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REFUGIO DE AMOR

Ina Simón

CAPITULO I

Pasión en las altas cumbres

Fuera, la nieve y el frío, el viento helado azotando los cristales de las ventanas. Dentro, la enorme chimenea
encendida, no sólo daba calor, sino que iluminaba, casi fantasmagóricamente, la estancia.

Entre las sábanas y bajo la cálida manta de auténtica piel, Teresa sentía su propio cuerpo desnudo inusitadamente
vivo. Las hermosas y sensibles manos masculinas, manos hechas para curar, recorrían su piel, centímetro a
centímetro, despertando cada uno de sus nervios a mil sensaciones nuevas. Eran unas manos táctiles, extrañamente
suaves, que apenas parecían rozarla y, sin embargo, la hacían estremecer a pesar suyo.

Aquello no debía suceder. Ella no tenía que estar allí... Pero aquellas manos, cubiertas de un sedoso vello oscuro,
aquel cuerpo viril, desnudo y musculoso junto al suyo. La boca febril tan sabia, tan dulce y, a la vez, tan perversa...

Teresa cerró los ojos. Tenía conciencia de la hermosura de su cuerpo desnudo, de su tersa piel dorada de sol, de la
firme arrogancia de sus senos breves y perfectos. Reclinó la cabeza hacia atrás, sobre los almohadones. Su cabello
rubio se extendía encima de ellos como una cascada. Notaba en sus ojos, en su fina y aristocrática nariz, en su boca
entreabierta, los labios febriles quemándola, traspasándola, venciéndola...

Y ella no luchaba. No quería luchar. Había llegado hasta allí, refugio en la alta y abrupta montaña cercado por la
nieve, sin que nada la obligara a ello. Había respondido a los besos, a las caricias, casi con sorpresa por las hondas
sensaciones que éstas estaban despertando en ella. Y cuando las sabias y suaves manos de Ricardo la fueron
desnudando poco a poco, ella permaneció inmóvil junto al fuego, iluminada por las llamas, permitiendo que su ropa
cayera a su alrededor; y ella se quedó desnuda ante la deslumbrada mirada masculina, mostrándole su espléndida
belleza, orgullosa de ella, recibiendo el mudo homenaje del hombre.

Luego, se sintió izada y llevada hacia el lecho. Ni un movimiento brusco, ni una torpeza. Ricardo parecía llevar a
una diosa en sus brazos y como una diosa supo hacerla sentir. Notó bajo su cuerpo el frío de la ropa, rodeando la
espléndida desnudez de su cuerpo, la tibia piel. Y quemándola más allá de la epidermis, hasta lo más hondo de sus
sentidos, ¿sólo sus sentidos? la caricia de una mirada apasionada y deslumbrada como ante un milagro.

Permaneció inmóvil como una estatua. Esperó... Le dejó a él toda iniciativa. Y ahora sus manos y sus labios la
hacían estremecerse en todos sus poros, produciéndole vibraciones de calor y de frío y un intenso deseo, que casi le
producía dolor en las entrañas. Se sentía acariciada de pies a cabeza. Y ya no sólo por las manos y por los besos.
También por las palabras. Y al conjuro de aquella voz pastosa, que podía ser tan tierna, nunca imaginó sus cabellos
tan hermosos, sus facciones tan bellas, el contorno de su cuerpo tan perfecto, la calidad sedosa de su piel, las rectas y
torneadas columnas de sus piernas, los erectos senos como flores y, tan palpitante, la flor oscura de su sexo.

Sí, la voz y las palabras parecían mágicas. Quizá todo era mágico. Ella desnuda allí, ante el hombre, rodeados de
montañas nevadas, azotada la casa-refugio por una fuerte ventisca y, dentro, el calor primitivo y ancestral del fuego,
las llamas caracoleantes iluminando sus cuerpos desnudos, haciendo fantasmagórica e irreal la escena.

Quizá todo era, por primera vez en su vida, maravillosamente real y primitivo. Y también, por primera vez, en el
hombre que estaba a su lado amándola, deseándola, ansiando poseerla, pero retrasando sabiamente el deseo, llevado
por el éxtasis de contemplarla, adorarla y acariciarla, no había la menor frivolidad ni inconsciencia. Ella era para él la
mujer por excelencia. El ser al que esperaba dedicarle toda la vida.

¡Toda la vida! Ella no debía estar allí. Debió hablarle antes, decirle... Quizás aún era tiempo... Pero la boca del
hombre estaba sobre su boca bebiéndose su aliento, nublando su cerebro, los pensamientos, los recuerdos, los
planes...
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El cuerpo del hombre, cuerpo oscuro, noche oscura, en la semioscuridad de la alcoba, iba posesionándose de su
cuerpo. Dulce, muy dulcemente. Suave, muy suavemente... Hasta llegar al momento total y desbocarse, totalmente
también sobre ella.

Todo era verdadero, salvaje y hermoso. Ella sentía galopar su sangre, como mil caballos salvajes, y notaba hasta el
máximo el placer de sentirse amada, venerada, tomada hasta hacerle perder la razón.

Y había magia en las palabras que se desgranaban en sus oídos como un rosario. Palabras que la enardecían tanto
como las caricias que continuaban aún cuando él la estaba poseyendo totalmente, lentamente, intensamente...

Ella se sentía feliz, plenamente mujer, bajo aquel cuerpo musculoso, cálido, reverente y dominador. Y los potros del
deseo desataron su locura y supo y quiso dar tanto como recibía, en una borrachera de sensaciones, y también como
en una especie de necesidad de compensar al hombre que tan total y sinceramente le estaba demostrando su amor,
de la hipocresía y la mentira con que había sabido hacerlo
suyo.

Al llegar la mañana, le hablaría. Volvería a ser ella, a recuperar la razón. Pero aquella era una noche salvaje, en
medio de un paisaje salvaje, lejos de la civilización, las conveniencias y los pactos. Y ella, allí, desnuda en el lecho, era
sólo una mujer, plenamente una mujer desvelada su pasión de hembra, por la locura del hombre. Aquellas horas
locas, maravillosas, no volverían a repetirse nunca. Quizás era la fragilidad del placer inesperado y pasajero lo que la
enloquecía, lo que la hacía ir más allá de toda razón, lo que la hacía sentirse un ser primitivo y extraordinariamente
vivo.

Cuando amaneciera, todo volvería a la normalidad... Ahora estaba presa de la magia de la noche, del fluido
magnético que emanaba del hombre, de las fuerzas desatadas de la naturaleza que los aislaban del mundo. Cuando
amaneciera...

Sólo que la locura continuó, como continuaba fuera la tormenta de ventisca y nieve. Se dormían a ratos, el uno en
brazos del otro, piel desnuda contra piel desnuda, bajo la cálida manta de piel que los arropaba. Y se despertaban,
sumergidos en la misma locura, ebrios el uno por las caricias del otro, y se buscaban de nuevo para encontrarse y
seguirse embriagando y enloqueciendo.

Ricardo fue primitivo y dulce. Hombre extraño y total, macho magnífico. La poseyó, estrujó y mimó, todo a la vez y
con la misma intensidad.

Era él quien avivaba las llamas del hogar que tan cálida hacía la estancia allí en medio de la nieve y de los hielos en
aquellas altas cumbres. El quien preparó el café reconfortante, la comida apetitosa que devoraban juntos cerca del
fuego, reponiendo fuerzas, él el que la izaba de nuevo entre sus brazos y hacía del día y de la noche una continuidad
sin fin. Del sueño y la vigilia, un mismo placer. De la vida, algo distinto a todo...

Ahora Ricardo estaba profundamente dormido. Teresa se había despertado, friolera. Se vistió y añadió leña al fuego.
Miró a través de la ventana. La nieve bloqueaba la puerta de la casa. El paisaje era maravilloso, con las blancas y
elevadas cumbres en las que se reflejaba el sol. Sus ojos se fijaron , en el azul purísimo del cielo libre de
contaminación. Como allí, la vida, estaba libre también de tantos convencionalismos humanos.

Se volvió hacia el lecho. Ricardo dormía profundamente. Vio su rostro de belleza varonil, de expresión serena y
distendida, feliz... Ricardo Sánchez López, el hombre que hacía cuarenta y ocho horas, sé había convertido en su
marido.

La suave manta de piel se había escurrido levemente, y Ricardo mostraba, a medias, su torso desnudo cubierto de
un suave y oscuro, vello. Vello que ella había acariciado con sus manos, con sus labios...

Notó un escalofrío al recordar las locas horas de pasión compartidas. Ricardo la había tomado para sí y se había
entregado a ella totalmente. Era, según sus propias palabras, la mujer de su vida. Y había . derribado todas las
barreras, con su verdad y con todo el ímpetu de su corazón enamorado y de su naturaleza apasionada.

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Ricardo Sánchez López, el hombre que se había convertido en su marido, sintiéndose, con ello, el hombre más feliz
de la tierra.

Y ella, Teresa de la Fuente Ynduraín, en su mujer... «Hasta que la muerte nos separe» habían sido las palabras
pronunciadas y bendecidas.

Únicamente que todo, y eso Ricardo no lo sabía, sólo había sido un monstruoso engaño, una sucia trampa...

No sabía por qué todo había sucedido de una forma distinta a la planeada cuidadosamente de antemano. Ella tenía
previsto contárselo todo a Ricardo inmediatamente después de la boda. Pero él se empeñó en llevarla a su casa-
refugio de la montaña.

-Te gustará. Está en Maranges. Justo donde termina la civilización y se junta casi la montaña con el cielo. Quiero
que estemos tú y yo allí juntos... Lo único que nos une al mundo es el teléfono. Un médico no puede permitirse vivir
sin él.

Teresa pensó que sería un buen lugar para hablar. Para contárselo todo. Decirle que ella era en realidad, en el
mundo en el que se movía, Tereque, una niña bien un tanto alocada, y que había un motivo que la había llevado hasta
allí. Un motivo muy importante. Y que, si se había casado con él, era porque se llamaba Ricardo Sánchez López.

Pero no se lo dijo. El no le dio tiempo. La tomó entre sus brazos, nubló su razón y sus sentidos con sus besos y sus
caricias apasionadas. Trascendía de él un magnetismo, un enorme atractivo sexual, e intelectual también. Era un
hombre muy hombre que, en todo momento, dominaba la situación.

Ella, entre beso y beso, había intentado hablarle de su pasado.

-Hay muchas cosas que debes saber de mí. Que debí decírtelas antes de llegar aquí...

El le había cerrado la boca con un beso que ella, sin darse cuenta casi, devolvió. Era como si Ricardo la hipnotizara
con su pasión. Borraba la que, hasta entonces, había sido su personalidad.

Se apartó un poco.

-He vivido siempre en un ambiente que tú denominarías «frivolo». En Madrid, sin padres...

-¿Qué quieres decirme con ello?

Teresa parpadeó. Le resultaba difícil enfrentarlo con la cruel verdad. Le fue más fácil comenzar por hablarle de su
vida sentimental. De Nacho...

-He tenido un novio desde los dieciséis años.

El sonrió con cierta ironía.

-Cuando te conocí, venías a curarte de un desengaño amoroso, ¿recuerdas? Creo que soy un buen médico. Parece
que he encontrado el medio de curarlo.

Ella apoyaba las palmas de las manos en el pecho varonil y notaba el alborotado latido de su corazón que la hacía
desfallecer.

Continuó con esfuerzo:

-El noviazgo ha sido largo. No tan pronto como la gente ha imaginado y, en el mundo en que me muevo,
consideraban lógico, pero establecimos lo que se ha dado en llamar «experiencia prematrimonial».

Terminó mirándole a los ojos casi con desafío.

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-No soy virgen. Y eso, quizá, para ti que vives tan... aislado de todo, siga teniendo importancia.

Los ojos oscuros eran acariciadores y comprensivos.

-Te quiero -respondió Ricardo con sencillez-. Y no soy un troglodita. Creo que a todo hombre, en el fondo, le
gustaría ser el primero y el último para la mujer que ama. Supongo que a esto se le llama machismo. Me conformo
con ser el único de ahora en adelante para ti hasta el fin de nuestros días.

Aspiró hondo. Teresa se dio cuenta de que, a pesar de lo que le dictara la razón, algo le dolía muy profundamente.
El prosiguió:

-Tu pasado a ti sola te pertenece. No tengo derecho a él. Yo tampoco soy virgen como comprenderás, y tú no me lo
exiges. ¿Por qué habría de hacerlo yo?

Le acercó a él. con súbita ternura.

-Te amo profundamente. Nada .existe ya para mí fuera de tu persona. Es a lo que aspiro que tú sientas
por mí.

Ella sólo había comenzado a hablar, a contarle la verdad... Pero aquellos ojos oscuros y acariciadores clavados en los
suyos con tanto amor, tanta confianza... El calor de sus brazos, el amparo de su pecho varonil, toda la inmensa fuerza
y seguridad que emanaba de él...

Se sentía bien allí, entre sus brazos. Quizás era la magia del lugar. Aquel silencio, aquella paz... La belleza de las
montañas nevadas... La soledad...

Y fue cobarde y calló. Luego fue demasiado tarde.

El amor y la pasión del hombre lo invadió todo. Borró cualquier proyecto premeditado.

Estaban en medio de la naturaleza más pura, y ellos eran también naturaleza desatada, arrastrada por sentimientos
ancestrales.
' Y comenzó una locura que ella no había presentido, ni soñado siquiera. Una locura que se le contagió. Y, como
nunca, fue toda una mujer entre los brazos de un hombre. Y una mujer feliz...

Y ahora, sentada allí junto al fuego, contemplando el chisporrotear de las llamas, la mente de Teresa voló muy lejos
de allí, volviendo al inmediato pasado, a las circunstancias que le habían empujado a ir en busca de un desconocido
llamado Ricardo Sánchez López. Regresar al comienzo del problema, donde se había fraguado todo.

CAPITULO II

Cuando Teresa era sólo Tereque

Tereque de la Fuente se miró en el espejo. Llevaba un desenfadado peinado, que recogía en un lado su bonita
melena rubia, y el otro, alborotado medio cubriéndole la cara. Había estado a punto de cortarse el pelo. Ya en
Llongueras, el peluquero quiso cortárselo pero en el último momento, ella se arrepintió.
De todos modos se arreglaba para ir peinada «a la ultima».

Se puso unos pantalones negros y zapatos y pantys negros y una blusa estampada en zig-zag en rosa fucsia y negro,
con un semi chal, en liso, con los dos colores. Completó el conjunto con un abrigo tres octavos en mohair rosa fucsia y
cuello de terciopelo negro. Se contempló en el espejo de frente y de perfil. Se recogió el cabello y lo anudó en lo alto
de la cabeza, cubriéndose ésta con un sombrero negro de corte masculino.

Se encontró bonita y atractiva. Le chiflaba estrenar cosas. El abuelo, a veces, era un poco tacaño, pero siempre
acababa por pagar sus facturas, protestando por el alto precio de éstas;

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Sacó del garaje su Peugeot 205. No era un mal coche, pero no el que ella le había pedido al abuelo. Sin embargo,
se sentía feliz. Era joven, pronto cumpliría los diecinueve años y, desde los dieciséis tenía el novio más guapo y, algo
mucho mejor todavía, más cómodo del mundo.

Nacho era su amor. Sus padres eran horribles, pero ahora a él le iban muy bien las cosas. Había puesto una
discoteca con unos amigos que se estaba imponiendo entre la juventud más «in» de Madrid. En cuanto ganara un
poco más de «pasta», quisiera o no el abuelo, se casarían.

Mientras cruzaba la avenida que atravesaba el parque de su residencia de Puerta de Hierro se dijo que los hados
habían sido benévolos con ella. Era joven, bonita, nada tonta y con un abuelo muy rico... Lo demás...

Sus padres se habían separado siendo ella demasiado niña para que aquello le afectase. Su madre se volvió a casar
en Italia y tenía dos hijos. Se veían dos veces al año. Su madre se emocionaba. Para Teresa... era como unas
vacaciones. No sentía por su madre ni un cariño especial ni tampoco rencor. Aceptaba la situación normalmente,
quizás porque había sido así desde que tenía uso de razón.

Lo que sí la afectó fue la muerte de su padre. No es que se hubiera ocupado demasiado de ella, pero cuando
estaban juntos, era simpático, ocurrente y divertido. Llegaba de todos sus viajes como un Papá Noel.

Pero también era demasiado pequeña para que aquello la hubiera marcado a fuego. Al que quería de verdad,
aunque era un viejo gruñón, era al abuelo. Y éste a ella. No tenía otro amor, a parte de su pasión por el dinero y los
negocios.

Sí, al abuelo sí lo quería. Sólo que con el abuelo no se podía hablar de casi nada. Vivía en otro mundo y otro tiempo.
Pero tenía a Nacho. Nacho que, además de «fardón» y de ser la envidia de sus amigas se plegaba a todos sus
caprichos y todo cuanto ella hacía le parecía bien. ,

Aparcó en lugar prohibido junto a la calle Serrano. Sabía que aquello le costaría una multa. Pero las multas las
pagaba el abuelo...

Se reunió en la terraza de la cafetería con las amigas. Todas le alabaron el conjunto que llevaba. Unas sinceramente,
otras con reserva, y un poco de envidia. A Tereque no le importaba; al contrario. Si algo poseía, era seguridad en sí
misma.

Nacho fue a buscarla. Tenía ojos de sueño. Esto le daba un aire ausente que aún lo hacía más guapo.
Cuando la vio, se animó:

-¡Estás preciosa!

Y sin importarle un comino que, en aquel momento, la calle Serrano estaba totalmente repleta, la besó largamente
en los labios.

Luego le reprochó:

-¿Por qué no viniste anoche a la «disco»? Estuvo muy animada.

-Me fui al cine con Coque y Rita.

-¿Y a la salida?

-Había estado en el golf toda la tarde. Me sentía molida. Y descansar es muy bueno para el cutis.

Se tocó la cara. Podía presumir de piel. La había heredado de su madre. Era mate y transparente, sin la menor
imperfección. Y el sol de verano, que el tenis y el golf le conservaban todo el año, le ponía un tono dorado que
superaba al mejor maquillaje.

No se pintaba nada. Un leve brillo en los párpados y en los labios. Sus aún no estrenados diecinueve años no
precisaban dé ningún retoque.
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Nacho rió, cariñoso.

-Debe ser excelente dormir, porque esta mañana estás aún más preciosa de lo que acostumbras. Me gusta lo que te
has puesto.

Y burlón terminó:

-Tiene un equívoco atractivo «unisex» que te da aire de efebo.

-¿No irás a volverte «gay»? -apuntó, Cary, una de las contertulias con chunga-. Con lo guapo que eres y lo poco que
abundan ahora los «bellezos» auténticamente masculinos, sería una lástima.

-A tí qué te importa -rió otra-. Nacho es, desde que el mundo es mundo, cosa de Tereque.

-Bueno -respondió Cary con descaro-. Precisamente llevan tantos años juntos que, cualquier día, nos dan la gran
noticia.

-No pensamos casamos por ahora -apuntó Tereque.

La otra rió.

-No me refería a eso. La «gran noticia» es que rompierais. Yo ya estoy agazapada, a la caza, por si acaso.

Rieron todos. Se acercó un camarero. Tereque pidió una bebida sin alcohol. Nacho un «gimiet». Ella refunfuñó.

-¿Después de haberte pasado la noche bebiendo en la discoteca?

El alzó los brazos como si se rindiera ante una pistola.

-Lo sé, lo sé. Bebo demasiado. Pero prometo corregirme en cuanto me convierta en un respetable marido y honrado
padre de familia.

-Eso tendré que verlo para creerlo.

-¿Lo de marido y padre de familia? En cuanto la «disco» funcione a tope y mi padre se decida a soltar la pasta para
mi emancipación.

Volvieron a besarse. Los del grupo abuchearon.

-Ya está bien. ¿Cómo podéis estar hechos unos tórtolos después de tres años de ir juntos? Casi resulta incestuoso.

Ahora la carcajada fue general. Y Tereque se dijo una vez más que la vida era maravillosa.

Tereque paró el coche frente al estudio de Nacho. Habían comido juntos y luego habían ido un rato a la discoteca.
El suplicó:

-Anda, sube esta noche...

La había ceñido por la cintura y Tereque notaba contra -su cuerpo los músculos de su novio. El roce y el beso que él
le dio en el cuello la pusieron en tensión.

-No puedo. Le prometí al abuelo...

La mano de Nacho se deslizó por el escote de la blusa y buscó sus senos. Los pezones estaban erectos.

-Lo deseas tanto como yo -le murmuró al oído-. No seas mala.


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Ella buscó su boca y se dieron un beso largo, sensual, preludio de otras caricias más íntimas; Tereque, con un
esfuerzo, se apartó de él.

-Claro que lo deseo, tonto. Pero es verdad que no puedo. El abuelo se enfadaría y no debo tirar demasiado de la
cuerda.

Se echó a reír, divertida.

-Tiene que pagar una cuenta de miedo del modisto. Creo que esta vez me he pasado un poco. Me he equipado de
locura para el otoño y el invierno.

Le mordisqueó la oreja, juguetona, mientras los dedos de él le seguían acariciando los senos.

-Además, tiene a cenar a un invitado al que él aprecia mucho, y debo hacer los honores como «primera dama». Es
una lata, pero no puedo negarme.

-Anoche me fallaste. ¿Cómo crees que voy a quedarme yo sin tí hoy también?

Ella se burló, pero estaba conmovida y excitada.

-Dándote una ducha, cariño. Es el mejor remedio.

También da resultados un poco de hielo en la nuca. El acentuó la insinuante caricia, buscando el despertar de sus
sentidos.

-No seas mala. Te odiaré si no subes.

-¿A que no? -respondió ella.

Y sus palabras y su expresión eran una provocación. Volvieron a besarse. Esta vez con pasión.

Desde hacía un año, después de que todos los amigos e incluso, quizás el abuelo y, naturalmente, los padres de
Nacho, creían que tenían relaciones prematrimoniales desde hacía mucho tiempo, éstas se habían establecido entre
ellos.

Todo fue espontáneo y natural. El que no existiera antes también lo había sido. Había entre ellos una especie de
camaradería, un afecto al margen del sexo, un acercamiento de dos adolescentes que se sentían un poco huérfanos
de auténtico afecto, que los había unido muy fuertemente. Se contaban sus cosas. Se sentían bien juntos, por el
placer de estarlo...
El sexo llegó luego. Y no lo rechazaron. Se entregaron felices el uno al otro, sin premeditación, de una forma
espontánea. En el fondo, era un modo más de protegerse mutuamente, ellos que siempre habían crecido un poco
huérfanos de auténticos sentimientos familiares.

Se cambió de ropa para cenar, porque sabía que al abuelo le gustaba, y porque, además, tenía varios trajes por
estrenar y, como una niña, no podía esperar a hacerlo. Se puso un vestido dos piezas de seda de fondo color tabaco y
estampado en negro. El blusón, con dibujo de flores un tanto exóticas y ligeramente exagonales, a juego con el gran
pañolón de fleco negro que le acompañaba. La falda, de igual género y color,
con la audacia de un dibujo escocés tabaco y negro, lo que lo convertía en un modelo muy original. Se puso grandes
pendientes negros, en forma de botón, y un collar, del mismo color, de bolas, que le quedaba, en varías vueltas ceñido
al cuello. Se cepilló el rubio cabello y se lo despeinó con gracia. Se encontró bonita y un tanto sofisticada. Pensó que
había escogido bien para cenar con el invitado de aquella noche, un atractivo e impenitente solterón, del que se
contaba un pasado un tanto turbulento y un largo y actual romance con una conocida aristócrata madrileña,
«felizmente» casada.

Cuando entró en el salón-comedor, su abuelo y el invitado ya la estaban aguardando. Su abuelo refunfuñó:

-Como siempre, llegas tarde.


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Pero Tereque vio una mirada de aprobación en sus ojos y se alegró íntimamente. El haber acertado aquella noche,
suavizaría la regañina cuando llegara la factura del modisto.

Ricardo se inclinó.

-Valía la pena el retraso -dijo, mientras se llevaba ambas manos de ella hasta los labios.

A Tereque le hacía gracia ser tratada de un modo tan versallesco. El amigo de su abuelo tendría escasamente unos
cincuenta años y conservaba, junto a un gran empaque, mucho de su antiguo atractivo. La trataba siempre con
deferencia y una leve ironía. Tereque pensó que la madura aristócrata que estaba unida sentimentalmente a él no
había escogido mal.
.Probablemente era no sólo mucho más atractivo, sino mejor amante que el blasonado esposo.

Pasaron al comedor y Tereque presidió la mesa junto con su abuelo. En un momento dado, hablando sobre apellidos
vulgares, como García o Fernández que, sin embargo, se elevaban a lejanas alcurnias, Ricardo bromeó sobre los
suyos.

Tereque se extrañó.

-Sanchezló no es un apellido vulgar, ni siquiera corriente...

El hombre se echó a reír.

-Mis apellidos son Sánchez y López, pero en mi juventud era yo tan presumido que los uní, naturalmente, sólo para
los amigos, no de una manera oficial. El apellido pegó y todos me llaman así. El Sánchez queda sólo para los negocios
y los papeles oficiales.

-Así, si te casas, ¿tu mujer se llamará simplemente señora Sánchez?

El hombre rió.

-Pequeña, si me prometes ser discreta, te confesaré que acabo de cumplir el medio siglo. Y si hasta ahora, con lo
que me han gustado siempre las mujeres, he logrado preservar mi libertad, difícilmente habrá nunca ya una «señora
Sánchez».

Tereque le miró con su innata coquetería.

-Hablas de tu libertad. Pero ¿eres realmente libre? No es lo que se dice por ahí.

-Nunca me he preocupado por lo que «se dice por ahí». Pero el ser libre y gozar del amor no son, en absoluto, cosas
antagónicas. Al contrario, resulta una combinación perfecta.

-¿No eres un poco cínico? Creí que las locuras y la falta de seriedad eran «pecados» achacados a mi generación.

-Yo, aparte de que no creo en los pecados nunca he considerado la práctica amorosa más que como la más sublime
de las artes y el más sano y eficaz de los deportes.

Rieron los dos. El abuelo intervino:

-Como verás mi nieta es una descarada a la que habría que atar corto. Me temo que la he malcriado.

-¿Malcriarme tú? Si echamos la cuenta creo qué en todo lo que llevo de vida, habré salido a un mínimo de una
docena de broncas al mes.

-Para lo que te han servido...

Ricardo se volvió hacia el anfitrión.


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-No te quejes. Tereque es una criatura absolutamente adorable. Me temo que pronto te la robarán.
No creo que los chicos de hoy sean tan tontos como para no andar todos locos por ella.

-¡Los chicos de hoy! -refunfuñó el anciano-. Un hatajo de inútiles es lo que son. Sobre todo los que rodean a mi
nieta. Especialmente...

Tereque le interrumpió furiosa:

-No te permito que te metas con mis amigos, y menos con Nacho.

Ricardo intervino, conciliador:

-Aparte de envidiar a ese Nacho, al que con tanto fervor defiendes, te aconsejo que no te acalores por las palabras
de tu abuelo. Mi pobre padre se pasó la vida llamándome inútil y amenazándome con desheredarme si no dejaba de
hacer locuras.

-¡Pero tú eres un hombre de negocios fabuloso, según el abuelo!

-Tu abuelo me halaga. Aunque la verdad, no me defiendo mal. He acrecentado, desde luego, el patrimonio que
heredé. Pero eso no quiere decir que, en mi juventud, mis amigos y yo no escandalizáramos a mi padre.. El problema
generacional es tan viejo como el mundo. Ya sabes que Adán y Eva tuvieron ya problemas con sus hijos.

Rieron los tres. Tereque se dijo que el abuelo, pese a refunfuñar de vez en cuando como era su costumbre, parecía
especialmente complacido.

Se quedó un rato compartiendo la velada. Luego, el abuelo, sin la menor ceremonia, le aconsejó:

-Déjanos solos ahora. Ricardo y yo hemos de hablar de cosas importantes.

Ella se cuadró militarmente.

-A la orden -dijo con descaro.

Se volvió hacia el invitado.

-Me alegro de verte.

-Y yo a ti, pequeña. Eres un regalo para los ojos y una compañía encantadora. Tu juventud me hace un poco de
daño y no puedo olvidar que soy un cincuentón. Si fuera más joven -continuó en broma- sería a tu abuelo al que
rogaría que se fuera á la cama y que me permitiera pasar la velada a tu lado.

-Te advierto que soy bastante más divertida que él.

-No lo dudo en absoluto.

El abuelo intervino:

-Si sentara la cabeza, podría ser toda una mujer. A veces creo que lo que necesita es un hombre que la meta en
cintura.

Ella fue a protestar, pero el anciano la interrumpió:

-Sé que ibas a nombrarme a Nacho. Pero ese chico, es sólo un juguete en tus manos. Haces de él lo que quieres.

-Vamos que tú crees que necesito un abuelo como marido.

El viejo se la quedó mirando.


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-Un abuelo, no. Pero sí todo un hombre que cuide de tí.

Carraspeó.

-Y ahora vete a la cama. Tenemos mucho que hablar y a mi edad, ya no puedo trasnochar mucho.

Tereque estuvo a punto de decirle que, si tan importante era hablar con su invitado, ¿por qué la obligó a asistir a la
cena? Pero no lo dijo. Dio cortésmente las buenas noches a los dos hombres y luego, en lugar de acostarse, salió
discretamente de la casa, cogió su coche y se dirigió a la discoteca de Nacho.

CAPITULO III

Una extraña herencia

Hasta que lo perdió no supo cuánto quería al abuelo. El había sido, en realidad, su única familia. Su madre llegó de
Italia al enterarse del fallecimiento. Era hermosa y elegante y se mostró con Tereque , extraordinariamente cariñosa.
Pero ésta sabía que en Milán estaba su verdadera familia: su marido y los dos hijos que iban creciendo a su lado día a
día.

Nacho, como siempre, fue su refugio. Se comportó con ella como un hermano, brindándole la ternura que era lo que
entonces necesitaba.

Desfiló mucha gente por la casa de Puerta de Hierro. Su abuelo había sido un hombre de prestigio. También estuvo
Ricardo Sanchezló. Le pareció, cohibido y, al mismo tiempo, profundamente apenado por ella.

Su madre quería llevársela a Italia. Tereque la convenció de que no podía ser. Quedaban allí muchas cosas que
solucionar. Entre ellas la herencia. Su abuelo había dejado siempre muy claro que ella, como única nieta, sería su
heredera.

También se opuso a que su madre se quedara. Uno de sus hermanastros había sufrido una aparatosa caída de moto
y estaba internado en una clínica, enyesado y recién operado de una pierna. La madre estaba inquieta, preocupada.
Llamaba todos los días.

Tereque le rogó:

-Por favor mamá, ve junto a Dino. El te necesita más que yo. Aquí no puedes hacer nada. Tengo los asesores legales.
Ellos se encargarán de todo.

-¿Vendrás a pasar una temporada con nosotros cuando se haya resuelto lo del testamento?

Tuvo que prometérselo. Pero en Milán no estaba su casa. Su hogar era aquél, la hermosa finca de Puerta de Hierro
que con tanto cariño se hiciera construir el abuelo y donde ella nació.

Y su familia era Nacho. Nacho, únicamente Nacho con el que ahora se casaría. Eran muy jóvenes, diecinueve y veinte
años. Ella se sentía muy sola y Nacho la adoraba... Nacho, su compañero de siempre, su amigo de adolescencia, al
que ahora la unía una relación total...

Sí, se casarían. Vivirían allí,,en la hermosa casa del abuelo. Necesitaba a Nacho. Lo quería. No podía soportar la
soledad. Ella, a la que, de muy niña, su familia, más próxima, o tal vez sólo las circunstancias, la vida, la habían
condenado a crecer huérfana de un auténtico cariño. El abuelo la quería, sí, pero era un hombre seco; al que cualquier
efusión sentimental le parecía una debilidad. Y, sin embargo, había sido el que, al separarse los padres de Tereque,
se quedó con la pequeña.

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Y ahora había muerto, dejándola heredera de sus cuantiosos bienes. Por eso estaba allí, ante el notario, un hombre
extraordinariamente amable y -cortés que la trataba con toda deferencia, acompañada por su abogado, aferrada a la
mano de Nacho, mientras oía la lectura del testamento...

Al fondo, sin saber exactamente por qué estaba allí, se encontraba sentado, Ricardo Sanchezló.

Por un momento, cuando la lectura terminó, todos sé quedaron quietos, en suspense. Luego Nacho se volvió hacia
ella.

-Querida... -comenzó a decir.

Pero Teresa de la Fuente Ynduraín seguía con la mirada fija, clavada en el notario. La tensión de sus facciones
parecían aguardar algo más.

El notario carraspeó un momento y terminó:

-Eso es todo.

Y viendo la muda interrogación en las pupilas de Tereque en las que ahora, su azul brillante se había convertido en
un gris casi acerado, insistió:

-Su abuelo no añade nada más...

Vaciló un momento antes de proseguir:

-Es un testamento muy corto, pero por lo demás perfectamente claro y preciso, para no dejar lugar a ninguna duda.

Cuando la lectura y toda explicación hubo terminado, Ricardo Sanchezló se acercó a ella, pero no dijo nada. Tereque,
furiosa, se encaró con el notario.

-¿Quiere decir que, legalmente, no hay posibilidad ninguna para poder soslayar la última cláusula?

-Así es. Su abuelo, en plenas facultades mentales y ante los testigos de rigor, dejó bien determinadas cuales eran
sus últimas voluntades.

Hizo una pequeña pausa y luego con una sesionarías comprensiva y un tono de voz afectuoso que intentaba paliar
en parte lo que de desagradable pudiera haber en sus palabras, aclaró:

-El incumplimiento de cualquiera dé sus cláusulas obligaría a que los bienes del difunto señor de la Fuente se
repartieran entre todos sus parientes, por lejanos qué sean, como se cita en el apartado correspondiente.

Instintivamente, Tereque se volvió hacia Ricardo Sanchezló. Este permanecía impasible a su lado, sin pronunciar ni
una sola palabra.

Tereque se puso en pie, y los demás la imitaron. Se acercó al notario y le tendió la mano.

-Gracias.

Hizo acción de retirarse pero se volvió y preguntó de improviso:

-¿Puedo hacer impugnar el testamento?

-Sí, pero no se lo aconsejo -fue la rápida respuesta que recibió-. No conseguiría más que un sinfín de molestias sin
ninguna probabilidad de resultado práctico.

Tereque se despidió maquinalmente y salió del despacho seguida de su novio. Ya en la puerta se volvió. Su mirada
se cruzó con la de Ricardo Sanchezló.
11
Y no supo si en la de él había un desafío o una invitación a volver a verla pronto.

Tereque se paseaba de un lado a otro del salón, furiosa. Sentado en uno de los sofás, Nacho la contemplaba
entristecido y, todavía, perplejo. Intentó calmarla:

-Mi vida... Debes sobreponerte. Encontraremos algún medio para solucionarlo.

Ella se volvió hacia su novio, desesperada.

-No hay ninguno: Ya has oído al notario. Todo es perfectamente legal. La ley está de su parte y la ley no entiende de
sentimientos humanos. Le basta con los hechos.

Se irguió iracunda.

-El abuelo quiso someterme siempre. Me consideraba una niña incapaz de saber gobernar mi vida. Y, al morir, ha
querido seguir haciéndolo. Se ha buscado un sustituto...

Desesperada, se acercó a Nacho y, arrodillándose a su lado, ocultó la cabeza en su hombro.

-¡Ayúdame, Nacho! Yo no puedo casarme con ese hombre... Me moriría.

Estalló en sollozos que tenían mucho de rabieta. Nacho la estrechó entre sus brazos e intentó consolarla con voz
conmovida:

-Querida... Amor... Haré lo que tú quieras... Lo que tú quieras... Yo tampoco puedo perderte.

El amor que vibraba en la voz del muchacho tuvo la virtud de levantar el ánimo de la joven. Se secó las lágrimas que
surcaban su rostro y sonrió.

-Nacho... Amor.... Después de todo no tenemos porqué desesperarnos. Nada nos obliga a separarnos.
Ni siquiera ese horrible testamento.

El la observó desconcertado.

-Una vez que te cases con ese Ricardo Sánchez López, como obliga la cláusula testamentaria para poder entrar en
posesión de tu herencia, dudo que tu marido permita que sígamos viéndonos. Aunque
sea un matrimonio de interés por su parte, a nadie le gusta compartir, y menos abiertamente, a su propia esposa.

Tereque apoyó dulcemente su mejilla a la del muchacho.

-No me refería a eso... ¡Que se vaya al infierno el dinero de los De la Fuente y todo el dinero del mundo! Me casaré
contigo. Y ahora.

Se echó a reír.

-Los numerosos y lejanos parientes, incluso aquellos de los cuales ni siquiera he oído hablar nunca me lo
agradecerán. Que se echen como buitres sobre lo que yo les doy como si fuera carroña.

Le rodeó el cuello con sus brazos, mimosa.

-Entre tanto tú y yo seremos tan felices que...

Se interrumpió al ver la expresión de Nacho. Preguntó inquieta:

-¿Qué te sucede?

El muchacho la contempló desesperado.


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-No puedes tomar una resolución así tan a la ligera. Se trata de una inmensa fortuna. De tu fortuna personal.

-Una fortuna que me aparte de ti no me interesa.

Y le miró a los ojos, buscando su conformidad.

Nacho la incorporó y la ayudó a sentarse a su lado.

-Lo que intentas hacer es una locura. Y yo no puedo permitir que te sacrifiques hasta este punto por mí. Un día, y
quizá no muy lejano, te arrepentirás.

Tereque buscaba ansiosa su mirada esperando hallar en ella toda la verdad.

-Nacho, ¿tú me amas?

Nacho estaba muy pálido, descompuesto, preso de una enorme angustia. Todo en él demostraba una gran congoja.

-No puedes dudarlo. Tú sabes que nunca he querido a nadie más que a ti. Pero no debo consentir que cometas un
acto irreparable que te deje sin nada.

Tereque se incorporó furiosa, en un arranque de ira.

-¿Y podrías consentir que me casara con otro? ¿Con ese Ricardo Sanchezló, o Sánchez López como rezan sus papeles
oficiales, que tiene edad para ser mi padre, sólo por no perder mi fortuna?

Nacho ocultó el rostro entre las manos. Todo él temblaba. Tereque se conmovió y le acarició el cabello con dulzura.

-Comprendo tus dudas, cariño. Sé que lo haces por mí... Pero estoy totalmente decidida. Te quiero y me quieres.
Esto es suficiente para mí. No me importa el dinero en absoluto.

Nacho se levantó, dando muestras de un profundo abatimiento. Se inclinó hacia ella descompuesto.

-¡Si yo por lo menos no fuera un inútil! ¡Si supiera que algún día habría de poder compensarte de lo que ahora
intentas sacrificar por mí! Pero nunca he servido para nada. Soy la oveja negra de mi familia. El único que no ha
querido estudiar...

Tereque se acercó a él, cariñosa.

-No quiero que hables así, ni que te muestres tan duro contigo mismo. Si no has estudiado, te has sabido dedicar a
los negocios. Sólo tienes veinte años y has montado una discoteca que se está poniendo de moda...

- El la interrumpió, desesperado:

-Entre cinco amigos. ¿Sabes, una vez pagados los numerosos gastos del local, los empleados, impuestos y seguros,
qué nos queda? Para que yo ande bien de dinero para salir contigo y poco más. ¿De qué vamos a vivir?

La tomó entre sus brazos desesperado.

-Tú estás acostumbrada a tenerlo todo y yo también. Hasta ahora, a los dos, todo nos ha sido fácil en la vida. Tu
abuelo a ti, y mis padres a mí, nos han sostenido a un nivel muy alto. ¿Cómo puedo proporcionártelo yo? Por lo
menos, de momento. Quizás con el tiempo, si todo va saliendo como hasta ahora... Pero nunca para compensarte de a
lo que renuncias.

Observó a su alrededor el lujoso salón donde estaban. Continuó:

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-¿Te has parado a pensar, por un momento, lo que cuesta sostener una casa como ésta en la que vives aquí en Puerta
de Hierro? El servicio, el jardinero... ¿Tú crees que ibas a ser feliz por mucho tiempo si te vieras Obligada a renunciar a
todo cuanto hasta ahora ha sido tu vida?

Ella lo contempló con reproche.

-¿No serás tú quién tiene miedo a renunciar a todas esas cosas?

Nacho asintió con amargura:

-También yo. Tú acabas de cumplir los diecinueve años y yo sólo tengo veinte. Es necesario tiempo para salir
adelante. De lo contrario, llevaríamos una vida gris y difícil para la que ni tú, ni yo estamos hechos.

-Entonces, ¿debo entender que te querías casar conmigo por el dinero que un día iba a poseer?

Nacho la atrajo contra su cuerpo. Sus alientos se confundieron. El de él era febril.

-No cambies las cosas. Queríamos casamos por que los dos estamos profundamente enamorados el uno del otro. Yo
te quiero desde que era un niño con pantalón cono.

Hizo una pausa. Ella esperó, expectante. Nacho se mesó el cabello, con angustia. Prosiguió:

-Pero esto no significa nada para reconocer que tengo miedo. No de tí, ni de mí, ni de nuestro amor.

Miedo de las enormes dificultades que la vida presenta cada vez más y para las que ni tú ni yo, estamos
preparados todavía.

La contempló con adoración.

-Cuando mi padre me habló y me dijo que tenía que pensar en qué iba a hacer. Que los tiempos eran difíciles y que él
no podría emplearme en su negocio. Ya tenía en éste a mis dos hermanos casados y me advirtió que no daba para
que vivieran más familias. Que si no estudiaba y me dedicaba a una profesión liberal como médico o abogado, no
sabía qué iba a ser de mí, el mundo se me cayó encima.

-Tú sabes que a mí no me importó.

-Tú estuviste como eres, maravillosa. Entonces se me ocurrió lo de la discoteca. Mi padre me dio una parte del dinero
para ponerla. Necesité cuatro socios más...
Le sonrió.

-Sabes que soy un optimista. Tanto mis socios como yo estamos bien relacionados, tenemos planes. Queremos
poner otras... Pero se necesita tiempo.

La contempló, angustiado de nuevo.

-Y tú ahora no lo tienes. Para no perder la herencia, debes casarte...

-No quiero casarme con nadie que no seas tú.

El le tomó ambas manos que estrechó con fuerza.

-Compréndeme, cariño, por favor. Yo no quiero perderte, pero tampoco quiero que renuncies a lo que en la vida te
pertenece por derecho. Si yo fuera ya mayor, situado en la vida o, lo suficientemente seguro de mí mismo, para
creerme capacitado para hacer grandes cosas...

Se calló. Tereque se le arrimó, mimosa.

-¿Qué harías?'
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-Te diría: «Ríete de ese testamento y casémonos ahora mismo.»

Se apartó de ella, desolado.

-Pero yo conozco mis propias limitaciones y mis aptitudes. Sé comportarme brillantemente en el alto círculo en el
que he nacido, poseo cierto encanto, y destaco en todos los deportes. Todo esto me sirve para quedar bien y ser
aceptado con agrado entre la gente en que vivimos, pero me vale de muy poco para ofrecerte un brillante porvenir.

-De momento.

El la rodeó con su brazo.

-El «momento» puede ser muy largo. Si renuncias,ahora...

Tereque se soltó bruscamente.

-¿Acaso crees que separándonos vamos a ser felices? ¿Te agradaría verme casada con Sanchezló?
-¡No!

Nacho la tomó de nuevo entre sus brazos. Repitió:

-No... No podría soportarlo.

Tereque le rodeó el cuello y, atrayéndolo, lo besó en los labios.

-Entonces, basta conque nos queramos. Lo demás no tiene importancia.

Nacho la estrechó, tembloroso, contra su corazón.

-Sí la tiene. La falta de dinero puede matarlo todo, incluido el amor. Y yo no quiero que el nuestro termine en un
fracaso...

Pero vio los ojos de Tereque que ahora, llenos de amor, eran de un azul intenso y no pudo seguir. Sus bocas se
unieron, olvidándose de todo.

Para los dos, aquél era su primer amor. Y eso podía llegar a borrarlo todo.

CAPITULO IV

Una cena de «negocios»

La casa tenía el empaque que cabía esperar en un hombre como él. Era de estilo inglés, clásico, con grandes
librerías, cuadros, tresillos tapizados en piel marrón. Al fondo, abiertas las puertas correderas, se veía el comedor-
salón, con una mesa servida con excelente gusto.

Ricardo Sanchezló iba impecablemente vestido con un traje de un azul marino no demasiado oscuro, camisa
finamente rayada, corbata de seda natural italiana. ,

Tereque lucía una graciosa chaqueta larga y ancha de pana de «velours» verde que le tapaba el vestido mini. Las
medias y zapatos negros, de tacón bastante bajo, hacían bellísimas sus largas piernas.

-¡Cuánto te agradezco que hayas aceptado mi invitación! -le dijo él, mientras la despojaba del abrigo.

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Tereque se quedó con un precioso vestido muy corto en terciopelo negro, con manga caída hasta poco más abajo del
hombro. El delantero del vestido estaba adornado con pequeños diamantes falsos, desde el escote cerrado y redondo
hasta el borde de la falda. Estaba favorecida y lo sabía.

Leyó la admiración en los ojos del hombre. Ahora, las pupilas cambiantes de ella eran casi grises y podía leerse el
desafío que la había llevado allí.

-He venido porque tenemos que hablar. Y con tranquilidad. En mi casa no hay quien pare. Visitas y llamadas a todas
horas.

Tenía la barbilla levantada con aire de desafío.

Prosiguió, retándole:

-Comprenderás, que el testamento del abuelo es un auténtico disparate.

El hombre sonrió.

-No eres muy amable conmigo. Hasta ahora eres la primera mujer que opina eso de mí. Las demás han intentado
«cazarme».

La tomó familiarmente del brazo y la llevó al sofá.

-Siéntate. Tomaremos el aperitivo aquí. Es mi rincón...

Ella se sentó cruzando las piernas. El lo hizo a su vez, frente a ella.

-Te favorece mucho este vestido. Permite que luzcas, en todo su esplendor, unas piernas excepcionales.

-No he venido a escuchar tus galanteos.

El enarcó una ceja.

-¿De veras? Entonces, me pregunto por qué te has vestido de una forma tan seductora. Cualquier hombre
comprendido entre los ocho y los noventa años se sentiría conmocionado por tu atractivo.

A pesar suyo, Tereque rió.

-No puede negarse que te gustan las mujeres.

-Es lo que más me gusta en el mundo. ¿Qué vas a tomar?

-Yo nada. Bebo muy poco alcohol. Tomaré algo de vino con la cena.

-Como quieras. Con tu permiso me tomaré un whisqui.

Ella comenzó a hablar, impulsiva.

-Ha de haber algún medio... Compréndelo. Yo no puedo casarme contigo. Quiero a Nacho...

El permanecía impasible, jugueteando con su vaso.

-El testamento es tajante. Si no te casas con Ricardo Sánchez López dejas de ser la única heredera de tu abuelo.

—Hay que encontrar un medio.

El se había sentado de nuevo y se inclinó un poco hacia ella. En sus ojos había una llamita irónica.

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-¿Tan mal te parezco como marido? Soy un hombre rico, de una edad todavía no demasiado provecta.

Los cuarenta y ocho años, bueno, cincuenta, pueden soportarse sin grandes achaques, te lo aseguro. Siguió
enumerando, sin dejar de observarla.

-Siempre he sido muy apasionado, bien educado, de un físico bastante agradable... Hay peores maridos...

-Yo sólo me casaré con Nacho -exclamó ella, furiosa.

-No conozco a Nacho. Pero, ¿vale tanto como la fortuna a la cual tendrías que renunciar por él?

-El dinero no lo es todo en la vida.

Ricardo Sanchezló se echó a reír.

-Todo, todo, tal vez no, pequeña. Pero casi todo. Con él se consigue, generalmente, lo poco que puede
faltarle.

-Eres un cínico.

Se la veía furiosa. El volvió a reír.

-Y tú encantadora.
Bebió un largo trago. Depositó el vaso en la mesa y dijo:

-La vida enseña mucho, querida. A ti también te enseñará... Sólo tienes diecinueve años. Por eso a tu abuelo le
preocupaba que te quedaras sola y con tanto dinero a merced de los cuervos. Intentó protegerte con ese testamento.

-Nacho no es un cuervo. Me ha querido siempre...

-Estoy seguro de que es un buen muchacho y ¡cómo no iba a querer a una criatura como tú! Pero si
tú solo tienes diecinueve años, él tiene veinte. Estáis en una edad muy vulnerable.

Se levantó y le tendió una mano, ayudándola a incorporarse.

-Vamos a cenar ahora. Dejaremos esta conversación para luego. Tengo una cocinera guipuzcoana que es una
maravilla. No debemos estropear su menú con conversaciones... preocupantes.

La cena fue exquisita y Ricardo un. perfecto anfitrión. Parte del enojo de Tereque se iba disipando.

Sin embargo, seguía dispuesta a todo para conservar su independencia. No por ello dejó de reconocer que Ricardo
Sanchezló era un hombre encantador y muy ameno. Entendía de todo y hablaba muy bien. Y ella se dijo que era una
pena que el abuelo hubiera hecho aquel testamento absurdo. De no ser por él, le encantaría que fueran amigos y se
sentiría a gusto en su compañía.

Volvieron al salón biblioteca, después de la cena. Tereque se sentó con más naturalidad. Ricardo Sanchezló encendió
un puro y se la quedó mirando.

-Cualquier hombre en mi lugar, querría que se cumpliera ese testamento al pie de la letra. Eres una criatura
deliciosa. Pero...

Ella se incorporó, anhelante.

-Pero, ¿qué?

El miró la corona de la ceniza que se iba haciendo en su cigarro. Respondió con calma:

-Yo también tengo mi propia vida, y soy amante de mi libertad...


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Ahora le sonrió con afecto.

-Antes, al llegar, entraste con un aire plenamente juvenil y despreciativo hacia mí que quise hacerte rabiar un
poquito.

Ella correspondió a su sonrisa.

-Reconozco que, muchas veces, puedo resultar insoportable.

-Yo no diría tanto. Eres joven y bonita y, lógicamente, vanidosa. Se te puede perdonar.

Rieron los dos. El hielo se había rotó. Tereque preguntó expectante:

-¿Ves tú alguna solución que no me deje en la indigencia?

-La hay. La más sencilla es casarnos y divorciarnos después. Yo no soy un cazadotes. Soy quizá, más rico de lo que
era tu abuelo.

Tereque se mordió los labios.

-¿Te refieres a un matrimonio sólo... convencional? ¿Casarnos, firmar los papeles y... cada uno a su casa y poder
hacer nuestra propia vida? ¿Es eso?

El depositó el puro en el cenicero y se la quedó contemplando.

-No soy, afortunadamente', un hombre virtuoso. Si me casara contigo, aunque no fuera más que para que pudieras
entrar en posesión de tu herencia, no sabría comportarme como el casto José, precisamente. Y, aún menos, permitiría
que tú llevaras tu vida.

Se echó a reír, divertido.

-He puesto muchos cuernos en mi vida, y, precisamente por ello, no permitiría que nadie me los pusiera a mí. El
papel no me va.

-¡Pero si no seríamos marido y mujer de verdad!

-Claro que lo seríamos. Oficialmente. Y mira, guapa, si yo me caso con una criatura como tú, me acuesto con ella,
desde luego.

Tereque se echó hacia atrás?

-Por un momento creí que querías comportarte como un amigo, ayudarme...

-Y quiero. Te he dicho, solamente, que el camino más fácil era el de casarnos y luego, separamos y pedir el divorcio.
Pero eso me crearía a mí serias dificultades y yo soy un hombre muy comodón.

Ahora ella lo miraba interesada. El continuó con una sonrisa:

-Comprenderás que a mis años, tengo mi vida sentimental resuelta. Soy soltero, pero hay en mi vida una mujer que
me ha dado algo que no había tenido hasta ahora: estabilidad emocional.

Se recostó en el sillón y la contempló con gravedad:

-Ella no es libre. Por sus hijos, no quiere deshacer su matrimonio, ni yo deseo que lo haga. Los dos estamos bien así.

Contempló a la joven de arriba a abajo.

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-Si me casara contigo, ella no creería jamás, conociéndome como me conoce, que yo fuera capaz de un
matrimonio... blanco. Sufriría. Y ha sacrificado y sacrifica mucho por mí. Podría perderla. Y, aunque no soy un egoísta,
o quizá, precisamente, porque lo soy, no quiero exponerme a ello.

Tereque que, momentáneamente, había visto una posible salida a la apurada situación, parpadeó.

-Entonces, volvemos a estar donde estábamos.

-No del todo...

Ahora Tereque lo miró perpleja. El prosiguió:

-La solución de que te cases con Ricardo Sánchez López y te divorcies después, sigue siendo posible...

Se inclinó más hacia ella y le tomó una manó.

-Yo conocía el testamento. Lo hizo tu abuelo, como si tuviera una premonición, en uno de sus arrebatos. De pronto
pensó que podía morirse y que su anterior testamento, en el que te dejaba única y total heredera, sin condición
ninguna, podía ser tu desgracia. Llamó al notario y me citó a mí. Me habló de ello. Yo intenté disuadirle. El estaba
extrañamente nervioso, ahora pienso que, quizás, de un modo impreciso, presentía su inmediata
muerte.
Hizo una pequeña pausa. Tereque lo escuchaba impresionada. Prosiguió:

-Dictó el testamento delante de mí. Yo, con una pequeña artimaña, que logró distraer la atención un momento,
logré que no se pusiera detrás de mi nombre, ningún dato más. Todo fue de una forma imprevista. Yo confiaba en
que, una vez pasada aquella crisis suya, reharía el testamento. Ya lo había hecho otras veces... Pero murió
súbitamente.

-Sí, murió. Lo he sentido más de lo que puedas creer. Yo le quería.

-Y él a tí.

Tereque se echó la melena hacia atrás.

-Pero volvemos a estar donde estábamos...

El la interrumpió:

-No del todo. La cláusula en la que te impone, para heredar tu forma que te unas en matrimonio dice simplemente
con Ricardo Sánchez López, ¡y nada más!

-Bueno, ¿y qué?

Ricardo sonrió:

-Ahí tienes el resquicio por donde te queda la posibilidad de escabullirte sin necesidad de que tú y yo nos casemos.

Con calma, dio una larga chupada a su habano, luego, expelió el humo con delectación. Sonrió.

-Afortunadamente par ti mis apellidos son de los más corrientes: Sánches y López. Tan corrientes y vulgares que yo,
presuntuoso, los junté para que «quedara mejor». Y no me negarás Sanchezló es mucho más original.

Ahora las pupilas de Tereque estaban muy abiertas.

-Sigue, por favor.

-Bien. Es fácil encontrar a varios hombres, solteros, viudos o divorciados, que se apelliden Sánchez López. Ricardo ya
es menos corriente, pero no imposible. Estoy seguro de que tus propios abogados pueden cuidarse de ello.
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Le acarició el cabello con dulzura.

-Lo que te estoy aconsejando, pequeña, es que «compres» a un marido ocasional. Bajo toda clase de garantías,
naturalmente. Si es un marido «comprado», el matrimonio puede ser todo lo blanco que tú quieres y durar lo que
necesites antes de conseguir la separación y el divorcio. Además, tú serás totalmente libre de llevar la vida que desees
y poseedora ya de la herencia que te corresponde.

Tereque parecía entusiasmada. Sin embargo, objetó:

-¿Y toda la parentela que se queda sin nada con mi boda no puede crearme complicaciones?

-Si lo haces bien, no. No tendrán nada que poder demostrar. Además son tantísimos que tardarían en ponerse de
acuerdo para iniciar un pleito de antemano perdido. Y dudo que, para cobrar la pequeña parte que les correspondería
después de los impuestos, pudieran ser con «tu marido» lo generosos que tú puedes llegar a ser, si trataran de
sobornarlo.

Tereque se puso en pie de un salto.

-Ricardo, ¡eres maravilloso!

El se levantó también.

-No te precipites. Bueno, tus abogados sabrán asegurarse bien. El peligro es el de caer en manos de un
desaprensivo.

-No caeremos. Descuida.

El continuó:

-Y si no lo encuentras, siempre queda la solución de que tú y yo nos casemos para divorciamos después. Yo no
consentiré que tú te quedes en la calle. Puedes estar segura.

-Gracias.

Se acercó á él, impulsiva, lo besó en los labios.

-Eres un encanto.

El se la quedó mirando.

-No. Sólo soy precavido. Dentro de poco más de año y medio cumpliré los cincuenta y dos y tú tendrás poco más de
veinte años... Y eres envidiablemente bonita y dulce. No quisiera sufrir en mi vejez, después de haber gozado del amor
toda mi vida.

La tomó por los hombros y le miró a los ojos.

-Esta noche, viéndote ante mi tan hermosa, tentadora y tan espléndidamente joven, he sentido correr la sangre por
mis venas con el fuego de mis mejores años.

Tereque lo miró, entre sorprendida y emocionada.


El siguió diciendo con cierta melancolía:

-¡Pequeña mía! Si me casara contigo, no sería ni por un instante un mario «nominal». Necesitaría llegar hasta el
fondo de tu juventud, despertarte a todos los deseos, demostrarte que todavía soy un hombre lo suficientemente
joven para ser un amante fogoso y experto.

La soltó y dijo con ironía:


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-Y te aseguro que sería un buen maestro. ¡Tienes todavía tanto por aprender, a pesar de que ya crees saberlo todo
de la vida!

Acercó una mano hacia el rostro de la joven. Esta estaba cohibida.

-No tengas miedo. No me vuelvo atrás de mis palabras. Sólo te confieso que has despertado en mí todos los deseos.
Pero soy tan reflexivo como apasionado. El amor es el más emocionante de todos los juegos de
azar. Y en la ruleta de nuestras, vidas, si nos casáramos, a mí tan sólo me tocaría perder.

Se inclinó y le devolvió el beso. Fue largo, cálido, acariciador. Lleno, a la vez, de sabiduría y respeto.

Luego, se incorporó.

-Sé que si fueras mía una sola vez, estaría prendido para siempre. Te necesitaría ya. Te adueñarías de mí y me
harías tuyo como ninguna mujer lo ha logrado nunca. Tú, que nunca podrías ser del todo mía, porque hay un tiempo
para todo. Y ahora el tuyo es el de la juventud...

Sus ojos tenían una velada tristeza.

-Encuentra a ese hombre... A los dos nos conviene. Yo tengo un amor tranquilo y apacible. Somos a partes iguales,
amantes y amigos. Es perfecto. Lo que yo necesito.

Le sonrió.

-Contigo sería una hermosa locura que, al final, me haría infinitamente desgraciado.

Le ayudó a ponerse la chaqueta de pana de «velours» que le quedaba tan larga como el gracioso vestido. Al hacerlo,
aspiró el perfume de sus cabellos.

-Vete ahora, nena. Nunca he sido un santo, y nunca el diablo me había tentado tanto.

Y a Tereque le dolió la melancolía que había en su tono de voz.

Los abogados, después de pesar de todos los pros y los contras del asunto, lo estimaron como «la gran solución».

-Encontrarlo, contando con una buena agencia de detectives, no es imposible. El nombre de Ricardo...
¡Lástima que no se llamara Juan! Pero todo no se puede tener. Sería demasiado fácil -terminó el abogado con humor.
Luego, continuó:
-Una vez encontrado, y, con todas las garantías, se casan y usted entra en posesión de la herencia. De tenerlo a él
bien cogido, nos encargaremos nosotros. Eso sí, va a costarle dinero. Lógicamente, el que sea querrá sacar una
buena tajada al asunto. Además, hemos de asegurarnos su silencio.

-Más dinero me representa no casarme con ese desconocido Ricardo Sánchez López -respondió ella con humor.

El abogado prosiguió puntualizando:

-Pasado un tiempo prudencial, se pide la separación legal, de mutuo acuerdo y, con el tiempo, el divorcio. Sí, siendo
católica, quiere también la anulación eclesiástica, eso, además de probar que el matrimonio no ha sido consumado,
llevará mucho tiempo.

Tereque miró a Nacho que estaba pálido y nervioso.

-Lo pediré todo. Pagaré lo que sea y quiero verme libre de ese hombre en todos los sentidos.

-Ustedes son jóvenes y tienen tiempo. Pueden esperar...

21
-¿La separación podrá ser rápida, supongo?

-Sí. Eso sí. El divorcio ya necesita...

-No se preocupe. Tendré la paciencia necesaria, una vez haya conseguido la separación legal.

El abogado se sintió obligado a advertir a su cliente:

-No le voy a negar que el asunto en sí es espinoso. Hemos de dar con un hombre que, además de llevar el nombre
al mismo tiempo se preste a un papel tan poco... ético. Y además que nos merezca la confianza
suficiente como para que, una vez casado, dada la fortuna de usted, no se sienta tentado a explotar por su cuenta la
situación, convirtiéndola en una continua fuente de ingresos para él.

Vio pintarse el temor en los ojos de Teresa de la Fuente, y se apresuro a añadir:

-Déjelo en nuestras manos. Cuando llegue el caso tomaremos nuestras medidas, nos aseguraremos... Naturalmente
será un matrimonio con separación de bienes. Y si no halláramos nadie de absoluta confianza, siempre le queda a
usted la solución del auténtico señor Sánchez López.

Tereque echó una rápida mirada a su novio. Este se crispó. Ya habían discutido el tema. Y, quizá porque Ricardo
Sanchezió, era un hombre atractivo y de fuerte personalidad, a Nacho esa solución le inquietaba más que la de
«comprar» un marido nominal. Y eso que ella no le había contado todo lo que Sanchezió le había dicho: la confesión
de sus propios temores de enamorarse de ella. La inquietante despedida que la había impresionado...

-Tanto el señor Sánchez López como yo; preferiríamos un marido comprado provisionalmente.

Y después de despedirse del abogado, Tereque salió con Nacho, feliz e ilusionada. El seguía mostrándose mohíno.

-¡Maldita situación! -exclamó.

Ya en el coche, ella se le arrimó, mimosa.

-Amor mío... Todo va a ir estupendamente. Encontraré a ese «marido» que necesito...

-Lo odio -la interrumpió él.

Ella le ofreció los labios y se besaron apasionadamente, sin importarles el sitio ni la hora. Desde que su noviazgo
presentaba tantas dificultades, su amor parecía haberse hecho más intenso.

-En cuanto me «case» y entre en posesión del dinero, tú y yo nos asociaremos... Pondremos una verdadera cadena
de locales dedicados a gente como no sotros. Tus ideas sobre Ibiza, la Costa del Sol y la Costa Brava, me parecen
magníficas...

Le alborotó el cabello.

-Soy feliz y quiero que tú también lo seas. Desecha cualquier preocupación. Somos jóvenes, nos amamos y vamos a
tener mucho dinero. ¿No crees que es tonto preocuparnos por un detalle sin importancia?

Tereque era lo suficiente joven y había sido siempre tan mimada por la vida que no sabía lo que ésta le guardaba
todavía. Creía que cuanto deseaba podía realizarse. No contaba con el destino...

CAPITULO V

A la caza de un marido un poco... especial

22
La consulta del doctor Sánchez estaba llena a aquella hora. Tereque esperaba sentada tranquilamente a que le
tocara su turno. Entre tanto repasaba en su mente la situación para jugar bien su papel una vez llegado el momento.

Los detectives localizaron a varios Ricardos Sánchez López, libres para poder casarse. Una vez estudiada la condición
de todos ellos los abogados de Teresa de la Fuente escogieron sólo a uno.

-Ya tenemos a nuestro hombre -le dijo al abogado cuando Nacho y ella entraron en el despacho-. Reúne todas las
cualidades para inspirarnos la máxima confianza. Es joven y con una vida intachable. Las referencias que hemos
conseguido de él no pueden ser mejores. Quizás incluso demasiado buenas.

Tereque lo miró interrogante. El abogado aclaró:

-Es médico en un pueblo de la Cerdaña gerundense. Es tan apreciado que, aunque no es titular van a visitarse
particularmente con él gentes de toda la zona. Tiene una buena clientela entre los forasteros, tanto los veraniegos
como los de la temporada de nieve. Incluso de cercanos pueblecitos franceses llegan hasta él.

Carraspeo.

-Como verá, el doctor Sánchez López es muy apreciado. Tanto por su sapiencia como por su carácter e interés
humano que sus pacientes le inspiran. Todo el mundo lo alaba por su inteligencia y su desinterés.

-¿Desinterés? No parece que esto nos convenga a nosotros.

El abogado se echó a reír.

-Ya sabe... Todo hombre tiene un precio. Aunque no de la misma clase. Hemos hecho averiguaciones. El está muy
interesado por la investigación... Pero esto, en España, es muy difícil. Este puede ser su punto flaco.

Se quedó mirando fijamente a la joven.

-La investigación precisa dinero... Quizás éste fuera el camino para que él lo aceptara. Lo que sí es indudable que su
vida seria e intachable nos favorece. Eso haría, en el caso de que aceptara, que cumpliera por su parte, estrictamente
nuestro pacto sin creamos la menor preocupación.

Tereque se alarmó:

-Dice usted «en el caso de que aceptara». ¿Es que no han establecido contactos con él, -indagado...?

-En ese aspecto, no. No es hombre para ello.

Dirigió una ojeada al novio de su cliente.


-Hubiera preferido que esta entrevista la hubiéramos tenido usted y yo a solas, señorita De la Fuente.

-Entre mi novio y yo no existe el menor secreto.

Dígame lo que tenga que decir -fue la contundente respuesta de la joven.

Nacho se revolvió nervioso en su asiento. Ella le posó una mano en el brazo para calmarlo. El abogado prosiguió:

-Bien... Con el doctor Sánchez será usted la que tendrá qué iniciar los primeros contactos. Llegar a entablar con él
una buena amistad, sin contarle nada, por supuesto.

Carraspeó un tanto violento.

-Conseguir que él se interese por usted...

Miró a Tereque frente a frente y dijo con decisión.

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-Con franqueza, señorita De la Fuente. Por dinero y con una propuesta previa, dado lo que sabemos de él y lo
sabemos todo, desde que nació, no creo que consiguiéramos nada. Pero él es un hombre joven y atractivo y usted, si
me permite decírselo, una muchacha bellísima y seductora... En este caso, creemos que deberá usar sus propias
armas.

-¿Qué quiere decir? -saltó Nacho, indignado.

Sin dejar de mirar a Tereque, élabogado continuó:

-Dudo que usted, si se lo propone, no consiga llevarlo al altar. El no tiene novia...

Movió la cabeza negativamente.

-Señorita De la Fuente, dudo que el doctor Sánchez López se casara si no fuera porque se había enamorado de
usted. Ni creo que le convenga ser sincera con él hasta después de la ceremonia de la boda. No creemos que, cuando
se enterara de la verdad, le interesara a él tampoco un escándalo.

Tereque respondió nerviosa:

-Usted ha dicho antes que todo hombre tiene un precio. Que a él le interesa la investigación y para eso se necesita
dinero. Al fin y al cabo, él sólo es un médico de pueblo.

-Por lo que nosotros sabemos, un buen médico, un excelente profesional y todo un hombre. Esas son cualidades
morales e intelectuales a tener en cuenta.

-Pero, ¡eso es un engaño! -exclamó Tereque.

-Sí, lo es. Pero me temo que no quede otro remedio. Luego, una vez los hechos consumados, usted puede
mostrarse generosa con la ciencia...

Se encogió de hombros.

-Los otros posibles candidatos no nos merecen demasiada confianza. Tiene usted, o tendrá, demasiado dinero,
señorita De la Fuente para que ellos no se sientan tentados a no preferir una renta vitalicia, poniendo trabas a una
separación legal y más aún a un divorcio.

No era lo que ella hubiera deseado. Prefería una transacción comercial. No le gustaba engañar a nadie. Incluso pensó
en pedirle a Sanchezió que le hiciera «el favor» de casarse con ella. Pero recordó los temores del hombre. Y temió
también que, quizás una vez casada con él, las cosas se complicaran. Sus últimas palabras, su emoción, todo lo hacía
presagiar.

El doctor Sánchez acompañó hasta la puerta el último paciente dándole afectuosas palmadas en la espalda, para
tratar de animarlo.

-Solucionaremos esto en unos días. Es sólo cuestión de un poco de paciencia y voluntad. Con las inyecciones y el
régimen que le he recetado, pronto se sentirá corno nuevo.

Con un ademán afectuoso se despidió del campesino. Luego, se volvió hacia Tereque.

-Pase usted, por favor...

Le cedió el paso. Tereque entró en el consultorio y miró a su alrededor con curiosidad. Le sorprendió lo bien puesto
que éste estaba, dotado de buenos aparatos. Luego, se quedó contemplando al médico.

Ricardo Sánchez López, el hombre al que debía conquistar hasta el punto de que se casara con ella, era un hombre
joven, de menos de treinta años, apuesto, de alta estatura, esbelto y elegante con su chaqueta blanca de médico.
Tenía el cabello oscuro, algo ondulado y unos ojos castaños grandes, de expresión inteligente. Sus facciones eran más
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que correctas y el tostado de su piel, un hermoso color obtenido con el constante contacto con la naturaleza, hacía
resaltar más la blancura de unos dientes que brillaban en su atractiva sonrisa de bienvenida.

-Siéntese, por favor. ¿Recién llegada supongo?

Ella asintió.

-Sí. No estoy en el pueblo. Me he instalado en el hotel del Prado en Puigcerdá, pero usted atendió a una amiga mía
y me había hablado de lo bien que llevo su caso...

El sonrió.

-Su amiga es muy amable...

La contempló con atención.

-Su aspecto es muy saludable. A simple vista, no parece que pueda usted tener nada de importancia.

Tereque llevaba un atuendo deportivo, en tonos color tierra, con pantalones muy estrechos que le hacían lucir la
figura, metidos en unas botas bajas de cuero marrón y tejido de pelo largo muy última moda. Su chaquetón de
zorros era también en tonos beige rojizo y se tocaba con una gran boina de fieltro
rojo, haciendo juego con su jersey y la bufanda, que le escondía prácticamente el cabello.

-¿Puedo fumar? -preguntó.

El médico sonrió.

-Por lo menos mientras me hace su historial y antes de que la haya reconocido.

Ella correspondió a la sonrisa y, sacando su paquete, le ofreció al médico, que aceptó.

Ella se quitó el chaquetón, y se lo echó a la espalda con descuido.

-Hace calor aquí -dijo.

Pero no lo hizo por eso. Estaba allí para conquistar a un marido. Y estaba dispuesta a utilizar cada una de sus armas
y a utilizarlas bien. Y, aparte de una cara bonita y unos ojos deslumbrantes, con mucho, lo mejor, era su tipo.

El jersey rojo era de lana tejida floja. Sus senos se insinuaban en la gracia del tejido. El rojo daba viveza a su cara.
Los ceñidos pantalones permitían ver la perfección de sus medidas. A pesar de que el médico no dio señal alguna, ella,
como mujer, percibió que su belleza le había hecho impacto.

-Un médico es como un confesor, ¿no? Así que voy a hablar claro.

Le sonrió, mientras la punta diminuta de su lengua humedecía sus labios. Se lo pareció o, quizás sólo era que
deseaba que así fuera, él se estremeció levemente.

-¿Puedo tutearte? Soy madrileña, y, en Madrid, por lo menos entre los jóvenes está totalmente desterrado el usted
como algo ya completamente anacrónico.

-Por mí, como quieras. Sigue. Hasta ahora sólo me has dicho que eras madrileña.

Tomó una ficha.

-Espera. Comienza por darme todos tus datos.

Ella recitó de un tirón.

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-Tereque de la Fuente, diecinueve años. No he tenido más enfermedad que el sarampión y esas cosas propias de
niños.

-¿Tereque? -interrogó él, alzando una ceja.

-Un apelativo afectuoso y familiar. En realidad es Teresa.

-Entonces Teresa está bien -dijo anotando el nombre-. Aparte de que es una pena que siendo tan bonito, te lo
cambies.

Ella lo miró con coquetería.

-Pues, si tú quieres, Teresa para ti. A mí también me gusta. Lo otro es sólo costumbre.

Se dio cuenta de que- él no seguía el chispeante juego que ella sostenía con su mirada azul y se dijo que debía
tener cuidado y no pasarse. Ricardo Sánchez López parecía tomarse las cosas muy en serio.

Por lo menos, su trabajo.

-He pasado mala temporada y creí que unos días de descanso en la montaña, en un lugar tranquilo, pero no
excesivamente solitario, me sentaría bien. Esta noche mismo, por ejemplo, la he pasado muy mal. Sufro de insomnio.
He escogido este lugar porque aquí no conozco a nadie. En la sierra madrileña, me vería con la gente de siempre y es
algo que quiero evitar.

-Ya... Haremos un reconocimiento, unos análisis... Aunque espero, mejor dicho, estoy seguro de que no se'tratará
de nada importante. Tu aspecto es francamente saludable. Casi te diría que radiante.

Tereque, Teresa como estaba dispuesta a llamarse para él, se ruborizó. Por primera vez en su vida hubiera deseado
tener un aspecto anémico y melancólico. En lugar de ello, sabía que su piel dorada, sus labios rojos y jugosos, sus
alegres y chispeantes ojos azules y el rubio natural de su pelo le daban un colorido que hacía resaltar todavía más su
gran vitalidad.

El doctor Sánchez López la auscultó, tomó el pulso, miró su iris... Quizás era sólo aprensión, pero le parecía leer un
ciferto humorismo en la franca mirada del hombre.

Cuando le dio su diagnóstico, el médico la animó:

-Tienes los nervios un poco alterados, pero no voy a recetarte nada para ellos. Unos días de vida tranquila y aire
puro te resolverán el problema. Además puedes distraerte, que también te conviene. En Puigcerdá tienes pistas de
patinaje sobre hielo, de hokey.,. piscina climatizada. También discotecas, pero... éstas ya no voy a recetártelas como
médico.

Miró hacia afuera.

-Pronto empezara la temporada de esquí en La Molina. En la parte francesa ya tienes nieve. Ya ves que mis recetas
son bastante atractivas.

Se miraron los dos. El médico continuó:

-No estaría de más que suprimieras algún cigarrillo. Desde que estás aquí, has fumado ya cuatro. No bebas mucho
alcohol...

-No lo pruebo apenas. No es bueno ni para el cutis, ni para la línea.

-Tu línea y tu cutis no creo que te traigan problemas. Pero ni el alcohol ni el tabaco son recomendables nunca.

Le sonrió y Teresa de la Fuente se dijo que era un hombre francamente simpático y atractivo y, una vez más, notó
la mordedura del remordimiento.
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El continuaba hablándole con afecto y comprensión.

-No es sólo esto. La vida de las grandes ciudades y sobre todo en el ambiente en que, por tu aspecto pareces
moverte, es muy agitada. Ello tiene la culpa de que, a tu edad, tengas los nervios a flor de piel. Aquí te desaparecerán
nerviosismos e insomnios. Me temo que pronto te vas a sentir tan bien que vas a volverte a Madrid a tu vida de
siempre.

-Hay algo más... -dijo ella.

De nuevo sus miradas se encontraron. Tereque continuó:

-No he venido aquí a reponer mi salud, sino mi espíritu. Por eso no quise ir a la sierra madrileña. Necesitaba
alejarme de todos y de todo.

Se calló. El doctor Sánchez López preguntó:

-¿Una riña de novios?

Ella bajó los ojos;

-Peor. Un desengaño amoroso. El derrumbamiento de todas mis ilusiones.

Puso una expresión patética y cerró los ojos.

-Era el hombre de mi vida y me ha abandonado.

Ahora la voz de él sonó con una enorme dulzura:

-Casi parece increíble que nadie pueda abandonar a una criatura como tú.

Se acercó a ella y le tomó una mano.

-Si te ha abandonado, es que no era el hombre de tu vida. A mí, más bien, me parece un cretino. Ahora estás bajo
los efectos de un choque emocional, pero, con el tiempo, te alegrarás de haberlo conocido a tiempo tal cual era.

Se miraron los dos. Las pupilas oscuras de Ricardo Sánchez López tenían ternura y humanidad.

-Peor sería que hubiera sucedido después de casados. Aunque no lo creas, el matrimonio establece ciertos lazos
que hacen las cosas, o más entrañables o, si van mal, más difíciles, aunque ahora la sociedad y las leyes son
permisivas y puedan rectificarse los errores. Dejan una huella más profunda.

Ricardo estaba hablando con un afecto humano, no profesional. Terminó:

-De todos modos, si vas a quedarte unos días, nos veremos. Yo tengo que ir mucho por Puigcerdá.

Cuando le estrechó la mano lo hizo con calor. Sus ojos oscuros eran francos y leales. Su sonrisa cordial y
acogedora...

Era un hombre muy varonil y francamente atractivo. Sin embargo, se mostraba sencillo y nada pagado de sí mismo.

Y Tereque salió de allí con la sensación de que ella era el ser más innoble de la tierra.

CAPITULO VI

Dulce como la miel

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Tereque había salido con su coche y se alejó del pueblo. Por un momento estuvo tentada de vo verse y sentarse en
el café que había junto a la consulta del doctor Sánchez López. Pero no se atrevió. Resultaba demasiado descarado y
tenía perfecta conciencia de que él no era un hombre a quien le gustara ser perseguido.

Ni tampoco buscar la conquista. Fue él quien le habló de la pista de patinaje, de la piscina climatizada, pistas de
tenis... En vano acudió a ellas con asiduidad con la esperanza de encontrarlo. No lo vio ni una sola vez. Sin embargo,
conoció a mucha gente, tanto naturales de allí como a los que subían los fines de semana.

Fue al cine, a las discotecas... Todo inútil, el médico no acudía a ninguno de aquellos lugares.

El le había hablado de lo hermoso que era pasear por los alrededores del lago, bellísimo entonces que ya estaba
helado y le nombró un paseo solitario, «el de Rigolisa» que terminaba en una casa de campo, con una parte destruida
cuando la guerra y que ya nunca fue reconstruida y unahennosa capilla particular que; si lo pedía, podrían enseñarle
sus actuales propietarios.

Se paseó por el bello camino de Rigolisa, y se heló dando vueltas al lago que ahora, en invierno, era como un espejo
bruñido. El doctor Sánchez López no aparecía por ningún sitio.

Un día, volviendo de La Molina, de visitar las pistas que aún no tenían la nieve suficiente para poder esquiar, se cruzó
con el viejo Dyane del médico. Ella hizo sonar el claxon y le saludó afectuosamente con la mano, mientras aminoraba
la marcha. Pero él debía ir a visitar algún paciente porque se limitó a responderle sonriente, sin detenerse.

Nacho la llamaba todos los días, desesperado. La acuciaba a aclarar la situación o a darla por terminada. Tereque se
preguntaba si no había llegado el momento de llamar a Ricardo Sánchez López e iniciar definitivamente el ataque.

Había salido a dar un paseo con el coche por una carretera secundaria. De pronto, se encontró con un auto parado
que le impedía el paso. Oyó el llanto de un niño. Se acercó, paro y bajó a ver que sucedía. - Un muchachito de unos
ocho años lloraba asustado, sentado al lado de su madre que con el rostro apoyado contra el volante gemía de dolor.
Su abultado vientre denotaba su avanzadísimo estado de gestación.

Tereque se dio cuenta de que a aquella mujer le habían comenzado los dolores del parto. Abrió la portezuela y le
rodeó los hombros con su brazo.

-No te asustes -dijo-. Tranquilízate. ¿Quieres que te lleve yo en mi coche?

-Iba-a dejar a Ramón a casa de una vecina. Ya había salido de cuentas pero no creí que esto fuera tan rápido...
Quería ir luego al hospital de Puigcerdá...

-Yo te llevaré. Ramón tendrá que venir con nosotros. Ahora que yo estoy aquí ya no debe asustarse.

La mujer se aferró a ella. Tereque, con un pañuelo, le secó las gotas de sudor que el sufrimiento hacía brotar de su
frente.

-Vamos... -comenzó a decir.

Pero un grito incontenible la dejó aterrada.

-Haz un esfuerzo -balbuceó-. Llegaremos a tiempo...

La mujer negó con la cabeza.

-Vamos a casa del doctor Sánchez... Está más cerca... Creo que el niño está naciendo. He roto aguas.

Con las piernas temblorosas, Tereque subió en el noche de la desconocida. Ayudó a la mujer a pasarse al otro
asiento, y ella empuñó el volante.

-Indícame el camino -dijo-. Desde aquí no sé ir...


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Y le tendió su pañuelo a la mujer para que lo mordiera.

Cada grito de ella la estremecía hasta lo más hondo. Se sentía aterrada ante una situación que no sabía cómo
controlar. Desde el fondo de su corazón, suplicaba que llegaran a tiempo, que el niño no naciera allí. Mientras se
esforzaba en conducir con cuidado por el helado y resbaladizo camino que bordeaba un barranco intentaba calmar a
la mujer y dirigía frases cariñosas al pequeño Ramón que lloraba aterrado, sentado en la parte trasera del coche.

Los minutos se le hacían eternos. Comenzaba a oscurecer... Las sombras de la noche parecían ir invadiendo el
bosque y nías allá de aquellos oscuros árboles parecía como si no existiera ya nada, ni el mundo ni la vida. Nada fuera
de ella, allí, asustada, conduciendo un coche que no había llevado nunca y consolando a una desconocida que se
retorcía de dolor aferrándose a su brazo, clavándole las uñas en su mano.

No existía nada fuera de aquel anhelo que le daba fuerzas, en medio de su propio terror, para seguir adelante.

-Por favor, que pueda llegar pronto a casa de Ricardo...

Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta. Había sido casi como una plegaria.

Un grito de terror la estremeció.

-¡Está naciendo...! -sollozó la parturienta.

Casi al mismo tiempo, vio la entrada del pueblo.

-¿Por dónde?

Fue el pequeño Ramón quien, entre sollozos, se lo indicó. No supo ni cómo llegó allí. Detuvo el coche.

-Baja -le dijo al niño-. Díselo al doctor...

Entre tanto, con un cuidado y un esfuerzo superior a ella, intentaba sacar a la mujer del vehículo. Le cogió los pies
y los colocó fuera. Vio como un líquido incoloro iba empapándola.

-No te asustes -dijo, llena de terror ella misma-. Ya hemos llegado. Ricardo se encargará de todo...

No se daba cuenta de que lo llamaba por su nombre de pila. Sólo deseaba que él estuviera allí. Nunca había
deseado nada con tanta desesperación.

-¿Ha salido...? ¿Ha salido la cabecita? -preguntó.

-Creo que todavía no.

Tenía los ojos arrasados de lágrimas, las piernas temblorosas, y una bola fría en el estómago, pero su voz sonaba
extrañamente serena.

-Tranquila... Tranquila... Todo ya bien...

Y se daba cuenta de que no sabía nada de nada. De que si Ricardo no estaba allí y el niño comenzaba a nacer, no
tenía ni la menor idea de lo que debía hacer.

Las manos de la parturienta eran como garras aferradas a ella.

-Gnta -le dijo.-. Agárrate a mí, no te contengas...

Y en su mente y en su corazón sólo había un nombre: Ricardo.

No lo oyó llegar, sólo su voz serena.


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-Gracias, Teresa. Yo cogeré a la señora Bertrán.

Se apartó y lo miró a través de sus lágrimas. El sólo estaba pendiente de la futura madre. La tomó en sus brazos
con sumo cuidado y la llevó, como si fuera una pluma, hacia su casa-consultorio.

-Sigúeme -se limitó a decirle.

Tereque obedeció. Luego ya en la consulta, con la mujer colocada en la camilla, se convirtió en improvisada
enfermera y ayudó, atenta a la menor petición de Ricardo.

-Teresa...»Dame mi maletín... Ahí sobre la mesa del despacho... Teresa... Acerca el oxígeno... Teresa...

Su voz era enérgica y cálida a la vez. Entremezclaba su nombre con el de la paciente.

-Vamos, vamos, señora Bertrán... Es su tercer hijo., Es usted ya toda una veterana. Sabe ya más que yo de estas
cosas... Ayude un poco... Un poco más...

La mujer jadeaba y gritaba. De pronto Teresa oyó el llanto del recién nacido y la voz de Ricardo:

-Buenos pulmones... Aún no ha acabado de salir... El último esfuerzo...

Tereque pensó que iba a desmayarse, pero no pudo. No tuvo tiempo. Ya Ricardo le ponía la criatura entre sus
brazos mientras decía a la madre que había dejado de gemir:

-Es una chica. Su marido estará contento... Es una criatura preciosa...

- Habían llegado unas vecinas. Se hicieron cargo de la niña. Tereque salió y se sentó en la sala de espera. Encendió
un cigarrillo. La llama del encendedor temblaba entre sus dedos.

Recostó la cabeza en el sofá. Se sentía rendida, como si hubiera .sido ella la que había dado a luz.

Estaba aturdida pero, al mismo tiempo, experimentaba una especie de felicidad que no había conocido nunca.

-Teresa...

El nombre le sonó muy dulce y lo encontró muy bello. Tal vez lo era. O sólo a través de la voz que lo pronunciaba.

Alzó la mirada y vio a Ricardo en la puerta. Le pareció el ser más maravilloso de la tierra y, de pronto, sin saber por
qué, se echó a llorar con toda su alma.

El acudió a su lado y la estrechó contra su pecho, mientras le daba golpecitos en la espalda.

-Vamos, pequeña, vamos... Has sido muy valiente... Muy decidida...

Ella ocultó el rostro en el pecho varonil.

-Dirás que soy una tonta por llorar así.

Ahora notó la mano de él acariciándole el cabello.

-No. Al contrario. Es la emoción. Es muy hermoso ayudar a nacer a un ser humano. Y tú lo has hecho por primera vez.

Ella levantó la cara surcada de lágrimas y lo miró.

-Tenía tanto miedo... rsollozó-. Creí que no llegaríamos a tiempo... Cuando te he visto...

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Se le rompió la voz.

Cuando Ricardo se inclinó a besarla, sintió en su boca el sabor salobre de las lágrimas en la temblorosa boca
femenina.

Y Teresa se sentía ya para siempre, como si de repente hubiera roto la crisálida quería amparaba y separaba de la
realidad de la vida, como si de pronto se hubiera hecho toda una mujer.

Y el beso que recibía... Un beso que ella no había provocado ni buscado. Un beso que no había obtenido con su
coquetería, lo sintió tan dulce como la miel, como la verdad de la vida, o el alumbramiento de un niño.

CAPITULO VII

Cuando el amor es una trampa

La boda llegó casi sin sentir. Ricardo se enamoró de ella totalmente. A partir del anochecer en que le llevara a la
parturienta y le ayudara a traer aquel pequeño ser al mundo, se habían hecho inseparables.

-Tienes un aire frivolo que engaña al principio.

Quizá se deba a que eres demasiado adorable y eso te da, a primera vista, una petulante seguridad en ti misma.

Se había echado a reír.

-¡Qué malo es prejuzgar! Cuando llegaste la otra tarde a mi consultorio te tomé por una de esas chiquillas inútiles
que se aburren de todo... Creí que no te quedarías aquí ni una semana, y que, con lo atractiva que eras, pronto
sustituirías tu desengaño amoroso por otro u otros amores.

-Pero no me he ido.

-No. No te has ido...

Habían salido a dar una vuelta en el coche. Teresa, él siempre la llamaba así y ahora ella se daba cuenta
de que le gustaba su auténtico nombre, o, por lo menos, le gustaba pronunciado por la voz varonil que
parecía una caricia, veía sus manos apoyadas sobre el volante, unas manos que ella había visto hábiles y se-
guras atendiendo a una mujer que iba a dar a luz, trayendo un ser al mundo.

Eran unas manos morenas, fuertes, de dedos largos y sensibles cubiertas, apenas, por un fino vello
oscuro...

Y las recordaba acariciándole el cabello, consolándola, después de la angustia vivida.


«Vamos, pequeña, vamos... has sido muy valiente...»

La había consolado como a una niña, cuando ella escondió su rostro en su pecho y se echó a llorar de emoción.
Pensó que por muchos años que pasaran nunca olvidaría el roce de su ropa en su mejilla, las manos sobre su cabello,
sus palabras de consuelo, el calor y la seguridad que emanaban de él.

-Pero cuando te conocí y te encontré tan bonita y atractiva, no estabas ni la mitad de hermosa que la otra tarde...
Llevabas el miedo, pero también la decisión de ayudar a aquella mujer, una desconocida para ti.

Hizo una pausa y se la quedó mirando.

-No -repitió- nunca habías estado tan bonita, ni nunca habías sido merecedora de tanta admiración.
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Teresa no pudo sostenerle la mirada. Aquella mirada franca de hombre honrado, leal... Se sintió avergonzada por el
torpe embrollo en que quería envolverlo. Aquel anochecer había estado durante horas a su lado, le había visto ejercer
la más noble de las profesiones y le había admirado y obedecido, subyugada por su seguridad, su eficacia y aquella
especie de enérgica dulzura que emanaba de toda su persona.
Aquella noche, cuando todo terminó era ya noche avanzada, habían trabajado juntos para que un nuevo ser abriera
sus ojos a la vida. Y,ella se había sentido orgullosa de colaborar con él...

Luego, cuando todo hubo acabado, y la feliz madre ya recuperada de un parto sano y normal, la llevaron junto con
el recién nacido y el pequeño Ramón a su propia casa. Era una mujer sana y aquel su tercer hijo.
Se la veía muy feliz...

Y Teresa también lo era. Extrañamente feliz. Besó a la mujer cuando la dejó arreglada en su gran cama de
matrimonio. Se ruborizó ante las palabras de agradecimiento del marido. Un hombre alto y fuerte que llenaba la
estancia con el olor de sus ropas, un olor a establo, a naturaleza.

-Si no hubiera sido por usted, por su oportuna intervención... Dolores lo hubiera pasado mal... A la niña le
pondremos su nombre. ¿Cómo se llama?

Ella miró a Ricardo.

-Teresa -respondió.

El hombre rió feliz.

-Teresa. Mi primera niña, los otros dos son chicos, se llamará Teresa. Y ¡ojalá sea tan guapa como usted!

Luego Ricardo y ella se fueron juntos.

-Te llevaré a tu hotel. Estás rendida. Juan, el padre de la niña, se encargará de llevarte luego tu coche y meterlo en
el garaje. No te preocupes...

No estaba preocupada, sino trastornada por tantas experiencias nuevas, tantas emociones. Y porque sentía en su
boca, el dulce sabor de un beso que no se parecía a ninguno...
Un beso que ahora, allí, sentada en el coche de Ricardo, junto a él, seguía recordando...

Ahora Ricardo repetía:

-No, no te has ido, pero no tardarás en irte... Y yo voy a echarte mucho de menos.

-¡Ricardo!

Había posado una mano sobre la de él. Tenían los rostros muy juntos. Notó que la mano se crispaba.

-Si has de irte, vete cuanto antes.

Y su voz era extraña, dolida.

-¿Por qué? -preguntó ella temblorosa.

-Porque sufriré cuando llegue el momento. Y más, cuanto más se retrase.

-Si tú quieres, no miré nunca de tu lado. Sólo depende de ti.

Lo dijo sin premeditación. Se sintió estrechada por sus brazos y alzó el rostro ofreciéndole la boca.

Tampoco había premeditación en ello. Sólo el anhelo de volver a libar la dulce miel de un beso que no podía olvidar.

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Ricardo le había contado toda su vida. Su lucha por llegar a terminar la carrera que sacó toda con becas ya que sus
padres eran de condición muy humilde y no podían costeársela. Sus sueños...

-Cualquiera que viera este rudimentario laboratorio, se burlaría de mí. Yo soy feliz aquí y eso que es ¡tan simple, tan
lejano al laboratorio en el cual sueño con poder trabajar algún día!

«Todos los hombres tienen un precio» recordó Teresa. ¿Lo tenía Ricardo? Preguntó:

-Si dispusieras de dinero, ¿qué harías?

Ricardo suspiró.

-Me dedicaría por entero a la investigación. Tengo unos colegas que son extraordinarios y están tan locos como yo...
Todo son sólo proyectos, sueños...

Se echó a reír.

-Si tuviera dinero, que nunca tendré, me pondría de acuerdo con un hospital importante, haría una donación para
poder fundar un pequeño centro de investigación con mis compañeros... Realizaría el sueño de mi vida.

-¿Un laboratorio... de verdad, es lo que más deseas en el mundo? Creí que te gustaba el ejercicio de la medicina.
Aquí todo el mundo te adora. Yo te he visto con que ternura y devoción te entregas a ella.

-Y me gusta. ¡Cómo no va a gustarme, si ello me hace sentirme necesario para mis semejantes! Pero considero la
investigación mucho más apasionante y ¡tan necesaria, sobre todo en este país que no está en absoluto protegida!

-¿Crees que ella te proporcionaría mayor gloria, más importancia en tu carrera?

Por primera vez intuía un camino para llegar a tentar a Ricardo. Este se encogió de hombros.

-No se trata de eso. No es gloria, ni fama, ni categoría, lo que me lleva a ello. Y mucho menos todavía dinero, claro.
En todo caso tendría que ayudarme con el mío, en el hipotético caso de que lo poseyera alguna vez, cosa que jamás
sucederá.

Ricardo hizo un ademán ambiguo.


-No sé si lograré hacerme entender. No es gloria ni dinero lo que me hace soñar con ello. Es... una especie de
necesidad de trabajar en aquello que me apasiona y para lo que creo que estoy dotado. Lo que me importa es el
camino a seguir...

Se encogió de hombros.

-No tiene importancia que sea yo quien llegue o no a la meta, que consiga la gloria o renombre. Me basta
con «hacer» lo que creo que debiera hacer. Con ayudar a abrir brechas que valgan a otros, como otros lo han
hecho antes y, la mayoría, de una forma anónima, con un gran espíritu de colaboración. Con que algún día se consiga
algo importante para la humanidad, y en una pequeña partícula de ese hallazgo, y con mi trabajo anónimo, yo haya
servido para algo...

A sus ojos oscuros e inteligentes asomaba la gran sinceridad que había en sus palabras.

-Cuando salvo la vida de un paciente, curo una dolencia o ayudo a nacer a un niño, como la otra noche, siento una
profunda satisfacción de ayudar a otro ser humano. Pero en el fondo pienso que otros colegas míos podrían hacerlo
en mi lugar incluso mejor que yo. Sin embargo, cuando me encierro en mi rudimentario laboratorio y me paso horas y
horas estudiando, noches enteras con el microscopio, buscando, buceando en tantas cosas de las cuales sólo intuyo
una mínima parte... Cuando intercambio impresiones, pequeños indicios, con otros colegas de los que tengo mucho
que aprender, entonces sí creo que estoy cumpliendo con un deber, que estoy haciendo aquello para lo cual he nacido
y poseo ciertas dotes, cierta intuición...

Le sonrió un tanto confuso.


33
-Te estoy aburriendo. Cuando empiezo a hablar de este tema que me apasiona, pierdo la noción del tiempo y, si
encuentro una víctima propiciatoria tan llena de paciencia como tú, comienzo a divagar sobre lo que tan,to amo, con lo
que es el sueño de mi vida...

La miró a los ojos. Las azules pupilas de ella tenían una luz extraña.

-Debes considerarme un tipo raro, tan distinto a los chicos-a los cuales estás acostumbrada a tratar...

Teresa, ya ni pensando en sí misma podía sentirse Tereque, la chica frivola que fuera hasta entonces; se sentía
profundamente conmovida. Ricardo le parecía el ser más noble e idealista que había conocido.
Recordó lo que le habían dicho: «Cada hombre tiene su precio.» Quizá Ricardo también lo tendría.
Amaba apasionadamente la ciencia, la investigación.
Soñaba con ella...

Evitando su mirada, preguntó:

-¿Qué harías si encontraras a alguien dispuesto a ayudarte? ¿A proporcionarte esa subvención para que pudieras
trabajar en un hospital o en una facultad dedicando tu vida a la investigación, rodeado de esos compañeros a quienes
tanto pareces admirar?

El se echó a reír, divertido.

-Sería el hombre más feliz del mundo... Pero eso no sucederá nunca.

Este era su precio. Y Teresa se dijo que estaba dispuesta a pagarlo. Ayudarlo a poder desarrollar su trabajo en el
lugar adecuado a cambio de que él le diera sus apellidos...

Levantó la mirada, valiente, decidida a enfrentarse con la situación. A hacerle su propuesta.

Y entonces leyó la muda súplica en las pupilas del hombre. La adoración absoluta reflejada en su rostro
sensible y enérgico a la vez. Las manos de él, aquellas manos fuertes, de dedos largos y sensitivos, se posaron en sus
hombros, acariciadoras, y aquel rostro franco y atractivo se acercó al suyo.

Teresa pensó que debía hablar entonces, decirle toda la verdad, o luego sería ya demasiado tarde. Lo miró a su vez
suplicante, y en las pupilas del hombre vio brillar un destello de felicidad que le hizo daño.

Oyó su voz, siempre tan enérgica, suplicar por primera vez:

-Teresa... Te quiero... Te he querido desde la otra noche cuando te tuve a mi lado ayudándome... Desde que te
cobijé en mi pecho, cuando sollozabas. Desde que besé tus labios, que tenían todo el sabor salobre de tus lágrimas y
que, sin embargo, al devolverme el beso, el tuyo fue como el más preciado néctar, con toda la dulzura de la miel.

Dulce como la miel había sido el beso para ella. Eso es lo que pensó exactamente al recibirlo...

«Te quiero» le había dicho él. No necesitaba proponerle nada ahora... Aceptar sólo que la quisiera...

Ricardo era de ésa clase de hombres que no hacen las cosas a medias... Se casaría con ella por amor...

Luego, bastaba con decirle toda la verdad, proponerle lo que en aquel momento iba a hacer...

Pero ya la boca de él estaba- sobre su boca. Y Teresa descubrió algo distinto, nuevo, maravilloso. Algo que le limpió
la mente de oscuros pensamientos, que despertó su cuerpo y sus sentidos, que le hizo notar la fuerza vital de la
naturaleza.

No podía, ni quería pensar en sus planes ahora. Mejor debiera decir que no podía. Los acontecimientos se estaban
desbordando, arrollándola y, por primera vez, np era ella la que llevaba las riendas.

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Había cerrado los ojos. Los labios de él, unos labios prietos, duros y firmes, se habían posesionado de su boca. Ya
no eran sus besos dulce miel, respeto y admiración. Era un sentimiento hermoso y muy profundo el que demostraban.
Un sentimiento que tenía mucho de espiritual, pero también de una explosión gloriosa de los sentidos sublimados por
la máxima sinceridad amorosa.

Teresa notaba los labios masculinos apoderarse de su boca. Primero dulce y suavemente, luego, acariciándole con la
punta de la lengua en leves contactos, para ir aumentando poco a poco, la audacia de las caricias y hacerla sentir el
goce de cómo separaba sus labios,,cómo convertía su boca en una flor abierta para
que él libara todo el néctar que ella podía proporcionarle.

Y los besos fueron más que besos. Fue casi una posesión. Porque las sensaciones que le producían la recorrían
centímetro a centímetro, estremeciéndole cada parte de su cuerpo. Las notaba en la boca, pero también en las sienes
que percibía febriles, en la nuca, produciéndole escalofríos, en el palpitar de su garganta. Bajábale aquel fuego que él
transmitía, hasta los senos que se le henchían en una especie de gozo y plenitud, en sus pezones que le dolían, tal vez
era ya su dureza. En el palpitar de su vientre, en el temblor de sus piernas y en la humedad cálida que la sorprendía
casi como si fuera una virgen totalmente inexperta.

Ella llevó sus manos temblorosas hasta la nuca del hombre. Lo aferró y se reconoció entregada como nunca.
Entonces, sólo entonces, aquellas manos viriles, sabias, acariciadoras, recorrieron un cuerpo que ya latía por entero,
que ya esperaba anhelante sus caricias. Y los dedos, hábiles dedos, hechos para curar, curaban ahora sus locas
ansias. Desabrocharon la ropa, supieron llegar hasta la piel ardiente y reseca por el deseo, y acariciar con una
suavidad extraña que era casi dolorosa y la hacía gemir y despertar el impulso de gritar. De reclamar algo más total...
Los dedos hábiles, enardecían y acariciaban todos sus poros. Sostenían sus pechos erectos, hechos para el amor,
como dos preciados tesoros, llegaban hasta su vientre, redondo y cálido y lo acariciaban casi con ternura, y aún
seguían deslizándose más abajo.

-¡Ricardo!

-Amor mío... Tú también me quieres... No pude ni soñarlo tenerte así... Luché por no quererte. Temía que me
harías sufrir, que te irías y yo no podría olvidarte nunca. Y aún te tengo miedo...

Era en él como un presentimiento. Teresa sabía que sí le haría sufrir cuando le contara toda la verdad... Por eso no
podía decírselo ahora. Ahora, no... Había mil motivos, aunque ella no era capaz de razonar en aquellos instantes. Sólo
deseaba dejarse llevar y que todo fuera resolviéndose por sí mismo.

-Si yo me atreviera -le decía ahora Ricardo-, te pediría que te casaras conmigo, si te ves capaz de compartir mi vida.
Sólo soy un sencillo médico de un pueblo.

Fue ahora ella la que tapó su boca con la suya, la que se bebió sus palabras, la que respondió sobre sus labios.

-Sí quiero... Quiero ser tu mujer... Te necesito...

Y su voz se rompió en un sollozo en el que, junto con el remordimiento de pensar por qué había llegado hasta allí,
estaban entremezclados los más heterogéneos sentimientos que no podía, ni quería, analizar.

CAPITULO VIII

Un corazón atormentado

Teresa se casó con un traje muy poco convencional, que consideró aparte de su coquetería y especial buen gusto y
originalidad en el vestir, lo más apropiado para una boda que, más que un matrimonio era, por un lado, una farsa.

Llevaba un congunto en blanco y negro, en tafetán, de amplísimo pantalón bombacho sobre los tobillos, y mangas
también amplísimas, aglobadas y ceñidas a las muñecas, todo esto en negro. El cuerpo, en contraste, en tafetán
blanco, con cuello camisero y una corbata, completamente masculina. Llevaba zapatos de tacón bajo, .también
negros. Su atuendo resultaba atrevidísimo, juvenil y desenfadadamente femenino.
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Dado el frío reinante, llevaba un chaquetón de castor en negro, ribeteado de zorro «argenté», con gorro de la misma
piel.

Por cariño al doctor Sánchez, habían abierto la capilla para la sencilla ceremonia, a la que sólo él llevó invitados. Ella
se justificó de que no la acompañara nadie:

-Muertos mi padre y mi abuelo, no tengo a nadie. Mi madre vive en Milán y tiene formada otra familia. No valía la
pena hacerla venir... En cuanto amigos, llevo tiempo apartada de todos.

La verdad era que no les había comunicado la boda. Lo hacía a hechos consumados, y las explicaciones, si se las
daba a su madre vendrían después, cuando ya Ricardo se hubiera enterado de la cruel verdad y tuviera que
enfrentarse a una situación que ni podía imaginar.

«Todo hombre tiene un precio» ¿Lo tenía Ricardo? ¿Le compensaría siquiera la donación que ella estaba dispuesta a
hacer en su nombre y que le permitiera iniciar el camino que soñaba?

No quería pensarlo. Ni eso, ni nada...

Ricardo sintió separarse de ella cuando Teresa le dijo que debía ir a Madrid a resolver varias cosas antes de casarse.

-Será un infiemo estar lejos de ti.

Sí. Sabía que lo sería. Ricardo estaba locamente enamorado de ella. Con amargura se dijo que se había superado con
excesivo éxito en sus propósitos.

Nacho se sintió indignado y desesperado cuando ella le contó toda la verdad de la situación.

-No puedes casarte sin aclarar antes las cosas. Me niego a ello. Tal como pintas a ese hombre, no me fío en
absoluto. Debes decirle las verdaderas condiciones y asegurarte que está dispuesto a aceptarlas.

Teresa lo miró angustiada.

-No puedo... Me he propuesto más de una vez hacerlo, por propia vergüenza de mí misma, por todo el respeto que
un hombre como él merece, pero no puedo.

No, no había podido. El asunto era mucho más complejo. Demasiado para contar. Ni ella siquiera se entendía a sí
misma.

-¿No irás a decirme que te has enamorado de él? -exclamó Nacho, furioso.

-No es eso. Lo que sucede es que Ricardo es el hombre más íntegro que he conocido en mi vida. Casi me parece de
otro planeta. Y tengo miedo de que, si descubro mis cartas antes del matrimonio, se niegue en redondo a casarse
conmigó. Me despreciaría demasiado... -terminó con amargura.

-¿Y no temes que te desprecie luego cuando sepa el verdadero motivo por el cual te casas con él fingiéndote
enamorada?

-Sí. Sé hasta qué punto le repugnará mi acción, pero será ya un hecho consumado.

-¿Y si se niega a devolverte tu libertad?

-No lo hará. Se lo contaré todo inmediatamente después de la boda.

Rió con amargura.

-Será una curiosa «noche de novios». Le daré tanto asco que él tendrá aún más prisa que yo en liberarse de alguien
que sólo puede inspirarle ya desprecio.
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Nacho estaba lívido.

-Para temer que llegue a despreciarte tanto, con todo lo que estás dispuesta a hacer por él, tiene que quererte
mucho.

-Sí. Me quiere mucho.

-Y, para quererte tanto, tú has tenido que demostrarle amor o, por lo menos fingírselo a la perfección. ¿Puedo saber
hasta qué punto?

Teresa se le enfrentó, angustiada y fiera a la vez.

Nacho, por favor, no quieras hacerme una escena a estas alturas. Voy a casarme con ese hombre, engañándole, por
tu culpa. Fuiste tú quien me hizo reflexionar y mostrarme lo que el mundo llama «sensata». Yo estaba dispuesta a
renunciar por ti a todo.

-Yo no podía permitirlo -respondió él con amargura-. Lo hice por ti. Sólo por ti. Y tú lo sabes.

-Sí. Lo sé. Pero las cosas se han complicado. Cuando las planeas se ven más fáciles. A los abogados, éste es el que
mejor les pareció, según los informes de que disponían. Tenían pruebas de que era auténticamente íntegro. Creían
saberlo todo de él.

No existía peligro. Pero ha resultado tan íntegro que sólo, engañándolo por mi parte, con un amor que él siente
totalmente de verdad, va a casarse conmigo. Ni siquiera sabe que poseo dinero. Eso hubiera sido también un
obstáculo infranqueable.

-Pero tú vistes muy bien, tienes un coche caro...

-Le he dejado creer que son regalos de mi madre. Su manera de compensarme de que permanezca alejada de la
familia que formó en su segundo matrimonio.

Lo contestó con desafío.

-Como verás, he mentido como una bellaca en todo. No es como para que me sienta muy a gusto conmigo misma
precisamente.

Se enfrentó a Nacho.

-Y ahora, encima, intentas hacerme una escena como si yo, con esa boda, te estuviera traicionando.

A Nacho se le veía deshecho, trastornado.

-Tengo miedo -confesó-. Miedo de que ese doctor Sánchez López te aparte de mí para siempre. ¡Hablas de él con
tanta admiración! Habría preferido un hombre menos íntegro, aunque hubiera podido representar otra clase de
peligro. Un hombre así nunca hubiera logrado que tú me olvidaras.

Teresa hubiera querido decirle que no debía albergar ninguna clase de temor: Que cuando la boda hubiera pasado
y, de mutuo acuerdo, Ricardo y ella se separaran, se consideraría ya una mujer libre, y todo volvería a ser como antes
para ellos dos. Pero no lo hizo. En su lugar dijo:

-Yo también habría preferido encontrarme con otra clase de hombre. Así no me despreciaría tanto a mí misma.

-¡Tereque! |

El nombre le sonó ya como el de una extraña.

La voz de Nacho fue casi un gemido. Se acercó a ella, loco de celos y de amor y suplicó:
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-Dejémoslo todo y vayámonos de aquí. Viviremos sin esa maldita fortuna. Arrancaré las piedras con los dientes si es
preciso, por ti... Todo antes que perderte... Porque ahora tengo un miedo terrible de perderte... si no te he perdido ya.

Teresa respondió con tristeza.

-Las piedras no se arrancan con los dientes... El quehacer de cada día es mucho más duro, pero puede ser muy
hermoso, incluso sin dinero. Esta decisión debimos tomarla antes. Y lo hubiéramos hecho si tú y yo, fíjate que también
digo yo, no fuéramos demasiado débiles y cobardes. O, quizás, aún muy inmaduros. Esto último me lo digo a mí
misma como consuelo. Y porque no quiero ser dura contigo, que no te lo mereces en absoluto. Si hay una culpable lo
soy yo. He tomado por mí misma mi propia decisión y me responsabilizo de ella.

Veía la expresión desolada de Nacho y le dolía el daño que le estaba haciendo. Nacho la quería desde la niñez.
Cuando ella empezó a corresponderle a los dieciséis años, él la había querido ya de siempre, desde antes de tener uso
de razón. Sabía que sus palabras lo estaban hiriendo, pero no más de lo que herían su propio corazón. Y sintió por los
dos una gran piedad, una gran amargura. No era Ricardo al que debía compadecer. Ricardo sobreviviría porque era un
ser humano de una extraordinaria calidad. Pero ¿y ellos dos? ¿Toda aquella conmoción no pesaría en sus vidas,
socavando sus débiles cimientos?

-No- te preocupes -dijo, intentando consolarlo-.Todo saldrá a la medida de nuestros deseos. Y cuando esto haya
ocurrido, se acallará mi conciencia. Las conciencias de los seres humanos inconscientes y egoístas como yo no se
despiertan más que cuando se tienen que enfrentar con la verdad, y sólo por un corto tiempo. Luego se vuelve al
cómodo letargo de encontrar una justificación para todo cuanto haces y te agrada. Es un modo, como cualquier otro,
para luchar por la propia felicidad.

Y se volvió de espaldas a Nacho, para evitar que él viera la sombría expresión de su rostro.

Los abogados parecían mostrarse optimistas con el desarrollo de los acontecimientos. No parecía que pudieran surgir
complicaciones imprevistas.

Sólo Ricardo Sanchezló le hizo una extraña advertencia.

-Aún estás a tiempo, pequeña. A veces puede ser mejor dejarse sangrar el bolsillo por un desaprensivo que
exponerse a que le sangre a uno el corazón.

-¿Qué quieres decir?

-Creo que te has encontrado, nada menos, que con todo un hombre. Un ser de una gran calidad humana. Y eso
puede ser magnífico si le amas y terrible si quieres tan sólo utilizarlo.

-Yo... -intentó justificarse, pero se calló.

El la había mirado al fondo de los ojos.

-Estás hecha un lío, querida mía. Procura leer en el fondo de ti misma y si le quieres, dile toda la verdad antes de
casarte y luego suplícale que no deje de quererte... Y si no le amas... Da media vuelta y no lo veas nunca más.

Y Teresa supo que Sanchezló tenía razón, pero no quiso escucharle ni preguntarse a sí misma por qué no lo hacía.

CAPITULO IX

Vuelta al presente

Volvió al presente. Seguía sentada junto al fuego. Añadió unos gruesos troncos de leña. Las llamas se avivaron.
Extendió hacia ellas las manos, friolera.

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Oía a su espalda la respiración rítmica de Ricardo. El hombre que era su marido. Al que ahora conocía tan bien en
todos los sentidos.

En la bonita capilla, se había volcado la gente de la zona que tanto quería al médico. Ella llamó la atención por su
sofisticado y original atuendo y por no llevar testigos.

Luego Ricardo propuso:

-Pasaremos los comienzos de nuestra luna de miel en mi refugio de Maranges. Después iremos a Madrid y de allí
-continuó riendo feliz- hasta donde mis recursos me lo permitan.

Le había hablado mucho de su refugio, de aquel lugar «cerca del cielo, donde era fácil encontrarse con uno mismo».
No la había llevado nunca antes, a pesar de que ella se lo propusiera:

-No, mi vida. Tendría que ser un santo y no lo soy. El amor, allí, ha de ser la locura...

Su noviazgo fue corto y apasionado, pero Ricardo se detuvo siempre en ciertos límites. Había en todo cuanto él
hacía una verdad y una integridad que convertían las cosas en algo hermoso y auténtico.

Cuando ya en Maranges, siendo ya marido y mujer, ella le confesó que había sido de otro, él le había contestado
con infinita ternura y comprensión:

-Creo que a todo hombre, en el fondo, le gustaría ser el primero y el último para la mujer que ama... Me conformo
con ser el único de ahora en adelante para tí hasta el fin de nuestros días. Tu pasado a ti sola te pertecene. No tengo
derecho a él. Yo tampoco soy virgen, y tú no me lo exiges. ¿Por qué habría de hacerlo yo?

Sí. ¿Por qué habría que hacerlo? Sólo que sí tenía derecho a exigir lo mismo que daba. Toda su persona, todo su
amor, libremente y sin cortapisas. Y, acaso, ¿ella era capaz de corresponderle así?

Al salir de la capilla, mientras los que habían acudido a la ceremonia lo cumplimentaban, Teresa se entretenía en
contemplar, y hacer girar el sencillo aro de oro que circundaba su anular. Ricardo se dio cuenta e interpretándola
según sus propios sentimientos, le tomó la mano y la apretó con calor.

Luego, pasaron por el hotel de Teresa a recoger su equipaje, cuyo volumen desató las bromas de su flamante marido
y se dirigieron hacia donde había de ser refugio de sus primeras horas de «luna de miel».

Teresa temía la llegada allí. Sería para ella el momento de la verdad, como las cinco de la tarde para los toreros.
Debería enfrentarse a los hechos y hablar claro apenas traspasara el umbral de la casa. El matrimonio no podía
consumarse. El engaño y los equívocos debían terminar...

Y tenía miedo. Miedo a muchas más cosas de las que se confesaba a sí misma.

Pero nada fue como había pensado, como se había propuesto. Ricardo tomó, desde el primer momento el timón de
sus vidas, y la arrastró, ¿a pesar suyo? a un torbellino de amor, de pasión, de locura que ella no había conocido
jarnás.

Cuarenta y ocho horas habían transcurrido. Se habían amado locamente, más allá de toda razón, y ella no le había
confesado nada. Y ahora allí, ante el fuego, mientras el hombre que era su marido en el lechó que había sido su
tálamo de amor, seguía preguntándose qué debía hacer y cómo debía hacerlo.

-Hola, cariño. ¿Por qué no me has despertado?

Sin volverse, Teresa respondió dulceinente:

-Dormías tan tranquilamente...

El se levantó y se vistió rápidamente.

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-Hace frío aquí -dijo-. Se ha apagado abajo el «puela», ese gran invento de los antiguos ceretanos franceses que
sirve, no sólo como cocina, sino que es una estufa formidable.

Bajó y lo llenó de nuevo con leña y carbón e hizo que el rescoldo prendiera. Al subir le dijo:

-Verás la diferencia.

Ahora Teresa iba con dos confortables jerséis y pantalones de esquí, dentro de gruesas y peludas botas.

-¿Tienes frío? -preguntó él, solícito.

-No. Nada en absoluto.

-¿Has tomado café?

Ella sonrió.

-Me temo que me quedé soñando despierta contemplando el fuego. Se me olvidó hacerlo.

-En un momento estará. Lo tomaremos juntos. Sabe mejor.

Se inclinó a besarla y su beso fue dulce.

-¡Qué maravillosa mujer eres! -exclamó. Sigue pareciéndome un sueño que te hayas casado conmigo. Me pregunto
qué tengo yo para merecer una mujer como tú.

Ahora podía ser brutal y responderle la cruda verdad: «Un nombre y dos apellidos, esos que has puesto en los
papeles de matrimonio, que me permitirán heredar una gran fortuna».

Pero no pudo decírselo. En lugar de ello, le ofreció su boca y se eternizaron en la tierna caricia. Cuarenta y ocho
horas de compartida pasión pesaban demasiado para poder ser tan cruel. Para que ella misma, que se repetía
interiormente un^ y otra vez que no estaba verdaderamente enamorada de Ricardo, no se sintiera completamente
dominada, enajenada incluso por aquella especie de magia que los envolvía.

Pronto el olor reconfortante del café llegó hasta ella. Se sentaron muy juntos y bebieron de los humeantes tazones.
Ricardo tostó pan en la chimenea y ella untó las rebanadas con exquisita mantequilla hecha en aquellas tierras.

-Si sigo comiendo así, voy a engordar.

El se rió divertido, mientras le rodeaba el talle con un brazo.

-Coqueta y presumida de pies a cabeza. Eso es lo que eres tú. Posees el cuerpo más divinamente formado que
pueda exisitir. Y hablo con conocimiento de causa. Todos mis sentidos corporales pueden dar ahora fe de ello. Tus
senos...

Y la mano que sujetaba su talle, llegó hasta ellos. Teresa se estremeció como si tuviera fiebre. Aquella mano la
encendía toda como un reguero de fuego. No la sentía sólo en el pequeño pezón que pellizcaba suavemente con sus
dedos, sino que la sensación le llegaba de los pies a la garganta donde le ponía un nudo
de emoción.

Luego la mano descendió hasta su vientre, y lo acarició con dulzura, pero aquella dulzura le penetraba más que una
posesión.

La voz de Ricardo tenía una contenida pasión.

-Tu vientre -siguió diciendo- maravilloso nido de delicias. Esperanza de unos sueños que un día no muy lejano,
cuando tú lo desees, yo lo estoy deseando ya, será la cuna donde se mecerá el hijo de nuestro amor...

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Teresa cerró los ojos y se mordió los labios. La mano seguía descendiendo.

-Tus muslos que han sabido enloquecerme hasta un punto que jamás había podido imaginar. Tus muslos -repitió-
que me han apresado, hecho prisionero de mi propio deseo, y me han dejado que me desbocara en la más fantástica
y maravillosa pasión...

-¡Ricardo!

La voz de ella fue casi un gemido. La mano, que iba ya buscando el centro, se detuvo.

-Amor mío -dijo él-. ¡Estoy tan enamorado, tan loco por ti!

Ella reclinó la cabeza en su hombro.

-Te quiero -dijo-. Te quiero. No lo olvides nunca. He llegado'a quererte ni yo misma he sabido cómo. Quiero que
sepas que soy sincera.

El la estrechó, enajenado.

-¡Sincera! Me lo has demostrado desde el primer momento... Hemos vivido aquí dentro un éxtasis tan sublime que
jamás podré olvidarlo. Ni tus palabras de ahora, ni tus besos, ni las caricias compartidas. Contigo he descubierto de
verdad el amor, la mujer, la vida... Nada era real ni auténtico hasta que te he tenido a ti.

Ella repitió como un eco.

-Nada ha sido real ni auténtico hasta que he sido tuya. Yo no sabía que el amor pudiera ser así, como lo he sentido
contigo. Es como si hubiera nacido al conocerte, que nunca hubiera existido antes.

Ahora alzaba el rostro hacia él y las llamas lo iluminaban dándole una belleza sublime.

-Nada de mi vida anterior era verdadero. Tú lo has borrado todo por completo. Tú me has creado... No lo olvides
nunca. Yo era Tereque, una niña frivola, sin nada en la cabeza y muy poco corazón. Tú creaste a Teresa, a la mujer
que ahora soy.

Y casi en un sollozo, terminó:

-No lo olvides nunca. Teresa para tí. Teresa ya siempre de ahora en adelante. Tuya porque te amo.
Sólo tuya porque te amo.

-¡Mi vida!

Se fundieron en un beso. Luego... El amor los arrastró de nuevo en su loco torbellino. Vivieron horas de placer, de
locura, de plenitud...

Teresa le pidió que se quedaran.

-¡Estamos tan bien aquí! ¿Dónde podemos gozar mejor de nuestra luna de miel?

- El estaba estallante de felicidad.


-Creí que tú querrías viajar... Lo hacía por tí... i

-Todo mi mundo está ahora entre tus brazos.

-Pero tendremos que ir a Madrid... Había cosas que tenías que resolver;..

-Ya las resolveré... Hay tiempo.

Besándola, él respondió:
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-Menos del que yo quisiera. Mi trabajo me espera. No lo olvides.

Ella le rodeó con sus brazos su cabeza.

-Olvidémoslo todo.

-Algún día no podrá ser... Pero aunque tengamos que irnos de aquí, vendremos con frecuencia. Y, una vez
arreglado el piso donde tengo el consultorio, ¿tú crees que no podremos ser felices allí?

Le pareció que ella se estremecía. Sin embargo sus palabras fueron las que él necesitaba escuchar:

-Yo seré feliz contigo, donde la vida nos obligue a vivir. Tú eres mi felicidad.

Y con pasión, en la que parecía latir el miedo, repitió:

-No lo olvides nunca.

No. Que no lo olvidara nunca. Que cuando terminase aquel maravilloso paréntesis, tuvieran que ir a Madrid y ella
contarle toda la verdad, estuviera lo suficiente seguro de su amor, para que pudiera perdonar y comprender el engaño
que la llevó hasta él.

CAPITULO X

«La hora de la verdad»

Teresa estaba tan ensimismada en su rememoranza que no oyó levantarse a Ricardo. Lo primero que notó, fueron
los labios de Ricardo sobre su pelo y los brazos de él rodeándole la cintura.

-Buenos días, amor... Has madrugado mucho...

Ella tenía la mente llena de negros pensamientos. Debía hablar con Ricardo. No podía demorarlo
más...

-Voy a hacer el café -dijo-. Tenemos que hablar...

La boca de Ricardo tapó la suya con un ligero, dulce y cariñoso beso ahogando sus últimas palabras, que ya no oyó.

-Lo haré yo. No te muevas del lado del fuego. Hoy va a hacer un frío terrible.

Miró fuera y rió alegremente.


-Hay tanta nieve que tendré que abrir un camino o nos quedaremos bloqueados...

Le alzó el rostro y la miró, embelesado.

-A mí no me importaría. Bloqueados aquí tú y yo solos para siempre...

-A mí tampoco...

Lo dijo espontánea y sinceramente. Y supo que era esto lo que deseaba. Quedarse al lado de Ricardo, no enfrentarse
con el pasado, con la realidad. Una realidad que ahora la asustaba, que temía que lo separara ya para siempre de él.

-¿Puedo decirle señora de Sánchez que es usted mucho más hermosa que cuando la conocí? Y eso que entonces me
pareció la criatura más preciosa del mundo. Como profesional, puedo asegurarle que los seres felices suelen ser más
bellos y más inteligentes. O, mejor dicho, la felicidad y la inteligencia ayudan a parecer más bellas a las personas.

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Se echó a reír, dichosa. El continuó:

-Según esta teoría de la felicidad, yo debo haberme convertido en un Adonis, porque me siento el hombre más feliz
del mundo. Y todo gracias a ti.

-Para mí eres el hombre más guapo, el más inteligente...

El no la dejó continuar. La alzó en sus brazos y acercó la boca a la suya.

-¿No crees que es muy temprano para tomar el café? Tenemos tiempo...

Teresa le rodeó el cuello con sus brazos y se acurrucó contra su pecho.

-Todo el tiempo del mundo...

Y lo besó casi con desesperación.

No quería volver a la realidad, interrumpir aquella loca felicidad que ella ni siquiera había imaginado. Aquello era
amor, verdadero amor. Y ella, de verdad, una mujer enamorada. Y él, su hombre...

Volvieron a amarse, y ahora todo fue dulzura. Dulces los besos, las caricias tiernas, la mutua entrega un
acto totalmente tierno... Era como si hubieran sublimado la pasión y la locura. Como si se sintieran tan totalmente
fundidos el uno en electro, que poseerse les resultaba ya tan natural como respirar, como
vivir...

Fue una forma hermosa de darse los buenos días. Agradecerse mutuamente la felicidad que se daban...
Estaban desnudos y entrelazados, en un estado de natural pureza, calmados ya los sentidos, llenos de plenitud.

Con un esfuerzo, Ricardo se desgajó de ella.

-Haré ahora ese café. Lo tomarermos juntos y ¿no dijiste antes que teníamos que hablar de algo?

Ella se desperezó lánguida y demasiado feliz para que nada pudiera enturbiar aquel estado de gracia en que se
encontraba.

-Supongo que teníamos que decimos que nos amábamos... Pero creo que ya nos lo hemos dicho.

El se inclinó para arroparla y cubrirla con la manta de piel. Contempló el bellísimo desnudo de su cuerpo y sus manos
lo acariciaron con adoración.

-Nunca, por años que vivamos, por veces que le lo demuestre, por mucho que te lo repita, podré decirte hasta qué
punto te amo. Nunca, con toda una vida de adoración total, podré pagarte lo feliz que me has hecho con tu amor.

Mientras hablaba iba arropándola con la piel y, al mismo tiempo, acariciándola con sus manos. Teresa cerró los ojos
que, de pronto, se le habían llenado de lágrimas.

-Amor mío... Tengo miedo. ¡Soy tan feliz!

-¿Miedo porque eres feliz?

-Miedo de que un día tu amor por mí se acabe. El rió mientras la besaba.

-Antes se acabará el mundo.

Se incorporó.

-Y ahora voy a hacer ese café. Y algo para tomar con él. El amor me hace sentirme hambriento.

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Cuando se alejó, Teresa se recostó en la almohada. Había en ella el olor del hombre que amaba, su calor... .
Y una vez más se propuso contarle la verdad-.Una verdad que hoy ya no sabía cual era.

Había llegado hasta él para conquistarlo y conseguir que se casara con ella. Había ido con un plan trazado. Pero
ahora todo era distinto.

Ella quería casarse con Ricardo Sánchez López. Y Ricardo Sánchez López era su marido. Ya llevaba los apellidos que
necesitaba... Pero Ricardo Sánchez López era el hombre que amaba. Su hombre. Y esto lo cambiaba todo.

Cuando el coche de Teresa enfocó el jardín de su casa madrileña, Ricardo se volvió hacia ella, sorprendido.

-¿Vives aquí?

-Sí.

Notó la inquietud que se apoderaba de él y se estremeció cuando le oyó decir:

-No sabía que fueras rica. Creí que el coche y ciertos lujos en el vestir eran regalos de tu madre.

-Y la casa era del abuelo. Ya ves, no tienes, que preocuparte.

-Tu abuelo también debía de tener dinero para vivir en una mansión como esta en Puerta de Hierro.

-Bueno, digamos que lo tuvo...

Metió el coche en el garaje, cuya puerta se abría magnéticamente. Ricardo estaba serio. Teresa, preocupada,
callada.
Bajaron del coche y él fue a recoger las maletas.

-Déjalas... Luego...

Se sentía muy nerviosa. Ahora Ricardo estaba entrando en su mundo; ya no era posible eludir ciertas explicaciones. Y
ella, conociéndolo ya tan bien como lo conocía, sentía cada vez más miedo de enfrentarse a la verdad que la
avergonzaba.

Entraron en la casa. Teresa utilizó sus propias llaves. Sin embargo, Jacinta, la antigua criada, acudió presurosa.

-Señorita Tereque... ¡bienvenida!

Teresa la besó, en la mejilla.

-Gracias, Jacinta; Es mi marido... Jacinta...

Ricardo le estrechó la mano.

-Encantado de conocerla.

-Gracias, señor. Enhorabuena, señor... Señorita, enhorabuena...

Se le había roto la voz.

-Gracias Jacinta. Llegamos muy cansados. Tomaremos cualquier cosa para cenar.

-Había preparado carne fría, ensalada y un puding.

-Excelente.

-Avisaré a los demás.


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-Déjelo. Luego...

Y dirigiéndose a Ricardo, le indicó:

-Por aquí...

Señaló hacia la escalinata que llevaba al piso superior, donde estaban los dormitorios.

Ricardo contempló el amplio vestíbulo, el enorme salón con las puertas abiertas que daba a él. Todo el lujoso
confort de la casa. Su rostro estaba tenso.

Sonó el teléfono. Jacinta fue a atenderlo. Teresa la detuvo.

-Iré yo.

Señaló a su marido el salón.

-Espérame allí.

Ricardo, al entrar, vio el lujo señorial y antiguo de la estancia. El abuelo de Teresa debió de ser muy rico. ¿Lo era
cuando murió? Y al pensar que su mujer podía haber heredado algo, notó un mal sabor de boca. Deseó no haber
tenido que salir nunca de la Cerdaña. Allí Teresa era sólo suya. Como si hubiera nacido cuando él la miró. Sin pasado.
Con un presente que habían construido juntos, empujados por un amor loco que no les permitió pensar en nada y un
futuro que lo construirían día a día.

Pero aquella mansión en una zona lujosa de la capital. La riqueza de los muebles, los cuadros, antiguos retratos de
familia al oleo... Sobre una mesita vio la fotografía de una niña. Se conmovió. Era Teresa en todo su encanto infantil y
estaba dedicada a su abuelo con una graciosa falta de ortografía. Teresa debía tener allí apenas ocho años y era una
criatura preciosa. La dedicatoria estaba llena de cariño.

Cerró los ojos. El pasado existía... Y era falso decirse a sí mismo que no importaba. Ahora allí, aguardando a su
mujer, se daba cuenta de que éste importaba y mucho.

Teresa cogió el teléfono segura de quién era la llamada. La voz de Nacho dijo, anhelante:

-Jacinta... ¿Aún no'ha llegado la señorita?

-Soy yo.

-¡Teresa!

El júbilo de su voz le hizo daño. Nacho continuó, ansioso:

-Ha sido un infierno esperarte todo este tiempo. Ya no podía más. Si no hubieras llegado hoy, estaba decidido a ir en
tu busca.

-Ya ves que estoy aquí.

-Amor mío... ¡Necesito tanto verte! Estoy como loco.

Y luego impaciente:

-¿Cómo ha reaccionado él?

-De ningún modo.

-¿Qué quieres decir?


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La mano que aferraba el teléfono se crispó.

-No se lo he dicho.

-¿Por qué?

Fue un grito desesperado.

-No he tenido ocasión.

-¿Qué no has tenido ocasión? Hace más de tres días que os casasteis.

-Hoy, cuatro.

-Necesito saber... Necesito saber qué ha pasado entre vosotros... El matrimonio no debía consumarse... Tenías que
decírselo al salir de la iglesia...

Tartamudeaba por la angustia y la emoción que lo embargaba.

Teresa intentó calmarlo:

-Ya hablaremos. Pero no ahora. No son cosas de contar por teléfono.

-¡Voy imediatamente a verte!

-¡No!

Fue ella ahora quien gritó. Se volvió instintivamente hacia el salón, temerosa de que Ricardo la hubiera oído. Luego
continuó, nerviosa:

-No, antes de que hable con él. Te lo prohibo.

-¿Por qué? El no tiene ningún derecho sobre ti.

-Los tiene todos. Es mi marido.

Se hizo una pausa angustiosa a través del teléfono. Por fin, Nacho dijo con un hilo de voz:

-¿Te has acostado con él?

-Sí.

La respuesta fue seca.

-¡Tereque!

-Perdona. Pero ahora no puedo seguir hablando contigo... -

Y tras una leve vacilación, terminó:

-Ni verte. Primero quiero solucionarlo todo.

Y colgó sin despedirse.

En la lujosa consola dónde estaba el teléfono, había también una bandeja de plata para la correspondencia. Vio un
sobre de sus abogados. Lo abrió. En él, junto a una cortés nota, había el documento de donación de una importante

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cantidad a nombre de Ricardo Sánchez López para que ella lo firmara. Teresa, volvió a meterlo en el sobre y se dirigió
hacia el salón.

Notaba las piernas temblorosas.

Ricardo estaba de pie, aguardándola.

-Perdona por haberte hecho esperar.

Su marido señaló el retrato.

-Eras una niña preciosa.

Ella sonrió, aliviada.

-Gracias.

-Tu abuelo debió de quererte mucho.

-Sí. Era un hombre un poco adusto exteriormente, pero tenía un corazón de oro.

-¿Sois muchos nietos?

-Yo era su única nieta,

Se quedaron mirándose. El rostro de Ricardo era inexpresivo.

-Entonces, esta casa la has heredado tú...

-Sí.

-¿Algo más?

Ella asintió.

-SÍ. Algo más.

-¿No crees que debiste decírmelo?

Teresa lo miró suplicante.

-¿En qué iban a cambiar las cosas? Nos queremos: Es lo único que importa.

Un relámpago de dolor cruzó las oscuras pupilas del hombre.

-¿Me quieres tanto como para que no te importe vivir como la esposa de un simple médico de pueblo después de
estar acostumbrada a todo esto?

Ella bajó los ojos.

-Te quiero para llevar cualquier clase de vida a tu lado. Pero quizá no sea necesario continuar como médico de
pueblo.

Le tendió el sobre que le habían enviado sus abogados.

-Lee esto primero

Ricardo leyó la nota y la renta que se quería poner a su nombre. Palideció.


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-¿Qué significa esto?

Teresa se sentía enormemente asustada. Intentando dominar su inquietud, dijo:

-He heredado del abuelo... Esta renta podría servir para que estuvieras libre de todo trabajo y te dedicaras por
entero a algo que tanto deseas: tu vocación de investigación médica, allí donde tú creas más oportuno. Tómalo como
una beca que te puede conceder el dinero de mi abuelo.

Ricardo la contemplaba muy serio. Dejó los documentos sobre una mesa. Presentía que Teresa le había ocultado
muchas cosas.

-¿Es todo cuanto has heredado?

-No. El abuelo tenía negocios... Yo formaré parte de los consejos de administración y mi trabajo se limitará a cobrar
los dividendos que me correspondan. Como verás, una vida bastante inútil. En cambio, gracias a ti, a tu trabajo, el
dinero tendrá un sentido...

El se le acercó y buscó sus ojos. Las pupilas de Teresa no tenían el azul radiante de sus horas de amor. Ahora
parecían casi grises, y su expresión denotabafába temor y angustia.

-Hay algo más. Algo que me has ocultado siempre. Algo que yo, de un modo inconsciente presentía sin saber de qué
se trataba cuando tú acelerabas la fecha de nuestra boda, te negabas a comunicársela a nadie, ni siquiera a tu madre
con la excusa de que había formado otra familia.

No era una pregunta, sino una afirmación. Teresa le sostenía la mirada y había en la suya una muda súplica. El
inquirió:

-¿Se trataba de tu dinero?

-Sí.

-¿Tanto tienes?

Ella asintió con la cabeza.

-Bastante. Pero no era sólo eso...

Se callo. Ricardo la apremiaba con la dureza de su


mirada.

-¿Un hombre? -dijo. Y su voz era fría, sin matices.

-No se trata de un hombre, en cierto modo, aunque sí existe ese hombre. En realidad, es un nombre el que jugaba
un importante papel cuando fui a la Cerdaña, para encontrarme contigo.

Ahora él se quedó desconcertado.

-¿Fuiste para encontrarte conmigo? No me conocías...

-No, no te conocía. Pero lo sabía todo sobre ti... O casi todo. Lo que no sabía, lo que no podía imaginar, cuando lo
planeamos, es que iba en busca del hombre de mi vida, del que era mi destino.

Ricardo encendió un cigarrillo.

-Siéntate -dijo-. Te tiemblan las piernas. Y creo que tú y yo vamos a tener una larga conversación.

Miró hacia la puerta.


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-A mí no me apetece cenar esta noche...

-A mí tampoco -dijo ella con labios temblorosos.

-Entonces avisa en la cocina, por favor. Yo no estoy acostumbrado a tener servicio pendiente de mí.

Sin responder, Teresa salió. Cuando lo hizo, tenía el rostro surcado de lágrimas. Había sido una loca al no contárselo
todo. Ahora Ricardo se sentiría humillado y traicionado y creería que todo el amor que le demostró era fingido.

Cuando terminó de darle toda la explicación, Ricardo se levantó.

-Debiste «comprar» a cualquiera de los que estaban en venta. «Comprar» a un hombre puede ser denigrante para
éste, pero si él acepta el trato... Engañar a un hombre, y más a un hombre que te amaba con
locura, no sólo ha sido una estafa, sino una canallada.

Se levantó, cogió el documento que llevaba su nombre y lo rompió.

-Supongo que, al conocerme, pensaste que todo hombre tenía un precio, ¿no es eso? Pero te equivocaste conmigo.
Yo no negocio ni con mi corazón, ni con mi cerebro.

-¡Ricardo!

Ella también se había puesto en pie.

-Ricardo, amor mío... -sollozó-. Cuando te escogí a tí porque eras un hombre honrado, pensé contártelo todo...
inmediatamente después de la boda, sin que nuestro matrimonio se hubiera consumado. Sé que era una canallada,
una estafa, como tú lo has calificado, pero necesitaba tus apellidos para no perder mi fortuna.

Tendió hacia él ambas manos, suplicante.

-Pero me fui contigo a tu refugio de Maranges porque te amaba. Me había enamorado de tí antes de casarme. Te
juro que mis demostraciones de amor durante nuestro corto noviazgo, fueron sinceras. Y luego...

Intentó tomarle una mano con las suyas, pero él dio un paso atrás.

-Ricardo, te lo juro... Te quiero con locura. Esos hermosos días y esas noches en Maranges han sido un paraíso para
mí. ¿Crees acaso que una mujer puede fingir el amor y la pasión que te he dado? Me fui contigo porque te quería.
Porque eres mi vida. Porque ya no concibo ésta sin ti.

El estaba pálido.

-Y porque me amabas con locura, como tú dices, no te sinceraste conmigo.

-Fui cobarde. Tenía miedo de perderte... El mismo miedo que tengo ahora.

-¿Miedo de perder la herencia? Ya estás casada con un imbécil que se llama Ricardo Sánchez López.
Era la única cláusula que te trajo hasta mí.

De nuevo encendió un cigarrillo. Teresa se dio cuenta de que la llama temblaba. El continuó:

-Si hay algo que firmar, lo firmaré y en paz. Por mí no perderás tu herencia. No pediré la separación ni el
divorcio, hasta que todo esté arreglado. Pero no volveremos a vemos nunca más. Puedes reunirte con ese novio
tuyo... ¿Cómo lo has llamado? ¿Nacho? Y disfrutar con él tu asqueroso dinero.

-Ricardo, te lo suplico... Escúchame... Te quiero... Sólo a ti te quiero... Mi noviazgo con Nacho era una niñería.
Eramos unos crios cuando empezamos a ir juntos...

Lo contempló, desesperada.
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-En cambio tú... Has despertado en mí a otra mujer, una mujer que yo desconocía, que guardaba dormida en el
fondo de mi alma. Te oculté los motivos que me llevaron a tí, es cierto. Pero te juro que no te he fingido amor ni un
solo momento. No he querido a nadie como a ti. Te lo juro.

La voz se le rompió en un hondo sollozo al decir

-Nunca había sido tan apasionada, ni imaginaba jamás que pudiera llegar a serlo. Durante nuestro noviazgo, te
amaba, pero me atormentaba la duda de ser sincera contigo o no. Y aunque no lo creas, mantuve sólo el engaño por
amor. No era la fortuna lo que temía perder, sino perderte a ti si te contaba la verdad.

Se secó con el dorso de la mano las lágrimas queresbalaban por su cara.

-Después de casados, durante estos tres últimos días que hemos vivido juntos, solos arriba, en Maranges, cerca del
cielo, lejos de todo...

Sus ojos estaban llenos de amor, de una muda súplica.

-Sólo existimos tú y yo. No podía ni pensar, la felicidad y el amor lo envolvía todo... Tienes que creerme.

Había intentado rodearle el cuello con sus brazos, él la rechazó sin brusquedad, con una especie de frialdad que le
hizo aún mucho más daño que cualquier insulto que él hubiera podido pronunciar.

-Lo siento. Un poco tarde para poder creer en tu sinceridad -respondió Ricardo-. Si me hubieras contado tu
problema, sin fingimientos, quizá te hubiera hecho el favor sin pedirte, nada a cambio. Ni siquiera un beso.

-Pero tú me amas -dijo ella desesperada.

El alzó los hombros con disimulada indiferencia, aunque sentía todo el peso del mundo sobre ellos.

-Querrás decir que amaba a Teresa, a una muchacha que yo imaginé pero que no existía en realidad. Una Teresa
que nada tiene que ver contigo. Tu eres Tereque de la Fuente. Y ahora, a efectos del testamento, esposa de Ricardo
Sánchez López, tal como lo necesitabas. Ya tienes lo que fuiste a buscar, lo que .querías de mí... No hay otra cosa, ni
la ha habido, ni la habrá entre tú y yo.

La contempló con un total desprecio,

-Tú no eres Teresa. Nunca lo has sido, ni lo serás. Teresa era un ideal... Un ser único y adorable... Tú sólo te
pareces a ella físicamente. Nada más tenéis en común.

Se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ella se volvió.

La imagen de Teresa se le clavó muy hondo. Se irguió:

-Tus abogados se encargarán de todo. Han demostrado ser muy hábiles. Los papeles que haya que firmar que me
los remitan. Firmaré lo que tú necesites. Y luego... que ellos mismos-se encarguen de la separación y el divorcio.

Sonrió sarcástico. Sabía que le hería con sus palabras, pero necesitaba hacerle daño, porque él estaba deshecho por
el dolor.

-Puedes cargarme todas las culpas a mí si quieres. Que utilicen el medio más rápido, en cuánto ya no precises de mi
apellido.

Y con una rabia y un furor infinitos, cruzó el vestíbulo y salió dando un portazo. Un portazo que les sonó, tanto a él
como a ella, como si les hubieran disparado un tiro en pleno corazón.

CAPITULO XI
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Como una golondrina herida

- Se había alojado en el Hyde Park, el hotel preferido por su abuelo y donde solían ir siempre cuando estaban en
Londres.

Había elegido Londres porque esta ciudad guardaba para ella hermosos recuerdos. Su abuelo la había enviado a
estudiar allí largas temporadas para que su inglés «como corresponde a una señorita de tu posición» -le decía él- fuera
perfecto.

Se sentía tan sola y tan triste que, cuando Ricardo la abandonó necesitó marcharse de Madrid. En vano Nacho
intentó retenerla.

-Todo está arreglado. Ahora entrarás en posesión de la herencia. Pediréis la separación. Todo volverá a ser como
siempre entre tú y yo...

Pero ella lo había rechazado.

-Lo siento... Nada puede existir entre nosotros hasta que yo sea libre. Ya me desprecio bastante a mí misma... Por lo
menos no mancharé el apellido de un hombre honrado al que yo, con engaños, llevé hasta el altar.

-¡Lo amas! -fue la aterrada exclamación de Nacho- y yo te he perdido.

-Lo respeto y siento asco de mí misma. Eso es todo... Me voy. Y volveré cuando me necesiten los abogados. Preciso
alejarme de todo.

-¿También de mí?

Sí. De Nacho también. Y de cuanto le recordaba a la inconsciente Tereque que había sido.

«Pero tú no eres Teresa. Nunca lo has sido, ni lo serás. Teresa era un ideal. Un ser único y adorable... Tú sólo te
pareces a ella. Nada más tenéis en común...» le había dicho Ricardo.

¡Cómo la despreciaba! Y ella lo amaba y lo necesitaba desesperadamente. Pero lo había atraído con falsedades y
engaños y él, un hombre totalmente íntegro, no podría perdonárselo nunca.

Por eso se fue. Por eso estaba en Londres. Allí había sido una adolescente feliz. Intentaría rehacer su vida desde
muy atrás. Construirla de nuevo. Intentar olvidar que existía Ricardo... Que se había convertido en su esposa... Que
aún lo era...

Se reencontró con sus amigas de antaño con las que nunca había roto del todo los lazos. Por Liza Wren conoció a
Henry Leggs. Henry era totalmente distinto a Ricardo. Y sin embargo ¡tan encantador! Por eso pensó que quizás él
podría ayudarla a olvidar...

Con Liza recorrió el Soho, durante el día, en recuerdo de otros tiempos reviviendo su atmósfera cosmopolita, llena
de restaurantes chinos, árabes, españoles, italianos. Personas pertenecientes a todas las razas pululaban por sus
calles, dando una vida y un color inimitables. Sin embargo Liza le advirtió:

-Ten cuidado con tu bolso... Esto ha cambiado...

-Tampoco Madrid es como antes. Meterse por el barrio de Malasaña es hoy una aventura peligrosa.

Fueron a Camaby Street, en busca de la más loca y avanzada moda para los muy jóvenes. Allí se encontraron con
Henry Leggs.

-¿Qué hacéis por aquí?

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-De compras -apuntó Liza-. Acompáñanos.

Y le presentó a Teresa.

-Tereque de la Fuente, una amiga española, y antigua compañera de clase.

- Teresa se dio cuenta del impacto que hacía en Henry. Este era muy alto y espigado, un poco pecoso y, por su
acento inconfundible, había estudiado en Cambridge. Era simpático y distinguido, típicamente inglés con un aire mitad
alocado, mitad tradicional, algo muy habitual en los chicos ingleses actuales de buena familia.

Compraron la ropa más absurda y heterogénea. Comieron en un «pub» como cuando eran estudiantes y a Teresa le
encantó sólo por el recuerdo de antaño. Tomaron «Steak-and-Kidney-pie»., una empanada hecha de carne y ríñones y
tarta de zarzamora con «custard», una salsa de vainilla caliente, y Teresa pidió «Brown Ale» una cerveza dulce y
oscura que hacía ya años que no bebía y que se le subió a la cabeza, proporcionándole una alegría artificial que
necesitaba casi con desesperación.

-¿Por qué no hacemos una salida más formal esta noche y vamos a cenar y a bailar? -propuso Henry.

Teresa aceptó encantada y Liza, que era lista y perspicaz, y que sabía cuando tres podían resultar una multitud, se
negó:

-Conmigo no contéis. He conocido a un australiano loco, naturalmente, que es sensacional. Esta noche salgo con él.
Pero me alegro de que Tereque tenga compañía. De no haberte encontrado -dijo dirigiéndose a Henry- la habría
llevado con nosotros. Cada cual por su lado, será mucho mejor.

Teresa estaba dispuesta a sacarle a su viaje a Londres todo su jugo. Los expresivos y claros ojos de Henry no
dejaban lugar a dudas de cuales eran sus intenciones, y ella estaba dispuesta a sumergirse en la vida hasta el fondo,
buscando el olvido de un sentimiento que le estaba destrozando.

Henry era guapo, rico y distinguido. Teresa sabía que aquella noche viviría otro aspecto de Londres, no el de su vida
de estudiante. Así que se vistió en consonancia. Y no sólo para estar elegante y sofisticada, sino por el placer de
sojuzgar a un hombre con su atractivo. Su amor propio herido lo necesitaba.

Se puso un conjunto de pantalón negro, muy estrecho en el tobillo y con pinzas que le daban anchura en las
caderas. La blusa era de gasa, también negra, transparente bordada con pedrería en negro. Se le traslucía la blanca y
tersa piel y sus turgentes serios, ya que no llevaba nada debajo. Se contempló el conjunto con la última locura que se
compró en Madrid. Un sueño de chaquetón corto de piel, adornado con pedrería de colores, una atrevida fantasía. El
poco sentido común que le quedaba le hizo asegurarse por el peletero, que una vez sacadas las piedras que le daban
un aire de las «Mil y una noches», el pelo del chaquetón de piel quedaría perfecto. Se recogió el cabello y se puso
unos grandes pendientes, también de pedrería a juego con las del chaquetón. Ella misma se encontró fastuosa.

Cuando Henry fue a recogerla a Hyde Park, se mostró deslumhrado.

-¡Qué hermosa eres! Me siento el hombre más orgulloso de todo el Reino Unido saliendo con una mujer como tú.

La llevó a cenar en consonancia a como iba vestida, pero eso fue pura coincidencia, ya que en «Le Garouche» había
siempre que reservar mesa. La aséptica fachada típicamente londinense, no dejaba presagiar el lujo interior. Las
mesas con flores maravillosas, manteles y cubiertos y cristalería lujosa.

Cuando Teresa lo alabó, y dijo que nunca había estado en él, Henry exclamó satisfecho:

-Para mí ha sido siempre elmejor. Aquí se ha cocinado para los Rothschild o los Cazalet. Tiene una larga tradición
nunca traicionada.

-Los ingleses soléis ser muy respetuosos, cambien cómo cambien los tiempos, con las tradiciones que valen la pena.
Este es uno más de vuestros muchos aciertos.

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La cena fue exquisita: «Papillote de Saumon Fume Claudine» y «Canelón a la Tour D'Argent», consistente en pavo
asado, cuyo secreto era la pechuga bastante cruda y los muslos muy hechos y crujientes.

-Esta es una especialidad de la casa y rememoranza de una bárbara costumbre victoriana que consistía en asar los
pavos vivos, cortando trozos de la pechuga cuando aún el pobre animal no había acabado de morir
-comentó Henry con ironía.

-Me has hecho sentir un escalofrío. Espero que ahora, ya pesar de lo exquisito del plato, lo consigan por otros medios
mucho más civilizados, sin martirizar al pavo. Vosotros sois un pueblo amante de los animales.

_ Rieron los dos, mientras el «sommeliér» les servía exquisito borgoña para beber.

Como durante la cena hablaron de gustos comunes y descubrieron sus preferencias por el jazz, al salir, Henry la llevó
a uno de,los mejores jazz-clubs, el «Ronnie Scotfs Club», en el cuarenta y siete de Frith Street, donde escucharon el
más puro jazz en medio de un silencio impresionante, dado lo lleno que estaba el local. Más tarde fueron aún a
«Anthea's» una discoteca de Camaby Street. Bailaron un rato, bromearon y, sobre todo, se miraron mucho y se
demostraron que se sentían totalmente atraídos el uno por el otro. Especialmente Henry.

Cuando llegaron al Hyde Park, Henry preguntó:

-¿Puedo tomarme una última copa en tu habitación? -y en sus ojos había una ansiosa súplica.

-¿No crees que ya estamos lo suficientemente «colocados» los dos? -fue la respuesta. Pero accedió.

Ya en la habitación Henry la besó y acarició perdida la contención de toda la noche. En la discoteca ya se habían
besado, pero ahora él le acariciaba ansioso y apremiante los breves y erguidos senos que se mostraban bajo la negra
gasa bordada de pedrería. Tomaba su boca, sus labios, entre los de él, buscaba su lengua... Tenía el cuerpo duro y
tenso por el deseo que ya no podía contener más. Teresa lo apartó.

-Vete. Es tarde. Estoy rendida.

-No te entiendo... Toda la noche te has mostrado tierna y tus miradas llenas de apasionantes promesas. Nos hemos
besado mientras bailábamos... Y ahora, incluso aquí... Has respondido durante unos instantes con tus besos
apasionados. Parecías entregada...

Mientras se besaban, Teresa había cerrado los ojos. Era a Ricardo al que veía en su mente. A Ricardo a quien
besaba... A Ricardo a quien ansiaba entregarse...

-Discúlpame. Sé que lo que estoy haciendo no debe hacérsele a un hombre. Has sido encantador... Pero, no. No
podría. No quisiera ofenderte, después de lo agradable que has estado conmigo, pero durante todo el tiempo era el
recuerdo de otro el que ocupaba mi mente. Era a él a quien deseaba tener a mi lado, a él a quien, cerrando los ojos y
evocándolo con mi imaginación, he besado.

Henry se puso rígido. Pero supo estar a la altura de la circunstancias.

-¿Fue por él por lo que viniste a Londres?

-Sí. Intentando huir de su recuerdo.

-Lo siento -dijo Henry insinuando una cortés sonrisa-. Te deseo que lo olvides pronto, si con él te sientes
desgraciada. Eres tan hermosa que parece increíble que no seas tú la que hace desgraciados a los hombres. De todos
modos, gracias por esta noche. Si alguna vez lo olvidas, llámame.

-Así lo haré.

Pero no lo olvidaría nunca... Vio salir a Henry. Había intentado tener una aventura con él y no había podido.
También había rechazado a Nacho. Le había prohibido que se vieran mientras no estuviera legalmente separada de
Ricardo. Pero esto, ella lo sabía perfectamente, era sólo una excusa que se daba.
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Ella no tenía que querer a Ricardo... ¿Por qué había de quererle? El la despreciaba profundamente. Ella le había
mentido en un principio, era cierto. Pero la obligó un motivo. Luego se enamoró y le demostró apasionadamente su
amor... Y le dio toda clase de explicaciones. Le pidió perdón... Cualquier hombre lo hubiera comprendido...

Sólo que Ricardo no era cualquier hombre. Era él, tal como se mostraba, de una pieza. Y, para su desgracia, sí era el
hombre de su vida y lo había perdido para siempre.

, Se miró en el espejo. Henry tenía razón. Estaba bellísima... Pero Ricardo la despreciaba. Se irguió orgullosa. Lo
olvidaría. Lograría olvidarlo. Ella estaba acostumbrada a conseguir todo cuanto se proponía. Volvería a España... Se
separaría legalmente de Ricardo y viviría con Nacho... Nacho era su novio de siempre...

Sólo que ahora sabía que Nacho había sido el compañero de su adolescencia, ese primer amor, que más que amor,
es un deseo de amar. Y su experiencia amorosa con él, un ansia de vivir deprisa la vida, de quemar etapas, un acto de
inmadurez.

Algo que no tenía nada que ver, en absoluto, con la loca pasión, el amor desesperado, la felicidad y el dolor que
Ricardo había traído a su existencia.

Se sentía como una golondrina herida, con las alas tronzadas, que quisiera volar inútilmente, volar lejos del cazador
que le había cortado su vuelo y su libertad. Una golondrina herida ya para siempre. Y Ricardo su amor y su verdugo.
Ricardo el hombre, al que ella había escogido como víctima propiciatoria para conseguir sus fines.

CAPITULO XII

Vacía y sola

A su regreso a Madrid, descubrió, con una secreta alegría, que aún no estaban, terminados los trámites de una
separación legal.

-Faltan sólo unos papeles que su esposo ha de enviarnos firmados. Luego es todo puro trámite...

Ella respondió que no podía ni quería esperar. Y se mintió a sí misma diciéndose que debía ver inmediatamente a
Ricardo y solucionarlo todo personalmente. En el fondo, alentaba la secreta esperanza de que cuando volvieran a
verse en el lugar donde se conocieron, todo pudiera volver a ser como antes.

Le dolió tenerle que decir toda la verdad a Nacho.

-Yo te quiero... Te he querido siempre de una forma sincera. Pero nunca fue amor. Eramos dos chiquillos que nos
apoyábamos el uno en el otro porque, quizás, nos sentíamos solos. Pero no seríamos felices.
Ahora lo sé... Me olvidarás. Quiero que me olvides como mujer y me veas únicamente como tu mejor amiga. Lo que
de verdad soy. Y ojalá entonces no te equivoques.

-¿Es por Ricardo, tu marido? ¿Lo amas?

Ella no contestó. No podía mentirle a Nacho, como no podía mentirse a sí misma.

Y ahora iba en su busca... De nuevo el bello paisaje pirenaico catalán, las cumbres nevadas... Y el pequeño pueblo
donde Ricardo, el doctor Sánchez, querido y admirado en toda la comarca, incluso en la parte francesa, ejercía con
eficacia y entrega total.

También la consulta estaba llena esta vez. Ella se sentó y esperó la última. Se había vestido como cuando se
conocieron. Fue casi por superstición. Para que todo fuera exactamente igual. Y como entonces, sabía que lo que
llevaba la favorecía y la hacía todo lo joven y vulnerable que en realidad era. Su conjunto de pantalón corto color
tierra, el jersey rojo, tejido en lana floja que permitía descubrir la perfección de su busto menudo y agresivo que él

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había acariciado, besado y mordido con loca pasión. Su chaquetón de zorros, beige rojizo, le favorecía al rostro y hacía
destacar el brillo satinado de su piel y el azul intensó de sus enormes y expresivos ojos.

Cuando Ricardo despidió el último paciente, ella se levantó del rincón recoleto donde había permanecido escondida.
Entonces él la vio. Se quedó un momento tenso. Luego dijo simuladamente:

-Pasa. -Y se metió en el consultorio.

Ella entró detrás de él. Ricardo dijo con sorna:

-¿Vienes a reponerte de un nuevo fracaso amoroso? Dados tus poco ortodoxos métodos, ya no me
extrañaría que no cosecharas más que fracasos. Los hombres suelen ser algo más que peleles en manos de una
criatura egoísta como tú.

Sus palabras, en lugar de dolerle la alegraron. Seguía dolido. Y si había dolor todavía en su alma, podía querer amor
también. Se habían dado demasiado el uno al otro, para que se hubieran cicatrizado sus heridas. Ella podría curarlas,
sí él le dejaba.

-He venido -respondió ella con fingido desenfado porque quiero acelerar los trámites. Como tú dijiste bien, ya no te
necesito. Quiero la separación legal para sentirme, de nuevo, una mujer libre.

Se había quitado el chaquetón y lo echó descuidadamente sobre un sillón.

-En contraste con el clima exterior, hace calor aquí.

El respondió sarcástico:

-Conmigo ya no te valen esos trucos. Sabes que tienes un cuerpo perfecto. Y que ese jersey te moldea los
senos provocativamente. Vas perfectamente equipada para excitar los sentidos de un hombre. Pero, ¿por qué
conmigo? Ya me has sacado todo el partido que necesitabas.

-Vengo en busca de tu firma.

El cogió los documentos.

-Acabo de recibirlos. Iba a mandarlos por correo.

-He venido por si acaso, por si te demorabas. ¡Todo resulta tan lento, tan complicado, en cuanto te metes en
trámites legales...

-Para ti, que eres capaz de no detenerte ante nada, te queda un camino más rápido para deshacerte de mí: el
crimen. Te verías antes viuda que separada y, naturalmente, divorciada -le respondió con sarcasmo.

Teresa lo miró angustiada, con todos sus verdaderos sentimientos reflejados en sus grandes ojos azules.

-¡Cuánto me debes de despreciar para hablarme así! -dijo con dolor.

-Es más que eso -puntuó él-. Te odio. Te odio tanto como te he amado. Tú has destruido mi vida, mis ilusiones, mi
capacidad de amar y de poder ya confiar en nadie nunca más.

Había tanto dolor en el tono de su voz, que Teresa, perdió su miedo y su timidez.

-Ricardo... Daría la vida porque todo hubiera sucedido de Otro modo. Por no haberte ocultado nunca la verdad y,
aún más, porque sólo la casualidad nos hubiera hecho conocernos, sin que yo precisara nada deti.

Se había acercado a él. Ricardo no se movió y ahora sus cuerpos casi se rozaban. Teresa, al notar la proximidad del
amado, se sentía llena de dulzura y, a la vez, estremecida de pasión. Cada una de las caricias de las horas de amor
que habían compartido estaban vivas en su mente y encendían su corazón y sus sentidos como una hoguera.
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-¡Ricardo! Si tú quisieras... ¡Hemos sido tan felices! Podría darte dicha si tú no me rechazaras... Si no me
despreciaras... Estoy arrepentida de lo que hice...

Se irguió, y ahora su boca roja y tentadora se le ofrecía temblorosa de pasión.

-Pero de lo que no me arrepiento, de lo que no me arrepentiré nunca es de que nos hayamos amado
apasionadamente. Yo no he podido olvidar, ni nuestro breve noviazgo, ni las maravillosas y locas horas que vivimos en
Maranges.

Lo contempló ahora desafiante.

-Yo no las he olvidado... Pero tú tampoco. No lo creería aunque me lo juraras.

Se sintió sujeta por los hombros, y las manos que se posaban en ellos temblaban. Y el temblor del hombre la
enorgulleció porque sabía que era reflejo de los sentimientos que a ella la dominaban.

-No, no las he olvidado. Te odio, pero no te he olvidado. Por eso te odio más cada vez.

Ahora los manos descendían por su cuerpo, le acariciaban los hombros, la espalda, las menudas y prietas nalgas que
el pantalón no hacía más que modelar.

Luego, ascendían de nuevo y buscaban sus senos deteniéndose en ellos. Y allí se volvían brutales. Ya no eran
caricias, sino garras que se le clavaban en la carne, macerando sus pechos, estrujándolos, torturado los duros pezones
hasta hacerla gritar de pasión y fiera alegría.

Se mostraba salvaje como nunca lo hiciera, y no sólo con sus manos, sino también con sus palabras.

Teresa notaba sobre su boca el aliento febril de Ricardo.

-Sí, te recuerdo. Cada uno de los momentos que vivimos juntos. Tus falsas caricias que sabían enloquecerme, tu
belleza maldita, tu carne palpitante que sabías entregarme desbordada para volverme loco...

-Era amor... -comenzó a decir ella.

Pero la boca de Ricardo cayó sobre su boca, con la fuerza de un gavilán encima de su presa y acalló las palabras.
Pero Teresa no quería hablar. Sólo necesitaba sus besos, sus caricias, el despertar del hombre que amaba. Al que
había ido a buscar de nuevo, pero esta vez por que él era su hombre, su amor y su locura. La única razón de su
existencia.

Y ahora era feliz bajo aquella boca magulladora que destrozaba su boca. Notaba sus labios llenos de fiebre, la
ferocidad de sus dientes, el ansia lujuriosa de su lengua... Y el duró cuerpo masculino incrustado contra el suyo.
Ahora sus brazos la aprisionaban impidiéndole casi respirar y notaba las piernas entrelazadas en las suyas, la
excitación del sexo.

Una de las manos de Ricardo se alzó hasta su nuca y, sujetándola por los cabellos, le echó la cabeza hacia
atrás, obligándola a mirarle;

Aquellos ojos oscuros, tan leales, dulces y acariciadores, se veían como inyectados, fieros. Y Teresa se sintió más
suya que nunca. Deseó ardientemente que la poseyera en aquel mismo instante, que le diera ocasión de demostrarle
lo mucho que lo amaba, hasta qué punto le pertenecía y lo necesitaba suyo al mismo tiempo.

-Aún eres mi mujer... Y tengo derecho-

Las palabras eran dolorosas, pronunciadas contra su voluntad. Ella respondió con la más dulces de las entregas.

-Aún soy tu mujer y tienes derecho... Todos los derechos, porque yo te los doy. Porque yo te necesito...

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El la llevó en volandas hasta el diván dejándola caer en él. Luego, en dos zancadas, llegó hasta la puerta del
consultorio y lo cerró con llave.

-Desnúdate.

Fue un gemido, una orden... Sin una palabra de amor. Pero Teresa sabía cuan tierno y dulce podía ser. Sólo el dolor
podía volverle así.

Comenzó a desnudarse lentamente, sin dejar de mirarle, sin dejar de sentir la mirada de él como un cuchillo que
quisiera herirla.

Se quedó de pie ante él, inmóvil,como una estatua esculpida en mármol, esperando que le diera la vida de nuevo
con su amor.

Ricardo se acercó, sus manos y sus labios le recorrieron el rostro y el cuerpo. Ella temblaba bajo sus caricias,
estremecida y feliz. Era sólo el comienzo...

El aún estaba lleno de reservas. Aún quería creer que sólo era deseo... Pero ella sabría demostrarle que era amor, y
amor para siempre.

La boca que besaba por entero su carne desnuda, fue ascendiendo. Ahora la sintió en sus senos magullados y sus
besos fueron como el agua fresca de un manantial que calmaba el dolor que la había calcinado y enloquecido pero
que, al mismo tiempo, le había hecho más hondo el verdadero sentimiento que la poseía.

Ahora la boca de él estaba junto a su boca. Teresa le rodeó la cabeza con sus brazos, empinándose sobre la
punta de sus desnudos pies, y fue la primera en besarlo.

En su beso había entrega,, pasión... y una muda súplica de que él la comprendiera. Sus bocas se juntaron ahora
febriles. Todo su ser estaba en ellas. Toda la entrega de sus cuerpos excitados estaban en sus besos...

De nuevo, sin dejar de besarse, los dedos de él llegaron hasta sus senos. Acariciaron su dureza, parecieron querer
comprobarla...

La soltó de golpe, tan brutalmente que ella se tambaleó.

Ricardo aspiró hondo. Estaba pálido y tembloroso, pero su mirada seguía siendo fiera.

-Tu cuerpo responde a todos mis estímulos del mismo modo que me respondiste siempre... Si fuera un petulante,
que no lo soy, diría que no te sacrificaste tanto, al fin y al cabo, para conseguir mi nombre...

-Tú sabes que te quería entonces. Que te quiero... Te lo he demostrado...

El se echó a reír. Pero su risa fue mucho más amarga que lo cruel que él deseaba que fuera.

-Olvidas que soy médico. Tus reacciones son las propias de una mujer joven, sana y apasionada que se deja llevar
sencillamente por sus propios apetitos sexuales, no importa cual sea el macho con los que los comparta.

Le echó bruscamente la ropa que ella se había quitado. Por un momento, cuando la tuvo entre sus manos, notó el
perfume que emanaba de ella, el perfume de Teresa y se estremeció.

-Vístete -dijo-. No quiero que cojas una pulmonía. No me apetece tenerte como paciente. Tendría que enviarte a
otro médico.

Teresa, trémula, recogió la ropa y la estrechó contra su cuerpo, tapándose a medias.

-Ricardo... Te quiero y me quieres... Es absurdo que te tortures y me tortures así. Si fui innoble contigo, si te
engañé, lo he pagado con creces. Te quiero... He estado a punto de ser tuya, de entregarme a ti y era por amor, sólo
por amor. Como lo fue en Maranges.
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El se había alejado de ella y estaba ahora apoyado en su mesa de despacho. Encendió un cigarrillo con fingida
calma. Respondió:

-Es inútil que intentes jugar de nuevo conmigo. Ya no lo necesitas y yo te conozco demasiado bien ahora para caer
de nuevo en tus redes. En cuanto a ti... Tienes una naturaleza muy fogosa. Te hubieras entregado del mismo modo a
cualquier otro que te hubiera apetecido.

-¡Ricardo! -sollozó ella-, ¡No tienes derecho a hablarme así!

El rostro de él se crispó de dolor.

-¿A cuántos has pertenecido desde que te casaste conmigo? A Nacho, naturalmente... Pero Nacho es un crío para ti...
¿A cuántos más?

Terminó desesperado:

-No eras virgen precisamente cuando te conocí» ? El vergonzoso simulacro de matrimonio conmigó no iba a cambiar
tus costumbres.

Sin responder, Teresa empezó a vestirse. Teresa se volvió de espaldas y sacó unos documentos de un cajón.

-Esto es lo que acabo de recibir.

Los firmó con rabia. La pluma estilográfica raspó el papel hasta parecer que lo había rasgado.

-Ya está. Espero que no necesites nada más. Pero si es así, sólo pienso tratar con tus abogados. No deseo verte
nunca más.

Teresa se arrebujó en su chaquetón de piel. Estaba aterida, pero no era de frío. El dolor que la embargaba parecía
haberle helado la sangre.

Recogió los documentos y los guardó. Antes de irse miró por última vez al hombre que amaba, al que aún era su
marido. Sintiéndose profundamente desgraciada y totalmente deshecha por dentro, aún suplicó:

-Sólo te pido que no me odies demasiado. El hizo una mueca que quiso ser una sonrisa.

-Pensando en el porvenir que te espera en ese mundo en el que te mueves, casi me das lástima. Ahora tendrás
mucho dinero. Y siendo rica, hermosa y seductora, conseguirás a todos los hombres que quieras... Satisfarás todos tus
caprichos...

Se miraron un instante, presos los ojos del uno en los del otro. Ricardo continuó diciendo:

-Pero siempre te encontrarás vacía, sola... Porque eres incapaz de sentir, de verdad, el auténtico amor.

De dar valor a las cosas importantes de la vida. Tu propio egoísmo será tu castigo.

Teresa dio media vuelta y salió sin decir adiós.

Notaba en su espalda la mirada de Ricardo. En sus oídos resonaban sus palabras, su sentencia. Y unas destacaban
entre todas: «Vacía y sola»

CAPITULO XÍII

Un final cerca del cielo

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Se aburría. Sí, Madrid, su ambiente de siempre, sus antiguos amigos, ¡todo quedaba ya tan lejos de ella! Y
Nacho...

Nacho se emocionaba cada vez que se encontraban, y se encontraban siempre, ya que «su mundo» era el mismo.
Pero presentía que Nacho aunque sufrió cuando ella le dijo que ya nada podía ser posible entre los dos, en el fondo
creía que se había sentido liberado. ¡Era tan joven! Tan joven y vulnerable como lo era ella antes de conocer a
Ricardo.

La vida, hasta entonces, sólo había sido como un juego. Ahora Nacho, con su discoteca, se había puesto de moda.
Antes era un «chico bien» y tenía un gran partido entre sus amigas. Se lo disputaban. Estaba viviendo plenamente una
loca y divertida juventud, sin ataduras... Sólo que, cuando estaba frente a Teresa, su pulso y su corazón seguían
acelerándose.

-Nadie podrá ser para mí lo que has sido tú -le decía-. Mi primer amor. No podré olvidarte.

Quizá no se olvidaba nunca del todo un primer amor, una primera experiencia. Como no se olvida la adolescencia ni
la infancia, pero nadie se queda anclado en ellas.

El amor era otra cosa...

Ahora Teresa sabía plenamente lo que era el amor. Lo había vivido con toda intensidad. Despertado a él hasta la
locura. Y lo había perdido porque, cuando lo halló en su vida, aún era una chiquilla alocada que se creía que todo le
estaba permitido y no supo jugar limpio, enfrentarse al hombre al que había encontrado, al que debió ser el hombre
de su vida.

Lo había amado ¡y cómo! Se habían pertenecido el uno al otro con una pasión total que iba mucho más allá de
mundo de los sentidos. Una pasión que a ella la había convertido en toda una mujer, con corazón y sentimientos. Y
así lo había amado, con todos los matices que iban, desde la admiración a la locura pasando por la amistad, la
camaradería, la ternura...

Pero él la había despreciado brutalmente. Mostrándose como en realidad no era. ¡Qué grande tuvo que ser su
desengaño para que luego la pudiera despreciar hasta tal punto!

Sí, se aburría en Madrid. Y peor que eso. Vivía desasosegada. A nadie podía hablarle de su angustia, de su dolor.
«Chica, que "chollo" haber heredado tanta pasta y a tu edad. Libre e independiente ¡qué envidia!» le decían las
amigas. Y ella no podía responderles que se sentía hundida, destrozada, incapaz ya de albergar una ilusión.

Llamó a Ricardo Sanchezló. El estaba en el secreto de todo. El era el que la había aconsejado... No supo
por qué lo hizo. Quizás por que era un hombre maduro, con experiencia de la vida y a ella, ésta le pesaba
sobre los hombros como si ya tuviera cien años. Pero Sanchezló se encontraba ausente.

Decidió irse a la Costa del Sol. Eso era lo que solían hacer los ricos desocupados como ella. Era lo único que
tenía: dinero. Y la verdad era que éste no le había proporcionado ni un minuto de felicidad.

Teresa conocía bien la Costa del Sol en verano, pero era el primer invierno que iba allí, aunque casi era un invierno
cercano a la primavera. Sin embargo, en Marbella, donde se instaló, la primavera había estallado ya llena de luz y
color. O quizá fuera que Marbella era ya en sí una auténtica primavera, una total fiesta continua.

Se instaló en el «Meliá Don Pepe». Recorría a pie, mirando tiendas, o bien cogía el Mercedes del abuelo y se llegaba
a Puerto Banús... Se aburría. Tanto o más que en Madrid. Se encontró con conocidos, pero los rehuyó. No tenía humor
para fiestas y reuniones.

-Esto está mejor que en Verano -le dijeron-. Tiene más clase. Están los habituales. Gente con solera. En julio y
agosto viene mucho turismo y no siempre rico...

Rechazó las invitaciones y siguió sola. Quizá porque la soledad la llevaba dentro de sí. Se había convertido ya en su
mejor compañera. Sabía que no era bueno lo que hacía: complacerse en su propio dolor, en la rememoranza y la

59
nostalgia de los días felices de su loco amor con Ricardo. Pero no podía remediarlo. Y, lo que aún era peor, no quería
remediarlo.

Una mañana fue al Club de golf de la urbanización Los Monteros. Pensó que necesitaba un poco de ejercicio... Allí se
encontró con Ricardo Sanchezló.

Cuando el la vio, acudió presuroso a su lado.

-¡Tereque! ¡Pequeña! ¡Qué grata sorpresa!

Se besaron en ambas mejillas con auténtico afecto. Ella le sonrió.

-¡Cuánto me alegro de verte! Y no es una frase de cumplido. En Madrid te llamé. Quería hablar contigo... Mejor
dicho, necesitaba hablar contigo...

Sanchezló la contempló unos instantes.

-Te has convertido en toda una mujer. Una bellísima mujer.

La vio más delgada, con un cuerpo inverosímilmente esbelto, con una gran elegancia natural. El rostro se le había
afilado, marcándosele los altos pómulos que le daban mayor atractivo a su cara, y ahora sus ojos azules parecían
oscuros, menos luminosos, llenos de misterio. Sanchezló se dio cuenta de que había sufrido y el sufrimiento la había
madurado. Pero el sufrimiento no siempre es bueno.

-¿Problemas? -preguntó.

Ella asintió.

-Sí. Era de esperar, ¿no? Es difícil que las cosas salgan totalmente a la medida de nuestros deseos.

Sanchezló se inclinó hacia ella.

-¿Se trata de tu... marido? Creí que estabas ya tramitando la separación, ahora que todo lo de la herencia estaba ya
arreglado.

-Así es. Y esta muy adelantado.

Los perspicaces ojos del hombre se clavaron en los suyos.

-Y eso no te hace feliz, ¿verdad?

Ella le sostuvo la mirada.

-No. No me hace feliz en absoluto.

-Quizás hubiera sido preferible encontrarse con un truhán que con un hombre honrado.

-Quizás...

Sanchezió estaba acompañado de unos amigos. Le esperaban para continuar el juego.

-Iré a buscarte para cenar juntos esta noche. No sé en qué podré ayudarte, pero debemos hablar. En cierto modo,
me siento responsable. La idea fue mía...

Sí, la idea había sido suya... Y ahora Teresa pensaba que hubiera sido preferible haberse casado con él como quería
el abuelo. Por lo menos, por parte de ella, el pacto no hubiera entrañado el menor peligro.

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Estaban cenando en «El Rodeo». A pesar de lo exquisito de la cena, Teresa apenas la probó. En su lugar, se lo contó
todo a Sanchezlo y, más de una vez, tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no echarse a llorar.

Quando le narró la última entrevista, cuando Ricardo la humilló hasta tal punto, Sanchezlo se limitó a responder:

-Ese hombre, dada, su forma de ser, ha de estar totalmente loco por ti y muy desesperado, para haberse
comportado de tal forma.

Ella abrió mucho los ojos, sorprendida.

-Me dijo que me odiaba, que me despreciaba. Me humilló hasta tal punto para que me diera cuenta de que me
Consideraba una cualquiera... No quiere volver a verme. Todo trato ha de ser a través de los abogados.

Sanchezlo encendió un cigarrillo y sonrió.

-Lo has vuelto loco y no me extraña. Eres una mujer totalmente adorable y si vuestro idilio fue tan apasionado como
dices... No quisiera estar en su piel...

Contempló a la joven y rectificó, con admiración:

-O mejor dicho, sí quisiera estar en su piel. Ser querido por ti como lo quieres a él.

-Lo he querido, pretenderás decir. Ahora lo odio. Se cree un ser superior, puro... Y me desprecia, como si yo no fuera
un ser humano.

Su acompañante le tomó una mano por encima de la mesa y se la oprimió con cariño.

-Te quiere y tú le quieres a él. Y sois todavía marido y mujer... Si lo dejas escapar, no serás la chica inteligente que
siempre he creído que eras.
Continuó, mirándola a los ojos:

-Me dio miedo casarme contigo, porque sabía que no podría separarme después. Y si tú me lo exigías, me habría
deshecho la vida. Mi vida cómoda de solterón rico y egoísta, pero también la paz de mi espíritu, la tranquilidad de mis
sentidos para siempre. Porque tú eres de esa clase de mujeres que se le meten a uno muy adentro, y ya no se pueden
olvidar ni substituir por nada ni por nadie.

Las azules pupilas lo contemplaban con un brillo , sospechoso de lágrimas.

-¿Cómo quieres que ese Ricardo Sánchez López, un hombre íntegro y puro, dedicado al trabajo y al estudio, un
hombre nada frivolo, pero sí muy hombre y apasionado, haya podido olvidarte? Eso no te lo crees ni tú.

-Fui en su busca con una excusa y él me humilló...

-El estaba más desesperado. El era el que había sido burlado. El sí podía sospechar que ibas porque aún no se te
había acabado el capricho.

Miró la hora.

-¿Quieres que vayamos a algún sitio después de cenar?

-No me apetece. Gracias. Y si tú no me puedes dar una solución...

-La solución está en tu mano. Ve en busca de Ricardo...

-El me rechazará -dijo alzando la mano.

Sanchezió se echó a reír.

61
-Eva supo hacerle comer a Adán la manzana.

Desde entonces, las mujeres habéis aprendido mucho...

Se llevó la pequeña mano a los labios.

-Y luego, querida, cuando lo hayas conseguido otra vez, no lo sueltes. La felicidad es algo muy difícil de alcanzar.
Pero tú tienes todos los triunfos en tus manos. Basta conque sepas utilizarlos, pero esta vez al servicio de la verdad.
De un sentimiento muy hermoso y único.

Dejó el dinero sobre la bandejita con la nota y ambos se levantaron. Hacía una noche cálida y suave... Pero Teresa
añoraba las altas cumbres en las que hacía frío incluso en verano. Ella no precisaba otro calor que é\¡ de los besos y
los brazos de Ricardo.

Al despedirse, frente al hotel Don Pepe, Sanchezlo le dio el último consejo:

-Antes de irte a ese lugar pirenaico donde te espera el amor, detente primero en Madrid.

Ella lo contempló sorprendida. Sanchezló rió.

-Sólo el tiempo preciso para decirles a tus abogados que paren todo trámite. No sea que os pille la separación en la
cúspide de vuestra exaltación amorosa. Hacer nuevos papeleos es siempre engorroso.

Teresa correspondió a su risa e, impulsiva, lo besó en las mejillas.

-Gracias -dijo-. Gracias por haber sido lo suficiente egoísta como para no haberte sacrificado para solucionarme el
problema y haber encontrado el medio de hacerlo. De no ser por ti, nunca me hubiera casado con Ricardo.

-Con tu Ricardo, querrás decir. Porque yo también soy Ricardo pero, desgraciadamente, nunca seré el tuyo.

La tomó por la barbilla y la miró a los ojos. Ahora parecían reflejarse en ellos todas las estrellas del cielo.

-Hazle comer la manzana... Ninguno de los dos os arrepentiréis. Por lo que me has contado de él, estáis hechos el
uno para el otro.

La besó sobre los brillantes ojos.

-Y cuando la haya mordido, espero que encontréis el paraíso, en lugar de perderlo.

Sus palabras encerraban un tono de nostalgia, pero Teresa no lo percibió. Sólo tenía un pensamiento: Ricardo.
Ricardo la amaba, seguro. Se mostró hiriente porque estaba herido, porque la quería con desesperación. Porque
estaba lleno de dolor.

Y ella sabría cómo calmar ese dolor para toda la vida.

Aunque siempre se le habían dado bien los coches, el jeep que había alquilado le producía cierto respeto,
sobre todo conduciéndolo por aquella abrutpa carretera de alta montaña.

Haciendo caso a Sanchezló, se había detenido en Madrid, a su regreso de Marbella lo justo para suspender todas las
diligencias que le tramitaban los abogados. Estos se quedaron perplejos. En menos de quince días, había pasado de
quejarse por la lentitud que llevaban sus asuntos, a rogarles que lo anularan todo.

-Ya hay papeles presentados en el juzgado -objetaron.

-Arréglenlo. No queremos separarnos.

Y utilizó el plural «queremos» entrecruzando los dedos para que fuera así. Para que Ricardo tampoco quisiera.

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En su consulta le dijeron que el doctor Sánchez se había ido a pasar el fin de semana a Maranges.

-Podemos darle su teléfono si lo necesita.

-No, gracias. No hace falta.

No. No necesitaba el teléfono. Al contrario. En cuanto llegara a la guarida del hombre solitario que era su marido,
era capaz de cortar el hilo telefónico, e incomunicarse con él allí, hasta haberlo seducido por completo, aunque para
ello necesitara toda la vida.

Se rió de sus pensamientos. Toda la vida para seducirlo. Y toda la vida seducido si lo conseguía...

Contempló las maravillosas montañas que aún estaban llenas de nieve aunque ésta ya se había fundido en la
carretera. Respiró a pleno pulmón aquel aire tan limpio. Evocó el rostro de Ricardo y murmuró:

-Amor mío, no seas tonto. Sabes perfectamente que te quiero. Siempre lo has sabido. Pero eres un testarudo. Sólo
que yo soy más testaruda que tú.
Y en el corazón parecían nacerle alas que le empujaban hacia él, hacia aquel lugar cerca del cielo, donde había sido
tan feliz y estaba dispuesta a volver a serlo.

Ricardo encendió la pipa con una brasa de la chimenea. Las altas llamas de ésta con su danza ritual, le evocaban
vivamente recuerdos que, inútilmente, intentaba olvidar.

No había vuelto allí desde que fuera con Teresa. No podía resistirlo... Sin embargo, tenía que afrontar la realidad.
Probablemente en aquellos momentos la separación de Teresa y él era ya un hecho y se lo comunicarían de un
momento a otro.

Tenía que volver a ser él, reorganizar su propia vida, relegar al desván los recuerdos la imagen de Teresa, el falso
amor que ésta le demostró.

¡Falso, falso, falso! Falso todo en ella que parecía la más sincera de las mujeres.

Falsas las horas de pasión y de locura vividas allí; en aquel lugar apartado del mundo. Falsos los besos que respondían
a los suyos con fingida fiebre, con ansia, con deseo... Falsa la pureza con que se quedó desnuda ante él, como una
virgen pagana, deslumhrándolo con su belleza, aceptando su mudo y extasiado homenaje cuando la contemplaba.

Falsa la dulzura conque se plegaba a su cuerpo, apoyando la rendida cabeza en su pecho, semivelado su rostro por
la espléndida mata rubia de su pelo..

Falso el temblor de aquel cuerpo perfecto mientras él lo acariciaba de pies a cabeza, enloquecido por el raso de
aquella piel de alabastro que se estremecía bajo sus dedos y parecía anhelar la entrega de su amor.

Falsa la locura conque pareció responder a la suya. Falsos los besos las caricias compartidas. Falso el
estremecimiento del espasmo que lo enloqueció y que le hizo derrumbarse y derramarse en ella, fundiéndose por
entero en la entrega total del acto amoroso.

Falsa la ternura, la languidez, las maravillosas palabras dichas junto a su oído. Falsa la mágica cantinela de cuando
le musitaba al parecer, transportada de amor:

-Tuya... Tuya... Tuya... Tuya para siempre.

Crispó el puño derecho y golpeó con él contra la chimenea hasta desollarse los nudillos. Gimió:

-¿Por qué, Teresa, por qué? ¿Por qué yo que nada te había hecho, que ni sabía siquiera que existías?

Ahora la llevaba grabada día y noche a fuego en su frente. En la cama sus manos la buscaban con desesperación y
acariciaban las frías sábanas, necesitando el calor tibio de su cuerpo, el palpitar de su sangre.

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De día, parecía verla en todas partes. Cada vez que se abría la puerta de su consultorio, le parecía que era ella que
volvía.

¡Volver! Fue tan grosero, tan brutal con ella la última vez que estuvo allí... Quiso verla desnuda y luego, le tiró la
ropa, despreciándola...

Sólo que no era desprecio, sino dolor y celos. Y locura también.. Estaba loco por ella. Si la tuviera allí ahora no la
dejaría marchar. Antes la mataría y se mataría con ella.

Oyó llamar a la puerta y se sobresaltó. Luego, se alisó el cabello intentando calmarse. Se sentía febril. El recuerdo
intenso de Teresa, allí donde él había sido tan feliz con ella, lo había alterado por completo.
-Ya va...

Bajó en dos zancadas las escaleras que lo llevaban a la entrada, que era a la vez la cocina, y abrió. Se quedó
inmóvil, creyendo que era víctima de una alucinación.

Envuelta en su chaquetón de piel, Teresa parecía aterida. El jeep conque había llegado hasta allí estaba arrimado a
un lado del camino.

-¿Puedes darle posada a un peregrino? Aunque abajo en el valle, ya quiere asomarse la primavera, aquí hace un frío
terrible. Estoy tiritando.

El apretó los puños para no extender sus brazos hacia ella.

-¿Qué quieres?

Ella lo miraba con aquellos ojos azules que tenían ahora el color del cielo entre aquellas montañas.

-Ya te lo he dicho: posada. Aquí fuera, hace frío y yo necesito el calor de tu hogar, de tu chimenea encendida, de tu
corazón si, como creo, todavía me amas.

-Has hecho el viaje en balde... -comenzó a decir él.

Ella le interrumpió risueña, pero en su mirada había una desesperada súplica.

-Por favor, decídete. ¿No podemos discutirlo dentro? Aquí corro el peligro de morir congelada.

Ricardo se echó a un lado y la dejó pasar. Teresa, con la cabeza erguida, cruzó ante él y se dirigió al «puela».

-Está apagado -dijo-. Me hubiera apetecido tomar una taza de café.

-Tengo la cafetera arriba en la chimenea.

Se maldijo a sí mismo por haberlo dicho. Ella, decidida, se dirigió a las escaleras.

-Estupendo.

No le quedó más remedio que seguirla. La vio acercarse a la chimenea y el reflejo de las llamas en su hermoso rostro
acabó de volverlo loco.

-¿A qué has venido?

Teresa se volvió. Antes de decirlas, llevaba reflejadas en el rostro sus palabras:

-A decirte que te amo, que no puedo vivir sin ti. Que he parado todo trámite de separación... Porque soy tu mujer,
legal y verdaderamente. Y quiero seguir siéndolo mientras viva.

-Eso es una locura.


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-Sí -respondió ella riendo-. Una locura. Tú eres mi locura. Y no quiero recuperar la razón.

El se acercó a ella pero cruzó los brazos a la espalda.

-No soy nadie y tú eres rica...

-Pues renuncio a todo y en paz. Si es el dinero lo que se interpone entre los dos, es fácil arreglarlo;

-No es sólo eso. Me engañaste...

-¿Cuándo? -le interrumpió ella-. ¿Cuándo en tu consulta el primer día te conté un cuento o aquí -y señaló el lecho-
donde me pasé tres días enloquecida de amor y de pasión. Dándome a ti por entero.
Diciéndote cuánto te amaba, mientras tú borrabas a besos las lágrimas qué el amor y la emoción me hacían derramar?

Se acercó a él y le rodeó el cuello con sus brazos.

-Debo de ser una consumada actriz, ¿no crees? Y además, una pesada. Es la tercera vez que vengo a buscarte. Y
ésta vez he llegado hasta tu guarida...

-Teresa...

La boca de él cayó sobre su boca. Fue un beso desesperado glorioso a la vez. Se fundieron los dos en un apretado
abrazo. Sobraban las palabras. El amor lo había invadido todo ya, haciendo inútiles las explicaciones.

Fuera quedaba el mundo, la civilización, los problemas... Allí dentro, donde casi la tierra se juntaba con el cielo, sólo
un hombre y una mujer,

Antes de que Ricardo la depositara en el lecho, Teresa sacó una manzana:

-Muerde -dijo-. Yo la morderé también. Es como un símbolo de que siempre estaremos juntos. En el infierno o en el
paraíso, pero juntos hasta el final.

Cuando, al fin, se juntaron plenamente, los dos supieron que habían hallado el paraíso.

FIN

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