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ABERRACIÓN OCULTA

En una noche más de plácido sueño, el pequeño Jony se reconectaba con las tierras oníricas,
aquellas solo accesibles durante el dormir más pleno. Es ahí, solo en ese momento, dónde
cualquier conexión con lo real se vuelve desconocido y tierras fantásticas, más allá de lo
cognoscible en la vida del despierto, abruman a la ilusión de ojos del avatar onírico del
muchacho. Estos paisajes reflejados en su mirada eran de una belleza paradisíaca, con
afluentes de agua cristalina vertidos en un pacífico caudal y que hidrataban a la aún más
bellísima flora de sus riveras. Sobre todo, con la vista elevada, podía apreciar el cielo más
pleno y sin obstrucciones en su color celeste. Aún más fabulosas eran las flores que, tan solo a
unos metros, se mostraban en la armónica proporción y distribución del jardín de una realeza
muy ostentosa con su dinero volcado en los espacios verdes de sus patios. A su vez, más lejos y
en el último trozo en el borde del horizonte, ya se dibujaban las siluetas de altos, robustos y
prolíferos en sus hojas y ramas, árboles majestuosos. El pasto era verde, en múltiples
tonalidades dentro de la gama de ese pigmento, que daban la impresión de estar caminando
en una pintura viviente, acompañado de su refinada caricia, que solo se podía comparar con el
terciopelo más suave y placentero al tacto.
Fue así que pasó cada noche transitando y explorando aquellos terrenos que cautivaban sus
sentidos, aprisionados temporalmente en aquellos surrealistas paisajes. Como en una
aventura, yendo más allá de los límites que acostumbraba, se propuso ir descubriendo las
maravillas que le aguardaban en los sectores ignotos a su consciencia. Descubrió, por el norte,
una zona que se envolvía en la nieve, que caía en copos débiles de volumen y en un ritmo
disfrutable, no era abrumador su número y eso lo volvía disfrutable, sin ninguna problemática
como daño colateral y de igual forma ocurría con el frío. Por el sur, en una transición leve, el
bosque se iba convirtiendo en una jungla espesa y tropical, pero que, como ocurría en la
región del norte, el clima estaba en un perfecto equilibrio, dónde el sol se hacía sentir pero sin
picar ni arder y la humedad daba una fresca sensación, en lugar de causar agobio. Luego, al
este, en una distancia todavía más grande para descubrir un panorama distinto, se encontró
con una llanura dónde numerosos arroyos de agua dulce, menores al tamaño de la primera
localidad que encontró, nutrían un pasto de estética extraordinaria y que su vitalidad verdosa
era tan plena que contagiaban vigorosidad al recostarse en él. Y, finalmente, en el oeste, se
encontró con una visión árida y rocosa, pero que su acomodo montañoso era tan peculiar, que
solo en los rincones más exóticos de la realidad se podían encontrar, como finas y altas piedras
que, en un equilibrio ridículo para el mundo despierto, reposaban verticalmente en unas de un
tamaño diminuto u otras que parecían árboles petrificados.
Cada cueva, cada rincón de la densidad de los bosques, junglas y selvas, cada sector del
desierto y de la tundra recubierta de nieve, fueron recorridos por el joven aventurero a lo
largo de un mes. En ese momento, ya sin ninguna novedad, en aquél mundo que tanto lo
entretuvo, siguió divirtiéndose y pareciéndole un lugar genial, el olor de sus flores, el aire
purificador que tenía y lo placentero de todos los climas en su perfecto equilibrio, seguían
siendo un lugar mucho más deseable que la frívola y gris realidad que imbuía el mundo visto
en vigilia. Pero el efecto de la marginalidad propia de las ciencias económicas, dónde mientras
más consumimos y tenemos algo menos lo deseamos, por más anhelado que sea o guste,
comenzó a carcomer su dicha en el paraíso que tanta felicidad le había proveído, hacía tan
poco tiempo.
Pronto y sin haberlo esperado nunca como algo posible, la dimensión alterna que lo alegraba,
se volvió una cárcel y una tortura de la que no podía escapar. Esto ocurría porque desde que
empezaron sus viajes, hacia esas zonas de su psique dormida, nunca más pudo entrar en esos
descansos dónde se cierran los ojos y se abren, sin un sueño entremedio. Y ahora, ya sin
novedades que tanto le encantan a las juventudes, caer siempre en el mismo lugar al cerrar
sus párpados, le comenzaba a causar miedo y pánico, puesto que se convertía en un tiempo
que se sentía eterno y que antes, irónicamente, le resultaba escaso. Fue tanto este efecto, que
llegó incluso al paradójico acto de dormir dentro de su sueño, en una siesta debajo del árbol y
el aire fresco del viento.
Tras el segundo mes de esta situación, fue cuando sintió extrañeza e incomodidad al entrar allí,
todo parecía cubierto por un velo abominable. Por primera vez, pudo percibir un aura tétrica
que recogía todo el lugar y que, de ninguna manera, coincidía con su apariencia. Ahora, de
manera inexplicable, se sentía al acecho y siempre acompañado, sin importar dónde esté ahí
dentro, de presencias que lo seguían, presencias que se amontonaban en hordas, en manadas
innumerables. Creyendo que era un sin sentido y que el hartazgo del ciclo en que se veía
sumergido lo estaba haciendo delirar, Jony decidió ignorarlo todo y, en un sutil acto de
inocente optimismo, culminó en increpar a sus caprichos y volver a disfrutar de la encantadora
estética de la naturaleza onírica, que su cerebro construyó.
En medio de la concertación de esa firme convicción, recostado en la costa del río central y con
flor en mano, girándola y haciendo lucir sus pétalos como aletas de ventilador, se dejaba
relajar por el sonido de las aguas fluir a su lado, sin dejar de ver el, nunca antes mejor dicho,
escenario de ensueño de su alrededor. Pero, aletargado por la contundente paz, de un
momento a otro, miró con detenimiento a la flor que sostenía y, de golpe, le dio la impresión
de que le miraba. Espantado, la tiró al río y notó como esta se hundía un poco a los lados, sin
flotar en plenitud como ocurriría en la vida real. Tentado a hacer caso omiso a esa anomalía, se
negó a seguir el impulso de conservación de la cordura y, curioso y temeroso a la vez, arrancó
el pasto de su rededor y repitió el proceso, que previamente había hecho con la flor.
Nuevamente, para su sorpresa, se cuasi hundía, en lugar de hacerlo en su totalidad y, repleto
de ansiedad, sintió que miles de miradas se fijaban en él, desde la dirección de los espesos
bosques. Acercándose despacio, no por pereza sino por miedo, a esa dirección, llegó y notó
que nada había y, apoyado en uno de los árboles, emitió un suspiro. Y en la tranquilidad del
consuelo de la aparente seguridad, del garantizado resguardo del peligro, oyó un debilitado,
pero incuestionable, latido de un corazón. Amplió en sobre manera sus ojos y, temblando,
apoyó su oído en la corteza de dónde reposaba, con la irracional intención de descartar que su
origen fuese el mismo. Pero el sonido se tornó más fuerte. Se alejó con violencia, atemorizado,
pero en un impulso de valentía, regresó y, tanteando con las palmas de sus manos, pudo tener
la sensación que uno tiene al tocar la corteza de madera, pero no era tal, sino una ilusión del
sentido del tacto. Puesto que, tras presionarla, sintió un casi imperceptible hundimiento, y
golpeándola violentamente, atacó a la misma, pudiendo asociarla a una constitución
inconfundiblemente muscular, carnosa. Tomó una de las cortezas sobresaliente y la tiró con
furia, arrancándola y viendo la madera desnuda, donde se evidenciaba incluso a la vista,
aunque difícil sin la maña de querer notarlo, su estructura de tejidos no vegetales sino
animales. Corrió y corrió, pero se desesperó cada vez más y más, notando lo mismo en cada y
uno de los pastos, en cada flor del suelo y en cada arbusto. Todo, absolutamente todo, era
como seres animales retorcidos y adornados para parecer vegetales.
Entre sudores fríos que lo empapaban, en las altas horas de la noche, se despertó con el
corazón en la garganta y la respiración acelerada, con la mente desesperada y paranoica.
Desplegó su cajón y sacó el libro de demonología que estaba leyendo. Abrió el recién tomado
objeto en las páginas del demonio al que, jugando y poniendo a prueba su escepticismo, le
había convocado en un ritual. Se trataba de Dahaka, demonio de la mentira, señor demoníaco
de las ilusiones y de las falsas apariencias.
Ya sea por sugestión o porque su rito había funcionado, pudo acceder, por recreación de su
subconsciente o por el misterioso poder de los sueños, a sus tenebrosos aposentos. Sea cual
fuera el caso, no volvería a caer en tan insensata actitud y, esa misma madrugada, quemó el
libro en la chimenea de su casa.

FIN

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