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La revolución industrial:

del proletario al burgués

Más que a la revolución industrial, es a la industrialización a la que es importante referir los


cambios de la institución familiar. En efecto, el término “revolución industrial” es estático, y
designa un punto de partida convencionalmente elegido por los historiadores y los economistas
para calificar los cambios técnicos que afectaron progresivamente a toda la evolución económica
y a las relaciones sociales de los principales países de Europa. El término “industrialización”
remite a un proceso, a una dinámica de transformaciones en las que la institución familiar no
siempre es la instancia experimentadora sino que, por el contrario, aparece como lugar de
reacción, de resistencia o incluso como componente limitado de la dinámica industrial.

La multiplicación de investigaciones sobre las relaciones entre la industrialización,


urbanización y cambios familiares han puesto en evidencia la pluralidad de situaciones y de
configuraciones. Porque este proceso se inscribe en contextos tan diversos como las naciones,
los tipos de industrias y los movimientos de población, por no citar más que algunas de las
variables de este fenómeno complejo, es imposible proponer una hipótesis que diera cuenta, de
forma unívoca, de las conmociones inducidas por y en la institución familiar por parte de las
transformaciones técnicas y económicas englobadas en el término industrialización. De entre las
teorías del cambio social, sólo las hay “parciales y locales” (Boudon, 1984, P. 220), y aquella
según la cual la industrialización había deshecho la “gran familia tradicional” ya no es de recibo.
Hoy en día se admite que las relaciones entre cambios familiares, industriales y urbanos no son
ni simples ni lineales: es inútil buscar casualidades únicas cuyas secuencias no sean puestas en
tela de juicio. Al reconocer la imposibilidad de profesar una teoría global que identifique el cambio
al reforzamiento del control del Estado, somos llevados a poner en evidencia, en contra de
determinadas posiciones, de Michel Foucauli (1975 y 1976) y de Isaac Joseph y Philippe Fritsch
(1977), la fuerza de la institución familiar, que no solamente es un objeto que padece de duras
leyes del destino económico y social sino, al contrario, un ámbito de resistencia que sabe
adaptarse a diversas situaciones. Los hombres incluso en las peores condiciones impuestas por
la industrialización, tratan de descubrir estrategias conformes a sus intereses: éstas a menudo
pasan por la institución familiar.

VARIOS MODELOS DE INDUSTRIALIZACIÓN

Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la época y la definición de la revolución


industrial .Según Jean Pierre Rioux (1971), se puede oponer a una visión que privilegia el
aspecto técnico, otra que pone por delante el desarrollo del capital. La primer insiste sobre el
acceso a nuevas fuetes de energía: carbón y vapor, posteriormente electricidad y motor de
explosión; una tercera revolución está a punto de tener lugar: la revolución informática. Para
alguno, este desarrollo técnico es la aceleración de un movimiento cuyas primicias ya se dejaron
sentir a principios de siglo XVIII; para otro, significa una ruptura. La segunda postura hace
hincapié en la acumulación del patrimonio, es decir, la liberación de capitales que permite un
verdadero capitalismo, con fondos que se invierten en la industria. Independientemente de estas
diversas concepciones, sabemos que el considerable aumento de la producción está ligado a

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varios factores: una especialización del trabajo, el uso de máquinas, el progreso técnico continuo,
la movilización de capitales en busca de un beneficio, la separación más clara entre una
burguesía poseedora de los medios de producción y los asalariados. Esto, hasta llegar a
emplearse en gran número en las industrias recién creadas, son arrastrados por el torbellino de
la revolución agrícola, de la que todos los autores coinciden en decir que va a la par con la
revolución industrial, o incluso que la precede y la hace posible.

Gran Bretaña es la primera que proporciona el ejemplo con sus enclosures: la propiedad
comunal de los campos pasa a manos de los propietarios individuales que las cercan y las
transforman en rediles para los corderos, las casas son derribadas y los campesinos obligados a
buscar trabajo en otro lugar. Al mismo tiempo, y esto no es contradictorio con el movimiento que
acaba de ser descrito, la productividad agrícola aumenta mucho, lo cual libera mano de obra
suplementaria.

El obrero modelo inglés: gracias a su ahorro, se convierte en propietario de su vivienda. Grabado del siglo XIX.

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La revolución industrial nació en Inglaterra más de cien años antes de la que tuvo lugar en
Francia. Un complejo conjunto de factores explica esta precocidad: el súbito y fuerte crecimiento
demográfico de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, el desarrollo de los mercados, la
presencia de carbón y de hierro, un clima húmedo favorable a la industria algodonera, pero
también a una mano de obra que quedó disponible gracias a una revolución en la agricultura,
como explica Kart Polany (1938, p. 68). El primer despegue industrial, por efecto acumulativo,
exige sin cesar una nueva mano de obra hacia los centros industriales: la emigración rural se
amplía. Las industrias se incorporan a espacios urbanos cuyo crecimiento brutal no puede
absorber las masas de trabajadores que abandonan el campo. Así, Inglaterra propone un modelo
distinto del de la desestructuración impuesto a la vida social en general y a la vida familiar en
particular, a raíz de los orígenes de la industrialización.

Sin hacer de los factores demográficos el motor de estas transformaciones, es cierto que el
perfil francés, distinto del de Inglaterra, debe ser atribuido, en gran medida, a su peculiar curva
demográfica, marcada por una disminución del crecimiento desde finales del siglo XVIII,
fenómeno único en Europa.

El débil crecimiento demográfico y una progresiva urbanización favorecieron en Francia la


supervivencia de merados locales y regionales y la confección artesanal de producto reputados
por su calidad y acabado (Sewel, 1983, págs. 209-211). La producción bruta, considerada por
habitante, no era inferior a la de Inglaterra, pero el despegue se completó en un contexto
dominado por el mundo rural y sobre un tejido urbano muy descentralizado y de amplias
tradiciones artesanales. Por tanto, Francia experimentó un proceso de industrialización mucho
menos brutal que el de Inglaterra, pero también mucho menos onerosos en el plano social y
humano.

Según se apoyen en una mano de obra predominantemente masculina o femenina, estas


nuevas industrias producen configuraciones y relaciones familiares diferentes: industrias textiles
de mano de obra esencialmente femenina, que desorganizan las relaciones familiares y eliminan
los saberes femeninos, industrias con dominio masculino que, por el contrario, al permitir el
mantenimiento de la mujer en el hogar, tiene menos consecuencias desastrosas sobre la
organización familiar. Inglaterra basó su desarrollo en una industria con predominio femenino;
Alemania tuvo un desarrollo minero desde el siglo XVIII y, posteriormente, pasado por encima de
la etapa de la industria algodonera, en la siderurgia y los productos químicos.

En lugar de nacer de la iniciativa privada, en Italia o en Estados Unidos el desarrollo industrial


es estimulado por el Estado, bajo formas originales. Por otro lado, en Estados Unidos, la
industrialización y la urbanización fueron acompañadas por amplios movimientos de población,
por sucesivas oleadas de inmigrantes que venían de Europa occidental y central y aportaban con
ellos sus modelos culturales, especialmente los familiares. Habrá tantos modelos de procesos
industriales como de evolución social y de tipos familiares. Aunque diferidas en el tiempo, las
mismas causas producen los mismos efectos. No hay, como dice el Jean-Pierre Rioux, desarrollo
industrial sin una profunda reestructuración de las relaciones sociales; el capitalismo está
marcado por la separación en clases portadores de modelos y de comportamiento familiares
particulares, incluso antagonistas, pero que interfieren. Es éste un rasgo común a todos los
países que participan del desarrollo industrial. El nacimiento de la sociedad industrial se
acompaña de una variedad de familias obreras, junto a un mosaico de familias llamadas
burguesas que va desde los humildes empleados hasta la gran burguesía de negocios o
terrateniente.

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Simplificando, se puede decir que antes de la revolución industrial existe una masa campesina
cuyos modelos familiares, aunque diversos, se organizan en función de modos de explotación,
de tipos de actividades agrícolas y de prácticas de herencia, junto a una pequeña proporción de
familias aristocráticas y burguesas. Tras la revolución industrial, y durante un período
relativamente corto que terminará con el surgimiento de una modelo de familia bastante uniforme
(modelo igualmente temporal a juzgar por los períodos más recientes), se manifiesta la variedad
de tipos familiares, tan diversos como las jerarquías de trabajo, las obligaciones de producción y
las categorías sociales, cuya clasificación estática es continuamente alterada pro los complejos
procesos de la movilidad social.
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Describir estos diversos modelos familiares fuera de las condiciones materiales que les
aseguran sus medios de existencia sería artificial. Por el contrario, analizar este cuadro concreto
permite evitar el no ver en los hombres más que papeles zarandeados a merced de los
acontecimientos, sobre los cuales no tienen ninguna influencia. Una concepción como ésta no
toma en cuenta la formidable capacidad de resistencia y de adaptación de la institución familiar,
cuyos comportamientos demográficos son la prueba más evidente. Así, la opinión según la cual
una elevada fecundidad es un signo de inmoralidad, de imprevisión o de “salvajismo” obrero, no
tiene sentido: de hecho, se trata de una estrategia que tiene un sentido en un momento dado del
proceso de industrialización. La adopción de la contracepción resulta igualmente de la voluntad
consciente de adaptarse a las nuevas condiciones sociales y económicas surgidas del desarrollo
de la producción industrial. Este ejemplo ilustra la capacidad de adaptación de las familias,
incluso en los períodos más duros del dominio capitalista. Las múltiples funciones de las redes
de parentesco proporcionaron otra ilustración de la resistencia familiar. La industria no comenzó
con la revolución industrial. En lo países europeos existió una industria rural, dispersa, situada
cerca de las fuentes de energía, de ríos o de minas. Una pequeña cantidad de obreros, reunidos
en fábricas, trabaja en unidades de producción de tamaño modesto. El obrero no es separado del
trabajo del campo y el pluriempleo es la norma. Mitad obreras, mitad campesinas, las familias
siempre pertenecen a su medio de origen, forman parte de la comunidad local, participan de su
cultura tradicional. Hay una continuidad en las estructuras y los roles familiares, respecto de una
situación puramente rural.

Familia obrera, pero siempre presente en el campo, continuadora de los artesanos de


manufacturas del Antiguo Régimen, la familia protoindustrial no desaparece con el
establecimiento de la gran industria. Constituye el complemento obligado, más o menos
desarrollado según los sectores industriales y el país. Al principio de la industrialización, el
empresario industrial no puede hacer frente al crecimiento de la demanda. Distribuye por los
alrededores, en el campo, las materias primas necesarias para una producción manufacturada a
artesanos-campesinos, que trabajan en su ambiente doméstico y posteriormente recupera el
producto acabado. Incluso en Inglaterra, hasta la década de 1840, una gran cantidad de la
producción industrial sale de los talleres familiares, son encrucijadas comerciales que federan
una red de pueblos donde domina la producción manufacturera. Es la explotación a gran escala
del carbón, el hierro y el acero, lo que marcará el verdadero origen de la industria inglesa, unido
a un rápido desarrollo urbano.

En el sistema de la protoindustria, llamado de forma expresiva sweating system, el obrero a


domicilio es colocado bajo la dependencia del contractor, intermediario entre el proveedor de
materias primas y la fábrica que compra el producto acabado o semiacabado ¿Podemos ver, en
el obrero del campo, la imagen de una economía que se apoyaría simultáneamente de dos
fuentes, las de la tierra y las del trabajo? Es dudoso: los obreros-campesinos obtienen la parte
esencial de los ingresos de su trabajo a domicilio de salarios muy escasos y aleatorios. Están
sujetos a interminables jornadas de trabajo, asociando en un minino esfuerzo a mujeres y niños.

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Cuando hay crisis de superproducción, es al trabajador a domicilio al que se le retiran los
pedidos. Al menos, este sistema de explotación intensa del trabajador tiene la ventaja de no
desorganizar ese apoyo social que es el grupo doméstico. Al igual que en la familia campesina,
quizás más que en ella, el grupo doméstico de la protoindustria se identifica con una unidad de
producción, en el seno de la cual se echa mano de todas las fuerzas válidas, del más joven al
más viejo.

Tampoco es de extrañar la permanencia, en el seno de la familia protoindustrial, de familias


múltiples en las que cohabitan varias parejas emparentadas, hermanos casados, ascendientes,
sobrinos…, consintiendo la estrategia en reunir el mayor número posible de brazos para
aumentar la producción. En el valle del bajo Mosa, estudiando por René Leboutte (1983), vivían
familias de artesanos que trabajaban para la potente industria de fabricación de armas de Lieja.
Cada casa poseía una pequeña herrería colindante y toda la familia era utilizada para el trabajo.
Contrariamente a las familias de campesinos pobres, que habitualmente colocaban a sus hijos en
el servicio doméstico de otras casas a una edad bastante temprana, los hijos adolescentes, o
incluso adultos, eran mantenidos en el hogar a fin de compensar la debilidad de los salarios. El
mantenimiento de esta “gran” familia era un medio de repartir la pobreza entre un mayor número
de personas.

Las actividades industriales del sector textil ejemplifican el mantenimiento, junto a la unidad
central de producción, de talleres familiares dispersos por el campo, ya se trate de la industria de
la región de Lyon o del norte. Yves Lequin (1977, pp. 15-18) habla de 20,000 obreros
campesinos en el alto de Vivarais, el Vercors y el Delfinado, que producen paños, jerguillas y
ratinas; la tela de cáñamo es tejida en los talleres familiares de Voiron. Incluso la producción que
acostumbramos a calificar de industrial, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, proceden de
talleres que hacen del obrero un “propietario-proletario”. Toda la mano de obra familiar es puesta
a trabajar; el trabajador es sometido a las leyes del mercado internacional con gran dureza. Sin
embargo, es propietario, aunque sea parcialmente, de sus medios de producción, y a veces
puede emplear a algunos compañeros (Lequin, 1977, p. 44). En el norte de Francia se recurre a
un sistema idéntico. Las fábricas de Amiens se apoyan en lo tejido por talleres diseminados por
los campos colindantes hasta 40 kilómetros al sur, dispersando, según escribe Pierre Pierrand
(1976), sus oficios de veludillo, terciopelo de Utrecht para los muebles, raso para los zapatos, y
haciendo vivir de esta actividad temporal a 40,000 obreros.

Por tanto, la industrialización en el campo prolonga las estructuras familiares tradicionales,


conserva la interdependencia de generaciones, mantienen el poder de las redes de ayuda mutua,
de parentesco y de vecindad, extiende a los obreros el marco estructurador de valores y
costumbres aldeanas. Sin embargo, este modo de producción introduce una novedad social en
los roles del seno de este tipo de familia: el reparto del trabajo ente los sexos ya no se respeta
como en la unidad de producción agrícola. Marido y mujer están encargados a su trabajo, doce,
catorce horas al día, a veces más. Cuando ciertas ramas son dominadas por un trabajo
femenino, se produce una verdadera inversión de los papeles. En el Delineado, donde las
mujeres juntan piezas de guantería, es el marido el que hace la comida y se ocupa de los niños
con el fin de dejar a la mujer el mayor tiempo posible para trabajar. A veces es a la mujer a la que
incumben las relaciones con el intermediario que suministra la mano de obra y paga las unidades
confeccionadas. A ella le corresponde la discusión sobre el precio, que habitualmente tiene lugar
en el café. Respecto a la organización del mundo rural agrícola, es una auténtica instauración del
mundo al revés: los hombres en casa y las mujeres fuera.

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La formación de uniones entre los obreros de la protoindustria presenta igualmente
características específicas. En primer lugar, la edad del matrimonio aumenta, ya que los padres
tratan de conservar el mayor tiempo posible junto a ellos a la muy apreciada fuerza de trabajo del
joven adulto; por otra parte, los matrimonios están marcados por una fuerte endogamia
socioprofesional. En el seno de los pueblos, donde se codean tejedores y cultivadores, cada
grupo se cierra en el sí mismo. Esto se concibe en el caso de agricultores, pero parece menos
explicable para los tejedores. Sin embargo, instalarse como marido y mujer supone la propiedad
útil de trabajo, uno o dos telares y el conocimiento de una técnica que una hija de cultivador
ignora. Así, las tasas de endogamia de los tejedores, pero también de otras categorías de
obreros, son elevadas.

Una alta fecundidad acompaña igualmente este modo de vida: los hijos no están a cargo de
los padres más que durante un corto periodo de tiempo, teniendo en cuanta que son productivos
a la edad de siete años. Así, David Levine (1983) estima que, hasta 1850, la mayor parte del
crecimiento industrial de Inglaterra debe ser atribuido a que las mujeres y los niños se ponen a
trabajar en el marco de los talleres domésticos, ya que es el período que coincide con la pujanza
demográfica explosiva que hemos mencionado.

Todas las familias comparten la miseria, las largas jornadas de trabajo, el poner a trabajar a
las fuerzas activas de la casa, desde el hijo más joven hasta el viejo todavía válido. Sin embargo,
los salarios, que irán disminuyendo, obligaron poco a poco a los artesanos rurales a marcharse a
la ciudad y trabajar en las fábricas. Su marcha a la ciudad corresponde a una nueva fase de la
industrialización, unida al desarrollo de las industrias pesadas de carbón, el hierro y el acero, que
exigen la concentración de la mano de obra en los lugares de producción. Como ya hemos dicho
esta fase tuvo lugar antes y de manera más brutal en Inglaterra que en Francia. Por otro lado, en
este último país la existencia de antiguas corporaciones urbanas frenó el desarrollo de un
proletario urbano, como explica William Sewell (1983, págs. 213-215). En el textil, los artesanos
siguieron siendo el sector predominante de la clase obrera urbana durante casi todo el siglo XIX.
Del mismo modo, en el sector de la construcción mecánica se creó una nueva categoría de
artesanos prósperos, que frente al tratamiento vago y moderno de “mecánico”, preferían el de su
calificación, “cerrajero” o “calderero”. Habrá tantos comportamientos obreros familiares como
modelos de industrialización.

El obrero en la fábrica: ¿con o sin Familia?

Si bien es posible resumir, a través de los países de Europa y de América del Norte, el modelo
de organización familiar unido a la protoindustrialización, en cambio es difícil hacer lo mismo con
los obreros que trabajan en fábricas y viven en las ciudades. Las condiciones de producción, las
ramas de la actividad, el nivel de los salarios, las condiciones de alojamiento, han sido tan
diversas como los entornos familiares. Sin embargo, se manifiesta una clara correlación entre el
nivel de los salarios y el grado de “familiarización” del obrero. Cuanto más elevado es el salario,
mejores son las condiciones de vida, el obrero es más “comedido” y estable en su entorno
familiar. Tomemos el ejemplo de la ciudad de Marsella, bien estudiado por William Sewell
(1971). A mediados del siglo XIX, la mitad de la producción industrial procede de fábricas,
esencialmente de construcciones mecánicas en relación con la actividad portuaria y las fábricas
de aceite. El comportamiento social, familiar y político de los obreros difiere según si el trabajo es
cualificado o no. Los obreros no cualificados casi siempre son solteros, móviles; los obreros

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cualificados son estables, casados. De entre éstos, William Sewell distingue los oficios
“cualificados y cerrados”, en cuyo seno la endogamia es fuerte transmisión del oficio de padres a
hijos es importante. Son los albañiles, toneleros y empleados en la construcción de barcos, que
también comparten un tipo específico de sociabilidad, que se reúnen todos los domingos en el
cabanon, su cabaña de pesca al borde del mar, donde tiene lugar una sociabilidad obrera. Estos
oficios, cerrados en si mismos hostiles a la acogida de inmigrantes; están sumamente
estructurados y obtienen mayores sueldos que los obreros de los oficios cualificados “abiertos”.
Estos últimos son, más bien, carpinteros, zapateros, metalúrgicos, pintores de brocha gorda, etc.
Su grupo está menos centrado en la familia y más en una sociabilidad masculina, cuyo marco es
el merendero, y que proporciona los contingentes de obreros socialistas y demócratas.

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Tanto en la ciudad como en la fábrica, la situación familiar del obrero es tan diversa como su
sueldo y su nivel de cualificación. Cuanto más descendemos en la escala salarial, más dura es la
condición obrera. La industria doméstica por lo menos permitía al trabajador sobrevivir gracias a
la aportación de su huerto y se derecho de acceso a los pastos comunales; privado de este
apoyo, proyectado hacia una ciudad que a menudo no es más que un agregado de chimeneas
de fábricas, y que ha crecido si prever ninguna infraestructura para alojar al obrero, éste se
encuentra totalmente desprovisto frente a los efectos de los primeros tiempos del capitalismo.
Economistas como Hobsbawn o Polanyi no encuentran palabras suficientemene duras para
describir esta situación: Polanyi evoca (1983, pag. 233) “la abyección social y material de los
tugurios”, mientras que Hobsbawn considera que “la organización de la economía es una
conspiración permanente para restringir la vida de las clases trabajadoras” (1962, p. 1050).

Los orígenes del capitalismo exigieron sueldos bajos y una pérdida de cualificación: lo que
compra la fábrica, y al precio más bajo posible, es la fuerza de trabajo de una mano de obra
numerosa, a la que se le pedirá que realice los mismo gestos repetitivos, que a menudo no
exigen ninguna fuerza física, y de allí el recurrir al empleo de mujeres y niños.

Ya sea en Lille, Roubaix, Manchester, Liverpooll o Essen, el problema de la vivienda obrera a


mediados del siglo XIX aparece como una de las taras de estos momentos del despegue
industrial. Los primeros urbanistas, o simplemente los responsables municipales, fueron
incapaces de hacer frente al flujo de trabajadores que llegaban para emplearles en masas en las
fábricas recién edificadas. ¿Dónde alojarles?. Los promotores privados se ocuparon de esto,
edificando rápidamente en espacios que eran baratos, porque, a menudo, eran poco salubres:
alojamientos exiguos donde se amontonaban familias para las que el alquiler constituye una
pesada carga en su presupuesto. Se ocupan todos los espacios, desde el sótano hasta el
granero. En la Inglaterra victoriana, según los trabajos de J.P. Navailles, en 1840, 14,960 de los
240,000 habitantes de Manchester vivián de forma permanente en sótanos; en Liverpool, cerca
del 20 por 100 de la población vivía, de alguna manera, bajo tierra, siendo una gran parte de
ellos de origen irlandés (1983, páginas 32-33).

Las mismas causas producen los mismos efectos en todas las ciudades obreras de Francia,
donde los filántropos descubren con horror estas habitaciones únicas, apenas amuebladas,
donde se amontonan para nacer, comer, dormir, amar y morir. En Thann, en los suburbios
Kattenbach, el padre, la madre, la hija y el yerno viven en dos habitacionales con cuatro hijos; se
entra en la vivienda por la puerta de una pocilga (Duveau, 1946, págs. 352-353). Al lado, dos
hermanos, sus mujeres y sus seis hijos, en total diez personas, comparten una habitación de 3 x
5 metros. Si no viven en la periferia de las ciudades, cerca de las fábricas, a su vez construidas
en los accesos de la urbe, los obreros ocupan el centro, abandonado por las familias más
acomodadas que han huido hacia otros espacios residenciales. Para llegar a pagar el alquiler,
cincuenta y hasta sesenta personas ocupan casas destinadas a una sola familia.

A menudo estas viviendas están cerradas en ellas mismas, en el sistema de fort de Lille, de
courées de Roubaix, de corons de carboneros, de courts de Liverpool, Birmingham o
Wolverhampton. En 1869, el 36 por 100 de las familias de Roubaix estaban alojadas en courées
que, como señala Pierre Pierrard (1976, pag 58) habían sido construidos en la linde de los
campos que fueron fagotizados por la cuidad debido a su desarrollo. El suburbio de Roubaix
devora el campo de Roubaix y los obreros pierden el disfrute de sus pequeños huertos. Una de
las plagas que padece la familia obrera es la carestía crónica de espacio, tan necesario para el
desarrollo de las relaciones familiares. El elevado nivel de los alquileres impone, incluso a las
familias, el tomar un huésped al que se le realquila un colchón tras la cortina, que aísla
simbólicamente el espacio íntimo. En el cubil de Frase de Roubaix, una mujer, madre de cinco

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hijos, paga un alquiler de 5 francos al mes y subarrenda un caramanchón por 75 céntimos: los
arquitectos explicaban que si no hacían más grandes esas viviendas era para evitar tales
prácticas. A pesar de la exigüidad de los alojamientos, las condiciones de trabajo exige a
menudo al cohabitación de generaciones y, lejos de “nuclearizar” la familia extensa, capacitada
para proporcionar un cierto número de servicios de base, a falta de estructuras colectivas de
ayuda social.

Michael Anderson ha demostrado que, en las ciudades algodoneras da Lancashire, a


mediados del siglo XIX, la corresidencia entre parejas jóvenes y padres entrados en años estaba
más extendida que en las ciudades vecinas del campo (1972, p. 229). Las mujeres trabajan, las
abuelas cuidan a los niños. Allí donde domina la industria metalúrgica o minera, que utiliza
fundamentalmente mano de obra masculina, las familias serán más bien nucleares, quedándose
la mujer en el hogar. En 1900 en la ciudad de Detroit, todavía existía un 17 por 100 de hogares
ampliados o múltiples en las familias negras y cerca de un 16 por 100 entre los canadienses-
ingleses y los irlandeses. Por su parte las familias de origen americano anglosajón alojaban en
proporciones similares a jóvenes huéspedes, obreros solteros, lo que les permitía redondear sus
sueldos sin tener que mandar a sus hijos a la fábrica (Zunz, 1983, pags. 213-214).

Teniendo en cuenta los límites de espacio, esta cohabitación es más padecida que deseada.
En el campo las granjas también son exiguas, pero campesinos y obreros rurales tienen el
derivativo de los campos y los espacios colectivos. En las ciudades los obreros pasan del
espacio del taller al espacio doméstico. Los primeros planificadores urbanos son tan conscientes
de esta carencia que crean “espacios verdes” en el centro de las ciudades. En 1850 se abren
parques y paseos en el centro de Manchester destinados, como señala Jean-Pierre Navailles
(1983, pag. 22) a proporcionar, como un poco de aire puro.

Condiciones de Trabajo y Ciclos de la Vida Familiar

Podemos dudar, por la lectura de los ejemplos precedentes, de que el sentimiento familiar
haya debilitado entre los obreros, como pretendían los filántropos del siglo XIX, tendentes a
preocuparse por su inmoralidad. Observadores menos predispuestos, como Victo Hugo al
descubrir con horror los tugurios obreros de Lille, reconocen que las condiciones materiales de
existencia impedían que este sentimiento se expandiera, que hacían imposible el ejercicio de los
roles familiares tradicionales y desnaturalizaban los usos sociales de la familia en la sociedad
campesina, o en tiempos de la manufactura.

La familia era el lugar de aprendizaje y de transmisión de conocimientos culturales; el niño


aprendía de su padre y de su abuelo las técnicas, que no se transformaban más que muy
lentamente. La máquina suprime la necesidad del aprendizaje familiar; ni siquiera requiere fuerza
física, basta vigilarla y alimentarla. Es en el tajo, en el taller, donde se aprende el oficio, sin tener
que recurrir al saber de los mayores.

Los papeles tradicionales entre marido y mujer habían sido cuestionados en la familia
protoindustrial cuando las mujeres salieron, asegurando las transacciones con el comerciante-
proveedor; en la familia obrera, es la relación vertical entre generaciones la que se rompe. El
padre ya no tiene ni saber ni patrimonio que transmitir, fundamentos de los que extraía en otros
tiempos su autoridad; organiza el trabajo del hijo, ve su sufrimiento, pero no puede remediarlo.

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En ocasiones, la inversión de los papeles se hace extrema, cuando el padre está en paro y el
sueldo es aportado por el hijo, que sigue trabajando. Por otra parte, los conocimientos
domésticos, los que tenían relación con los cuidados de la infancia, durante las enfermedades, el
mantenimiento de la casa, la elaboración de las comidas, se olvidan. Las mujeres, abrumadas,no
tienen ni tiempo ni fuerzas para cocinar. Para que mantener un alojamiento que no es más que
una habitación para dormir, y con que presupuesto, cuando no hay ni para lo esencial. La obrera
tiene fama de no saber cocinar, de poner un “adormecedor” en el biberón del niño. La necesidad
es parte de las mujeres y de los hijos de ponerse a trabajar, por la debilidad de los salarios, es un
rasgo característico de la proletarización obrera. Se instaura una especie de círculo vicioso; por
ejemplo, en la industria textil: los sueldos son muy inferiores a los que se dan en las minas o en
las industrias siderúrgicas, imponiendo un sueldo femenino que es aún más débil por el hecho de
ser mujeres… En Lille según Pierre Pierrard (1976, p. 143), en 1856, la hilaturas de algodón y de
lino empleaban a 12,939 hombres y 12,792 mujeres, que trabajaban de lunes a sábado, de 5:30
horas en la mañana a las 8 de la tarde, trescientos días al año. El sueldo de los niños, por muy
pequeño que fuera, a menudo suponía la diferencia, dentro del presupuesto familiar, entre el
equilibrio y la miseria. En Francia, la ley de 22 de marzo de 1841 regula el trabajo infantil,
prohibiéndole solamente por debajo de los ocho años; entre ocho y doce, el niño no debía
trabajar más de ocho horas en la fábrica, y de doce a dieciséis, ¡no más de doce! Además las
infracciones a esta ley eran numerosas, habrá que esperar a la ley de 1874 para que la edad
mínima de admisión de los niños en las fábricas se eleve a doce años y la duración del trabajo se
limite a seis horas. De hecho, sólo las leyes escolares de Jules Ferry conseguirán limitar el
tiempo de trabajo infantil (Sandrin, 1982).

El pequeño tamaño de los niños es particularmente apreciado en las minas o en las fábricas
textiles, donde éste puede deslizarse bajo el telar, que sigue funcionando, para atar hilos rotos,
limpiar las bobinas de hilo o recoger los restos de algodón: toda esta actividad se lleva a cabo
tumbado boca abajo o boca arriba (id. Pag.112). La importancia de sueldo de los niños puede
explicar las tasas de fecundidad obrera: la familia numerosa, en la que la no adopción de unas
medidas anticonceptivas es una forma de respuesta obrera a las condiciones de proletarización
impuestas por los primeros tiempos del capitalismo.

Los salarios aportados por el padre, la madre y los hijos se agregan al mismo presupuesto,
que atraviesa, a lo largo del tiempo, un ciclo en el que alternan períodos de relativo desahogo y
de miseria. Cuando los hijos tienen pocos años y la madre difícilmente puede trabajar, el sueldo
es a menudo insuficiente. En Roubaix, en 1862, una familia equilibra su presupuesto gracias a
poner a trabajar a sus cinco miembros, el padre, la madre y los tres hijos: el conjunto de los
sueldos se eleva a 1,150 francos, los gastos a 1,000 francos (Pierrard, 1976). Cuando los hijos
crecen y abandonan el hogar, los ingresos disminuyen, mientras que los gastos, particularmente
el alquiler, permanecen fijos: hacia el fin del ciclo de su vida familiar, los padres padecen un
periodo difícil que se agrava con la edad y las enfermedades, en un sistema que ignora cualquier
protección social.

La mayoría de las veces, los presupuestos tienen déficit, cono el de un tintorero de Mulhouse
que, tanto él como cuatro de sus cinco hijos, trabajaban en 1858: sus recursos se elevaban a 104
francos; el alquiler era de 8,50 francos; 87,25 de los gastos iban a alimentos. 21 para calefacción
y mantenimiento; el total de gastos se elevaba a 116,75 francos, es decir un déficit de 12,75
(Sandrin, pág, 135). En 1875, en Lille, había 16.668 indigentes sobre un total de 78.461
habitantes: 4,000 familias eran socorridas habitualmente por la oficina de beneficencia, la que
tenía que recurrir a la caridad burguesa (Hobsbawn, 1962, p. 1059). Es en este contexto concreto

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en el que hay que situar la “inmoralidad” obrera, cuyos signos más tangibles son, para los
observadores, el aumento del concubinato y la ilegitimidad.

Asociar familia obrera y concubinato es un punto de vista simplista. En efecto, son los más
pobres los que se casan menos, o los obreros inmigrados que no tienen medios de realizar las
formalidades administrativas necesarias para el matrimonio. Si bien podemos esperar
encontrarnos el mayor porcentaje de parejas legítimas entre los obreros que disfrutan de un
salario apropiado, también se observa, que, a veces, los más desahogados retrasan su
matrimonio con la esperanza de casarse con un joven de categoría social que consideren como
superior, deseando realizar un ascenso social, mientras que nada se opondrá a que el proletario
se case muy joven con objeto de unir su sueldo al de su esposa. La ruptura de uniones ilegítimas
es sobre todo costosa socialmente para la mujer. Al abandonarla, a menudo el obrero la condena
a la prostitución. Entre los hogares más pobres de Florencia en Italia a principios del siglo XIX, un
gran número de mujeres son cabezas de familla; familias en la pobreza, organizadas en torno a

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la madre, como a menudo encontramos en nuestros días entre los grupos más perjudicados de
nuestras sociedades.

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La ilegitimidad está ligada a la proletarización. Eu Mulhouse, según Jean Sandrin, la mitad de
los hijos tejedores habían nacido fuera de los lazos legales del matrimonio, mientras que la
proporción entre los hijos de contramaestres solamente era 1 de cada 40 (p. 156). Cuando se
asciende en la escala de los salarios y las cualificaciones, la proporción de matrimonios aumenta,
caracterizada muchas veces por una endogamia socioprofesional. En Estados Unidos, ésta se
duplica mediante una endogamia técnica muy fuerte: así, en Detroit, estudiado por Oliver Zunz,
era aún más pronunciada porque los grupos étnicos estaba más concentrados geográficamente.
El 78,4 por 100 de los alemanes casados en Estados Unidos a principios de este siglo habían
contraído matrimonio con alemanes o con mujeres nacidas en ese país de padres alemanes; el
86 por 100 de los matrimonios polacos y el 72 por 100 de entre rusos estaban unidos en el seno
de la misma comunidad étnica. Los obreros semicualificados y los peones se reclutaban
principalmente entre estas nacionalidades. A medida que se ascendía en la escala de las
cualificaciones se afirmaba la exogamia, particularmente para los americanos y los canadienses,
franceses e ingleses; sin embargo, todavía se hacia sentir el peso cultural para los white-collar
irlandeses o polacos que tenían las mismas tasas de endogamia que los obreros (p. 209).

Estrategias y Resistencias Obreras

Cualquiera que pueda ser su estado de descomposición, causado por la miseria psicológica y
moral debida a las condiciones de producción y a los sueldos bajos; sin embargo la familia obrera
como estructura de grupo doméstico y de red de parentesco, no desparece. El grupo doméstico
continúa siendo el lugar de estrategias familiares y la red de parentesco sigue cumpliendo gran
número de funciones sociales. A pesar de la estrechez de su margen de elección y de acción, las
decisiones familiares obreras han tenido un impacto general en la evolución histórica de la
industrialización y del capitalismo. El ejemplo de los obreros marselleses, ya citado, muestra la
interrelación entre el tipo de organización familiar y el grado de compromiso político o sindical.
Los promotores de viviendas o de jardines obreros sabían bien que el tiempo consagrado por los
hombres a su espacio doméstico o al cultivo, ya fuesen sindicales o políticos. Las decisiones
familiares relativas al mantenimiento de las tasas de fecundidad o, por el contrario, a la adopción
de una limitación de nacimientos, tuvieron efectos indirectos pero sensibles sobre el nivel del
empleo. En las industrias textiles, ya se trate de las de Francia, Inglaterra o del norte de Estados
Unidos, los obreros lucharon para mantener su entorno familiar en la fábrica, para que la célula
padre-madre-hijos pudiera ser reconstituida en el taller. Asi, Tamara Hareven (1977, p. 196)
señala que en la fábrica textil de Amoskeag, en Manchester, New Hampshire, los talleres
estaban construidos según principios étnicos a la vez que familiares.

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Lejos de perder su funcionalidad, las redes de parentesco a menudo han tenido como misión
facilitar la contratación en el seno de las empresas. En la industria algodonera inglesa, las
primeras Trade-unions ordenaban a sus miembros que se hicieran secundar exclusivamente por
sus propios hijos, hermanos o sobrinos. Así el taller podía convertirse en el lugar de transmisión
familiar de un saber técnico de padres e hijos. En las grandes empresas de la región parisina,
como la Papeteries de la Seine, de Nanterre, cuya reputación empresarial era buena y que
ofrecían sueldos altos, no era raro que familias enteras, de varias generaciones, los hijos de los

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obreros reforzasen la integración entre residencia, familia y trabajo, mediante matrimonios
endogámicos. Es conocido el activo papel jugado por las redes de parentesco al recibir al
inmigrante procedente de su provincia, encontrándole alojamiento y residencia y facilitándole, en
la medida de lo posible, su inserción en la ciudad. Sin embargo, estas redes de parentesco
obrero pierden su papel de detentadores de un poder local y, en ocasiones, sus funciones de
identificación a nivel local, debido a la movilidad geográfica. Por tanto, el obrero no rechaza la
institución familiar, solamente rechaza los valores morales burgueses con los que quiere rodearle
el filántropo y el industrial.

La familia un ideal burgués

Producto directo del capitalismo, la separación de clases sociales, con modos de vida,
valores y comportamientos diversos, se acentúa en el siglo XIX.

Genealogía simplificada de la familia Méquillet-Noblot. Según C. Foblen, 1955.

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I

Junto a la diversidad de las familias obreras encontraron el mosaico de familiares burguesas.


De la alta a la pequeña burguesía, de un nivel de ingresos a otro, de un país a otro, así como de
una época a otra, las burguesías son múltiples. Sin embargo, todas comparten una ideología que
las unifica por encima de sus distinciones materiales, situando en el centro de sus valores un
modelo familiar que juega un considerable papel social a lo largo del siglo XIX, ya se trate del
grupo doméstico o de la red de parentesco.

Dentro del dispositivo burgués, una familia se define como el lugar del orden, portadora de un
modelo normativo poderoso, en que cualquier distanciamiento se considera una desviación social
peligrosa. En este crisol se forjan los valores necesarios para la realización individual, fruto de
virtudes morales que han sido incluidas en el curso de un largo proceso de socialización.
Si todas las familias burguesas no son familias de industriales, no obstante éstas dan una
imagen arquetípica de esta nueva clase, que precisamente pretende ser un modelo para sus

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obreros. Ya se trate de familias del norte, este o del centro de Francia, marido y mujer ocupan
juntos una importante posición, al principio de la industrialización. Las razones sociales de las
empresas a menudo asocian dos patronímicos, ya que el matrimonio ha supuesto la asociación
de dos fuentes de capital, de dos energías de trabajo. La anécdota según la cual Pauline Motte-
Brerard, fundadora de la poderosa tribu de los Motte, la mañana de su boda, con flores de
naranjo en el pelo, distribuye el trabajo entre los obreros es, en este sentido, significativa
(Pierrard, 1976, p. 160). El término “asunto familiar” es expresivo: el parentesco proporciona el
saber técnico, las salidas comerciales y los capitales.

Veamos el caso de una familia algodonera situada en Hericourt, junto a los Vosgos: seis
generaciones de una misma parentela se suceden a su frente: los Méquillet-Noblot (estudios por
Fohlen, 1955). Como en muchas familias de industriales, no se práctica el control de la natalidad;
los hijos, en lugar de representar un empobrecimiento a cada generación, constituyen una sólida
red de relaciones sociales y comerciales, así como un modo de adquisición y de renovación de
las capacidades técnicas. Una correspondencia activa facilita las transacciones industriales entre

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las ramas de la familia. Los Méquillet de París dan consejos a los padres de Hericourt y les
facilitan las operaciones bancarias en la capital. Los Méquillet de El Havre abastecen la fábrica
de algodón. Los hijos instalados en Colmar y Estrasburgo se encargan de contratar obreros
cualificados. Gracias a esta considerable ayuda familiar, la empresa pudo pasar de un estadio
artesanal en 1811 al de gran empresa que, en 1855, poseía una hilandería en Chevret, asociada
a viviendas obreras, llamadas “caserones”, y con aulas; y en Hericourt una unidad que realizaba
impresión, tintura, secado y almacenamiento, tejido manual, tejido mecánico, una hilura de
cáñamo. Según el sistema de la protroidustria, ya descrito en estas páginas, la fábrica daba
trabajo a destajo, en el campo circundante, hasta 1870. Los recursos de capital propio de la firma
eran considerables, ya que, para comprar material nuevo en 1860, pudo facilitar 100,000 francos
de dinero propio.

Del mismo modo, en las clases medias, la familia constituye uno de los pivotes de la actividad
profesional. Alain Faure, en su estudio sobre la tienda de ultramarinos en parisina en el siglo XIX
(1979), muestra a los dos esposos en el trabajo y la importancia de la dote de la mujer que,
asociada a un crédito, permite constituir los primeros fondos de la empresa; observa que los
fondos circulan por las redes familiares, reintroduciendo de este modo en el comercio urbano una
parte de la fortuna campesina. Si bien la gran tienda de ultramarinos es trasmitida de padres a
hijos, por el contrario, en la tienda pequeña reina una gran movilidad social, y los hijos se
plantean otros destinos. Salir de la profesión es el medio más seguro de conseguir un ascenso
social, convirtiéndose en funcionario o adoptando una profesión liberal. En la familia burguesa, el
matrimonio hace el papel de institución, es objeto de estrategias patrimoniales complejas,
emparentándose con campesinos ricos que unen patrimonios a través de la unión de sus hijos.

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La dote de las mujeres tiene una considerable importancia, ya que permite a los jóvenes
encontrar un complemento, necesario para su instalación.

A menudo asociadas con el proceso de producción en los primeros tiempos del capitalismo,
las mujeres de la burguesía se retirarán para consagrarse, tanto a la educación de sus hijos,
como al desarrollo de sus relaciones sociales. Por otro lado, la retirada de la mujer burguesa de
la vida profesional se acentuará con la diversificación social, la constitución del grupo de
funcionarios y el desarrollo de las profesiones liberales. La mujer, en el centro de este dispositivo
familiar, es valorada como madre, cuyas virtudes son exaltadas por el siglo XIX. Para llevar a
cabo sus funciones maternas y domésticas, frecuentemente es secundada por un personal cuyo
número varía en función de los ingresos: niñera, doncella, criada, cocinera. La burguesía se
define por la presencia de esta servidumbre, es conocida la historia de las familias en las que se
recortan todos para poder ser servidos (incluso la comida de la niñera).

Hacer que sirvientes asalariados hagan el trabajo doméstico lleva desvalorizarlo. Mientras que
las tareas domésticas están asociadas al proceso general de producción en la familia campesina
y, en menor medida, en la familia obrera donde alimentarse y asearse todavía tiene una
importancia capital, sin embargo, éstas se desvalorizan respecto al trabajo profesional, del que
se diferencian. El taller, la oficina, son los lugares en los que las ganancias de productividad son
considerables, en cuanto a las labores del hogar son relegadas a un estatus secundario. Sin
embargo, es el lugar de encuentro de ideologías burguesas y obreras cuando, en el cambio de
siglo, al elevarse los sueldos, se desarrolla una campaña para la vuelta de la mujer obrera al
hogar, siguiendo el ejemplo de la mujer burguesa.

Entre burgués y obrero: La vivienda social

Filántropos e industriales tomaron conciencia de estropicio humano que casaron los


primeros tiempos de la industrialización. Sus tentativas para estabilizar la clase obrera pasaban
primeramente por su “familiarización”, que estaba ligada a mejores condiciones materiales, y
concretamente a condiciones decentes de alojamiento. Si bien los esfuerzos de unos y de otros
no estaban desprovistos ni de reservas mentales moralizantes, tuvieron mucho éxito, en la
medida en que coincidían con algunas aspiraciones de la clase obrera.

Con el pretexto de querer aliviar la miseria humana, los filántropos quieren moralizar,
reuniendo familias, limitando el número de abandonos de niños, que había aumentado
considerablemente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Así, en Inglaterra, los filántropos
victorianos intentan dar una respuesta al problema de la vivienda obrera, proponiendo la
edificación de inmuebles financiados por capitales, que fueran remunerados al 5 por 100; aquí
viene el término de “filantropía al 5 por 100” (Navailles, 1852-1853).

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Estos inmuebles colectivos son regidos por reglamentos que los emparentan más con los
cuarteles que con el lugar de intimidad y libertades familiares: se prohíbe tener animales, pintar o
tapizar los muros, clavar en la pared, en una palabra, todo lo que pudiera contribuir a
personalizar espacios. Un severo control se inmiscuía en el modo de vida individual,
especialmente en lo que se refiere a bebidas alcohólicas: los inquilinos debían espiarse entre
ellos y denunciar todas las infracciones. En el frontón de las puertas de entrada de algunas de
estas viviendas estaba grabada la inscripción Model Houses for Families, lo que tenían un efecto
repulsivo, ya que evocaba la de instituciones represivas como las workhouses. Los obreros no
apreciaban este tipo de alojamiento que, de todas maneras, eran muy escasos frente al
crecimiento demográfico urbano.

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Aunque hayan surgido de una ideología similar, sin embargo, no hay que confundir las
viviendas filantrópicas con las viviendas obreras proporcionadas por la empresa. Estas tuvieron
éxito incontestable y constituyen una considerable mejora respecto al alojamiento urbano del que
se beneficia –o, más bien, del que era víctima– el obrero. Al ofrecer cerca de las fábricas una
casa en una ciudad obrera, que disponía de un nivel de confort relativamente superior al que
había en el centro, el industrial pretendía fijar la mano de obra, asegurarse su fidelidad y su
regularidad en el trabajo. En Creusot, Schneider aloja a 700 familias, es decir unas 2800
personas, hacia 1867, que alquilaban su casa por 40 o 50 francos. Entre Mulhouse y Dornach se
edifican las ciudades de Dollfus y de Koechlin; Nenier, el chocolatero, alquilaba apartamentos a
sus obreros en Noisiel (Doveau, p. 360-365). A cambio de una notable mejora de condiciones de
vidas, se impone una vigilancia familiar obrera y un ambiente religioso y moral. De la cuna a la
tumba, el obrero es encuadrado por la empresa, asalariado, alojado para sus cuidados; sus hijos
son cuidados, a veces educados y posteriormente contratados de nuevo en el proceso del
trabajo local.

Los huertos obreros tienen el mismo éxito: proporcionan un complemento apacible, tanto al
presupuesto familiar, como al equilibrio de sus comidas. Del entorno rural al entorno urbano, el
cuidado del huerto pasa de manos de las mujeres a las de los hombres. Para el empresario que
fomenta el huerto obrero, éste tiene muchas otras ventajas, materiales y simbólicas, como ha

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demostrado Francois Portet (1978). El huerto contribuye a fijar al hombre en el lugar; su forma
cuadriculada necesaria para dividir el espacio de la forma más rentable posible, refleja una cierta
cuadriculación de la vida obrera, que se lee a través de las filas de legumbres o de frutas. Así,
orden, limpieza y esmero son virtudes que se quiere inculcar a la familia obrera. De nuevo cerca
de la naturaleza, de la tierra, el padre y el hijo podrán trabajar juntos, el más joven aprendiendo
del mayor fórmulas y técnicas culturales, como antiguamente lo hacían en el campo. El huerto
también tiene una vocación pedagógica: contiene un auténtico proyecto educativo, destinado al
hijo, por el que pasa la redención de la familia obrera, según el plan de los filántropos.

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