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La revolución industrial

Chapter · January 1999


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Lluís Torró Gil


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LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
Lluís Torró Gil
Universitat d'Alacant

Presentar una visión actualizada del fenómeno al que se denomina


convencionalmente "revolución industrial" no es una tarea fácil. De hecho, las
interpretaciones más recientes han modificado profundamente la visión que tenemos
sobre este proceso. Si en los años 60 y la primera mitad de los 70 aún se concebía la
industrialización como una auténtica revolución, tanto por la profundidad de la
transformación como por su celeridad, desde aquel momento los historiadores y los
economistas que se han preocupado de su estudio han ido matizando progresivamente
esta imagen. Se puede decir que en el presente la idea de cambio radical ha sido
desechada, siendo sustituida por una perspectiva gradualista, que pone un mayor acento
en las continuidades con respecto al pasado preindustrial y afirma que el crecimiento
económico (y, por ende, la transformación que lo provocó) fue lento y dual. De este modo,
la industrialización no consistió exclusivamente (como ocurría en el esquema explicativo
de Rostow) en la aparición de una serie de sectores modernos que, incorporando nuevas
funciones de producción basadas en la mecanización y la centralización (el factory
system), indujeron, gracias a sus poderosos efectos de arrastre sobre el conjunto de la
economía y la sociedad, un crecimiento rápido y sostenido. Por contra, en la actualidad el
proceso de industrialización atiende, tanto o más que a estos sectores, a otras formas de
producción más "tradicionales": la industria doméstica y el trabajo artesano se han
convertido, de este modo, en el centro de las explicaciones dominantes.

Resulta evidente que el cambio de apreciación al que me refiero no significa, para


la mayor parte de los autores, restar importancia a las transformaciones u ocultar su
magnitud. Se trata, más bien, de resituar el papel de determinados agentes y sectores en
el proceso, en la mayor parte de los casos, o, en otros, de postular modelos alternativos a
los predominantes en los años sesenta. De una forma u otra, en las explicaciones

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actuales se hace tanto hincapié en los elementos de continuidad como en los de ruptura.
Todo ello conduce a una visión mucho más rica en matices y menos mecánica de los
procesos históricos, aunque también es cierto que se ha perdido con ello capacidad
explicativa debido al abandono generalizado de los "modelos".

Por esta razón, he estimado más conveniente dedicar el espacio del que dispongo
a tratar de hacer un repaso, sin ninguna pretensión de exhaustividad, por las actuales
concepciones sobre la industrialización. Me parece más útil proceder de este modo que
no describir una vez más cuestiones o conceptos —como los cambios técnicos en el
algodón o la siderurgia, o la revolución agrícola— que, en sus líneas generales, siguen
siendo aceptados como válidos y son, de hecho, harto conocidos. Tras un breve repaso
por las actuales explicaciones dirigiré mi atención hacia aspectos más próximos: la
industrialización valenciana en el contexto español y, dentro de ella, al caso que sirve de
ejemplo en la unidad didáctica, la ciudad de Alcoi.

LA QUIEBRA DE LOS MODELOS EXPLICATIVOS DE LOS AÑOS SESENTA

La historia, como cualquier otra disciplina científica, no es en absoluto ajena al


contexto social en el que se produce. La explicación de la revolución industrial que estaba
en boga durante los años sesenta (con trabajos tan destacados como los de Deane,
Mathias o Landes) estaba fuertemente influida por la fe en el progreso y el desarrollo
económico que se había instalado en el mundo capitalista desarrollado durante la
posguerra. El contraste que ofrecía el mundo en el que convivían sociedades que estaban
alcanzando muy rápidamente cotas de bienestar inimaginables antes de 1945, con otras
situadas en lo que convenimos en denominar Tercer Mundo, sumidas en un "atraso"
económico que les condenaba a la miseria, cuando no directamente al hambre, suscitó
todo un extenso programa de investigación destinado a comprender las claves del éxito
occidental y poder trasladar esta experiencia a los países pobres, muchos de ellos
inmersos aún en el período de descolonización. No se trataba solamente de una vocación

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altruista la que empujaba a los investigadores. El contexto de la guerra fría y la facilidad
con la que se propagaban los movimientos revolucionarios en los países pobres
(fuertemente animados por las experiencias china y cubana), hacían perentoria la
necesidad de solucionar los problemas del subdesarrollo antes de que estos mismos
problemas acabaran con el sistema económico que los había generado. Baste recordar el
significativo título que tenía la obra de Walter W. Rostow: Las etapas del crecimiento
económico, sin duda la más influyente escrita en los años 50 sobre esta cuestión: Un
manifiesto no comunista.

La exitosa industrialización británica se convirtió, tras los análisis de Rostow, en


el paradigma de la modernización económica. Identificando la situación de la Inglaterra
del siglo XVIII con la de los países subdesarrollados del momento, se creyó que imitando
los pasos dados por los británicos (como parecían haber hecho otros países europeos en
la primera mitad del siglo XIX) se superaría con facilidad el atraso económico. De ahí que
el esquema de tres fases o etapas (acondicionamiento, despegue y crecimiento
autosostenido) se convirtiese en un modelo universal. Como en Gran Bretaña había
sucedido durante el XVIII, bastaría con crear un nuevo marco institucional en el que se
asegurara la libertad de empresa para estimular a los agentes del crecimiento (los
empresarios), propiciar una transformación profunda en la agricultura que incrementase
la productividad y pusiera las bases para un sólido de crecimiento demográfico, abrirse a
los mercados exteriores y facilitar una oferta de capital suficiente. A partir de aquí, los
propios empresarios aprovecharían las oportunidades que les ofrecerían los mercados
invirtiendo en sectores nuevos con importantes efectos de arrastre económico (los
llamados sectores pautadores, cuyo mejor ejemplo era la industria algodonera británica
de finales del siglo XVIII) y el proceso se pondría en marcha, alterando profunda y
rápidamente las bases económicas y, con ello, la sociedad en su conjunto.

A pesar de que esta explicación fue sometida casi desde el principio a críticas muy
severas, acabó por ser admitida implícitamente por la mayor parte de los investigadores

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e inspiró los abundantísimos trabajos realizados durante la década de los sesenta. Su
bien trabada lógica interna hizo que fuese admitida, a grandes rasgos, por científicos de
los más diversos pelajes ideológicos. Los fundamentos de esta concepción son diversos.
En primer lugar, la adopción de un punto de vista nacional, es decir, el observatorio
adecuado para analizar (o impulsar) el proceso de industrialización es el estado-nación.
En segundo lugar, aunque se admite que la mayor parte de los cambios son modestos y
tienen efectos acumulativos, todo el proceso se hace depender de la aparición de los
sectores pautadores cuya acción es muy rápida, intensa y generalizada. Por último,
también se presupone que las transformaciones agrarias son un prerrequisito
imprescindible, pero, en última instancia, la industrialización tiene su escenario en la
factoría, un nuevo lugar de producción donde se emplea una nueva tecnología que implica
una nueva organización del trabajo. Es necesario hacer constar que de todo ello se
desprende una imagen extremadamente positiva del fenómeno y una concepción
teleológica y mecanicista del proceso histórico.

Esta visión se derrumbó estrepitosamente con la crisis del capitalismo iniciada a


finales de los sesenta y fuertemente agudizada tras los problemas energéticos (alza del
precio del petróleo) de los años setenta. La persistencia de los problemas económicos
(no sólo limitada al mundo capitalista) provocó un replanteamiento del proceso de
industrialización que iba a tener unos tintes más pesimistas. A las dificultades
económicas, además, se iba a añadir la aparición de la conciencia ecológica que ponía en
cuestión los modelos desarrollistas predominantes en la década anterior. En este nuevo
contexto se puso también en evidencia que el declive relativo de la economía británica
(maquillado por el crecimiento de la posguerra) no era un fenómeno pasajero, sino que
se trataba de algo estructural. El país pionero de la industrialización (el "taller del
mundo" del siglo XIX) difícilmente podía constituir un modelo de desarrollo puesto que
sus problemas eran más agudos quizás que los de sus otros socios capitalistas y su
atraso mucho más patente. De este modo, sometidos a una fuerte sobredosis de
"realidad", los investigadores de los procesos de industrialización, y muy especialmente

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los británicos, empezaron a cuestionar cada vez más abiertamente los esquemas
explicativos vigentes. A mayor abundamiento, algunos de los fenómenos económicos que
acompañaron la crisis hacían más urgente la revisión conceptual, especialmente la
enorme capacidad de resistencia y adaptación que manifestaron las pequeñas empresas
(consideradas hasta el momento como meros residuos anacrónicos) allí dónde estaban
integradas en distritos industriales.

Las nuevas propuestas han insistido, por lo tanto, en todos estos fenómenos que
he venido citando. Aunque entre ellas existen notables divergencias y puntos de vista
opuestos, en términos generales podemos encontrar: (1) una nueva concepción del papel
de la agricultura en el proceso, mucho más importante y activo; (2) una ampliación de la
connotación del término industria hacia actividades consideradas hasta el momento
como tradicionales o residuales, como los talleres artesanos no mecanizados o la
industria a domicilio y/o rural, con una mayor valoración de los sectores no-pautadores;
(3) en algunas propuestas también se ha cuestionado la operatividad del marco de
estudio del estado-nación, concibiendo la industrialización como un fenómeno regional;
(4) una mayor atención hacia los problemas ambientales, antes y después de la
industrialización; y (5) como he señalado al principio, una visión del proceso mucho
menos rupturista que, en los casos más extremos, ha llegado a negar el calificativo de
revolución al proceso industrializador. Es necesario hacer notar la enorme influencia
que han tenido en estos nuevos planteamientos los estudios sobre la población
(fundamentalmente británica) realizados por el grupo de Cambridge, especialmente los
dirigidos por R. S. Schofield y E. A. Wrigley. En el haber de este último autor cabe destacar,
asimismo, la definición de conceptos como los de economía orgánica y economía
inorgánica, que tienen la virtud de integrar el análisis social con las vertientes técnicas y
ambientales del cambio económico. Por razones de espacio, sin embargo, me referiré,
únicamente, a las dos propuestas más influyentes durante la década de los ochenta: las
teorías de la protoindustrialización y los llamados revisionistas o gradualistas.

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LA PROTOINDUSTRIALIZACIÓN

El punto de partida de esta concepción se encuentra en la constatación de la


existencia, en los momentos previos a la industrialización, de extensas regiones de
Europa en las cuales las familias campesinas realizaban algún tipo de trabajo industrial,
muchas veces bajo el control y la iniciativa de comerciantes asentados en los núcleos
urbanos de la zona. Los estudios clásicos sobre el desarrollo de la industria antes de la
fábrica siempre le habían dedicado alguna atención, incluso tratando de poner de relieve
las relaciones de estas actividades con la industrialización propiamente dicha. De este
modo el tema había interesado a autores tan diversos como los miembros de la escuela
histórica alemana, los geógrafos franceses o economistas marxistas como Maurice
Dobb. En este sentido cabe destacar las investigaciones de Joan Thirsk o John Chambers,
como los precedentes más inmediatos de los estudios sobre la protoindustria. Asimismo,
Eric L. Jones constató la tendencia a la especialización en muchas regiones europeas:
mientras algunas áreas se dedicaban a la agricultura cerealista extensiva otras lo hacían
en cultivos intensivos, ganadería, viticultura o industria rural. Todos estos análisis y
reflexiones dieron pie a que el historiador norteamericano Franklin F. Mendels
(fuertemente influido por la demografía histórica y la escuela de los Annales) se
interrogara, a partir de su tesis doctoral sobre el Flandes preindustrial, sobre la relación
entre esa extensión de la industria rural y el inicio de la industrialización. De este modo,
introdujo un nuevo concepto en el campo de la historia económica cuya acta de bautismo
puede considerarse un artículo de dicho autor publicado en 1972 por la Economic History
Review, con un título programático: "Proto-industrialization: The First Phase of the
Industrialization Process".

En su acepción estricta, el término se refiere al desarrollo de zonas rurales en las


que una parte importante de su población, casi siempre mayoritaria, vivía en gran medida
de la producción manufacturera dirigida a mercados interregionales y/o internacionales.
De todas maneras, ocasionalmente su uso se ha extendido para designar el conjunto de

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actividades manufactureras durante los siglos XVII y XVIII. Según el creador del concepto,
Franklin F. Mendels, la aparición de este tipo de industria rural explicaría las bases sobre
las que se asentó la aparición del sistema fabril y el trabajo asalariado, de ahí que
considerara la protoindustrialización como la primera fase del proceso de
industrialización. Sus rasgos esenciales consistían en la simbiosis socioeconómica entre
agricultura e industria, tanto en el espacio como en el tiempo (trabajo estacional), en la
coordinación por parte de los mercaderes urbanos de estas actividades y su dependencia
de mercados lejanos (vinculados muchas veces a la formación de la economía-mundo
que traía consigo el inicio de la colonización europea). Todo ello se articulaba en un
entramado social y económico que tenía una dimensión fundamentalmente regional,
conllevando la aparición de un sistema definido y dinámico. Dentro de la región
protoindustrial, el sistema en cuestión se basaba, por lo tanto, en una relación funcional
entre el capital mercantil (a través del putting-out) y la economía doméstica.

Aunque la participación de las familias campesinas en diferentes fases de los


procesos de producción manufacturera es muy antigua, el fenómeno parece
generalizarse a partir del siglo XVII. Desde finales del siglo anterior, el crecimiento del
mercado mundial de bienes industriales, especialmente de textiles, hizo entrar en crisis a
las manufacturas urbanas tradicionales debido a sus restricciones gremiales y los
elevados costes del trabajo. A esto habría que añadir el desarrollo paralelo de la
agricultura, basado, por un lado, en una tímida pero creciente especialización regional, y,
por otro, en la diferenciación interna en el seno del campesinado que hizo aparecer un
estrato de campesinos con poca tierra y necesitados, por tanto, de ingresos
suplementarios. De este modo, los comerciantes aprovecharon, en algunas regiones, el
subempleo estacional del campesinado y sus bajas exigencias salariales para trasladar
toda o parte de la producción manufacturera al campo. La posibilidad de empleo
industrial alternativo acabó con los límites al crecimiento demográfico impuestos por el
tamaño de la tenencia agrícola. Sin embargo, la excesiva expansión del sistema desde
mediados del siglo XVIII generó fuertes problemas derivados de los elevados costes de

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transferencia y del deterioro de la calidad de los productos (fruto de la dificultad de
control de la mano de obra). El resultado fue la concentración de la producción en
fábricas, aunque también se dio en muchos casos una crisis que condujo a un proceso de
desindustrialización.

La influencia de este paradigma teórico ha sido enorme: se han escrito desde


obras teóricas que, desde posiciones marxistas, replantean con esta nueva perspectiva
la transición al capitalismo, hasta críticas sobre su utilidad y generalización. De hecho,
con su inclusión como una sesión A en el IV Congreso Internacional de Historia
Económica (Budapest, 1982), se inició un extenso programa de investigación que, aunque
con resultados desiguales, ha contribuido decisivamente a configurar una nueva visión
sobre los orígenes y las razones del proceso de industrialización. A pesar de que los
esquemas teóricos han sido muy criticados, el término ha hecho fortuna y su uso se ha
difundido notablemente para designar diferentes formas de industrias rurales (y a veces
también urbanas), aun cuando no se acepte la validez del modelo.

La investigación que se basó en el uso del conjunto de hipótesis definidas ha


llevado a una descripción mucho más compleja de los orígenes de la industrialización.
Las condiciones previas (tanto desde el punto de vista demográfico como de los
contextos agrario, social e institucional) se han mostrado mucho más complejas que lo
que presuponía el modelo, tanto en la versión de Mendels como en la neo-marxista de P.
Kriedte, H. Medick y J. Schlumbohm. Por otra parte, el estudio de casos regionales y
locales también ha demostrado que la relacional unilineal entre una primera fase
protoindustrial y la subsiguiente industrialización no era tan mecánica y que el éxito o el
fracaso del proceso era realmente muy difícil de predecir a partir de los planteamientos
teóricos. El modelo dejaba fuera toda una serie de actividades manufactureras (como las
propiamente urbanas) que, muchas veces, también habían protagonizado procesos de
transformación industrial plenamente culminados. En definitiva, la teoría de la
protoindustrialización compartía algunos de los defectos de sus predecesoras, sobre

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todo por su pretensión de convertirse en un esquema explicativo universal.

LOS REVISIONISTAS O GRADUALISTAS

Como he señalado más arriba, una de las claves que explica la nueva visión sobre
el proceso de industrialización es la evolución de la economía británica, especialmente a
partir de la década de los setenta. Si durante mucho tiempo se pudo seguir pensando que
el declive británico, iniciado alrededor de 1870, era un fenómeno pasajero, el intenso
proceso de desindustrialización que sufrió Gran Bretaña, sobre todo durante los años 80,
puso de manifiesto que esas pretensiones eran vanas. Así pues, difícilmente se podía
seguir concibiendo el caso inglés (y británico por extensión) como el patrón o modelo a
seguir en cuanto a las pautas de industrialización. Era evidente, que la experiencia
británica no constituía el paradigma del desarrollo económico capitalista. Por lo tanto,
algo debía estar mal en su economía antes del inicio del declive (y, por supuesto y
especialmente, en los análisis que de ella se habían hecho), que explicase el desarrollo
ulterior. De este modo un grupo de economistas preocupados por la cuestión del
crecimiento económico empezaron a revisar, con nuevas y mejores fuentes, y con un
bagaje metodológico renovado, las estimaciones que se habían realizado sobre el
crecimiento económico británico desde 1700, al menos.

Apoyándose en gran medida en las concepciones que durante las décadas de los
60 y los 70 articularon investigadores como Hartwell o McCloskey, Crafts y Harley,
especialmente, se dedicaron a reconstruir las cifras de las estimaciones de la renta
nacional británica. Desde 1976 con la publicación de un artículo de Crafts en la Economic
History Review titulado "English Economic Growth in the Eighteenth Century; A
Reexamination of Deane and Cole's Estimats", y, más aún, después de la publicación del
libro del mismo autor British Economic Growth during the Industrial Revolution, las
reconstrucciones de índices de los principales indicadores de la economía británica
entre 1700 y 1850 ha sido continua, participando en ellas (como autores o como críticos), a

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parte de los autores citados, otros como Feinstein, Mokyr o Williamson. De forma muy
sintética, las tesis revisionistas vienen a decir básicamente, en palabras de Knick Harley
(1993: 297-298), que, en primer lugar, los inicios de la industrialización no se produjeron
como una discontinuidad "heroica" en el tercer cuarto del siglo XVIII, sino como una larga
evolución. En segundo lugar, que la agricultura británica desarrolló y adoptó cambios que
incrementaron su productividad a gran escala. Esto tuvo importantes consecuencias por
el peso de la agricultura en el conjunto económico: mejora del nivel de vida y
transferencia (bastante rápida) de mano de obra a otras actividades. En tercer lugar, hay
que resituar el papel de las innovaciones tecnológicas: su excepcional impacto sirvió
para colocar a las empresas británicas como líderes en la producción de textiles y de
hierro. Con esta ventaja, las firmas británicas llegaron a dominar el comercio
internacional de estos productos y el crecimiento de estas industrias convirtió a Gran
Bretaña en una economía industrial urbana. A pesar de ello, esto sólo representó una
aportación relativamente pequeña, siendo mucho más importantes, en términos
agregados, los efectos del cambio agrario sobre el crecimiento de la renta per cápita. Por
último, cabe señalar (como hace Mokyr) que, dentro de la propia industria, junto a este
sector más moderno, existía otro "tradicional" que, aunque no estaba estancado, se
desarrollaba más lenta y gradualmente; este sector tradicional, contrariamente a lo que
se había supuesto, fue el dominante hasta bien avanzado el siglo XIX. En definitiva, desde
este punto de vista, la economía británica difícilmente puede ser considerada como un
paradigma de la modernización. Su precoz desarrollo se hizo sobre bases muy precarias
que habrían marcado la estructura económica del país y que serían la base de los males
económicos que experimentó desde 1870 y hasta la actualidad.

Como en el caso de la protoindustrialización, estas teorías han sido objeto de


numerosas críticas y discusiones (especialmente por parte de M. Berg y P. Hudson). La
crítica más severa se dirige a la metodología empleada. Por un lado, las reconstrucciones
macroeconómicas, aunque es cierto que han sido mejoradas técnica y documentalmente,
siguen presentando graves problemas que cuestionan la validez de los resultados y, por

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ende, las conclusiones que de ellos se obtienen: muestras excesivamente pequeñas,
problemas en la información sobre los precios, información ocupacional muy deficiente,
dificultad de clasificar y separar los sectores moderno y tradicional, dificultades técnicas
para medir las ganancias en la productividad a partir de la información de la que se
dispone, etc. Además, también existen problemas conceptuales derivados en gran
medida de la propia metodología. El principal de ellos reside en el hecho que la
contabilidad nacional agregada oculta fuertes disparidades regionales (p. e., aunque es
cierto que la industria lanera británica solo creció un 150 % durante el siglo XVIII, el
Yorkshire aumentó su participación en ella del 20 al 60 %). Por lo tanto, según muchos
autores (p.e., S. Pollard o las ya citadas Berg y Hudson), el método de la
macrocontabilidad no es el más adecuado para analizar el proceso de cambio. Es
necesario, por contra, partir del estudio de casos locales y regionales si se quiere
aprehender correctamente la magnitud y las consecuencias de esos cambios. No es
válida la idea de una transformación cataclísmica y rápida, pero tampoco lo es que el
conjunto de cambios operados, a pesar de todo, no fuesen lo suficientemente profundos y
estuviesen concentrados en un período de tiempo relativamente breve para que se deje
de hablar de "revolución" industrial como, provocativamente, ha llegado a argumentar
algún autor revisionista.

UNA NUEVA VISIÓN SOBRE LA INDUSTRIALIZACIÓN ESPAÑOLA Y VALENCIANA

Como no podía ser de otro modo, las nuevas concepciones sobre la Revolución
Industrial en general, y sobre la industrialización británica en particular, han modificado
también de forma significativa la visión sobre estos procesos en nuestro propio marco de
referencia. El destronamiento del modelo inglés de su posición de paradigma universal
ha tenido como consecuencia que el desarrollo del capitalismo en España se haya
estudiado sin atenerse al rígido corsé que implicaban los análisis en boga en los años 60.
Por un lado, es cierto que la mayor parte de las conclusiones a las que habían llegado los
trabajos desarrollados desde finales de esa década (como los de N. Sánchez Albornoz o

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G. Tortella), y al margen de las consabidas polémicas, siguen siendo válidas; el mejor
ejemplo de ello es el éxito editorial del que sigue disfrutando el que puede considerarse
como el trabajo culminante de aquella visión, el libro de J. Nadal: El fracaso de la
Revolución industrial en España, publicado por primera vez en 1975 y que hasta 1992 se
había reimpreso en 12 ocasiones. Pero, por otro, es igualmente cierto que la visión de
"fracaso" ha sido considerablemente matizada y, sin llegar a desechar completamente
ese calificativo para lo que hoy en día pomposamente se denomina como "proceso de
modernización" español (un concepto aparentemente neutro, pero que en realidad se
halla repleto de connotaciones ideológicas), se tiene una imagen mucho más amable y
menos negativa de él. No cabe ninguna duda que, junto a los factores que ya he señalado,
la incorporación del estado español a la Unión Europea y la evolución económica sufrida
en los últimos 20 años (que en algunos aspectos se ha acercado al modelo europeo) han
influido de forma determinante en la nueva conceptualización. De hecho, a pesar de todos
los problemas que ha sufrido el desarrollo español y que afectan aún en buena medida,
España parece haberse incorporado definitivamente al núcleo de los países ricos, por
consiguiente, algunos aspectos positivos debía haber tenido ese proceso.

Uno de los aspectos que más se ha revisado es el del papel desempeñado por la
agricultura. Aunque sigan siendo básicamente correctas las conclusiones de J. Nadal
sobre la estrechez del mercado interno y el escaso nivel de desarrollo del sector agrario
como su principal responsable, también es cierto que los estudios desarrollados por el
Grupo de Estudios de Historia Rural desde principios de la década de los 80 y algunos
planteamientos de otros autores (directamente influidos por las tesis revisionistas)
como L. Prados, han introducido elementos de análisis que pueden modificar en parte la
visión negativa. Así, por ejemplo, R. Garrabou ha insistido en que las transformaciones de
la agricultura española durante el siglo XIX no fueron tan diferentes de las que ocurrieron
en la mayor parte de los países europeos durante el mismo periodo. De forma parecida, la
valoración que se hace hoy en día sobre la industria es bastante menos pesimista, sobre
todo cuando se analiza la contribución de los sectores no-líderes. Las profundas

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transformaciones que produjo la larga, compleja y contradictoria revolución liberal, por
lo tanto, tuvieron, en definitiva, unas consecuencias mucho menos negativas sobre el
desarrollo económico de lo que tradicionalmente se había creído. En definitiva, y quizás
sea esta la conclusión más relevante, aunque se admita generalmente que España sufrió
un atraso relativo con respecto a otros países de su entorno, parece evidente que es
básicamente incorrecto asimilar su situación a la de un país subdesarrollado (tal y como
se había hecho en repetidas ocasiones).

La historia de la industrialización valenciana también ha notado el impacto de


todas estas nuevas corrientes interpretativas. En los años setenta las explicaciones
dominantes insistían en el carácter negativo sobre el desarrollo que había tenido la
orientación agraria de la economía valenciana. A partir de planteamientos nacionalistas
(que se reflejaban en el doble espejo de la industrialización británica y la catalana) muy
influidos por los análisis de Joan Fuster y Joan Reglà sobre el dualismo histórico de la
estructura social del País Valenciano, los historiadores y economistas creyeron
descubrir las causas de este atraso en tres momentos de la historia valenciana moderna:
las Germanías (que habrían supuesto el triunfo del campo feudal sobre el mundo urbano
burgués), la expulsión de los moriscos (con una refeudalización posterior) y la Guerra de
Sucesión (que habría culminado el proceso iniciado con la expulsión de los moriscos y la
creciente castellanización cultural y política). De este modo, el País Valenciano llegaba a
los albores del período capitalista con un mercado interior muy poco desarrollado
(caracterizado por el predominio aplastante de la pequeña propiedad campesina y la
dureza del régimen señorial), una agricultura volcada, por consiguiente, al exterior, y
unas estructuras industriales anacrónicas incapaces, salvo casos aislados, de
protagonizar el salto hacia el capitalismo industrial.

Las investigaciones desplegadas en los años ochenta, sin embargo, han


rectificado sustancialmente algunos de los principales elementos de la anterior
interpretación. Por un lado, los análisis de R. Garrabou han demostrado la inoperancia

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heurística de aplicar los modelos de desarrollo de las agriculturas atlánticas en el marco
mediterráneo. Por otro, los estudios sobre el régimen señorial y la revolución burguesa
dibujan un panorama que se aleja considerablemente del que se había descrito durante
los años setenta. En la actualidad está completamente descartada la idea de un régimen
señorial especialmente duro y de un campo caracterizado por el minifundismo
parcelario. Asimismo, y completando la revisión historiográfica, hoy en día se ha puesto
de relieve la importancia del crecimiento industrial valenciano en el contexto español.
Lentamente, la industria valenciana habría progresado, impulsada sobre todo por el
crecimiento agrario, desde, al menos, 1850, para situarse, en los albores de nuestro siglo
en el tercer lugar dentro del ranking español, por detrás (aunque a cierta distancia) de
Cataluña y el País Vasco. Tras los pasos del sector lanero, que inició su proceso de
industrialización muy pronto en localidades como Alcoi o, en menor medida, Ontinyent y
Bocairent, y a pesar de la crisis sedera que eliminó el principal sector industrial del país a
mediados del XIX, poco a poco distintos sectores fueron ganando protagonismo. De este
modo, junto a la pañería, el mueble, la industria agroalimentaria, la química, el calzado, la
maquinaria o la siderurgia, se convirtieron a principios del siglo XX en la base de un
crecimiento que preludiaba el despegue de los años sesenta.

EL PROCESO DE INDUSTRIALIZACIÓN EN ALCOI

El caso de la industrialización alcoyana supone un ejemplo ilustrativo de primer


orden a la hora de entender el fenómeno del que nos ocupamos. Si su notoriedad, tras los
estudios de R. Aracil y M. Garcia Bonafé a principios de la década de los setenta, se debía
en aquel momento a su condición de excepcionalidad, hoy en día, en cambio, puede
constituir un privilegiado observatorio para el estudio de la industrialización capitalista.
Su precocidad (los primeros intentos de mecanizar las operaciones del cardado y el
hilado de la lana datan de 1793), la intensidad de la transformación operada en su entorno
y el hecho de tratarse de un proceso fundamentalmente endógeno, son razones
suficientes para justificar su utilización como ejemplo.

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Los orígenes de la pañería en Alcoi se remontan a los inicios del s. XIV,
constituyendo un capítulo más de la extensión de las actividades textiles por toda la
Europa feudal. Las condiciones físicas eran especialmente aptas para el desarrollo textil:
abundancia de materia prima y cursos de agua capaces de mover artefactos hidráulicos
(batanes) y de suministrar recursos para los procesos de tintado. Además, su estructura
agraria, caracterizada por una precoz tendencia a la concentración de la propiedad de la
tierra, suministró mano de obra excedente para ser empleada en las tareas artesanales.
La articulación política de la villa, en cuyo interior no llegaron a desarrollarse oligarquías
rentistas basadas en la explotación de alquerías de aparceros musulmanes (fenómeno
muy habitual en las villas y ciudades del país), también favoreció la ascensión de grupos
sociales cuyo poder económico residió fundamentalmente en la propiedad y la
explotación de la tierra, el crédito y el comercio. Así pues, el desarrollo agrario no supuso
un factor de inhibición de las actividades manufactureras. Más bien tendríamos que
hablar de una interrelación favorable (vista en el largo plazo) entre la manufactura y la
agricultura. En contra de lo que apuntaban las primeras explicaciones sobre la
industrialización alcoyana, el crecimiento industrial no se apoyó en la pobreza agrícola
sino, más bien, en su riqueza relativa: extensión del regadío (importante a pesar de las
limitaciones físicas), fuerte orientación comercial de la producción debido a la existencia
de grandes explotaciones y consolidación progresiva de relaciones de producción
basadas en el trabajo asalariado.

A finales de la Edad Media se iniciará un fuerte despegue de la actividad pañera


que se alargará hasta las primeras décadas del s. XVII. Su precoz estructuración gremial
(al parecer las primeras ordenanzas datan de 1497, aunque desconocemos su contenido)
es un buen indicio del vigor de la manufactura. Este auge es explicable por la confluencia
de distintos factores. El primero de ellos es de carácter estrictamente técnico, la
generalización del uso del batán hidráulico desde mediados del siglo XIV confirió a la
zona de una especial ventaja comparativa por su disponibilidad energética. El segundo

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deriva del crecimiento de los mercados en un doble sentido: en extensión (una tendencia
creciente al consumo, apoyada por los mercados exteriores, especialmente en el N. de
África) y en calidad (un mayor poder adquisitivo de los consumidores que exigieron
mejores productos). Todo ello contribuyó a aumentar las exigencias en capital de la
producción, tanto fijo (construcción y mantenimiento de batanes y tintes) como circulante
(más y mejores materias primas y un mayor tiempo de rotación). Además, la mejora en la
calidad obligó a una mayor especialización de la mano de obra. En estas condiciones,
algunos artesanos (surgidos fundamentalmente de las filas de los llamados paraires)
consiguieron, gracias a su posición en el proceso de producción, controlarlo haciendo
que los demás artesanos trabajasen para ellos y monopolizando progresivamente la
venta del producto acabado. Sin embargo, las condiciones técnicas de la fabricación, que
implicaba que la mayor parte del proceso se realizase en los domicilios de los propios
artesanos, dificultaba el control de los "empresarios" sobre ella y hacía necesaria una
cada vez más compleja organización institucional: los gremios y sus ordenanzas.

El entramado institucional, necesario para garantizar la calidad de la producción


(de la que dependía el éxito en el mercado), mostró, con el tiempo, ser un arma de doble
filo. Tras él se parapetaron los artesanos dependientes y, en el cambio de coyuntura que
supusieron los años finales del s. XVI y los iniciales del XVII, la tendencia al descenso en la
demanda (tanto cuantitativa como cualitativamente) hizo entrar en crisis el sistema. Si
los paraires alcanzaban su máximo control con las ordenanzas aprobadas en 1561, a
partir del 1590, la creación de un gremio independiente de tejedores otorgó a éstos un
poderoso mecanismo de defensa de sus intereses. En estas condiciones la pañería
alcoyana entró en una fase de declive, preludiada por la crisis coyuntural de los años 1570
y por la expulsión de los moriscos, a partir de mediados de la década de los veinte del s.
XVII. A pesar de todo, la manufactura de Alcoi consiguió finalmente adaptarse a los
cambios en los mercados y, a costa de un nivel mucho más bajo de producción, mantener
un nivel de actividad relativamente importante en las décadas centrales del s. XVII.

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La consecuencia más relevante de esta crisis fue el abandono de la manufactura
de una parte importante de la comunidad artesana que había controlado económica e
institucionalmente la actividad pañera durante el s. XVI. Muchos de ellos iniciaron una vía
de ennoblecimiento, consolidando sus posiciones de control sobre el gobierno local y
formando una parte de la oligarquía rentista que controlará el municipio alcoyano
durante el s. XVIII. La recuperación que se inicia a partir de 1660 y, con más fuerza,
durante los años ochenta del s. XVII, traerá aparejado el ascenso de un nuevo grupo de
paraires, que poco a poco se harán con el control del proceso de producción y del gremio.
Este grupo se consolidará como el núcleo dirigente (económica e institucionalmente) en
los años posteriores a la Guerra de Sucesión, época que marcará el inicio de la
transformación capitalista de la pañería alcoyana.

El crecimiento de la pañería alcoyana durante el siglo XVIII puede calificarse, sin


ningún género de dudas, de espectacular. La producción se multiplicó por seis, como
mínimo, convirtiendo a Alcoi en el centro productor más importante de España a finales
de la centuria. La Nueva Planta supuso la integración plena de los territorios de la extinta
Corona de Aragón en el nuevo marco de la monarquía borbónica, de este modo se
abrieron las puertas de tres importantes mercados: el interior (en el que los paños
alcoyanos siempre habían tenido alguna presencia), el mercado ultramarino y la
demanda del Estado, plasmada en el abastecimiento de tejidos para el ejército. Además,
como ya había ocurrido durante el siglo XVI, el setecientos trajo consigo un auge muy
importante en los mercados, doblemente ligado al crecimiento demográfico y a un
incremento del poder adquisitivo de los consumidores. Así pues, la demanda creció en
términos cuantitativos y cualitativos, poniendo de nuevo en marcha procesos similares a
los que ya se habían producido desde finales del siglo XV. La capacidad de adaptación que
mostró la oferta alcoyana fue muy notable. Ello es explicable por dos factores
íntimamente relacionados: el marco institucional del que se dotó y la innovación técnica.
La concesión de amplias ventajas fiscales a la Real Fábrica de Paños permitió a los
fabricantes alcoyanos competir en buenas condiciones en los mercados. La estructura

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institucional que suponía la concesión del título mencionado hizo que, desde 1731, los
distintos oficios quedasen bajo el control del Gremio de Pelaires, auxiliado normalmente
por la Real Junta de Comercio y Moneda a través de la figura del Subdelegado de la
Fábrica. En estas condiciones, un pequeño grupo de artesanos enriquecidos consiguió
dirigir el entramado gremial según sus propias expectativas e intereses, sorteando así
los obstáculos que suponían la pervivencia de gremios independientes, como el de los
tejedores. Esto explica, en gran medida, la notable predisposición de la Fábrica a la
innovación, ampliando la suerte de tejidos fabricados, atrayendo artesanos extranjeros
para imitar nuevas modas (especialmente en el tinte); del mismo modo, la Real Fábrica
actuó como organismo gestor de buena parte de los encargos provenientes del ejército.

El crecimiento de la producción pañera, tuvo importantes efectos sobre la


aparición de otros sectores industriales. Por un lado, se desarrollaron otras actividades
textiles de cierta entidad, tanto en Alcoi como en otros pueblos de la comarca, como la
producción de lienzos y la fabricación de mantas de filoseda. Destaca, sin embargo, la
aparición de actividades cuyos orígenes se encuentran ligados íntimamente a la
fabricación de paños. Si en el siglo XIX se va a desarrollar una importante industria
metal-mecánica que, a pesar de estar vinculada originalmente a la reparación y
construcción de máquinas para la industria local, pronto alcanzará una mayor entidad, en
el siglo XVIII nacerá la segunda gran actividad industrial de la comarca: la fabricación de
papel. Su origen (1756) deriva de la demanda de cartones para el prensado de paños, pero
muy pronto ampliará su oferta, especializándose en la fabricación de papel de fumar,
para satisfacer la demanda americana. Pañería y fabricación de papel mantendrán
siempre un estrecho contacto, tanto desde el punto de vista empresarial como del
técnico, con instalaciones contiguas que compartían los recursos hidráulicos.

A diferencia de la fabricación de papel, que siempre tuvo la forma de manufactura


centralizada, el crecimiento pañero se realizó sobre la base de una tecnología que
implicaba la dispersión de la mayor parte de las diferentes fases del proceso de

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producción en los domicilios de los propios artesanos. El cuello de botella que suponían
los trabajos para la elaboración del hilo (en 1742 la proporción entre cardadores e
hilanderas, por un lado, y tejedores, por otro, era de 11 a 1; ocupando al 75 % de los activos
del sector) fue la principal contradicción a la que se vio sometida el proceso. La única
forma de mantener el ritmo de crecimiento era mediante la incorporación de nuevas
unidades a la producción, para lo cual fue necesario que un número cada vez más
numeroso de hogares campesinos de los pueblos de alrededor trabajasen para los
talleres alcoyanas en el cardado y el hilado. Esto fue posible gracias a la estructura
agraria de la zona, caracterizada por una fuerte tendencia a la concentración de la
propiedad de la tierra y el predominio del secano, que conformó un importante estrato de
campesinos necesitados de recursos complementarios y subocupados durante una gran
parte del año. Sus bajas exigencias salariales, compensarían los costes que suponía el
transporte de materias primas y la recogida del producto semi-elaborado. De este modo,
a principios del siglo XIX, algunos cálculos indican que el número de personas empleadas
en preparar lana para Alcoi podía estimarse en 4.000 (alrededor de la mitad del total de la
mano de obra empleada), diseminadas en 42 núcleos de población. Sin embargo, los
bajos salarios, la creciente dependencia de estos campesinos del empleo industrial y la
extensión del sistema, supusieron, a la larga, la crisis del mismo.

En efecto, la coyuntura de finales de siglo agravó uno de los males endémicos del
sistema de producción a domicilio: las dificultades en el control de la calidad de la
fabricación. Desde mediados de la década de los sesenta los precios de los bienes de
consumo de las clases más bajas aceleraron su tendencia ascendente (especialmente
los cereales). Esto no se tradujo, sin embargo, en una alza paralela de los salarios. Al
contrario, el rígido control institucional que ejercían los fabricantes y las peculiares
relaciones de producción establecidas, probablemente provocaron una caída de los
salarios reales. El resultado fue que los hurtos de materia prima (fenómeno casi
estructural del que se dispone de evidencias desde mediados de siglo) se generalizaron
deteriorando notablemente la calidad de los productos. En estas condiciones, el fuerte

19
crecimiento de las últimas décadas del setecientos se hizo sobre unas bases cada vez
más precarias y los fabricantes se vieron empujados a buscar alternativas técnicas que
permitiesen una concentración de los procesos de producción para su mejor control.

En 1793, gracias a la iniciativa y la financiación de la Real Fábrica, dos artesanos


locales (un fabricante y un carpintero), construyen y ponen en funcionamiento una
máquina de hilar (seguramente una adaptación de una spinning jenny) y una máquina de
cardar, a imitación de unos ingenios que habían visto en funcionamiento en la ciudad de
Cádiz. Aunque se llegaron a construir algunas movidas por energía hidráulica, este
primer intento tuvo poco éxito; seguramente, el estancamiento de la demanda y su
cambio de orientación hacia paños diferentes (las primeras máquinas tenían serias
limitaciones en cuanto a las calidades que podían producir) hizo menos acuciante la
necesidad de la mecanización. A partir de 1816, sin embargo, la preocupación por
solucionar los problemas del cardado y el hilado se volvieron a manifestar con fuerza.
Ahora, además, ya no se trataba únicamente de salvar el escollo que suponía la
producción doméstica, puesto que muchos competidores (especialmente en Catalunya)
habían comenzado a introducir nuevas maquinarias y ello ponía en peligro la posición de
los fabricantes alcoyanos en el mercado. Así pues, en 1818, de nuevo la Real Fábrica,
compró e hizo instalar un juego completo de máquinas de cardar, emborrar, emprimar e
hilar, procedentes de Bilbao y que se hallaban ya en funcionamiento en la villa de Ezcaray
(La Rioja). Desde este momento el proceso de mecanización ya no se detuvo.

La nueva tecnología fue adoptada con celeridad y la respuesta de los trabajadores


también fue inmediata: en 1821 unos 1.200 hombres de las localidades de alrededor se
dirigieron a Alcoi y (con la complicidad de muchos obreros de la misma ciudad)
destrozaron 17 máquinas. Sin embargo, el proceso resultó imparable a pesar de los
continuos intentos de destrucción de las máquinas que se detectan hasta la década de los
40. Es muy probable que esta resistencia ludita impulsara aún más la mecanización ya
que los empresarios alcoyanos (según un testimonio de 1831 las industrias papelera y

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pañera estarían controladas por 40 o 50 capitalistas que emplearían, cada uno, entre 100
y 200 obreros) tratarían de librarse de su dependencia de esta mano de obra poco dócil.
Así, poco a poco, progresaría la implantación del sistema fabril en la rama de la hilatura y
en la industria papelera.

La siguiente fase del desarrollo industrial, durante las décadas de los 50, 60 y 70,
supondría la consolidación de la industria y su diversificación. El progresivo avance de la
concentración fabril (hacia 1855 la única fase en la que se mantenía un sistema de
producción a domicilio era el tejido) provocaría una intensa transformación en la vida de
la comarca, muy palpable aún en la configuración urbana de la ciudad de Alcoi. Por un
lado, el crecimiento demográfico de Alcoi consolidó su posición como consumidor de
productos agrarios producidos en las localidades de su entorno, favoreciendo un
desarrollo agrícola de cierta entidad. A su vez, todo este entorno agrario se configuró
como una reserva de mano de obra para el desarrollo industrial. Desde 1820, y en oleadas
sucesivas, la ciudad se llenará con emigrantes de los pueblos circundantes, obligando
(dadas las limitaciones del espacio físico) a elevar las edificaciones mediante sucesivos
recrecimientos y hacinando literalmente a los obreros en pequeñas viviendas de alquiler
con unas pésimas condiciones de salubridad. Por otro lado, a pesar de la pervivencia de
las fuentes de energía tradicional (el alto coste del carbón hizo que la energía hidráulica
jugara siempre un papel importante hasta los inicios de la electrificación a finales de
siglo, y aún más allá) desde 1841 se inicia la instalación de máquinas de vapor que
acelerarán aún más la concentración fabril y favorecerán, en algunos casos, una
reubicación de los talleres. Todo ello, provocó una fuerte concentración de la riqueza que
se plasma en la construcción de suntuosos edificios para vivienda de las clases
acomodadas y en el nacimiento de una peculiar arquitectura fabril. El principal problema
con que tropezará el crecimiento será la marginación de la ciudad de la configuración de
las nuevas redes de transporte: el ferrocarril no llegará a Alcoi hasta una fecha tan tardía
como 1893. Del mismo modo, la pérdida de los mercados coloniales y el descenso del
poder adquisitivo de sus otros mercados tradicionales (especialmente el andaluz),

21
provocará una tendencia al descenso de la calidad de los productos textiles alcoyanos
que repercutirá negativamente en su desarrollo. Estos hechos resultaron, sin duda,
determinantes en el menor crecimiento del núcleo alcoyano en comparación con sus más
directos competidores catalanes (especialmente los del área del Vallès).

La concentración fabril y las duras condiciones de vida de los obreros marcarán la


evolución política y económica del siglo XIX en la comarca. Frente a una burguesía en la
que siempre tendrán una notable influencia los elementos liberales más radicales (cuya
figura más destacada será el republicano Agustín Albors que alcanzará la alcaldía a raíz
de la revolución de 1868), el proletariado fabril se integrará muy pronto en
organizaciones de carácter revolucionario. La orientación de sus reivindicaciones irá
cambiando desde principios de la década de los 50, moderando sus pretensiones
inmediatas (fundamentalmente alzas salariales) y radicalizando sus objetivos últimos.
La culminación de este proceso de toma de conciencia será la afiliación masiva a la
sección española de la Internacional de Trabajadores, en el seno de la cuál, los
trabajadores de la comarca se adhirieron a la corriente bakuninista, dominante en el
movimiento obrero de la zona hasta la Guerra Civil. La importancia de Alcoi dentro de la
Internacional se demuestra con el hecho de que fue elegido como sede. La primera
acción de envergadura fue los acontecimientos del "Petrolio" de 1873, cuando los
trabajadores alcoyanos, espoleados por la represión del ayuntamiento republicano,
tomaron el poder local. Lógicamente, este intento revolucionario (que llegó a ser
comentado ampliamente por el propio Engels en su panfleto "Los bakuninistas en acción)
fue sofocado con rapidez y supuso una dura derrota de la que los trabajadores se
resentirían durante bastante tiempo.

Con todo, el desarrollo posterior, marcado por la fuerte crisis de los años 80 y la
recuperación desde 1900 hasta la Primera Guerra Mundial conocería una revitalización
progresiva de las organizaciones obreras. La respuesta empresarial fue doble. Por una
parte, frente a la crisis y las reivindicaciones aceleraron el proceso de mecanización y la

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definitiva concentración fabril (acabando con el tejido manual disperso); de este modo,
sustituían hombres por máquinas y presionaban a la baja los, ya de por sí, misérrimos
salarios alcoyanos. Esta vía, sin embargo, facilitaría a medio plazo la organización de los
obreros agrupados en fábricas cada vez más grandes. Por otra, y frente al auge del
asociacionismo, empezaron a preocuparse seriamente por la llamada "cuestión obrera".
Esto se plasmó en una política paternalista que trataba de solucionar (sin demasiado
éxito) las lamentables condiciones de vida de los trabajadores, junto a intentos de
promocionar asociaciones "alternativas", fundando sociedades como el "Círculo Católico
de Obreros" o "El Trabajo", con la esperanza de reconducir el asociacionismo obrero
hacia posturas no revolucionarias y más dóciles con los intereses patronales. Tanto
desde el punto de vista social, como del tecnológico y económico, el proceso de
transformación podía considerarse como plenamente culminado.

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