucionalización práctica del mismo. Los ministros, que deben refrendar todos
los actos del Rey (art. 57) están sujetos a la responsabilidad penal ante las Cortes
(art. 89) y la responsabilidad política (art. 53) prohibiéndosele “indultar a ningún
Ministro a quien haya sido haya se haya exigido la responsabilidad por las Cortes”.
Por lo que a la capacidad de veto se refiere, éste frente a la Constitución de 1845
deja de ser absoluto para limitarse al efecto suspensivo del año legislativo en curso.

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El sexenio sería solo un paréntesis, ya que la Constitución de 1876 supondría la
vuelta a las facultades ejecutivas de la Constitución de 1845 (arts. 48 a 58), a la
iniciativa legislativa del monarca (arts. 18 y 41) la capacidad de veto suspensivo
temporal durante una legislatura, así como una importante potestad discrecional: la
ausencia de plazo límite para la convocatoria de las Cortes.

Frente a la afirmación de que la Constitución de 1869 había hecho de la


soberanía nacional, la de 1876, en línea con la doctrina de 1845, se fundamentaría
en la consideración de la Monarquía como “imperativo categórico previo y anterior
a cualquier otra institución” y con una justificación extra constitucional. Su razón de
ser era una supuesta “constitución interna” preexistente y no escrita, en la que se
debía basar la ficción justificadora de todo el sistema: la co-soberanía (el pacto)
entre el Rey y las Cortes. El resultado sería que el aparente equilibrio institucional
existente entre ambos cedía en realidad, como en 1845 claramente en favor de la
Corona al a la que la Constitución atribuiría amplias facultades sobre las Cortes.

2. Las funciones del presidente de la I República.


Es atendiendo al Proyecto de Constitución republicana de 1873, donde,
encontramos como se ha señalado la condición de Jefe de Estado, personificando a
la nación (art. 67).
Las funciones más importantes del Presidente eran la representativa y la
función política de neutralidad.
En él confluían funciones propias de:
 Jefe de Estado.
 De orden de Ejecutivo.
 De orden del legislativo.

Por lo que al poder ejecutivo se refiere, se hace mención expresa en el Proyecto


de 1873 del Consejo de Ministros, cuyo Presidente habría de ser libremente
nombrado por el Presidente de la República (art. 71). Entre las atribuciones del
Ejecutivo están disponer del Ejército para la seguridad interior y defensa exterior,
nombrar a los empleados públicos, elaborar reglamentos de desarrollo legislativo
(art. 72) y enviar un delegado a cada estado regional con la misión de vigilar el
cumplimiento en él de la Constitución y de las leyes.

En cuanto a su posible responsabilidad, la tenía tanto política como penal por


“incumplimiento de sus obligaciones constitucionales”.

IV. LA PRESIDENCIA DEL GOBIERNO Y DEL CONSEJO DE MINISTROS.

El presidente del Consejo de ministros se crea con esta denominación bajo el


absolutismo de Fernando VII. Sería creado con un “afán de control político y cometido
principalmente represor de la disidencia”.

Pero sería con el fin del absolutismo cuando fue objeto de especial atención en el
Estatuto Real (artículos 26, 37 y 40) atribuyéndole las notas de homogeneidad, colegialidad y

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responsabilidad. Sin embargo, apenas lo mencionan las Constituciones de 1837 y 1845 lo que
constata con su importancia posterior y actual.

“El Consejo de Ministros solo tiene autoridad propia cuando el rey lo preside. Fuera de
su presidencia sólo formula proyectos, que adquieren fuerza ejecutiva por el consentimiento
del Monarca”.

En este periodo, desde el punto de vista jurídico, sus funciones son consultivas,
aunque sean ministros los que impulsan la acción del Gobierno. Su importancia hasta las
décadas finales del siglo XIX será más como institución de hecho que de derecho, lo que pone
de manifiesto que su relevancia es más política que administrativa, y que, en última instancia,
los ministros siguen desempeñando el papel de “secretarios” que aconsejan al rey.

Puede decirse que el Consejo de Ministros es una instancia decisoria sin relevancia
constitucional, puesto que sólo la tienen los ministros, a los que desde 1837 se les reconoció,
frente a 1812, la compatibilidad de su cargo con su condición de senador o diputado. Y el
Gobierno lo constituyen los ministros con el rey, ya que nada pueden sin él.

Por lo que la figura del presidente del Consejo de Ministros se refiere, su consolidación
resulta de la práctica. Lo encarnaba el ministro que mejor representaba la línea política que
contaba con el apoyo de la Corona. Representaba “el pensamiento del gobierno y podía
sustituir al rey en la tarea de imprimirle unidad de criterio a dirección”.

Tenía la facultad de asumir otros departamentos ministeriales, lo que haría efectivo,


en especial, en el caso de la Primera Secretaría de Estado luego Ministerio de Asuntos
Exteriores, práctica que mantiene el Sexenio Revolucionario y la Restauración.

El Estatuto Real menciona al presidente del Consejo de Ministros como el encargado


de refrendar los de Reales Decretos de apertura y cierre de las Cortes (art. 26) y de su
disolución (art. 40) y la Constitución de 1837 le atribuiría el refrendo de los Decretos Reales
más importantes, debiendo ser el encargado de proponer el nombre de los ministros y cargos
relevantes al rey.

Aunque en un régimen parlamentario su nombramiento debía gozar de la “doble


confianza” del Rey y de las Cortes, lo cierto es que incluso las constituciones progresistas se
limitaron a establecer su nombramiento por el monarca.

Con la restauración canovista la “doble confianza” se convirtió en una mera ficción. El


título VI de la Constitución de 1876 sólo rezaba “Del Rey y sus ministros” (una novedad con
respecto a 1845 que ni siquiera mencionaba los ministros, sin institucionalizar la figura del
presidente, lo que suponía volver al carácter secretarial y consultivo del Gobierno
característico de los años 30 y 40).

Durante la restauración, la figura del presidente del Gobierno no empezaría a adquirir


en la práctica los rasgos que tendrá en lo sucesivo, aunque sigue apareciendo silenciada en la
Constitución. Es a él a quien corresponde confeccionar las listas ministeriales, conformando
además a los ministros como jefes de sus respectivos ramos administrativos.

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Tema 13. La Administración Central.
V. ORGANIZACIÓN MINISTERIAL.

La muerte de Fernando VII dio lugar a una reorganización general de la


“Administración suprema del Estado” que supuso el paso del sistema de consejos con el que se
había gobernado la Monarquía vicaria a otro basado en la organización en secretarías de
despacho/ministros. La reforma se llevó a cabo mediante 6 Reales Decretos dictados el 24 de
marzo de 1834 que supusieron:

1. La sustitución del Consejo de Estado por un Consejo de Gobierno, creado en su


testamento por Fernando VII con funciones extraordinarias de regencia y ordinarias
de consulta durante la minoría de edad de Isabel II en los “negocios arduos”. Estaría
en vigor sólo 2 años hasta la entrada en vigor de la Constitución de 1812 el
18/08/1836.
2. La supresión de los Consejos de Castilla y de Indias, creando en su lugar un Tribunal
Supremo de España e Indias.
3. La supresión del Consejo Supremo de Guerra y la institución en su lugar de un
Tribunal Supremo de Guerra y Marina.
4. La supresión del Consejo Supremo de Hacienda, y la creación en su lugar de un
Tribunal Supremo de Hacienda.
5. El anuncio de la reforma del Consejo de Órdenes militares.
6. La creación de un Consejo Real de España e Indias dividido en secciones que se
correspondían con las distintas Secretarías del Despacho.

La pretensión, expuesta en el preámbulo común a los distintos decretos, fue frente a


los antiguos Consejos, la separación de las funciones administrativas de las judiciales en
órganos diferentes. La clave de la reforma se encontraba en la en la creación, en el ámbito
judicial, el Tribunal Supremo, y el administrativo, la del Consejo Real, con funciones consultivas
al modo del Consejo de Gobierno, de cada una de las Secretarías del Despacho.

La reforma no redundó en una clara distinción entre funciones judiciales y


administrativas, haciéndose patente la continuidad con el Antiguo Régimen, en las resistencias
manifestadas en sus dictámenes por el Consejo de Gobierno que, desde la función consultiva,
siguió considerando fundamental la dimensión contenciosa, o en la labor “jurisprudencial” del
Consejo Real de España e Indias en aspectos del Gobierno.

Algunos aspectos de continuidad con el Antiguo Régimen se hacen patentes también


en la reforma en la forma de concebir las con las funciones y responsabilidad de los secretarios
de Despacho/Ministros.

1. De Secretarios del Despacho a Ministros.

El término “ministro” se había utilizado en el siglo XVIII con un doble sentido con
carácter genérico, “oficio, ocupación y cargo” pero también con el específico de Secretario tal
y como pone de manifiesto el Diccionario de Autoridades (1714). Las Cortes de Cádiz siguieron

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Tema 13. La Administración Central.
manteniendo la denominación proveniente del Antiguo Régimen de secretario de Estado y del
despacho o secretario del despacho (art. 222), como lo haría el Estatuto Real en 1874 (art. 26 y
36). Sólo las constituciones progresistas de 1837 (art. 61) y moderada de 1845 (art. 64)
introduciría en la definitiva de denominación de “ministro” que continúa hasta la actualidad.
La edición de 1847 definía “ministro de la Corona” como:

“el funcionario público a quien el rey admite en su confianza para administrar


alguno de los Ramos de los negocios del estado, darle cuenta de los que exigen
su regulación especial, recibir directamente sus órdenes y hacerlas ejecutar”.

En cuanto a su caracterización, pone de manifiesto que:

- Su consideración como jefe de un ramo de la Administración se ha generalizado ya


en esos años, sin que parezca tenerse en cuenta su doble carácter político
administrativo. Los ministros con cartera están al frente de un ramo de la
Administración, mientras que los ministros sin cartera tendrán un carácter más
político que administrativo.
- Frente a la prohibición existente de Cádiz de que los secretarios del despacho
acudiesen a los debates de las Cortes, se permite ahora la compatibilidad entre
cargo y el de Senador o Diputado, con derecho a voto y a participar en las
discusiones de la Cámara (art. 62 de la Constitución de 1837 y art. 65 de la
Constitución de 1845), lo que habría de permitir una comunicación más fluida entre
el legislativo y el ejecutivo. Una norma no constitucional (decreto de 21 de
noviembre de 1863) consolidaría finalmente la compatibilidad entre ministro y
diputado.
- Los ministros, encargados de refrendar las órdenes de sanción regia de las normas,
están sujetos a una responsabilidad penal civil a pesar de que la Constitución de
1845 (art. 19.1º) estableció la posibilidad de que los ministros fuesen acusados por
el Congreso y juzgados por el Senado.

Por otra parte, había una responsabilidad colectiva por los actos avalados del Consejo
de Ministros, tal y como recogía el citado proyecto de la ley de 1836, salvo en el caso de los
votos particulares de los integrantes de este.

Por último, subordinados a los ministros estarán los subsecretarios, creados mediante
Real Decreto de 16 de junio de 1834, con la finalidad de auxiliar al ministro en sus tareas
administrativas cotidianas o sustituirlos cuando debían acudir al parlamento

2. La Organización ministerial: entre Fomento y/o Gobernación.

En la última etapa del Gobierno de Fernando VII se harían presentes propuestas


relativas a separar a la Administración del Estado de las atribuciones del Consejo de Castilla y
con ello la creación de un nuevo “Ministerio del Interior”.

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Tema 13. La Administración Central.
El Consejo de ministros de hecho fue un instrumento entonces utilizado por los
reformistas frente a los tradicionalistas para impulsar importantes transformaciones
administrativas bajo el absolutismo fernandino. De ahí su relevancia tras la muerte de
Fernando VII para hacer que la “Administración” sustituyese a la “nación”.

El nuevo Ministerio de Fomento encontraría arraigo desde 1834, pasando


denominarse de Interior y de Gobernación desde 1835. El cambio de nombre supuso desplazar
el centro de actuación de las funciones de fomento a las de gobierno civil con el objetivo de
controlar el efectivo cumplimiento de sus órdenes en el ámbito local y provincial.

El otro ministerio que jugó un papel decisivo en la implantación de un modelo


centralizado de Administración en esos años fue el Ministerio de Hacienda. L

La consolidación del organigrama ministerial de esos años tiene lugar en 1838 cuando
existe un total de 6 Secretarías de Despacho.

Entre 1838 y 1847 no existen alteraciones en el organigrama, aunque en este último


año se crearía El Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas que tan solo duraría
hasta 1851, para denominarse Ministerio de Fomento. Sus competencias se toman de algunas
de las que ejercían Gobernación y Marina. A él se deben los Proyectos de Ley de Ferrocarriles
de 1850 y 1851 y la Ley de Sociedades Anónimas. Su crecimiento haría que acabase
dividiéndose en otros: Instrucción Pública, Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio.

En 1863 se crearía otro nuevo departamento el Ministerio de Ultramar, en vigor hasta


1899, hasta la pérdida en 1898 de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Con independencia del
régimen político las 8 carteras se mantendrían hasta el final del siglo. Esquema:

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Tema 13. La Administración Central.
VI. EL CONSEJO DE ESTADO.

El origen y naturaleza del Consejo de Estado gaditano sigue siendo objeto de debate
entre los historiadores de Derecho y los administrativistas.

En realidad, de “influencia francesa” sólo puede hablarse en el caso del Consejo de


Estado diseñado en la Constitución de Bayona, como órgano sólo consultivo (art. 55), con la
facultad de revisar los proyectos de ley y reglamentos de la Administración pública y resolver
los conflictos de jurisdicción entre los cuerpos administrativos y judiciales (art. 54).

Tras el periodo gaditano, ninguna de las constituciones posteriores, ni la de 1837 ni la


de 1845, contemplaron un posible Consejo de Estado ni una jurisdicción administrativa. La
creación de ésta sólo tuvo lugar con la llegada de los moderados al poder, quienes tras la
correspondiente autorización procedieron a crear mediante Decreto Legislativo de 6 de julio
de 1845 un Consejo Real que cambiaría definitivamente su denominación a Consejo de Estado
mediante Real Decreto de 14 de julio de 1858.

El Consejo, presidido por el presidente del Consejo de ministros y compuesto por los
ministros y 30 consejeros ordinarios nombrados por el rey a propuesta del Gobierno
acumularía amplias competencias frente a la jurisdicción ordinaria como

 la resolución de las cuestiones de competencia entre la Administración y los


tribunales de justicia,
 los recursos por abuso de poder contra la Administración presentados por los
tribunales de justicia,
 la autorización para procesar a los empleados públicos en el ejercicio de sus
funciones,
 nombramiento de jueces y magistrados,
 modificación de las leyes de ultramar.

Debía emitir dictámenes sobre estas materias que, aprobaba el gobierno, mediante
decretos-sentencias.

El organigrama de la nueva jurisdicción se contemplaba con la creación territorial


mediante ley de 2 de abril de 1845 de los consejos provinciales, presididos por el jefe político
de cada provincia (gobernador civil) y compuesto por 3 o 5 vocales (dos de ellos letrados)
nombrados por el rey, concebidos como cuerpos consultivos que emitían sus dictámenes
siempre y cuando lo solicitase el jefe político/gobernador civil y a la vez como titular como
tribunales que entendieran en los asuntos contenciosos en primera instancia, y de cuyas
resoluciones podía apelarse al Consejo de Estado.

Sólo existieron dos excepciones temporales a la existencia de esta jurisdicción,


coincidentes con la llegada de los progresistas al poder, el bienio de el bienio 1854-56 y el
Sexenio Revolucionario, que suprimirían los consejos provinciales, creando el Tribunal
Supremo de Justicia y en todas las Audiencias una sala que entendiese de las cuestiones
contencioso-administrativas. La restauración en 1875 supondría la vuelta a la situación
anterior, en la medida en la que la Constitución de 1869 había eliminado la referencia al rey

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como superior jerárquico de la administración de Justicia, con la Constitución de 1876 se
volvería al doctrinarismo que caracterizaba la situación anterior.

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