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por Tradiciones
Por: Carlos Dragonné y Elsie Méndez
Primero, debe quedarnos claro que México no fue una colonia, sino un virreinato,
lo que causo que la colisión de dos formas de entender la comida fuera inmensa.
Antes de la llegada de los españoles, la dieta de las culturas prehispánicas se
basaba ampliamente en platillos de maíz con chiles y hierbas, usualmente
complementados con frijoles, jitomates o nopales. También incluían vainilla,
tomatillos, aguacate, guayaba, papaya, sapote, mamey, piña, jícama, calabaza,
papa dulce, cacahuates, achiote, huitlacoche, pavo y pescados. Para la segunda
década del siglo XVI, la invasión española también significó la llegada de unas
grandes variedades de animales, como el ganado, gallinas, cabras, ovejas y
cerdos. Y no solo eso, pues también llegó el arroz, el trigo, la avena, el aceite de
oliva, el vino, almendras, perejil y muchas especias que se fusionaron con la
cultura y, eventualmente, se convirtieron en parte de la cocina indígena.
Sin embargo, no debemos confundir esto como una fusión completa, pues los
españoles no alteraron la comida mexicana, sino que trajeron ingredientes que
sólo exponenciaron su potencial. La cocina mexicana que se desarrolló a través
de este intercambio es compleja y una de las razones por las que es una de las
más grandes cocinas de todo el mundo.
Díaz describe la alimentación tan rica que podía ser fácil abandonar por ella hasta
sacrificios rituales. También había cacao y en grandes cantidades. Había pasteles,
como Díaz los llamaba, hechos de maíz y “eran traídos en platos cubiertos con
servilletas limpias.” Descibre los pasteles de maíz como hechos con huevos y
otros ingredientes.
Utilizaban el metate, una herramienta hecha con piedra volcánica que se usaba
como una piedra de moler o el molcajete, que era más pequeño y que se utilizaba
como el mortero para moler y machacar ingredientes en un molcajete que podía
ser de piedra, madera, cerámica o mármol.