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RAZA EFÍMERA

Raza efímera y miserable, hija del

azar y el dolor, ¿Por qué me fuerzas

a revelarte lo que más te vale no

conocer? Lo que debes preferir a

todo, es para ti, lo imposible : es

no haber nacido, no "ser", ser la

"nada". Pero después de esto, lo

mejor que puedes desear es... morir

pronto."1

La cadena se fue por el desagüe. Las manos ni siquiera temblaron

al describir la cremosa trayectoria de fuerte color a carne

palpitante de acción intensa. Cuando se sintió satisfecha de la

perfección obtenida, procedió a colocarse la suave tela de textura

brillante; ritual eterno de las mañanas. La pierna izquierda suave y

morena ascendía permitiendo el paso a la sensual prenda y la música

daba la nota para que su otra pierna en coordinado movimiento

terminara la acción. Una concentración animal guiaba el acto de

vestirse. Línea tras línea reducían el tiempo aflorando un final

previsto.

Lentamente caminaba al baño para acabar de colocar la exquisita

máscara que cubriría su alma de los oscuros deseos de la vida. Negros

trazos que paralizan las pestañas destacando su mirada de vidrio. Dos

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Tomado de:
NIETZSCHE, Federico. “EL ORIGEN DE LA TRAGEDIA”. Séptima edición. Espasa- Calpe.1980.
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o tres vueltas por la buhardilla donde se liberaban sus pensamientos,

sentimientos y verdades eran suficientes para que cesará el ruido que

señalaba el paso de los minutos. La mano de movimientos precisos

esmeraba su talento al alcanzar el teléfono que transfería con voz

pausada casi inaudible, su pedido al mundo exterior. La respuesta

inclemente la obligaba a salir. El sol, su enemigo, dejaba caer los

fieros rayos sobre el metal del taxi destellando poder sobre sus

ojos. Un saludo y la puerta abierta eran señal del comienzo de un

día.

Su llegada al trabajo era esperada por una multitud de

minúsculos seres que creían en la poesía de su imagen reflejada en

millones de pantallas. Ella rasgaba el delgado papel dejando una

huella débil. Entraba con dos hilos de sudor recorriendo sus senos.

La escena comenzaba, vídeo tras vídeo grababan una imagen inexistente

corporeizada en la mente de mortales infelices. La parálisis era

total, no había lugar para el pensamiento ni para los latidos.

El descanso en el iluminado camerino comenzaba cuando la fría

crema desdibujaba el hermoso rostro. El vacío respiraba con sorna,

simplemente el espejo no reflejaba sino la soledad del ambiente.

Mil recorridos había descubierto con la pericia del que se

oculta mas no importaba pues la máscara no estaba en su puesto. Se

desplazaba por los pasillos sin ningún inconveniente. El aire recibía

su presencia sin alterarse.

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Cualquier pequeño lugar era propicio para comer, no cocinaba

pues temía quemarse las manos. Se dedicaba entonces a contemplar, sus

pestañas se movían incesantemente fotografiando cada una de las

personas que rodeaban su frágil figura. Cuando algún bicho viviente

se le acercaba, rompiendo las distancias salvadoras, temblaba; al

pasar el peligro una columna de aire húmedo escapaba de sus labios.

Su voz pedía sin exigir y los camareros frecuentemente olvidaban su

pedido, entonces sonreía.

El resto del día eran clases de algún tipo, siempre con la

mascara protegiendo lo inasequible. En una de estas clases tomé

conciencia de su ser y me fue obsesionando hasta el grado de seguir

sus pasos y oculto tras mi apariencia traslúcida a amarla. Fui

consciente de su máscara. Poco a poco reconstruí su cuerpo del vacío.

Me deleitaba con su imperceptible reírse de si misma, con su forma

particular de evadir los contactos y soñaba con compartir con ella

mis experiencias. Cuando la veía en apuros jugaba a ser telepata y le

trasmitía una solución salvadora, algunas veces seguía mis consejos.

Solo, en mi pequeño cuarto sudo con los recuerdos.

Un letrero avizor de nuevas alegrías desencadeno un movimiento

de papeles, una nueva morada. Entonces, nuestra ventanas

coincidieron. Observaba con particular delirio su ritual de las

mañanas, aprendí a seguir sus pasos al unísono de mi propio ritual.

Una danza de amor, la única forma que conocía de amar.

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Sigilosamente su renuncia a este mundo particular fue patente.

Yo como contemplador no podía gritar mi descontento. La vida fue

penetrando en su interior llenando el aire de su cuerpo. Sus errores

y aciertos marcaban líneas de existencia, raudales de babeante vida

recorrían su cuerpo. Cada vez se sumergía, más y más, haciéndose

presente. Tras mi segura máscara no podía advertirle, detener el

proceso. Había vendido su alma.

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