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Desasosiego puro y lentamente degradante, es así como Sarah Peterson acurrucaba sus días en el
cajón de recuerdos empolvados por las estrellas de su mente. Se encontraba sentada en su cocina
plenamente verde aceituna, con una pobre lágrima cayendo libremente de forma apática hacia sus
esponjosos labios color bermellón. La tarde desprendía sus últimos rayos de luminosidad, mientras la
angustia recorría cada punto de su esófago, siguiendo el recorrido de aquel té de rosa mosqueta sin
endulzar y tristemente helado el cual intentaba terminar hace efectivamente dos noches.
La noche comenzaba a abrazarla con sus azulados rayos de oscuridad, las nubes rellenaban cada parte
del cielo y Sarah seguía pensando en silencio, casi a punto de quebrarse, en su condenada soledad.
Deseaba ser amada por al menos un instante, tal vez podría estar en paz al comprender que su amor
verdaderamente existió. Mientras esa sea la verdad, siempre podría volver a sentir aunque sea por un
instante lo que significa estar viva.
Sus ojos, antes atiborrados de luz y brillo, ahora se limitaban a mirar hacia la esquina de su biblioteca
vagamente barnizada sin intenciones de seguir existiendo. Ya no era capaz de contar los días desde su
última ducha, ni tampoco de sentir más que un vacío colosal en su pecho. Tomó valor para levantarse
y echarse a dormir, sus piernas se sentían dormidas y su cabeza le pesaba. Subió sus viejas escaleras
de roble, deslizando con gran desgano su mano por la barandilla, palpando cada imperfección con su
dedo índice. Al llegar a su cama, dejó caer su cuerpo en las sucias y sedosas telas, solo para sentir
algo más que ofuscación, pero nuevamente, le resultó indiferente. Cayó en un sorprendente estado de
paz al cerrar los ojos.
Una luz incandescente hizo que Sarah despierte de su escape nocturno. Miró de manera desganada
hacia un punto indefinido mientras, sentada en la esquina de su cama, pensaba en la manera más
eficaz de no destruir su vida por completo nuevamente. Solía pensar a su mente como un agujero
negro el cual destruía todo lo que podía llegar a ser bueno, dejándola con un vacío monumentalmente
gigantesco. Era una chica naturalmente sintiente, febrilmente sensible y meditabunda. Jamás pudo
consolidar siquiera una fugaz amistad. Apenas se permitía emprender una charla con los ancianos del
barrio que jubilosamente la saludaban en el almacén, la cual comenzaba con una sonrisa y culminaba
con un nervioso “adiós” particularmente bajo. Al llegar a su casa de la agitada odisea, la cual consistía
en su compra semanal en el comercio ubicado justo a un costado de su casa, se sentaba en el suelo de
la biblioteca y dedicaba su tiempo a pensar. Su fina residencia, suntuosamente espaciosa y
curiosamente oscura, sus techos, escalofriantes y fríos, la ahogaban en el misterio de las ideas que
causaban su inmensidad y refinada altura. Desde su habitación podía ver los formidables árboles que
se mecían junto a la ventana. En las tormentosas noches de diciembre creía que la furia ventosa que
lograba apreciar desde la cama le otorgaba un cierto tipo de poder, o al menos eso sentía.
La familia de Sarah era prácticamente inexistente en su vida. Su madre alcohólicamente violenta, le
recordaba a su soledad infantil, jamás la visitaba, y trataba de esquivar aquellos pensamientos en los
que asomaba su maternidad fallida. Se independizó cuando cumplió dieciocho, y jamás volvió a verla.
Un cinco de diciembre, Sarah dejó su pasado en aquel infierno de cuatro paredes y un baño. El
escapar de su casa fue el acto de amor más profundo hacia su propio ser, sentirse al menos un poco
digna de mejoría, fue su verdadero renacimiento. Caminó días sobre campos atestados de aquel verde
moco que tanto le hacía sentir. Llegó finalmente a WildthFort, un pueblo rodeado de montañas y
poéticos arroyos de agua ligeramente contaminada por heces de vaca. En su mente recordaba un papel
que encontró en la página 147 de un libro azul Francia cuando tenía apenas seis años. “Mamá -
WildthFort, Nº 11 de la calle Rossmoor” La letra era violenta y ligeramente volcada hacia la derecha.
La madre de Sarah mencionó que su abuela yacía sin vida en el cementerio del WildthFort hace al

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menos veinte años. Muy dentro suyo, Sarah rezaba para que aquello fuese una de las habituales
mentiras de su madre.
Cuando Sarah se cansó de existir gozosamente observando la imponente naturaleza a su alrededor,
caminó hacia la dirección deseada, manteniendo su cara inexpresiva mientras temblaba. Miró hacia su
derecha, un vistoso pedazo de madera colocado justo a la izquierda de la puerta indicaba el número
once de la calle Rossmoor. Luego de llamar a la puerta vio cómo la manija comenzaba a moverse. A
la altura de sus ojos se encontró con una señora maternal, sus ojos transmitían empatía y su largo
cabello color cacao le recordó a lo que alguna vez fue, una niña con esperanzas de ser humanamente
feliz. Explicó, luego de tragar algo similar a un ovillo de lana saciado de angustia, su situación, quién
era y qué hacía allí. Sin pensarlo demasiado, enlazaron sus selváticas almas en un cálido abrazo.
Desde aquel momento Sarah vivió con su abuela, cada instante generado por su amada presencia le
generaba una alegría inconmensurable. Jamás sintió tanto amor por nadie, mucho menos por ella
misma.
Solían tomar té en los verdosos céspedes del pueblo, caminar y reír sobre cualquier mínima cosa que
les hacía sentir algo. Un día soleado, Sarah se levantó felizmente motivada, para encontrar a su abuela
reposando pacíficamente en su cama. En ese momento, entendió que la vida era fugaz, como una
estrella, perdidamente hermosa pero causante de explosiones capaces de destruir todo a su paso. Le
gustaba pensar a su abuela como aquel meteoro brillante que vio pasar de pequeña en una noche
despejada, nunca supo de dónde venía, ni a dónde iba, pero su paso fue eternamente maravilloso y
viviría infinitamente dentro de sus atesorados recuerdos.
Lloró días enteros su gran pérdida. Cayó gravemente en un pozo el cual se agigantaba cada día. Es así
cómo es que se encontraba tan pesada y afligida. Luego de lo ocurrido, lo único en lo que encontraba
anhelos era en mirar al cielo, buscando alguna estrella fugaz, para al menos sentirse cerca a la única
persona que amó.
Sarah seguía sentada en la esquina de su desastrosamente elegante y poética cama. La noche era
particularmente fresca para ser pleno verano, una ráfaga de viento abrió gentilmente su ventana, lo
cual dio lugar a observar sus espesos y tupidos árboles, logró observar a través de ella a un extraño
chico caminando sobre su vereda. Su cabello era anaranjado y parecía sucio. Lo observó caminar de
esquina a esquina, mirando hacia sus pies, totalmente afligido.
La estación de tren se encontraba justo en frente de su casa, el infrecuente sujeto caminó hacia las
vías. Sin fluctuar, Sarah se encontró con la necesidad de correr hacia la escena. La noche era fría y la
calle estaba concretamente vacía, no faltaba mucho tiempo para que el tren de la medianoche llegase a
la estación. Tomó su abrigo el cual reposaba despeinado en la superficie de un lujoso mueble
barnizado a la perfección, acomodó rápidamente su desenfrenada cabellera tratando de controlar su
subversivo flequillo, el cual no titubeó en desobedecer y apuró su paso hacia la gran puerta principal.
Al llegar a las vías, Sarah contempló con gran compasión al hombre en tal cruda situación. Al mirarlo
a los ojos, sintió algo raramente conmovedor, no fue su verdosa mirada, ni la luz de la luna, algo más
profundo que los agujeros negros de su mente había logrado entumecer su interior.
La luna escalaba alta en el oscuro firmamento, la hipnotizante luz de aquel muchacho pintó millones
de poéticas noches en ella. Su piel era pálida, pero no lo suficiente como para preocuparse demasiado.
Sus inmaculados ojos color campo amanecían a través de su oscuro y desprolijo flequillo. Sarah sintió
lo que se siente al ver un atardecer apolíneo encontrando solamente paz en tu interior, el infinito amor
que rodea a todo aquel que ingiere infusiones un domingo, mirando por la ventana al árbol otoñal de
la vecina mientras digiere las pastas que su abuela le preparó con inmenso amor. No es el sillón, las
pastas o la taza, ni el árbol de la vecina o la milagrosa capacidad de digerir diez canelones de ricota y

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verdura mezclados con gaseosa barata. Lo que uno siente profundamente es la gratitud de existir,
amar, ser amado, esas son las cosas por las que Sarah realmente vivía.
No tardó en pensar en que aquél chico necesitaba de algo, de alguien. Se veía frágil, demacrado, al
igual que ella. Sarah le ofreció su mano, él la miró. ¿Que significaban esos ojos? Ella solía pensar que
en el mundo había suficiente ira acumulada entre la gente como para crear bolas de fuego, suficientes
lágrimas capaces de crear océanos angustiosos y ríos suicidas, demasiada sangre derramada para
disfrazar al mundo de Marte, pero no suficiente amor para crear la paz.
Al ver sus ojos, las bolas de fuego se convirtieron en magníficas estrellas enamoradas en el
firmamento, las lágrimas eran de felicidad y la sangre daba vida a miles de preciosos seres en praderas
verdosas y joviales. En su mundo, finalmente, había suficiente amor para crear la paz.
Luego de experimentar ese sentimiento capaz de hacerla flotar por infinidades de universos frondosos
dentro de los lunares oculares que lograba observar a través de un prisma amoroso en los ojos del
extraño chico, se dio cuenta que este había tomado su mano, era suave, se sentía fría y sanadora. El
tren comenzó a verse en la lejanía, Sarah tomó fuertemente su mano y lo arrastró fuera de las vías.
Le preguntó con gran gentileza que es lo que estaba haciendo. El muchacho comenzó a comunicarse
en una especie de lenguaje de señas. Efectivamente no era capaz de oír ni platicar.
Sarah señaló su casa y lo guío hasta allí. Lo primero que hizo al entrar fue escribir rápidamente en una
servilleta
"Me llamo Sarah, esta es mi casa, ¿Cómo has estado? ¿Hablas español? ¿De dónde vienes?".

El angustioso chico leyó de manera sorpresivamente rápida y contestó escribiendo en la misma


servilleta arrugada.

"Preciosa residencia. He estado fatal, vengo desde muy lejos".

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Los pelirrojos cabellos del muchacho se movieron danzando junto con la brisa que circulaba a través
de la ventana ubicada en la biblioteca a su derecha, Sarah se apresuró a cerrarla.
Cruzaron miradas, una fuerte ráfaga de viento volvió a abrir la ventana que, ya antigua, no cerraba del
todo. La habitación se sentía fría, lo que era inusual al encontrarse en pleno verano. Una peculiar e
imperturbable energía emanaba de aquel joven, le hacía sentir algo.
Mientras Sarah preparaba té de frutilla y menta, observaba al muchacho, era bello. Diferente a
cualquier belleza preexistente, aquel anaranjado ser radiaba vida. Incluso si quisiera proclamarse
muerta y su corazón dejase de latir, su espíritu viviría a través de las perpetuas razones por las cuales
su belleza pacifica la hacía existir. Dictó en ese mismo instante haber logrado la inmortalidad a través
de su mirada, aunque aquellos ojos que tanto revoltijo le implantaba se llenen de gusanos, aunque sus
manos se tornen frías y sus neuronas dejen de vincularse, sus recuerdos hechos polvo y su nombre
grabado en piedra, sabía en algún rincón de su ser que su recónditos sentimientos afectuosos se
expandían en un sinfín de danzantes instantes saciados de amor, y allí en un pequeño rincón de su
expansivo amor, sus ojos vivían perpetuamente en paz. Sarah jamás quiso aferrarse a nada más que a
su oscura desolación. ¿Qué era esta brillante bocanada de aire fresco por la primaveral mañana?

Los ojos de Sarah se vieron obligados a desconcentrarse de la coqueta taza en la que preparaba su
estimado té, para observar las anémicas manos del chico extendiéndole una servilleta.

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"De donde vengo hace bastante calor, ¿podrías prender aquellos pedazos de madera en tu chimenea?
Me siento un tanto frío"

Al ver al friolento joven con aquella mirada radiante y pura alegrándole, no dudó en sonreír y asentar
con la cabeza. Luego de varios intentos, logró prender su antigua leña, quemando a la vez las telas de
araña que yacían quietas y elegantes junto a la madera. Ambos se sentaron frente al fuego. Sarah
comenzó a escribir sobre un antiguo diccionario malherido.

"¿Qué es lo que te asusta? ¿Por qué el tren? ".

El joven leyó con gran atención, tragó saliva y redactó.

"Verás. Este caudaloso éter dentro de mí, raramente lo siento, y lo escribo. Es así que me siento más
humano, es así como se explica mi vuelo entre los árboles, la libertad frondosa de mi vida. Siento un
macabro placer al complicarme la vida, siento estar en un pedazo de tierra podrida, flotando en el
vacío. El salto hacia lo desconocido puede llegar a ser mi salvación, pues esta miseria cómoda ya no
es confortable en absoluto".

Sarah tardó unos largos minutos en contestar, hasta que finalmente logró comprender. Respondió
luego de tachar palabras y maldecir en voz baja.

"También tengo espectros en mi corazón, son las voces detrás de mi cabeza, usualmente me atormenta
saber que tengo poder sobre ellos, porque aún así elijo llevarlos. Como un vientre gestante crecen sin
desprenderse de mí. Tengo ideas de cuarenta años unidas umbilicalmente a mí, y no sé si son ellas o
yo, las que se aferran febrilmente al pasado. Ya no puedo controlar lo que es hijo mío, ya no sé qué
emerge de la inmensidad de mis cavilaciones. Son solo ilusiones corrompidas por el génesis de un yo
indefinido, lo único que sé es que quiero dejar de no ser. Y si ser yo implica sentir tanto, si todo esto
es más grande que yo, si implica la paz, pues que así sea. Me refiero a ti, puedo entender tus pesares
hasta cierto punto. Estoy segura que tu propósito es mayor a tus expectativas humanamente limitadas,
tal vez la vida te dé flores algún día".

El chico observó durante largo rato el papel, lo leyó, releyó y pensó. Miró hacia su derecha, allí se
encontraba Sarah, quieta y expectante. Comenzó a escribir con ímpetu.

"Estoy muy lejos de casa. Probablemente mi gran soledad vociferó por compañía y comencé a
desesperar al ver que verdaderamente me sentía insignificante, he visto cosas, caminado por senderos.
No encuentro nada más que incertidumbre, solo sentí amor por mi madre, murió hace un tiempo y me
siento rotundamente vacío. No es solo un duelo, es mi vida la que estoy destruyendo de forma
anormal. A veces, justo antes de dormir, me siento como un pequeño infante, abandonado, con mis
pequeños dedos suplicando por afecto, pero no lo consigo, nunca lo alcanzo"

La mano de Sarah tomó el papel, rozando levemente su dedo anular con la mano de su nueva
compañía. Rápidamente, casi desde el alma, comenzó a componer.

"Algún día, los reflejos del sol en los baños de esta casa ya no serán rayos, ni habrá allí ni sol, ni casa,
ni baño. Las lágrimas que derramé en los azulejos no serán más que un violento vacío. No habrá té los

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domingos, ni jugo de naranja aireándose en la terraza. Tampoco estará aquella mesa en mi antiguo
pueblo, en la que de niña solía armar rompecabezas de tres piezas. Ni los regalos de bodas de mis
abuelos, que por un intento de inmortalizarlos en el tiempo, guardo cuidadosamente tras las alacenas.
Los besos de mi abuela, las risas y caminatas en diciembre, tampoco estarán aquí. Lo que siento
dentro mío, el infinito amor que le tengo a todo, la sensibilidad con la cual me forjé, lo sentiré. Y
estaremos tomando té, los lazos de amor no pueden romperse, y te siento tan puro, que ni el tiempo ni
la vida, la muerte, la lógica puede interrumpirte. La incertidumbre no es más que una trampa de
tiempo, uno busca respuestas a preguntas que ni siquiera existen, jamás podrás salir de la
incertidumbre a menos que estés seguro de algo, un propósito certero, infalible para tu espíritu. Tus
deditos de bebé ya no lo son más, pero aquel amor que sentiste por tu madre, lo será fuertemente por
siempre”.

Sarah entregó sus palabras esperando ayudar, aunque sea por un esporádico relámpago, a su
interesante visita. Al parecer las palabras de aliento interceptaron su atención, Luego de leer varias
veces el texto, la miró por unos prolongados segundos, sonrió. Sin comunicar ningún otro tipo de
emoción o pensamiento, Sarah comprendió en su mirada que aquel muchacho logró encontrar un poco
de luz en su atormentada penumbra. Ambos sostuvieron su mirada en el fuego, era intenso y gentil.
Sarah pensaba, escribía para ella misma.

"Quisiera poder contemplar mis pensamientos, quisiera verlos correr por el arroyo que está justo
detrás del limonero de mi felicidad, el que se encuentra detrás de mi casa, juntos con los malvones de
mi abuela. Si pudiese expresar mis ideas de la misma forma en la que vivo, tan sintiente y tan voraz,
tal vez la gente comenzaría a comprender que mi sed no se conforma con la turbulenta agua del aljibe
en el jardín. Si tan solo comprenderían que mi hambre proviene de mi agitado espíritu y no de mis
vísceras, tal vez me sorprendería descubrir que ellos tampoco son capaces de cesar su sed por ser
amados".

Sentía el deseo de amar, ya no era una necesidad. Sarah decidió elegir el amor por sobre todas las
cosas desde que se encontró con aquellos ojos asomando por la tristeza, surgiendo de la oscuridad y
resinificando su vida. Ahora, ella tenía aquel ansiado propósito certero, amar, ser amada. Tal vez
aquel misterioso chico podría ser fuente inagotable de propósitos vitales. Temerosa por las colosales y
catastróficas posibilidades, aceptó finalmente sentir una curiosidad inevitable y cálida hacia su
compañero de letras. No sabía por qué, pero francamente ya no le interesaba preguntarse, ni
responder. Solo le importaba coexistir en paz, temerosa de estar vagamente enamorada de una idea,
respiró hondamente y prosiguió, necesitaba ahondar en aquel océano fortuito de ojos verdes para,
finalmente, cesar su sed por ser amada.

Lo observó durante un largo rato. Sus vistosos ojos se cerraban esporádicamente mirando hacia la
chimenea, le generó una sensación adorable. Sarah comenzó a escribir.

“¿Cómo te llamas?”

El ahora adorado sujeto respondió con gran calma,

“Me llamo Oliver, como el aceite de oliva y aquellos arboles tan nobles. Aunque mi árbol favorito es
el laurel”

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