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Libro: Historia Universal Contemporánea I.

De las Revoluciones Liberales a la Primera Guerra


Mundial
Autor: Paredes, Javier
Editorial Ariel Historia. Barcelona, 2008

Capítulo 8. La segunda revolución industrial y sus consecuencias


por FRANCISCO DE LUIS MARTÍN
Profesor Titular de Historia Contemporánea,
Universidad e Salamanca

Una vez que la industria europea –y junto a ella, la de unos pocos países situados fuera de este
continente, como Estados Unidos o Japón- alcanzó la mayoría de edad en el período
comprendido entre 1850 y 1870-1873, se inicia una segunda fase del desarrollo económico que,
con profundas y duraderas consecuencias en casi todos los campos de la actividad humana,
conocemos con el nombre genérico de segunda revolución industrial. En las páginas que
siguen, y tras una previa y necesaria aclaración terminológica a propósito del concepto de
revolución industrial, trataremos de precisar los contornos más específicos de esta segunda
oleada industrializadora, estableciendo en primer lugar sus límites cronológicos y espaciales, y
señalando a continuación las que entendemos son algunas de sus principales características
diferenciadoras, tanto a nivel de los avances tecnológicos –y que van desde las nuevas fuentes de
energía hasta la aparición de nuevos sectores económicos- como de auge y consolidación del
gran capitalismo, visible no sólo en los diferentes procesos nacionales de industrialización, sino
también en la nueva dimensión internacional de la economía y en la aparición de un conjunto de
teóricos y de teorías económicas que propondrán marcos explicativos a las nuevas realidades.
Finalmente, analizaremos las consecuencias más importantes de la segunda revolución
industrial no sólo en el terreno más propiamente económico, sino también en el político-social y
en el cultural-ideológico. De esta manera, creemos que será posible entender y valorar en toda
su complejidad y en toda su riqueza un fenómeno tan decisivo en la historia de la humanidad
como fue el que nos ocupa.

1. Precisiones terminológicas
no parece sea un asunto de fácil respuesta, al menos a tenor de muchos debates abiertos al
respecto, el saber si eso que llamamos revolución industrial fue en realidad una “revolución”, es
decir, una ruptura brusca, de aparición súbita y vencimiento inequívoco de oposiciones, o si más
bien cabría interpretarla como una “evolución”, como una consecuencia lógica y predecible de
desarrollos anteriores y, por tanto, dotada con unos patrones de continuidad, progresividad y
asunción –con sus lógicas mejoras- de premisas previas. Quizá lo más sensato y por lo que se
inclina la mayoría de los más destacados especialistas en este tema, como David S. Landes, Tom
Kemp o Rondo Carrieron, por citar algunos de ellos, sea convenir que la revolución industrial
participó de ambas cosas, ya que si por un lado sus variables, es decir, aquellos hechos o
fenómenos que la hicieron posible, se desarrollaron lentamente en el tiempo, por otro, lo que

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podríamos llamar el punto de condensación de esas variables, su irrupción en un tiempo y en un
espacio determinados, fue de tal naturaleza y representó tal impacto, marcando claramente un
punto de separación radical con respecto a lo anterior, que muy bien podemos hablar de ruptura
o de emergencia de un sistema de producción absolutamente diferente y diferenciado de lo
conocido hasta aquel preciso momento.
Un segundo tema o problema que ha ocupado también la atención de los investigadores es el de
la periodización, el de las etapas del cambio industrial. Conscientes de que todo intento de
establecer precisos límites cronológicos entraña no pocos riesgos y dificultades y, en
consecuencia que ninguna periodización puede darse como definitiva, nos hemos decantado,
siguiendo para ello el criterio de historiadores de la economía como Tom Kemp, Carlo Cipolla o
Peter Mathias, por escoger las fechas que van desde 1870 hasta 1914, como marco cronológico
de la segunda revolución industrial. A la altura de la primera de las fechas señaladas puede
darse por concluida una primera gran etapa en el desarrollo industrial y la extensión de sus
principales novedades económicas a gran parte de Europa, con Gran Bretaña como primer país
industrializado del mundo. A partir de ese momento, y sin que el cambio de coyuntura
económica –de carácter depresivo- que tiene lugar durante la llamada “crisis de 1873” suponga
detención alguna de los niveles de crecimiento económico general, se van a operar una serie de
transformaciones tanto a nivel de las fuentes de energía como de los transportes y
comunicaciones o de las industrias y el capital, que claramente permiten hablar de una nueva y
diferenciada etapa en la situación de las sociedades industriales adelantadas. Por otra parte, y
como consecuencia de los cambios operados, Gran Bretaña pierde su clara supremacía
industrial, siendo sobrepasada por Estados Unidos y Alemania en producción industrial total,
mientras otras naciones acortaban rápida y notablemente sus desniveles en relación con el país
pionero. Ello hizo, además, que ya no huevera un solo gran centro “fundador” y “emisor” de
tecnología y avances económicos, sino que tales condiciones se extendieron a otras naciones,
dando como resultado una situación más compleja y diversa, con distintas “fuentes” de
innovación y progreso. Nuestro marco cronológico finaliza en 1914 porque, además de que para
entonces las características propias de esta segunda fase de la industrialización han logrado
madurar y extenderse a un amplio número de países, la Primera Guerra Mundial, como ha
señalado Kemp, supone el fin de una era de la historia económica europea y de otros países
extraeuropeos claramente diferenciada, e introduce en escena un entramado de nuevos
problemas que van a modificar considerablemente el carácter del período siguiente.
Un tercer y último problema que conviene aclarar es el relativo a los límites espaciales que nos
hemos fijado en nuestro trabajo y que, sin duda, no puede eludir una determinada toma de
postura en relación con el debate sobre los marcos geográficos en que debe situarse el análisis
económico. Aunque no se nos escapa, como han advertido varios investigadores, que el
crecimiento económico presenta importantes y aun enormes disparidades regionales dentro de
un mismo Estado-nación, lo que lleva a esos investigadores a sospechar de toda generalización a
nivel nacional y ponderar la necesidad de estudios regionales, no parece, con todo, que puedan
deslegitimarse los análisis nacionales. Y ello porque, como han señalado otros especialistas, la
estructura y contexto de la actividad económica suele desarrollarse predominantemente en un

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mercado nacional donde el Estado y el sistema legal han tenido una gran influencia, y porque,
además, las fuentes documentales disponibles suelen circunscribirse y organizarse con
referencia a un determinado país. Por otro lado, y en función de no pocos aspectos y
características del proceso industrializador, sería más lógico y, por tanto, más adecuado
contemplar dicho proceso desde una perspectiva continental, en especial para el caso europeo,
prescindiendo o trascendiendo las fronteras nacionales y realizando, cuando fuera conveniente,
las oportunas comparaciones internacionales. Por eso, y dejando bien claro que lo ideal en otro
tipo de trabajos diferentes a éste –que, obviamente, tiene un marcado carácter de síntesis y
globalidad- sería establecer las oportunas relaciones entre los tres diferentes estratos, regional,
nacional e internacional, nosotros nos hemos decantado por centrarnos en Europa como sujeto
de análisis, aunque en algún momento hagamos referencia a particulares modelos nacionales de
desarrollo, y en dos países extraeuropeos, Estados Unidos y Japón, que son prácticamente los
únicos de fuera de ese continente que pueden considerarse plenamente industrializados.

2. Las característica diferenciadoras


Como el propio encabezamiento de este epígrafe sugiere, trataremos ahora de establecer las
principales notas que determinan o definen el carácter propio y diferenciado, sobre todo en
relación con la fase anterior, de la segunda revolución industrial, y haremos un comentario más
o menos pormenorizado de algunas de ellas. Y esto procurando siempre no perder de vista la
profunda interrelación que se dio entre unas y otras hasta el punto de poder hablar no sólo de
una economía, sino también de una sociedad de la segunda industrialización, observables, con
diferentes gradaciones y muy distintas consecuencias a veces, en los diferentes grupos sociales y
de población.

2.1. LOS LOGROS TECNOLÓGICOS


para muchos, fue la producción de acero a bajo coste la novedad tecnológica más importante de
este período, hasta el punto de hablar de la “era del acero”. Aunque las cualidades del acero eran
conocidas desde mucho tiempo antes y permitieron de hecho múltiples aplicaciones, los
procesos de refinado eran extremadamente lentos y costosos. Sería gracias a las mejoras
introducidas por Bessemer, Martín-Siemens y Thomas como pudo resolverse ese viejo
problema, permitiendo, por ejemplo, que la producción de acero en Inglaterra, Francia,
Alemania y Bélgica pasara de cerca de 400.000 toneladas en 1870 a 32 millones en 1913. por
otro lado, sus características –elasticidad, dureza y resistencia- lo hacían ideal para martillos,
yunques, raíles, clavos y otros objetos expuestos a la rotura, al desgaste y a los golpes. Su
consistencia en proporción a su peso y volumen hizo posible máquinas y motores más ligeros y
pequeños, pero más precisos y rígidos y, por ende, más rápidos. Finalmente, esta combinación
de resistencia y firmeza hacía del acero un excelente material de construcción, sobre todo para la
de barcos, en donde el peso de la embarcación y el espacio disponible para el cargamento eran y
son de capital importancia. Estos descubrimientos de raíz europea se vieron complementados y
enriquecidos por los que tenían lugar en Estados Unidos, especialmente el que hizo posible la
obtención de acero de alta velocidad, y no pocos de los nuevos países industrializados como

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Rusia, Japón o Italia hicieron descansar su nuevo estatus sobre la industria siderúrgica. Todo lo
cual hace aún más comprensible la denominación de “edad del acero” para caracterizar esta fase
del desarrollo económico.
Una segunda fuente de energía que irá cobrando progresiva importancia y propagación, hasta el
punto de convertirse en otro de los rasgos que caracterizan a esta época, es el petróleo. Porque si
bien el carbón continuaba siendo la materia prima predominante en la creación de energía, en
diversos países y especialmente en Estados Unios, donde se pasó de 2,5 millones de barriles en
1865 a 265,8 en 1914, la industria petrolífera alcanzó tasas muy altas de inversión y crecimiento.
Pero más que la extracción del petróleo, interesa destacar su transformación, que abrió el
camino a una serie de subproductos y a los materiales plásticos, incidiendo todo ello en un
desarrollo hasta entonces desconocido de la industria química. Por otro lado, la combustión del
petróleo y de sus derivados permitió conquistar todas las potencialidades del principio de motor
de combustión interna, con aplicación inmediata a los barcos, que pudieron de esta manera
ahorrar combustible y tripulación (importante en este sentido fue la eliminación de los
fogoneros, que generalmente componían la mitad de la tripulación), a tiempo que aumentaban
los pasajeros y la carga. Al mismo tiempo, y dado que el principal problema del petróleo era su
precio 8de 4 a 12 veces más caro que el carbón británico en 1900), conviene resaltar que los
precios del petróleo fueron bajando rápidamente mientras se descubrían nuevas fuentes de
suministros y la industria iba perfeccionando sus métodos de refinado y sus técnicas de
distribución. Esto hizo posible que en 1902 la Hamburg-Amerika Line adoptara el petróleo en
lugar del carbón en todos sus buques, decisión seguida poco después por las demás compañías
de vapores norteamericanas, y que también por esas mismas fechas las flotas de las grandes
potencias europeas iniciaran este proceso.
En tierra, su adopción fue más lenta, aunque algunos ferrocarriles británicos y unas pocas
empresas industriales del Támesis aplicaron inicialmente y por un corte período de tiempo –
hasta que su precio subió y salía más caro que el carbón- el petróleo. Como señala David Landes,
la única aplicación en la que iba ganando terreno era en lo que los contemporáneos llamaban el
“espíritu” del petróleo, lo que hoy llamaos gasolina. Sin embargo, en el mundo precedente a la
Primera Guerra Mundial, con la excepción si se quiere de Estados Unidos, el automóvil era
unlujo, las carreteras muy malas, y desde luego nadie podía prever el enorme aumento de la
demanda de petróleo para vehículos rodados que tendría lugar posteriormente.
Con ser importantes las consecuencias derivadas de la utilización del acero y del petróleo, no
cabe duda que la electricidad, que no sólo es una fuente, sino también una forma de energía,
trajo consigo modificaciones sustanciales de las condiciones de vida y de trabajo de grandes
sectores de la población, amén de sus repercusiones estrictamente industriales. La facilidad de
transmisión y la versátil convertibilidad son características esenciales y únicas de la electricidad,
que favorecieron su rápida difusión y la hicieron casi insustituible. Una vez resueltos los
complejos problemas teóricos y prácticos relacionados con la transformación y distribución de
la corriente eléctrica, y perfeccionada la lámpara de filamento incandescente, gracias sobre todo
a Edison, y los motores eléctricos –y todo ello sucedió en unas décadas, sobre todo a partir de
los años ochenta-, pudo aprovecharse la nueva forma de energía, que ofrecía luz, calor o fuerza

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motriz según la voluntad del usuario, los equipos disponibles y la potencia de las instalaciones.
Las centrales eléctricas comenzaron a funcionar a principios de los años ochenta (la primera de
carácter público fue establecida en Godalming, Inglaterra, por parte de los hermanos Siemens,
en 1881), si bien dedicándose especialmente a suministrar energía para la iluminación. Y
aunque también en el campo de los transportes hubo experiencias y aplicaciones precoces, sobre
todo de tranvías y ferrocarriles eléctricos, habrá que esperar a los comienzos del siglo XX para
comprobar el poder insospechado de la energía eléctrica como fuerza motriz para la producción
industrial. El perfeccionamiento del motor eléctrico a inducción con corriente alteran y de los
sistemas de corriente alterna polifásica, abre entonces nuevas e inmensas perspectivas. La
electricidad transformó la fábrica, abrió nuevos horizontes a la dispersa industria casera y a los
pequeños talleres, y modificó los modos de producción, haciendo posible una nueva división del
trabajo, al tiempo que una complementariedad entre la producción en masa y la pequeña.
Otro aspecto fundamental de esta época es el que podríamos denominar como “el invento de la
invención”, esto es, la definitiva extensión de la idea de que un nuevo descubrimiento
tecnológico es una valiosa contribución a la sociedad, por lo cual el descubridor debería ser
recompensado con un derecho exclusivo sobre su logro. Y aunque ya en el siglo XV se otorgó la
primea patente conocida, difundiéndose a partir de entonces por Europa la protección del
invento mediante esa fórmula, es a lo largo del siglo XIX y especialmente en su segunda mitad
cuando se generaliza la necesidad de alentar y proteger la invención mediante patentes, lo que
suponía un claro reconocimiento hacia la figura del inventor y una estima paralela hacia los
inventos –impulsores del cambio tecnológico y del progreso-, entendidos bien como creación de
algo nuevo, bien como combinación de mecanismos o técnicas ya existentes para producir un
nuevo resultado. Los inventores en esta época procedieron de todos los niveles de la escala
social y su educación cubrió una gama que iba desde los graduados universitarios hasta
personas con muy poca instrucción formal. Bessemer fue un fabricante próspero y con una
considerable experiencia en el trabajo de los metales; Elias Howe (máquina de coser) fue un
mecánico que había trabajado en al industria textil, Ottmar Mergenthaler (linotipia) fue
relojero; Alexander Graham Bell había realizado intensos estudios de oratoria y acústica como
maestro de sordos, y Nicholas Otto (motor de combustión interna de cuatro tiempos), por no
citar más que unos pocos casos, era un vendedor que poseía amplios estudios sobre ciencia
básica. Al mismo tiempo, la importancia creciente del cambio tecnológico hizo que cobrara una
nueva dimensión la figura del técnico en general y el ingeniero en particular. A partir de la
revolución industrial la ingeniería se profesionaliza. Siguiendo el ejemplo francés (es en Francia
donde a fines del siglo XVIII se fundan las primeras escuelas de ingeniería), durante las
primeras décadas del siglo XIX se establecen institutos politécnicos en casi todos los países
principales de Europa, así como en Estados Unidos, ocupando Gran Bretaña el primer lugar en
la organización de sociedades destinadas a conseguir reconocimiento de la ingeniería como
profesión. En la segunda mitad de este siglo el proceso no hizo sino consolidarse, asistiendo al
triunfo final del ingeniero académico titulado, lo que sin duda tiene mucho que ver con la
creciente interdependencia entre ciencia e ingeniería y con una nueva política investigadora de
carácter público, donde Alemania fue pionera mediante la instalación de laboratorios de

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investigación gubernamentales. Al mismo tempo, y a medida que se multiplicaban las
complejidades de la ingeniería, fueron apareciendo grupos especializados, como los ingenieros
mecánicos, los de minas, los de la electricidad o los de la automoción, con sus propias
sociedades y sus particulares institutos. Finalmente, habría que señalar que aunque la
estandarización provocó una relativa nivelación de las tareas obreras y la pérdida paralela de
peso y prestigio de viejas corporaciones de trabajadores especializados, los cambios técnicos y
económicos que se producen en este tiempo y la consiguiente diversificación en ramas
productivas, trajo consigo importantes alteraciones en las categorías de las ocupaciones y de las
especializaciones de la población trabajadora. Por esa razón, la extensión del “hombre-
máquina”, cuya tarea se caracterizó por una repetición mecánica de gestos que no precisaba un
alto nivel de aprendizaje, no impidió, antes al contrario, la emergencia y consolidación del nuevo
especialista obrero, hábil en tal o cual rama de la producción.
La segunda revolución industrial se caracterizó también por la aparición de nuevas industrias y
nuevos sectores, si bien respecto de algunas cabría hablar en propiedad no tanto de estricta
novedad cuanto de una expansión extraordinaria. Nos circunscribiremos aquí y de manera harto
resumida a tres sectores punteros: el siderúrgico, el químico y el eléctrico. Ya comentamos
anteriormente cómo la producción de acero comportó la novedad más importante de finales del
siglo XIX, lo que acarreó un desarrollo verdaderamente revolucionario de la industria
siderúrgica, convirtiéndose además en el sector base sobe el que giró la industrialización de
nuevos países. La siderurgia –ejemplo típico e la industria pesada, productora de bienes
instrumentales- implicaba fábricas con nuevas dimensiones; exigía el ciclo productivo completo,
desde el mineral hasta el laminado, los lingotes, los cables, los tubos; requería grandes
inversiones de capital; imponía la concentración y obligaba a una nueva organización del trabajo
que fue característica principal de este período. Conviene señalar en este sentido que la
hegemonía británica en este sector terminó hacia 1890, siendo sustituida por Estados unidos y
Alemania, que aumentaron espectacularmente el número de sus fundiciones y altos hornos y,
consiguientemente, la producción de hierro y de hacer.
La industria química que, por definición, es la transformación de la materia para usos
productivos, es la más variada de todas las manufacturas. Así, la metalurgia, técnicamente
hablando, es una rama de la química aplicada, y entre los nuevos materiales que llegaron con el
principio del siglo aparecieron, entre otros, aceros y metales no ferrosos, como el aluminio. De
igual manera, las fabricaciones de vidrio y de papel son ramas de la industria química, así como
las del cemento, el caucho y la cerámica. En todos esos sectores, el siglo XIX –especialmente en
su segunda mitad- fue testigo de importantes innovaciones tecnológicas: el proceso electrolítico
de Hall-Heroult para obtener aluminio a partir de la bauxita, la introducción del horno
generativo y la máquina semiautomática de hacer botellas en la fabricación del vidrio, el uso de
prensas automáticas, máquinas de expulsión y hacer mangueras en la industria del caucho, del
horno continuo de cámara grande, prensas especiales y máquinas de expulsión en la fabricación
de ladrillos y en las cerámicas, o el horno de pozo y el circular en la fabricación de cemento. Con
todo, los avances más importantes fueron el método Solvay en la fabricación de alcalinos –de
sosa- y la síntesis de los compuestos orgánicos. Por el primero logró extraerse la sosa del

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amoníaco y aumentar considerablemente la producción de álcalis. En cuanto a la segunda,
permitió perspectivas muy halagüeñas en el campo de los colorantes, os explosivos, la
manufactura del celuloide –el primer plástico moderno-, las fibras artificiales o la primera de las
resinas sintéticas, la baquelita, también llamada “plástico de los mil usos”. El dato más
reseñable es la casi increíble ingeniosidad de estas técnicas, así como sus interminables
ramificaciones en nuevas direcciones y productos. De la misma manera, en los laboratorios
químicos nacía la moderna industria farmacéutica, de consecuencias fundamentales en la vida y
la salud de los hombres y mujeres de esta época.
A principios del siglo XIX la electricidad no era más que una curiosidad científica, un juego de
laboratorio. Como resultado, sin embargo, de la gran extensión de las investigaciones y de los
experimentos, se convirtió en una forma comercialmente rentable de energía, dando paso a
sectores e inventos eléctricos en el campo de las comunicaciones (el telégrafo electromagnético,
el cable submarino, el teléfono o la comunicación sin hilos), en el de la química ligera y en los
procesos metalúrgicos (por ejemplo, la industria ligera de los electroquímicos), y, finalmente, en
el de la iluminación. De todas éstas, fue la última la que tuvo un impacto mayor, debido a sus
consecuencias tecnológicas, en general. La invención de la lámpara de filamento incandescente
fue crucial porque por primera vez la electricidad no sólo se mostraba útil para la industria y el
comercio, sino también para los hogares. Como ocurriera con la industria química, los logros
más importantes se dieron en Alemania, donde el progreso de la industria de fabricaciones
eléctricas fue realmente espectacular. Las empresas eran grandes, bien financiadas y recibían
una fuerte ayuda del mercado de capital y de los grandes bancos de inversión. Las más grandes,
la AEG y la Siemens-Schuckert, eran compañías de extraordinaria versatilidad y complejidad.
Sus productos eran ingeniosos, de sólida factura y de precios competitivos. Como resultado, en
vísperas de la Primera Guerra Mundial, las exportaciones alemanas eran las mayores del
mundo, casi dos veces y media mayor que las del Reino Unido y casi tres veces mayor que la
norteamericana.
Un aspecto que no podemos dejar de considerar y que se constituyó igualmente en característica
esencial de esta época, fue lo que se conoce como la revolución de los transportes y de la
comunicación. Hemos mencionado ya cómo la aplicación del petróleo a barcos y buques
permitió un ahorro de costes (sobre todo tras la bajada de precios e ese combustible gracias al
perfeccionamiento de las técnicas de refinado y distribución) y un aumento de su capacidad de
carga y en número de pasajeros, lo que revirtió en una mejora considerable de la navegación
fluvial y marítima. Son años también en que no pocos países europeos renuevan sus flotas
respectivas, se constituyen o consolidan grandes compañías navieras y aumenta el tráfico por
mar tanto a nivel comercial como de pasajeros. A ello contribuyeron novedades técnicas como la
propulsión por turbinas, la telegrafía inalámbrica o la brújula giroscópica. A se ha comentado
también que antes de 1914 el automóvil era prácticamente un lujo, las carreteras en general –
con la excepción relativa de Francia- no se habían desarrollado o estaban en malas condiciones,
y que sólo posteriormente se producirá una importante y generalizada demanda de petróleo
para vehículos rodados. Los primeros automóviles, en efecto, parecían a muchas personas
“carruajes sin caballos”, vehículos para llevar y traer a la gente rica de la estación de ferrocarril

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más próxima o para realizar pequeñas excursiones de placer por los alrededores de la ciudad. Ni
el estado de las carreteras, ni los primeros motores, ni el precio de estos vehículos permitían su
generalización y desarrollo. Sin embargo, un suceso social y tecnológico notable ocurrido en el
último tercio del siglo XIX allanó el camino a la llegada del automóvil: la moda de la bicicleta.
Esta moda parece haberse iniciado en Francia a finales de la década de 1860. En 1870 había
aparecido el velocípedo “ordinario”, con su enorme rueda delantera impulsada mediante
pedales y su pequeña rueda posterior. En 1885, J. K. Starley, de Coventry, presentó la bicicleta
de seguridad. Tenía pedales, cadenas, cambios y la mayoría de las características de la bicicleta
moderna y podía ser impulsada cómodamente a una razonable velocidad. Pronto se produjo un
florecimiento de este vehículo, sobre todo tras el invento de la cubierta neumática por J. B.
Dunlop en 1888, convirtiéndose durante muchos años en el transporte del obrero, ideal para
trayectos cortos en zonas urbanas y en pequeños ámbitos campesinos. A consecuencia de la
popularidad de la bicicleta se renovaron las carreteras, se imprimieron mapas de las mismas y,
en suma, se consiguió abrir camino tecnológica, administrativa y psicológicamente al automóvil,
que pudo así alcanzar su pleno desarrollo tras haber logrado las condiciones sociales y
económicas adecuadas en Europa y Norteamérica. Aunque se disponía de la máquina de vapor y
del motor eléctrico, el motor de gasolina de Daimler, Maybach y Benz se aseguró pronto un éxito
definitivo por su velocidad, potencia y ligereza. Aunque los alemanes, comenzando por los
discípulos de Nicolaus Otto, habían sido los iniciadores del automóvil (fue Carlos E. Duryes
quien logró poner en circulación en 1893, el primer vehículo movido con gasolina), el coche
ligero y popular fue desarrollado originariamente por los franceses, que sustituyeron la caña de
timón por el volante de dirección, colocaron el motor en la parte frontal e inventaron el deporte
del motor. En el primer decenio del siglo XX, los principales nombres del mundo del automóvil
fueron De Dion, Panhard, Peugeot, Lavassor y Mors. Sin embargo, el liderazgo en la fabricación
de coches con motor de gasolina pasaría pronto a manos de los estadounidenses, sobre todo
desde que Henry Ford –el más representativo de los pioneros de la industria automovilística
Norteamérica- puso en el mercado su famoso “modelo T”, llamado popularmente “Tin Lizzie”
(1908-1909), que inicialmente arrancaba por medio de una manivela, pero que a partir de 1912
contó con el arranque eléctrico. El modelo T tuvo un éxito enorme, sobre todo desde el
momento en que a su resistencia unió su menor precio gracias a la cadena de montaje móvil
(1913), lo que permitió la producción masiva o en serie, sin duda algo tan revolucionario como el
producto que entregaba al mercado. El automóvil alcanzará su auge definitivo poco después de
la Segunda Guerra Mundial, pero no podemos olvidar que Ford vendió quince millones de
unidades de su “Tin lizzie” entre 1908 y 1927.
No deberíamos pasar por alto también que el tráfico interior dentro de las ciudades mejoró
sensiblemente con la aparición de los tranvías a fines del siglo pasado y de los ferrocarriles
subterráneos eléctricos: hacia 1900, ciudades como París, Viena, Berlín, Nueva York y Filadelfia
construyeron diversos trayectos del “metro”.
Aunque sir George Cayley había establecido a principios del siglo XIX las especificaciones
necesarias para el diseño de un aeroplano eficaz, había de pasar casi todo el siglo hasta ver las
primeras materializaciones concretas. El verdadero aeroplano fue inventado por los hermanos

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Orville y Wilbur Wright, quienes comenzaron montando una pequeña cometa en forma de
biplano en 1899. Un año después construyeron el primeo de tres planeadores y realizaron con él
vuelos cortos a poca altura en Carolina del Norte. En 1905, y después de corregir errores y
perfeccionar diversos elementos del vuelo, consiguieron transportar los primeros pasajeros por
el aire, y aquel mismo año llevaron su nuevo aeroplano a Francia para realizar demostraciones
públicas. Sorprende, sin embargo, que después de los hermanos Wright la aviación
languideciera en Estados unidos en la década anterior al estallido de la Primera Guerra
Mundial. El liderazgo quedó en manos de Francia, que innovó en determinados aspectos
técnicos relativos al alerón, el fuselaje o el empenaje, mientras Alemania, gracias a la capacidad
del conde Zeppelin y sus ayudantes, había establecido y programado antes de 1914 vuelos
comerciales en dirigible entre ciudades importantes y transportado más de 42.000 pasajeros sin
un solo accidente. Con todo, la aviación no había hecho más que asentar sus primeros y
vacilantes pasos. Si la Gran Guerra estimuló el desarrollo de la aeronáutica en cuestiones
específicamente militares, habrá que esperar a su término para encontrar un avance más
notable de la aviación civil.
El estudio de la revolución de los transportes y de la comunicación quedaría incompleto sin la
mención de otros descubrimientos verdaderamente notables y cuyo impacto social, no sólo
económico, se reveló formidable. Tal fue el caso del teléfono, patentado por A. Graham Bell en
1876 e instalado por él mismo por primera vez en una casa particular al año siguiente. En 1884
la gente podía llamar ya desde sus casas de Nueva York a otras situadas en puntos tan distantes
como Boston. En 1900, se habían concedido más de trescientas patentes para teléfonos y había
más de un millón de aparatos en servicio. Por su parte, la telegrafía sin hilos alcanza, gracias a
Marconi, su desarrollo pleno: en 1894 envía señales a una distancia de 2,5 km.; dos años más
tarde la aumenta a 15 km. y, finalmente, en 1901, consigue transmitir a través del océano
Atlántico. El telégrafo no tardó en ser aplicado a la exigencia de rápida comunicación por parte
de ls firmas comerciales, y numerosas oficinas de corporaciones, cambio y Bolsa y banca se
hicieron instalar instrumentos para su uso privado. La máquina de escribir apareció en la
década de 1870, siendo el americano C. L. Sholes quien la haría comercialmente posible en esos
mismos años. Fue la firma constructora de armas Remington la elegida para fabricarla y con ello
se inició la producción un nuevo género de instrumentos de precisión logrados gracias a la
producción en serie de piezas intercambiables. En 1890, sólo en Estados Unidos había treinta
fábricas que producían máquinas de escribir. También las máquinas calculadoras fueron
lanzadas al mercado durante estos años. Entre las más importantes se contaron las primeras
máquinas sumadoras prácticas, así como la máquina registradora de caja. En la década de 1890
se habían construido calculadoras muy complejas y se creaba una máquina que empleaba
tarjetas perforadas para seleccionar, tabular y analizar datos que en seguida se empleó para usos
comerciales. Cabría afirmar por todo ello que los antecesores de la moderna generación de
ordenadores fueron ideados y aplicados con éxito a finales del siglo XIX.
En el campo del periodismo y las artes gráficas empezó a trabajarse en la elaboración de
mecanismos que pudieran producir tipos con mayor celeridad y economía que hasta entonces.
Su necesidad era evidente, pues aunque las prensas rápidas accionadas por el vapor habían

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incrementado las tiradas, las letras seguían ajustándose, poco más o menos, como en la época de
Guttenberg. Fue el alemán Otto Mergenthaler, que llegó a Estados Unidos en 1872, quien
empezó a desarrollar los principios que conducirían a la linotipia. En 1877 hizo su primera
máquina, muy pronto superada por otras, hasta que en 1883 construyó ya una linotipia con
matrices que podían ser impresas línea por línea en lugar de una letra cada vez. En la
“Mergenthaler de 1886” incorporó matrices de latón móviles; la máquina ofreció resultados
satisfactorios y desde el 3 de julio de 1886 el New York Tribune pudo comprobar el notable
ahorro que su uso comportaba. Las linotipias se extendieron con rapidez y en dos años había
más de 60 máquinas funcionando en Estados Unidos. Otros descubrimientos como las agencias
de planchas gráficas, la divulgación masiva de imágenes a través del fotograbado con semitonos,
o las litografías sobre cinc, permitieron a la industria periodística alcanzar un grado de
perfección y desarrollo muy notables.
Además de los sectores industriales ya mencionados, la segunda revolución industrial
posibilitaría el despegue y consolidación de otros sectores, llamados igualmente a tener hondas
repercusiones económicas y sociales. Nos referimos exclusivamente a dos de ellos,
probablemente los más paradigmáticos. El de la construcción y el alimenticio. Las invenciones
fundamentales a partir de las cuales evolucionó la moderna construcción con estructuras de
acero hicieron su aparición, todas ellas, en las últimas décadas del siglo XIX. El logro principal
durante el período 1880-1900 fue el desarrollo del esqueleto o armazón interior, hasta el punto
que el edificio de enorme altura, el rascacielos, se convirtió en una posibilidad práctica, aunque
restringida a Estados Unidos hasta después de la Segunda Guerra Mundial. En Europa, el
rascacielos como obra de diseño estructural tuvo dignísimo paralelo en la Torre Eiffel (1888-
1889), definitiva expresión de la arquitectura del hierro y de la reconocida preeminencia de la
ingeniería francesa. Por otro lado, y sin olvidar la introducción del arco articulado, muchos de
los factores que tendieron a dar mayor altura y solidez a los edificios actuaron para que los
puentes fuesen más largos y más pesados. Igualmente destacable fue el uso del hormigón
armado. En 1871-1875, William Ward creó la primera estructura construida enteramente en
hormigón armado para su residencia en Port Chester, Nueva York, señalando con ello las
posibilidades ilimitadas del hormigón para los grandes edificios comerciales e industriales. En
Europa, el primer edificio construido enteramente en hormigón armado fue la refinería de
azúcar de St. Ouen (1894-1895), obra del francés François Hennebique. Casi por esas mismas
fechas aparecieron los primeros puentes en hormigón armado. En definitiva, al empezar el
nuevo siglo, las innovaciones de las décadas anteriores habían sido exploradas y perfeccionadas,
y el futuro camino de las artes de la construcción estaba ya claramente señalado.
Durante buena parte del siglo XIX, la dieta alimenticia estuvo condicionada por las
“insuficiencias” técnicas que impedían un mejor aprovechamiento de los recursos. Sin
refrigeración en el hogar, las familias no podían depender de carne fresca o de productos
lácteos. Para conservar la mantequilla durante los largos meses invernales era preciso tratarla
con salmuera o sal. No se conocía todavía la conserva en lata y muy pocos granjeros o posaderos
utilizaban hielo para la conserva de alimentos. Las fuentes y manantiales fríos eran empleados
para conservar alimentos perecederos, como la mantequilla y la leche. Éstas y otras

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circunstancias irían cambiando al compás de los nuevos avances en la conservación y
distribución de los géneros alimenticios. Uno muy importante fue sin duda el de la refrigeración.
Las patentes para producción de frío y fabricación de hielo fueron solicitadas a partir de
mediados del siglo XIX. La más importante fue la del compresor de amoníaco de Carl Linde en
1876, instalado, junto con otros modelos, en almacenes y fábricas de comestibles. La
refrigeración resultó particularmente valiosa para el pescado y para los productos lácteos, pero
las industrias de la carne, de la volatería y de la panificación se contaron también entre las
primeras que recurrieron a la refrigeración en el proceso y la distribución de alimentos. El éxito
de la refrigeración mecánica señaló, además, el comienzo de una nueva era para el
almacenamiento en frío. Estados unidos, Gran Bretaña, Australia, Argentina y Alemania
encabezaron la construcción de edificios mecánicamente provistos de refrigeración en las dos
últimas décadas del siglo XIX. En 1870, los envíos estadounidenses de carne congelada y otros
alimentos a Inglaterra y ciertos puertos europeos se realizaron con pleno éxito. Al poco tiempo,
buques frigoríficos transportaban a Europa un flujo interminable de carne, productos lácteos,
fruta y volatería procedentes de fuentes transoceánicas. A finales del siglo, vagones de
ferrocarriles podían encargarse también del transporte de productos congelados.
El rápido desarrollo de la industria y el comercio de la fruta fue una característica notable de la
agricultura mundial en esta época, aunque ya se había iniciado desde los primeros momentos
del siglo XIX. Bajo la influencia de las mejoras en los envíos por tierra y mar, los mercados para
frutos frescos, perecederos, aumentaron considerablemente. Manzanas, peras, melocotones,
albaricoques y otros muchos frutos se convirtieron en mercancías de transporte corriente. La
refrigeración no tardó en contribuir a eliminar inconvenientes y también el enlatado y el secado
permitieron una mayor difusión del consumo durante el año.
Otra extraordinaria novedad fue la pasteurización. A mediados del siglo XIX, el bacteriólogo
francés Louis Pasteur ideó un método para destruir una gran mayoría de los microorganismos
nocivos del vino sin desactivar los útiles. La aplicación de este proceso a la conservación de la
leche mejoró notablemente las propiedades de ésta e inmortalizó el nombre de Pasteur. Además,
el mismo método eliminó varis enfermedades transmitidas al hombre por la leche de vaca. La
pasteurización se convirtió de esta manera en prerrequisito esencial para la venta de leche en el
siglo XX.
Es curioso observar que no se produjeron grandes innovaciones en el campo de la conservación
de los alimentos hasta el año 1800, aproximadamente. Hasta entonces, las antiguas técnicas de
la salazón, el secado y el ahumado fueron las que prevalecieron. La primera innovación
auténtica que, en la conservación de alimentos, adquirió una importancia global, fue el proceso
del enlatado, inventado y desarrollad por el confitero francés Nicolas Appert en 1810. El
enlatado, es decir, el sellado hermético de alimentos en combinación con un proceso térmico,
pasó rápidamente a la fase experimental y se convirtió en industria esencial durante la segunda
mitad del siglo. Si al principio se emplearon recipientes de cristal cerrados por tapones de
corcho, más tarde aparecieron las latas metálicas. La evolución del envase propio de las
conservas logró que una variedad mucho mejor de alimentos garantizados y completos pudiesen
llegar a todas las personas. Por primera vez en la historia, el hombre pudo empezar a dominar

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las enfermedades de la nutrición, tales como el escorbuto. El enlatado puso frutas, hortalizas y
pescado en las despensas de muchos hogares. En la década de 1870 los agricultores franceses
crearon la industria de las mermeladas y estos productos llegaron a ser indispensables como
acompañamiento del pan. Por otro lado, las prácticas tradicionales de la industria láctea
experimentaron profundos cambios. Se multiplicaron las fábricas de queso y se construyeron
plantas par la elaboración de leche concentrada y condensada. Otros productos que acabaron
extendiéndose fueron la leche “solidificada” o deshidratada, las tabletas de leche y la leche en
polvo.
Como consecuencia de estos y otros cambios, la industria alimentaria se diversificó, bien
provista de nuevos métodos que permitieron economizar alimentos hasta entonces derrochadas
y facilitaron grandes incrementos en la producción de artículos perecederos, tan esenciales para
la salud como fuentes de elementos nutritivos clave. Todo ello contribuyó a modificar los
hábitos alimenticios de millones de seres humanos que pudieron acceder a una dieta más rica,
diversificada y saludable. Al mismo tiempo, contribuyó también a crear un considerable
desequilibrio entre los índices de natalidad y mortalidad, de manera que a finales del siglo XIX
el crecimiento de la población se aceleró notablemente. Crecimiento vegetativo y alimentación
más completa fueron, pues, dos de las más importantes consecuencias de las modificaciones y
progresos que hemos descrito.
Durante todo este tiempo aparecerá una nueva concepción del ocio y del tiempo libre, que cada
vez adquiere más importancia y un mayor grado de socialización, y nuevas formas de diversión
que están directamente relacionadas con los cambios tecnológicos y el desarrollo económico-
social. Sin pretensión exhaustiva, daremos cuanta a continuación de algunas novedades de este
terreno, a caballo ente lo público y lo privado. Una de las más interesentes fue sin duda la
aparición o consolidación del periódico popular. Después de 1830 aparecen casi
simultáneamente en varios países los que en Estados unidos se llamaban penny papers,
periódicos muy baratos que se mantenían gracias a un aumento notable de las tiradas y a la
introducción de una idea verdaderamente revolucionaria, la publicidad comercial. Por otro lado,
se extendió el periódico ilustrado, que se había iniciado en 1823 con la publicación del New York
Mirror. Periódicos de estos años que se caracterizan por el predomino de la imagen son el
londinense Penny Magazine (1832), L’Illustration (1843), The Illustrated London News (1842)
o el Illustrierte Zeintung (1843). En todas partes la caricatura se va a convertir en un eficacísimo
instrumento político-ideológico que no falta en las publicaciones periódicas de mayor
penetración masiva. Por otro lado, se asiste también a un desarrollo e la “historieta”, género
expresivo ideado por el maestro ginebrino Rodolphe Töpffer. Todo ello hizo posible que la
imagen abandonara su habitual sumisión del texto, convirtiéndose en protagonista, y sentar las
bases de una industria propia que no se desarrollará plenamente hasta comienzos del siglo XX.
De la misma manera, desde finales del siglo anterior la tarjeta postal se difunde por millones en
todo Occidente, facilitando la ampliación de la red de correspondencia y el estrechamiento de
los lazos que unen a la parentela o al grupo de amigos, al tiempo que estimula el coleccionismo y
la formación del álbum de recuerdos. Sus fórmulas estereotipadas economizaban esfuerzo; la
tarjeta postal permitió a individuos que ignoraban hasta entonces la escritura epistolar expresar

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a distancia sus sentimientos. Paralelamente a este hecho tiene lugar lo que podríamos llamar
democratización del retrato a través de la fotografía. Por primera vez, la fijación, la posesión y la
comunicación en serie de la propia imagen se vuelven posibles para el hombre del pueblo.
Registrada en 1841, la patente de este nuevo procedimiento se beneficia durante los años
siguientes de una serie de mejoras técnicas que le permiten ampliar de manera prodigiosa su
mercado. En la segunda mitad del siglo, los fotógrafos se hallaban establecidos hasta en las
ciudades más pequeñas y había artistas de feria que instalaban sus barracas en las calles y
anunciaban sus fotos por un módico precio.
En esta época aparece el deporte de masas. Comentamos ya algunas de las repercusiones de la
invención de l bicicleta. En 1900, esta industria empleaba en Estados unidos a unos 70.00
obreros y ese mismo año produjo más de un millón de bicicletas, valoradas a precio de fábrica
en más de 22 millones de dólares. Su bajo precio de adquisición, ligereza y economía de
mantenimiento, hicieron de ella el vehículo democrático por excelencia y un forma de deporte
que cada vez atrajo a un mayor número de individuos de toda clase social. En 1900, por ejemplo,
el público devoto de la bicicleta se evaluaba en cuatro millones de personas. Pero el deporte que
estaba llamado a congregar a grandes masas era, como es bien sabido, el fútbol. Tas la
elaboración de su primer código en 1846 por un grupo de estudiantes y directivos de diversos
colegios británicos, su práctica no paró de extenderse por toda Europa y penetrar en todas las
capas sociales hasta convertirse en el deporte popular y de masas por excelencia.
Con el precedente de la British Football Association, en casi todos los países del continente
fueron surgiendo en las dos últimas décadas del siglo asociaciones, sociedades, clubes y
federaciones que atrajeron nuevos seguidores a este deporte mediante la organización de
encuentros, copas y torneos que más adelante darían lugar al nacimiento de ligas de fútbol. Con
el nacimiento de 1904 de la Federación Internacional del Fútbol Asociación, FIFA, se regularon
las actividades entre las diferentes federaciones nacionales y se pusieron las bases de los futuros
torneos internacionales.
Los años que van desde 1895 –fecha en que los hermanos Lumière presentaron su
cinematógrafo en Francia- hasta el final de la Primera Guerra Mundial, configuran la primera
fase de la historia del cine. El fenómeno cinematográfico estaría llamado a alcanzar tal grado de
desarrollo socioartístico que durante aquellos años apenas logró vislumbrarse, pese a su
evidente éxito social, toda su potencialidad y alcance. Sólo con el comienzo de la edad de oro del
cine mudo en 1918, y especialmente con el surgimiento del sonoro en 1927, la industria del cine
eclipsaría definitivamente a otras muchas y tradicionales formas de ocio y diversión populares.
En sus comienzos destacarían sobre todo Meliès y Max Linder en Francia, y Griffith y Max
Sennet –éste haría triunfar el genero cómico, lanzando sobre todo a Chaplin- en Estados
Unidos.

2.2. LA CONSOLIDACIÓN DEL GRAN CAPITALISMO


Una de las claves más importantes de este período fue la internacionalización de la economía. La
relativa libertad de los intercambios y de los movimientos de capitales, el desarrollo del patrón
oro “internacioanl” a fines del siglo XIX, y el crecimiento del volumen de los intercambios

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fueron como señaló Maurice Niveau, factores de integración de la economía mundial.
Integración relativa, claro está, y asimétrica en tanto que los países productores de materias
primas y de productos primarios fueron dependientes en alto grado de los países ricos o
industrializados. Esta dependencia, visible en los múltiples “efectos asimétricos” que la relación
económica entre un tipo y otro de países comportaba, se ejercía no sólo mediante una
determinada organización de las relaciones comerciales y de los movimientos de los capitales,
son por la propia estructura del sistema monetario internacional, y amparado todo ello en no
pocos casos, como es bien sabido, por la “fuerza” política y militar que entrañaba el nuevo
imperialismo colonial.
El proceso de industrialización había ido transformando lentamente las relaciones de fuerza y el
peso de los protagonistas de la economía mundial. A fines del siglo XIX, Estados Unidos había
alcanzado y superado a Gran Bretaña en el campo de la producción de bienes manufacturados.
Al mismo tiempo, la participación de Alemania y de Japón aumenta de forma sensible,
modificando de manera profunda la estructura del mercado mundial y las corrientes de
intercambio internacionales. Si, por ejemplo, los mercados exteriores del Reino Unido se
reducen al compás del “declive” de la economía británica, Estados unidos va haciéndose cada
vez menos dependiente de Europa, tanto a nivel de exportaciones como de importaciones,
ampliando de forma acelerada sus redes comerciales por todo el mundo. Por otro lado, la
aparición de nuevos productos y su creciente expansión, como los bienes de equipo, y la
evolución de las estructuras empresariales y del aparato productivo, entre las que cabe destacar
la emergencia de las grandes empresas multinacionales, fueron factores que determinaron las
relaciones económicas internacionales y colocaron en mejor o pero situación a unos países y a
otros.
A esta etapa del desarrollo económico, consecuencia pero al mismo tiempo causa del mismo,
corresponde una profunda conversión y reestructuración de las empresas, que buscaban
mayores dimensiones y capacidad de producción. Todo ello implicaba crecientes inversiones de
capital y una organización del trabajo más rigurosa. No pocas sociedades por acciones, al
ampliar la base de captación de capitales y superar las limitaciones de las empresas familiares,
adquirieron dimensiones enormes, abriendo el camino hacia la concentración y las fusiones.
Pero lo que aquí nos interés resaltar, puesto que sobre las concentraciones industriales
volveremos más adelante, es que los nuevos colosos industriales y financieros se convirtieron en
empresas multinacionales y jugaron un papel protagonista en las relaciones económicas
internacionales. La United States Steel (corporación del acero), la International Harvester
Company (sector de maquinaria agrícola), la International Mercantile Marine, la General
Electric o la American Telephone and Telegraph, por citar unos pocos ejemplos
estadounidenses, se convirtieron en gigantes con una presencia muy activa y crecientemente
importantes en otros países. Como ya hemos comentado, sería Alemania –donde destacaba
sobre todo la Allgemeine Elektrizitäts Gesellchaft, más conocida por las siglas AEG- la nación
que, tras Estados Unidos, dominaría en el campo de la producción industrial en los sectores más
modernos y competitivos, en el comercio exterior y en la implantación de grandes empresas
internacionales.

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La “mundialización” de la economía, las nuevas estructuras productivas y los cambios
tecnológicos, precisaron y propiciaron lo que podíamos llamar “homologación” de los trabajos y
bienes productivos, si bien este proceso sólo se generalizaría después de la Primera Guerra
Mundial. Eran necesarios equipos y aparatos que permitieran trabajos de precisión y lograran la
estandarización necesaria para que las piezas fueran totalmente intercambiables. De los viejos
taladros, tornos y cepillos, de las herramientas que hábiles artesanos y obreros especializados
habían usado durante siglos para montar las máquinas y empalmar y ajustar las piezas una po
una, se pasaba a la mecanización de todo el proceso, desde el perfeccionamiento del torno de
torreta giratoria, la freidora y las técnicas de pulido, hasta la cadena de montaje. Veámoslo un
poco más detenidamente. Aunque los métodos de producción en serie fueron utilizados
primeramente para las armas de fuego, los relojes y unos pocos aparatos, se creó una gran
demanda comercial d tronillos, tuercas y clavijas, especialmente después de la estandarización
de los pasos de rosca en 1870. La aparición de la máquina de coser, la máquina de escribir y la
bicicleta, creó un mercado inmenso para los tornillos y otras piezas menores. Los métodos de
producción en serie ya eran conocidos, pero se necesitaban nuevas máquinas automáticas,
especializadas y capaces de una elevada producción. En consecuencia, se desarrollaron las
técnicas básicas para aliarlas en la fabricación ulterior de motocicletas, máquinas registradoras,
pequeños motores de gas y de petróleo, teléfonos, automóviles y aviones. Los efectos de estas
técnicas en la producción y la mano de obra fueron enormes. La reducción de los costes de
fabricación creó un mercado extensísimo para lo que hasta entonces habían sido artículos de
lujo. La enorme producción condujo a una mayor especialización y a la búsqueda de mercados
de ámbito mundial. Se redujeron muchos monopolios, pero se crearon otros. Los métodos de
producción existentes cambiaron, estableciéndose por ejemplo la necesidad de una inspección e
las piezas de acuerdo con una escala organizada, es decir, el “control de calidad”.
Todo esto fue posible gracias a la invención de máquinas herramienta automáticas y
especializadas, cuyo empleo más general y extenso tuvo su origen en el posterior desarrollo de
las posibilidades del torno. Es muy probable que ninguna otra máquina hay ejercido mayor
efecto sobre la fabricación en serie que el torno revólver, sobre todo cuando fue automatizado y
pudo entonces –entre otras finalidades- fabricar tornillos automáticamente. El torno revólver y
otras máquinas automáticas –como la de roscar- son ejemplos básicos de la demanda de unos
índices de alta producción a bajo coste. Esta demanda condujo también a la aparición de
herramientas de corte cada vez más efectivas para todos los tipos de máquinas. Por otro lado, la
demanda de engranajes sirvió de acicate para la invención de un tipo de máquina herramienta
totalmente nuevo. Los engranajes habían sido dentados con diversas máquinas, entre ellas
tornos y freidoras, pero después de probar diversos métodos, incluidas máquinas especializadas
para el tallado, se consiguió una solución mejor con la fresadora de engranajes, inventada en
1896. Pocos años antes había aparecido la primera fresadora universal, capaz de hacer toda
clase de estrías en espiral, tallar ruedas dentadas y efectuar otras tareas hasta entonces
realizadas mediante caros métodos manuales. En 1890 y 1915, la fresadora causó una revolución
general en todas las prácticas propias del taller mecánico. No menos revolucionario resultó ser
el desarrollo de la máquina rectificadora, que conseguía una elevada y precisa producción de

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piezas de hacer aleado y endurecido, exigida cada vez más, al concluir el siglo, para las
locomotoras, los automóviles, los rodamientos de bolas y toda clase de máquinas. En resumen,
la introducción, difusión y especialización de las máquinas herramienta hicieron posible el
desarrollo de todo el complejo e intrincado sistema de la producción en serie y el modelo de
partes intercambiables al que hoy asociamos con la era moderna.
Todas las características señaladas a lo largo de las páginas anteriores no afectaron por igual ni
en el mismo tiempo a los diferentes países del mundo. Incluso dentro de un mismo país, como
ya señalamos, se produjeron a veces notables divergencias regionales. Por esa razón, para tener
una visión más exacta de las realidades económicas conviene no perder de vista los distintos
procesos nacionales de industrialización, o si se prefiere los grandes modelos, tanto en un
sentido de éxito o progreso industrial como de atraso o fracaso de la industrialización. Entre los
primeros, fijaremos ahora nuestra atención, bien que de forma muy abreviada, en tres países,
Alemania, Estados Unidos y Japón. En cuanto a los segundos, nos detendremos sucintamente
en los casos rusos y español.

El modelo alemán
Tras la unidad, Bismarck reforzó la cohesión económica de Alemania: unificación de la moneda,
fundación del Reichsbanck, extensión de la red ferroviaria, etc. Entre 1871 y 1873, la vida
económica experimentó una expansión muy rápida: fundación de numerosos bancos, de
sociedades por acciones, de grandes consorcios industriales. Sin embargo, tras estallar la crisis
bursátil de 1873 siguió un largo período de depresión que se caracterizó por la caída de los
precios, numerosas quiebras, una disminución de la actividad industrial y graves dificultades en
el sector agrícola. La desaparición de numerosas pequeñas empresas comportó una mayor
concentración industrial y bancaria, y el abandono del librecambismo taras la adopción del
arancel proteccionista de 1879 convirtió a Alemania en un bloque económico, reforzó la unidad
del Reich y permitió a las clases dirigentes preservar sus posiciones económicas (alianza del
centeno y del acero). A partir de los años ochenta, Alemanias volvió a experimentar una fuerte
expansión industrial y empezó a dirigir su atención hacia los países de ultramar: China, Turquía
y África. Esta reactivación se consolidó a principios de los años noventa y desde entonces el
crecimiento no cesó hasta 1914, con sólo algunas depresiones pasajeras que tuvieron efectos
limitados. El desarrollo considerable de los medios de transporte (nueva extensión y
modernización de la red ferroviaria, construcción de canales, aprovechamiento de los ríos,
construcción de una gran flota de comercio que hizo que el pabellón alemán estuviera presente
en todas las grandes rutas marítimas) dio un fuerte impulso a las distintas actividades. La
concentración del mercado financiero en manos de un reducido número de grandes bancos de
negocios permitió la financiación de empresas. Sin sacrificar su agricultura (con la ayuda del
Estado y agrupados en poderosas asociaciones, los agricultores extendieron las superficies
cultivadas y mejoraron la productividad mediante el empleo sistemático de los métodos
modernos de cultivo), Alemania se convirtió a partir de 1900 en la segunda potencia industrial
del mundo. La industria representaba más de la mitad en la renta nacional y empleaba al 42%
de la población activa. Los sectores más dinámicos eran el minero, el siderúrgico, las industrias

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mecánicas, químicas y eléctricas. Los observadores extranjeros no dejaron de señalar el avance
alcanzado por la industria alemana en Europa. Espíritu de iniciativa y audacia, aplicación
sistemática de técnicas nuevas, perfeccionamiento de la maquinaria, organización científica de
la producción, importancia concedida a la formación de la mano de obra y de los mandos, alto
grado de concentración (formación de Konzerne que a su vez estaban agrupados en cárteles que
controlaban la mayor parte del mercado), lazos estrechos con los bancos y amplio recurso al
mercado financiero. El prodigioso desarrollo del comercio también sorprendió a los
contemporáneos, ya que los países alemanes habían mantenido hasta entonces intercambios
comerciales bastantes limitados con el extranjero. El Reich ocupaba en 1913 el segundo puesto
en el comercio mundial y las exportaciones alemanas conocieron un ritmo de progresión sin
precedentes durante los años que antecedieron a la guerra.

El modelo de Estados Unidos


Durante el período que se extiende desde la década de los setenta en el siglo pasado hasta la
Primera Guerra Mundial, el desarrollo económico de Estados Unidos fue de tal naturaleza y
calibre que relegó a un plano completamente secundario las consideraciones de cualquier otro
tipo. Al tiempo que se producía una espectacular y precipitada expansión agrícola hacia las
regiones deshabitadas o en manos de los indios situadas al oeste del Mississipi y que tuvo lugar
ente 1870 1890, Estados Unidos se convirtió en la primera potencia industrial del mundo y en el
país de las ciudades gigantes. En el censo de 1920, la población urbana superaba el 50% del
total. La aparición de industrias y de productos nuevos desempeñó un papel tan importante en
esta evolución como el simple crecimiento de las industrias existentes: de 1860 a 1890, el Patent
Office había concedido 440.000 patentes de invención. Esta rápida industrialización iba a dar
al país una fisonomía completamente nueva: el artesanado desaparecía, se creaban sociedades
gigantes que pronto adquirieron la forma de trusts y alcanzaron un poder considerable, se
impuso la división del trabajo y el especialista, aumentó el número de las grandes ciudades, la
inmigración creció de manera arrolladora (14 millones de personas llegaron a Estados unidos
entre 1860 y 1900) y aparecieron las masas de obreros. Figuras como Carnegie, el rey del acero,
o Rockefeller, rey del petróleo, simbolizan o personifican una buena parte de los cambios
operados en la sociedad norteamericana, si bien pronto se hicieron evidentes los también
numerosos perjuicios del gigantismo, entre los que no era el menor la conversión de las
poderosas sociedades ferroviarias, industriales y financieras en temibles instrumentos de
dominación. Frente a este peligro, se votaron diversas leyes destinadas a proteger la libre
competencia contra las actividades monopolísticas y controlar la actuación de los grandes trusts,
al tiempo que se creó un banco central que limitaba la influencia de los poderosos sectores
financieros y se fortaleció la independencia y competencia del aparato administrativo público.
Tales medidas contarían a principios del siglo XX con el apoyo decidido de dos presidentes
reformistas: el republicano Theodore Roosevelt y el demócrata Woodrow Wilson.

El modelo japonés

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La historia del Japón abierto a las relaciones con el exterior, acontecimiento que tiene lugar a
partir de 1853, no tiene apenas que ver con la historia anterior. La crisis desencadenada por la
presión extranjera dio paso al convencimiento sobre la necesidad de adquirir el material y las
técnicas de los países occidentales, auque sólo fuera para combatirlos con mayor eficacia.
Contrasta en este sentido el realismo y la facilidad de adaptación de Japón frente al inmovilismo
y la glorificación de las tradiciones de China, lo que provocó una evolución muy diferente de
ambos países frente al desafío exterior. En Japón las transformaciones fueron rápidas: apertura
del acceso a los distintos oficios, adquisición de técnicas modernas, declaración de
obligatoriedad en la enseñanza primaria, multiplicación de la prensa periódica, elaboración de
una nueva Constitución, emergencia de empresas industriales, construcción de ferrocarriles y de
industrias metalúrgicas por el Estado, radical aumento del comercio, elevación generalizada del
nivel de vida, explosión demográfica, formación del imperialismo japonés, etc. Y es que la
fortaleza y prosperidad del Estado –objetivo prioritario desde el comienzo de la era Meiji y
especialmente en la era Taisho- no podía ser asegurada más que por el desarrollo económico del
país. Ito Hirobumi se consagró a esta obra como ministro de Trabajos Públicos. Ferrocarriles,
rutas terrestres, compañías de navegación, desarrollo de las extracciones mineras y de grandes
empresas, formación de la mano de obra y de trabajadores cualificados, instalación de talleres
estatales…, fueron algunas de las tareas promovidas por las nuevas autoridades y financiadas en
gran parte por el Tesoro público. Al mismo tiempo, se extendió y mejoró la red financiera, tanto
nacional como privada. En 1882 se creaba el Banco de Japón y en 1900 nacía el Banco Industrial
de Japón para atender los asuntos industriales. Tras la victoria en la guerra de 1905 contra
Rusia y los tratados firmados con los principales países occidentales entre 1911 y 1912, Japón
aumenta extraordinariamente su industrialización y sus intercambios comerciales, refuerza su
liderazgo en el Pacífico y se convierte en una verdadera potencia mundial.

El caso ruso
En Rusia, tanto la situación económica como la social acusan, en contraste con los países antes
mencionados, un atraso bastante pronunciado. Su limitado desarrollo económico se había
basado en las exportaciones de trigo y de cereales en general, circunstancia que posibilitó el
aumento del 70% de la producción de trigo durante los años comprendidos entre la reforma de
1861 (abolición de la servidumbre) y finales de siglo; la exportación de cereales no dejaría de
crecer, alcanzando los ocho millones de toneladas en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Sin
embargo, dado el enorme potencial económico de Rusia, los incentivos para el desarrollo
derivados de sectores de exportación y de la participación financiera extranjera, tuvieron
repercusiones también fuera de la agricultura y de la industria extractiva. De esta manera, el
proceso de industrialización fue más rápido y disperso (hasta entonces se había concentrado en
la industria pesada, volcándose la inversión extranjera sobre la minería y la metalurgia) a partir
de la década de 1890. Tendido ferroviario, industria textil e industria de construcciones
mecánicas, fueron los sectores más dinámicos, con destino casi exclusivo al consumo interior
como consecuencia del enorme incremento demográfico y la conversión del sector agrario, a
pesar de sus limitaciones, en un importante mercado para los productos industriales. Esto hizo

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que a la altura de 1913 la industria rusa aportara casi un 25% de la renta nacional y que, en
último análisis, el valor del PNB ruso, en términos absolutos, fuera el más alto de Europa. Rusia
producía el 12% de todo el hierro, el 9% de todo el carbón extraído y el 20% de todo el algodón
que se consumía en Europa. Pero a pesar de su rápida industrialización, la posición relativa de
Rusia como potencia industrial no cambió mucho. Los resultados derivados de la
industrialización de ninguna manera podían compensar su atraso. Los efectos aceleradores,
aunque innegables, fueron bastante débiles. En lo que concierne a la producción industrial per
cápita, Rusia continuó situada a la par de España. La tasa de crecimiento industrial entre 1900 y
1913, aunque ciertamente notable, resultó insuficiente para colmar la distancia respecto a los
países industriales más avanzados y, más aún, ésta había aumentado entre comienzos de siglo y
el estallido de la Primera Guerra Mundial.

El caso español
En una situación peor estaba España, país en el que no se verificó, pese a algunos avances reales,
ninguna verdadera transformación de la economía nacional, ni un efectivo desarrollo industrial.
Perdidas sus colonias, España no consiguió acrecentar su renta nacional a la par que lo hacían
los países industrializados. La principal industria era la tradicional industria textil, localizada
principalmente en Cataluña, donde la mecanización se había iniciado a fines de la primera
mitad del siglo XIX, sobre todo en el sector de la hilatura. El consumo de algodón creció de
20.000 toneladas anuales en 1860 a 90.000 durante la primera década del siglo XX. El
consumo per cápita seguía siendo bajo (era de un kilo en 1860 y de cuatro kilos a finales de
siglo). El mercado interior era el principal destinatario de esta industria, aunque las colonias,
especialmente Cuba, cobraron una notable importancia. Otro recurso potencial del desarrollo
industrial lo constituían los enormes depósitos de hierro y de minerales no ferrosos, cuya
utilización sn embargo se veía limitada debido a la escasez de carbón, combustible del que se
consumían cantidades relativamente modestas, la mitad de las cuales era importada
principalmente de Inglaterra. Una imagen significativa de la relación existente entre los dos
países la ofrece el hecho de que el carbón inglés llegase a España en las mismas naves que
habían transportado el mineral de hierro a Inglaterra. Éste era uno de los motivos por los cuales
la producción siderúrgica española era más cara que la inglesa. Sólo a partir de comienzos de la
década de 1880, esa producción, hasta entonces muy menguada, se desarrolló en el país, en
parte gracias a la inversión de los beneficios acumulados a través de la exportación de mineral
de hierro. La dominancia del sector agrario y su atraso en términos técnicos, de explotación y de
productividad, fue otra de las características de España. Todavía en 1910 más del 70% de la
población activa estaba empleada en la agricultura. Ni los beneficios acumulados a través del
sector agrario, ni los estímulos externos derivados de las inversiones de capital extranjero y de
las exportaciones, bastaron para mejorar la renta nacional española o para conseguir su
reestructuración, orientada hacia la modernización de la economía. Y aunque no puede
afirmarse que España se encontraba en una situación absolutamente preindustrial (los avances
fueron, pese a todos los factores en contra, más rápidos y decididos desde comienzos de siglo),

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no es menos cierto que la distancia que la separaba de los países más industrializados era
realmente enorme.
Los avances en el proceso industrializador y el general progreso económico no impidió que
periódicamente aparecieran fenómenos de crisis y recesión económica que, además de poner de
manifiesto algunas de las limitaciones de aquel proceso, impulsaron una serie de teorías y
reflexiones sobre la nueva situación y los efectos, deseados e indeseados, de la industrialización,
al tiempo que emergían pensadores y escuelas doctrinales que no sólo se ocupaban de
diagnosticar la realidad, sino también de proponer vías o mecanismos de corrección y de
dirección futura. Ya desde aquel tiempo, asuntos como los movimientos “cíclicos” y las “crisis” –
que pasan ahora a ser definidos e integrados como un elemento fundamental de la teoría
económica- ocuparon un espacio importante en las publicaciones especializadas, y las
controversias surgidas alrededor de estos temas estuvieron a la orden el día. Se trataba, sobre
todo, de analizar el porqué de la aparición de variaciones en el ritmo de crecimiento del
capitalismo, o dicho de otro modo, por qué la tendencia general (el trend) se veía sacudida por
una serie de fluctuaciones cíclicas (períodos de prosperidad y de expansión frente a otros de
depresión) cuya periodicidad no era rigurosamente idéntica, pero cuyo carácter cíclico no dejaba
lugar a dudas. En este sentido, no puede pasarse por alto el mérito del economista francés
Clément Jutglar, quien en 1860 descubría el movimiento cíclico propiamente dicho. Hasta esa
fecha, los economistas no habían estudiado más que las “crisis” que interrumpían las fases de
expansión y tenían apariencia de catástrofes aisladas. Jutglar fue el primero en descubrir que las
crisis se insertaban en unos mecanismos más fundamentales de comportamiento cíclico. Según
su hipótesis, los períodos de prosperidad estarían automáticamente seguidos por períodos de
“liquidación” de los fenómenos ligados ala prosperidad. Las crisis ocuparían los puntos de
inversión de la tendencia, en una serie de oleadas sucesivas de expansión y de depresión. Jutglar
jugó un papel de pionero, iniciando un campo de estudio –y de crítica a la escuela clásica- que
sería continuado por otros economistas (Kitchin y Kondratieff, autores de las teorías del “ciclo
corto” y del “ciclo largo” respectivamente, son los más conocidos) en los años veinte y treinta de
nuestro siglo.
Pero no fue Jutglar el único ni el más importante d los economistas de entresiglos que trataron
de diagnosticar el rumbo de la evolución económica y de establecer reflexiones o teorías sobre la
misma. Alfred Marshall fue uno de los más destacados. Con él desapareció de la economía el
concepto de leyes “naturales” y “eternas” y consideró que era necesario olvidarse de la grandiosa
estructura económica global (con origen en A. Smith y la doctrina clásica) e interesarse en el
estudio de las pequeñas e innumerables variaciones económicas, que constituyen los elementos
fundamentales de la actividad económica. Por el contrario, Leon M. E. Walras se propuso
elaborar una teoría económica que estuviera purificada de toda referencia a situaciones
concretas, muy particularizadas, y que dificultase la validez universal de sus resultados y
conclusiones. La nueva teoría económica debía fundamentarse en conceptos abstractos, que
fuesen la pura formalización de las relaciones de dependencia que entrecruzan la actividad
económica real. Ésta es la única vía que, según Walras, conduce a un sistema de conocimientos
económicos que tenga la misma validez lógica que la ciencia matemática. Consciente de que la

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vida económica real es sobre todo un entramado de interrelaciones, quiso establecer una
metodología que permitiera “rastrear” el efecto de cualquier causa a través de esa densa
“maraña” de interconexiones económicas. El resultado de este esfuerzo fue el establecimiento
del llamado “análisis del equilibrio general”, un diseño intelectual que constituye una de las
cimas del pensamiento económico. Sus teorías serían continuadas y perfeccionadas por Vilfredo
Pareto, quien le sucedería en la cátedra de Economía de Lausana.
Thorstein Veblen fue una mezcla de economista, sociólogo, historiador y antropólogo.
Representante de la corriente conocida como institucionalismo –que pretendía acabar con la
divergencia entre realidad y teoría económica-, realizó una aguda crítica de los supuestos
básicos de la teoría económica neoclásica. Su preocupación fundamental fueron los aspectos
teleológicos de la economía. Su actitud fue la de un observador implacable que situándose fuera
del sistema, va señalando todo lo que en su opinión es grotesco y desproporcionado. Su
principal objetivo fue “despertar” a los economistas de su tiempo de los sueños fundados en
planteamientos abstractos y muy limitados. Aunque no fue capaz de elaborar unos supuestos
doctrinales lo suficientemente coherentes como para poder construir sobre ellos un nuevo
sistema de teoría económica, su actitud de escepticismo intelectual y sus múltiples y acertadas
críticas y sugerencias constituyeron materia de reflexión para todos los economistas. Wesley C.
Mitchell, con quien cerramos este apresurado repaso a algunos de los más destacados
economistas de esta época, fue un profundo admirador de Veblen, imponiéndose como tarea
intelectual el tratar de verificar estadísticamente las tesis principales de aquél. De acuerdo con
Veblen, insistía en que las teorías económicas surgen como respuestas intelectuales a problemas
sociales concretos. Antes de intentar dar soluciones a esos problemas es necesario entender muy
bien, en un sentido pragmático, el modelo de sociedad sobre la que se pretende actuar. Mitchell
no llegó a esbozar un sistema de teoría económica. Se limitó a reunir una inmensa cantidad de
datos estadísticos sobre el ciclo económico, realizando interesantes sugerencias sobre la
naturaleza de las fluctuaciones económicas.

3. Consecuencias de la segunda revolución industrial


3.1. CONSECUENCIAS ECONÓMICAS
A partir de 1873, justo cuando principia esta segunda etapa de la revolución industrial, se inicia
un período de descenso general de los precios que probablemente tiene una explicación
fundamentalmente monetaria. Aunque la producción de oro disminuyó algo, fue más decisivo el
triunfo del patrón oro y la desmonetización de la plata, por cuanto el abandono rápido y
generalizado de la moneda de plata ejerció necesariamente un efecto deflacionista. Sin embargo,
este descenso de los precios no estuvo acompañado de una reducción o disminución de la
expansión de la producción y de los intercambios. Por el contrario, en todas las ramas de
actividad fundamentales se asistió a crisis más o menos profundas de superproducción. Éste fue
el caso, por ejemplo, de la industria dominante, la metalurgia, que se equipó, a veces demasiado
deprisa, para hacer frente a las necesidades recién surgidas de la construcción de ferrocarriles.
Por otra parte, la competencia entre el hierro y el acero provocó también, durante cierto tiempo,
dobles empleos y sobreequipo hasta el triunfo definitivo del acero. Un caso aún más claro, y que

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dejó una huella en todo el período, fue el de la agricultura. El elemento esencial fue la puesta en
explotación acelerada de inmensas zonas vírgenes y que, gracias a los progresos de los
transportes, podían inundar Europa de productos agrícolas a bajo precio. En el caso de Gran
Bretaña, por ejemplo, cuya agricultura, al no estar protegida, se enfrentaba con la competencia
internacional, la caída de los precios provocó una auténtica ruina. Otros países, como Francia y
Alemania, reaccionaron mediante un retorno al proteccionismo, cuyos más firmes defensores
serán en adelante las organizaciones agrarias.
Esta fase se puede dar por concluida en 1896. A partir de este año y hasta 1914 se inicia una
nueva etapa, mucho más compleja. En tanto que el desarrollo proseguía e incluso se aceleraba,
la economía mundial se diversificaba y se transformaba profundamente. Durante esos años se
extiende un nuevo período de alza de los precios, alza moderada que coincidió con un aumento
mucho más fuerte de la producción de oro y con la consolidación del triunfo del oro frente a la
plata. El receso de la crisis económica dio paso a un período de crecimiento sostenido y de
fomento del comercio, en el que tanto Alemania como Estados Unidos superaron en la
competencia internacional al Reino Unido. Alemania parecía arrastrar en su desarrollo a una
gran parte de Europa y especialmente a Francia, ya que las relaciones económicas entre los dos
grandes rivales fueron adquiriendo una importancia creciente. La propia rivalidad entre las
grandes potencias constituía un factor de estímulo económico. Alemania y Francia, por poner un
ejemplo, rivalizaron para equipar a crédito los Estados balcánicos, donde construyeron
ferrocarriles y puertos. Por otro lado, los países nuevos desempeñaron un papel cada vez más
importante en el desarrollo mundial; éste fue el caso de los dominios británicos o de América
latina, región esta última por la que se interesaron los cuatro grandes países industriales.
Durante este período, incluyendo ambas fases o etapas, aunque más intensamente en la última,
hicieron su aparición una serie de fenómenos que iban a dar a la economía del siglo XX unas
características muy diferentes a las del siglo XIX. Un primer fenómeno fue lo que podríamos
llamar el advenimiento de las grandes unidades económicas. Esta novedad se produjo
especialmente en aquellos países que alcanzaron entonces la primacía industrial, Estados
Unidos y Alemania, mientras que Gran Bretaña y Francia permanecían a la zaga en este terreno.
Al hablar de concentración industrial es preciso distinguir al menos dos tipos de organización:
los trusts, que surgieron en Estados Unidos, y los cárteles, que se desarrollaron en su mayor
amplitud en Alemania. Los primeros fueron a menudo el producto de individualidades
poderosas, “reyes” de tal o cual producto, en tanto que los cárteles tuvieron un carácter
defensivo y colectivo. No obstante, por intervención de unos y de otros, se crearon en algunos
sectores situaciones de oligopolio.
En estrecha relación con el fenómeno anterior, hay que mencionar la generalización del crédito
y las nuevas formas que adoptó. Sin la extensión de las sociedades por acciones hubiera sido
inconcebible la forma misma del trust. Pero la estrecha interpenetración de los bancos y la
industria, especialmente en Alemania, parece anunciar también una nueva era. Al mismo
tiempo que, en contraste con lo que había ocurrido hasta mediados del siglo XIX, se
desarrollaban nuevas operaciones de crédito, los bancos vinculaban cada vez más su suerte a la
de las grandes empresas industriales, a las que sostenían y en cuya gestión participaban a

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menudo. En esta dinámica, el crecimiento y la concentración de las instituciones de crédito
seguía los mismos pasos y en no pocas ocasiones precedía a la concentración y la organización
en cárteles de la industria.

3.2. CONSECUENCIAS POLÍTICO-SOCIALES


Aunque no nos vamos a detener apenas en él, un análisis que se pretenda completo de esta
época no puede dejar de subrayar el fenómeno del imperialismo colonial. Europa es el centro del
mundo y en una parte de Europa –sobre todo Londres, París y Berlín- se teje una densa red de
relaciones políticas, económicas y diplomáticas que, en mayor o menor grado, envuelve a todos
los países. A partir de los años ochenta se hacen evidentes las manifestaciones de esta poderosa
fuerza expansiva que llega al paroxismo en los últimos años del siglo. Se produce un estallido
imperialista que se distingue claramente de cualquier otra expansión colonial anterior y se
conecta con formas maduras de capitalismo industrial, que multiplican el poderío y la capacidad
expansiva y militar de los países europeos en primer lugar, y luego de Estados Unidos y Japón.
La exaltación de la potencia nacional e imperial, de la primacía de la raza blanca, o británica, o
alemana, el triunfo del darwinismo social y del cientificismo positivista, acompañan y sostiene la
política de expansión colonial y económica. Cuestiones como el reparto de África, la de los
estrechos y Turquía o la de China, juntamente con el aislamiento de Alemania desde comienzos
del siglo XX, propician unas siempre difíciles relaciones internacionales que finalmente
derivarán en la creación de las condiciones que harán inevitable la guerra en 1914.
Pero no todos asumieron una actitud de fatal resignación o de entusiasta adhesión a la política
del imperialismo y ante la perspectiva de un conflicto armado. El mayor número de opositores
surgió de las filas del movimiento obrero, que adquirirá una nueva dimensión y diversas
tendencias o corrientes a partir de los años sesenta del siglo pasado. Es en esa década cuando
surge la Primera Internacional, concebida en un principio como un lazo permanente entre los
sindicalistas británicos y sus homólogos franceses, con quienes habían entrado en contacto con
motivo de la Exposición Internacional de Londres de 1862. Hasta ese momento, las
organizaciones sindicales, significativamente en los dos países antes mencionados, habían
canalizado las protestas y reivindicaciones de una parte de los trabajadores, tratando de obtener
el reconocimiento legal de los sindicatos y la abolición de la desigualdad oficial entre patronos y
obreros. Los sindicalistas británicos, orientados hacia la acción política, trataban también de
obtener el acceso de los obreros al electorado. Con todo, el sindicalismo se fue consolidando,
especialmente en los países más desarrollados, con una orientación de corte más económica y
social que propiamente política, centrándose en las reivindicaciones laborales inmediatas o
inaplazables. Fueron los partidos obreros los que enarbolarían, bien que en estrecha relación
con los sindicatos muchas veces, la bandera de la lucha política y de la revolución social.
Como quiera que en otro capítulo de este libro se aborda con detenimiento la historia del
movimiento obrero en estos años, nos limitaremos aquí a señalar o repetir algunos extremos
que nos parecen importantes a la hora de enfocar las relaciones entre aquel movimiento y la
nueva realidad económico-social que caracteriza el período de la segunda revolución industrial.
El marxismo triunfó en los partidos socialistas de Europa continental después e 1889, con la

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fundación de la Segunda Internacional, de la que provienen los fundamentos ideológicos, y con
el nacimiento, al cabo de pocos años, de los partidos que se inspiraban en esa ideología. Sin
embargo, no hay que olvidar que en los dos países occidentales, Inglaterra y Francia, en donde
las estructuras económicas y sociales eran más avanzadas y la lucha política se desarrollaba en el
marco de instituciones liberales y parlamentarias más arraigadas, el marxismo, aun ejerciendo
una notable influencia, no tenía una posición predominante ni exclusiva en el campo socialista.
En Inglaterra era particularmente fuerte el movimiento de organización sindical, el
tradeunionismo, pero en el plano político se expresaba apoyando las corrientes reformistas de
los partidos tradicionales, especialmente las tendencias radicales del partido liberal. En Francia
la situación era especialmente compleja por la presencia de antiguas tradiciones de lucha
popular, de ideales igualitarios y socialistas, y de múltiples organizaciones. En otros países,
como Italia y España, a la difusión y la hegemonía del marxismo en el movimiento popular la
todavía débil organización de los obreros industriales, se oponía la persistencia de tendencias
anarquistas, alentadas por la prédica y el ejemplo de Bakunin y sus seguidores, que parecían
adaptase mejor a una sociedad todavía principalmente rural y escasamente organizada. Fue en
Alemania donde a través del prestigio y la fuerza de la socialdemocracia, el marxismo triunfó
más plenamente.
Un problema realmente decisivo en este tiempo fue el de las relaciones de los partidos y
organizaciones socialistas con las instituciones del Estado “burgués”, las formas de participación
política y de alianza con otras fuerzas se convirtieron en el tema central del debate en el ámbito
de la Segunda Internacional y de los congresos nacionales. Resultado de todo ello fue la
aparición de diversas tendencias o perspectivas, desde la más “ortodoxa”, durante algún tiempo
defendida por la mayoría de la socialdemocracia alemana y que mantenía el principio de la lucha
de clases y el carácter revolucionario del partido, hasta otra de carácter “revisionista”, que
sostenía la necesidad de colaborar con las fuerzas progresistas de la burguesía, renunciar a la
perspectiva de la dictadura del proletariado y desarrollar las instituciones democráticas. En
realidad, la diversidad y las particularidades de las situaciones nacionales y la complejidad de
los problemas políticos y de las condiciones sociales, tendían a acentuar las diferencias. Bajo la
condena unánime del capitalismo explotador, los diferentes grados de desarrollo económico, las
diversas conformaciones sociales, las tradiciones históricas y el pluralismo de la sociedad civil,
eran elementos que resaltaban los caracteres distintos de diferentes socialismos. Quizá desde
esta perspectiva se comprenda mejor –aparte de otros factores más propiamente coyunturales-
la impotencia de las organizaciones socialistas y sindicales para adoptar una postura común y
oponerse al estallido de la guerra de 1914.
Antes de dar por finalizado este apartado conviene llamar la atención sobre un aspecto que va a
adquirir una importancia creciente con el paso del tiempo: la intervención social de los
gobiernos, o si se prefiere, el intervencionismo estatal. Durante todos estos años el Estado
desempeñará un papel cada vez notable en la vida económica y social. Esta intervención se
produjo en gran medida bajo el imperativo de las preocupaciones –cuando no presiones-
sociales. El primer ejemplo de ello lo constituye la reglamentación del trabajo, y sobre todo el de
las mujeres y niños. Por aquella época, el modelo más acabado lo ofrecía el conjunto de leyes y

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reformas sociales de Bismarck. Pero la reglamentación del trabajo fue imponiéndose un poco
por todas partes. En muchos países la Administración pública favoreció iniciativas tendentes a
estudiar y resolver, bien que con resultados diferentes y casi siempre insatisfactorios en
términos generales, las más acuciantes necesidades e las clases populares, impulsando una
política que al tiempo que favorecía la integración social evitaba o trataba de evitar la marea
revolucionaria que ponía en cuestión al mismo Estado. Una nueva legislación del trabajo y una
articulación diferente de las relaciones laborales –ahora sobre la base de la negociación y no de
la confrontación-, fueron los goznes sobre los que giró este limitado reformismo social.

3.3. CONSECUENCIAS CULTURALES E IDEOLÓGICAS


Nos quedaría por ver de qué manera el nuevo marco económico influyó o repercutió –y a la vez
fue influido- en el campo de la educación y la cultura y en el de las manifestaciones o corrientes
ideológicas. A ello dedicaremos, pues, la última parte de este capítulo. Diversos autores han
puesto de manifiesto que una de las características fundamentales de la segunda revolución
industrial y consecuencia del desarrollo de nuevas técnicas derivado de la aplicación de
conocimientos científicos, más que de la experiencia empírica, fue que la educación formal
pasara a ser más importante que el aprendizaje de taller. Consecuentemente, la educación, que
cada vez más tendió a controlar el reclutamiento del talento, fue adquiriendo una importancia
mayor como clave de la ascensión profesional y, por tanto, social. La alfabetización se
presentaba par muchos como elemento impulsor del conocimiento y del desarrollo, como una
exigencia del progreso económico y de la consecuente modernización social. Sin olvidar, claro
está, las reivindicaciones que en ese sentido venían haciendo grupos y fuerzas diversas de
carácter progresista y que planteaban la educación pública como el mejor antídoto frente a la
conflictividad social, el revolucionarismo o el atraso económico y social. Por otro lado, la
conveniencia de adaptar la instrucción a las necesidades de la economía, de conocer
“científicamente” los procesos y las técnicas de trabajo de las actividades mecánicas y manuales,
impulsó como nunca hasta entonces un tipo de formación técnica que en algunos países,
justamente los más avanzados, daría lugar a una verdadera red de centros públicos de formación
profesional muy a propósito con la eficacia industrial que se perseguía.
Desde 1871, la III República francesa –pionera en este campo- inicia la puesta a punto de un
sistema real y efectivo de educación nacional. Se reconoce la obligación estatal de asumir la
enseñanza y escolarización de todos los niños del país, que sería gratuita, laica y obligatoria, y se
promulgan las medidas oportunas para cumplir estos objetivos: cada departamento tendría su
escuela normal, se celebrarían congresos pedagógicos (en no pocos, por cierto, se elaboraron y
discutieron ponencias sobre la relación entre la enseñanza y el progreso económico y social, la
oportunidad de desarrollar la educación profesional o la necesidad de dar contenido
universitario a las ingenierías y al saber científico de nivel aplicado), se instalarían “casas de
escuela” en todas las aldeas del país, etc. Otros países acompañaron a Francia en este esfuerzo
escolarizador, y aun la misma Gran Bretaña, tradicionalmente indiferente y desdeñosa frente a
la educación popular, mejoró considerablemente a partir de los años setenta tanto los niveles de
asistencia escolar como los contenidos impartidos en las escuelas públicas. Incluso la Rusia

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zarista y autocrática vio crecer el número de alumnos, tanto de las escuelas elementales como de
las secundarias, aprobando en 1908 una ley por la que se instituía la enseñanza primaria
obligatoria. Fue Alemania, sin embargo, la que hizo una mayor apuesta educativa. En Prusia o
en Sajonia, alrededor de 1860 la proporción de niños en edad escolar alcanzaba prácticamente el
cien por cien. Y más importante que los resultados cuantitativos era, todavía, el carácter y el
contenido del sistema, basado en el principio de que la escolarización era una de las piedras
angulares del edificio social y, por tanto, obligación prioritaria del Estado. Así se explica que los
Estados alemanes financiaran generosamente una gama completa de instituciones,
construyendo edificios, instalando laboratorios, y, sobre todo, manteniendo unas facultades
competentes y distinguidas al más alto nivel.
Todo esto, sin embargo, no debe hacer olvidar que la realidad social y económica, pese a los más
que evidentes progresos, distaba de ser idílica, y que en muchos lugares el coste de la
oportunidad de la instrucción la convertía en una prerrogativa casi exclusiva de las clases
adineradas. Ricos y pobres, propietarios y obreros seguían siendo, con todos los matices y
gradaciones que se quiera y pese a los recortes de las desigualdades, las dos caras de una misma
moneda social, cuyos contornos y perfiles quedaban a menudo perfectamente retratados e
identificados a través de las diferentes manifestaciones artísticas y literarias. Manifestaciones
que no ocultaban, antes al contrario, el debate que entonces comenzó a extenderse entre quienes
defendían un arte y una literatura minoritarias y quienes creían en la realidad y las posibilidades
de un arte de masas, de un arte socializado tanto a nivel de la creación como, sobre todo, de la
distribución. La nueva fase de la industrialización creó las condiciones técnicas y sociológicas
que hicieron posible el nacimiento y la satisfacción de una demanda amplia de productos
artísticos y culturales concretos que iban desde el cine y el teatro hasta el retrato, la fotografía o
la novela por entregas, poniendo así las bases de una “democratización” o socialización del arte,
sin parangón con ningún otro período histórico anterior, y que preludia el arte de masas que
advendría tras el final de la Segunda Guerra Mundial y dentro de lo que se conoce
genéricamente como tercera revolución industrial.
Para algunas corrientes literarias de esta época, lo sustancial era la objetividad narrativa y la
aprenhensión de la realidad tal como podía hacerlo el objetivo de una máquina fotográfica. Ése
fue el caso sobre todo del realismo, por cuanto el naturalismo, al exagerar la visión “realista” con
la pretensión de que la descripción resultara especial o doblemente cruda, deformará muchas
veces la realidad. La ciencia, que entonces aparecía también con un afán de objetividad y
claridad, adoptando ya el método experimental para el conocimiento de la naturaleza, influyó
determinantemente en los escritores de esta época y les insufló un ánimo realista, un deseo de
transcribir fielmente los fenómenos humanos, sociales y políticos. Los escritores se mostraron
también muy interesados por los descubrimientos científicos, por los inventos, por las
exploraciones geográficas y los avances de la tecnología en general. El realismo, su forma de
mostrar la realidad, tenía muchas concomitancias con los tiempos pragmáticos que se vivían,
con la revolución industrial, con las luchas sociales que jalonan el siglo XIX; finalmente, con el
capitalismo en ascenso. La nueva civilización forjada por el desarrollo económico, con sus
ciudades, sus fábricas, sus descubrimientos científicos, sus inventos, sus novedades

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tecnológicas, la contraposición entre “lo viejo” y “lo nuevo”, la tradición y la modernidad, la
emergencia de unas nuevas condiciones sociales y de una nueva clase trabajadora, etc., prestará
a los escritores realistas personajes, argumentos, ambientes y temáticas, llevándolos a su
dimensión artística. Flaubert, Balzac, Stendhal, Dostoievski, Dickens, Melville, Galdós, Valera o
Clarín fueron algunos de los más destacados y conocidos.
El naturalismo, como fenómeno literario, conmovió al mundo entero en las últimas décadas del
siglo XIX y tuvo un éxito y una difusión popular extraordinarios. Nació como una
sistematización de la corriente realista francesa que va de Balzac a los Goncourt, pasando por
Flaubert, y aunque el jefe de esta escuela, Émile Zola, esté muy por debajo de sus maestros, tal
vez su misma mentalidad simplificadora le permitió tener una resonancia que no habían llegado
a tener los escritores en los que él se inspiraba. Zola no fue un gran creador como Balzac, ni un
gran artista como Flaubert, pero supo forjar una doctrina literaria que deslumbró como tal vez
no lo habían hecho las geniales novelas de sus antecesores. El naturalismo, como ya
comentamos, viene a ser un realismo dogmatizado, con pretensiones de ciencia, de verdad
absoluta y definitiva, que conduce a la observación de la realidad a unos extremos en los que lo
real se hace teoría, sistema, tesis. Zola estaba convencido de que su manera de entender la
literatura era una especie de panacea universal fundamentada en el más sólido terreno
científico; ese engreimiento, hermano de las actitudes contemporáneas del positivismo, del que
luego hablaremos, tiene una tonalidad entre ingenua y antipática, pero la importancia histórica
de los naturalistas es muy grande, más que por legar a la posteridad obras inmortales, por haber
explotado hasta sus últimas consecuencias toda una óptica narrativa que exacerbaba la crudeza.
Los errores de la justicia, los hijos abandonados, el duro batallar proletarios constituían, entre
otros, habituales recursos para conmover a los lectores, acercándolos a sus problemas
cotidianos. Junto con Zola, otros naturalistas destacados fueron Daudet, Thomas Hardy,
Giovanni Verga, Upton Sinclair, Eça de Queirós o Emilia Pardo Bazán.
Otras corrientes literarias harán su aparición a fines del siglo XIX y comienzos del XX,
continuadoras unas y diametralmente opuestas otras al realismo y al naturalismo dominantes.
Representativa de una concepción minoritaria y claramente contrapuesta a esas dos escuelas fue
el decadentismo, cuyo primer y más significado adalid fue el novelista francés, de origen
holandés, Joris Karl Huysmans. Frente a la verdad definitiva de un Zola, frente a la temática
social y la profundización en lo real y cotidiano, Huysmans y los literatos decadentistas
opusieron un refinamiento delirante en el que el sueño de la realidad reemplazaba a la realidad
misma. Los protagonistas de sus novelas, en las antípodas de los personajes centrales de las
obras realistas y naturalistas, se muestran hastiados de una vida y de una sociedad que ha
puesto en primer plano el valor de la homogeneización y uniformidad, la producción en serie, la
emergencia de la masa o la socialización del arte y del ocio, y se consagran a una existencia
alucinantemente artificial y exquisita. El dogma naturalista de tratar sólo lo bajo y lo vulgar se
invierte aquí en un audaz desafío que iba a abrir las puertas a una estética muy diferente que
anunciaba nuevos tiempos para la literatura y el arte.
Al igual que en literatura, el realismo pictórico contó con numerosos y buenos cultivadores
desde mediados de siglo, siendo quizá su principal representante el francés Gustave Courbet.

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Sólo se interesaban por el mundo visible y consideraban que su tarea era mostrarlo tal cual era.
Y sin embargo su estilo frecuentemente no era fotográfico. Sabían escoger con acierto los
detalles de la naturaleza o del objeto pictórico capaces de expresar lo esencial. Tal es el caso, por
ejemplo, de Un entierro en Ornans, una de las más célebres obras de Courbet y que encierra un
tema absolutamente cotidiano observado con fría objetividad. Un examen profundo de este
cuadro muestra que las formas han sido simplificadas para destacar lo que Courbet consideraba
esencial, suprimiendo todo detalle fortuito.
La influencia de este pintor sobre Manet establece un puente de unión inicial entre el realismo y
los impresionistas. El impresionismo, vertebrador en sus orígenes del arte moderno, responde a
un tipo de estética que parte de los acontecimientos sociales, culturales y científicos de los años
en torno a 1870. Y como la invención de la fotografía facilitaba la reproducción fiel del mundo
visible, resultaba innecesario llegar más allá del realismo de Courbet. Por otra parte, las
investigaciones de Chevreul en el campo del color y de la óptica demostraron la descomposición
de la luz en colores fundamentales registrados en la retina según ciertas leyes, por las cuales el
ojo percibe sólo manchas luminosas modeladas por el color. En consecuencia, para captar la
realidad óptica esencialmente luminosa y pasajera, los pintores impresionistas (Manet, Monet,
Degas, Toulouse-Lautrec, Renoir, etc.), hubieron de interesarse con preferencia por la
naturaleza, por la luz siempre cambiante del paisaje y los espectáculos más fugaces. Abandonan
el estudio o taller y se instalan al aire libre, en plena naturaleza, aplicando el color puro en
pequeñas manchas separadas para reconstruir así la plenitud luminosa y el movimiento de las
cosas. Y aunque considerados independientemente es posible que los temas tratados por los
impresionistas carezcan de importancia, vistos en conjunto reflejan la vida de la época. Por otro
lado, conviene tener presente que estos pintores tienen mucho que ver con la iluminación a gas
y luego con la electricidad, como muestra su interés más que evidente por las escenas nocturnas,
cuadros célebres como Un bar en el Folies-Bergère de Manet, Le Moulin de la Galette de
Renoir, Mujeres en un café de Degas y muchos más, muestran los faroles encendidos y esa
tonalidad glauca que sólo produce la luz artificial.
Los innovadores de finales de siglo no tardaron en poner en tela de juicio los propios principios
del impresionismo, preguntándose si más allá de lo momentáneo, la atmósfera siempre variable
o el ambiente luminoso, efímero y fortuito, no debía buscar la pintura una significación más
permanente y, además, estudiar la estructura y la forma con preferencia a las apariencias.
Seurat, cuya técnica se llamó “puntillismo” y cuyas formas son ya tan precisas y estilizadas que
parecen cas abstractas, inicia el llamado “neoimpresionismo”, con el que se abre una nueva
etapa en el arte moderno. Otro “rupturista” fue Gauguin, que se rebela contra todos los
convencionalismos de su época y se siente fascinado por las civilizaciones primitivas. Su
grafismo y sus planos anuncian ya, en cierto modo, el expresionismo y el simbolismo. Por su
parte, Van Gogh no se interesa por la belleza abstracta y busca con afán exaltar lo que juzga
significativo o expresivo. Por ello se le ha considerado como precursor también del
expresionismo. Finalmente, y quizá aquel que tuviera de todos éstos una mayor trascendencia
de cara al futuro de la pintura, habría que mencionar a Cézanne y la importancia primordial que
concedió a la estructura, combinándola con sus teorías de la luz. Se puede decir que con él –

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como se advierte, por ejemplo, en sus obras Naturaleza muerta en el cesto (1888-1895), El
muchacho del chaleco rojo (1890-1895) o Las grandes bañistas (1898-1905)- comenzó la
insospechada aventura del arte moderno, que estriba en someter las formas de la naturaleza a
las necesidades de la composición, de la misma manera que los avances técnicos y científicos
propiciados por la segunda revolución industrial la habían sometido a las necesidades del
desarrollo económico y humano. La realidad aparente tiene para Cézanne una importancia cada
vez más relativa. Por otro lado, tratará de llegar al volumen únicamente por el color y no por los
juegos de la luz, siendo ésta probablemente su principal aportación al arte de la pintura,
abriéndole de paso un camino inédito que habría de recorrer ya en pleno siglo XX.
El realismo, que como hemos visto afectó por igual a productores de imágenes visuales y a
escritores, encontró en la fotografía un imprescindible aliado. Su legión de seguidores se va a
adelantar, con su actitud, a la nueva posición de los pintores. La fotografía decimonónica,
especialmente desde el momento en que se democratiza y en estrecha relación con los
constantes perfeccionamientos de sus técnicas, no nos ha legado sólo la imagen individual de
millares de personas de toda condición social; está también el resultado del esfuerzo colectivo:
perspectivas urbanas, fábricas, maquinarias, así como los acontecimientos célebres o efímeros
de las clases populares. Huelgas, reuniones sindicales, trabajos cotidianos y acontecimientos
bélicos son registrados por el objetivo. En otros niveles, durante el período comprendido entre
el final de la Comuna de París y el triunfo de la Revolución rusa, se asiste no ya a la divulgación
masiva de la imagen fotográfica, sino a la popularización del instrumental que permite a
cualquiera convertirse en fotógrafo. En 1888, George Eastman lanzó su famoso Kodak (palabra
inventada para su fácil adaptación a todos los idiomas), aparato de pequeño formato y cuyo bajo
precio y ligereza eran verdaderamente revolucionarios. La máquina fotográfica entró así a
formar parte del elenco de objetos adquiribles por todas las familias de la clase media,
permitiendo la privatización total de la imagen. Al mismo tiempo, en las manos de todo
ciudadano y unida a otros factores, la máquina fotográfica llevó a sus últimas consecuencias las
premisas democráticas que se anuncian con las primeras imágenes impresas. Ante esta realidad,
resultarían infructuosos los esfuerzos de ciertas clases dominantes por mantener la vigencia
aristocrática de unas distinciones de “calidad” que privilegiaban a los detentadores de ciertas
imágenes “únicas” e “irrepetibles”.
Finalmente, conviene señalar que el hallazgo en el que culminan las diversas experiencias
fotográficas es el cine, nuevo medio cuyos rudimentos se habían echado desde hacía mucho,
pero que no pudo convertirse en una realidad operante hasta que los Lumière no hicieron su
primera proyección pública en el Grand Café el 28 de diciembre de 1895. Sus primeras películas
mostraban temas bastante banales, eran más bien meros ejercicios puramente testimoniales: La
salida de los obreros de la fábrica Lumière, La llegada del tren, La demolición de un muro, El
mar, etc. A pesar de ello, la reacción de los espectadores fue inusitada: todos quedaron
maravillados de que se pudiera mostrar de modo tan veraz el movimiento; si la fotografía había
reproducido la realidad –se suponía- tal como era, el cine permitía la reconstrucción misma del
tiempo desarrollándose, “volviendo”, con cada repetición del espectáculo. La historia de este
nuevo medio hasta fines de la Primera Guerra Mundial es la de su perfeccionamiento técnico y

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paulina consolidación comercial. Los diversos géneros que alcanzaron desarrollo más tarde
(ciencia-ficción, aventuras, reportajes, dramas, etc.), así como los rudimentos de una gramática
propia del cine, se crean durante estos años para las pantallas mudas de todos los países: los
aportes de Méliès, Porter o Griffith tienen como telón de fondo, la consolidación de los primeros
imperios industriales cinematográficos, los cuales empiezan a controlar la producción con
criterios normalizadotes, similares a los de cualquier otro producto industrial. Sin duda, en la
historia de la densificación iconográfica y de su consiguiente democratización, el cine ocupa un
lugar de privilegio.
Nos quedaría ya para terminar una breve reflexión sobre lo que podría llamarse la cobertura
filosófica de la segunda revolución industrial. En este sentido habría necesariamente que
comenzar refiriéndose a la entronización o divinización de la ciencia y de la técnica que ahora
tiene lugar, de la mano sobre todo del positivismo, de Augusto Comte, su principal cultivador, y
de sus discípulos.
El positivismo es el romanticismo de la ciencia. La tendencia propia del romanticismo a
identificar lo finito con lo infinito es transferida y realizada por el positivismo en le seno de la
ciencia. Con el positivismo, la ciencia se exalta, se considera como única manifestación legítima
de lo infinito y, por ello, se llena de significación religiosa, pretendiendo suplantar a las
religiones tradicionales. Según otros autores, el positivismo es una parte integrante del
movimiento romántico del siglo XIX, presentado por sus seguidores como único fundamento
posible de la vida humana individual y social. Lo que aquí nos interesa subrayar es que esta
tendencia acompaña y provoca el nacimiento y la afirmación de la organización técnico-
industrial de la sociedad, fundada y condicionada por la ciencia. Expresa las esperanzas, los
ideales y la exaltación optimista que han acompañado esta fase de la sociedad moderna que
encarna en la llamada segunda revolución industrial. Y es que el hombre ha creído en esta época
haber hallado en la ciencia la garantía infalible de su propio destino. Por esto, como hace el
positivismo, ha rechazado, por inútil y supersticiosa, toda alegación sobrenatural, y ha puesto lo
infinito en la ciencia, encerrando en las formas de la misma la moral, la religión, la política, la
totalidad de su existencia, en suma.
Con antecedentes en Saint-Simon y Stuart Mill, el llamado positivismo “social” –forma histórica
fundamental de este movimiento, junto con el positivismo “evolucionista” de Spencer-, encarna
esencialmente en Augusto Comte. La idea fundamental de Saint-Simon es la de la historia como
un progreso necesario y continuo, llegándose finalmente a una etapa en la que la filosofía
positiva se convertirá en el fundamento de la organización social. El sansimonismo tuvo en
Francia una notable difusión: contribuyó poderosamente a formar la conciencia de la
importancia social y espiritual de las conquistas que la ciencia y la técnica alcanzan. Esta
conciencia determinó, por un lado, una actividad provechosa par el desarrollo industrial
(ferrocarriles, bancos, industrias, incluso la idea de los canales de Suez y Panamá se debe a
sansimonianos); por otro lado, originó corrientes socialistas, tendentes a una organización más
armónica y justa de la vida social. De su filosofía partió el fundador del positivismo, el francés
Comte. Sin duda, la parte de su obra que ha tenido mayor resonancia, directa o polémica, es su
teoría de la ciencia, si bien su verdadero propósito fue establecer una filosofía de la historia a

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partir de su conocida ley de los tres estados sucesivos, teológico o ficticio, metafísico o abstracto,
y científico o positivo, que representan tres métodos diversos para encauzar la investigación
humana y tres sistemas de concepciones generales. El primero sería el punto de partida
necesario de la inteligencia humana; el tercero, su estado fijo y definitivo; el segundo estaría
destinado únicamente a servir de transición. Comte concibe la ciencia como dirigida
esencialmente a establecer el dominio del hombre sobre la naturaleza, siendo la formulación de
las leyes de los fenómenos el fin de la investigación científica y, por tanto, la “previsión” y la
“acción” –científica- del hombre sobre todo lo que le rodea. Discípulos y continuadores de la
obra de Comte fueron, entre otros, los franceses Laffitte, Littré –que incide sobre todo en la
conexión entre ciencia y desarrollo social- y Renan, los ingleses Congreve y Lewes, los italianos
Cattaneo y Ferrari, el alemán Dühring o los españoles Luis Simarro y Sales y Ferré.
Aunque su figura y su obra merecen sin lugar a dudas un comentario más extenso, nos
limitaremos aquí a subrayar la importancia del pensamiento de Nietzsche y, sobre todo, su
propuesta de una nueva tabla de valores, los “valores vitales”, que en cierto modo han entrado
en la consideración del pensamiento filosófico y científico, y constituyen la mejor contribución
de su doctrina a la problemática de la filosofía contemporánea. Entre las múltiples derivaciones
de sus tesis, nos parece oportuno destacar sobre todo aquella que subraya sus reflexiones sobre
la competencia y la lucha por la vida y que, en clara relación con la dimensión económica y
social del período de la segunda industrialización, encierra la actitud o la toma de postura del
filósofo. La vida, en su opinión, es dolor, lucha, destrucción, incertidumbre, error. Es la
irracionalidad misma: no tiene, en su desarrollo, orden ni finalidad, el azar la domina, los
valores humanos no encuentran en ella ninguna raíz. Dos actitudes son entonces posibles frente
a la vida. La primera, de renuncia y fuga, conduce al ascetismo y es, según Nietzsche, la actitud
propia de la moral católica y de la espiritualidad común. La segunda es la de la aceptación de la
vida tal como es, en sus caracteres originarios e irracionales, y conduce a la exaltación de la vida
y a la superación del hombre. Ésta es la actitud e Nietzsche. Toda su obra está encaminada a
esclarecer y defender la aceptación total y entusiasta por la vida. Sólo la aceptación integral de la
vida transforma el dolor en alegría, la lucha en armonía, la crueldad en justicia, la destrucción
en creación y renueva profundamente la tabla de los valores morales. La aceptación infinita de la
vida se convierte así en el símbolo de la negación de todo límite humano. Es, en suma, el intento
de divinizar al hombre, de constituir el superhombre. Las doctrinas de Nietzsche influyeron más
o menos decisivamente en otros autores, muchos de los cuales al poner el acento también en la
competencia y la lucha por la vida, afirmaron el primado de la acción sobre cualquier otra
consideración teórica. Ése fue el cas de George Sorel, defensor de un tipo de “sindicalismo”
asentado en la lucha de clases, la huelga general y la violencia como forma de guerra de la clase
obrera contra la burguesía. El socialismo crearía finalmente, según Sorel, una sociedad de
hombres libres en permanente progreso. Sus ideas tendrían influencia notable sobre el
movimiento político-social de los primeros decenios del siglo XX. El fascismo italiano y el
comunismo ruso tomaron de él algunas de sus tesis características.
Otras escuelas y corrientes, desde el espiritualismo hasta el realismo, pasando por el
neocriticismo, el historicismo o el pragmatismo, trataron de dar respuestas a los interrogantes

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permanentes del ser humano y, al mismo tiempo, a aquellos otros más contingentes y
contemporáneos que ponía al descubierto un desarrollo económico y unas transformaciones
sociales y en menor medida políticas desconocidas hasta entonces. Comprensivas unas y críticas
otras, todas ellas configuran el laboratorio desde el que se intentó clarificar y, en su caso,
remediar o solucionar las numerosas y diversas aristas de una realidad compleja y cambiante
como fue la que cubre el período de la segunda revolución industrial.

Bibliografía
ABBAGNANO, N., Historia de la filosofía, Barcelona, Montaner y Simón, 1978. De imprescindible
consulta para el análisis de las corrientes ideológicas y filosóficas que nacen y se desarrollan
durante el período objeto de estudio.
ARIÈS, Philippe y DUBY, George, Historia de la vida privada, t. 4: De la Revolución francesa a la
Primera Guerra Mundial, Madrid, Taurus, 1989. Una aproximación al mundo privado y a las
formas de vida familiares y sociales, donde se destacan las transformaciones habidas como
resultado del cambio económico propiciado por la segunda revolución industrial.
CAMERON, Rondo et al., La industrialización europea. Estadios y tipos, Barcelona, Crítica, 1981.
Es una obra cardinal para todo lo relativo a los procesos d industrialización en Edmundo
occidental, con especiales aportaciones para algunos de los países más significativos o
paradigmáticos.
CARDWELL, Donald, Historia d la tecnología, Madrid, Alianza Universidad, 1996. Muy buena
síntesis de los avances tecnológicos que tienen lugar en esta época, así como sus consecuencias
en los procesos productivos y en la vida de la sociedad.
FIELDHOUSE, D. K., Economía e imperio. La expansión de Europa (1820-1814), Madrid, Siglo
XXI, 1977. Fundamental para conocer los avances económicos en Europa y la emergencia de un
nuevo imperialismo de cuño económico y político.
FISCHER, W., El fin de una era de estabilidad, 1900-1914, Barcelona, Crítica, 1986. De obligada
consulta para comprender los cambios –sobre todo, económicos- producidos en el mundo
occidental desde fines del siglo XIX y el largo plano inclinado hacia la Primera Guerra Mundial.
HABAKKUK, H. J. y POSTAN, M. (dirs.), Historia económica de Europa, t. VI – parte I: Las
revoluciones industriales y sus consecuencias: renta, población y cambio tecnológico, Madrid,
Editorial Revista de Derecho Privado, 1977. Estudio conjunto muy completo y riguroso dedicado
al origen y desenvolvimiento del sistema industrial moderno.
HEADRICK, D. R., Los instrumentos del Imperio. Tecnología e imperialismo europeo en el siglo
XIX, Madrid, Alianza, 1989. Muy clarificador respecto a las relaciones entre el mundo
económico y el político e ideológico y la configuración del imperialismo europeo en el
ochocientos.
KEMP, Tom, La revolución industrial en la Europa del siglo XIX, Barcelona, Libros de
Confrontación, 1979. Interesante todavía hoy como marco general de estudio de los procesos
industrializadotes en Europa, con acertados análisis comparados y especial atención a toda la
problemática interpretativa.

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KRANZBERG, Melvin y PURSELL, Carroll (eds.), Historia de la tecnología. La técnica en Occidente
de la prehistoria a 1900, Barcelona, Gustavo Gili, 1981. Las más importantes reflexiones sobre
las innovaciones tecnológicas y sus múltiples desarrollos en los diferentes planos económico,
social y cultural, se encentran en este libro, escrito con amenidad y soltura.
LANDES, D. S. et al., La revolución industrial, Barcelona, Crítica, 1986. Obra colectiva, donde
cada uno de los autores se ocupa de la industrialización en un país o en un conjunto de ellos,
precedido de una magnífica introducción general y de una reflexión metodológica final llena de
sugerencias y aciertos.
MARTÍNEZ-ECHEVARRÍA, Miguel A., Evolución del pensamiento económico, Madrid, Espasa-
Calpe, 1983. Monografía muy completa y didáctica para conocer las principales escuelas
económicas y los más notables economistas de esta época.
NÉRÉ, Jacques, Historia contemporánea, Barcelona, Labor, 1982. Puede utilizarse como manual
claro y ordenado para abordar tanto las consecuencias económicas como las de carácter político-
social de la segunda industrialización.
NIVEAU, Maurice, Historia de los hechos económicos contemporáneos, Barcelona, Ariel, 1977.
Estudio ya clásico, pero que no ha perdido su vigor, sobre la situación económica en Occidente,
los ciclos económicos, las novedades introducidas por la segunda industrialización respecto a la
primera, etc.
RAMÍREZ, Juan Antonio, Medios de masas e historia del arte, Madrid, Cátedra, 1981.
Significativa por sus aportaciones en el campo de las consecuencias artísticas y culturales de la
llamada segunda revolución industrial.

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