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Al otro lado

del Arcoíris

Dan Rosendo
Al otro lado del
arcoíris
Dan Rosendo

Primera Edición, 2021.


Quinto Sol, Ediciones Artesanales.

Revisión: Ambar Celeste Resendis, Anónimo.

Queda prohibida, sin la autorización del autor,


la reproducción total o parcial de esta obra,
por cualquier medio o procedimiento.

REGISTRO EN TRÁMITE
Impreso en México – Printed in México
A Rocky, mi compañerito, mi amigo,
mi hermano.
Gracias por enseñarme que el amor
no siempre se expresa en lenguaje humano,
a veces ladra.

Al profesor Juan Salomé Rosendo Escobar:


Después de todo, sin que me hubieras
sembrado el gusto por los libros, no hubiera
intentado nunca jugar a ser escritor.
¡Gracias, Papá!

A Máxima, por tu breve paso por mi vida.


A manera de prólogo.

"Hasta que no hayas amado a un animal, una parte de


tu alma permanecerá dormida."
Anatole France.

E l escritor Dan Rosendo, desde su


experiencia muy personal, nos comparte
en esta novela cómo, poco a poco, día a
día, entre sorpresas y altibajos, él y su esposa
construyeron una relación familiar que se
volvió vínculo inquebrantable con su
compañero de cuatro patas. Una relación
donde, parafraseando, "el amor no impone
correas", que está llena de aprendizaje,
empatía y respeto por aquellos a los que
consideramos criaturas irracionales.
Y es que… es tan poco los que nos piden
y tanto lo que nos enseñan estos seres sin
esperar nada a cambio, que bien pudiéramos
darnos la oportunidad de amar como lo hacen
ellos, en su forma más pura, sincera e
incondicional, esa que está llena de gratitud y
lealtad.
Si aprendiéramos, pues, a valorar, amar
y respetar a todo ser viviente que nos rodea, la
nobleza coronaría nuestra humanidad
haciéndonos superiores en toda la extensión
de la palabra.
Keila García L.
Atramentum in Anima
Al otro lado del arcoíris…
Hay promesas que se pagan con amor…
y Dan Rosendo sabe cómo pagar esas
promesas.
Envueltos en el rebozo de la noche, y
embriagándonos con sendas tazas de café, una
noche de verano, él me conto de esta historia,
mientras Rocky se paseaba entre nosotros
buscando una caricia, exigiéndonos un poco
de atención, y mientras sus orejas escuchaban
con interés, sus ojos azules brillaban. La
chispa que tenían los ojos de Dan, delataban
todo el amor que puede haber entre dos seres
que se encuentran y forman, junto con
nosotros, la familia que tanto deseamos.
Entre tantas tazas de café y muchas
más historias, él me iba contando esta
aventura como lo haría un niño pequeño: lleno
de alegría y emoción, y con la ternura que solo
la ingenuidad regala a los que son buenos de
corazón.
Hoy, con esta historia, y a lo largo de
quince capítulos, nos enseña lo que es el
verdadero amor; un amor que todo lo puede,
todo lo perdona y todo lo espera, (1 Corintios
13:4-7). Es así como, mediante un ciclo de
vida, nos muestra lo que conlleva ese
sentimiento: amar implica dar libertad al ser
amado, aceptar al otro ser con sus
capacidades diferentes, con sus cualidades,
con su propia forma de ver los atardeceres;
porque, al final, uno siempre regresa a los
brazos que nos reconfortan, que nos sanan,
porque el amor no impone correas.
Este libro es para quienes conocen el
dolor del abandono, del frío y del hambre; es
una travesía que nos da el regalo de poder, de
pronto, detenernos a admirar la creación de
Dios desde un punto de vista humanista, y de
aprender a ser generosos, además de saber
que muchas veces el amor solo sabe de
ladridos, de lengüetazos y de andar cubiertos
de pelo.
En “Al otro lado del arcoíris”, Dan
Rosendo nos habla de la vida y de la muerte,
de saber despedirnos en paz mientras
sujetamos una pata para poder decir adiós a
ese ser que ama sin condición, que no
importan las horas de abandono, puesto que
sabemos que alguien aguarda ansioso por
nosotros para regalar miradas al cielo, que en
algún lugar, más allá del arcoíris, ese alguien
nos estará esperando; tal vez por eso nuestros
antepasados rendían culto a ellos para
guiarnos por el inframundo.
Hoy, Dan nos regala sus palabras, nos
da esta historia para que todos, grandes y
pequeños, podamos ser agradecidos y estar
conscientes de que ellos no nos pertenecen,
que nosotros somos los escogidos para poder
sanar las heridas.
Gracias por este regalo… y, si este libro
llega a tus manos, ten la certeza de que no fue
casualidad: el libro te ha elegido a ti para que
puedas amar sin límite ni espera. Disfrútalo.

Roisver Azael Camiña Carreto.


Dan Rosendo

Querido amigo:

H ace varias tardes que he caído en


cuenta que no es lo mismo ir a
caminar por las vías y, luego de oír el
silbato del tren de las 5:00 p.m., mientras
pasa con su eterno traqueteo sobre los rieles
haciendo que la tierra se estremezca bajo sus
ruedas, salir disparado tras él, tratando de
alcanzarlo. No me divierte ya correr tras las
palomas que anidan en el campanario de la
catedral, ahí, en el zócalo, para, después de
asustarlas, verlas volar libres sobre el cielo de
la ciudad mientras escucho el regaño de la
ancianita que me acusa de no dejarlas
disfrutar las migas de pan que la gente les
arroja para que las coman; he tratado de
hacerlo para no extrañarte, pero no, no se
disfruta igual desde que te fuiste.
Las tardes me envuelven en su silencio
monótono y fastidioso mientras veo el caminar
lento de las manecillas en la cara del viejo reloj
de la alameda los fines de semana al sentarme
en la banca donde solíamos estar, y cuando el
chorro danzarín de la fuente trae a mi
memoria tus travesuras, comienzo a sentirme
solo, envejecido, triste y aburrido sin ti.

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Al otro lado del Arcoíris

En casa, una lágrima terca, que insiste


en escapar de los ojos de Paty cada vez que
mira tu cama vacía, logra por fin dejarlos y
resbala por sus mejillas para acompañar al
recuerdo de tus pasos en la escalera, ella no te
olvida, te llama en susurros con la ternura de
siempre, y yo tampoco puedo olvidar a mi
compañerito de correrías y a mi cómplice de
aventuras.
Dejaste mucho de ti en nuestra vida;
tanto, que aprendimos a verla, a entenderla
desde la perspectiva de tu mirada, y ahora
intentamos vivirla todos los días bajo la pauta
que tu amor silencioso nos enseñó.
Aprendimos de ti a apreciar la belleza en las
flores y lo reconfortante de la brisa cálida en
las tardes soleadas, a tomarle más sabor a
nuestros momentos, al pan o al queso que
tanto gustabas comer, a querernos más y a
encontrar lo bueno y lo bello en cada detalle,
por tonto e insignificante que pueda parecer.
Sigues haciéndonos falta. Cuando
amanece, hay un hueco enorme en el espacio
de la cama donde te recostabas al
despertarnos, exigiendo mimos y caricias antes
de dejarnos ir a nuestras ocupaciones. Ya
nadie juega en la sala arrancándonos
carcajadas, y el asiento de atrás, en el coche,
se siente vacío porque ya no te asomas a

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Dan Rosendo

través de las ventanillas a disfrutar del viento


y el sol.
Por eso deseo hablar de ti, porque cada
rincón de la casa está lleno de tus memorias,
porque al tomar tus juguetes, parece que me
preguntan por tu regreso cuando los tengo en
mis manos, entonces hago un recuento de las
lecciones que me dejaste. Contigo encontré
respuestas que busqué hasta el cansancio en
personas equivocadas, y que al final logré
hallar, por increíble que pueda parecer, en lo
sencillo y pequeño de tu ser, y en la
inmensidad de tu corazón.

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Al otro lado del Arcoíris

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Dan Rosendo

I. Las luces se encienden, la


historia comienza.

L a husky iba de un lado a otro


intranquila y ansiosa, su respiración se
agitaba y por breves momentos se
tumbaba sobre el suelo del granero para
volverse a levantar mientras lloraba discreta,
las contracciones habían empezado hacía
pocas horas de forma gradual, impidiéndole
moverse cada vez más.
Cansada, por fin, se tiró sobre un
montón de paja mientras su respiración se
aceleraba descontroladamente, los espasmos
se intensificaban como preludio al terrible
dolor, anunciándolo con los movimientos
rápidos de su abdomen
Afortunadamente no enfrentaba sola el
difícil trance, Lucio la vigilaba; la mirada del
hombre, preocupada y ansiosa, no se apartaba
de ella mientras esperaba la llegada de su
mujer, que había ido a la casa a toda prisa
para traer algunos enseres que serían
necesarios para auxiliarla.
Lucio y Manuela habían esperado el
momento desde hacía varios meses, cuando
una tarde de aquel verano lluvioso supieron

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Al otro lado del Arcoíris

del emparejamiento de Jack Jack con Laika;


era de esperarse, la cercanía de ambos fue
notoria desde la llegada del macho a la granja.
Jack Jack era un ejemplar hermoso y
jovial, de patas fuertes y pelaje oscuro,
gustaba de correr a través de los maizales
mientras su estridente ladrido se dejaba
escuchar al viento, asustando a las parvadas
de pájaros que se posaban sobre la milpa. sus
maneras contrastaban con la aparente
delicadeza de Laika, mesurada y graciosa, de
suave pelaje color plata y mirada
profundamente azul.
La rústica puerta del granero se abrió
bruscamente dando paso a Manuela, que llegó
trastabillando emocionada, llevando en sus
manos una bandeja con agua tibia y lienzos
limpios.
‒¿Ya comenzó? ‒Preguntó a Lucio
mientras ponía la bandeja en un taburete y se
inclinaba para acariciar el lomo de Laika.
‒Todavía no ‒respondió su marido‒,
pero ya falta poco.
Él se inclinó también y le sujetó la pata
derecha delantera, apretándola suavemente,
intentando reconfortarla.
‒Tranquila, buena chica, tranquila.

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Dan Rosendo

Laika lo miraba inquisitiva, como si


quisiera encontrar en su dueño la respuesta a
aquello a lo que por primera vez se enfrentaba.
“¿Tenía que sentir como si sus huesos se
rompieran y sus miembros se desgarraran?
¿Siempre era así?”, parecía preguntarse.
***
Su cuerpo había cambiado de pronto,
su abdomen se abultó un poco más con el
pasar de los días; poco a poco fue perdiendo
su agilidad y aumentó su necesidad de comer
y dormir hasta que su peso le impidió correr
cruzando el maizal a toda velocidad, como
acostumbraba. Por las noches algo se movía
por dentro, a veces lastimaba, a veces hacía
cosquillas y dejaba ver protuberancias que se
movían bajo su piel.
***
Jack Jack se había ido, habían venido
por él hacía pocos días, pero había dejado
dentro de ella el aliento que se convirtió en
huesos y tejido animado, en el latir de lo que
había crecido y ahora emergía desde su
interior para respirar y sentir.
Afuera caía la tarde, los gorriones
cantaban sobre las copas de la arboleda, y el
viento fresco que anunciaba la lluvia movía las

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Al otro lado del Arcoíris

flores, como incitándolas a danzar sobre la


hierba recién cortada.
Una llovizna tenue comenzó a caer
mojando la hierba mientras el cielo se
adornaba con un reluciente arcoíris que
apareció sobre él, y que parecía conectar a la
tierra con algún lugar de la eternidad para
servir de puente a los cuatro espíritus que
descendían en alocada carrera, y que, a cada
pisada de sus patitas que corrían valientes
sobre él a enfrentar sus destinos inciertos
atendiendo así a la invitación de la madre
tierra, parecía incrementar su iridiscente
brillo.
Laika lloraba lastimera mientras la vida
se abría paso desde el puente del arcoíris a
través de su cuerpo, Lucio le sujetaba la pata
afectuosamente y Manuela limpiaba con un
lienzo humedecido de agua tibia la nariz de la
recién llegada.
‒¡Una hembra! ‒Gritó Manuela, loca de
contenta.
Laika aulló dolorida. Una nueva
contracción, e inmediatamente asomó un
cuerpecito más.
‒¡Otra chica! ¡Vamos, Laika! ¡Tú puedes!

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Dan Rosendo

La mujer recibió un tercer cuerpecito


mientras su marido intentaba confortar a
Laika acariciándole el lomo.
‒¡Es la tercera! ¡Otra hembra! ¿Ya
terminamos?
‒Espera, mujer, ¡ahí viene otro!
Nuevas contracciones y, después de
ellas, fue Lucio quien se encargó de la
bienvenida
‒Mira, Manuela‒, dijo con el rostro
rebosante de alegría‒, es un macho, el único
macho de la camada.
Manuela se lo quitó de las manos y
comenzó a limpiarlo. Laika intentó levantarse;
estaba cansada por el esfuerzo, pero la
ansiedad de conocer a sus hijos la hacía sacar
fuerzas desde lo más profundo de su debilidad.
Lucio la hizo recostarse con delicadeza y
Manuela le acercó a sus cachorros, que de
inmediato buscaron el seno de su madre para
alimentarse. Los hociquitos se amamantaban
sonoramente; Laika, ahora tranquila, los
acariciaba con lengüetadas suaves.
El macho fue el primero en soltar la
tetilla de su madre para hacerse bolita y
acurrucarse en su regazo mientras sus
hermanas continuaban alimentándose con la

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Al otro lado del Arcoíris

sabrosa leche que su madre les producía. El


pequeño desconocía, sin duda, la gran historia
que protagonizaría, mientras que Laika lo
olfateaba y lo miraba con ternura maternal; de
sus cuatro cachorros era el más parecido a
ella.

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Dan Rosendo

II. Somos una familia.

E ra una mañana de viernes, como


cualquier otra mañana de viernes en
nuestras rutinarias vidas. Paty hurgaba
en su teléfono celular revisando las
notificaciones de sus redes sociales; deslizaba
su dedo sobre la pantalla del dispositivo
rápidamente, deteniéndose solo para dar
sorbos breves a la taza de café que le había
servido y leer aquello que consideraba
importante.
Hacía poco tiempo que iniciábamos
nuestra vida en común, en la que todo parecía
marchar sobre ruedas; pero que de pronto se
dejaba absorber por nuestros respectivos
empleos.
Con el pretexto de rescatarnos de la
rutina, aprovechábamos los fines de semana
para hacer algo juntos, como salir a caminar
por la ciudad o ir a desayunar al bufet de la
calle Obregón. Algunas veces, después del

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Al otro lado del Arcoíris

almuerzo, íbamos a la librería en busca de


nuestros autores favoritos, y ya con nuestros
tesoros adquiridos dentro de mi vieja mochila,
tomados de la mano, dábamos una vuelta en
el zócalo, tan concurrido los días de asueto.
Bajo la sombra de los tamarindos, los
transeúntes se detenían a mirar el trabajo de
los artesanos que en ocasiones ponían en
venta sus obras, otros se ejercitaban junto a
las fuentes, o charlaban animadamente
sentados en las bancas situadas alrededor del
pequeño quiosco, siempre lleno de niños que
juegan animadamente entre sus barandales.
Durante esos paseos, Paty miraba con
especial atención a quienes salían a pasear
con sus amigos de cuatro patas, dejando
asomar a través de sus ojos el deseo,
reprimido desde su infancia, de tener uno
también. La alergia que venía padeciendo
desde pequeña nos obligaba a mantener la
casa en estado de estricta limpieza, para evitar
estornudos y erupciones cutáneas, y a escudar
con un rotundo “No me gustan los animales” el
renunciar a tenerlo.
Pues bien, luego de una plática breve de
sobremesa, un par de rebanadas de panqué
con nueces y del café matutino que
acostumbramos por desayuno, salimos a toda
prisa a abordar el coche. Paty pasó a dejarme
a mi trabajo y, luego del beso de despedida, se

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Dan Rosendo

perdió en la avenida mientras manejaba


rumbo al suyo.
Mi itinerario transcurrió con normalidad
aquella mañana. Luego de otro café servido de
la cafetera de encima de la mesita de al lado de
mi escritorio, de revisar las cuentas y poner al
día la situación financiera de la empresa,
decidí tomarme un descanso y mirar mi red
social un momentito; cerré los archivos con los
que trabajaba y abrí el navegador para
ingresar; pero, como casi siempre sucedía, no
había en mi muro nada relevante.
Un par de amigos continuaban la broma
sobre algo gracioso que mencioné la noche
anterior; alguien recomendaba la nueva
película que se estrenaba en la sala de cine del
centro comercial, y eran notorias algunas
reacciones poco amables a los comentarios que
hice sobre política nacional (¡qué asco de
tema!). Seguí revisando en busca de algo más
interesante, a mi parecer, cuando de repente
apareció ante mis ojos la foto de un precioso
cachorro que estaba de pie en el primer
peldaño de la escalera de la casa, supongo, del
autor de dicha publicación: un husky de lomo
color plata y sal me cautivaba con el azul de
su tierna mirada.
“Me mudo, por cuestiones de espacio no
puedo quedarme con él”, leí con atención,
“¿deseas adoptarlo?, llámame al…”

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Al otro lado del Arcoíris

Ni siquiera lo pensé, tomé mi teléfono de


inmediato, mis dedos tamborilearon con
emoción sobre las teclas mientras rogaba por
no llamar demasiado tarde, no tardó mucho en
responderme la voz amable de mi interlocutor.
‒Muy buenas tardes, ¿con quién tengo
el gusto?
‒Hola, me llamo Darío Ruvalcaba, vi tu
oferta en la red y me gustaría pedirte informes
sobre el cachorro, ¿aún está disponible?
‒¡Por supuesto que sí, señor Ruvalcaba!
‒respondió‒, ya tiene las primeras vacunas,
está sano y, como habrá leído, no es que no lo
quiera conmigo, más bien me veo obligado a
dejarlo, por eso lo único que pido es que lo
reciban con cariño y lo cuiden bien.
Hablamos largo y tendido sobre la
situación del cachorro y los pormenores de la
adopción, y agendé una cita para el día
siguiente; sería sábado y no habría problema,
puesto que no tenía que presentarme a
trabajar. Colgué y, al instante, como si alguien
me hubiera arrojado un balde de agua fría, caí
en cuenta de que venía la parte difícil: me
había adelantado en la decisión sin consultar
a Patricia.
Tomé nuevamente el teléfono y marqué,
rogando esta vez que mi mujer no se pusiera

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Dan Rosendo

difícil, al menos no tanto, para acceder a mi


precipitada decisión.
‒¡Hola, mi amor! ¿Cómo está la abogada
más linda del mundo?
‒Al grano, corazón ‒contestó adivinando
mis intenciones‒, tengo bastante trabajo. ¿Qué
quieres?
‒¿Qué crees? ‒respondí encogiendo mis
hombros‒ Alguien regala un cachorro precioso
y… no sé… pensé que podríamos adoptarlo…
je, je…
‒Darío ‒me respondió con el aire de
seriedad que solía utilizar al negarse a mis
peticiones‒, la casa es pequeña, y con el
trabajo no tendremos tiempo suficiente para
limpiar sus gracias, además, soy alérgica al
pelo.
‒Pero… ya he quedado con la persona
para ver al cachorrito…
‒¡Ay, Darío! ¿Por qué decides así, sin
tomarme en cuenta? Lo discutiremos después,
estoy bastante ocupada ‒fue su respuesta
antes de terminar la llamada.
Dejé pasar un momento antes de volver
a insistir, volví a mi trabajo, y después,
cuando supuse que su molestia había

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Al otro lado del Arcoíris

menguado ya, intenté nuevamente a través de


un mensaje por whatsapp:
‒Hola, ¿sigues enojada?
‒Sabes que no puedo estar enojada
mucho tiempo contigo; pero, ¿tienes que ser
tan inconsciente?, no podemos tenerlo, no
pienso pasarme el día limpiando suciedad, y
del pelo mejor no hablemos
‒Pero tu alergólogo dijo que ya no tienes
tanto problema con eso… y que tienes que
acostumbrarte; además, yo puedo limpiar.
‒No insistas, amor, por favor, sé más
consciente de la situación.
Ante su negativa, lo único que se me
ocurrió fue enviarle la foto adjunta al anuncio,
la descargué y de inmediato se la mandé.
Tardó en responder aproximadamente veinte
minutos.
‒Está bien, amor, tú ganas. ¡Vamos a
verlo! ‒contestó, y adjuntó a su mensaje una
carita sonriente con ojos de corazón.
***
Llegó, por fin, la mañana del sábado y
subí emocionado a ocupar el asiento del
copiloto en el coche. Paty arrancó y nos
dirigimos a la dirección que me habían

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Dan Rosendo

proporcionado. Luego de algunos minutos,


llegamos sin mucha dificultad.
Al llegar, bajamos del coche sin que yo
pudiera disimular lo ansioso que estaba,
deseaba ya tener al cachorrito en mis brazos.
‒Tranquilo, Darío ‒me dijo Paty
sonriendo emocionada, mientras hacía sonar
el timbre‒, pareces niño chiquito.
No tardó en abrir la puerta de aquel
modesto departamento un muchacho de
apariencia agradable.
‒Hola, ¿son Patricia y Darío?
Respondimos afirmativamente.
‒Pasen, por favor ‒nos dijo invitándonos
a entrar‒. Tomen asiento, ahora mismo lo
traigo para que lo conozcan.
Nuestro anfitrión se fue mientras Paty y
yo, tomados de la mano, mirábamos con
curiosidad las fotos que colgaban en las
paredes. A los pocos minutos, Joaquín, que así
se llamaba el muchacho en cuestión, volvió
trayendo en sus brazos al motivo de nuestra
visita para ponerlo sobre el regazo de mi
mujer, quien de inmediato comenzó a
estornudar.
‒Como ya te comenté, no puedo llevarlo
conmigo ‒se dirigió a mí con un dejo de

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Al otro lado del Arcoíris

tristeza en la mirada‒; quisiera, pero no puedo,


y con tantas noticias sobre maltrato animal no
puedo evitar tener miedo de dejarlo en manos
de cualquier persona.
‒No te preocupes ‒respondió Paty‒, al
verlo tan pequeñito, no me atrevo a negarle
nuestra casa, hacerlo sería casi como
abandonarlo. Quédate tranquilo, por favor,
nosotros no podríamos hacerle daño.
Joaquín guardó silencio por un instante
muy breve, meditando, tal vez, en lo que Paty
acababa de decir, se notaba que le era difícil
separarse del pequeñito.
‒Voy a confiar en ustedes ‒contestó
esbozando una sonrisa que se desvaneció
luego de voltear a ver al cachorro una vez más
y acariciarlo‒, no me parecen malas personas,
así que, sin más, es suyo, quiéranlo y cuídenlo
mucho, por favor.
El cachorrito levantó la mirada y
bostezó, lo apreciábamos frágil, vulnerable,
demasiado pequeño aún para negarnos a él y
abandonarlo a su suerte.
‒Muy bien, amiguito ‒le dijo Paty sin
dejar de mirarlo con una ternura inusual
reflejada en sus ojos‒, no va a ser fácil, pero
habrá que adaptarnos. Darío y yo prometemos

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Dan Rosendo

cuidarte y quererte mucho, ¿te quieres ir con


nosotros?
El cachorro la miró a los ojos, se levantó
y puso su patita sobre su mano abierta,
respondiendo así a la proposición que mi
mujer le había hecho.
‒Creo que ya respondió a tu pregunta,
Paty ‒agregué mientras le acariciaba el lomo‒,
acaba de aceptar tu propuesta.
¡Y quién lo diría!, en ese momento
quedaba sellada una promesa que perduraría
mientras la vida lo permitiera, nosotros
recibíamos a un nuevo miembro en nuestra
pequeña familia y él no prometía no hacer
travesuras ni mantener limpia la sala; ahora
comprendo que su promesa era pagar lo que
recibía con el tesoro más bello e invaluable que
poseía: el amor tan grande que solo él era
capaz de dar y que cambiaría nuestras vidas
radicalmente.

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Al otro lado del Arcoíris

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Dan Rosendo

III. Amor es adaptarse.

E sa misma tarde, Paty compró lo


necesario para hacer la estancia del
recién llegado más confortable: una
cama que, previniendo su crecimiento, todavía
le quedaba muy grande, el primer bulto de
croquetas que, por cierto, tardó en elegir hasta
encontrar las más nutritivas, a su parecer, y la
pelota dura que serviría para su salud dental y
que, siendo un adulto, seguiría siendo entre
sus juguetes, el que más le gustaba.
Luego de las compras lo llevamos a
revisión. El señor Alfredo, un veterinario amigo
mío, al que conocía hacía varios años por la
amistad que tenía con sus hijos, le hizo un
carnet para dar seguimiento a sus dosis y,
después de inyectar la vacuna correspondiente
(aunque le mencionamos que nos dijeron que

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Al otro lado del Arcoíris

ya estaba vacunado, nos sugirió no


confiarnos), procedió a desparasitarlo.
Salimos del consultorio y nos fuimos a
casa. Durante el trayecto, el cachorro dormía
sobre mis piernas, mientras Patricia conducía
pensativa.
Después de un breve silencio, me
comentó:
‒Darío, ¿me dijiste que se trata de un
husky siberiano?
‒Sí, ¿por qué lo preguntas?
Al escuchar mi respuesta, Paty detuvo
el coche y volteó a mirarme sin poder
disimular su preocupación.
‒¿En qué estaba pensando cuando me
dejé convencer?, su raza es grande, la casa es
chica; ¡ay, Darío!, ¿y ahora?
Debo admitir que sonreí con cierta
malicia ante su preocupación, levanté al
cachorrito y le pregunté:
‒¿Quieres que lo regrese?
‒Supongo que no es lo correcto ‒me
respondió exhalando resignación‒. Ni modo,
está hecho.
***

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Dan Rosendo

Al entrar a la casa, corrió festivo por


toda la sala, saltó de sofá en sofá y mordió los
cojines al tiempo que gruñía sacudiéndolos
con brusquedad. Paty miraba con desagrado
los juegos del nuevo inquilino; cuidaba con
mucho esmero los muebles y no le agradaba la
idea de permitir que nuestro pequeño
destructor hiciera lo que no permitía ni a
nuestros sobrinos; sin embargo, respiró
profundo e intentó ser paciente.
Cuando el cachorro se cansó por fin de
jugar, se echó debajo de la mesa de centro y se
quedó dormido.
***
Ese primer mes estuvo lleno de regaños
y discusiones. Nuestro amiguito ensuciaba en
donde apremiara su necesidad, y Patricia
gritaba a todo pulmón cuando descubría sus
gracias. con su llegada nos vimos obligados a
cambiar nuestra instalación de gas, puesto
que en una de tantas ocasiones en que debió
esperarnos en casa, destrozó la manguera a
mordiscos; por suerte, tengo la costumbre de
cerrar la válvula de los tanques siempre que
hay que salir; de otra manera, a consecuencia
de la fuga, pudo haber ocurrido una verdadera
catástrofe.
Tuvimos que acostumbrarnos a limpiar
el pelo que dejaba esparcido por toda la casa,

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Al otro lado del Arcoíris

a limpiar sus desechos, a las consecuencias de


sus juegos, que casi siempre terminaban en
rupturas accidentales y pérdidas decorativas,
y a su carácter recio y rebelde, pues cada vez
que ella lo regañaba intentando enseñarle que
el único sitio en la casa que tenía permitido
ensuciar era el baño, le rezongaba con su
tierno, pero estridente ladrido.
***
Fue en una tarde de fin de semana
cuando caímos en la cuenta de que aún no le
habíamos dado un nombre. Mirábamos una
película en la televisión, recostados en el sofá,
mientras él mordisqueaba mi tenis izquierdo.
‒¡Hey! ‒le grité sin disimular la molestia
en mi voz al darme cuenta de lo que hacía‒,
¡no hagas eso!
‒Solo es un bebé, Darío ‒me reprendió
Paty con tono burlón, mientras se reía. Eso es
lo que yo le contestaba, riéndome a
carcajadas, cuando era víctima de las
travesuras del nuevo inquilino, y ahora se
desquitaba devolviéndome la broma‒. No le
grites así a…¿cómo se llama?
Nos sentamos de inmediato dejando de
prestar atención a la película para elegirle un
nombre. Buscamos varios. Yo propuse
llamarlo Odín, Loki o Thor; su parecido a un

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Dan Rosendo

lobo pequeño motivaba mi imaginación,


remitiéndome a los hombres del norte que,
antaño, surcaron los mares y conquistaron
civilizaciones.
Pero a Patricia no le agradaban del todo
mis propuestas; siguió buscando, imaginando,
hasta que de pronto volvió la mirada al
televisor, su película favorita seguía
transmitiéndose.
En la pantalla, el boxeador tenaz, de
calzoncillo de barras y estrellas, luchaba con
todas sus fuerzas por derribar al gigante ruso;
se veía lastimado, sangraba y tenía un ojo
cerrado por los golpes que había recibido.
Aun así, continuaba golpeando, trataba
de acorralar al rival mientras se movía con
agilidad por el cuadrilátero y esperaba atento
el momento de asestar el último golpe. En
algún instante trastabilló y cayó pesadamente
sobre la lona, pero se levantó con todas sus
fuerzas y continuó hasta lograr derribar a su
oponente con tremendo knockout.
“¡El ganador es: Roooockyyyyyy
Balboaaaaaaaa!” Anunciaba el réferi mientras
levantaba la mano del ganador.
‒¡Ya lo tengo! ‒me dijo Paty, liberándose
de mi abrazo y casi saltando por la emoción‒,
nuestro amiguito es terco, tenaz, le gusta

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Al otro lado del Arcoíris

mucho luchar por lo que desea y siempre se


sale con la suya; por todo esto, se llamará
justo así: Rocky.
Me encantó la idea, sonreí y volteé a
mirarlo mientras el tema “Eye of the Tiger”, de
Survivor, se escuchaba por las bocinas del
televisor.
***
Los días siguieron su imparable
marcha, y nuestro “periodo de adaptación” no
parecía terminar, siempre había una nueva
travesura que sacaba a Patricia de sus
casillas, y Rocky se resistía a comportarse
adecuadamente.
Intentamos castigos: horas de encierro
en el patio, abstinencia de galletas y golosinas,
regaños y uno que otro chanclazo,
administrado moderadamente, pero el mal
comportamiento incrementaba con cada
correctivo.
Las noches se convirtieron en un
verdadero suplicio; a pesar de tener una cama
mullida, limpia y abrigadora, se negaba a
ocuparla y prefería pasarse la noche corriendo
en el patio de esquina a esquina y aullando
tan fuerte como podía, era imposible dormir.

26
Dan Rosendo

Pero pronto entendimos que todo


aquello no era otra cosa que la necesidad de
sentirse querido, aceptado.
Una mañana de tantas, en que lo
dejamos solo en la casa al ir a nuestro trabajo,
sonó el timbre de mi teléfono, al contestar
escuché a Patricia desesperada.
‒Darío, me urge que vayas a la casa, la
vecina me mandó un mensaje, revisa tu
whatsapp ahora mismo, yo iré también.
‒Lo checo ahora ‒contesté y, al
momento, terminé la llamada.
Mi mujer se había esmerado mucho en
el arreglo de nuestro hogar, desde siempre ha
sido muy detallista con la decoración y había
elegido unas preciosas persianas blancas,
estilo americano, que hacían más agradable el
aspecto de las ventanas.
Casi siempre las manteníamos cerradas:
nos gustaba mucho la intimidad de nuestro
hogar y queríamos sentirnos protegidos de la
vista de los mirones de la colonia.
Por supuesto que el detallito había
salido bastante costoso; pero el dar a nuestro
espacio un aire de confort y buen gusto, bien
lo valía.

27
Al otro lado del Arcoíris

Pues bien, al abrir el whatsapp me


quedé mudo, petrificado; nuestra vecina había
enviado a Patricia una fotografía que mostraba
a Rocky asomándose tras el cristal de la
ventana entre la persiana; o, mejor dicho,
entre los trozos de la persiana que acababa de
destruir. La “amable y comunicativa” señora se
había asomado al escuchar el alboroto y, de
inmediato, consideró oportuno avisarnos sobre
lo ocurrido.
Pedí permiso para salir y abandoné la
oficina. Tomé el primer taxi que se atravesó en
mi camino y, rumiando mi enojo, llegué lo más
rápido que el conductor me pudo llevar, mi
mujer ya estaba esperándome en la puerta.
Entramos de inmediato y miramos,
decepcionados, las varillas rotas colgando de
los hilachos despedazados; algunos trozos
habían caído sobre el sofá, junto a la ventana,
había en ellos las marcas de los pequeños
colmillos y algunas huellas que las patitas
sucias habían dejado sobre la tapicería.
‒Mira ‒me dijo Paty a punto de llorar.
Mi enojo aumentó, como una oleada
caliente que subía desde mis pies hasta mi
cabeza. El ver a mi mujer atrapada en esa
mezcla de rabia, decepción y tristeza, me hacía
arrepentirme de haber traído a vivir con
nosotros al torbellino que, sacando la lengua y

28
Dan Rosendo

jadeando aún por la agitación del juego,


parecía sonreírnos. Me saqué, entonces, el
cinturón con la intención de castigarlo, lo
doblé por mitad y lo levanté, pero no pude
descargar el golpe, Paty me había detenido.
‒¡No te atrevas! ‒me dijo con firmeza;
luego me soltó y se inclinó para levantar a
Rocky en sus brazos, lo acarició y, tratando de
sonreír, me dijo con un aire de serenidad en su
tono de voz‒: ¿Te imaginas qué pasaría si
eligiéramos siempre arreglar las cosas a
golpes? No es culpa suya, nosotros somos los
únicos responsables de esto.
Respiré profundo y abroché de nuevo mi
cinturón mientras meditaba: ella tenía razón,
él no nos había pedido venir, fuimos nosotros
quienes tomamos la decisión de traerlo, y con
ello asumimos la responsabilidad de cuidarlo.
Amar es aceptar, entender y enseñar con
paciencia; es por falta de amor, y por hacer
uso de la violencia como algo común, que el
mundo en el que vivimos está como está; la
persiana podía repararse, la agresión a un
inocente que en su desesperación por sentirse
abandonado instintivamente la destruyó, ¿en
qué me convertiría? ¿Podría repararla?
Después de todo, Rocky nada sabía de
persianas costosas, sus padres adoptivos se
habían marchado y él no entendía por qué lo
dejaron solo.

29
Al otro lado del Arcoíris

‒Anda, ya no te enojes ‒me dijo Paty


aguantándose las ganas de reír‒. Vamos a
traer a don Jaime para que la repare y
compramos algo rico para comer, ¿sí?, que
valga la pena el haber vuelto a casa temprano.
Salimos y, después de cerrar la puerta,
puso a Rocky en mis brazos y lo acarició
tiernamente entre las orejitas; después de
abordar el coche, arrancó y condujo; mientras,
subiendo el volumen, tarareaba la canción de
U2 en la que la voz de Bono nos recordaba:
“Es un día hermoso, no lo dejes escapar,
un día hermoso, acaríciame,
enséñame que no soy un caso perdido”

Yo solo atiné a mirar al cachorro,


sintiéndome avergonzado por mi reacción y
reafirmando el por qué me había enamorado
de Patricia, ella siempre pensaba con sensatez.
En cuanto a Rocky… bueno, éramos ya
una familia, y ¿no es en la familia donde
aprendemos a vivir por medio del amor y la
comprensión, lo mismo que esperamos recibir
de ella?

30
Dan Rosendo

IV. Me siento vivo.

C onste que no intento adularla, Paty era


la abogada más eficiente del jurídico de
la dependencia gubernamental donde
trabajaba, el empeño que siempre ponía en ello
y la eficiencia que la caracterizó desde el
primer día en que empezó sus funciones, le
valieron para que fuera propuesta por sus
superiores para un ascenso y un aumento de
sueldo bastante considerable; esta situación
nos orillaba a mudarnos a otra ciudad, fuera
de nuestro estado.
Sin dudarlo, decidimos embarcarnos en
esta nueva aventura y hacer las maletas. Tuve
que renunciar a mi empleo y hacerme a la idea

31
Al otro lado del Arcoíris

de buscar uno nuevo allá. Nos despedimos de


nuestras familias y los amigos y al cabo de dos
días dejábamos nuestra ciudad.
No era el problema el viaje de ocho
horas en auto que teníamos que hacer, lo que
nos oprimía el corazón era tener que dejar a
Rocky mientras encontrábamos una casa en
renta donde nos permitieran tenerlo; en todos
los contratos de arrendamiento que llegaron a
nuestras manos leíamos la cláusula: “No se
admiten mascotas”, y, aunque quedaba muy
claro que el lugar de Rocky en nuestra familia
no era precisamente el de una mascota, nadie
lo entendería.
Muy a nuestro pesar, repasamos la lista
de las personas de nuestra absoluta confianza.
Dejarlo encargado con mi hermana era
absolutamente imposible, por los horarios de
su trabajo, y los papás de Patricia no tenían
mucho espacio en su casa; nuestra única
opción era Víctor, el hermano de Paty que vivía
en un pueblecito a escasos veinte minutos de
distancia de nuestra ciudad.
‒Será un gusto cuidarlo, hermana ‒
contestó a través del teléfono‒. Le hará bien
cambiar de aires y quizá pueda aprender y
ayudarme con los borregos.
Un día antes de nuestra salida dejamos
a Rocky al cuidado de Víctor, y desde aquella

32
Dan Rosendo

noche, hasta que volvimos a reunirnos con él,


comprendimos lo mucho que nos pesaba la
soledad sin su compañía.
***
La vida en el campo era muy diferente a
la que nuestro amiguito estaba acostumbrado.
Víctor nos platicó que, los primeros días,
Rocky lloraba cuando la lluvia le impedía salir
a jugar al patio, y temblaba de miedo cuando
escuchaba el estridente retumbar de los
truenos, incluso cuando venían los típicos
apagones y la casa quedaba en penumbra.
Por las mañanas, cuando tenía que salir
de la casa, caminaba casi de puntitas tratando
de que sus patas no tocaran el lodo o las
matas de ortiga, que crecían abundantemente
en el patio. La primera vez que se tumbó sobre
la hierba, los aguates se le pegaron en la piel y
el pobre no paró de aullar y rascarse toda la
noche.
Tuvo el atrevimiento de perseguir a los
caballos que llevaban a los labriegos sobre sus
lomos a los campos de siembra por el camino
real; sin medir el riesgo que implicaba el
recibir una coz, que podría herirlo de
gravedad, o incluso matarlo, les ladraba con
furia, como si quisiera destrozarles las patas a
dentelladas. Era evidente que Rocky no estaba

33
Al otro lado del Arcoíris

habituado a ver caballos o vacas, menos a


convivir con ellos.
‒Es muy citadino ‒nos decía Víctor
cuando llamábamos para preguntar por él‒;
pero, tranquilos, ya aprenderá.
Y así fue, no pasó mucho tiempo para
que Víctor nos contara que poco a poco
aprendió a adaptarse y a disfrutar del verdor
del campo, del olor de las flores cargadas de
rocío matinal, y de correr a todo lo que daban
sus patas mientras sentía la brisa fresca
acariciándole el pelo.
Jugaba todo el día, gustaba de explorar
olfateando cuanto encontraba y le resultaba
novedoso y ameno, perseguía a la iguana que
vivía en el ciruelo cuando salía a asolearse y a
las gallinas que de cuando en cuando
escapaban del gallinero, obligándolas a volver
a su encierro o a posarse sobre el corral de
piedras que delimitaba la casa.
La diaria convivencia con los vecinos, le
enseñó el valor de la tolerancia en la vida
diaria. Aprendió a compartir su comida y a
disfrutar de la compañía de nuevos amigos; un
viejo pastor australiano le enseñó el arte de
cuidar de los borregos mientras Víctor los
llevaba a pastar, y a veces se echaba en el
patio junto con la gata, mirándola amamantar

34
Dan Rosendo

a sus crías, recordando, tal vez, los días


distantes cuando era aún un bebé.
Cuando perdió el miedo a las espinas, al
lodo y a las tardes lluviosas, vivió una
experiencia sumamente desagradable a
consecuencia de su curiosidad. Víctor nos
platicó, entre risas, que aquella tarde llegó a la
casa llevando un sapo en el hocico; resultaba
gracioso mirar cómo lo lanzaba, y el pobre
sapo caía al suelo inflamado por el coraje.
Rocky lo levantaba otra vez y lo aventaba de
nuevo entre ladridos festivos, como si se
tratara de una pelota, pero el juego fue
interrumpido por Jenny, la esposa de Víctor:
‒¡Quítale ya ese sapo! ‒le dijo asustada‒
¿Qué no ves que ese animal está bien
esponjado y tiene el lomo lleno de “leche”, de
tan enojado que está? Rocky se va a
envenenar.
Víctor hizo caso a su mujer, levantó al
sapo y lo dejó en el patio, entre las flores de su
jardín; pero, al poco rato, la consecuencia de
la travesura no se hizo esperar.
Rocky comenzó a respirar agitado y
espumeaba saliva por el hocico, estaba
aturdido, se le notaba cuando intentaba
caminar. Víctor se asustó y, de inmediato,
acompañado de Jenny, y llevándolo en brazos,
salió a toda prisa en busca del veterinario.

35
Al otro lado del Arcoíris

La noche ya había avanzado; sin


embargo, condujo sin importar la lluvia o la
oscuridad de las calles. Jenny lo acariciaba en
el asiento de atrás, intentando animarlo; pero
Rocky no se movía y respiraba apenas con
mucha dificultad.
Al llegar, encontraron el consultorio
cerrado, mas no dudaron en tocar la puerta.
Por suerte, el médico aún estaba despierto y
abrió, invitándolos a entrar. Víctor, muy
apenado por la situación, le explicó lo que
había sucedido y el veterinario procedió a
atender de inmediato la urgencia.
Luego de un par de inyecciones, un
lavado gástrico, y aproximadamente cuarenta
minutos más de observación, regresaron a
casa. Rocky estaba cansado, demasiado
extenuado para buscar un sitio en la sala
donde dormir, de modo que Jenny buscó
algunas cobijas viejas donde recostarlo y se
sentó junto a su esposo. Así permanecieron:
despiertos hasta el amanecer, velando su
sueño.
***
Durante un mes, aproximadamente,
vivimos separados: nosotros en la ciudad,
trabajando en nuestras respectivas oficinas
por las mañanas y buscando incansablemente
cada tarde un lugar para rentar donde nos

36
Dan Rosendo

permitieran tenerlo, y Rocky en el pueblo,


haciéndole compañía a Víctor y, sin que fuera
parte del plan, aprendiendo el valor de la vida
y la libertad.
Una tarde de tantas en que la lluvia no
nos dejó salir del departamento, me asomé a la
ventana y vinieron desde algún rincón de mi
memoria los viejos recuerdos de mi irreflexiva
juventud: odiaba a los gatos, nada me
resultaba tan desagradable como su maullido
por las noches; de modo que, acompañado por
mi hermano menor, salíamos a cazarlos
despiadadamente cuando nuestros padres
estaban dormidos.
Debo admitir, con profunda vergüenza,
que en aquellos días era yo un verdadero
maltratador; pero, afortunadamente para mí,
conté con el hombre más sabio del mundo (al
menos yo considero que lo fue) quien corrigió
mi pensar y mi actuar con respecto a ellos: mi
abuelo materno.
Don Ángel, ¡y vaya que lo era!, tenía
también un amigo: un gato blanco a quien le
gustaba tener recostado en sus piernas y
acariciarlo por las tardes mientras fumaba un
cigarrillo mirando el atardecer. Nunca le puso
nombre, pero parecía que el inconveniente no
lo era del todo, el gato y mi abuelo parecían
entenderse con las miradas, se había tejido
entre ellos un vínculo fraterno e irrompible.

37
Al otro lado del Arcoíris

En ocasiones, el gato le traía lagartijas,


pajarillos o insectos muertos que cazaba en
sus correrías. Mi abuelo me explicó que eran
regalos que le traía porque lo veía como un
semejante a quien debía alimentar. Desde ese
momento un sentimiento extraño echó raíces
dentro de mí y terminó floreciendo cuando
medité en la bondad de los que creemos
irracionales. ¡Cuántos de nosotros pasamos
indiferentes ante nuestros semejantes que
padecen hambre y carencias! En cambio, un
simple gatito blanco obsequiaba a su dueño el
fruto de su esfuerzo para alimentarlo.
Una tarde de tantas en que visité a mi
abuelo, lo encontré triste, mi abuela me dijo
que don Ángel estaba en el jardín y me pidió
que fuera con él; nunca lo había visto llorar,
quizá por eso me sorprendió hallarlo con los
ojos húmedos por primera vez, una profunda
tristeza lo embargaba, su gatito había muerto
hacía algunas horas y acababa de enterrarlo al
pie del rosal.
‒Cuando era niño, mi padre me habló
de lo que hay del otro lado del arcoíris ‒me dijo
mientras fijaba la vista en la tumba de su
gatito y encendía su acostumbrado cigarrillo
vespertino‒. La muerte es amable con estos
seres, pues el propósito de que vengan al
mundo siempre se cumple; su mano huesuda
los recoge y acaricia, y los lleva al inicio del

38
Dan Rosendo

puente, entonces su espíritu despierta para


cruzarlo, corriendo en medio de nubes
blancas, al otro lado los espera un lugar lleno
de prados verdes, donde no les falta comida ni
abrigo, donde no sufren, porque ahí no existe
el dolor, el abandono, la tristeza o los malos
tratos, ahí juegan todo el tiempo, disfrutan
olfateando las flores fragantes y multicolores
que crecen por todos lados y el sol ilumina con
sus cálidos rayos su estancia, alejando por
siempre la oscuridad y el frío; solo una cosa
los mantiene a la expectativa…
‒¿De qué se trata, papá Ángel? ‒le
pregunté deseando saber más sobre lugar al
otro lado del arcoíris.
Mi abuelo sonrió y me acarició la
cabeza, dio una calada a su cigarrillo y con la
ternura que le inundaba la voz cada vez que
me hablaba, me respondió:
‒Si eres bueno, Darío, si dejas de
maltratarles, cuando llegue el momento en que
te despidas te será permitido visitarlos cuantas
veces quieras, estarás esperando en la orilla
del puente y, en el momento menos pensado,
verás a tu amigo correr hacia ti; al toque de
sus patitas, los colores del puente se volverán
más vivos, más brillantes y bellos aun de lo
que son de por sí; él se lanzará a tus brazos y
jugarán otra vez donde no existe el tiempo ni
las limitaciones… Quiero creerlo, quiero

39
Al otro lado del Arcoíris

pensar que volveré a verlo y a acariciarlo otra


vez…
Los recuerdos cesaron y volví a mi
ventana, las gotas de lluvia resbalaban en ella
lo mismo que una lágrima que, sin querer, se
me había escapado y ahora se deslizaba por
mis mejillas. Yo, que nada entendía, cuando
joven, sobre amar verdaderamente, extrañaba
al amigo peludo de ojos azules que había
llenado mi corazón completando mi felicidad.
El abrazo de Paty me interrumpió de pronto.
‒Lo extrañas ¿Verdad?, yo también, ya
no te pongas triste, acabo de hallar en la red
una casa donde permiten mascotas, ya agendé
la cita, mañana mismo iremos a verla, algo me
dice que muy pronto lo tendremos otra vez con
nosotros.
***
Y, felizmente, así fue. La preciosa casita
ubicada en las inmediaciones del parque
donde acostumbraríamos pasear, la cafetería
argentina que sería nuestro refugio en las
tardes de frío y la librería que ahora
visitaríamos los fines de semana… todo fue de
nuestro agrado. El parecido que aquel lugar
tenía con nuestra pequeña ciudad nos haría
más agradable la estancia y, lo mejor de todo,
Rocky podría por fin venir con nosotros. Tres
días después firmamos el contrato de

40
Dan Rosendo

arrendamiento, al siguiente día nos mudamos


y el fin de semana siguiente nos levantamos
temprano para abordar el coche y salir hacia el
pueblo donde Víctor y Jenny nos esperaban.
Después de ocho horas y veinte minutos
de viaje, las colinas verdes del poblado nos
dieron la bienvenida; vimos a lo lejos el rebaño
de Víctor pastando apaciblemente y, de pronto,
un aullido sonoro y alegre se dejó escuchar,
cuesta abajo, Rocky corría a nuestro
encuentro.
‒¡Mira! ‒me dijo Paty carcajeándose de
contenta‒, ¡cuánto ha crecido!
Detuvo el coche a la orilla del camino y
sin decir más se bajó a toda prisa para salir
corriendo a su encuentro, Rocky se lanzó a sus
brazos y le llenó las mejillas de amorosas
lengüetadas, acto seguido me miró fijamente
un momento y también se lanzó sobre mí, me
sentí agradecido entonces de saber que no nos
había olvidado, como en algún momento creí
que sucedería.
Pasamos un fin de semana agradable en
la casa de Víctor y Jenny, todo fue platicar
sobre las travesuras de Rocky; incluso, el
asunto del sapo, pasada la angustia de la
intoxicación, nos resultó gracioso.

41
Al otro lado del Arcoíris

No pude evitar sentir ciertos celos al


darme cuenta de que se habían encariñado
con nuestro amigo y que no les era del todo
agradable la idea de verlo partir; pero al final
pude comprender: el amor sin palabras que
nos da, sin esperar nada, cambia
irremediablemente nuestra percepción de la
vida y nos hace blandito el corazón al dejarnos
tocar por él.
El día de volver a la ciudad llegó; al
despedirnos, Rocky se dejó abrazar por Víctor,
y su esposa le acarició la cabeza, abordamos
de nuevo el coche y luego de arrancar, los
vimos por el retrovisor levantando las manos
para decirnos adiós.
Al tomar la autopista, Paty encendió el
estéreo y subió el volumen mientras cantaba:
“Caminaremos juntos
escaparemos de la realidad
si tropezamos, no nos dolerá
no existen cuerpos, mente nada más
eres sangre tibia,
y yo me siento vivo”.

Luego bajó el cristal de la ventanilla;


entonces, Rocky, parado en el asiento de atrás,
sacó medio cuerpo por ella, dejando que el aire
jugueteara con su lengua; parecía sonreír,
disfrutar del sol y la frescura del aire, sentirse

42
Dan Rosendo

vivo, como la canción de Fobia decía, ahora


que la familia estaba completa otra vez.
Volteé entonces a mirar al cielo y noté el
arcoíris que la lluvia trajo durante la
madrugada anterior; no pude evitar
angustiarme por un momento mientras le
rogaba que esperara un poco, antes de que mi
amigo tuviera que cruzarlo, a pesar de la
posibilidad de encontrar un sapo o meternos
en alguna brecha llena de ortiga: había una
vida que compartir en la que aquello tan
desagradable formaría parte de nuestra
experiencia. Teníamos aún un largo camino
que andar y muchas huellas que dejar a
nuestro paso al lado de las que sus patas
dejarían impresas también.

43
Al otro lado del Arcoíris

44
Dan Rosendo

V. El tren de las cinco.

C on Rocky junto a nosotros no nos fue


difícil acostumbrarnos a nuestra nueva
ciudad. Por las mañanas la rutina del
trabajo continuaba imperdonable y nos
separaba, pero después de las tres de la tarde
estábamos juntos en casa. Él aprendió a
esperarnos sin desesperarse y hacer destrozos;
el patio era adecuado para su estancia y
pasaba las mañanas olfateando la hierba o
persiguiendo su pelota de aquí para allá;
cuando por fin se cansaba de jugar, se
recostaba dentro de la casita que habíamos
instalado ahí para él.
A veces paseábamos o salíamos juntos a
ejercitarnos en los jardines públicos,

45
Al otro lado del Arcoíris

trotábamos algunos minutos y luego, cansados


de eso, terminábamos sentados la mayoría de
las veces en alguna cafetería para ordenar lo
de siempre: un capuchino caliente para
Patricia y mi americano. No había problema
con Rocky, el paso le era permitido a la
mayoría de los locales que visitábamos.
Un día de tantos, nuestros pasos nos
alejaron de los lugares que acostumbrábamos
visitar y llegamos, sin que así lo planeáramos,
a las vías del ferrocarril. Paty me había pedido
llevar a Rocky, que hasta ese momento
paseaba tranquilo sujeto a su correa.
Fue como viajar a una época remota, los
viajantes iban y venían a través de los
corredores de la estación con su equipaje a
cuestas, o auxiliados en dicha tarea por un
maletero, otros platicaban a fuerte voz,
aumentando el bullicio de la estación junto a
los pregones de los vendedores de comida o
artesanías.
Un viejo reloj que, a juzgar por lo
herrumbroso de la estructura que lo sujetaba
a lo alto del muro de piedra, hacía muchos
años que indicaba a los pasajeros el momento
de abordar, marcaba las 4:40 p.m. en su
empolvada carátula, y en el tejado, un par de
palomas enamoraba al atardecer con su
arrullo discreto.

46
Dan Rosendo

Se me antojó comprar una jericalla.


Llamé a la niña que las ofrecía y le entregué a
Patricia la correa de Rocky para poder
disfrutar a gusto el delicioso postre; mientras
lo saboreaba nos quedamos mirando las vías
un momento. La nostalgia nos abrazó
entonces. En nuestra ciudad natal habían
quitado el ferrocarril por así convenir a los
intereses del gobierno en turno de aquellos
años; a nosotros todavía nos había tocado
viajar en él y hablábamos sobre eso mientras
nuestro amigo olfateaba los rieles y los
durmientes con curiosidad.
De pronto, el suelo pareció cimbrarse y
los rieles vibraron estrepitosamente, el reloj en
el muro marcaba las 4:55 p.m. cuando
escuchamos el estridente silbato de la
locomotora. La bestia azul hacía su aparición
viniendo pesadamente desde el horizonte,
acercándose lentamente, como un gigante
cansado y malhumorado de tanto rodar y
rodar.
Comenzó a detenerse despacito luego de
silbar otra vez, y cuando por fin lo hizo, los
pasajeros se acomodaron en los andenes para
abordar, al tiempo que chocaban con los que
descendían. El maquinista se asomó por la
ventanilla mientras anunciaba los siguientes
destinos a grito abierto y los viajantes, entre

47
Al otro lado del Arcoíris

empellones y una boruca ininteligible,


iniciaron el abordaje.
Rocky comenzaba a inquietarse, se
jaloneaba y rascaba el suelo jadeando
nervioso, nunca había visto algo tan grande y
ruidoso como una locomotora ni estaba
habituado al ambiente apresurado y nervioso
de tanta gente.
‒¡Vámonos! ‒gritó el maquinista
momentos antes de que las ruedas
comenzaran a moverse de nuevo.
El tren inició su trayecto aumentando
gradualmente su velocidad mientras nosotros
lo mirábamos alejarse de la estación.
‒¡Rocky, no, espera! ‒gritó de pronto
Patricia, mientras nuestro amigo, de un tirón
fuerte hizo que se le soltara de las manos la
correa y salía corriendo a toda prisa detrás del
tren, que ya avanzaba a buena velocidad.
También nosotros corrimos tras él para
sujetarlo, nos daba miedo pensar en lo que
podría suceder si, luego de un resbalón, la
rueda metálica de algún vagón le pasara
encima. Rocky era muy atrevido, insensato e
inmaduro cuando se trataba de situaciones
riesgosas.
Luego de algunos angustiantes minutos,
en los que corrimos con el alma cargada de

48
Dan Rosendo

preocupación, Rocky se detuvo a la orilla de


las vías, respiraba agitado y jadeaba por el
esfuerzo, Patricia lo tomó por la correa y,
después, apoyando sus manos en las rodillas,
intentó relajarse para volver a respirar con
normalidad.
Yo también me concentré en recobrar el
aliento. Mientras respirábamos agitadamente
veíamos al tren a lo lejos, en su camino hacia
la siguiente estación cuando, sorpresivamente,
el boletero salió sujetándose del barandal del
cabús y nos gritó entre carcajadas sonoras.
‒¡Mejor suerte para la próxima, la tarde
que logren alcanzar el tren, el paseo va por mi
cuenta!
Y mientras el gigante de hierro se perdía
en la lejanía y el atardecer, el boletero se
despedía de nosotros sonriendo y agitando la
mano.
***
Aquel incidente quedó por un tiempo en
el olvido, pues no volvimos a hablar de nuestra
visita a la estación del tren en lo sucesivo, los
días transcurrieron tranquilamente junto a la
imperdonable rutina diaria.
Una tarde, después de la comida, Paty
me comentó que, por única ocasión y debido a
problemas en el jurídico, tendría que trabajar

49
Al otro lado del Arcoíris

en fin de semana. No me agradó del todo la


idea de pasar el día de descanso sin ella; pero,
¿qué podía hacer ante tal circunstancia? La
semana transcurrió inmersa en las idas y
vueltas acostumbradas, y así llegó el día
anunciado, mi mujer trabajaría todo el sábado
y yo cuidaría de Rocky.
Nos levantamos temprano. Luego del
café y un beso de despedida, Paty salió
corriendo hacia la oficina, no sin antes
dejarme algunas tareas en casa y llenarme de
recomendaciones; cuando cerró la puerta y el
coche arrancó, decidí poner manos a la obra
para terminar temprano y poder llevarlo a
pasear sin contratiempos. Hice las camas y la
limpieza, y luego de algunos quehaceres más y
de un relajante baño, me puse los pants y una
sudadera, calcé mis tenis y, sujetando a Rocky
con la correa, salimos a la calle sin rumbo
específico.
Hacía una tarde maravillosa. La brisa
fresca inundaba las calles invitándonos a
caminar por el parque; el aroma de los abetos
nos inundó los pulmones y el pasto en las
áreas verdes perlaba en pequeñas gotas que
permanecían encima de sus hojas luego de que
los jardineros retiraran las mangueras de
riego.
Al pasar junto a una pareja de novios,
miraban estos a mi amigo con insistencia;

50
Dan Rosendo

luego de un breve momento se acercaron a


nosotros.
‒¡Qué lindo! ¿Me permite acariciarlo?
‒Adelante. Se llama Rocky.
La pareja acariciaba a mi amigo y él,
bajando las orejas y moviendo la cola, recibía
con agrado los mimos sin quitar la vista a los
helados que traían en las manos.
¡Vaya vergüenza! Entre gritos y
carcajadas, los muchachos soltaron de pronto
a Rocky, mientras él daba las últimas
lengüetadas ansiosas a los dedos del
muchacho, manchados aún de restos de
helado; yo jalaba la correa intentando
apartarlo de ellos, aunque fuera ya inútil
tratar de impedir que se lo comiera.
Busqué la cartera en mi bolsillo con la
intención de pagar, pero el chico me detuvo:
‒No se preocupe, compraré otro, no
pasa nada.
Luego de acariciarlo otra vez, los jóvenes
se despidieron riendo a causa del incidente.
Seguimos andando. Durante el paseo,
disfrutamos de los músicos callejeros que
interpretaban a Led Zeppelin, frente a la
catedral; luego, Rocky obligó a las palomas a
remontar el vuelo hacia el campanario, pero no

51
Al otro lado del Arcoíris

faltó el regaño de la piadosa mujer que,


habiendo dejado sus rezos hacía unos
momentos, se sintió bastante ofendida por
nuestra broma; después, vimos correr a los
niños tras el vendedor de algodones de azúcar
y a una pareja de ancianos que, tomados de la
mano, platicaban intercambiando amorosas
miradas sentados en las mesas de afuera de la
cafetería.
Caminamos más, y muchos metros más
adelante saludamos a la escultura de Atenea,
que, altiva, vigila aquella parte de la ciudad
desde el día de su fundación, rodeada siempre
de flores multicolores y fuentes danzarinas que
forman pequeños efectos de luz al reflectar los
chorros de agua contra los rayos del sol;
también deleitamos el olfato con los aromas de
los muchos puestos de comida callejera que
encontramos a nuestro paso; miramos mucho
y caminamos mucho, tanto que, sin planearlo,
nuestros pasos nos llevaron, como la vez
pasada, a la estación del ferrocarril. El viejo
reloj nos dio la bienvenida desde su
herrumbroso armazón marcando veinte
minutos para las cinco de la tarde cuando
llegamos ahí.
Los pasajeros se aglomeraban cerca de
la vía, inmersos en el bullicio de
conversaciones y pregones de los vendedores
locales, pronto llegaría el tren que los llevaría a

52
Dan Rosendo

sus destinos en los pueblecitos aledaños a la


ciudad.
La nostalgia de la bestia azul, que
antaño cruzaba las vías de la estación de mi
pequeña ciudad, volvía a abrazarme mientras
el brillo de los recuerdos lejanos avivaba en
mis labios una sonrisa. Pero aquellos
recuerdos vividos que desfilaban en mi
memoria se interrumpieron repentinamente
cuando sentimos el vibrar de los rieles bajo
nuestros pies, y con el estridente silbato de la
locomotora. El tren de las cinco llegaba a la
estación deteniéndose poco a poco frente a los
que esperaban.
Al poco rato el boletero se asomó por la
puerta de entrada del vagón de pasaje para
pregonar los próximos destinos. La multitud
comenzó a abordar y a los pocos minutos otro
silbido estridente de la locomotora anunciaba
la salida.
Las ruedas comenzaron su movimiento
lenta y pesadamente, los vagones avanzaban
haciendo vibrar los rieles, y mi amigo comenzó
a inquietarse como aquella vez, lloriqueando
nerviosamente
‒¿Será prudente que te permita correr
tras él? ‒pregunté a mi amigo, que me
respondió con una dulce mirada mientras se
jaloneaba.

53
Al otro lado del Arcoíris

‒¡Güero, güero! ‒escuché de pronto al


boletero, que aparecía tras del barandal del
último vagón, dirigiéndose a mi amigo‒, ¿vas a
quedarte ahí? Haremos la próxima parada en
veinte minutos, si nos alcanzas, el paseo de
ida y vuelta va por mi cuenta.
Y luego de guiñarme un ojo y levantar la
mano para decirnos adiós, como la última vez
que lo vimos, desapareció dentro del vagón.
‒¿Que dices?, ¿tomamos el reto? ‒le
pregunté.
Sus ojos de cielo azul me respondieron
con una mirada que terminó convenciéndome.
Siempre caminaba guiado por la correa, era
justo concederle el momento de libertad que
ahora pedía.
‒Muy bien, mi campeón, ¡hagámoslo!
Solté la correa, sus músculos se
tensaron mientras sus patas parecían
aferrarse a la tierra antes de salir disparado
detrás del tren, corrí entonces tras él tan
rápido como mis piernas lo permitieron;
mientras corría, lo animaba gritando.
‒¡Vamos, chico, tú puedes! ¡Lo
alcanzaremos!
Mi amigo corría como un bólido
mientras el viento jugueteaba con su lengua y

54
Dan Rosendo

con mi cabello; podía escuchar su respiración


agitada mientras sus zancadas poco a poco se
hacían más lentas por el cansancio; pero, a
pesar de ello, no nos rendimos. Mientras
corríamos, nos mirábamos por instantes, así
pude notar en sus ojos la inmensa felicidad
que aquel momento que compartíamos le
regalaba.
‒¡Adelante, campeón, no te rindas, ya
casi llegamos! ‒le dije con la respiración
agitada, él me respondió con un ladrido festivo
y redoblamos esfuerzos, el próximo paradero
estaba ya a escasos metros de nosotros.
‒¡Muy bien, güero!, ¡lo hiciste muy bien!
‒gritaba el boletero entre risas mientras recibía
a Rocky con una caricia entre las orejas‒, te lo
prometí, sube, en cuanto te recuperes te daré
agua fresca.
Subimos al parapeto del cabús y ahí nos
sentamos intentando recuperar el aliento, yo
sudaba copiosamente y Rocky jadeaba sin
parar debido al esfuerzo, estábamos fatigados,
pero muy contentos.
‒Es bueno el güero ‒me dijo el boletero
mientras me saludaba con un apretón de
mano‒, dame un momento, voy a checar pasaje
y en seguida traeré agua para los dos.
***

55
Al otro lado del Arcoíris

‒Llámame Agustín ‒me dijo mientras se


sentaba a mi lado y me ofrecía una botella con
agua helada‒. Ustedes no son de por acá,
¿verdad?
‒Venimos de lejos ‒contesté‒. A mi
mujer le ofrecieron mejores condiciones en el
trabajo y tuvimos que mudarnos aquí. Por
cierto, don Agus, gracias por el paseo, creo que
Rocky está encantado, nunca había viajado en
tren.
‒No agradezcas, muchacho, al final lo
hice por el güero. Si no es indiscreción,
¿cuánto te costó?
‒Nos lo regalaron ‒respondí‒. Un
conocido que ya no podía cuidarlo nos lo dio
en adopción…
‒Es curioso, ¿no? ‒continuó Agustín,
interrumpiéndome abruptamente‒ En muchos
casos pagamos por ellos y creemos que eso nos
hace dueños de sus vidas, me da mucha
tristeza porque la mayoría de las veces acaban
amarrados; el flamante dueño, pensando que
con darle agua y comida ya le arregló todas
sus necesidades, pero tiene al pobrecito
sufriendo de soledad y abandono. Son muy
poquitos los que entienden que tener uno de
estos trae consigo mucha responsabilidad y
compromiso, no basta con un plato de

56
Dan Rosendo

croquetas baratas y una bandeja con agua, a


los amigos no se les trata de esa manera.
Un dejo de tristeza comenzaba a
dibujarse en los ojos del viejo boletero
mientras hablaba sin dejar de mirar a Rocky,
que no se perdía de nada de cuanto pasaba
frente a nosotros.
‒Es muy importante respetar sus
espacios y su libertad. Míralo, a poco no se ve
rete contento, viene disfrutando del aire, el
aroma y la vista del campo, que se pone tan
bonito en este tiempo.
Me di cuenta de que Rocky, apoyado en
el barandal del vagón, disfrutaba en serio de
aquella vista. Los magueyales se extendían a lo
largo de las colinas, mientras los labriegos
extraían las piñas de los agaves con las que
elaborarían el sabroso tequila de aquella
región, el aguamiel y las rebanadas dulces. Los
pinos se levantaban apuntando hacia las
nubes, como queriendo alcanzarlas, y de
cuando en cuando los pastores nos saludaban
alzando la mano mientras sus cabras balaban
asustadas ante el paso del tren, Rocky les
contestaba con alegres ladridos.
Agustín me contó que tuvo un amigo
hacía poco tiempo, lo encontró vagando en las
vías y decidió adoptarlo. Durante un par de
años, el viejo trabajó acompañado del Flaco

57
Al otro lado del Arcoíris

hasta que este enfermó y tuvo que cruzar


hacia el otro lado del arcoíris, por esa razón el
viejo se entristece cuando, en las tardes de
lluvia, contempla los iridiscentes colores del
puente mientras le recuerdan que Flaco lo
espera allá.
Así llegamos al próximo paradero. Luego
de que Agustín hablara con el boletero del tren
que nos llevaría de regreso, transbordamos, no
sin que, antes de ello, el viejo se despidiera de
nosotros.
‒Tienen desde ahora un amigo aquí, en
las vías ‒nos dijo mientras lo acariciaba entre
las orejas‒, pueden venir los domingos para
que el güero ejercite las patas y se distraiga;
no lo olvides, Darío: amarlo implica también
darle libertad y respetar sus espacios, el amor
de verdad no impone correas.
El tren partió mientras veíamos a
Agustín que, encaramado sobre el cabús, se
despedía de nosotros. Rocky bostezó cansado
antes de apoyar su cabeza en mis piernas y
cerrar los ojos para dormitar un poco.
Comencé entonces a cuestionarme
mientras le acariciaba el lomo: ¿es tan difícil?,
¿por qué nos cuesta entender que se trata de
un ser vivo que siente, sobre el que, por
decisión propia, adquirimos la responsabilidad
y el compromiso de cuidarlo? Muchos de ellos

58
Dan Rosendo

terminan sus vidas en azoteas o pasillos como


condenados, como si el amor incondicional
que nos dan fuera el delito que deben purgar
en la soledad y el encierro de su hogar-prisión.
¡No sería ese el destino de mi amiguito!
¡Patricia y yo lo cuidaríamos de la mejor
manera posible!
Se nos hizo costumbre asistir los
domingos a las vías a esperar el tren de las
cinco. Desde aquella tarde, al asomarse la
locomotora y aproximarse al paradero
pesadamente, Rocky ladraba emocionado al
oír, entre carcajadas sonoras, el alegre llamado
de Agustín. Cuando el tren arrancaba de
nuevo, lo liberaba de la correa y seguía su
alocada carrera hasta llegar el paradero donde
cansados y sudorosos continuaríamos con
nuestro paseo sentados en el parapeto del
último vagón, ahí donde me gustaba escuchar
las vivencias del viejo boletero, mientras mi
amigo se alegraba la tarde con la preciosa vista
del paisaje.

59
Al otro lado del Arcoíris

60
Dan Rosendo

VI. Fenrir.

S u nombre era Fenrir, como el lobo


nórdico devorador de dioses del
Ragnarok. Era un pitbull de raza pura,
nacido al calor de la cesta acolchonada con
trapos viejos donde dormía, en algún rincón
bajo la azotea de la covacha donde lo habían
arrumbado.
Kiara, su madre, ya estaba cansada de
ser usada como “fábrica de cachorros”; al poco
tiempo de parir, ya cuando sus crías podían
valerse por sí solas, le eran arrebatadas para

61
Al otro lado del Arcoíris

ser vendidas y, de inmediato, su despreciable


dueño se encargaba de inyectarle el fármaco
que la induciría inmediatamente al celo para
repetir el ciclo al que estaba sujeta. No había
descanso para su cuerpo y eso le hizo
envejecer prematuramente; la pitbull mostraba
flacidez en los músculos y en las tetillas, que
le colgaban del abdomen y casi las arrastraba
cuando caminaba; también sus huesos se
habían atrofiado, algunas lesiones en las patas
lo confirmaban.
Tal vez por eso se negaba con furia a
los sementales que le traían, pese a los
castigos del Moncho, y tal vez las laceraciones
de su matriz, que jamás descansó de
engendrar y parir, fueron la causa de que no
pudiera producir más que un cachorrito en la
que sería su última camada. Ya no servía. Al
terminarlo de criar, Moncho la abandonaría en
alguno de los callejones de la ciudad, como era
ya su costumbre, o, en el mejor de los casos, la
pondría a dormir con una bala de su nueva 9
mm, adquirida con las jugosas ganancias que
la misma Kiara y las otras hembras le habían
generado.
La última vez que Fenrir vio a su madre
fue una semana después de que aprendió a
comer solo, Moncho lo metió en una caja de
transporte para mascotas y se lo llevó de ahí
para malbaratarlo. Cuatro mil pesos fue el

62
Dan Rosendo

precio que el Fabis, conocido apostador en el


barrio, había pagado por el cachorro; por lo
que creía tener el derecho de tratarlo con
crueldad y alimentarlo con desperdicios.
Su entrenamiento empezó de inmediato.
Fueron muchas las patadas que recibió sin
otro motivo que el de fortalecer su carácter y
que, aunadas a los días en que el hambre lo
atormentaba y el frío nocturno del patio donde
lo encadenaron le calaba los huesos, le
hicieron incrementar el instinto agresivo que,
dicen, ya de por sí trae su raza. Lo peor fue
que el Fabis comenzó a traerle de vez en vez
algún cachorro de gato para que lo destripara
sin miramientos y hacerlo con ello más bravo.
El tiempo pasó. Fenrir creció y se
convirtió en una verdadera máquina de matar;
el Fabis le consiguió con anticipación su
primera pelea; entonces, llegada la fecha,
cercenó a dentelladas la primera de muchas
gargantas rivales. Fenrir peleó con furia contra
el pastor alemán al que confrontó aquella
noche y lo asesinó al abalanzarse sobre su
cuello y fracturarle las cervicales. Su dueño
comenzó entonces a alimentarlo mejor y hasta
le compró una cama en la tienda de mascotas
para que no durmiera en el suelo.
Durante varios meses permaneció sin
sufrir derrota, generando muy buen dinero
para el Fabis y también para aquellos que

63
Al otro lado del Arcoíris

apostaban a su favor, hasta el día desgraciado


en que Goliat, un enorme rottweiler, traído del
barrio vecino, casi lo mata, arrebatándole el
título de “campeón invicto”. Cuando el Fabis lo
recogió todo mordido y ensangrentado, con
una oreja rasgada y una lesión que le hizo
perder el ojo derecho, no hubo
consideraciones, lo ataron al tinaco, en la
azotea de la casa, y ahí lo dejaron sin atener
sus heridas. Los días de hambre y frío
regresaron a consecuencia de su derrota y, con
esto, su mal carácter se acentuó al grado de
desconocer a sus dueños.
Un día de tantos, al hijo mayor del
Fabis se le ocurrió llevarle agua a Fenrir, tomó
una cubeta y, después de llenarla en la llave
del fregadero, la llevó a la azotea. Al notar su
presencia, el Pitbull comenzó a ponerse
inquieto mientras le gruñía enseñándole los
dientes. Cuando el muchacho estiró la mano
para tomar la bandeja en la que abrevaba, una
mordida que más tarde necesitó de mucho
desinfectante, antibiótico, vacuna antirrábica,
y quince puntadas de vicril 2/0, lo hizo dejar
de lado su buena intención y bajar gritando
angustiado. La reacción del Fabis y su otro
muchacho no se hizo esperar, Fenrir le había
mordido la mano a su hijo y por eso debía
sufrir un castigo ejemplar.

64
Dan Rosendo

Armados con palos subieron a tundir al


pobre Fenrir. Los vecinos se dieron cuenta por
los aullidos lastimeros que se escucharon por
todo el barrio, y aunque algunos vecinos les
gritaban desde los techos contiguos que
dejaran de golpearlo, nadie se atrevió a tocar la
puerta del Fabis para encararlo, todos le tenía
miedo.
Los alaridos cesaron luego de que el
chamaco empuñó un cuchillo y se lo clavó
repetidas veces. Después de una vida de
maltrato y abuso, y una agonía dolorosa y
lenta, Fenrir cruzó el arcoíris.
***
Terminé de escuchar la desgarradora
noticia, apagué la televisión y busqué a mi
amigo, que me miraba en silencio desde el
extremo opuesto de la sala, lo llamé y, cuando
se acercó, comencé a acariciarlo; él aceptó los
mimos, como siempre, y se tendió en el suelo
cuan largo era esperando a que le rascara la
panza.
Rocky era muy especial, tenía gustos
propios y bien definida su personalidad; no voy
a mentir, no diré que jamás tuvo altercados
con algún otro; pero, cuando esto ocurrió, fue
por mero accidente y en ese momento Patricia
y yo corrimos a detenerlo.

65
Al otro lado del Arcoíris

Conforme crecía, lo educamos lejos de la


violencia, por ende, aprendió a apreciar el
valor de la vida en armonía, lo comprobamos
porque, si Patricia y yo discutíamos, se ponía
en medio de nosotros, como intentando
calmarnos. Al escuchar al primero que
levantara la voz, se paraba, poniendo sobre él
sus patas delanteras y mirándolo fijamente
para detenerlo, como si quisiera decirle: “¿Por
qué gritas?, tranquilo, podemos oírte”; esa
mirada profunda y azul siempre tuvo la virtud
de hacerse entender.
Su especie evoluciona cada vez más.
Mientras ellos parecen entender la vida de una
manera más solidaria y simple, nosotros, los
humanos, retrocedemos a la conducta de los
ególatras emperadores y su alienado pueblo
divirtiéndose con las vidas de los gladiadores
en la arena del coliseo. Ellos han aprendido a
hacer trucos para ganar su alimento, o a
pagarlo con hojas o algún otro objeto;
mientras, nosotros, los racionales, nos
divertimos a costa de sus vidas o su dolor.
Me incliné para abrazarlo fuerte, tanto
como podía, mientras él correspondía a mi
abrazo con lengüetadas en mi mejilla; siempre
se supo amado, siempre quise hacerle saber
que en verdad lo era.

66
Dan Rosendo

VII. Vuelve.

C uando conocí a Patricia, parecía que su


corazón se había cerrado
completamente a la posibilidad de tener
y permitirse amar a un compañero como él.
Supe, por ella misma, que, siendo niña,
se limitaba a alimentar a aquellos que,
buscando comida, iban a ladrarle a su puerta.
Ella les daba un bocado, pero al terminarlo, se
alejaban para continuar su andar por las

67
Al otro lado del Arcoíris

calles de la ciudad, dejándole una tristeza


extraña y un frustrado deseo que nunca se
pudo cumplir; sus padres no se lo permitían y
tampoco la alergia crónica, que en esos días, el
pelo de estos amigos le provocaba.
Me platicó, en alguna ocasión, que
intentó robarle el propio a una compañera de
escuela, pero pudo más el peso de su
conciencia que su deseo y, luego de
disculparse avergonzada, tuvo que devolverlo.
Ella creció así: padeciendo abundantes
fluidos nasales que dificultaban su
respiración, además de estornudos
recurrentes, lo que justificaba su negativa,
hasta el día en que Rocky llegó a nosotros y
terminó por cambiar todo eso.
El amor es un proceso que toma tiempo,
requiere perseverancia para emanar y de
pronto florece, la mayoría de las veces sin que
te des cuenta; justo eso fue lo que le sucedió a
mi mujer. Ya he hablado sobre lo mucho que
le costó adaptarse a nuestro amiguito, pero
llegó el día en que debió aceptar que Rocky le
había robado gran parte de su corazón.
La tarde en que esto ocurrió, volvíamos
de hacer las compras, la cajuela del coche
estaba llena de las bolsas del supermercado,
algunas bebidas y otras cosas, de modo que,
en cuanto Patricia abrió la puerta de la casa,

68
Dan Rosendo

yo me concentré en bajar todo y acomodarlo en


el espacio destinado para la despensa, o el
refrigerador, según fuera necesario.
Paty también se distrajo, comenzó a
mirar algunas prendas que se había comprado
y se las probaba sobrepuestas frente al espejo,
luego sonreía satisfecha mientras las doblaba
o las colgaba en ganchos para meterlas en el
closet.
Así, ensimismados en nuestras tareas,
se nos fue pasando la tarde. Comenzaba a
oscurecer cuando terminamos y decidimos
prepararnos la cena.
Como siempre lo hacía después de
poner la mesa para nosotros, Patricia fue al
saco de croquetas para llenar el plato y
comenzó a llamarlo; pero, contrario a lo
acostumbrado, Rocky no respondió al llamado
ni apareció.
Lo buscamos por toda la casa, nos
asomamos bajo la cama, pensando que se
había quedado dormido, tampoco estaba en el
cuarto de estudio, donde acostumbraba tirarse
a descansar o a roer una galleta mientras
leíamos, pero no lo encontramos; al bajar a la
sala las puertas abiertas dieron respuesta a
nuestra búsqueda: Rocky se había escapado
aprovechando nuestra distracción.

69
Al otro lado del Arcoíris

Patricia comenzó a llorar al tiempo que


temblaba llena de angustia, en vano intenté
calmarla, tomó las llaves del coche y, dejando
la cena servida sobre el comedor, salimos a
buscarlo a la calle ya oscurecida.
***
‒¡Rocky, Rocky! ‒gritaba mi mujer llena
de angustia mientras su mirada buscaba en
las calles iluminadas a medias por las farolas
del alumbrado público.
Lo buscamos en el parque cercano a la
casa, en el estacionamiento de la plaza y en las
inmediaciones de la librería, pero nuestra
búsqueda no daba frutos.
Fuimos, por último, a preguntar por él
al restaurante de Dardo, un uruguayo muy
agradable con quien hicimos una buena
amistad; sin embargo, tampoco había estado
ahí.
Cuando Dardo se dio cuenta de nuestra
angustia, nos invitó un café para
tranquilizarnos y le pidió a su repartidor salir
en la moto a buscarlo por la colonia. El
muchacho aceptó ayudarnos de buen grado y
salió de inmediato en la motocicleta; nosotros
terminamos el café y luego de agradecer a
Dardo volvimos también a la búsqueda,

70
Dan Rosendo

quedando con él en volver una hora después


para ver si había buenas noticias.
Seguimos buscando a Rocky en las
calles oscuras. Patricia no dejaba de llorar y de
llamarlo a gritos mientras yo alumbraba desde
mi asiento cada rincón con la lámpara de
mano que siempre acostumbramos llevar para
cualquier imprevisto. Por supuesto que
también me sentía devastado, me aterraba
pensar en no volver a ver a mi amigo, pero no
debía demostrar tristeza ni angustia: sentía la
necesidad de apoyar a mi mujer en el trance
en el que nos hallábamos.
Volvimos al restaurante en el tiempo
acordado. Tampoco lo había encontrado el
repartidor. Dardo intentó alentarnos también,
pero no había palabras que fueran suficientes
para consolarnos.
Fuimos a casa otra vez. De suerte que
era fin de semana y no teníamos que ir al
trabajo al siguiente día. Ya estaba muy
avanzada la noche, por eso decidimos
continuar nuestra búsqueda en cuanto
amaneciera.
Antes de entrar a la casa encendí un
cigarro y, recargado en el coche, fumaba
mientras trataba de tranquilizarme. Patricia
tomó la cajetilla y encendió también uno; a
pesar de su asma fumaba cuando nos

71
Al otro lado del Arcoíris

encontrábamos en situaciones de angustia o


tristeza. En eso estábamos cuando una vecina,
que había ido a comprar su cena, pasó
envolviéndose en su suéter para protegerse del
frío, al mirarnos nos saludó con amabilidad y
Paty aprovechó para preguntarle mientras le
mostraba una foto de Rocky, que traía en el
celular.
‒No, Vecinita, para nada que lo he visto
‒respondió la mujer‒, pero si llego a verlo
tenga por seguro que le avisaré.
Nos fuimos a la cama con el corazón
inquieto por la preocupación de no saber nada
de nuestro amigo; mil cosas pasaban por
nuestro pensamiento y nos hacían
preguntarnos con un tono lleno de angustia:
“¿Qué clase de persona lo encontraría?” “¿Qué
harían con él?” Cada vez que estas dudas nos
carcomían el alma las lágrimas brotaban de
nuevo a través de los ojos de Paty.
‒¡Darío, mi Rocky…! ‒me repetía entre
sollozos tristes mientras intentaba dormir‒, ya
no voy a verlo más, ¿verdad?
Y me dolía en lo más profundo del alma
el no poder responder a la horrible pregunta,
me lastimaba el pensar en darme por vencido
y resignarme a no volver a escuchar sus
ladridos ni a sentir su presencia junto a
nosotros.

72
Dan Rosendo

‒Oye ‒me dijo por fin antes de quedarse


dormida con los ojos aún húmedos‒ si ya no lo
vuelvo a ver, ojalá que, quien lo encuentre, no
lo maltrate, lo alimente bien y lo quiera como
nosotros, ojalá sea así…
***
Me amaneció sin que pudiera cerrar los
ojos. Patricia se despertó y de inmediato nos
vestimos para volver a nuestra búsqueda. La
cena de la noche anterior seguía sobre el
comedor, fría, como ese día triste en el que ni
siquiera el café que tomamos como desayuno
nos había confortado.
Aquella mañana de sábado, las
personas salían a la calle a pasear o a
ejercitarse, había felicidad en los rostros de
todos ellos, sobre todo en quienes paseaban
junto a sus amigos peludos, y eso contrastaba
con nuestra angustia.

Nuevamente recorrimos el parque, el


estacionamiento de la plaza, las inmediaciones
de la librería y del restaurante de Dardo, y
nada…, no encontramos a Rocky por ningún
lado.
Pero Paty no se rindió y regresó de
nuevo a las calles de la colonia, su mirada
ansiosa recorría cada sitio, cada rincón,

73
Al otro lado del Arcoíris

incluso se detenía frente a los botes de basura


con la esperanza de hallarlo olfateando en
ellos; en eso estaba cuando, de pronto,
bruscamente, detuvo el coche y se bajó
corriendo, yo la seguí de inmediato luego de
soltarme el cinturón de seguridad; ¡vaya
sorpresa y vaya alegría que sentí cuando vi a
Paty detener a la vecina a la que le habíamos
preguntado la noche anterior mientras
paseaba acompañada de su hija y del objeto de
nuestra búsqueda!
‒¡Oiga, es mío! ‒le dijo mi mujer
disimulando la furia de la que estaba saturado
ahora el tono de su voz‒ ¡Démelo ya!
‒E… e… ¿es suyo? ‒preguntó la mujer,
tartamudeando, no sé si de miedo o
vergüenza‒ Perdóneme, veci, yo no sabía que
mi hija lo había encontrado en la calle,
tampoco que era el que usted buscaba.
Muchas ideas me pasaron entonces por
la cabeza. Aquella mujer había visto la foto de
Rocky y la angustia de Paty, por supuesto que
sabía nuestro domicilio, pues nos vio la noche
anterior fuera de la casa y recargados en el
coche mientras fumábamos; luego entonces,
¿de verdad no hubo ninguna mala intención
de su parte?, ¿no fue capaz de sentir un poco
de compasión por la tristeza que sentíamos?
¿Por qué no fue a devolverlo?

74
Dan Rosendo

Supimos después, por los guardias del


grupo de seguridad privada que cuida la
colonia, que aquella mujer lo había encontrado
a escasas cuadras de la casa luego que salió
corriendo a toda carrera aprovechando nuestra
distracción, pero no vale la pena citar esa
historia en este momento.
Paty le quitó la correa de las manos a la
chica sin que la mujer pudiera objetar algo, y
Rocky se dejó conducir dócilmente por ella al
coche. Una vez que estuvimos los tres dentro,
la señora corrió hacia nosotros y tocó la
ventanilla de mi mujer, quien haciendo una
mueca de desagrado bajó el cristal para
atender.
‒¿Qué quiere ahora?
‒¡Ay, veci, con la pena!, ¿la molesto con
la correa?
Paty se estiró al asiento de atrás, sujetó
a Rocky por el collar para quitarle la correa y
se la entregó.
‒¡Que tenga buen día! ‒le dijo con
brusquedad antes de subir el vidrio de la
ventanilla y arrancar el coche.
***
Al llegar a la casa nos sentimos felices;
nada dijimos, nos abrazamos fuerte mientras

75
Al otro lado del Arcoíris

Rocky corrió a su platón repleto de croquetas;


nos limitamos a mirarlo comer, al poco rato,
cuando terminó, regresó a nosotros y, sin dejar
de jadear sacando la lengua, sentado frente a
Patricia, parecía abrazarla con el azul amoroso
de su tierna mirada.
Ella se inclinó sin poder aguantar más
el caudal de sentimientos que le inundaba el
alma y lo abrazó fuertemente mientras cerraba
los ojos y dejaba salir el reconfortante llanto
que le hacía derramar la alegría de haberlo
encontrado.
‒¡No vuelvas a hacerlo! ¡Por favor, no
vuelvas a hacerlo! ‒le repetía una y otra vez.
Repentinamente dejó de ser el extraño
que ensuciaba el baño o llenaba de pelos la
sala o el asiento de atrás en el coche para ser
reconocido por Paty como parte importante de
nuestras vidas y de nuestra pequeña familia,
no quería ni tenía ya el ánimo de regañarlo por
la travesura recién cometida, ¡lo había
encontrado luego de una noche de angustia y
era lo único que importaba!
Entendí, entonces, que Rocky, armado
únicamente con ese extraño y silencioso amor
del que estaba repleto, había logrado enfrentar
y derretir por completo el invierno que
albergaba el corazón de mi mujer, y habiendo
cambiado radicalmente la negativa a tener uno

76
Dan Rosendo

como él, que arrastraba desde su niñez, le


había enseñado, por fin, a sentir de una forma
diferente a la que ella estaba habituada.
Patricia aprendió también que, en ocasiones, el
amor verdadero no necesita palabras, ¡a veces
solo ladra!

VIII. Preámbulo navideño.

P ancho aprendió a comprar. Todas las


mañanas llegaba al puesto de doña
Chole, que tenía fama de hacer los
mejores tacos al vapor en la colonia, con una
hoja de árbol en el hocico con la que pagaba
su respectiva orden de chicharrón. Luego de
desayunar y de que la señora le hiciera

77
Al otro lado del Arcoíris

algunos mimos, se despedía con su alegre


ladrido para seguir vagando por la ciudad.
No se sabía mucho de él, más que la
clásica historia de siempre: un auto se había
estacionado cerca de la alameda, se abrió la
puerta trasera y lo bajaron; Panchito se
distrajo olfateando las flores de la jardinera del
banco y, cuando el auto arrancó, salió tan
rápido como pudo detrás del rugido de aquel
motor, pero sus patas no igualarían jamás la
potencia de un coche. Desde aquella noche
tuvo que aprender a sobrevivir en las calles de
la ciudad.
¿Cómo se sabía entonces que se
llamaba Pancho? Bueno: aquellos que lo
abandonaron tuvieron a bien dejarle el collar
que le habían comprado cuando aún lo
querían, de él pendía todavía la placa en forma
de hueso medio oxidada que tenía grabado su
nombre. Nunca fue barbaján, siempre se dejó
acariciar por todos y supo ganarse muchas
amistades.
Dormía donde le agarraba la noche.
Muchas personas lo vieron hecho bolita bajo la
entrada del banco o en el zaguán del
restaurante italiano del chef Vitto; por
supuesto que había personas que intentaron
adoptarlo y darle un hogar, pero Pancho
siempre volvía a la calle, tal vez porque había

78
Dan Rosendo

perdido la confianza en la gente y su falsa


bondad.
La vida sin el calor de un hogar es
difícil. Cuando se nos acercan mientras
comemos en algún sitio en la calle, para
recoger al menos nuestras migajas, los
corremos sin preguntarnos por lo que deben
pasar para poder comer; ellos se retiran con el
peso del abandono sobre sus lomos y el
hambre royéndoles las entrañas. Pero
Panchito, como buen sobreviviente, no se
rindió jamás y, tal vez, de tanto mirar a los
comensales pagar por sus alimentos,
comprendió que tenía que dar algo a cambio si
quería comer.
Doña Chole siempre tuvo corazón de
pollo; eso decían las vecinas chismosas de la
vecindad. Ella nunca dudaba en tenderle la
mano a quien lo necesitara y por eso supo
entender el gesto de Pancho cuando una
mañana de tantas, mientras atendía a sus
clientes, se sentó frente a ella y llamó su
atención con su ladrido insistente.
‒¡Vaya!, ¿conque quieres comer? ‒
preguntó divertida.
Pancho respondió ladrando y moviendo
la cola con alegría mientras ofrecía la hoja que
llevaba entre los colmillos. Doña Chole la
recibió sonriendo.

79
Al otro lado del Arcoíris

‒¡Muy bien, muchachón!, el precio justo


por una orden de chicharrón ‒le decía
mientras le acercaba unos tacos sobre un
papel de estraza‒. ¡Que aproveche!
La inocencia de Pancho se robó el
corazón de aquella señora. Todas las mañanas
recogía una hoja bajo la arboleda de la rotonda
y corría con ella a comprarse el almuerzo.
Pero este no era el único caso. Ruffo se
paraba todos los días frente a la panadería de
Fermín, y lo esperaba pacientemente; el
panadero salía para saludarlo; luego de un
ademán, Ruffo se mordía la cola y comenzaba
a girar para luego caer haciendo el muertito.
Entonces, Fermín le lanzaba un pan, que
Ruffo atrapaba con un salto y devoraba luego
con inmensa alegría.
Nosotros, los racionales, difícilmente
sabemos cómo se sienten el abandono, el frío y
el hambre; ellos, en su diaria lucha por
sobrevivir, van aprendiendo y, en su inocencia,
se amoldan a nuestro mundo.
En cuanto a Rocky, él pagaba bien
nuestras atenciones y también aprendía; lo
dejó demostrado en la historia que ahora voy a
contarte.

80
Dan Rosendo

IX. Lucecitas de colores.

P
la
asaron los meses y llegó, por fin, la
navidad. Sin darme cuenta, el año se iba
demasiado aprisa, y ahora las calles de
ciudad estaban
multicolores.
repletas de luces

81
Al otro lado del Arcoíris

Un coro cantaba villancicos en el


quiosco de la glorieta. Los niños, llenos de
ilusión por la llegada de Santa, anhelaban el
momento de abrir por fin los regalos que les
había hecho llegar, dejándolos al pie del
arbolito en sus hogares.
Yo caminaba azuzado por la prisa,
había salido temprano de la oficina y deseaba
con ansias llegar a la casa y abrazar a Patricia.
Estas fiestas siempre tienen la virtud de
ablandarme el corazón por los viejos recuerdos
a los que nos remiten, recuerdos que tienden a
volar como mariposas blancas sobre el cielo de
la memoria y se anidan luego en lo profundo
del alma.
Después de andar por las mismas calles
de todos los días, llegué por fin al hogar. Al
cruzar la puerta, el aroma de la cena deliciosa
que ella había preparado me abrió el apetito.
Saludé. Paty volteó hacia mí y sonrió, se quitó
el delantal y dejó un momento la cocina para
recibirme con un abrazo que me hizo sentir en
extremo feliz.
Así como estábamos, empecé a sentir
los rasguños que siempre me apartaban de
sus brazos y el ladrido que demandaba mi
atención de inmediato.
‒“Don celos” quiere que lo abraces
también ‒me dijo mi mujer mientras me

82
Dan Rosendo

soltaba y volvía a ponerse el delantal para


volver a la cocina‒. Lávate las manos, por
favor, en un momento más cenaremos.
Me volví a mi amigo, que me miraba con
el cariño de todos los días; como siempre,
parecía darme la bienvenida.
‒¡Hola! ¡Ya estoy aquí, mi campeón! ‒le
dije mientras mis dedos se deslizaban sobre su
suave pelaje‒ Te traje un regalo. Bueno, en
realidad fue Santa quien me lo dio para ti.
¡Anda, vamos a verlo!
Mientras abría la mochila, Rocky me
miraba con ansiedad sin dejar de mover la
cola, levantaba las orejas, expectante, y
miraba atento a mis manos. Cuando vio el
hueso que saqué, ladró efusivo y se abalanzó
sobre él.
‒¿Ves? ‒me dijo Paty mientras ponía los
platos sobre la mesa‒, luego te quejas de lo
malcriado que está.
‒Es navidad, amor ‒respondí‒. Además,
se lo había prometido desde la última vez que
lo llevamos a la tienda.
Patricia sacó la cena del horno mientras
su delicioso aroma se diseminaba por toda la
casa. Sirvió nuestros platos y disfrutamos de
ella; Rocky tomó su hueso y fue a echarse
justo debajo del árbol de navidad. Desde el

83
Al otro lado del Arcoíris

momento en que pusimos el árbol en la


esquina de la sala, y lo decoramos con las
esferas y las luces de colores, se había
convertido en su sitio favorito.
‒¿Qué será lo que llama tanto su
atención? ‒preguntó mi mujer‒ No se aleja de
ahí por nada.
Me encogí de hombros sin saber qué
contestar. Continuamos cenando mientras
platicábamos sobre cómo había estado el día
en la oficina y cosas por el estilo, al terminar
decidimos salir un momento para dar una
vuelta; así que, luego de levantar los platos,
limpiar la mesa y la cocina, y ponernos
nuestros abrigos, abordamos el coche.
***
Las calles lucían sus tradicionales
decorados navideños, había pascuas por
doquier y una enorme figura inflable de un
muñeco de nieve se levantaba al lado de la
cafetería. Paty se estacionó y bajamos con
intención de comprar unos buñuelos a las
vendedoras en la glorieta.
Rocky miraba extasiado los montones
de lucecitas multicolores que adornaban los
árboles. Fue la primera vez que paseamos sin
que se jaloneara ni intentara correr, caminaba

84
Dan Rosendo

despacio, deteniéndose a mirar de cuando en


cuando las luces, lo disfrutaba en serio.
Paty se sentó en una banca para
esperarme sujetando a Rocky; no demoré, me
senté y comenzamos a disfrutar el sabor del
tradicional postre mientras yo miraba a mi
amiguito observar detenidamente las luces que
se encendían y apagaban rítmicamente.
Sin saber por qué, comencé a
reflexionar entonces: el mundo parece
oscurecerse todos los días, la maldad parece
crecer a pasos agigantados, sin que nada o
nadie la detenga, extendiendo su sombra sobre
nosotros, eso nos hace olvidarnos de las cosas
simples, como una gota de lluvia, el sabor
delicioso de un buñuelo bañado en miel de
higos, o el brillo precioso de una lucecita que
se enciende y se apaga, y que nos permite ver
entre la negrura.
Patricia le regaló a Rocky un buñuelo;
él, sujetándolo con sus patas, se tiró sobre los
adoquines y comenzó a lamerlo. De repente
nuestro amigo comenzó a gruñir y a mostrar
los colmillos, se le había acercado una
pequeñita callejera que habíamos visto hacía
algunos días siguiendo al hombre que dormía
en la plaza, no dejaba de ver el buñuelo que mi
amigo atesoraba. Por un momento pensé que
Rocky se enojaría; era, de por sí, bastante
celoso con su comida y por eso yo creí estar

85
Al otro lado del Arcoíris

seguro de que no estaría dispuesto a compartir


su buñuelo.
¡Vaya sorpresa: me equivoqué! Rocky se
levantó, olfateó el buñuelo una última vez y
después de ladrarle a la pequeñita regresó a
echarse a los pies de Patricia.
La nueva amiga de Rocky disfrutaba del
delicioso obsequio, cuando su dueño se acercó
regañándola.
‒¡Muñeca, a ver donde andas!
El pobre hombre nos miró apenado, se
paró a un lado de su compañera y rascándose
la cabeza nos dijo con voz entrecortada:
‒Perdonen, la muñeca ya les quitó su
bocado; pero… hace como tres días que no me
cae nada y no he podido darle algo para
comer, en serio, perdonen…
Paty volteó hacia mí como siempre lo
hace en estos casos; estoy tan acostumbrado a
sus modos que sé de inmediato el mensaje que
siempre me envía en silencio. Asentí por toda
respuesta y mi mujer se levantó de la banca
mientras respondía:
‒No se preocupe por eso; pero, ¿y
usted?, ¿ya comió algo?
El hombre fijó la mirada en el suelo
mientras movía la cabeza negativamente.

86
Dan Rosendo

‒Darío ‒me dijo‒, pide a la señora unos


buñuelos y un café, por favor.
Respondí afirmativamente con un
movimiento de cabeza, tenía en ese momento
las palabras aprisionadas en un nudo que
comenzaba a atarse en mi garganta y de
pronto me hacía ver borroso. Respiré profundo
intentando tranquilizarme; luego,
carraspeando la voz, palmeé la espalda del
hombre mientras le decía:
‒Ven, acompáñame para que meriendes
al menos eso, de paso traemos otros para la
Muñe.
Sendas lágrimas resbalaron entonces
por sus mejillas; luego de abrazarme, aquel
hombre caminó conmigo, para después volver
al lado de su amiga con un vaso de café
caliente y dos platos con buñuelos.
Nos despedimos, pero antes de
retirarnos nuestro nuevo amigo se inclinó
mirando a Rocky a los ojos, mientras le decía
sosteniendo su pata derecha.
‒¡Muchísimas gracias por invitarnos a
cenar a mí y a la muñeca! ¡De verdad, muchas
gracias!
No mencionamos nada del asunto en el
trayecto a casa, solo me limité a mirar a Rocky
a través del retrovisor sin dejar de sentir como

87
Al otro lado del Arcoíris

si hubiéramos encendido una lucecita,


colorida y brillante, en la oscuridad de la
noche.
Sobra decir que no fue la única vez que
llevamos a la glorieta algunas bolsas con
comida, mantas, algo de ropa y croquetas,
hasta el día en que Gaudencio y la Muñeca se
fueron de ahí; desde entonces, no los hemos
vuelto a encontrar.
Lo que sí te diré fue que al llegar a la
casa y subir a nuestra habitación, Rocky no
nos acompañó como siempre lo hacía, prefirió
quedarse debajo del arbolito de navidad
contemplando las luces y su reflejo en la
superficie de las esferas; me di cuenta de ello
cuando Patricia me pidió bajar a buscarlo y,
mientras lo miraba con atención, me
preguntaba si él también albergaba ilusión y
esperanza; creo firmemente que le gustaba
alejar la oscuridad encendiendo en nuestros
adentros lucecitas multicolores con lo que
había venido a enseñarnos.

88
Dan Rosendo

X. Héroes de cuatro patas.


Los héroes son difíciles de encontrar,
alguien no se tomará el tiempo.
Los héroes son difíciles de encontrar,
te necesitamos, ven e intenta.

89
Al otro lado del Arcoíris

Los héroes son difíciles de encontrar,


tienes que cruzar la línea.
Los héroes son difíciles de encontrar.

(Twisted Sister)

E ra el medio día del 19 de septiembre del


año 2017, cuando la tierra se sacudió en
la zona centro de nuestro país, el
terremoto de 7.1 grados había demolido gran
cantidad de edificios y todo fue caos y
desolación después del movimiento
trepidatorio.

Las botas del Capitán Israel Arauz se


cubrieron de polvo al llegar a la hecatombe, el
marino miró el panorama desolador y después
de un suspiro y limpiarse el sudor, preparó su
equipo de rescate y acarició con ternura a su
querida compañera mientras le miraba a los
ojos:
‒¡Vamos, Frida!, ¡hay mucho por hacer!

La labrador, entrenada para maniobras


de rescate, respondió con un sonoro ladrido y
junto a su binomio caminó valiente a cumplir
su deber; la vida de quienes sufrían bajo el
concreto las consecuencias de aquella tragedia
dependía ahora de la rapidez de sus patas y su
olfato certero.

Una y otra vez Frida se sumergió en


aquel mar de escombros, arriesgándose a
quedar atrapada entre ellos, ladraba fuerte

90
Dan Rosendo

cada vez que daba con su objetivo y, ayudada


por el equipo de rescate, recuperaba cuerpos;
en el mejor de los casos, arrebataba a la
muerte a los sobrevivientes poniéndolos en
manos de quienes atenderían sus lesiones.
Acumuló en la ejecución de esta tarea un total
de cincuenta y tres hallazgos, doce de ellos de
personas con vida.
Luego de algunas misiones más, en las
que demostró su valía y arrojo, Frida se retiró
a la edad de diez años, agotada por la vejez.
Problemas cardiacos y óseos, impidieron que
fuera adoptada y la obligaron a quedar bajo
custodia de la Secretaría de Marina; pero, sin
duda, cuando cruce al otro lado, continuará en
la memoria de quienes miren su efigie en la
ciudad de Nuevo León, así como en el Parque
Ecológico de Puebla, acompañada ahí por la de
su compañero, el Maestre Arauz.

Sin embargo, no todas las historias de


heroísmo tienen un final feliz, ni a todos los
héroes se les recuerda con monumentos, pocos
conocemos la historia del Negro, un criollo en
situación de calle que, a costa de su propia
vida, impidió un secuestro.
Clara caminaba con rumbo a la tienda
del barrio cuando la Hummer cuatro por
cuatro con vidrios polarizados frenó
bruscamente y al instante dos tipos
descendieron, abalanzándose sobre ella.

La pobre Clara, muerta de miedo, pedía


auxilio a gritos mientras era llevada a jalones

91
Al otro lado del Arcoíris

por aquellos tipos. Pese a su estatura, la


muchachita de apenas quince años no podía
oponer resistencia.

Suerte que el Negrito deambulaba por


aquella calle. En cuanto vio el forcejeo se
arrojó sobre aquellos hombres clavando a uno
los colmillos en la pantorrilla; debido al dolor,
el maleante soltó a la muchacha y se inclinó
para sostenerse la herida. Rápidamente, con la
agilidad que la vida en la calle le había
enseñado para utilizarla en situaciones de
supervivencia, el Negro mordió las manos del
otro tipo, aprisionándolas entre sus
mandíbulas.

Gracias al alboroto, los vecinos salieron


armados con lo que pudieron en defensa de
Clara, sus agresores corrieron atemorizados a
la camioneta y emprendieron la huida, no sin
antes de que una detonación se escuchara
estridente y, al mismo tiempo, un lastimero
alarido. Negrito cayó herido por la bala de
aquel desgraciado.

Clara corrió hacia el Negro y, sin


importarle mancharse la ropa de sangre, lo
abrazó fuertemente, rodeada de las miradas de
asombro de la concurrencia, mientras Negro
cerraba los ojos por última vez.

Al contarte estas breves historias, suena


en mis altavoces la voz de Dee Snider,
recordándome que los héroes son difíciles de

92
Dan Rosendo

encontrar, y al mirar a Rocky, tumbado a mi


lado, mientras saborea su deliciosa carnaza,
recuerdo el día en que, al mirar al bravucón
que se me acercó una tarde de tantas con
intención de partirme la cara, dejó de ser
amigable y tranquilo, como es, para tensar las
patas y gruñir furioso mostrando los colmillos,
preparándose así a defenderme.

Quiero creer que para ellos existe el


lugar al otro lado del Arcoíris, porque lo
merecen, porque en la sencillez de su ser se
llenan de valentía para salir en defensa de
quienes ama su corazón desinteresadamente,
y es aquí cuando me pregunto: ¿y nosotros?,
¿podremos atrevernos a cruzar la línea y a
tener la humildad de aprender de su ejemplo?

XI. La vida se abre camino.


Hacía una mañana muy agradable, nos
levantamos después del beso de buenos días y
de tolerar, como cada mañana, que Rocky se
subiera a la cama y se recostara en medio de

93
Al otro lado del Arcoíris

nosotros para recibir su “dosis diaria de


cariño”.
Luego del delicioso café caliente y de
cambiar nuestra pijama por sudaderas y
pants, salimos al parque con la intención de
hacer ejercicio.
Nuestro amiguito, fiel a su costumbre,
trotaba alegre al paso de Paty, deteniéndose de
cuando en cuando para marcar territorio u
olfatear las flores, disfrutando del fresco aroma
de la hierba recién cortada y de asustar a los
gorriones que bajaban de sus nidos para
alimentarse.
De pronto nos saludaban los nuevos
amigos que casualmente encontramos, y, por
supuesto, las amistades que Rocky había
hecho en la guardería donde mi mujer lo
llevaba para que aprendiera a comportarse y
socializar con otros, como Tenoch, el
xoloitzcuintle que siempre movía la cola y
ladraba festivamente cuando lo miraba; o Kai,
el gracioso criollo que se abalanzaba sobre él
sin miramiento alguno y luego de gruñir y
forcejear un poco, terminaba lamiéndolo
cariñosamente.
Luego de aproximadamente una hora de
trotar, nos sentamos cansados y sudorosos en
una de las bancas que rodean la cancha de
futbol, y mientras Paty bebía un poco de agua

94
Dan Rosendo

de la botella que acabábamos de comprar, yo


le solté la correa a nuestro amigo para darle
un momento de libertad. Rocky salió disparado
y corrió unos minutos por toda la cancha, pero
de repente se detuvo fijando su atención en el
lado opuesto a donde se encontraba.
‒Vamos, Luna ‒decía el muchacho que
había llegado mientras le soltaba la correa a la
preciosa husky que caminaba a su lado‒,
parece que hoy tendrás un compañerito para
correr.
Rocky se quedó petrificado mientras la
miraba acercarse y de sus ojos se asomaba un
brillo que nunca antes habíamos visto.
Luna se acercó despacio, lo olfateó por
un breve instante y luego corrió unos cuantos
metros; en seguida se detuvo y volteó de nuevo
a mirarlo como si lo invitara a seguirla.
Por un momento pareció que mi amigo
titubeaba, como si se tratara del tímido
adolescente que acaba de ser presentado a la
chica que le hace temblar las piernas, le tiñe
las mejillas de rojo y le causa esa extraña
sensación de náusea y estremecimiento, pero
al instante se sobrepuso y corrió tras ella.
Luna y Rocky corrieron por un buen
rato mientras Patricia y yo, acompañados
ahora por el recién llegado, los mirábamos

95
Al otro lado del Arcoíris

divertirse y hablábamos de ellos, de sus


travesuras y las cosas diarias con las que nos
habían enseñado a quererlos y a verlos como
parte importante de nuestras respectivas
familias.
Cansados de tanto correr, caminaron
un momento; por breves instantes se detenían
a olfatear la hierba o a juguetear, tirándose
mutuamente sobre ella o intercambiando
algún lengüetazo efusivo.
‒Paty, Darío ‒nos dijo Manuel mientras
nos estrechaba la mano‒, fue un enorme
placer conocerlos, me gustaría quedarme más
tiempo, pero debo regresar a la casa, mi
esposa me espera, prometo traerla conmigo en
la siguiente ocasión.
Luego se dirigió a mi amigo y se
despidió acariciándolo en medio de las orejas;
llamó a luna para ponerle la correa y se
marcharon mientras Rocky los miró partir sin
apartar la mirada de Luna.
Los encuentros con Manuel, su esposa
Julia y Luna se repitieron en más ocasiones, y,
por supuesto, también los paseos por el
parque en los que Luna y Rocky se alejaban de
nosotros perdiéndose en las arboledas, para
regresar felices y agitados a la banca donde los
esperábamos.

96
Dan Rosendo

La vida siempre florece, se abre camino


y continúa su curso de las maneras más raras.
Un día de tantos, Julia nos dio la buena
noticia: Luna esperaba bebés de Rocky.
¿Cuántos? Aún no podíamos saberlo. Luego de
dos meses de feliz espera, tres cachorritos
hermosos llegaban al mundo; el más pequeño
era idéntico a él, excepto, quizá, por sus ojos
verdes y el plateado antifaz que le adornaba
los ojos.
Cuando tuvieron edad suficiente y antes
de ser entregados a sus nuevos dueños,
llevamos a Rocky a conocerlos y convivir con
ellos. No dejó de lamerlos mientras, recostado
al lado de Luna, se dejaba morder las orejas y
la cola por sus cachorritos.
Al volver a casa, Patricia se sentó a mi
lado mientras miraba el televisor y, sin dejar
de acariciarlo, me dijo:
‒Me siento muy orgullosa. Cada vez me
convenzo más de lo mucho que tiene para
enseñarnos.
¡Cuánta razón tenía mi mujer! Rocky
nunca se portó agresivo con Luna, por el
contrario, en ocasiones parecía que intentaba
conquistarla, limpia e inocentemente, no hizo
jamás el intento siquiera de someterla de
forma violenta, el “animal” “irracional e
instintivo” supo ganársela de manera natural,

97
Al otro lado del Arcoíris

sutil y espontánea, mientras que, en los


periódicos de los últimos meses, abundaban
las noticias de maltrato a la mujer y
agresividad, de crímenes y feminicidios
cometidos, exclusivamente, por quien se
presume el ser más civilizado e inteligente
sobre la faz de la tierra.

98
Dan Rosendo

XII. Abuelita.

99
Al otro lado del Arcoíris

La abuela Epifanía nos anticipó su


visita. Patricia estaba feliz, pues tendríamos a
su mamá con nosotros algunos días y, desde
luego, ya sabíamos quién estallaría en alegría
y efusividad.
‒Rocky se pondrá feliz ‒repetía Patricia
dibujando en su rostro una sonrisa radiante‒.
Ya sabes cómo la quiere.
Doña Pifas y don Víctor nos habían
ayudado a cuidarlo cuando era pequeño. En
algunas ocasiones en que debimos salir, lo
encargábamos con ellos; fue ahí donde Rocky
recibió mimos excesivos y probó sus primeras
salchichas asadas, porque doña Pifas lo
consentía como si se tratara de un nieto más.
Don Víctor no era tan expresivo con él,
solo se limitaba a mirarlo y a hacerle, de
cuando en cuando, alguna caricia breve.
‒¡Calmado, chamaco! ‒le repetía cada
vez que se le acercaba, quizá por un miedo,
originado en la infancia, a que lo mordiera;
pero esto no implicaba falta de cariño.
Ya he mencionado lo inquieto y
desobediente que era en sus primeros años,
por eso nos asombraba el respeto y la
profunda lealtad que nuestro amigo tenía para
con mi suegra, y la obedecía ciegamente
cuando le hablaba.

100
Dan Rosendo

Una de esas veces en que se quedó al


cuidado de sus abuelos, Rocky se jaló tan
fuerte que reventó la correa y salió disparado a
la calle. don Víctor corrió tras él tan rápido
como pudo, pero nuestro amigo se le escabulló
sin que pudiera alcanzarlo. Lo buscó
incansable por todos lados; preguntó a los
niños que jugaban en la cancha y al policía
que daba su rondín todas las tardes por la
colonia, pero nadie pudo informarle.
Alguien le dijo que tenían a Rocky
amarrado dentro de la purificadora de agua y
don Víctor corrió a toda prisa al lugar. Ya de
por sí los dueños del sitio tenían mala fama,
así que mi suegro tuvo que negociar su
rescate; doscientos pesos fue el precio de su
libertad y, luego de pagarlo, don Víctor caminó
de regreso a casa con Rocky atado a una
cuerda.
Repentinamente, al pasar frente a la
escuela vespertina, un gato despreocupado
que deambulaba por ahí, bufó y se erizó
asustado al cruzarse por su camino; la
reacción de Rocky no se hizo esperar y
después de un tirón fuerte que casi hace caer
a don Víctor, se le soltó de nuevo, saliendo
furioso detrás del gato que, con la agilidad
propia de los suyos, logró meterse a la escuela
por un orificio en el alambrado, lo
suficientemente grande como para que Rocky

101
Al otro lado del Arcoíris

entrara también y continuara aquella


persecución.
En su desesperación, don Víctor se
apresuró a llegar a su casa y comentó a su
mujer lo que había pasado, quien, con la
tranquilidad que la caracteriza, solo le
respondió:
‒Cálmate, vamos por él, no pasa nada.
Llegando a la escuela, mi suegra pidió
permiso al portero y, luego de entrar, al llegar
al patio, encontró a mi amigo corriendo de
aquí para allá, mientras los muchachos lo
perseguían intentando atraparlo.
‒Rockyto… ‒le dijo mi suegra
dulcificando su voz‒, mira nada más lo que
andas haciendo, ándale, ven para acá,
vámonos para la casa.
Y sucedió lo que parecía imposible:
Rocky bajó las orejas y caminó dócil hacia
Doña Pifas. Ella le palmeó el costado
cariñosamente y junto a mi suegro caminaron
hacia su casa. Supongo que Rocky la quería
tanto, al grado de obedecerla como a ninguno,
en pago por el gran amor que mi suegra le dio
desde sus primeros años; se lo demostraba al
alimentarlo con todo lo que le gustaba y en esa
forma tan suya de consentirlo en todo aun
cuando tuviera que pasar sobre las

102
Dan Rosendo

indicaciones y la autoridad de Patricia. Mi


amigo jamás pagó amor con ingratitud. El día
en que la abuela llegó a la ciudad, fuimos a
recogerla a la terminal de autobuses. Durante
el trayecto a casa nos comentó que pensaba
que, tal vez, por los muchos meses que
dejamos de verla al mudarnos, Rocky la habría
olvidado.
‒No pienses eso, mamá ‒contestó
Patricia‒, él no podría olvidarse nunca de ti.
Al llegar a la casa, mi suegra comenzó a
llamarlo desde la entrada:
‒Rockito, Rockitooo, ya llegué mijo… En
ese momento sus dudas se disiparon, pues
Rocky, loco de contento, salió a recibirla
corriendo desde el interior, la saludó antes que
a nosotros con un aullido de felicidad; luego
comenzó a correr festivo por toda la casa,
brincando sobre la sala y trastabillando con
las sillas del comedor para terminar
abrazándola y llenando sus mejillas de
amorosas lengüetadas.
Cuando por fin se calmó, fue a echarse
a los pies de mi suegra sin que hubiera poder
humano que lo apartara de ahí. Por momentos
nos miraba fijo, a mí y a Patricia, con los ojos
radiantes, como si quisiera decirnos lo feliz
que estaba por la visita recibida. Por la noche,
al ir a dormir, Patricia fue la primera en notar

103
Al otro lado del Arcoíris

que Rocky no estaba en su cama; fuimos de


inmediato a buscarlo y no nos sorprendió
encontrarlo dormido tranquilamente a los pies
de la cama que instalamos para la abuela. Los
días que doña Pifas se quedó con nosotros,
Rocky no se apartó de ella por nada del
mundo.

104
Dan Rosendo

105
Al otro lado del Arcoíris

XIII. Lealtad a toda prueba.

E l dolor se hacía insoportable, hacía


varios días que amanecía invadiendo mi
espalda sin dejarme mover
naturalidad y hacer mis actividades de
con

siempre; pero, por no preocupar a Patricia, no


decía nada y recurría a algún analgésico de los
que guardábamos en el botiquín.
¿Cómo empezó? Creo que fue el día en
que decidimos abrir nuestro negocio: una
pequeña tienda de artesanías y de bebidas
regionales. Por ahorrarme unos pesos, no
permití a Patricia contratar cargadores y decidí
hacerme cargo de la mudanza, el armado y
distribución de los muebles y el decorado del
local. Estábamos muy emocionados. Yo había
renunciado a mi trabajo para dedicarme de
tiempo completo a la tienda, y Paty no perdía
oportunidad de hacer promoción a conocidos y
amigos; ese día terminé temprano, pero la
molestia comenzó a manifestarse casi de
inmediato.
El día en que no pude más, fue el
domingo que decidimos salir a hacer nuestras
compras. Nos dirigimos al súper después de
desayunar, y compramos lo necesario. Cuando

106
Dan Rosendo

regresamos a casa ocurrió: el dolor aguijoneó


mi espalda baja y no pude evitar quejarme y
verme descubierto por mi mujer.
‒¿Estás bien, Darío? ‒preguntó
preocupada‒ ¿Qué ocurre?
No pude ocultar más el malestar y tuve
que decirle la verdad; el dolor no me dejaba
moverme.
‒¡Te vas a la cama ahora mismo!
Hablaré con el doctor Luis para programarte
una cita.
‒Pero… Paty, debo terminar de bajar las
cosas.
‒¡Darío Ruvalcava! ‒espetó
enérgicamente‒, necesito que vayas a la cama
ahora mismo, yo puedo ocuparme después de
las cosas; anda, te llevo.
Me acompañó a la recámara, y ya frente
a la cama, me recosté, ella salió después
prometiendo volver a la brevedad. El dolor no
me permitía permanecer con comodidad, de
modo que cambiaba de posición
constantemente. Cuando Paty terminó de
descargar las cosas, regresó a la habitación
trayendo dos cápsulas de ketorolaco y un vaso
con agua.

107
Al otro lado del Arcoíris

‒Ya hablé con el médico ‒me dijo sin


poder disimular la preocupación‒, vendrá a
verte más tarde, toma, debes tomar este
medicamento. ¡Ay, Darío, debiste dejarme
conseguir ayuda!
Tomé los comprimidos y acto seguido
me dispuse a dormir. Paty me besó la frente y
luego de acomodarme la almohada salió para
ordenar las cosas en la despensa y dejarme
descansar a gusto.
Dicen que los amigos se conocen en las
malas y en las peores; en la salud y en la
enfermedad… Poco después de que mi mujer
saliera de la habitación, la puerta se abrió y
Rocky entró sigilosamente, se acercó a la cama
y me olfateó, luego comenzó a llorar muy
quedito y me lamió la mano.
‒¡Hola, campeón! Creo que me toca
tomar un descanso.
Mi amigo me miró con esa extraña
ternura de siempre; parecía preguntar: ¿te
duele? ¿Qué te pasó?
Lo acaricié mientras le decía:
‒Tranquilo, chico, solo es un dolor sin
importancia que pronto pasará. ¡Anda, ve a
divertirte!

108
Dan Rosendo

Patricia entró otra vez a la habitación y


lo llamó para que bajara a comer; pero mi
amigo, por toda respuesta, solo volteó a verla
y, sin dejar de llorar, se subió a la cama y se
recostó a mi lado.
Luego de algunos minutos, dormí por
un largo rato hasta que la voz de Paty,
ordenando a Rocky bajar de la cama, me
despertó.
‒Amor…, ya llegó el doctor, despierta…
El doctor subió a la recámara, entró
saludándome con la afable sonrisa que lo
caracteriza, y comenzó a revisarme mientras la
mirada atenta de Rocky seguía cada uno de
sus movimientos, parecía querer entender qué
era lo que el médico hacía al tocarme la
espalda.
‒Nada de gravedad, mi estimado Darío.
Aparentemente solo te forzaste de más y te
lastimaste a nivel muscular; sin embargo,
debo pedirte que pases mañana a la clínica
para tomarte una placa y descartar
posibilidades.
El médico garabateó la receta donde
indicaba mi tratamiento y se despidió. Sin
duda, Paty cubrió sus honorarios y lo
acompañó a la salida.

109
Al otro lado del Arcoíris

Mi amiguito, que durante la consulta


permaneció dentro de la habitación, volvió a
subir a la cama y se quedó quieto mientras me
miraba. Paty subió una vez más, pero ahora
para recostarse junto a nosotros
‒Rocky sigue negándose a dejarte, y yo
también te voy a cuidar, ¡ánimo, cielo! ¡Pronto
estarás mejor!
Nos quedamos comentando sobre la
lealtad que Rocky nos demostraba todos los
días. Cuando discutíamos por alguna tontería,
nuestro amigo no se dejaba acariciar por el
culpable, ignorándolo por completo hasta el
momento de la reconciliación; siempre se
negaba a subir a dormir si alguno de los dos
faltaba en la cama y permanecía en la sala a la
espera, no se acercaba a su plato hasta vernos
sentados a ambos, pues estaba acostumbrado
a comer con nosotros, y no se diga si sentía
que nos agredían, pues se aprestaba a gruñir
en nuestra defensa mostrando sus colmillos y
olvidando al momento su tranquilidad.
Su corazón, lo he repetido hasta el
cansancio al hablarte de él, estaba cargado de
amor a nosotros: un cálido y extraño amor que
complementaba nuestras vidas y nos obligaba
a corresponderle de la misma manera
Dormí unas horas más. Cuando abrí los
ojos no pude evitar sonreír, Rocky continuaba

110
Dan Rosendo

recostado a mi lado, se había ocupado de


vigilar mi descanso.

111
Al otro lado del Arcoíris

XIV. El último viaje.

D ebo decir que a su lado nuestra vida


era del todo feliz, hubo una lista
interminable de momentos
compartimos y que siempre dejaban algo en
nuestro interior, fuimos, pues, una familia en
que

toda la extensión de la palabra, y la vida siguió


su curso hasta el día en que llegó aquel
problema en la columna vertebral.
La cojera se manifestó antes que todos
los síntomas, y el temblor en sus extremidades
era indicio de un agudo dolor que le impedía
caminar con normalidad. Consultamos al
veterinario, que ordenó la administración de
medicamentos sin que estos tuvieran efecto
favorable, nuestro Rocky se negaba a
levantarse y no probaba bocado.
La preocupación aumentaba todos los
días, Patricia lloraba impotente ante el avance
del incontenible mal, cambiamos de clínica
varias veces sin que notáramos alguna mejoría

112
Dan Rosendo

en su salud y esto nos obligó a tomar una


decisión drástica: regresaríamos al pueblo al
día siguiente para consultar a don Alfredo. Su
veterinario lo conocía desde que era un
cachorro y albergábamos la esperanza de que
la solución estuviera en sus manos.
Lo llamé y programé la cita mientras
Paty hacía los preparativos. Esa misma tarde
tramitó una semana de permiso en su trabajo
y yo di instrucciones a la persona que cuidaría
la tienda en nuestra ausencia.
Sin mayor contratiempo salimos de la
ciudad, viajamos en absoluto silencio, con la
angustia carcomiendo nuestra alma. Contrario
a lo que acostumbraba, Rocky no hizo siquiera
el intento de asomarse a la ventanilla, solo
dormitaba en el asiento de atrás.
Llegamos a nuestra pequeña ciudad.
Paty decidió pasar a comprarle una orden de
carne al pastor qué, bien sabíamos, era su
favorita; esta vez se enfrió en su plato sin que
la tocara. Al llegar a la casa lo tomé en mis
brazos para bajarlo del coche: siempre que
volvíamos era el primero en dejar su asiento
para oler la hierba de nuestro patio; pero esta
vez fue distinto. Lo subí de inmediato a la
habitación, y después de dejarlo con mucho
cuidado sobre su cama, bajé por el equipaje.

113
Al otro lado del Arcoíris

Al volver encontré a Patricia sentada a


su lado, la abracé y la besé en la mejilla,
intentando reconfortarla; pero la tristeza y la
angustia parecían no querer dejarla y se
aferraban a ella con más fuerza que yo. Me
senté a su lado y lo acaricié también, y así,
entre llanto silencioso y caricias, se nos fue la
noche.
Cuando amaneció, lo cargué para
subirlo a la camioneta, esta vez lo llevé sobre
mis piernas, como cuando era un bebé. Paty
manejó nuevamente en silencio hacia la clínica
de don Alfredo, quien estaba esperándonos
para atenderlo de inmediato.
Pasamos al consultorio y lo puse sobre
la cama, don Alfredo comenzó a revisar su
columna y un gesto de preocupación comenzó
a dibujarse en su rostro, de inmediato lo pasó
a rayos X; lo que revelaron las placas borró la
sonrisa definitivamente del rostro del
veterinario.
El mal era irremediable. No había
posibilidad alguna de recuperación, debido a
una lesión que jamás supimos cómo se
desarrolló. Rocky estaba condenado a una vida
en la que ya no podría correr libremente por el
parque o la glorieta, y en la que estaba
obligado, durante el tiempo que le quedara, a
sufrir el dolor de las agujas y del medicamento
al transitar por su cuerpo, antes de hacer

114
Dan Rosendo

efecto. Don Alfredo nos llamó fuera del


consultorio y, después de explicarnos, nos dio
la terrible solución para evitarle los
sufrimientos que comenzaban a envolverlo en
su frío y despiadado abrazo: una última
inyección, que lo haría dormir para no
despertar nuevamente…
Nos abrazamos y lloramos un momento
que nos pareció eterno; luego de esto nos
tomamos de la mano para tener el valor de
afrontar el difícil trance y entramos así al
consultorio. Rocky descansaba inmóvil y su
respiración agitada delataba el agudo dolor en
su espalda y piernas traseras.
‒Justo es que se tomen un momento
para despedirse ‒nos dijo don Alfredo mientras
me palmeaba la espalda afectuosamente, como
intentando darme consuelo‒. Lleven a Rocky a
dar un paseo y cuando estén listos, vuelvan
aquí.
Lo tomé en mis brazos de nuevo, como
si se tratase de un niño pequeño, y lo acomodé
sobre mis piernas en el asiento del copiloto
mientras Paty conducía por el periférico de la
ciudad. Los síntomas se acrecentaron de
pronto, dejó de mover las piernas y lloraba
quedito mientras temblaba y se ponía frío.
Durante el paseo lo levanté para que pudiera
mirar el trayecto. Mi mujer y yo reíamos y
llorábamos al mismo tiempo, mientras

115
Al otro lado del Arcoíris

recordábamos cada travesura que había hecho


en el asiento de atrás, así como las miradas,
cariños y cosas bonitas que le decía la gente
mientras se asomaba sacando casi medio
cuerpo por la ventanilla. Duele mucho decir
adiós, sobre todo cuando hay tantos trozos de
vida guardados en los corazones condenados
al frío momento de la despedida definitiva.
Volvimos a la clínica y entramos al
consultorio. Mientras don Alfredo
administraba el sedante para aligerar el dolor
y ayudar a mantenerlo en calma, Paty le dio
un último abrazo y lo besó repetidamente en
medio de las orejas; cuando Don Alfredo alistó
la jeringa con pentobarbital, ella se volteó
cubriéndose los ojos e intensificando sus
lágrimas.
‒Cuando estés listo, Darío ‒me indicó el
veterinario.
Tomé su pata derecha entre mis manos
y le agradecí tantos momentos, tanto amor y
enseñanzas que dejaba en nosotros como
legado. Abrió los ojos y su mirada de cielo me
envolvió cálidamente una vez más mientras me
desmoronaba como un polvorón. Había
serenidad en aquella mirada, la serenidad del
amigo que, aun en medio de tanto dolor,
intenta darte consuelo; era como si me pidiera
que dejara de llorar, como si quisiera
recordarme que la muerte también es parte de

116
Dan Rosendo

nuestro trayecto, que no es el final, sino una


especie de transición por la que,
inevitablemente, debemos atravesar, para
evolucionar y encender una nueva luz en
algún otro sitio.
Llegado por fin el momento de dejarlo
partir, volteé hacia don Alfredo y asentí
afirmativamente.
Aplicó la jeringa presionando el émbolo
suavemente mientras mi llanto aumentó,
nublando mi vista casi por completo; no podía
ni quería retirar mi mano de su suave pelaje
mientras intentaba cobrar valor recordando las
palabras de don Ángel, al hablarme del
arcoíris:
“La muerte es amable con ellos, pues el
propósito de que vengan al mundo siempre se
cumple, su mano huesuda los recoge y acaricia,
y los lleva al inicio del puente; entonces su
espíritu despierta para cruzarlo, corriendo en
medio de nubes blancas, al otro lado los espera
un lugar lleno de prados verdes, donde no les
falta comida ni abrigo, donde no sufren porque
ahí no existe el dolor, el abandono, la tristeza o
los malos tratos, ahí juegan todo el tiempo,
disfrutan olfateando las flores fragantes y
multicolores que crecen por todos lados y el sol
ilumina con sus cálidos rayos su estancia,
alejando por siempre la oscuridad y el frío”.

117
Al otro lado del Arcoíris

‒Hasta pronto, mi campeón ‒


balbuceaba con voz temblorosa‒, espérame, iré
a buscarte cuando me llegue el momento, tú
sabes lo mucho que te quiero y lo que me
duele dejarte partir, ve tranquilo, allá te veo.
Rocky no dejaba de mirarme mientras
cerraba los ojos poco a poquito; yo me aferraba
a él tan fuerte como podía. Transcurrieron
algunos minutos hasta que poco a poco se fue
durmiendo en silencio; después, cuando su
aliento cesó y se quedó totalmente inmóvil, me
levanté y abracé fuertemente a Patricia que, al
igual que yo, lloraba inconsolable.
Don Alfredo marcó el número de alguna
extensión del conmutador y al poco rato llegó
un camillero que se lo llevó. Se nos indicó
pasar a una sala de espera donde, luego de un
rato, se nos entregó la urna que contenía las
cenizas de nuestro amigo.
***
Abandonamos la clínica cabizbajos, con
el alma cargada de una tristeza helada y
profunda, y abordamos el coche para regresar
a la casa mientras las primeras gotas de lluvia
comenzaban a caer, como si el cielo llorara
también compartiendo nuestro dolor.
Afuera la vida continuaba imparable y
hermosa; dentro del coche parecía que se

118
Dan Rosendo

había detenido, sumergiéndonos en un


horrible mutismo que nos obligaba a viajar en
silencio, escuchando únicamente el sonido del
motor del coche y el chocar del agua contra el
parabrisas y el toldo.
Esta vez fue Patricia quien se llevó junto
a ella la urna, mientras yo me aferraba,
buscando consuelo, a la idea de que Rocky
viajaba ahora a un sitio mejor donde no
sufriría, donde no necesitaría medicamentos
inútiles que intentaran atenuar su dolor, ni
inyecciones que lo hicieran dormir para
siempre.
Instintivamente miré hacia arriba: un
arcoíris límpido y reluciente se había formado
cruzando el cielo, tuve la certeza de que mi
amiguito cruzaba velozmente sobre él,
corriendo alegre sobre sus colores y viajando
hacia donde descansaría esperando nuestro
momento de encontrarnos de nuevo para jugar
y querernos, como fue durante su paso por
nuestra vida. ¡Quería creerlo con toda mi alma!

119
Al otro lado del Arcoíris

XV. Una promesa firme.

L uego de aquella vorágine decidimos


permanecer los seis días restantes de
nuestras vacaciones forzadas en
nuestra casa. Al quinto día llevamos la urna a
un lugar tapizado de flores cerca del segundo
muelle del lago, cercano al pueblo, y ahí la
sepultamos con la certeza de volver siempre
que nos fuera posible para visitarte.
Volvimos incompletos a la ciudad y a
nuestra diaria rutina en la que nos faltas.
Echamos de menos oír tus ladridos y
contemplar tus juegos; duele vivir siempre sin
ti y por eso te buscamos con insistencia para
encontrarte en el rincón introspectivo del
alma, donde el recuerdo te trae de vuelta.
Kai y Tenoch nos miran como
preguntando por ti cuando nos cruzamos en
los senderos del parque y, a veces, hallamos
atisbos de consolación cuando te miramos en
los cachorros de Luna al verlos paseando por

120
Dan Rosendo

la glorieta al lado de sus respectivos dueños;


entonces se produce en nuestro interior una
intensa colisión de sentimientos: la alegría de
haber compartido contigo un instante de
nuestras vidas y el dolor insondable de tu
partida que, como herida incurable, siempre
nos acompaña.
El dolor de perderte es inmenso, tanto
que no sé cómo podría definirlo. Si un hijo sin
madre es un huérfano, y alguien que se queda
solo después de la muerte de su compañero de
vida es viudo, ¿cómo podrían llamarme ahora
que te has ido si este dolor parece no tener
nombre?
Espérame ahí, en tu cielo, en el lugar
reservado para los ángeles como tú, cuya
razón de venir a acompañarnos en nuestra
travesía es, en definitiva, el enseñarnos una
manera distinta de amar. Prometo que,
cuando llegue mi turno, voy a correr hacia ti
para jugar contigo otra vez en aquel lugar del
que me habló mi abuelo, ahí desde donde nos
miras y esperas, feliz, a que vaya a buscarte.
Voy a intentar no llorar más y ser bueno con
los tuyos, quiero merecer, y que nada me
impida llegado el momento, buscarte al otro
lado del arcoíris.

121
Al otro lado del Arcoíris

¡Hola de nuevo!:

L a historia que pongo en tus manos en


esta ocasión tiene mucho de real. Rocky
también es real y, por suerte, aún está
con nosotros y sigue regalándonos días felices;
pero tratándose de una novela, aunque
pequeñita, debí involucrar eventos ficticios
para darle sabor e intensificarla.
¿Por qué escribir sobre un perro?
Espero que también notes que, aunque “perro”
es el nombre designado para su especie, no
quise usarlo en este texto. Nuestra especie
“racional e inteligente” lo emplea como uno de
los peores insultos al llamar así a individuos
que no debería; solo diré que un perro nunca
será desleal, jamás morderá la mano que lo
alimenta, y siempre, puedes estar seguro de
ello, te enseñará una forma distinta de ver la
vida, expresada a través de ladridos.
En nuestro país, todos los días se
asesina a un perro en peleas clandestinas, en

122
Dan Rosendo

una azotea, calle o camino, o se le abandona


cuando deja de ser “útil” o “bonito”, o se le
maltrata solo por el sádico e insano placer de
hacerlo sufrir. ¿Cuántos de nosotros hemos
corrido a patadas a los callejeritos que se nos
acercan buscando solo un bocado al mirarnos
comer o un mimo amable que les aligere la
vida? ¡Estoy cansado de tanta crueldad! Ojalá
pudiéramos ser como dice una canción que
escuché hace tiempo: “…civilizados como los
animales”.
Es cierto: ya han sido llevadas al cine y
a la literatura muchas historias sobre perros
ejemplares. La ternura de Lassie, la lealtad de
Hachiko y las muchas idas y vueltas de Bayley
en La Razón de Estar Contigo, obra donde él
mismo explica su propósito de venir al mundo;
son solo un ejemplo de las muchas que podría
mencionar. Ajeno a ellas, yo quise contarte la
historia de mi amigo Rocky y compartir contigo
algunas de las grandes lecciones de vida que
me ha dejado, haciéndole, así, aunque muy
pequeñito, el merecido homenaje que siempre
he querido darle como muestra de gratitud.
Creo firmemente que las grandes
historias, las dignas de contarse, son las
vividas por grandes protagonistas; por eso
escribo de él, uno de los grandes protagonistas
de la historia que escribo todos los días.

123
Al otro lado del Arcoíris

¡Gracias por recibirla! ¡Gracias por ser


partícipe de este canto de amor que dedico a
mi querido Rocky!
Dan Rosendo
Iguala, Gro., 20 de febrero de 2022.

124
Máxima
Una breve historia que debe contarse.
“La muerte nos sonríe a todos. Todo
lo que un hombre puede hacer es
devolverle la sonrisa”.
(Máximo Décimo Meridio – Gladiador)

En aquella improvisada arena


predominaba el hedor a sangre mezclado con
mariguana, tabaco, alcohol y sudores rancios
flotando por todo el ambiente polucionado de
aquella estancia cerrada, Las manchas
hemáticas salpicadas en el rondel hablaban
del probable destino de los caídos en aquellas
peleas que se celebraban a escondidas de los
habitantes comunes de la ciudad, dentro de
aquel tugurio poco frecuentado, perdido entre
la oscuridad, lo viciado y lo clandestino.
Los asistentes, presos de la euforia y la
adrenalina, miraban con ambición los fajos de
billetes que circulaban de mano en mano
mientras se corrían las apuestas, la siguiente
pelea estaba por comenzar y todos querían
verse beneficiados con la victoria del próximo
ganador.
La escena rememoraba la crueldad
insensible del imperio romano en sus días de
juegos, cuando bajo el edicto de “Pan y Circo”
los emperadores adormecían la conciencia del
pueblo derramando la sangre de los
gladiadores sobre la arena del coliseo, aquellos
lejanos días habían quedado perdidos entre la
bruma del tiempo, pero esa noche parecían
revivir para diversión de aquella sádica turba
sedienta de sangre.
A la orden del árbitro se hizo traer a los
gladiadores, cuya furia se había encendido a
base de golpes, ambos caminaron al centro,
sujetados por cadenas al cuello, y fueron
presentados entre gruñidos y cabezazos
forzados. Luego de separarlos y liberarlos de
las cadenas y los bozales, se abalanzaron uno
contra el otro, azuzados por la orden de
comenzar.
La lucha fue cruenta, a pesar de las
dentelladas de la hembra, el macho logró
imponerse, se aferró con todas sus fuerzas al
cuello de su contrincante y entre sacudones la
derribó, la soltó en seguida, pero logró
morderla de nuevo, desgarrándole la pata
delantera izquierda.
Entre aullidos lastimeros, la hembra
corrió hacia su dueño buscando su protección,
pero este la recibió a patadas e intentó
obligarla a volver, su rival aguardaba en la
esquina opuesta, sujetado, también, por su
dueño, quien se burlaba de su contrario.
‒ Perdiste, compa, parece que tu
“muchacha” ya se rajó.
La derrota era indiscutible, luego de, a
regañadientes, pagar la apuesta convenida,
aquel tipo y su acompañante la sujetaron y a
punta de patadas y jalones la subieron a un
automóvil, para en seguida retirarse de ahí.
El coche recorrió la ciudad, perdiéndose
entre sus calles oscurecidas y solitarias, para
luego de aproximadamente media hora de
ininterrumpida carrera, disminuir la velocidad.
La puerta trasera se abrió de repente y de un
empellón ella fue arrojada para caer sobre la
banqueta, el auto volvió a acelerar y se perdió
entre las calles seguido de aquellos ojos tristes
que no le quitaron la vista de encima, hasta
que se perdió.
Se supo entonces abandonada, privada
del abrigo de la azotea donde pasaba las
noches después de pelear y del recipiente de
agua hedionda y las croquetas de mala calidad
con las que aplacaba la sed y el hambre.
Deambuló por las calles durante un buen rato,
cojeando y llevando sobre su lomo el peso de la
derrota y el castigo impuesto como
consecuencia, mientras la herida infligida
sangraba y sus músculos y tendones,
expuestos al polvo y la suciedad amenazaban
con infectarse.
Sus pasos la llevaron a la puerta de una
farmacia del centro de la ciudad, en donde
unas empleadas que terminaban turno la
vieron llegar e intentaron curarla vendando la
herida después de ponerle desinfectante.
Quizá por eso eligió quedarse ahí, al resguardo
del árbol plantado en la acera y al abrigo de
aquellas buenas personas que intentaron
curarla, derribada al fin por el hambre, el
cansancio y el dolor terrible de su extremidad
lacerada.
Una pareja la vio e intentó levantarla,
no se los permitió, según lo que publicaron en
la red social no se dejaba levantar y tiraba
dentelladas entre aullidos lastimeros tratando
de defenderse de lo que, tal vez, le parecía un
ataque inminente; estaba nerviosa, dolorida y
aterrorizada, no podía confiar en la ayuda del
ser que la había lastimado desde pequeñita.
***
Miré que el reloj marcaba las 11:30 P.M.
cuando mi mujer soltó el libro que leía para
pedirme que la acompañara a comprar
antiácidos, no le había caído bien la comida
que nos sirvieron en la fiesta a la que fuimos
invitados y los necesitaba de veras. Luego de
cerrar la casa abordamos el coche y arranqué.
En el estéreo sonaba “Time Machine” a
volumen moderado, tal vez intentaba calmar
los nervios acompañando a la voz del
grandioso Dio con la mía para menguar los
nervios que me provocaba el cruzar las
oscurecidas calles.
Llegué a la farmacia y me detuve
mientras mi esposa seguía quejándose de su
dolencia y me encargaba, también, una caja de
té, asentí, me bajé del coche y desde la puerta
del establecimiento pedí al dependiente lo que
necesitaba. Al voltear para regresar al coche
no pude evitar tropezar con su cuerpo tirado
sobre la acera.
‒Nena‒, le dije a mi esposa, que bajaba
la ventanilla para escucharme mejor‒, mira a
esta chica, esta herida…
Se bajó de inmediato del automóvil sin
importarle que iba en pijama, miró la herida
de aquella patita y se tapó la boca para ahogar
el grito que estuvo a punto de abandonarla
mientras sendas lágrimas comenzaban a
brotar de sus ojos para acabar resbalándose
sobre sus mejillas.
‒No podemos dejarla, ¡anda, levántala!‒,
dijo mientras abría la puerta del asiento
trasero para subirla.
Debo confesar que tuve miedo, levantar
a una Pitbull herida, a la cual no conocía, no
me hacía nadita de gracia, pero mi mujer
había decidido. Le hablé quedito, con toda la
ternura que el verla tan vulnerable me
provocaba, contrario a lo que esperaba me
envolvió con sus ojos tristes y comenzó a
moverme la cola.
Al levantarla fue inevitable provocarle
dolor, entre mi torpeza, mi miedo y su estado
profirió un aullido terrible que me puso
todavía más nervioso, pero me pude
sobreponer y la puse lo más suavemente que
pude sobre el asiento trasero, luego de
acariciarla logré calmarla y un momento
después abordé para tomar el camino a casa.
Cuando llegamos, mi mujer tomó los
medicamentos y el té, mientras yo improvisé
una camita con un cartón y algunos trapos
viejos, ahí la acosté y acto seguido subimos a
la recámara, me sentía demasiado cansado y
la faena de procurarle atención, lo antes
posible, me tenía preocupado.
***
La llevamos a la clínica en cuanto
amaneció, luego de las correspondientes
radiografías y la auscultación de la herida
vinieron los antibióticos y con el paso de los
días el retiro de puntos. nuestra chica se
recuperaba favorablemente, se miraba
contenta y habituada al hogar, sin embargo, al
sacarla a pasear, notamos lo ansiosa y
agresiva que se ponía con la presencia de
aquellos que pertenecían a nuestros vecinos.
El acabose llegó cuando, al sacarla al
jardín para que tomara el sol, Nina, la sociable
Beagle del vecino de enfrente se acercó a
saludarla y, mientras la olfateaba, nuestra
chica se abalanzó sobre ella e intentó morderla
sin ningún miramiento.
Nina logro zafarse y correr a su casa
despavorida, dejándonos desconcertados. Muy
apenados fuimos a disculparnos con los
vecinos para después regresarla al patio, el
incidente, por fortuna, no paso a
consecuencias mayores.
Sin embargo, durante su última
revisión, mi mujer comentó el incidente al
veterinario, quien mostrando preocupación
nos dijo:
‒No quería mencionarlo dada la buena
voluntad con la que la rescataron, sin
embargo, por la herida que presentó, estoy
seguro de que esta muchachita era usada para
pelear, hay que tener mucho cuidado con ella.
Miles de ideas me pasaron por la cabeza
mientras la contemplaba: el entrenamiento
que les procuran, tan lleno de violencia y
maltrato, además del hambre que les
provocan, la soledad y también las torturas a
las que los exponen, despiertan en ellos sus
más salvajes instintos, el ser humano, en su
maldad, tan capaz de las más horribles
bajezas, corrompe y destruye la inocencia de
los seres más vulnerables al hacerlos pasar
por el inenarrable infierno de sus
conveniencias
***
Aquella tarde encendí la televisión para
repetir, por enésima vez, una de mis tantas
películas favoritas: el general romano cuyas
desventuras lo convirtieron en gladiador se
dirigía a la enardecida turba después de
arrojar su espada contra ellos despectivamente
al ganar el combate recriminándoles:
‒ ¿Esto les divierte? ¿Acaso no vinieron
a divertirse?
Instintivamente volteé a mirar a mi
chica, que me correspondió la mirada con esa
ternura extraña que rebosaba de sus pupilas.
Estaba tranquila, disfrutando de la carnaza
que le regalé, tal parecía que disfrutaba la paz
del hogar después de lo anteriormente vivido,
y, por supuesto, de su redención.
‒¡Ya sé cómo voy a llamarla! ‒, dije a mi
mujer, que me escuchaba desde la cocina‒, su
nombre es: ¡MÁXIMA!
***
Me atrevo a pensar que, aunque breve,
el paso de Max por nuestras vidas le fue
agradable. Disfrutaba a mi lado las tardes de
películas y después de comer, cuando venía
para ella la rebanada de queso amarillo que
tanto le gustaba me miraba con tanto amor
que no lo describo puesto que a ambos no nos
cabía en el pecho, me daba la pata mientras
suspiraba como enamorada, con un silencioso
“Te quiero” que siempre pude entender y que
le devolvía en la caricia que le hacía sobre su
enorme cabeza.
Disfrutaba tanto de la hora del baño
que después de ladrar festiva y correr por toda
la casa corría a tirarse a su cama de cartón y
trapos en el patio trasero en espera de su
sesión de rascarle la barriga. Max era un
ángel, pero el instinto que su horroroso pasado
le había germinado en el alma, trajo a mi
corazón el luto y el vacío que aun me hace
llorar cuando la recuerdo.
No quiero hablar demasiado sobre el
asunto, solo diré que le fue detectado un
problema que requirió cirugía y una tarde
triste Max fue intervenida, el médico dice que
fue el aroma de la sangre, su propia sangre, lo
que hizo que Max se lamiera la herida hasta
que, enardecida, se mordió tan profundo y tan
fuerte que ella misma se evisceró. En cuanto
me di cuenta de aquello llamé a gritos a mi
mujer; esta vez fue ella quien tomó el volante
y, desesperada manejó tan rápido como pudo a
la clínica mientras yo acompañaba a Máxima
en el asiento de atrás.
Al llegar ahí, el médico tenía preparada
la mesa de mayo con el instrumental, pero al
revisarla, movió la cabeza mientras un dejo de
tristeza se le dibujó en el rostro:
‒Puedo intentarlo, si lo desean, pero sus
lesiones son graves y las probabilidades de
vida son prácticamente nulas, les garantizo
que solo la van a exponer a un sufrimiento
terrible y una agonía dolorosa, es mejor
ponerla a dormir.
Pude sentir por dentro como me
desgarraba mientras un “¿por qué?” Sin
respuesta me hacía estallar la cabeza, mi
mujer estaba paralizada, fría, hasta que un
llanto impotente y desesperado, la hizo gritar
de dolor.
‒ Despídete, amor; no se puede hacer
más ‒ le dije mientras la abracé tan fuerte
como pude, intentando fortalecerla.
Ella se acerco a Max, y se despidió, se
había encariñado tanto con ella que dejarla ir
le resultaba imposible.
Cuando llegó mi turno, sostuve su
cabeza en mis manos, no me importó la sangre
que le cubría los belfos y chorreaba sin parar
desde su cuerpo cubriendo la mesa de
operaciones, ¡era mi Max! ¡mi niña! Y ahora se
me escapaba sin que pudiera hacer nada para
impedirlo.
El doctor preguntó si podía aplicar la
inyección y asentí, la besé repetidas veces en
la frente mientras le decía lo mucho que la
quería y trataba de darle valor para emprender
el viaje, Max me miraba con esos ojazos cafés
que me repetían el incesante te quiero de todos
los días mientras mi mujer, que a ese
momento le acariciaba el lomo, le repetía:
‒Ya, chiquita, ya se acabó, ya no va a
doler, ve tranquila, allá no vas a tener hambre,
ni frío, y nadie te va a maltratar, duerme…
***

Luego de lavar el cuerpo nos la


entregaron y con ayuda de Alex, uno de
nuestros tantos amigos, la llevamos a un
paraje tranquilo para sepultarla, volvimos a
casa desolados, sintiendo el vacío que te deja
la ausencia de alguien que quieres y que sabes
jamás volverá.
Desde ese día, cada que veo un arcoíris,
un montón de sentimientos que colisionan se
anidan en mi alma: no puedo evitar sonreír al
imaginarla jugando con otros como ella en los
prados a los que van al otro lado del puente,
sin hambre, ni soledad, sin que le duelan ya
las heridas del pasado terrible. Pero el no
mirarla sentada en el jardín, con la carita al
sol y ese porte de dignidad que mi gladiadora
valiente tenía me hace llorar y repetir su
nombre quedito, mientras albergo la esperanza
de, allá, reencontrarme con ella.
¿Valdrá la pena el sufrimiento y la vida
de un ser inocente para ganar un pequeño
cambio en el rumbo que hemos tomado por
nuestra inconciencia? Por lo menos yo no
volveré a mirarlos con los mismos ojos
después de lo vivido con ella, yo quiero, por mi
Máxima, hacer una diferencia.
El Autor:
Dan Rosendo es autor de los trabajos:
Naciendo, Caníbal, Psicofonías, Psicofonías
(las otras voces), Nahual, un poemario que por
problemas de título saldrá reeditado en
próximas fechas, La Huella del Oso y Al otro
lado del Arcoíris, obra que amablemente
recibiste en tus manos.
Ha participado en distintos foros donde
ha presentado su trabajo y ha sido antologado
por diversos medios físicos y digitales.
Creó y dirigió la Editora Artesanal D&E
Ediciones, hoy extinta, en su natal Iguala de la
Independencia, en el estado de Guerrero.
Actualmente dirige Quinto Sol,
Ediciones Artesanales, y trabaja en una
próxima novela, titulada: Te Recuerdo,
Mariam.
Al otro lado del
Arcoíris.
Querido amigo:............................................................1
I. Las luces se encienden, la historia comienza............5
II. Somos una familia................................................11
III. Amor es adaptarse...............................................21
IV. Me siento vivo......................................................31
V. El tren de las cinco................................................45
VI. Fenrir...................................................................61
VII. Vuelve.................................................................67
VIII. Preámbulo navideño.........................................77
IX. Lucecitas de colores.............................................81
X. Héroes de cuatro patas..........................................89
XI. La vida se abre camino.........................................93
XII. Abuelita..............................................................99
XIII. Lealtad a toda prueba......................................105
XIV. El último viaje.................................................111
XV. Una promesa firme............................................119
Al otro lado del Arcoíris, de Dan Rosendo,
se terminó de imprimir durante el mes de
mayo, del año 2022, por

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