Hallándose aburrido en una noche de insomnio, a oscuras en su habitación, se propuso la
descarga de Tinder, más para divertimento personal que por la esperanza de hallar fémina alguna. Hacía rato que había perdido el consuelo por encontrar mujer que le interesase lo suficiente. De buen porte, con buen gusto para la ropa, en demasía atractivo para el sexo contrario, carismático e inteligente, no era dificultoso para sí ganarse el libidinoso deseo del sexo opuesto. Pero ya con tantas en su prontuario, ninguna cumplía las expectativas que él asignaba a la fémina perfecta. Pero allí estaba ella, atrayéndolo, acariciando su alma con el limpio océano de sus ojos azules, con su reluciente piel trigueña clara y sus sofisticadas costumbres. Era un inaudito que una mujer de su tipo, tan excesivamente elevada en nivel, haya sido su tesoro encontrado en aquella noche dónde, casualmente, se descargó una aplicación por mero ocio nocturno e incentivado por el capricho del sueño en llegar con demora. Se creía el hombre más afortunado del mundo, puesto que compartiendo la mesa con ella, con su mera presencia, sentía la misma satisfacción en su compañía que la propiciada en su retina por su belleza. Más en el trascurso de la noche, en sus citas a Séneca y su absoluta comprensión de las teorías de Einstein, con sus reflexiones profundas sobre la caída de los imperios antiguos y el devenir de nuestra historia, es dónde se sintió seducido por un amor platónico, en el sentido original del término. Tal y como un engranaje que encaja perfecto con otro, girando en una danza de mutuo empuje, así sentía la personalidad de ella a medida que echaba luz al respecto, desvelando características que ella tenía de sobremanera y que él carecía casi por completo. Viendo en su dulce persona la fuente inagotable de perfeccionamiento de sí mismo, al beber esas aguas que de su ser emanaba para que él aprenda de todo. No podían ser menos especiales los roces de piel, que más que el efecto epidérmico común, eran en el tacto de una caricia, al sujetarle la mano, percibido como un cálido beso de dos pequeños preadolescentes. Mientras bailaban, sus miradas lo hacían con un mayor ritmo que sus cuerpos, donde los ojos para dónde se moviesen eran seguidos por los de uno o por los del otro, en una búsqueda perpetua de quien nunca quiere alejarse, porque ya siente a quien busca como propio. Aunque no solo en lo imperceptible por los sentidos era grandiosa y maravillosa, sino también en todo lo visible y, aunque vano en su valor trascendental, no dejaba de tentar a sus impulsos primales a la unión física con la hembra que estaba a su lado. Y, por esto mismo, no demoraron esos instintos en fusionarse en el deseo que ella despertaba en su alma hasta desbordar la pasión, buscando concretar ese anhelo de su cuerpo y espíritu, siendo por esto mismo que en la madrugada marcharon a un lugar privado e íntimo. Calmada y serena, con la ataraxia y la aponía como parte de su pulida personalidad, subió junto con él al departamento en elegante paso. Mientras el recorrido se concretaba, no despejaba la miraba de su proporcional y armónico cuerpo, con piernas largas, firmes pechos de tamaño mediano y una retaguardia solo comparable a un corazón de voluptuosas carnes firmes. Solo la figura propia de la totalidad de su cuerpo, que sus curvas se dibujaban con la suavidad de la fluidez del líquido que se escurre, se hacían más bellas, con el danzar de sus caderas en cada paso dado, a cada parte individual del mismo. Solo recubierto de sus caricias y conectados como uno por sus labios, en la penumbra de su habitación, dónde alguna vez la conoció por la vulgar aplicación, pronto se volvió la unificación de la piel de dos cuerpos desnudos y entrelazados. Solo en la suave acogida de la superficie del colchón, su grado de intimidad se tornó de una dimensión de otra escala, la de la proximidad genital. Entre las sábanas, aún sin que sus piezas íntimas se encontrasen, decidió que la mejor preparación previa a la consumación de su naciente amor, era deslizar su mano hacia el encuentro de su vulva. Y allí, húmeda, pegajosa, tan o más suave como esperaba, con sus delicados labios apilados a un costado, pero fría y cerrada, algo anómala por su forma redondeada, se hallaba el orificio codiciado, entre escamas.