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Era un día más de camino al colegio, la pereza agobiaba mi movimiento y eso hacía peligrar mi

integridad mental, es decir ¿Y si llego y ya hay gente? ¿Qué se supone que deba hacer cuando
me miren entrar? Ciertamente, nunca supe que hacer en esas situaciones, envidio a quienes
incluso las buscan. Apenas tengo 12 años, es mi primer día de secundario, todavía extraño la
escuela primaria y la sencillez de mi infancia. Ser un puberto no es fácil, mi familia, los Rawson,
me exigen como si fuese de una especie de elite aristocrática, cuando mis orígenes humildes
ya delimitan que mi futuro no será, precisamente, reluciente; por más esfuerzo que haga.

Entré a la escuela, ya habían izado la bandera, por tanto, llegué tarde y eso significaba estar a
la merced de las miradas de esas criaturas fastidiosas que llamamos prójimos. Mi mano tembló
al tocar el manubrio de la puerta, una de metal pintada pobremente con una pintura que no
era para metales. La infraestructura pública no es la mejor, pero me animé y abrí, pasando con
la mirada en el suelo e intentando ignorar la percepción de otros. El peso de los ojos no
demoró en cargar mi espalda, al final, me llené, no de vergüenza, sino incomodidad
¡Endemoniadamente incómodo! Pero un vacío, prontamente, me dio un respiro de este
yunque psíquico.

Tímidamente, con mesura, subí ligeramente mi mirada, mirando de lado a la dirección de esa
ausencia; eran dos chicas ¡Me ignoraban! ¡Qué bien! Estaba a punto de sonreír, pero el sonido
de risas graciosas me volvió a fruncir el ceño y hacer decaer mis labios. Volví a ver el piso y me
dirigí a mi mesa, temblando mientras intentaba no oír los comentarios despectivos de mis
“compañeros”. Por estas razones prefiero llegar temprano, ir directo al salón e impedir incluso
formar fila para izar la bandera. Como no hablo mucho, mis expresiones faciales son limitadas
y soy desalineado, demasiado desprolijo, soy visto como una criatura rara y eso me llena de
burlas y dichos de desprecio.

Mientras sacaba mi carpeta y mi cartuchera, no desperdicié oportunidad para ver a las chicas.
Por supuesto, sostener la mirada a otra persona me daba ansiedad, por eso lo hacía disimulada
y brevemente. En esos cortos lapsos, pude notar como estaban sumergidas en una
conversación, su diálogo era relajado y atento, no era emocional e impulsivo, ni ruidoso, como
el resto de salvajes con quienes compartía el aula. Por primera vez, sentí un genuino interés
por otras personas ¿De qué hablaban? ¿Por qué no eran como los demás? Tal vez podrían ser
como yo, quizás podría congeniar ¡Mi corazón se aceleró, pero no por timidez, como de
costumbre!

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