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MODULO 1

El concepto de Ethos:
¿Qué es la ética? Para aproximarnos a una primera respuesta, debemos tener presente
que la ética está inscripta en el ámbito de la filosofía práctica. Como parte de la filosofía
práctica, el modo más corriente de definir la ética consiste en afirmar que se trata de una
reflexión o una indagación del Ethos. Muchas expresiones emparentadas con estas
acciones (reflexionar o indagar) suelen acompañar otras definiciones de la ética. Así, por
ejemplo, Maliandi (2009) entiende a la ética como una tematización del Ethos. En
cualquier caso, se pone de relieve que esta disciplina de la filosofía práctica designa un
esfuerzo por comprender y esclarecer el hecho moral. Si quisiéramos ahondar más en el
contenido de ese esfuerzo, deberíamos decir que la pretensión fundamental de la ética es
dilucidar el entramado de normas, valores, principios y creencias morales que rigen o
regulan nuestra conducta y las relaciones que entablamos con los demás. De este modo,
la ética está estrechamente relacionada con la determinación de un espacio de examen
respecto a la vida humana: no se hace ética si se inhibe la capacidad de interrogar el
sentido de nuestra existencia, porque su punto de partida es la experiencia del ser
humano como sujeto reflexivo y capaz de crear un saber de la praxis y para la praxis.
Cuando inspeccionamos la etimología de este vocablo, nos encontramos con dos
acepciones que, aunque están mutuamente relacionadas, no son idénticas y, por eso,
conviene distinguirlas:
La palabra utilizada por Aristóteles es Ethos que, según Aranguren (1979:21 y ss.), posee
dos sentidos fundamentales. Por un parte, su sentido más antiguo corresponde a
‘residencia’, ‘morada’, ‘lugar donde se habita’. Ética se referiría así al suelo firme, al
fundamento de la práctica, a la raíz de donde brotan todos los actos humanos. Es el desde
donde de la acción. Pero, por otra parte, también significa “modo de ser” o “carácter”, en
una acepción ya mucho más cercana a nosotros. Desde aquí, la ética se ocuparía de la
configuración de la propia forma o modo de vida. Ethos como contraposición a pathos, es
decir, hábito o costumbre frente a lo inmodificable por la voluntad del ser humano. En
general, en el campo de la filosofía podemos encontrar una serie de indagaciones que
coinciden en un aspecto básico: la expresión Ethos indica el conjunto de convicciones,
actitudes, valores, formas de conducta y creencias morales que permea nuestro
comportamiento y nuestro discurrir cotidiano, tanto individual como grupal. Como puede
observarse, cubre un espectro muy amplio de nuestra experiencia y aquello que construye
nuestra identidad. Un aspecto clave que debemos tener en cuenta es que el Ethos remite
a un fenómeno cultural que responde a diversas relaciones interpersonales con otros
integrantes de una comunidad, pueblo, Estado, etcétera. De este modo, aunque su
expresión puede variar de un lugar a otro, no puede darse el caso de su ausencia en
ninguna cultura. La realidad que configura el ethos nos rodea plenamente, debido a que
está presente en nuestro obrar diario: puede expresarse, incluso, lo transmitimos en
nuestras preguntas sobre lo correcto o lo legítimo, sobre aquello que está bien o mal o
sobre lo justo o injusto. De cada una de estas manifestaciones del ethos surgen temas,
controversias y exploraciones que pretenden servir de guía u orientación para llevar
adelante proyectos de vida más plenos y satisfactorios. Como es una dimensión
constitutiva de la naturaleza humana, estamos inmersos en el ethos de manera relevante
y concreta, debido a que el hecho moral atraviesa nuestras acciones, preferencias y
decisiones. Por lo tanto, el ethos constituye una realidad irreductible a otras e ineludible
para la comprensión de la realidad.
Un punto clave en el que se sustenta todo examen ético es el de la distinción entre los
vocablos moral y ética. Las consideraciones anteriores, relacionadas con las expresiones
del ethos y la tarea encomendada a la ética, nos permiten contemplar un panorama de
significados que se desarrollan en planos diferentes. Como afirma Cortina el tránsito de la
moral a la ética implica un cambio de nivel reflexivo, el paso de una reflexión que dirige la
acción de modo inmediato a una reflexión filosófica, que sólo de forma mediata puede
orientar el obrar; puede y debe hacerlo. Ciertamente, es posible desentrañar una
expresión negativa de aquello que es la ética: el ético no es un consejero moral que se
empeña tenazmente en defender sus convicciones morales ni alguien que aboga por el
cumplimiento de aspiraciones o normas morales concretas. En otras palabras, no es un
moralista. La misión encomendada a la ética se desenvuelve en otro plano, uno que
requiere algún tipo de distanciamiento respecto del mundo moral y todo aquello que
tiene incidencia en la vida cotidiana. Cuando se afirma que la ética versa sobre el bien y el
mal, lo correcto y lo incorrecto y los valores y las creencias morales observamos, así, el
intento de la ética de suministrar reflexivamente razón del fenómeno de la moralidad.
Observamos, a su vez, que este interés no puede eludir que está implicado en el mismo
objeto de su tematización. “Esta circunstancia explica por qué la ética es peculiarmente
difícil: no porque su objeto de estudio sea extraño o insólito, sino más bien por lo
contrario: porque no se puede salir de él, porque es demasiado cercano. Debemos ser
capaces de reconocer el origen primario de este intento de esclarecimiento y
fundamentación de la moral, que se plasman en interrogantes como por qué debemos
llevar a cabo tal acción o por qué debemos obedecer tales normas. En este punto,
podemos adelantar que, aunque las normas no agotan el ámbito de la moralidad, dan
lugar a un problema fundamental de la llamada ética normativa. La cuestión nuclear que
esta ética plantea es la de la fundamentación de las normas. Es decir, mientras la norma
dice qué se debe hacer, la filosofía práctica (la ética) pregunta por qué se lo debe hacer
Podemos diferenciar dos espacios de la moralidad: la moral como estructura y la moral
como contenido. García Marzá y González Esteban (2014) afirman que la moral como
estructura lleva implícita la necesidad de ajustar nuestra conducta a determinadas
situaciones. La naturaleza humana, desde este punto de vista, se cimenta en tener que
proporcionar razones de la acción. Con la expresión moral como contenido, se hace
referencia al hecho de que esta necesidad se da en el marco de un sistema de
preferencias o conjuntos de normas propias de cada sociedad. Así, por ejemplo, la
obediencia a una norma condiciona la manera en la que nuestro comportamiento se
alinea con una situación particular y descuidar la obediencia a determinadas normas
puede conducir a las personas al fracaso en el desarrollo de una acción o al sufrimiento de
castigos o sanciones diversas. Hay determinadas características centrales que pueden
identificarse en el lenguaje moral, más allá de la diversidad de Ethos que podemos
reconocer en las diferentes culturas. De este modo, a pesar de la complejidad y la
amplitud del fenómeno de la moralidad, podemos distinguir las siguientes asunciones que
respaldan una forma de percepción común del mundo moral:
- Responsabilidad moral o autoobligación: el sujeto sigue normas que acepta en su
conciencia y que surgen de su voluntad libre y autónoma.
- Universalidad: los juicios morales se presentan como extensibles a todos los seres
humanos.
- Incondicionalidad: su carácter categórico y, por tanto, su validez no depende de
circunstancias concretas y particulares, ni tampoco de situaciones históricas o sociales
concretas. Lo moral, en su especificidad, remite a pretensiones de universalidad y
necesidad que están inscriptas en la naturaleza humana como fines racionales de la
existencia y el obrar de las personas. Por eso, la expresión amoral refleja un concepto
vacío. Cuando se intenta esclarecer la moralidad, todavía la cuestión de lo llamado
inmoral puede aparecer como un esfuerzo conceptual vano. Como afirma Ortega y Gasset
(1955), la interrogación que cobra relevancia para dirimir el significado fundamental de la
moral es qué queremos decir cuando afirmamos que alguien está desmoralizado: Me irrita
este vocablo “moral”. Me irrita porque en su uso y abuso tradicionales se entiende por
moral no sé qué añadido de ornamento puesto a la vida y ser de un hombre o de un
pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la
contraposición moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien se dice
que está desmoralizado. Entonces se advierte que la moral no es una performance
suplementaria y lujosa que el hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es
el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital eficacia. Un hombre
desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que está
fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, ni
hinche su destino.
Niveles de reflexión ética
Reflexión moral: En sentido amplio, el Ethos comprende creencias morales, actitudes,
costumbres, valores, normas y principios. Es un dato incontrovertible que estos elementos
impregnan nuestra vida cotidiana y nuestro accionar diario, aunque no siempre son objeto
de discernimiento, crítica o examen. Entonces, es apropiado decir que este nivel no hace
referencia a la moral cuestionada, sino a la normatividad pura o facticidad normativa.
Tiene pleno sentido afirmar la existencia de este fenómeno moral básico frente al que, ya
en un primer peldaño de reflexión, nos interrogamos sobre qué debemos hacer. De modo
inmediato, muchas veces de forma automática, acatamos o cumplimos determinadas
normas, consejos morales, sermones, exhortaciones, etcétera. Estas formas de actuación
constituyen ejemplos de este nivel del que participamos todos los seres humanos en
mayor o menor medida. La reflexión moral es practicada especialmente por el predicador
moral, el “moralista”. Aunque la prédica, como tal, no sea esencialmente reflexiva, el
moralista necesita de la reflexión para reforzar su poder persuasivo. No tenemos que
pensar necesariamente al moralista como un predicador profesional, o como alguien
dedicado permanentemente a “moralizar”. Todo ser humano puede ser moralista, al
menos por momentos, cada vez que dice a otros lo que deben o lo que no deben hacer
Un aspecto central es que esta reflexión se caracteriza por ser espontánea, porque nace
de nosotros mismos en innumerables ocasiones, por ejemplo: ante la perplejidad de un
acontecimiento frente al cual no sabemos con certeza qué decisión tomar, en la actitud de
pedir consejo porque no divisamos el mejor curso de acción para atravesar un hecho que
vivimos, en momentos de enjuiciamiento de la conducta sobre el valor moral de actos
ajenos, etcétera. Como surge de forma espontánea, es una reflexión asistemática y
acrítica, que está centrada exclusivamente en el imperio de la norma para determinar o
prescribir el modo de actuar
Ética normativa: Nos encontramos en presencia de un saber filosófico. En este nivel, se
destaca un aspecto crucial que es la interrogación o la búsqueda de respuestas: nos
preguntamos por qué debemos hacer aquello que prescribe o recomienda la norma. Así,
el ámbito de la ética normativa es el de la indagación sobre los fundamentos de las
creencias morales, las costumbres y los valores y, por lo tanto, el de la reflexión
propiamente filosófica. Desde el momento en el que este nivel se centra en el por qué, se
reconoce un esfuerzo sistemático y metódico por brindar razones (fundamentos o
justificaciones) de la moral. Por lo tanto, no supone un discurrir espontáneo basado en la
conformidad con aquello que debemos hacer como en el caso anterior, sino un ejercicio
de determinado distanciamiento respecto del fenómeno moral básico (la normatividad
pura) para acometer la tarea de brindar argumentos que pueden ser universalmente
válidos. Por eso, desde este plano de deliberación, la ética normativa intenta esclarecer la
validez de la norma o los principios morales y lo normativo es, así, cuestionado. Las
consideraciones críticas sobre el fenómeno moral pueden surgir por diferentes motivos,
pero en todas ellas se reconoce la presencia de un intento claro y generalizado de
fundamentar la moral. Hay determinadas cuestiones centrales que pueden identificarse
en este nivel. Entre ellas, se pueden distinguir las siguientes:
- Definir y justificar lo que significa bueno en general o, por decirlo de otra forma,
del punto de vista moral.
- Abordar el problema clave de la libertad y, con él, la estructura de los actos
morales.
- Elaborar una teoría de la obligatoriedad moral, es decir, determinar la naturaleza y
los fundamentos de la conducta moral debida (papel del conocimiento moral, de
los sentimientos…).
- Establecer las bases para una posible aplicación de los principios morales tanto al
terreno individual (una teoría de la virtud), como al colectivo, al derecho, la política
y la economía (una teoría de los derechos humanos, una teoría de la democracia,
una ética económica y empresarial, una ética de las profesiones, etc.).
Podemos argumentar por qué este nivel, a diferencia del anterior, no está centrado en
aquello que se debe hacer. Cortina, al hacer referencia a la tarea de la ética como
profesión, pone de relieve algunos aspectos clave para distinguir este nivel del anterior: Y,
ciertamente, no debemos propiciar que se nos confunda con el moralista, porque no es
tarea de la ética indicar a los hombres de modo inmediato qué deben hacer. Pero
tampoco podemos permitir que se nos identifique con el historiador […], con el narrador
descomprometido del pensamiento ajeno, con el aséptico analista del lenguaje o con el
científico. Aun cuando la ética no pueda en modo alguno prescindir de la moral, la
historia, el análisis lingüístico o los resultados de las ciencias, tiene su propio quehacer y
sólo como filosofía puede llevarlo a cabo: sólo como filosofía moral

Metaética: Este nivel se caracteriza por el acento en la dimensión semiótica o lingüística


del Ethos, es decir, por el análisis del significado y el uso de las expresiones morales. Así, la
ética es el objeto de estudio de la metaética (García Marzá, y González Esteban, 2014) o,
para ser más precisos, la naturaleza lingüística del ethos define este nivel de reflexión.

Cuando se examina el significado de las expresiones éticas o los términos morales, tales
como bueno, malo, prohibido, permitido, honestidad, injusto, libertad, responsabilidad,
etcétera, se incursiona en un metalenguaje respecto del lenguaje normativo. Todas y cada
una de estas expresiones, al igual que muchas otras que empleamos en nuestra vida
cotidiana, reflejan un aspecto central del Ethos que es analizado por la metaética. Al
ocuparse del significado del discurso moral, las justificaciones o las fundamentaciones de
los juicios morales, la metaética exhibe determinada pretensión de neutralidad, es decir,
de análisis objetivo y distante del dictum moral. Esto se debe a que esta indagación aparta
a este nivel del contenido de la moral y, por eso, en esta dimensión la reflexión no se
caracteriza por ser normativa: “lo que sí corresponde a la metaética es examinar la validez
de los argumentos que se utilizan para aquella fundamentación que lleva a cabo la ética
normativa.
Ética descriptiva: Dentro de los niveles de reflexión también nos encontramos con uno
cuyo rasgo característico es la descripción del fenómeno moral o la facticidad normativa.
La descripción hace referencia a una operación epistémica diferente a la explicación o la
fundamentación. En este punto, prima la observación de la realidad empírica de las
costumbres, las creencias morales, las actitudes, etcétera, para expresar cómo es o cómo
se manifiesta esa realidad. Esta tarea no es filosófica, sino científica. Se supone que quien
describe el fenómeno moral no impregna su observación con posiciones acerca de si algo
está bien o mal, es decir, no emplea un lenguaje valorativo, sino que se limita a la
descripción. En virtud de estos rasgos, se afirma que este nivel es exógeno por excelencia,
es decir, su ejercicio proviene de afuera del Ethos. Este nivel puede desarrollarse desde
diferentes disciplinas científicas: antropología, historia, psicología, sociología, etcétera. Se
trata, fundamentalmente, de un tipo de investigación desde el cual los fenómenos
morales se ponen a distancia del observador y se registran como hechos empíricos. Por lo
tanto, y al igual que el nivel anterior, este tiene pretensión de neutralidad. En cuanto
ciencia o teoría ética, la ética descriptiva subraya la manifestación histórica de los
fenómenos morales, sus variantes evolutivas e involutivas, las explicaciones que se
ofrecen, las necesidades sociales a que responden, las elaboraciones justificativas que se
presentan, la coherencia o no entre los elementos teóricos que se ofrecen y las
costumbres que se mantienen. Ocupa un lugar importante en la ética descriptiva
comparar los fenómenos morales en las diversas culturas y sociedades, tanto en sentido
diacrónico como sincrónico, es decir, a lo largo de las distintas etapas históricas y según
los diversos contextos socioculturales en el mismo momento histórico

El justo medio
La Ética nicomáquea es considerada la exposición más fundamental del pensamiento ético
de Aristóteles. Obras como la Ética eudemia y la Gran ética también condensan la
actividad intelectual de este filósofo dentro del campo de la ética, aunque como escritos
son menos representativos en comparación con las líneas expuestas en la Ética
nicomáquea. En la filosofía aristotélica, una pieza clave para comprender la naturaleza
humana es el examen de las acciones de los hombres. Esto implica introducirnos
plenamente en el campo de la ética, es decir, en la posibilidad de una ciencia práctica.
Pero, ¿qué entiende Aristóteles por ciencia práctica? Es importante retomar la
clasificación general de las ciencias que propone su sistema de conocimiento, en la que la
distinción establecida entre ciencias teoréticas y ciencias prácticas ocupa un lugar central.
Para esclarecer el significado de ambas ciencias, es preciso observar que cada una de ellas
está orientada por fines o intereses diferentes: la ciencia teorética se ocupa de la verdad o
el saber mismo (en el que se incluye a la filosofía), mientras que la ciencia práctica se
ocupa de la acción. Esta última recibe el nombre de ciencia porque alude a un saber hacer,
es decir, a un ámbito de la vida en el que rige una determinada racionalidad o inteligencia,
aunque sea distinta a la que caracteriza al estudio teorético o meditativo. En tanto
actividad centrada en las acciones y los motivos de los actos (aquello que impulsa las
elecciones de los hombres), el saber práctico está estrechamente ligado al agente moral.
Como el objeto la praxis es la forma de obrar de tal agente, una parte fundamental de la
teoría ética aristotélica es el concepto de elección deliberada. Llevar a cabo tal elección no
consiste simplemente en tomar un curso de acción u otro. Una deliberación, para ser
considerada buena, debe proceder de una capacidad de elegir eminentemente recta y
orientada, de acuerdo con lo conveniente y la realización del bien. Explorar los motivos de
la acción implica conocer aquello que la hace inteligible. Para comprender qué es el bien
en el pensamiento aristotélico, debemos dilucidar el sustento teleológico de su ética, es
decir, el significado fundamental del fin (télos). Tomamos decisiones o elegimos
determinados caminos para transitar en nuestras vidas a partir de determinados fines.
Aristóteles emplea el término bien y lo identifica con la finalidad que persigue toda acción:
“el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden.
Es claro que no existe un solo tipo de bien: podemos considerar la salud, la inteligencia, la
ambición, el dinero, un puesto de trabajo, etcétera, como bienes de diferente clase.
Aristóteles considera que todas estas cosas que valoramos como bienes pueden existir
como medios para alcanzar otros objetivos y, por lo tanto, no como fines en sí mismos:
Supongamos que alguien desea el dinero para comprarse una casa o un coche. Pues bien,
la casa y el coche tampoco son fines en sí mismos, ya que la gente los quiere para poder
vivir resguardados bajo un techo y para desplazarse, respectivamente. Y la gente quiere
resguardarse bajo un techo y quiere trasladarse rápidamente para…Y así tenemos una
sucesión de fines y medios. Pero esta sucesión no puede extenderse hasta el infinito,
entre otras cosas porque entonces el concepto mismo de fin no tendría sentido. ¿Cuál es
el fin último? Este interrogante sobre el fin último, que nos conduce, a la vez, a la reflexión
sobre la existencia de un bien último o supremo capaz de orientar nuestra conducta,
constituye el gran hilo conductor de la indagación ética de Aristóteles, que está inmersa
en problemáticas relacionadas con los motivos que guían nuestras acciones. Este
planteamiento teleológico se aparta de la idea platónica de un bien en sí o un bien
trascendente, ajeno a las experiencias particulares. El fin supremo se realiza a través de la
acción particular. Pero es importante tener presente que, para su investigación,
Aristóteles busca respuestas a interrogantes tanto de carácter universal (¿qué significa
vivir de la mejor manera?), porque procura establecer principios prácticos universales,
como de carácter particular (¿qué decidir en esta situación?), que se instalan frente a
hechos o acontecimientos puntuales o singulares de la vida y son parte esencial de aquella
reflexión universalista. Ambas instancias, lo universal y lo particular, ofrecen una
orientación para el problema moral más crucial: el de la elección o decisión moral. En
efecto, la decisión es el resultado de una relación o mediación entre la universalidad de
los principios prácticos que orientan en general las acciones, y la particularidad y la
diversidad irreductible de las situaciones en las que se debe actuar y responder
correctamente
Aristoteles considera que el fin último, es decir, aquel en el que convergen todas las
acciones de los hombres, es el bien supremo. Ese fin último de nuestras acciones es
identificado, por el pensamiento aristotélico, con la felicidad: el concepto de eudaimonia.
Para comprender esta expresión, debemos apartarnos de las acepciones corrientes que
suelen acompañar el entendimiento actual de aquello que significa la felicidad. En este
contexto, el eudemonismo hace referencia a un sentido de plenitud o excelencia que
reside, de manera indisociable, en la vinculación entre felicidad y moralidad. Ahora nos
detendremos en otro concepto nuclear de la concepción ética aristotélica: el de virtud.
Para aproximarnos a su sentido, debemos tener presente la distinción que hace
Aristóteles de las facultades del alma (Aristóteles, 1978). Estas son:
- Vegetativa.
-Sensitiva.
-Racional.
Las virtudes que hacen referencia a bienes o fines de las acciones humanas se clasifican en
éticas (responsables de encauzar o dominar los impulsos característicos de nuestra
naturaleza sensitiva-animal) y dianoéticas o intelectivas, es decir, aquellas relacionadas
con el intelecto o la parte racional del alma. Para definir la virtud, Aristóteles recurre a la
idea de hábito, disposición o modos del carácter. Las virtudes éticas requieren ejercitarse
mediante la práctica, es decir, para cultivarse deben ser objeto de entrenamiento o
aprendizaje: debemos aprender a comportarnos virtuosamente y esto exige experiencia y
tiempo. Un elemento central es la repetición de ese obrar recto hasta transformarlo en
hábito: No somos justos por naturaleza, sino que alcanzamos la virtud de la justicia (en
este caso, una virtud moral) cuando actuamos de manera justa una y otra vez, hasta que
esa forma de actuar se convierte en un hábito, es decir, en una “disposición habitual de
nuestra voluntad”, que llega a integrarse prácticamente como una segunda naturaleza en
nuestra manera de ser. Si de forma habitual nos comportamos virtuosamente, entonces,
la rectitud de nuestro obrar no está sujeto a un momento específico. La continuidad de
esa actuación en el tiempo construye una disposición o una forma corriente de actuar
frente a determinadas situaciones. Los buenos hábitos reciben el nombre de virtudes y los
malos hábitos el de vicios. La virtud consiste en escoger el justo medio entre dos
extremos, que son el exceso y el defecto y se consideran vicios. Este justo medio nos
revela que los buenos hábitos están ordenados o regulados por la recta razón que encauza
los deseos o los impulsos bajo su dominio y procura encontrar el equilibrio o la mesura.
Así, por ejemplo, la posición intermedia entre la cobardía (defecto) y la temeridad
(exceso) es la valentía (término medio). Cultivar la virtud pone siempre en primer plano la
voluntad de las personas, ya que se requiere un agente moral, que esté implicado en la
deliberación y la elección de ese punto medio y sea capaz de reforzar su perseverancia
frente a los diferentes impulsos a los que puede verse sometido a lo largo de su vida
La formación del carácter: Si algo caracteriza al pensamiento ético de la antigüedad, en
especial el de Aristóteles, es la creencia de que la ética consiste en la formación del
carácter. Entendida como formación, esta visión le otorga un lugar central a la educación
moral de las personas como instancia esencial para el desarrollo de hábitos virtuosos
fundamentales para convertirnos en buenos ciudadanos. Educar en principios, normas de
convivencia y formas de vida, conducta e interacción con los demás, respetuosas e
íntegras, hace referencia a un aspecto básico para la adquisición de las virtudes o las
actitudes capaces de transformarnos en hombres y mujeres de bien. La importancia de
tener en cuenta conjuntamente la capacidad de cada persona de superarse a sí misma y
que, a través de esta superación, se potencie el bienestar de los demás y la comunidad
que integramos reside en el significado amplio asociado con la formación del carácter y los
procesos de aprendizaje que transitamos a lo largo de la vida. Los griegos parten de una
definición de carácter que, en lugar de hacer hincapié en la presencia de una característica
más en la vida, implica una serie de principios prácticos (educativos) que deben fomentar
la adquisición de virtudes. Estos se comparten en contextos y etapas definidas de la vida,
pero su misión principal es aspirar a la excelencia del carácter. Desde esta perspectiva, la
ética es fundamentalmente un saber práctico, cuyo método es esencialmente dialéctico.
En lugar de considerar a la educación moral como mero vehículo de transmisión de
normas, deberes o preceptos, el pensamiento antiguo, que tan recobrado interés muestra
en nuestros días, la percibe como una actividad clave para generar disposiciones o
actitudes destinadas a convertirnos en personas justas, magnánimas y valientes. La
realización del objetivo de esta educación está supeditada a una ejercitación constante: la
formación del carácter y el conocimiento de aquello que es bueno para la persona y la
sociedad constituyen dimensiones interdependientes que deben cultivarse a lo largo de
toda la vida. La forja del carácter guarda relación con el medio y el largo plazo, necesita
entrenamiento, como cuando los deportistas se preparan todos los días para ser
excelentes en su profesión, o como los que practican la danza y la música entrenan todos
los días. No se puede generar un buen carácter si no es en el medio y largo plazo.
Desgraciadamente, es la nuestra una época de cortoplacismo, y no hay tiempo de forjarse
un carácter, que precisa del largo plazo. Es necesario el entrenamiento diario para tener
un buen carácter, o lo que es lo mismo, para estar altos de moral
La percepción que tenemos de los demás y los juicios nos formamos de ellos dependen,
en cierta forma, de la comprensión de la ética como el desarrollo de una sensibilidad
rectora capaz de expandir nuestro crecimiento personal de forma íntegra y duradera.
Desde este punto de vista, la educación moral orienta la conducta individual y social,
empodera nuestras capacidades, interviene en la manera en la que decidimos y la opinión
que tenemos de nosotros mismos y los demás. Para la filosofía antigua, a medida que la
persona desarrolla su carácter también adquiere los recursos éticos necesarios para
apropiarse de sí misma, es decir, para cultivar su autovaloración y sostenerla en medio de
contratiempos o situaciones adversas de la vida. De este modo, las personas reaccionan
de diferentes maneras a los acontecimientos diarios en función de las virtudes que
ejercitan y potencian su valía.
Una derivación importante de la formación del carácter tiene que ver con la centralidad
de los motivos éticos que sirven de sustento a la conciencia de uno mismo. Esto se debe a
que tales motivos exigen una tarea clave de introspección para responder a la cuestión:
“¿qué es aquello que quiero verdaderamente para mí?”. [La ética] No es solo un
conocimiento de lo que se debe hacer, de lo que está permitido o prohibido, sino también
un conocimiento de lo que es bueno sentir. También la ética es una inteligencia
emocional. Llevar una vida correcta, conducirse bien en la vida, saber discernir, significan
no solo tener un intelecto bien amueblado, sino sentir las emociones adecuadas en cada
caso. Entre otras cosas porque, si el sentimiento falta, la norma o el deber se muestran
como algo externo a la persona, vinculado a una obligación, pero no como algo
interiorizado e íntimamente aceptado como bueno y justo
Esto nos recuerda la importancia de la máxima socrática “Conócete a ti mismo”. Este
autoconocimiento se nos presenta como un elemento indispensable no solo para conocer
qué es bueno hacer, sino también, como nos dice Camps (2011) en la cita anterior, para
aprehender la propia conducta como algo conscientemente aceptado y con capacidad
para potenciar el crecimiento y la superación personal. En conjunto, este sentido de
propiedad sobre las propias acciones requiere un esfuerzo deliberado de
autoconocimiento emocional sin el cual no es posible interiorizar qué es lo correcto o qué
es lo apropiado en cada momento de la vida. De este modo, para determinar cómo
comportarse, las personas necesitan desarrollar competencias relacionadas con la acción,
el sentimiento y la razón. En otras palabras, precisan forjar el carácter. Forjar un carácter
justo y generoso adquiere, en la filosofía aristotélica, un papel central en la conformación,
la guía y la evaluación de la conducta moral. Emociones, conductas y creencias hacen
referencia a los componentes de esa naturaleza moral que, con entrenamiento y esmero,
las personas conforman a lo largo de su vida. Así, el carácter es algo educable. Por
ejemplo, al aprender que es bueno sentir generosidad y no envidia, podemos interiorizar
un conjunto de creencias, valores y pautas sobre cómo comportarnos o cómo interactuar
con los demás. La adquisición de este hábito virtuoso, como muchos otros, demanda un
esfuerzo de autoconocimiento traducible en acciones que nos conducen sabiamente por
la vida. Recordemos que, para Aristóteles, el bien último es ser felices y a esto hacemos
referencia cuando reflexionamos sobre qué implica la formación del carácter. La felicidad
y la vida buena aparecen estrechamente unidas en la comprensión de la conducta moral.
Ambas conforman los cimientos de la ética griega, que estaba profundamente interesada
en despejar una cuestión central que se resume en la pregunta sobre qué debemos hacer
para vivir bien. Al evaluar y dar significado a la felicidad en relación con el desarrollo de
hábitos virtuosos, querer ser feliz se transforma en aprender a serlo. Un aspecto central
de este aprendizaje es que requiere la presencia de otros, es decir, de interacciones con
los demás o diferentes escenarios sociales. Este componente social es imprescindible para
la formación del carácter, ya que compartimos con otros nuestra percepción del mundo.
La condición social (“política” dice el filósofo) del ser humano hace que la felicidad
individual no pueda obtenerse al margen de la felicidad colectiva o que no pueda
perseguirse la una sin la otra, razón por la que hará falta adecuar los deseos y las
preferencias privadas a ciertas necesidades y aspiraciones públicas. Por eso hay que
aprender a ser feliz y modelar el carácter de acuerdo con ese aprendizaje.
De este modo, para nuestro yo moral, es clave que participemos en distintos escenarios
sociales y, así, aprendamos cómo regular nuestras conductas, en función de pequeños o
grandes ajustes que realizamos a nuestro repertorio de preferencias al compartir con los
demás. No hay otro modo de determinar, por ejemplo, la bondad de nuestros actos si no
es en espacios sociales compartidos, en los que intercambiamos con los demás. Esta
educación no puede desenvolverse sin implicar a las personas con las que interactuamos,
los grupos a los que pertenecemos, la ciudad de la que formamos parte, etcétera. La
finalidad de este aprendizaje, por lo tanto, abarca tanto el bienestar individual como el
colectivo. Como afirma Camps, para evaluar la relación entre las virtudes y el carácter
como modo de ser, es preciso tomar en cuenta que la filosofía aristotélica reconoce tres
componentes centrales en el alma: - pasiones; - facultades; - modos de ser. Las pasiones
varían y nos afectan de forma positiva o negativa y no deliberadamente. El miedo, el
amor, los celos, la tristeza y la sorpresa son ejemplos de pasiones que tienen un efecto
inmediato sobre la persona que las experimenta y pueden aproximarnos a aquello que las
provoca o bien, en el caso de las pasiones desagradables, hacer que escapemos o nos
alejemos. Las facultades hacen referencia a aquellos aspectos de nuestra personalidad
que activan en nosotros la capacidad de amar, entristecernos, sentir ira o enojo,
alegrarnos, etcétera. Por último, los modos de ser intervienen activamente en la forma en
la que modulamos las pasiones y se reflejan en nuestros comportamientos. En este
sentido, la habilidad para modular las pasiones resulta clave en la determinación de
nuestros actos. Para Aristóteles (1988), las virtudes aluden a modos de ser que son
fundamentales para la vida buena. Esta modulación no resulta de un proceso meramente
adaptativo: es preciso educar las pasiones para responder o actuar correctamente. Se
trata de algo consciente y deliberado.
Recordemos que la virtud, en términos aristotélicos, se sitúa siempre en el término medio,
por eso, es importante la moderación frente a los extremos: Se convierte en un buen
ciudadano el que es capaz de adquirir y desarrollar las virtudes del coraje y del
autodominio, consistentes en saber escoger siempre el término medio entre el exceso y el
defecto. Por ejemplo, la virtud del coraje o la valentía era concebida como el término
medio entre la temeridad y la cobardía.
MODULO 2
Ética y modernidad: Si bien durante la Edad Moderna pueden distinguirse grandes y
diferentes corrientes dentro del campo de la ética, existen algunos rasgos que
predominan en la reflexión desarrollada en este periodo. Un rasgo esencial es la
centralidad del sujeto, reconocido como punto de partida de la filosofía moderna.
Dentro de la historia de la época moderna y como historia de la humanidad moderna, el
hombre intenta desde sí, en todas partes y en toda ocasión, ponerse a sí mismo en
posición dominante como centro y como medida, es decir intenta llevar a cabo su
aseguramiento. Para ello es necesario que se asegure cada vez más de sus propias
capacidades y medios de dominación, y los tenga siempre preparados para una
disponibilidad inmediata. Una figura esencial para comenzar a desandar el significado de
este paradigma moderno del sujeto es René Descartes (1596-1650), filósofo y matemático
francés. La idea del sujeto como núcleo central del conocimiento inicia, con Descartes, un
trayecto fundamental para la comprensión del mundo moderno. Su obra, el Discurso del
método, suele ser referenciada como el acontecimiento fundamental en el surgimiento
del pensamiento filosófico de la modernidad. En este esfuerzo de reconstrucción,
Descartes (2003) consideraba que la filosofía debía proceder en su análisis de manera
semejante a como procede el pensamiento en el ámbito de la matemática, es decir, ir de
las ideas a las cosas y no de las cosas a las ideas. El propósito de plantear un método que
debemos seguir para conducir bien la razón precisa, para Descartes (2003), de reglas
firmes, claras y evidentes que puedan constituirse en cimientos para edificar el verdadero
conocimiento. En este sentido, el procedimiento matemático, realizado con máxima
claridad, orden y medida, parece suministrar un criterio inspirador para la formulación de
ciertos preceptos. Descartes considera que son suficientes las siguientes cuatro reglas:
- No admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es;
es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender
en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi
espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.
- Dividir cada una de las dificultades que examinare en cuantas fuere posible y en
cuantas requiriese su mejor solución.
- Conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más
simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente,
hasta el conocimiento de los más compuestos; e incluso suponiendo un orden
entre los que no se preceden naturalmente.
- Hacer en todo unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que
llegase a estar seguro de no omitir nada
En la primera regla del discurso se propone la evidencia como criterio de la verdad. La
claridad y la distinción hacen referencia a los dos grandes rasgos esenciales de ese criterio.
Para la tradición escolástica, la verdad o la falsedad de una idea estaba determinada por
su adecuación o su conformidad con la cosa. Para Descartes, en cambio, el suministro del
conocimiento son las ideas mismas y, entre ellas, la evidencia principal que él estableció
como base fundamental de su filosofía se concentra en la expresión pienso, luego existo
(cogito ergo sum). La conciencia individual como nuevo modo de pensar o el
individualismo metodológico como punto nuclear de la reflexión filosófica constituyen la
piedra fundacional del pensamiento moderno. Así como se pone en cuestión el
conocimiento heredado de la escolástica (autoridad), también debe inspirarnos
desconfianza el conocimiento obtenido a través de los sentidos. El punto de partida de
Descartes consiste en afirmar que ni la autoridad, ni la experiencia pueden ofrecernos un
criterio válido, un criterio firme y estable, de verdad. La duda metódica nos confirma que
la única posibilidad de asegurar un conocimiento intersubjetivamente válido es, en primer
lugar, afirmar la razón como criterio fundamental de verdad y fuente principal de todo
conocimiento y, en segundo lugar, afirmar la conciencia como realidad primera y punto de
partida obligado de todo filosofar
El poder de la razón también se verifica en el campo de la moral puesto que debe oficiar
de guía en el proceder práctico o las acciones que llevamos a cabo en la vida. Así, las
reglas del método deben también ser aplicables a la moral. Aunque no elaboró una teoría
propiamente dicha acerca de la moralidad, Descartes profundiza en este ámbito en la
tercera parte del Discurso del método (2003), en la que desarrolla la idea de moral
provisional. Hay una serie de máximas o normas de comportamiento que se mencionan
en ese apartado que, en conjunto, nos permiten dimensionar su propuesta (Descartes,
2003). Estas máximas aparecen como una forma de delinear la conducción de nuestros
actos y garantizar una convivencia pacífica en medio de situaciones que no admiten
pautas endebles ni vacilaciones de ningún tipo. Cuando las acciones de la vida no resisten
demoras, el control y el dominio de las pasiones son fundamentales para una resolución
firme respecto del camino que hay que seguir. Desde una mirada racionalista, las pasiones
aparecen como aquello que debemos someter para no alterar el curso racional de las
acciones. Las máximas de la moral provisional de Descartes pueden resumirse en los
siguientes términos:
1) Obedecer las leyes y las costumbres de mi propio país, conservar con constancia la
religión en la que la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño, regirme en todo lo
demás con arreglo a las opiniones más moderadas y más alejadas del exceso que fuesen
aprobadas comúnmente en la práctica por los más sensatos de aquellos con quienes
tendría que vivir.
2) Ser en mis acciones lo más firme y lo más resuelto que pudiese.
3) Procurar siempre vencerme a mí mismo antes que a la fortuna y modificar mis deseos
antes que el orden del mundo y, generalmente, acostumbrarme a creer que no hay que
esté enteramente en nuestro poder, sino nuestros propios pensamientos
Otra gran línea de pensamiento dentro de la filosofía moderna es la de David Hume (1711-
1776). En la filosofía moral de Hume, a diferencia de la visión racionalista, las pasiones
desempeñan un papel central. La idea de un sentimiento moral se erige como principio
rector en el análisis del comportamiento moral. Hume, considerado el padre del
empirismo, se aparta de las consideraciones relativas al sometimiento de las pasiones,
tarea concebida por las teorías éticas racionalistas como una pieza central para la
corrección de las acciones. Por el contrario, la moral no dependerá de la razón como su
principal eje de determinación. En el libro II del Tratado sobre la naturaleza humana,
Hume hace aún más patente el quiebre con la tradición racionalista. Revelar los límites de
la razón se erguirá en la época ilustrada como una de las principales máximas del
pensamiento filosófico. Hume pretende definir con precisión esos límites y trasladar al
campo de la moral sus consideraciones sobre el método experimental como la principal
fuente de conocimiento. Hay un sentido interno o un sentido moral que conecta los
comportamientos con nuestra aprobación o desaprobación de estos. Así, la posibilidad de
trazar la distinción entre vicio y virtud no radica únicamente en el ejercicio de la razón o
en un esfuerzo de abstracción. Los juicios morales, por el contrario, están estrechamente
relacionados con las pasiones que impulsan nuestras formas de conducirnos o actuar.
“La distinción entre el vicio y la virtud no se funda solo en las relaciones de los objetos, ni
es percibida solo por la razón”, dictamina Hume… La moralidad, en efecto, procede del
sentimiento, es más “sentida que juzgada”. Sentimos que las cosas buenas son agradables,
que la virtud produce satisfacción, incluso placer. Y el origen de tal sentimiento moral que
nos acerca a nuestros semejantes es la naturaleza que compartimos; nadie está
desprovisto del sentido moral, si bien es cierto que dicho sentido es una potencialidad no
siempre bien empleada. Por eso hará falta que el poder político introduzca la justicia, una
virtud no natural sino “artificial”, es decir, construida para determinar hacia quién
debemos dirigir nuestras simpatías
El sujeto moral kantiano: Hay regresos que no son posibles luego de que un pensamiento
activo y creador es capaz de construir un nuevo enfoque de gran consistencia y el
planteamiento ético de Kant (1724-1804), filósofo prusiano de la Ilustración, se yergue
precisamente como una de las visiones más influyentes en la historia del pensamiento. Su
concepción ética será decisiva en la construcción de una filosofía moral racionalista y
formal inspirada en la preocupación central por el fundamento moral de nuestras
acciones y juicios. En la Crítica de la razón práctica y en la Fundamentación de la
metafísica de las costumbres, Kant hace su aporte clave al campo de la ética, al punto de
considerarse que también cabe, manifiestamente, introducir la célebre imagen del giro
copernicano. Kant introdujo esta imagen en el prólogo de la segunda edición de la Crítica
de la razón pura para ilustrar una gran transformación en el terreno del conocimiento. En
esta obra, Kant propone una inspección del pensamiento humano tan sobresaliente en su
seriedad crítica como la semblanza moral que surge de sus biografías más acreditadas. El
giro copernicano hace referencia a una inversión del papel que juega el sujeto y el objeto
en el conocimiento, inversión que es producto del intento de Kant por superar las dos
principales corrientes filosóficas de los siglos XVII y XVIII: por un lado, el racionalismo con
sus principales referentes, Descartes y Leibniz, y, por el otro, el empirismo, con Locke,
Berkeley y Hume como sus portavoces más consumados.
Kant observa que ni el entendimiento ni la percepción sensible por sí solos pueden
constituirse en la base de la actividad cognoscitiva, es decir, en fuentes legítimas del
conocimiento. Así como Copérnico mostró que la Tierra orbitaba alrededor del Sol y no al
revés, Kant afirma que, en el conocimiento de la realidad empírica, el sujeto no es un
receptor pasivo que se limita a la recepción de los datos provenientes de los sentidos, sino
que posee facultades o estructuras cognoscitivas que son condición de posibilidad de
cualquier conocimiento. En este nuevo modelo de conocimiento, el acto de conocer
requiere la intervención de las experiencias o impresiones sensibles y los conceptos a
priori del entendimiento. Estos conceptos reciben el nombre de categorías. Ambas
fuentes de conocimiento son imprescindibles.
La Crítica de la razón pura procura, así, averiguar qué podemos conocer, cuáles son sus
componentes y los límites de nuestro conocimiento y enfatizar que hay esquemas
organizativos del entendimiento, que son previos e independientes a la experiencia y sin
ellos la realidad no puede ser conocida. En este punto es fundamental destacar el gran
valor depositado en la fuerza de la razón. El siglo XIII es conocido como el Siglo de las
Luces por su marcada convicción de que el hombre es capaz de servirse de su propia razón
para disipar las ligaduras que lo sujetan a prejuicios, supersticiones y ordenamientos
sociales abusivos o tiránicos. El punto de partida de esa emancipación se encuentra en los
conceptos de libertad y dignidad. La consideración del ser humano como un ser digno y
con libertad para hacer uso íntegro de su razón constituye el principio organizador más
fundamental del autogobierno, es decir, la posibilidad de constituirnos como seres
autónomos y responsables.
“¡Es tan cómodo no estar emancipado!” (Kant, 1784), dirá el autor en ¿Qué es la
Ilustración? El uso de la razón, en cambio, exige esfuerzo y riesgo y pertenece por
completo al que es capaz de manifestar la determinación de su voluntad como origen y
guía firme de su accionar en la vida. Hay un entorno seguro que es el de aquel que
posterga las decisiones a la espera de que otro las tome por él. Pero Kant sostiene que, si
se presta debida atención a esa postergación, se observa que en ella se encarnan
principios de deber frágiles, consideraciones endebles de cumplimiento, interacciones
caracterizadas por la opresión, en definitiva, incapacidades para experimentar la vida con
libertad y dignidad. La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad.
La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro.
Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de
decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten
el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración.
La ética kantiana es racionalista y formal. Pero en este punto conviene hacer una
aclaración. Si bien en la primera crítica, Kant hace referencia a la razón pura, mientras que
en la segunda y en los fundamentos se ocupa de la razón práctica, no debemos concluir
que hay dos razones separadas e independientes la una de la otra. Se trata de dos formas
distintas de emplear la misma razón. La dimensión ética del ser humano alude al uso de la
razón práctica que es la que conforma el ámbito de la moral. De este modo, la razón
práctica es fuente de la moralidad. Las máximas y los principios morales que el ser
humano se impone a sí mismo y edifican la estructura interna de la moralidad son
producto de la razón en su uso práctico. Afirmar con Kant que el obrar moral está
regulado por la razón práctica implica sostener que los juicios y el accionar humanos no
tienen más determinación que la propia voluntad y que, por lo tanto, no pueden
considerarse como un medio puesto al servicio de algo externo (felicidad, éxito, bienes
materiales, etc.).
Esta perspectiva combina, así, dos grandes problemáticas en el campo de la ética: la de la
fundamentación de la actuación moral y la del origen de las normas morales. Ambas se
entrelazan en el concepto propuesto por Kant de razón práctica.
La fundamentación instala la indagación por el carácter a priori de ese mandato que el
sujeto se impone a sí mismo como ser autónomo y libre. A ese mandato, Kant lo llama
imperativo categórico y su enunciación más clara es la siguiente: obra solo de forma que
puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal. Este
imperativo, sobre el que descansa la filosofía ética kantiana, afirma el deber de cada
sujeto de actuar de forma tal que le sea lícito desear que aquello que rige su acción regule
el comportamiento de todos los hombres. Las cualidades propias de esta máxima son su
universalidad y su necesidad. En otras palabras, el imperativo categórico que el sujeto se
dicta a sí mismo no obedece a mandatos externos ni condicionantes particulares. En este
punto, encontramos una diferencia clave con la ética aristotélica y, en general, con
aquellas visiones en las que la observancia de la norma no se justifica absolutamente a sí
misma. En el caso de Aristóteles, hay un fin último, la felicidad, que dirige la acción. Para
Kant, en cambio, la dimensión moral no puede situarse en otra esfera que no sea la de la
razón: la brújula del comportamiento moral pertenece al ser racional, que asume su
libertad y su dignidad y confiere el máximo valor a la ley moral que corresponde al
imperativo categórico. La ley moral proviene, así, del propio agente y los motivos
interiores que conducen su obrar.
En la Crítica de la razón práctica y en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres, Kant produce otro gran cambio revolucionario, similar al giro copernicano
que instala como imagen de su reflexión sobre el conocimiento. El aristotelismo y el
utilitarismo remiten a una instancia exterior en su fundamentación de la acción moral.
Kant denomina como heterónomas a aquellas perspectivas según las cuales la fuente de la
moralidad se sitúa en algo externo que se desea.
La filosofía práctica kantiana introduce una clara diferenciación entre dos grandes líneas
de construcción ética: las deontológicas y las teleológicas o las consecuencialistas. Como
afirma Maliandi, “de Kant deriva una larga línea de éticas deontológicas, distintas entre sí,
pero que comparten la idea de que las normas morales son válidas si son ‘justas’, con
independencia de las consecuencias que pueda acarrear su observancia” (2009, p. 101).
Kant estructura la ética deontológica mediante el planteo de una facultad del querer
racional, autónomo y libre, que se rige por una voluntad buena y es capaz de imponerse a
sí misma máximas morales universales. Desde una posición como esta, ni la felicidad ni
ninguna otra finalidad exterior pueden constituirse en principios o criterios de la ética,
como ocurre en el caso de las corrientes teleológicas. La razón práctica kantiana es
autónoma porque contiene las leyes en sí misma, por lo tanto, lo específico de la razón
práctica reside en el propio agente moral. Con Kant, el fenómeno moral queda
estrechamente unido al concepto de deber: la razón práctica impone deberes a la
voluntad. El mandato de la razón práctica, es decir, el imperativo categórico, es
incondicional en su obligatoriedad, ya que incluye la universalidad y, en consecuencia, se
muestra ajeno al contenido material de las acciones morales. Es precisamente este
aspecto el que define la formulación de la ética kantiana como formalista, en el sentido de
que no se atiene a contenidos particulares de las normas o las leyes para la determinación
del carácter moral, sino a un criterio abstracto de universalización.
En la ética kantiana, el deber no deriva de algo externo al sujeto, sino de la aprehensión
primordial del querer racional, autónomo y libre del agente moral. El cumplimiento del
deber se pone en marcha en la realización de la voluntad buena y el obrar moral se
desenvuelve porque reconoce al sujeto como un fin en sí mismo y nunca como un mero
medio.
A continuación, mencionaremos tres de las principales formulaciones que Kant ofrece del
imperativo categórico:
Primera definición (llamada de universalidad): “Obra solo de forma que puedas desear
que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal”. Esta definición recuerda
aquella pregunta que se le suele plantear a alguien para que recapacite sobre una acción:
“¿Y si todo el mundo hiciera lo mismo?”. La novedad es que Kant la elabora y afina mucho
y, sobre todo, interioriza en la voluntad (en la conciencia), ya no en las consecuencias de la
acción, lo sustancial del argumento. Y con esta interiorización confiere a la filosofía moral
su rasgo de autonomía, expresado en el imperativo categórico que está definiendo…
Segunda definición (llamada de humanidad): “Obra de tal modo que trates a la
humanidad, tanto en tu propia persona como en la de los demás, siempre y al mismo
tiempo como un fin, y nunca solo como un medio”. Tratamos a los demás seres humanos
como medios, sea en las relaciones sociales, laborales o incluso personales (bienestar,
amor). Pero, al mismo tiempo, hay que considerarles como fines en sí mismos, y para ello
basta con tener presente su naturaleza nouménica, su pertenencia al ámbito de la libertad
y de la dignidad moral… Este imperativo impone el deber de respetar los derechos de los
demás, y se refrenda en leyes concretas aplicadas en todo el mundo. Prohíbe el asesinato,
la violación, el robo, el fraude y cualquier coerción arbitraria y violenta. Y presenta con
sumo respeto al ser humano –de cualquiera que asuma su carácter de ser racional, libre y
responsable- como alguien digno de aprecio, dotado de derechos, deberes y
obligaciones…
Tercera definición: “Obra de tal modo que tu voluntad pueda considerar al mismo tiempo
que está creando una ley universal mediante su máxima”. Esta definición hace concebir la
voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora. A primera
vista parece muy semejante a la primera definición, pero si bien se medita subraya un
aspecto que solo estaba implícito en esta: la autonomía del ser racional en la creación de
las leyes que él mismo estará obligado a acatar. Pone el énfasis en el aspecto activo,
creador, del ser racional autónomo cuando actúa y cuando crea máximas y principios
universales.
Utilitarismo: Un problema ético central es el de la fundamentación de la acción moral.
Generalmente, frente a este problema nos encontramos con dos grandes posiciones
éticas que, si bien comparten el interés por desentrañar la dimensión moral del ser
humano, divergen notablemente en la consideración de los factores que señalan a la hora
de especificar los móviles del comportamiento moral. Estas dos posiciones son el
deontologismo y el consecuencialismo o utilitarismo. Ambas visiones tienen gran
trayectoria histórica y constituyen dos de los sistemas éticos más encumbrados de la
historia de la filosofía moral y de la teoría política, en el caso particular del utilitarismo
En esta lectura nos abocaremos, en especial, a la segunda doctrina mencionada, cuyos
principales referentes son Jeremy Bentham (17481832) y John Stuart Mill (1806-1873).
Existen desde hace tiempo muchas y diversas variantes de esta doctrina que instituye,
desde su núcleo central, una ética fundada en la idea de que el carácter moral de nuestras
decisiones y acciones morales deriva de las consecuencias, efectivas o previsibles, que se
siguen de ellas. La expresión teleológica está compuesta del griego télos que significa fin.
En el caso de las éticas deontológicas, tal como adelantamos al hacer referencia a Kant,
existen máximas o reglas que poseen un valor incondicional e independiente de cualquier
causalidad o constricción externa. Esto implica afirmar que, para estas corrientes, la moral
se funda en algo que pertenece por completo a un principio interno de acción que
depende por completo de la razón y no de los resultados que puedan seguirse de su
aplicación. Desde esta posición, aquello que determina el valor de nuestras acciones
morales reside en el deber. Las éticas teleológicas o consecuencialistas, en cambio,
inspeccionan el valor moral de las acciones y le otorgan primacía a los fines logrados por
esas acciones o en función del bien que procuran. Tanto para Bentham como para Mill ese
bien es identificado con la felicidad, que es entendida como placer y ausencia de dolor.
Una pieza clave que suele aparecer en las reconstrucciones históricas del utilitarismo es el
llamado hedonismo, defendido en la Antigüedad por Aristipo y Epicuro. La razón de su
nombre reside en que, de acuerdo con esta doctrina, los seres humanos deben afanarse
por la búsqueda del placer y evitar las causas o los motivos de pesar o dolor. El principio
supremo de todo hedonista está fundado en el deber de perseguir el placer como bien
supremo. Para Aristipo, la realización concreta del verdadero placer reside en el gozo que
se experimenta al vivir el presente y las gratificaciones del cuerpo por encima de las de la
mente. La famosa frase ¡Carpe diem! es una invitación a prescindir, a partir del goce por el
instante presente, de las nostalgias o los recuerdos del pasado y las preocupaciones o los
temores respecto del futuro. Con Epicuro nos encontramos nuevamente ante la
afirmación del gozo como fin primordial, pero desde una dimensión diferente. Debido a
las ordinarias simplificaciones que se congregan en torno a su visión, es conveniente
recordar que su interpretación se distancia de la Aristipo. Para él, una vida dichosa lleva
aparejada la moderación y el distanciamiento de los excesos que perturban la serenidad:
el placer se asocia a la búsqueda de un estado de tranquilidad o sosiego del alma, que es
alcanzado mediante la supresión del dolor. Ese estado al que deben aspirar todos los
hombres recibe el nombre de ataraxia. La visión de Bentham, de quien Mill fue discípulo y
crítico, se identifica comúnmente como la piedra fundacional de la ética teleológica que
mayor impacto tuvo históricamente: el utilitarismo. Es importante tener presente las
motivaciones subyacentes que acompañaron el arraigue de la corriente utilitarista como
doctrina moral en los escritos de Bentham, aunque fue principalmente Mill el que impulsó
con su análisis la mayor difusión de su principio maximizador: la mayor felicidad para el
mayor número de individuos. El utilitarismo de Bentham surgió en estrecha conexión con
una evaluación del orden democrático que buscaba guiar una reforma profunda de las
instituciones para promover el bienestar social. La dimensión normativa básica de esta
doctrina se desplegó durante una época de grandes transformaciones sociales, por lo
tanto, además de su importante signo ético, se irguió también como una perspectiva
jurídica y política. De acuerdo con esta posición, el valor de una acción reside en su
utilidad y lo relevante del concepto de utilidad es la conducción a la felicidad entendida
como placer y ausencia de dolor.
El carácter innovador de este pensamiento no se revela inmediatamente de estas
consideraciones. De hecho, ya en la Antigüedad y también en otras doctrinas a lo largo de
la historia, el énfasis en la búsqueda de placer o la felicidad aparece como uno de los
objetivos humanos más esenciales. Los utilitaristas emplean el término felicidad en un
sentido semejante al hedonismo, es decir, como maximización del placer y minimización
del dolor. No obstante, nos enfocaremos por el momento en la potencia simple y directa
de su captación inmediata de algunas intuiciones profundamente arraigadas en la
naturaleza humana, antes que en las características distintivas del utilitarismo como la
doctrina ética consecuencialista de mayor repercusión en la filosofía moral. Como afirman
Guariglia y Vidiella (2011), el utilitarismo combina dos intuiciones que están presentes
comúnmente en nuestros juicios y acciones morales. Las dos grandes vertientes de esta
ética son: la importancia de la felicidad en nuestras vidas, por un lado, y la importancia de
los resultados de las acciones, por el otro, que antes que sumergirse en la perplejidad de
un fundamento último inasible, se mueven en un terreno conocido de nuestra percepción
de la realidad. Guariglia y Vidiella ilustran esta capacidad de la teoría con el siguiente
ejemplo:
A) X, que está mirando el mar, advierte que una persona hace señas desesperadas, a
punto de ahogarse. Sin perder un instante, X se sumerge e intenta infructuosamente
alcanzarlo. Sólo se da por vencido cuando la persona desaparece, tragada por el mar.
B) Z, que se encuentra en las mismas circunstancias objetivas y subjetivas que X se arroja
para rescatarla y su acción se ve coronada por el éxito.
Desde una perspectiva kantiana ambas acciones poseen el mismo valor moral,
independientemente de los resultados ya que éstos dependen de contingencias que
escapan a la voluntad. Sin embargo, muchos de nosotros nos sentimos fuertemente
inclinados a conceder mayor valor a la acción de Z: X tuvo las mejores intenciones, pero
los resultados no fueron buenos, mientras que, con idénticas intenciones, Z logro un fin
valioso. ¿Es infundado concederle mayor valor a su acción? Para el utilitarismo no lo es ya
que no acepta valorar las acciones independientemente de sus resultados o
consecuencias
Debemos mencionar también que otra gran corriente que confluye en el entramado
conceptual del utilitarismo es el empirismo británico. Las visiones de Hume, Adam Smith y
muchos otros pueden enumerarse entre las principales influencias que aportaron a los
contenidos utilitaristas al subrayar la importancia de los efectos, directos o indirectos, de
las acciones morales. La corrección de los actos se funda en un principio ético empírico.
Bentham formula el llamado principio de utilidad. Como decíamos antes, se trata de un
principio que fundamenta la moralidad de un acto en la cantidad de felicidad que produce
(en el que la felicidad es entendida como maximización del placer y minimización del
dolor) y la cantidad de seres humanos que la alcanzan. La determinación del carácter
moral de las acciones pertenece a un cálculo de utilidad o cálculo de felicidad, debido a
que los actos morales son aquellos que proporcionan la mayor cantidad posible de
felicidad a la mayor cantidad posible de personas.
En la Figura 1 que está a continuación, las imágenes representan el clásico experimento
mental en ética conocido como el dilema del tranvía. La formulación del experimento
adoptó muchas formas, pero nos bastará enunciarlo de la siguiente manera: el tren corre
por una vía fuera de control y está a punto de atropellar a cinco trabajadores. Es posible
accionar un interruptor para que el tren cambie de vía, pero al hacerlo el tren atropellaría
a un trabajador que está en ella. ¿Debería pulsarse el interruptor? La mayoría de los que
intentan resolver este dilema escogen accionar el interruptor, salvar las cinco vidas y
optar, así, por el bien mayor. Evidentemente, los resultados o las consecuencias que se
derivan de la acción tienen un gran peso en esta decisión. Esto implica actuar por un
principio maximizador, en el que se asume un cálculo utilitarista como guía del obrar
moral.
Una variante del dilema del tranvía ideada por Judith Jarvis Thomson plantea la
posibilidad de empujar a una persona de un puente a la vía para detener el tren y salvar,
así, a las cinco personas. En esta variante del experimento, la mayoría de las personas
decide no arrojar a la persona del puente. En el marco del consecuencialismo, el
tratamiento de esta situación se realiza bajo el mismo análisis de las valoraciones de las
consecuencias que en el caso anterior. No obstante, se pone de relieve la complejidad de
nuestras intuiciones utilitarias, ya que aquello que determina las consecuencias de la
acción (la mayor felicidad del mayor número) no es siempre una guía decisiva, una
máxima o un precepto firme para el curso de las decisiones que tomamos.
Para el principio de utilidad, Bentham hace hincapié en la idea de cálculo, se centra en una
mirada marcadamente cuantitativa y enuncia siete criterios de preferencia para efectuar
una medición referida al placer. Estos son: intensidad, duración, certeza, proximidad,
fecundidad, pureza y extensión. Mill sofisticó el análisis de Bentham y examinó, con otros
elementos de juicios, los conceptos centrales de placer y ausencia de dolor como
determinantes morales de nuestras acciones. El énfasis en una visión cuantitativa del
placer como la propiciada por Bentham es criticado por su discípulo, quien considera que
es preciso introducir una distinción, de carácter cualitativo entre placeres superiores e
inferiores. El aspecto cuantitativo resulta insuficiente. El análisis de esta dimensión
cualitativa, para Mill, es más apropiada no solo al momento de evaluar el carácter moral
de los actos, sino también al examinar el vínculo entre utilidad y justicia. ¿Es suficiente
considerar si las consecuencias de un acto conducen a una maximización para juzgar su
carácter moral? Frente a este interrogante, Mill anticipa aquello que posteriormente se
conceptualizó como un utilitarismo de la regla: la moralidad no alude expresamente a las
consecuencias de un acto en particular, sino a las que se derivan del respeto u observancia
de una regla general.
En virtud de la repercusión y las discusiones promovidas por el principio de utilidad,
pueden reconocerse diferentes posturas sobre el tema. García Marzá y González Esteban
(2014) enumeran diferentes tipos de posiciones teóricas que pueden enmarcarse como
utilitaristas:
a) Utilitarismo del acto y utilitarismo de la regla… El utilitarismo del acto es la
concepción de la corrección de una acción ha de ser juzgada por las consecuencias,
buenas o malas, de la acción misma. El utilitarismo de la regla es la concepción de
que la corrección o incorrección de una acción ha de ser juzgada por la bondad o
maldad de las consecuencias de una regla
b) Utilitarismo hedonista, semiidealista, idealista y negativo: Ocupándonos ahora de
lo bueno, Smart y Williams diferencian entre Bentham, para el que el placer es lo
único que cuenta y reivindica el valor de todos los placeres por igual; Mill, para el
cual el placer es condición necesaria pero no suficiente para el logro del máximo
bienestar, y Moore, que piensa que piensa que hay varias cosas buenas en sí y que
tenemos el deber de fomentar (Smart y Williams, 1981: 21). Por último, el caso de
Popper y H. Albert, que ven en la eliminación del sufrimiento innecesario un
criterio negativo de obligación moral.
c) Utilitarismo cuantitativo y cualitativo: Generalmente se considera que Mill se
apartó de la doctrina utilitarista de Bentham al introducir el concepto de calidad de
los placeres como algo a tener en cuenta a la hora de elegir tanto una acción
privada como una actuación colectiva, frente a una concepción cuantitativa de los
placeres (Guisán, 1992b: 288).
d) Utilitarismo de la preferencia: Tiene que ver con la posición de Hare ante el
problema… de definir la felicidad que se supone debe ser maximizada.
e) Utilitarismo ampliado: En la línea de Mill y Brandt, Farrell ha intentado en
nuestros días responder a la mayoría de las críticas presentadas al utilitarismo
incorporando la noción de derechos individuales prima facie, derechos que no son
absolutos sino desplazables, siguiendo criterios de utilidad, por el cálculo de
consecuencias
La propuesta utilitarista constituye una de las más grandes e importantes corrientes
dentro del campo de la ética y, como tal, no está exenta de problemas. Como intento de
fundamentación empírica de la acción moral, se enfrenta a numerosas objeciones que en
muchos casos recogen puntualmente aquello que el mismo Kant había destacado en
relación con la determinación de un sujeto moral condicionado a la causalidad externa de
la experiencia: … [Los intentos de fundamentación empírica] tienden muy fuertemente a
incurrir en lo que puede denominarse "falacia empirista”: argumentar bajo el supuesto de
que todo cuanto no proviene de la experiencia sensible puede reducirse a una especie de
"quimera" metafísica. Allí reside precisamente el mayor defecto estructural de las
fundamentaciones orientadas hacia conceptos empíricos: no en la mera imprecisión de
tales conceptos -que, por otra parte, no deberían perderse jamás de vista-, sino en la
obstinada incomprensión que acompaña a esas pretendidas fundamentaciones respecto
del "a priori". Éste no constituye un "más allá", sino precisamente un "más acá" de lo
empírico; es, en cada caso, lo que condiciona la posibilidad de la experiencia. Las posturas
empiristas se niegan a admitirlo y acaso por esto las éticas correspondientes desembocan
a menudo en relativismo u otras formas de negar la posibilidad última de fundamentación
El problema de la universalidad: Cuando se reflexiona acerca del porqué de la acción
moral se suelen brindar dos grandes respuestas: una fundamentación trascendental y
apriorística y otra empírica o basada en la experiencia. El criterio ético esencial para el
primer tipo de fundamentación reside en el concepto de deber y la existencia de
principios o máximas que regulan de manera incondicional la conducta de los hombres.
Recordaremos que la fortaleza de la identidad moral del sujeto descansa, para Kant, en
imperativos morales que dependen de la razón autónoma y no de alguna constricción
externa o realidad empírica de ningún tipo. El vigor de esos imperativos no puede
vislumbrarse sin comprender que el establecimiento de una ética normativa autónoma
representa, desde esta perspectiva, una preocupación básica e insoslayable. La validez de
un deber ser absoluto e indiscutible, no susceptible a la consideración de los efectos o las
consecuencias de la acción. Muchas visiones sobre la ética emparentadas con el
relativismo y el escepticismo moral surgieron de críticas a la existencia de criterios
incondicionales o universales para la determinación del carácter moral de las acciones. Los
filósofos de la sospecha, como los llaman Camps, Guariglia y Salmerón (2013), crean una
derivación escéptica o relativista respecto del problema de la fundamentación y formulan
algún tipo de tematización empírica de la moral en la que se cuestiona el predominio de
un sistema moral necesario y apriorístico
Los grandes referentes en este tema son Nietzsche, Marx y Freud. Las críticas
desarrolladas por estos autores pueden caracterizarse, a grandes rasgos, si se toman en
cuenta los aspectos que García Marzá y González Esteban sintetizan del siguiente modo:
1) Como protesta existencial del hombre completo y la experiencia propia y única frente a
la humanidad y al espíritu absoluto (Nietzsche y Kierkegaard).
2) Como análisis científico de las condiciones reales de la vida de los seres humanos con
respecto a la naturaleza y a la sociedad (Marx y Darwin).
3) Como psicología profunda que pone en cuestión los presupuestos más importantes de
la razón: la idea de totalidad, la idea de verdad y la idea del sujeto trascendental (Freud)
Para Nietzsche, defender la universalidad de los valores morales implica pasar por alto la
diversidad de intereses en pugna, que son inconfesables y apasionados y en condiciones
sociales dispares gestan diferentes condiciones de moralidad. Desenmascarar el
fundamento de la moral trae implícito poner al descubierto aquello que los defensores de
una moralidad sustraída por el dominio de la razón no quieren aceptar: en el trasfondo de
los términos que se yerguen como expresiones morales (bueno, malo, mejor, peor,
prohibido y permitido), se reconocen vestigios de una arrogancia tal que la llamada
conciencia moral y la afirmación de un deber incondicional se transforman en una
dependencia veneradora, profundamente débil, provista de sentimientos paralizantes de
culpa y estancada en la autocomplacencia de aquello que no es más que un motivo de
aniquilación. Esa conciencia moral resquebraja, para Nietzsche, la afirmación de la vida, ya
que subordina, jerarquiza y repliega sobre sí misma el devenir, el instante vivido con todas
sus contradicciones y la provisionalidad de la existencia. No es una moral autónoma la que
dicta la norma, sino que en el surgimiento o imposición de esta se devela una corrupción
de la razón. Según Nietzsche, el hombre libre es el que asume una actitud vital que
consiste en un querer absoluto a todo aquello que forja su existencia. Para el autor, hay
un Ethos como afirmación suprema de la vida que celebra cada acción por completo. Este
Ethos se revela en su doctrina del eterno retorno, que puede expresarse del siguiente
modo: cualquier cosa que quieras, quiérela de tal modo que seas capaz de querer también
su eterno retorno. En el fragmento titulado “El peso más grande” de La ciencia jovial,
Nietzsche introduce la doctrina del eterno retorno del siguiente modo:
¿Qué pasaría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en tu soledad
más solitaria y te dijese: “Esta vida, tal como la vives ahora y tal como la has vivido,
tendrás que vivirla no solo una sino incontables veces, y en ella nunca acontecerá nada
nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y cada suspiro y cada cosa
indeciblemente pequeña y grande de tu vida deberá retornar a ti, y todo en el mismo
orden y sucesión –y así también esta araña y este claro de luna entre los árboles y
también este instante y yo mismo-. El eterno reloj de arena de la existencia dará la vuelta
una y otra vez – ¡y tú con ella, minúsculo polvo en el polvo
En este punto aparece la noción nietzscheana de amor fati o amor al destino que puede
resumirse diciendo que consiste en un no querer que nada sea distinto ni en relación al
pasado ni en relación al futuro. Un querer absoluto no fomenta lo único, lo singular o lo
diferenciado, sino que pone de manifiesto querer que todo sea tal como es,
permanentemente fiel a la experiencia de un devenir radical. Ese devenir tiene como
objetivo fundamental impulsarnos a brindar un sí rotundo a cada vivencia que compone
nuestra vida.
La universalidad de los valores humanos también es puesta en tela de juicio por Marx.
Desde un análisis por las condiciones sociales del conflicto entre las clases, su crítica a la
moral está en el corazón de su ataque a la sociedad capitalista. Al identificar el origen de
los valores morales con los intereses de la clase dominante, Marx sitúa el punto clave de
su pensamiento ético en el examen de aquello que ensancha la búsqueda de beneficios de
la clase dominante (los capitalistas) y el sentimiento de alienación de la clase oprimida (los
proletarios). La moral aparece, así, como una barrera para el cambio social y la ética, como
una vía de emancipación imaginaria y fraudulenta, que sustenta los mecanismos de
reproducción de la enajenación. La sospecha instalada sobre la ética solo puede ser
comprendida desde la inmoralidad básica que Marx reconoce en una sociedad de
extremos vergonzosos, que está contaminada de rupturas que tienen su raíz en el propio
proceso productivo del capitalismo industrial. Las reflexiones de Marx en cuanto al papel
del Estado y su relación con la esfera pública y privada revelan la configuración de una
superestructura legitimadora de la división y la injusticia
La nueva sociedad civil capitalista instaurada por la burguesía instaura el estado apropiado
para la defensa de esa sociedad; en el mismo, en su filosofía, que para Marx está
expresada en las diversas “Declaraciones de Derechos del Hombre y del Ciudadano”, está
inscripta esa insólita función del estado que solo puede cumplir condenando al ser
humano a una doble vida, expresada en las dos abstracciones de “Hombre” y de
“Ciudadano”. En su análisis de las Declaraciones enfatiza la división de los derechos en dos
tipos, del hombre y del ciudadano, cada uno formulado y constituyendo un modo de vida
distinto; los derechos del ciudadano configuran su vida en común, su ser comunitario; los
del hombre, su vida privada, su principio egoísta. Vida escindida en dos, una real y sin
valor ético y otra con sustancia ética y sin realidad… Marx ve en las Declaraciones el
reconocimiento explícito de una doble existencia del hombre: su existencia como
ciudadano, ficción de universalidad, esencia sin existencia, sin realidad, y su realidad como
individuo, como hombre privado, existencia sin esencia… La conclusión de Marx, tras un
análisis de los cuatro derechos del hombre –libertad, igualdad, propiedad y seguridad-
presentes en las Declaraciones, es que son derechos que definen un tipo de hombre para
un tipo de vida: aislado, protegido, separado de los otros y de la sociedad, privado de su
ser genérico; un ser enfrentado a los demás, viendo en ellos una amenaza, un enemigo;
un ser que no se reconoce en los otros, que no se identifica con ellos sino exteriormente,
en las condiciones iguales de lucha de todos contra todos.
¿Cuál fue el aporte del creador del psicoanálisis a la comprensión de la ética? En este
punto, nos encontramos con otra gran mirada crítica respecto de la universalidad de la
moral. El malestar en la cultura, publicado en 1930, constituye uno de los textos críticos
más influyentes del siglo XX en relación con la comprensión de la naturaleza humana y su
vínculo con la felicidad. En esta obra, Freud destaca que todo nuestro obrar está
impregnado de una pretensión de felicidad: deseamos ser felices y este anhelo tiene su
raíz en un principio del placer que reside en un nuestro yo más profundo. Sin embargo, la
personalidad integrada a la cultura -inmersa en el entramado de instituciones creadas
para regular la conducta y las interacciones con los demás- impide realizar ese ideal de
bienestar, ese impulso original hacia la felicidad. Ese impedimento se origina porque se
escinde continuamente la inclinación, por un lado y el deber, por otro. Esto nutre
sentimientos de frustración e insatisfacción. En tanto fuente de oposición, ese espacio de
costumbres, mandatos y demás herramientas creadas por el hombre con el fin de
proveerse seguridad contra las agresiones del mundo, ese conjunto de expresiones
significativas y diversas de la civilización, impone la supresión de ese anhelo irreductible
de felicidad que cada persona cobija con firmeza en su interior. La presión que ejerce la
cultura se revela como causa de malestar y represión; razón por la que nuestro deseo más
genuino aprende a lidiar con esa fuerza limitante y constrictiva. Se trata de una civilización
represiva que demanda renuncias constantes al goce de las pulsiones más auténticas a
cambio de seguridad. Al hacer referencia a la posición crítica de Freud respecto de la
moral, Camps et al. afirman lo siguiente:
La cultura ha ido imponiendo prescripciones contrarias al placer y a las necesidades
vitales. La “utilidad” cultural nada tiene que ver con el bienestar individual. Así, pues, la
consecuencia de la cultura ha sido, en efecto, la construcción de seres más morales, pero
más reprimidos, psíquicamente enfermos. La convicción kantiana de que el deber implica
poder, que sería absurdo pensar que la razón pudiera imponernos unos deberes
imposibles de cumplir, esa idea es seriamente puesta en duda por el padre del
psicoanálisis: no sólo es falsa la tesis de que deber implica poder, sino que,
frecuentemente, el deber no ha tenido en cuenta las posibilidades del individuo. Ahora
bien, si Nietzsche confió en una posible superación por parte del mismo individuo de ese
aniquilamiento al que le sometía la moral, Freud no parece contemplar la misma solución.
Su visión es más pesimista: la cultura –y la moral, como parte de ella- es, sin duda, causa
de un profundo malestar, pero el ser humano tendrá que acostumbrarse a vivir con ese
sufrimiento

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