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Al otro lado del

Arcoíris

Dan Rosendo
Al otro lado del arcoíris
Dan Rosendo

Primera Edición, 2021.


Quinto Sol, Ediciones Artesanales.

Revisión: Ambar Celeste Resendis, Anónimo.

Queda prohibida, sin la autorización del autor,


la reproducción total o parcial de esta obra,
por cualquier medio o procedimiento.

REGISTRO EN TRÁMITE
Impreso en México – Printed in México
A Rocky, mi compañerito, mi amigo,
mi hermano.
Gracias por enseñarme que el amor
no siempre se expresa en lenguaje humano,
a veces ladra.

Al profesor Juan Salomé Rosendo Escobar:


Después de todo, sin que me hubieras
sembrado el gusto por los libros, no hubiera
podido nunca jugar a ser escritor.
¡Gracias, Papá!
A manera de prólogo.

"Hasta que no hayas amado a un animal, una parte de tu


alma permanecerá dormida."
Anatole France.

E l escritor Dan Rosendo, desde su


experiencia muy personal, nos comparte
en esta novela cómo, poco a poco, día a
día, entre sorpresas y altibajos, él y su esposa
construyeron una relación familiar que se volvió
vínculo inquebrantable con su compañero de
cuatro patas. Una relación donde,
parafraseando, "el amor no impone correas",
que está llena de aprendizaje, empatía y respeto
por aquellos a los que consideramos criaturas
irracionales.

Y es que… es tan poco los que nos piden


y tanto lo que nos enseñan estos seres sin
esperar nada a cambio, que bien pudiéramos
darnos la oportunidad de amar como lo hacen
ellos, en su forma más pura, sincera e
incondicional, esa que está llena de gratitud y
lealtad.

Si aprendiéramos, pues, a valorar, amar


y respetar a todo ser viviente que nos rodea, la
nobleza coronaría nuestra humanidad
haciéndonos superiores en toda la extensión de
la palabra.

Keila García L.
Atramentum in Anima
Dan Rosendo

Querido amigo:

H ace varias tardes que he caído en


cuenta que no es lo mismo ir a
caminar por las vías y, luego de
oír el silbato del tren de las 5:00 p.m., mientras
pasa con su eterno traqueteo sobre los rieles
haciendo que la tierra se estremezca bajo sus
ruedas, salir disparado tras él, tratando de
alcanzarlo. No me divierte ya correr tras las
palomas que anidan en el campanario de la
catedral, ahí, en el zócalo, para, después de
asustarlas, verlas volar libres sobre el cielo de
la ciudad mientras escucho el regaño de la
ancianita que me acusa de no dejarlas disfrutar
las migas de pan que la gente les arroja para
que las coman; he tratado de hacerlo para no
extrañarte, pero no, no se disfruta igual desde
que te fuiste.

Las tardes me envuelven en su silencio


monótono y fastidioso mientras veo el caminar
lento de las manecillas en la cara del viejo reloj
de la alameda los fines de semana al sentarme
en la banca donde solíamos estar, y cuando el
chorro danzarín de la fuente trae a mi memoria
tus travesuras, comienzo a sentirme solo,
envejecido, triste y aburrido sin ti.

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Al otro lado del Arcoíris

En casa, una lágrima terca, que insiste


en escapar de los ojos de Paty cada vez que mira
tu cama vacía, logra por fin dejarlos y resbala
por sus mejillas para acompañar al recuerdo de
tus pasos en la escalera, ella no te olvida, te
llama en susurros con la ternura de siempre, y
yo tampoco puedo olvidar a mi compañerito de
correrías y a mi cómplice de aventuras.

Dejaste mucho de ti en nuestra vida;


tanto, que aprendimos a verla, a entenderla
desde la perspectiva de tu mirada, y ahora
intentamos vivirla todos los días bajo la pauta
que tu amor silencioso nos enseñó. Aprendimos
de ti a apreciar la belleza en las flores y lo
reconfortante de la brisa cálida en las tardes
soleadas, a tomarle más sabor a nuestros
momentos, al pan o al queso que tanto
gustabas comer, a querernos más y a encontrar
lo bueno y lo bello en cada detalle, por tonto e
insignificante que pueda parecer.

Sigues haciéndonos falta. Cuando


amanece, hay un hueco enorme en el espacio
de la cama donde te recostabas al despertarnos,
exigiendo mimos y caricias antes de dejarnos ir
a nuestras ocupaciones. Ya nadie juega en la
sala arrancándonos carcajadas, y el asiento de
atrás, en el coche, se siente vacío porque ya no
te asomas a través de las ventanillas a disfrutar
del viento y el sol.

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Dan Rosendo

Por eso deseo hablar de ti, porque cada


rincón de la casa está lleno de tus memorias,
porque al tomar tus juguetes, parece que me
preguntan por tu regreso cuando los tengo en
mis manos, entonces hago un recuento de las
lecciones que me dejaste. Contigo encontré
respuestas que busqué hasta el cansancio en
personas equivocadas, y que al final logré
hallar, por increíble que pueda parecer, en lo
sencillo y pequeño de tu ser, y en la inmensidad
de tu corazón.

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Al otro lado del Arcoíris

I. Las luces se encienden, la


historia comienza

a husky iba de un lado a otro

L intranquila y ansiosa, su respiración


se agitaba y por breves momentos se
tumbaba sobre el suelo del granero
para volverse a levantar mientras lloraba
discreta, las contracciones habían empezado
hacía pocas horas de forma gradual,
impidiéndole moverse cada vez más.

Cansada, por fin, se tiró sobre un


montón de paja mientras su respiración se
aceleraba descontroladamente, los espasmos se
intensificaban como preludio al terrible dolor,
anunciándolo con los movimientos rápidos de
su abdomen
Afortunadamente no enfrentaba sola el
difícil trance, Lucio la vigilaba; la mirada del
hombre, preocupada y ansiosa, no se apartaba
de ella mientras esperaba la llegada de su
mujer, que había ido a la casa a toda prisa para
traer algunos enseres que serían necesarios
para auxiliarla.

Lucio y Manuela habían esperado el


momento desde hacía varios meses, cuando
una tarde de aquel verano lluvioso supieron del

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Dan Rosendo

emparejamiento de Jack Jack con Laika; era de


esperarse, la cercanía de ambos fue notoria
desde la llegada del macho a la granja.
Jack Jack era un ejemplar hermoso y
jovial, de patas fuertes y pelaje oscuro, gustaba
de correr a través de los maizales mientras su
estridente ladrido se dejaba escuchar al viento,
asustando a las parvadas de pájaros que se
posaban sobre la milpa. sus maneras
contrastaban con la aparente delicadeza de
Laika, mesurada y graciosa, de suave pelaje
color plata y mirada profundamente azul.
La rústica puerta del granero se abrió
bruscamente dando paso a Manuela, que llegó
trastabillando emocionada, llevando en sus
manos una bandeja con agua tibia y lienzos
limpios.

‒¿Ya comenzó? ‒Preguntó a Lucio


mientras ponía la bandeja en un taburete y se
inclinaba para acariciar el lomo de Laika.
‒Todavía no ‒respondió su marido‒, pero
ya falta poco.

Él se inclinó también y le sujetó la pata


derecha delantera, apretándola suavemente,
intentando reconfortarla.

‒Tranquila, buena chica, tranquila.

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Al otro lado del Arcoíris

Laika lo miraba inquisitiva, como si


quisiera encontrar en su dueño la respuesta a
aquello a lo que por primera vez se enfrentaba.
“¿Tenía que sentir como si sus huesos se
rompieran y sus miembros se desgarraran?
¿Siempre era así?”, parecía preguntarse.
***

Su cuerpo había cambiado de pronto, su


abdomen se abultó un poco más con el pasar de
los días; poco a poco fue perdiendo su agilidad
y aumentó su necesidad de comer y dormir
hasta que su peso le impidió correr cruzando el
maizal a toda velocidad, como acostumbraba.
Por las noches algo se movía por dentro, a veces
lastimaba, a veces hacía cosquillas y dejaba ver
protuberancias que se movían bajo su piel.

***

Jack Jack se había ido, habían venido


por él hacía pocos días, pero había dejado
dentro de ella el aliento que se convirtió en
huesos y tejido animado, en el latir de lo que
había crecido y ahora emergía desde su interior
para respirar y sentir.

Afuera caía la tarde, los gorriones


cantaban sobre las copas de la arboleda, y el
viento fresco que anunciaba la lluvia movía las
flores, como incitándolas a danzar sobre la
hierba recién cortada.

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Dan Rosendo

Una llovizna tenue comenzó a caer


mojando la hierba mientras el cielo se adornaba
con un reluciente arcoíris que apareció sobre él,
y que parecía conectar a la tierra con algún
lugar de la eternidad para servir de puente a los
cuatro espíritus que descendían en alocada
carrera, y que, a cada pisada de sus patitas que
corrían valientes sobre él a enfrentar sus
destinos inciertos atendiendo así a la invitación
de la madre tierra, parecía incrementar su
iridiscente brillo.

Laika lloraba lastimera mientras la vida


se abría paso desde el puente del arcoíris a
través de su cuerpo, Lucio le sujetaba la pata
afectuosamente y Manuela limpiaba con un
lienzo humedecido de agua tibia la nariz de la
recién llegada.

‒¡Una hembra! ‒Gritó Manuela, loca de


contenta.

Laika aulló dolorida. Una nueva


contracción, e inmediatamente asomó un
cuerpecito más.

‒¡Otra chica! ¡Vamos, Laika! ¡Tú puedes!

La mujer recibió un tercer cuerpecito


mientras su marido intentaba confortar a Laika
acariciándole el lomo.

‒¡Es la tercera! ¡Otra hembra! ¿Ya


terminamos?

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Al otro lado del Arcoíris

‒Espera, mujer, ¡ahí viene otro!

Nuevas contracciones y, después de


ellas, fue Lucio quien se encargó de la
bienvenida

‒Mira, Manuela ‒dijo con el rostro


rebosante de alegría‒, es un macho, el único
macho de la camada.

Manuela se lo quitó de las manos y


comenzó a limpiarlo. Laika intentó levantarse;
estaba cansada por el esfuerzo, pero la
ansiedad de conocer a sus hijos la hacía sacar
fuerzas desde lo más profundo de su debilidad.
Lucio la hizo recostarse con delicadeza y
Manuela le acercó a sus cachorros, que de
inmediato buscaron el seno de su madre para
alimentarse. Los hociquitos se amamantaban
sonoramente; Laika, ahora tranquila, los
acariciaba con lengüetadas suaves.
El macho fue el primero en soltar la
tetilla de su madre para hacerse bolita y
acurrucarse en su regazo mientras sus
hermanas continuaban alimentándose con la
sabrosa leche que su madre les producía. El
pequeño desconocía, sin duda, la gran historia
que protagonizaría, mientras que Laika lo
olfateaba y lo miraba con ternura maternal; de
sus cuatro cachorros era el más parecido a ella.

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Dan Rosendo

II. Somos una familia

E ra una mañana de viernes, como


cualquier otra mañana de viernes
en nuestras rutinarias vidas. Paty
hurgaba en su teléfono celular revisando las
notificaciones de sus redes sociales; deslizaba
su dedo sobre la pantalla del dispositivo
rápidamente, deteniéndose solo para dar sorbos
breves a la taza de café que le había servido y
leer aquello que consideraba importante.

Hacía poco tiempo que iniciábamos


nuestra vida en común, en la que todo parecía
marchar sobre ruedas; pero que de pronto se
dejaba absorber por nuestros respectivos
empleos.
Con el pretexto de rescatarnos de la
rutina, aprovechábamos los fines de semana
para hacer algo juntos, como salir a caminar
por la ciudad o ir a desayunar al bufet de la
calle Obregón. Algunas veces, después del
almuerzo, íbamos a la librería en busca de
nuestros autores favoritos, y ya con nuestros
tesoros adquiridos dentro de mi vieja mochila,
tomados de la mano, dábamos una vuelta en el
zócalo, tan concurrido los días de asueto.
Bajo la sombra de los tamarindos, los
transeúntes se detenían a mirar el trabajo de

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Al otro lado del Arcoíris

los artesanos que en ocasiones ponían en venta


sus obras, otros se ejercitaban junto a las
fuentes, o charlaban animadamente sentados
en las bancas situadas alrededor del pequeño
quiosco, siempre lleno de niños que juegan
animadamente entre sus barandales.
Durante esos paseos, Paty miraba con
especial atención a quienes salían a pasear con
sus amigos de cuatro patas, dejando asomar a
través de sus ojos el deseo, reprimido desde su
infancia, de tener uno también. La alergia que
venía padeciendo desde pequeña nos obligaba a
mantener la casa en estado de estricta limpieza,
para evitar estornudos y erupciones cutáneas,
y a escudar con un rotundo “No me gustan los
animales” el renunciar a tenerlo.

Pues bien, luego de una plática breve de


sobremesa, un par de rebanadas de panqué con
nueces y del café matutino que acostumbramos
por desayuno, salimos a toda prisa a abordar el
coche. Paty pasó a dejarme a mi trabajo y, luego
del beso de despedida, se perdió en la avenida
mientras manejaba rumbo al suyo.

Mi itinerario transcurrió con normalidad


aquella mañana. Luego de otro café servido de
la cafetera de encima de la mesita de al lado de
mi escritorio, de revisar las cuentas y poner al
día la situación financiera de la empresa, decidí
tomarme un descanso y mirar mi red social un
momentito; cerré los archivos con los que

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Dan Rosendo

trabajaba y abrí el navegador para ingresar;


pero, como casi siempre sucedía, no había en
mi muro nada relevante.
Un par de amigos continuaban la broma
sobre algo gracioso que mencioné la noche
anterior; alguien recomendaba la nueva
película que se estrenaba en la sala de cine del
centro comercial, y eran notorias algunas
reacciones poco amables a los comentarios que
hice sobre política nacional (¡qué asco de tema!).
Seguí revisando en busca de algo más
interesante, a mi parecer, cuando de repente
apareció ante mis ojos la foto de un precioso
cachorro que estaba de pie en el primer peldaño
de la escalera de la casa, supongo, del autor de
dicha publicación: un husky de lomo color plata
y sal me cautivaba con el azul de su tierna
mirada.
“Me mudo, por cuestiones de espacio no
puedo quedarme con él”, leí con atención,
“¿deseas adoptarlo?, llámame al…”
Ni siquiera lo pensé, tomé mi teléfono de
inmediato, mis dedos tamborilearon con
emoción sobre las teclas mientras rogaba por
no llamar demasiado tarde, no tardó mucho en
responderme la voz amable de mi interlocutor.

‒Muy buenas tardes, ¿con quién tengo el


gusto?

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Al otro lado del Arcoíris

‒Hola, me llamo Darío Ruvalcaba, vi tu


oferta en la red y me gustaría pedirte informes
sobre el cachorro, ¿aún está disponible?
‒¡Por supuesto que sí, señor Ruvalcaba!
‒respondió‒, ya tiene las primeras vacunas, está
sano y, como habrá leído, no es que no lo quiera
conmigo, más bien me veo obligado a dejarlo,
por eso lo único que pido es que lo reciban con
cariño y lo cuiden bien.
Hablamos largo y tendido sobre la
situación del cachorro y los pormenores de la
adopción, y agendé una cita para el día
siguiente; sería sábado y no habría problema,
puesto que no tenía que presentarme a
trabajar. Colgué y, al instante, como si alguien
me hubiera arrojado un balde de agua fría, caí
en cuenta de que venía la parte difícil: me había
adelantado en la decisión sin consultar a
Patricia.

Tomé nuevamente el teléfono y marqué,


rogando esta vez que mi mujer no se pusiera
difícil, al menos no tanto, para acceder a mi
precipitada decisión.

‒¡Hola, mi amor! ¿Cómo está la abogada


más linda del mundo?

‒Al grano, corazón ‒contestó adivinando


mis intenciones‒, tengo bastante trabajo. ¿Qué
quieres?

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Dan Rosendo

‒¿Qué crees? ‒respondí encogiendo mis


hombros‒ Alguien regala un cachorro precioso
y… no sé… pensé que podríamos adoptarlo… je,
je…

‒Darío ‒me respondió con el aire de


seriedad que solía utilizar al negarse a mis
peticiones‒, la casa es pequeña, y con el trabajo
no tendremos tiempo suficiente para limpiar
sus gracias, además, soy alérgica al pelo.
‒Pero… ya he quedado con la persona
para ver al cachorrito…

‒¡Ay, Darío! ¿Por qué decides así, sin


tomarme en cuenta? Lo discutiremos después,
estoy bastante ocupada ‒fue su respuesta antes
de terminar la llamada.
Dejé pasar un momento antes de volver
a insistir, volví a mi trabajo, y después, cuando
supuse que su molestia había menguado ya,
intenté nuevamente a través de un mensaje por
whatsapp:
‒Hola, ¿sigues enojada?
‒Sabes que no puedo estar enojada
mucho tiempo contigo; pero, ¿tienes que ser tan
inconsciente?, no podemos tenerlo, no pienso
pasarme el día limpiando suciedad, y del pelo
mejor no hablemos

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Al otro lado del Arcoíris

‒Pero tu alergólogo dijo que ya no tienes


tanto problema con eso… y que tienes que
acostumbrarte; además, yo puedo limpiar.
‒No insistas, amor, por favor, sé más
consciente de la situación.

Ante su negativa, lo único que se me


ocurrió fue enviarle la foto adjunta al anuncio,
la descargué y de inmediato se la mandé. Tardó
en responder aproximadamente veinte minutos.
‒Está bien, amor, tú ganas. ¡Vamos a
verlo! ‒contestó, y adjuntó a su mensaje una
carita sonriente con ojos de corazón.
***

Llegó, por fin, la mañana del sábado y


subí emocionado a ocupar el asiento del
copiloto en el coche. Paty arrancó y nos
dirigimos a la dirección que me habían
proporcionado. Luego de algunos minutos,
llegamos sin mucha dificultad.

Al llegar, bajamos del coche sin que yo


pudiera disimular lo ansioso que estaba,
deseaba ya tener al cachorrito en mis brazos.

‒Tranquilo, Darío ‒me dijo Paty


sonriendo emocionada, mientras hacía sonar el
timbre‒, pareces niño chiquito.

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Dan Rosendo

No tardó en abrir la puerta de aquel


modesto departamento un muchacho de
apariencia agradable.
‒Hola, ¿son Patricia y Darío?

Respondimos afirmativamente.

‒Pasen, por favor ‒nos dijo invitándonos


a entrar‒. Tomen asiento, ahora mismo lo traigo
para que lo conozcan.

Nuestro anfitrión se fue mientras Paty y


yo, tomados de la mano, mirábamos con
curiosidad las fotos que colgaban en las
paredes. A los pocos minutos, Joaquín, que así
se llamaba el muchacho en cuestión, volvió
trayendo en sus brazos al motivo de nuestra
visita para ponerlo sobre el regazo de mi mujer,
quien de inmediato comenzó a estornudar.

‒Como ya te comenté, no puedo llevarlo


conmigo ‒se dirigió a mí con un dejo de tristeza
en la mirada‒; quisiera, pero no puedo, y con
tantas noticias sobre maltrato animal no puedo
evitar tener miedo de dejarlo en manos de
cualquier persona.

‒No te preocupes ‒respondió Paty‒, al


verlo tan pequeñito, no me atrevo a negarle
nuestra casa, hacerlo sería casi como
abandonarlo. Quédate tranquilo, por favor,
nosotros no podríamos hacerle daño.

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Al otro lado del Arcoíris

Joaquín guardó silencio por un instante


muy breve, meditando, tal vez, en lo que Paty
acababa de decir, se notaba que le era difícil
separarse del pequeñito.

‒Voy a confiar en ustedes ‒contestó


esbozando una sonrisa que se desvaneció luego
de voltear a ver al cachorro una vez más y
acariciarlo‒, no me parecen malas personas, así
que, sin más, es suyo, quiéranlo y cuídenlo
mucho, por favor.

El cachorrito levantó la mirada y bostezó,


lo apreciábamos frágil, vulnerable, demasiado
pequeño aún para negarnos a él y abandonarlo
a su suerte.

‒Muy bien, amiguito ‒le dijo Paty sin


dejar de mirarlo con una ternura inusual
reflejada en sus ojos‒, no va a ser fácil, pero
habrá que adaptarnos. Darío y yo prometemos
cuidarte y quererte mucho, ¿te quieres ir con
nosotros?
El cachorro la miró a los ojos, se levantó
y puso su patita sobre su mano abierta,
respondiendo así a la proposición que mi mujer
le había hecho.
‒Creo que ya respondió a tu pregunta,
Paty ‒agregué mientras le acariciaba el lomo‒,
acaba de aceptar tu propuesta.

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Dan Rosendo

¡Y quién lo diría!, en ese momento


quedaba sellada una promesa que perduraría
mientras la vida lo permitiera, nosotros
recibíamos a un nuevo miembro en nuestra
pequeña familia y él no prometía no hacer
travesuras ni mantener limpia la sala; ahora
comprendo que su promesa era pagar lo que
recibía con el tesoro más bello e invaluable que
poseía: el amor tan grande que solo él era capaz
de dar y que cambiaría nuestras vidas
radicalmente.

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Al otro lado del Arcoíris

III. Amor es adaptarse

E sa misma tarde, Paty compró lo


necesario para hacer la estancia del
recién llegado más confortable: una
cama que, previniendo su crecimiento, todavía
le quedaba muy grande, el primer bulto de
croquetas que, por cierto, tardó en elegir hasta
encontrar las más nutritivas, a su parecer, y la
pelota dura que serviría para su salud dental y
que, siendo un adulto, seguiría siendo entre sus
juguetes, el que más le gustaba.

Luego de las compras lo llevamos a


revisión. El señor Alfredo, un veterinario amigo
mío, al que conocía hacía varios años por la
amistad que tenía con sus hijos, le hizo un
carnet para dar seguimiento a sus dosis y,
después de inyectar la vacuna correspondiente
(aunque le mencionamos que nos dijeron que
ya estaba vacunado, nos sugirió no confiarnos),
procedió a desparasitarlo.
Salimos del consultorio y nos fuimos a
casa. Durante el trayecto, el cachorro dormía
sobre mis piernas, mientras Patricia conducía
pensativa.

Después de un breve silencio, me


comentó:

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Dan Rosendo

‒Darío, ¿me dijiste que se trata de un


husky siberiano?

‒Sí, ¿por qué lo preguntas?


Al escuchar mi respuesta, Paty detuvo el
coche y volteó a mirarme sin poder disimular su
preocupación.
‒¿En qué estaba pensando cuando me
dejé convencer?, su raza es grande, la casa es
chica; ¡ay, Darío!, ¿y ahora?
Debo admitir que sonreí con cierta
malicia ante su preocupación, levanté al
cachorrito y le pregunté:
‒¿Quieres que lo regrese?

‒Supongo que no es lo correcto ‒me


respondió exhalando resignación‒. Ni modo,
está hecho.

***

Al entrar a la casa, corrió festivo por toda


la sala, saltó de sofá en sofá y mordió los cojines
al tiempo que gruñía sacudiéndolos con
brusquedad. Paty miraba con desagrado los
juegos del nuevo inquilino; cuidaba con mucho
esmero los muebles y no le agradaba la idea de
permitir que nuestro pequeño destructor
hiciera lo que no permitía ni a nuestros
sobrinos; sin embargo, respiró profundo e
intentó ser paciente.

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Al otro lado del Arcoíris

Cuando el cachorro se cansó por fin de


jugar, se echó debajo de la mesa de centro y se
quedó dormido.
***

Ese primer mes estuvo lleno de regaños


y discusiones. Nuestro amiguito ensuciaba en
donde apremiara su necesidad, y Patricia
gritaba a todo pulmón cuando descubría sus
gracias. con su llegada nos vimos obligados a
cambiar nuestra instalación de gas, puesto que
en una de tantas ocasiones en que debió
esperarnos en casa, destrozó la manguera a
mordiscos; por suerte, tengo la costumbre de
cerrar la válvula de los tanques siempre que hay
que salir; de otra manera, a consecuencia de la
fuga, pudo haber ocurrido una verdadera
catástrofe.

Tuvimos que acostumbrarnos a limpiar


el pelo que dejaba esparcido por toda la casa, a
limpiar sus desechos, a las consecuencias de
sus juegos, que casi siempre terminaban en
rupturas accidentales y pérdidas decorativas, y
a su carácter recio y rebelde, pues cada vez que
ella lo regañaba intentando enseñarle que el
único sitio en la casa que tenía permitido
ensuciar era el baño, le rezongaba con su
tierno, pero estridente ladrido.
***

20
Dan Rosendo

Fue en una tarde de fin de semana


cuando caímos en la cuenta de que aún no le
habíamos dado un nombre. Mirábamos una
película en la televisión, recostados en el sofá,
mientras él mordisqueaba mi tenis izquierdo.

‒¡Hey! ‒le grité sin disimular la molestia


en mi voz al darme cuenta de lo que hacía‒, ¡no
hagas eso!

‒Solo es un bebé, Darío ‒me reprendió


Paty con tono burlón, mientras se reía. Eso es
lo que yo le contestaba, riéndome a carcajadas,
cuando era víctima de las travesuras del nuevo
inquilino, y ahora se desquitaba devolviéndome
la broma‒. No le grites así a…¿cómo se llama?

Nos sentamos de inmediato dejando de


prestar atención a la película para elegirle un
nombre. Buscamos varios. Yo propuse llamarlo
Odín, Loki o Thor; su parecido a un lobo
pequeño motivaba mi imaginación,
remitiéndome a los hombres del norte que,
antaño, surcaron los mares y conquistaron
civilizaciones.

Pero a Patricia no le agradaban del todo


mis propuestas; siguió buscando, imaginando,
hasta que de pronto volvió la mirada al
televisor, su película favorita seguía
transmitiéndose.

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Al otro lado del Arcoíris

En la pantalla, el boxeador tenaz, de


calzoncillo de barras y estrellas, luchaba con
todas sus fuerzas por derribar al gigante ruso;
se veía lastimado, sangraba y tenía un ojo
cerrado por los golpes que había recibido.

Aun así, continuaba golpeando, trataba


de acorralar al rival mientras se movía con
agilidad por el cuadrilátero y esperaba atento el
momento de asestar el último golpe. En algún
instante trastabilló y cayó pesadamente sobre
la lona, pero se levantó con todas sus fuerzas y
continuó hasta lograr derribar a su oponente
con tremendo knockout.

“¡El ganador es: Roooockyyyyyy


Balboaaaaaaaa!” Anunciaba el réferi mientras
levantaba la mano del ganador.

‒¡Ya lo tengo! ‒me dijo Paty, liberándose


de mi abrazo y casi saltando por la emoción‒,
nuestro amiguito es terco, tenaz, le gusta
mucho luchar por lo que desea y siempre se sale
con la suya; por todo esto, se llamará justo así:
Rocky.

Me encantó la idea, sonreí y volteé a


mirarlo mientras el tema “Eye of the Tiger”, de
Survivor, se escuchaba por las bocinas del
televisor.

***

22
Dan Rosendo

Los días siguieron su imparable marcha,


y nuestro “periodo de adaptación” no parecía
terminar, siempre había una nueva travesura
que sacaba a Patricia de sus casillas, y Rocky
se resistía a comportarse adecuadamente.

Intentamos castigos: horas de encierro


en el patio, abstinencia de galletas y golosinas,
regaños y uno que otro chanclazo, administrado
moderadamente, pero el mal comportamiento
incrementaba con cada correctivo.

Las noches se convirtieron en un


verdadero suplicio; a pesar de tener una cama
mullida, limpia y abrigadora, se negaba a
ocuparla y prefería pasarse la noche corriendo
en el patio de esquina a esquina y aullando tan
fuerte como podía, era imposible dormir.

Pero pronto entendimos que todo aquello


no era otra cosa que la necesidad de sentirse
querido, aceptado.

Una mañana de tantas, en que lo


dejamos solo en la casa al ir a nuestro trabajo,
sonó el timbre de mi teléfono, al contestar
escuché a Patricia desesperada.

‒Darío, me urge que vayas a la casa, la


vecina me mandó un mensaje, revisa tu
whatsapp ahora mismo, yo iré también.

‒Lo checo ahora ‒contesté y, al momento,


terminé la llamada.

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Al otro lado del Arcoíris

Mi mujer se había esmerado mucho en el


arreglo de nuestro hogar, desde siempre ha sido
muy detallista con la decoración y había elegido
unas preciosas persianas blancas, estilo
americano, que hacían más agradable el
aspecto de las ventanas.
Casi siempre las manteníamos cerradas:
nos gustaba mucho la intimidad de nuestro
hogar y queríamos sentirnos protegidos de la
vista de los mirones de la colonia.

Por supuesto que el detallito había salido


bastante costoso; pero el dar a nuestro espacio
un aire de confort y buen gusto, bien lo valía.

Pues bien, al abrir el whatsapp me quedé


mudo, petrificado; nuestra vecina había
enviado a Patricia una fotografía que mostraba
a Rocky asomándose tras el cristal de la
ventana entre la persiana; o, mejor dicho, entre
los trozos de la persiana que acababa de
destruir. La “amable y comunicativa” señora se
había asomado al escuchar el alboroto y, de
inmediato, consideró oportuno avisarnos sobre
lo ocurrido.

Pedí permiso para salir y abandoné la


oficina. Tomé el primer taxi que se atravesó en
mi camino y, rumiando mi enojo, llegué lo más
rápido que el conductor me pudo llevar, mi
mujer ya estaba esperándome en la puerta.

24
Dan Rosendo

Entramos de inmediato y miramos,


decepcionados, las varillas rotas colgando de
los hilachos despedazados; algunos trozos
habían caído sobre el sofá, junto a la ventana,
había en ellos las marcas de los pequeños
colmillos y algunas huellas que las patitas
sucias habían dejado sobre la tapicería.

‒Mira ‒me dijo Paty a punto de llorar.

Mi enojo aumentó, como una oleada


caliente que subía desde mis pies hasta mi
cabeza. El ver a mi mujer atrapada en esa
mezcla de rabia, decepción y tristeza, me hacía
arrepentirme de haber traído a vivir con
nosotros al torbellino que, sacando la lengua y
jadeando aún por la agitación del juego, parecía
sonreírnos. Me saqué, entonces, el cinturón con
la intención de castigarlo, lo doblé por mitad y
lo levanté, pero no pude descargar el golpe, Paty
me había detenido.

‒¡No te atrevas! ‒me dijo con firmeza;


luego me soltó y se inclinó para levantar a
Rocky en sus brazos, lo acarició y, tratando de
sonreír, me dijo con un aire de serenidad en su
tono de voz‒: ¿Te imaginas qué pasaría si
eligiéramos siempre arreglar las cosas a golpes?
No es culpa suya, nosotros somos los únicos
responsables de esto.
Respiré profundo y abroché de nuevo mi
cinturón mientras meditaba: ella tenía razón, él

25
Al otro lado del Arcoíris

no nos había pedido venir, fuimos nosotros


quienes tomamos la decisión de traerlo, y con
ello asumimos la responsabilidad de cuidarlo.
Amar es aceptar, entender y enseñar con
paciencia; es por falta de amor, y por hacer uso
de la violencia como algo común, que el mundo
en el que vivimos está como está; la persiana
podía repararse, la agresión a un inocente que
en su desesperación por sentirse abandonado
instintivamente la destruyó, ¿en qué me
convertiría? ¿Podría repararla?

Después de todo, Rocky nada sabía de


persianas costosas, sus padres adoptivos se
habían marchado y él no entendía por qué lo
dejaron solo.
‒Anda, ya no te enojes ‒me dijo Paty
aguantándose las ganas de reír‒. Vamos a traer
a don Jaime para que la repare y compramos
algo rico para comer, ¿sí?, que valga la pena el
haber vuelto a casa temprano.

Salimos y, después de cerrar la puerta,


puso a Rocky en mis brazos y lo acarició
tiernamente entre las orejitas; después de
abordar el coche, arrancó y condujo; mientras,
subiendo el volumen, tarareaba la canción de
U2 en la que la voz de Bono nos recordaba:
“Es un día hermoso, no lo dejes escapar,
un día hermoso, acaríciame,
enséñame que no soy un caso perdido ”

26
Dan Rosendo

Yo solo atiné a mirar al cachorro,


sintiéndome avergonzado por mi reacción y
reafirmando el por qué me había enamorado de
Patricia, ella siempre pensaba con sensatez.

En cuanto a Rocky… bueno, éramos ya


una familia, y ¿no es en la familia donde
aprendemos a vivir por medio del amor y la
comprensión, lo mismo que esperamos recibir
de ella?

27
Al otro lado del Arcoíris

IV. Me siento vivo

onste que no intento adularla, Paty

C era la abogada más eficiente del


jurídico de la dependencia
gubernamental donde trabajaba, el empeño que
siempre ponía en ello y la eficiencia que la
caracterizó desde el primer día en que empezó
sus funciones, le valieron para que fuera
propuesta por sus superiores para un ascenso
y un aumento de sueldo bastante considerable;
esta situación nos orillaba a mudarnos a otra
ciudad, fuera de nuestro estado.
Sin dudarlo, decidimos embarcarnos en
esta nueva aventura y hacer las maletas. Tuve
que renunciar a mi empleo y hacerme a la idea
de buscar uno nuevo allá. Nos despedimos de
nuestras familias y los amigos y al cabo de dos
días dejábamos nuestra ciudad.
No era el problema el viaje de ocho horas
en auto que teníamos que hacer, lo que nos
oprimía el corazón era tener que dejar a Rocky
mientras encontrábamos una casa en renta
donde nos permitieran tenerlo; en todos los
contratos de arrendamiento que llegaron a
nuestras manos leíamos la cláusula: “No se
admiten mascotas”, y, aunque quedaba muy
claro que el lugar de Rocky en nuestra familia

28
Dan Rosendo

no era precisamente el de una mascota, nadie


lo entendería.

Muy a nuestro pesar, repasamos la lista


de las personas de nuestra absoluta confianza.
Dejarlo encargado con mi hermana era
absolutamente imposible, por los horarios de su
trabajo, y los papás de Patricia no tenían mucho
espacio en su casa; nuestra única opción era
Víctor, el hermano de Paty que vivía en un
pueblecito a escasos veinte minutos de
distancia de nuestra ciudad.

‒Será un gusto cuidarlo, hermana ‒


contestó a través del teléfono‒. Le hará bien
cambiar de aires y quizá pueda aprender y
ayudarme con los borregos.
Un día antes de nuestra salida dejamos
a Rocky al cuidado de Víctor, y desde aquella
noche, hasta que volvimos a reunirnos con él,
comprendimos lo mucho que nos pesaba la
soledad sin su compañía.
***
La vida en el campo era muy diferente a
la que nuestro amiguito estaba acostumbrado.
Víctor nos platicó que, los primeros días, Rocky
lloraba cuando la lluvia le impedía salir a jugar
al patio, y temblaba de miedo cuando
escuchaba el estridente retumbar de los

29
Al otro lado del Arcoíris

truenos, incluso cuando venían los típicos


apagones y la casa quedaba en penumbra.

Por las mañanas, cuando tenía que salir


de la casa, caminaba casi de puntitas tratando
de que sus patas no tocaran el lodo o las matas
de ortiga, que crecían abundantemente en el
patio. La primera vez que se tumbó sobre la
hierba, los aguates se le pegaron en la piel y el
pobre no paró de aullar y rascarse toda la
noche.

Tuvo el atrevimiento de perseguir a los


caballos que llevaban a los labriegos sobre sus
lomos a los campos de siembra por el camino
real; sin medir el riesgo que implicaba el recibir
una coz, que podría herirlo de gravedad, o
incluso matarlo, les ladraba con furia, como si
quisiera destrozarles las patas a dentelladas.
Era evidente que Rocky no estaba habituado a
ver caballos o vacas, menos a convivir con ellos.

‒Es muy citadino ‒nos decía Víctor


cuando llamábamos para preguntar por él‒;
pero, tranquilos, ya aprenderá.

Y así fue, no pasó mucho tiempo para


que Víctor nos contara que poco a poco
aprendió a adaptarse y a disfrutar del verdor del
campo, del olor de las flores cargadas de rocío
matinal, y de correr a todo lo que daban sus
patas mientras sentía la brisa fresca
acariciándole el pelo.

30
Dan Rosendo

Jugaba todo el día, gustaba de explorar


olfateando cuanto encontraba y le resultaba
novedoso y ameno, perseguía a la iguana que
vivía en el ciruelo cuando salía a asolearse y a
las gallinas que de cuando en cuando
escapaban del gallinero, obligándolas a volver a
su encierro o a posarse sobre el corral de
piedras que delimitaba la casa.

La diaria convivencia con los vecinos, le


enseñó el valor de la tolerancia en la vida diaria.
Aprendió a compartir su comida y a disfrutar de
la compañía de nuevos amigos; un viejo pastor
australiano le enseñó el arte de cuidar de los
borregos mientras Víctor los llevaba a pastar, y
a veces se echaba en el patio junto con la gata,
mirándola amamantar a sus crías, recordando,
tal vez, los días distantes cuando era aún un
bebé.
Cuando perdió el miedo a las espinas, al
lodo y a las tardes lluviosas, vivió una
experiencia sumamente desagradable a
consecuencia de su curiosidad. Víctor nos
platicó, entre risas, que aquella tarde llegó a la
casa llevando un sapo en el hocico; resultaba
gracioso mirar cómo lo lanzaba, y el pobre sapo
caía al suelo inflamado por el coraje. Rocky lo
levantaba otra vez y lo aventaba de nuevo entre
ladridos festivos, como si se tratara de una
pelota, pero el juego fue interrumpido por
Jenny, la esposa de Víctor:

31
Al otro lado del Arcoíris

‒¡Quítale ya ese sapo! ‒le dijo asustada‒


¿Qué no ves que ese animal está bien esponjado
y tiene el lomo lleno de “leche”, de tan enojado
que está? Rocky se va a envenenar.

Víctor hizo caso a su mujer, levantó al


sapo y lo dejó en el patio, entre las flores de su
jardín; pero, al poco rato, la consecuencia de la
travesura no se hizo esperar.

Rocky comenzó a respirar agitado y


espumeaba saliva por el hocico, estaba
aturdido, se le notaba cuando intentaba
caminar. Víctor se asustó y, de inmediato,
acompañado de Jenny, y llevándolo en brazos,
salió a toda prisa en busca del veterinario.

La noche ya había avanzado; sin


embargo, condujo sin importar la lluvia o la
oscuridad de las calles. Jenny lo acariciaba en
el asiento de atrás, intentando animarlo; pero
Rocky no se movía y respiraba apenas con
mucha dificultad.
Al llegar, encontraron el consultorio
cerrado, mas no dudaron en tocar la puerta. Por
suerte, el médico aún estaba despierto y abrió,
invitándolos a entrar. Víctor, muy apenado por
la situación, le explicó lo que había sucedido y
el veterinario procedió a atender de inmediato
la urgencia.

32
Dan Rosendo

Luego de un par de inyecciones, un


lavado gástrico, y aproximadamente cuarenta
minutos más de observación, regresaron a casa.
Rocky estaba cansado, demasiado extenuado
para buscar un sitio en la sala donde dormir,
de modo que Jenny buscó algunas cobijas
viejas donde recostarlo y se sentó junto a su
esposo. Así permanecieron: despiertos hasta el
amanecer, velando su sueño.
***

Durante un mes, aproximadamente,


vivimos separados: nosotros en la ciudad,
trabajando en nuestras respectivas oficinas por
las mañanas y buscando incansablemente cada
tarde un lugar para rentar donde nos
permitieran tenerlo, y Rocky en el pueblo,
haciéndole compañía a Víctor y, sin que fuera
parte del plan, aprendiendo el valor de la vida y
la libertad.

Una tarde de tantas en que la lluvia no


nos dejó salir del departamento, me asomé a la
ventana y vinieron desde algún rincón de mi
memoria los viejos recuerdos de mi irreflexiva
juventud: odiaba a los gatos, nada me resultaba
tan desagradable como su maullido por las
noches; de modo que, acompañado por mi
hermano menor, salíamos a cazarlos
despiadadamente cuando nuestros padres
estaban dormidos.

33
Al otro lado del Arcoíris

Debo admitir, con profunda vergüenza,


que en aquellos días era yo un verdadero
maltratador; pero, afortunadamente para mí,
conté con el hombre más sabio del mundo ( al
menos yo considero que lo fue) quien corrigió mi
pensar y mi actuar con respecto a ellos: mi
abuelo materno.

Don Ángel, ¡y vaya que lo era!, tenía


también un amigo: un gato blanco a quien le
gustaba tener recostado en sus piernas y
acariciarlo por las tardes mientras fumaba un
cigarrillo mirando el atardecer. Nunca le puso
nombre, pero parecía que el inconveniente no lo
era del todo, el gato y mi abuelo parecían
entenderse con las miradas, se había tejido
entre ellos un vínculo fraterno e irrompible.

En ocasiones, el gato le traía lagartijas,


pajarillos o insectos muertos que cazaba en sus
correrías. Mi abuelo me explicó que eran regalos
que le traía porque lo veía como un semejante a
quien debía alimentar. Desde ese momento un
sentimiento extraño echó raíces dentro de mí y
terminó floreciendo cuando medité en la
bondad de los que creemos irracionales.
¡Cuántos de nosotros pasamos indiferentes
ante nuestros semejantes que padecen hambre
y carencias! En cambio, un simple gatito blanco
obsequiaba a su dueño el fruto de su esfuerzo
para alimentarlo.

34
Dan Rosendo

Una tarde de tantas en que visité a mi


abuelo, lo encontré triste, mi abuela me dijo que
don Ángel estaba en el jardín y me pidió que
fuera con él; nunca lo había visto llorar, quizá
por eso me sorprendió hallarlo con los ojos
húmedos por primera vez, una profunda
tristeza lo embargaba, su gatito había muerto
hacía algunas horas y acababa de enterrarlo al
pie del rosal.
‒Cuando era niño, mi padre me habló de
lo que hay del otro lado del arcoíris ‒me dijo
mientras fijaba la vista en la tumba de su gatito
y encendía su acostumbrado cigarrillo
vespertino‒. La muerte es amable con estos
seres, pues el propósito de que vengan al
mundo siempre se cumple; su mano huesuda
los recoge y acaricia, y los lleva al inicio del
puente, entonces su espíritu despierta para
cruzarlo, corriendo en medio de nubes blancas,
al otro lado los espera un lugar lleno de prados
verdes, donde no les falta comida ni abrigo,
donde no sufren, porque ahí no existe el dolor,
el abandono, la tristeza o los malos tratos, ahí
juegan todo el tiempo, disfrutan olfateando las
flores fragantes y multicolores que crecen por
todos lados y el sol ilumina con sus cálidos
rayos su estancia, alejando por siempre la
oscuridad y el frío; solo una cosa los mantiene
a la expectativa…

35
Al otro lado del Arcoíris

‒¿De qué se trata, papá Ángel? ‒le


pregunté deseando saber más sobre lugar al
otro lado del arcoíris.
Mi abuelo sonrió y me acarició la cabeza,
dio una calada a su cigarrillo y con la ternura
que le inundaba la voz cada vez que me
hablaba, me respondió:

‒Si eres bueno, Darío, si dejas de


maltratarles, cuando llegue el momento en que
te despidas te será permitido visitarlos cuantas
veces quieras, estarás esperando en la orilla del
puente y, en el momento menos pensado, verás
a tu amigo correr hacia ti; al toque de sus
patitas, los colores del puente se volverán más
vivos, más brillantes y bellos aun de lo que son
de por sí; él se lanzará a tus brazos y jugarán
otra vez donde no existe el tiempo ni las
limitaciones… Quiero creerlo, quiero pensar
que volveré a verlo y a acariciarlo otra vez…

Los recuerdos cesaron y volví a mi


ventana, las gotas de lluvia resbalaban en ella
lo mismo que una lágrima que, sin querer, se
me había escapado y ahora se deslizaba por mis
mejillas. Yo, que nada entendía, cuando joven,
sobre amar verdaderamente, extrañaba al
amigo peludo de ojos azules que había llenado
mi corazón completando mi felicidad. El abrazo
de Paty me interrumpió de pronto.

36
Dan Rosendo

‒Lo extrañas ¿Verdad?, yo también, ya


no te pongas triste, acabo de hallar en la red
una casa donde permiten mascotas, ya agendé
la cita, mañana mismo iremos a verla, algo me
dice que muy pronto lo tendremos otra vez con
nosotros.
***

Y, felizmente, así fue. La preciosa casita


ubicada en las inmediaciones del parque donde
acostumbraríamos pasear, la cafetería
argentina que sería nuestro refugio en las
tardes de frío y la librería que ahora
visitaríamos los fines de semana… todo fue de
nuestro agrado. El parecido que aquel lugar
tenía con nuestra pequeña ciudad nos haría
más agradable la estancia y, lo mejor de todo,
Rocky podría por fin venir con nosotros. Tres
días después firmamos el contrato de
arrendamiento, al siguiente día nos mudamos y
el fin de semana siguiente nos levantamos
temprano para abordar el coche y salir hacia el
pueblo donde Hugo y Jenny nos esperaban.

Después de ocho horas y veinte minutos


de viaje, las colinas verdes del poblado nos
dieron la bienvenida; vimos a lo lejos el rebaño
de Víctor pastando apaciblemente y, de pronto,
un aullido sonoro y alegre se dejó escuchar,
cuesta abajo, Rocky corría a nuestro encuentro.

37
Al otro lado del Arcoíris

‒¡Mira! ‒me dijo Paty carcajeándose de


contenta‒, ¡cuánto ha crecido!

Detuvo el coche a la orilla del camino y


sin decir más se bajó a toda prisa para salir
corriendo a su encuentro, Rocky se lanzó a sus
brazos y le llenó las mejillas de amorosas
lengüetadas, acto seguido me miró fijamente un
momento y también se lanzó sobre mí, me sentí
agradecido entonces de saber que no nos había
olvidado, como en algún momento creí que
sucedería.

Pasamos un fin de semana agradable en


la casa de Víctor y Jenny, todo fue platicar
sobre las travesuras de Rocky; incluso, el
asunto del sapo, pasada la angustia de la
intoxicación, nos resultó gracioso.

No pude evitar sentir ciertos celos al


darme cuenta de que se habían encariñado con
nuestro amigo y que no les era del todo
agradable la idea de verlo partir; pero al final
pude comprender: el amor sin palabras que nos
da, sin esperar nada, cambia
irremediablemente nuestra percepción de la
vida y nos hace blandito el corazón al dejarnos
tocar por él.

El día de volver a la ciudad llegó; al


despedirnos, Rocky se dejó abrazar por Víctor,
y su esposa le acarició la cabeza, abordamos de
nuevo el coche y luego de arrancar, los vimos

38
Dan Rosendo

por el retrovisor levantando las manos para


decirnos adiós.

Al tomar la autopista, Paty encendió el


estéreo y subió el volumen mientras cantaba:
“Caminaremos juntos
escaparemos de la realidad
si tropezamos, no nos dolerá
no existen cuerpos, mente nada más
eres sangre tibia,
y yo me siento vivo”.

Luego bajó el cristal de la ventanilla;


entonces, Rocky, parado en el asiento de atrás,
sacó medio cuerpo por ella, dejando que el aire
jugueteara con su lengua; parecía sonreír,
disfrutar del sol y la frescura del aire, sentirse
vivo, como la canción de Fobia decía, ahora que
la familia estaba completa otra vez.

Volteé entonces a mirar al cielo y noté el


arcoíris que la lluvia trajo durante la
madrugada anterior; no pude evitar
angustiarme por un momento mientras le
rogaba que esperara un poco, antes de que mi
amigo tuviera que cruzarlo, a pesar de la
posibilidad de encontrar un sapo o meternos en
alguna brecha llena de ortiga: había una vida
que compartir en la que aquello tan
desagradable formaría parte de nuestra
experiencia. Teníamos aún un largo camino que

39
Al otro lado del Arcoíris

andar y muchas huellas que dejar a nuestro


paso al lado de las que sus patas dejarían
impresas también.

40
Dan Rosendo

V. El tren de las cinco


on Rocky junto a nosotros no nos

C fue difícil acostumbrarnos


nuestra nueva ciudad. Por las
mañanas la rutina del trabajo continuaba
a

imperdonable y nos separaba, pero después de


las tres de la tarde estábamos juntos en casa.
Él aprendió a esperarnos sin desesperarse y
hacer destrozos; el patio era adecuado para su
estancia y pasaba las mañanas olfateando la
hierba o persiguiendo su pelota de aquí para
allá; cuando por fin se cansaba de jugar, se
recostaba dentro de la casita que habíamos
instalado ahí para él.
A veces paseábamos o salíamos juntos a
ejercitarnos en los jardines públicos,
trotábamos algunos minutos y luego, cansados
de eso, terminábamos sentados la mayoría de
las veces en alguna cafetería para ordenar lo de
siempre: un capuchino caliente para Patricia y
mi americano. No había problema con Rocky, el
paso le era permitido a la mayoría de los locales
que visitábamos.

Un día de tantos, nuestros pasos nos


alejaron de los lugares que acostumbrábamos
visitar y llegamos, sin que así lo planeáramos,
a las vías del ferrocarril. Paty me había pedido

41
Al otro lado del Arcoíris

llevar a Rocky, que hasta ese momento paseaba


tranquilo sujeto a su correa.

Fue como viajar a una época remota, los


viajantes iban y venían a través de los
corredores de la estación con su equipaje a
cuestas, o auxiliados en dicha tarea por un
maletero, otros platicaban a fuerte voz,
aumentando el bullicio de la estación junto a
los pregones de los vendedores de comida o
artesanías.

Un viejo reloj que, a juzgar por lo


herrumbroso de la estructura que lo sujetaba a
lo alto del muro de piedra, hacía muchos años
que indicaba a los pasajeros el momento de
abordar, marcaba las 4:40 p.m. en su
empolvada carátula, y en el tejado, un par de
palomas enamoraba al atardecer con su arrullo
discreto.
Se me antojó comprar una jericalla.
Llamé a la niña que las ofrecía y le entregué a
Patricia la correa de Rocky para poder disfrutar
a gusto el delicioso postre; mientras lo
saboreaba nos quedamos mirando las vías un
momento. La nostalgia nos abrazó entonces. En
nuestra ciudad natal habían quitado el
ferrocarril por así convenir a los intereses del
gobierno en turno de aquellos años; a nosotros
todavía nos había tocado viajar en él y
hablábamos sobre eso mientras nuestro amigo

42
Dan Rosendo

olfateaba los rieles y los durmientes con


curiosidad.

De pronto, el suelo pareció cimbrarse y


los rieles vibraron estrepitosamente, el reloj en
el muro marcaba las 4:55 p.m. cuando
escuchamos el estridente silbato de la
locomotora. La bestia azul hacía su aparición
viniendo pesadamente desde el horizonte,
acercándose lentamente, como un gigante
cansado y malhumorado de tanto rodar y rodar.

Comenzó a detenerse despacito luego de


silbar otra vez, y cuando por fin lo hizo, los
pasajeros se acomodaron en los andenes para
abordar, al tiempo que chocaban con los que
descendían. El maquinista se asomó por la
ventanilla mientras anunciaba los siguientes
destinos a grito abierto y los viajantes, entre
empellones y una boruca ininteligible, iniciaron
el abordaje.

Rocky comenzaba a inquietarse, se


jaloneaba y rascaba el suelo jadeando nervioso,
nunca había visto algo tan grande y ruidoso
como una locomotora ni estaba habituado al
ambiente apresurado y nervioso de tanta gente.
‒¡Vámonos! ‒gritó el maquinista
momentos antes de que las ruedas comenzaran
a moverse de nuevo.

43
Al otro lado del Arcoíris

El tren inició su trayecto aumentando


gradualmente su velocidad mientras nosotros lo
mirábamos alejarse de la estación.
‒¡Rocky, no, espera! ‒gritó de pronto
Patricia, mientras nuestro amigo, de un tirón
fuerte hizo que se le soltara de las manos la
correa y salía corriendo a toda prisa detrás del
tren, que ya avanzaba a buena velocidad.

También nosotros corrimos tras él para


sujetarlo, nos daba miedo pensar en lo que
podría suceder si, luego de un resbalón, la
rueda metálica de algún vagón le pasara
encima. Rocky era muy atrevido, insensato e
inmaduro cuando se trataba de situaciones
riesgosas.
Luego de algunos angustiantes minutos,
en los que corrimos con el alma cargada de
preocupación, Rocky se detuvo a la orilla de las
vías, respiraba agitado y jadeaba por el
esfuerzo, Patricia lo tomó por la correa y,
después, apoyando sus manos en las rodillas,
intentó relajarse para volver a respirar con
normalidad.

Yo también me concentré en recobrar el


aliento. Mientras respirábamos agitadamente
veíamos al tren a lo lejos, en su camino hacia la
siguiente estación cuando, sorpresivamente, el
boletero salió sujetándose del barandal del
cabús y nos gritó entre carcajadas sonoras.

44
Dan Rosendo

‒¡Mejor suerte para la próxima, la tarde


que logren alcanzar el tren, el paseo va por mi
cuenta!
Y mientras el gigante de hierro se perdía
en la lejanía y el atardecer, el boletero se
despedía de nosotros sonriendo y agitando la
mano.

***

Aquel incidente quedó por un tiempo en


el olvido, pues no volvimos a hablar de nuestra
visita a la estación del tren en lo sucesivo, los
días transcurrieron tranquilamente junto a la
imperdonable rutina diaria.

Una tarde, después de la comida, Paty


me comentó que, por única ocasión y debido a
problemas en el jurídico, tendría que trabajar
en fin de semana. No me agradó del todo la idea
de pasar el día de descanso sin ella; pero, ¿qué
podía hacer ante tal circunstancia? La semana
transcurrió inmersa en las idas y vueltas
acostumbradas, y así llegó el día anunciado, mi
mujer trabajaría todo el sábado y yo cuidaría de
Rocky.

Nos levantamos temprano. Luego del café


y un beso de despedida, Paty salió corriendo
hacia la oficina, no sin antes dejarme algunas
tareas en casa y llenarme de recomendaciones;
cuando cerró la puerta y el coche arrancó,

45
Al otro lado del Arcoíris

decidí poner manos a la obra para terminar


temprano y poder llevarlo a pasear sin
contratiempos. Hice las camas y la limpieza, y
luego de algunos quehaceres más y de un
relajante baño, me puse los pants y una
sudadera, calcé mis tenis y, sujetando a Rocky
con la correa, salimos a la calle sin rumbo
específico.

Hacía una tarde maravillosa. La brisa


fresca inundaba las calles invitándonos a
caminar por el parque; el aroma de los abetos
nos inundó los pulmones y el pasto en las áreas
verdes perlaba en pequeñas gotas que
permanecían encima de sus hojas luego de que
los jardineros retiraran las mangueras de riego.
Al pasar junto a una pareja de novios,
miraban estos a mi amigo con insistencia; luego
de un breve momento se acercaron a nosotros.
‒¡Qué lindo! ¿Me permite acariciarlo?

‒Adelante. Se llama Rocky.


La pareja acariciaba a mi amigo y él,
bajando las orejas y moviendo la cola, recibía
con agrado los mimos sin quitar la vista a los
helados que traían en las manos.
¡Vaya vergüenza! Entre gritos y
carcajadas, los muchachos soltaron de pronto a
Rocky, mientras él daba las últimas
lengüetadas ansiosas a los dedos del

46
Dan Rosendo

muchacho, manchados aún de restos de


helado; yo jalaba la correa intentando apartarlo
de ellos, aunque fuera ya inútil tratar de
impedir que se lo comiera.

Busqué la cartera en mi bolsillo con la


intención de pagar, pero el chico me detuvo:
‒No se preocupe, compraré otro, no pasa
nada.

Luego de acariciarlo otra vez, los jóvenes


se despidieron riendo a causa del incidente.

Seguimos andando. Durante el paseo,


disfrutamos de los músicos callejeros que
interpretaban a Led Zeppelin, frente a la
catedral; luego, Rocky obligó a las palomas a
remontar el vuelo hacia el campanario, pero no
faltó el regaño de la piadosa mujer que,
habiendo dejado sus rezos hacía unos
momentos, se sintió bastante ofendida por
nuestra broma; después, vimos correr a los
niños tras el vendedor de algodones de azúcar y
a una pareja de ancianos que, tomados de la
mano, platicaban intercambiando amorosas
miradas sentados en las mesas de afuera de la
cafetería.
Caminamos más, y muchos metros más
adelante saludamos a la escultura de Atenea,
que, altiva, vigila aquella parte de la ciudad
desde el día de su fundación, rodeada siempre

47
Al otro lado del Arcoíris

de flores multicolores y fuentes danzarinas que


forman pequeños efectos de luz al reflectar los
chorros de agua contra los rayos del sol;
también deleitamos el olfato con los aromas de
los muchos puestos de comida callejera que
encontramos a nuestro paso; miramos mucho y
caminamos mucho, tanto que, sin planearlo,
nuestros pasos nos llevaron, como la vez
pasada, a la estación del ferrocarril. El viejo
reloj nos dio la bienvenida desde su
herrumbroso armazón marcando veinte
minutos para las cinco de la tarde cuando
llegamos ahí.

Los pasajeros se aglomeraban cerca de la


vía, inmersos en el bullicio de conversaciones y
pregones de los vendedores locales, pronto
llegaría el tren que los llevaría a sus destinos en
los pueblecitos aledaños a la ciudad.
La nostalgia de la bestia azul, que antaño
cruzaba las vías de la estación de mi pequeña
ciudad, volvía a abrazarme mientras el brillo de
los recuerdos lejanos avivaba en mis labios una
sonrisa. Pero aquellos recuerdos vividos que
desfilaban en mi memoria se interrumpieron
repentinamente cuando sentimos el vibrar de
los rieles bajo nuestros pies, y con el estridente
silbato de la locomotora. El tren de las cinco
llegaba a la estación deteniéndose poco a poco
frente a los que esperaban.

48
Dan Rosendo

Al poco rato el boletero se asomó por la


puerta de entrada del vagón de pasaje para
pregonar los próximos destinos. La multitud
comenzó a abordar y a los pocos minutos otro
silbido estridente de la locomotora anunciaba la
salida.
Las ruedas comenzaron su movimiento
lenta y pesadamente, los vagones avanzaban
haciendo vibrar los rieles, y mi amigo comenzó
a inquietarse como aquella vez, lloriqueando
nerviosamente

‒¿Será prudente que te permita correr


tras él? ‒pregunté a mi amigo, que me
respondió con una dulce mirada mientras se
jaloneaba.
‒¡Güero, güero! ‒escuché de pronto al
boletero, que aparecía tras del barandal del
último vagón, dirigiéndose a mi amigo‒, ¿vas a
quedarte ahí? Haremos la próxima parada en
veinte minutos, si nos alcanzas, el paseo de ida
y vuelta va por mi cuenta.
Y luego de guiñarme un ojo y levantar la
mano para decirnos adiós, como la última vez
que lo vimos, desapareció dentro del vagón.
‒¿Que dices?, ¿tomamos el reto? ‒le
pregunté.

Sus ojos de cielo azul me respondieron


con una mirada que terminó convenciéndome.

49
Al otro lado del Arcoíris

Siempre caminaba guiado por la correa, era


justo concederle el momento de libertad que
ahora pedía.
‒Muy bien, mi campeón, ¡hagámoslo!

Solté la correa, sus músculos se


tensaron mientras sus patas parecían aferrarse
a la tierra antes de salir disparado detrás del
tren, corrí entonces tras él tan rápido como mis
piernas lo permitieron; mientras corría, lo
animaba gritando.

‒¡Vamos, chico, tú puedes! ¡Lo


alcanzaremos!
Mi amigo corría como un bólido mientras
el viento jugueteaba con su lengua y con mi
cabello; podía escuchar su respiración agitada
mientras sus zancadas poco a poco se hacían
más lentas por el cansancio; pero, a pesar de
ello, no nos rendimos. Mientras corríamos, nos
mirábamos por instantes, así pude notar en sus
ojos la inmensa felicidad que aquel momento
que compartíamos le regalaba.
‒¡Adelante, campeón, no te rindas, ya
casi llegamos! ‒le dije con la respiración
agitada, él me respondió con un ladrido festivo
y redoblamos esfuerzos, el próximo paradero
estaba ya a escasos metros de nosotros.

‒¡Muy bien, güero!, ¡lo hiciste muy bien!


‒gritaba el boletero entre risas mientras recibía

50
Dan Rosendo

a Rocky con una caricia entre las orejas‒, te lo


prometí, sube, en cuanto te recuperes te daré
agua fresca.
Subimos al parapeto del cabús y ahí nos
sentamos intentando recuperar el aliento, yo
sudaba copiosamente y Rocky jadeaba sin
parar debido al esfuerzo, estábamos fatigados,
pero muy contentos.

‒Es bueno el güero ‒me dijo el boletero


mientras me saludaba con un apretón de
mano‒, dame un momento, voy a checar pasaje
y en seguida traeré agua para los dos.
***

‒Llámame Agustín ‒me dijo mientras se


sentaba a mi lado y me ofrecía una botella con
agua helada‒. Ustedes no son de por acá,
¿verdad?

‒Venimos de lejos ‒contesté‒. A mi mujer


le ofrecieron mejores condiciones en el trabajo
y tuvimos que mudarnos aquí. Por cierto, don
Agus, gracias por el paseo, creo que Rocky está
encantado, nunca había viajado en tren.

‒No agradezcas, muchacho, al final lo


hice por el güero. Si no es indiscreción, ¿cuánto
te costó?

51
Al otro lado del Arcoíris

‒Nos lo regalaron ‒respondí‒. Un


conocido que ya no podía cuidarlo nos lo dio en
adopción…
‒Es curioso, ¿no? ‒continuó Agustín,
interrumpiéndome abruptamente‒ En muchos
casos pagamos por ellos y creemos que eso nos
hace dueños de sus vidas, me da mucha
tristeza porque la mayoría de las veces acaban
amarrados; el flamante dueño, pensando que
con darle agua y comida ya le arregló todas sus
necesidades, pero tiene al pobrecito sufriendo
de soledad y abandono. Son muy poquitos los
que entienden que tener uno de estos trae
consigo mucha responsabilidad y compromiso,
no basta con un plato de croquetas baratas y
una bandeja con agua, a los amigos no se les
trata de esa manera.

Un dejo de tristeza comenzaba a


dibujarse en los ojos del viejo boletero mientras
hablaba sin dejar de mirar a Rocky, que no se
perdía de nada de cuanto pasaba frente a
nosotros.

‒Es muy importante respetar sus


espacios y su libertad. Míralo, a poco no se ve
rete contento, viene disfrutando del aire, el
aroma y la vista del campo, que se pone tan
bonito en este tiempo.
Me di cuenta de que Rocky, apoyado en
el barandal del vagón, disfrutaba en serio de

52
Dan Rosendo

aquella vista. Los magueyales se extendían a lo


largo de las colinas, mientras los labriegos
extraían las piñas de los agaves con las que
elaborarían el sabroso tequila de aquella región,
el aguamiel y las rebanadas dulces. Los pinos
se levantaban apuntando hacia las nubes,
como queriendo alcanzarlas, y de cuando en
cuando los pastores nos saludaban alzando la
mano mientras sus cabras balaban asustadas
ante el paso del tren, Rocky les contestaba con
alegres ladridos.

Agustín me contó que tuvo un amigo


hacía poco tiempo, lo encontró vagando en las
vías y decidió adoptarlo. Durante un par de
años, el viejo trabajó acompañado del Flaco
hasta que este enfermó y tuvo que cruzar hacia
el otro lado del arcoíris, por esa razón el viejo se
entristece cuando, en las tardes de lluvia,
contempla los iridiscentes colores del puente
mientras le recuerdan que Flaco lo espera allá.

Así llegamos al próximo paradero. Luego


de que Agustín hablara con el boletero del tren
que nos llevaría de regreso, transbordamos, no
sin que, antes de ello, el viejo se despidiera de
nosotros.

‒Tienen desde ahora un amigo aquí, en


las vías ‒nos dijo mientras lo acariciaba entre
las orejas‒, pueden venir los domingos para que
el güero ejercite las patas y se distraiga; no lo
olvides, Darío: amarlo implica también darle

53
Al otro lado del Arcoíris

libertad y respetar sus espacios, el amor de


verdad no impone correas.

El tren partió mientras veíamos a


Agustín que, encaramado sobre el cabús, se
despedía de nosotros. Rocky bostezó cansado
antes de apoyar su cabeza en mis piernas y
cerrar los ojos para dormitar un poco.

Comencé entonces a cuestionarme


mientras le acariciaba el lomo: ¿es tan difícil?,
¿por qué nos cuesta entender que se trata de
un ser vivo que siente, sobre el que, por decisión
propia, adquirimos la responsabilidad y el
compromiso de cuidarlo? Muchos de ellos
terminan sus vidas en azoteas o pasillos como
condenados, como si el amor incondicional que
nos dan fuera el delito que deben purgar en la
soledad y el encierro de su hogar-prisión.

¡No sería ese el destino de mi amiguito!


¡Patricia y yo lo cuidaríamos de la mejor manera
posible!
Se nos hizo costumbre asistir los
domingos a las vías a esperar el tren de las
cinco. Desde aquella tarde, al asomarse la
locomotora y aproximarse al paradero
pesadamente, Rocky ladraba emocionado al oír,
entre carcajadas sonoras, el alegre llamado de
Agustín. Cuando el tren arrancaba de nuevo, lo
liberaba de la correa y seguía su alocada carrera
hasta llegar el paradero donde cansados y

54
Dan Rosendo

sudorosos continuaríamos con nuestro paseo


sentados en el parapeto del último vagón, ahí
donde me gustaba escuchar las vivencias del
viejo boletero, mientras mi amigo se alegraba la
tarde con la preciosa vista del paisaje.

55
Al otro lado del Arcoíris

VI. Fenrir.
u nombre era Fenrir, como el lobo

Snórdico devorador de dioses del


Ragnarok. Era un pitbull de raza
pura, nacido al calor de la cesta acolchonada
con trapos viejos donde dormía, en algún rincón
bajo la azotea de la covacha donde lo habían
arrumbado.
Kiara, su madre, ya estaba cansada de
ser usada como “fábrica de cachorros”; al poco
tiempo de parir, ya cuando sus crías podían
valerse por sí solas, le eran arrebatadas para
ser vendidas y, de inmediato, su despreciable
dueño se encargaba de inyectarle el fármaco
que la induciría inmediatamente al celo para
repetir el ciclo al que estaba sujeta. No había
descanso para su cuerpo y eso le hizo envejecer
prematuramente; la pitbull mostraba flacidez
en los músculos y en las tetillas, que le
colgaban del abdomen y casi las arrastraba
cuando caminaba; también sus huesos se
habían atrofiado, algunas lesiones en las patas
lo confirmaban.

Tal vez por eso se negaba con furia a los


sementales que le traían, pese a los castigos del
Moncho, y tal vez las laceraciones de su matriz,
que jamás descansó de engendrar y parir,
fueron la causa de que no pudiera producir más

56
Dan Rosendo

que un cachorrito en la que sería su última


camada. Ya no servía. Al terminarlo de criar,
Moncho la abandonaría en alguno de los
callejones de la ciudad, como era ya su
costumbre, o, en el mejor de los casos, la
pondría a dormir con una bala de su nueva 9
mm, adquirida con las jugosas ganancias que
la misma Kiara y las otras hembras le habían
generado.
La última vez que Fenrir vio a su madre
fue una semana después de que aprendió a
comer solo, Moncho lo metió en una caja de
transporte para mascotas y se lo llevó de ahí
para malbaratarlo. Cuatro mil pesos fue el
precio que el Fabis, conocido apostador en el
barrio, había pagado por el cachorro; por lo que
creía tener el derecho de tratarlo con crueldad
y alimentarlo con desperdicios.
Su entrenamiento empezó de inmediato.
Fueron muchas las patadas que recibió sin otro
motivo que el de fortalecer su carácter y que,
aunadas a los días en que el hambre lo
atormentaba y el frío nocturno del patio donde
lo encadenaron le calaba los huesos, le hicieron
incrementar el instinto agresivo que, dicen, ya
de por sí trae su raza. Lo peor fue que el Fabis
comenzó a traerle de vez en vez algún cachorro
de gato para que lo destripara sin miramientos
y hacerlo con ello más bravo.

57
Al otro lado del Arcoíris

El tiempo pasó. Fenrir creció y se


convirtió en una verdadera máquina de matar;
el Fabis le consiguió con anticipación su
primera pelea; entonces, llegada la fecha,
cercenó a dentelladas la primera de muchas
gargantas rivales. Fenrir peleó con furia contra
el pastor alemán al que confrontó aquella noche
y lo asesinó al abalanzarse sobre su cuello y
fracturarle las cervicales. Su dueño comenzó
entonces a alimentarlo mejor y hasta le compró
una cama en la tienda de mascotas para que no
durmiera en el suelo.
Durante varios meses permaneció sin
sufrir derrota, generando muy buen dinero para
el Fabis y también para aquellos que apostaban
a su favor, hasta el día desgraciado en que
Goliat, un enorme rottweiler, traído del barrio
vecino, casi lo mata, arrebatándole el título de
“campeón invicto”. Cuando el Fabis lo recogió
todo mordido y ensangrentado, con una oreja
rasgada y una lesión que le hizo perder el ojo
derecho, no hubo consideraciones, lo ataron al
tinaco, en la azotea de la casa, y ahí lo dejaron
sin atener sus heridas. Los días de hambre y
frío regresaron a consecuencia de su derrota y,
con esto, su mal carácter se acentuó al grado de
desconocer a sus dueños.
Un día de tantos, al hijo mayor del Fabis
se le ocurrió llevarle agua a Fenrir, tomó una
cubeta y, después de llenarla en la llave del

58
Dan Rosendo

fregadero, la llevó a la azotea. Al notar su


presencia, el Pitbull comenzó a ponerse inquieto
mientras le gruñía enseñándole los dientes.
Cuando el muchacho estiró la mano para tomar
la bandeja en la que abrevaba, una mordida que
más tarde necesitó de mucho desinfectante,
antibiótico, vacuna antirrábica, y quince
puntadas de vicril 2/0, lo hizo dejar de lado su
buena intención y bajar gritando angustiado.
La reacción del Fabis y su otro muchacho no se
hizo esperar, Fenrir le había mordido la mano a
su hijo y por eso debía sufrir un castigo
ejemplar.

Armados con palos subieron a tundir al


pobre Fenrir. Los vecinos se dieron cuenta por
los aullidos lastimeros que se escucharon por
todo el barrio, y aunque algunos vecinos les
gritaban desde los techos contiguos que dejaran
de golpearlo, nadie se atrevió a tocar la puerta
del Fabis para encararlo, todos le tenía miedo.

Los alaridos cesaron luego de que el


chamaco empuñó un cuchillo y se lo clavó
repetidas veces. Después de una vida de
maltrato y abuso, y una agonía dolorosa y lenta,
Fenrir cruzó el arcoíris.

***

Terminé de escuchar la desgarradora


noticia, apagué la televisión y busqué a mi
amigo, que me miraba en silencio desde el

59
Al otro lado del Arcoíris

extremo opuesto de la sala, lo llamé y, cuando


se acercó, comencé a acariciarlo; él aceptó los
mimos, como siempre, y se tendió en el suelo
cuan largo era esperando a que le rascara la
panza.

Rocky era muy especial, tenía gustos


propios y bien definida su personalidad; no voy
a mentir, no diré que jamás tuvo altercados con
algún otro; pero, cuando esto ocurrió, fue por
mero accidente y en ese momento Patricia y yo
corrimos a detenerlo.

Conforme crecía, lo educamos lejos de la


violencia, por ende, aprendió a apreciar el valor
de la vida en armonía, lo comprobamos porque,
si Patricia y yo discutíamos, se ponía en medio
de nosotros, como intentando calmarnos. Al
escuchar al primero que levantara la voz, se
paraba, poniendo sobre él sus patas delanteras
y mirándolo fijamente para detenerlo, como si
quisiera decirle: “¿Por qué gritas?, tranquilo,
podemos oírte”; esa mirada profunda y azul
siempre tuvo la virtud de hacerse entender.

Su especie evoluciona cada vez más.


Mientras ellos parecen entender la vida de una
manera más solidaria y simple, nosotros, los
humanos, retrocedemos a la conducta de los
ególatras emperadores y su alienado pueblo
divirtiéndose con las vidas de los gladiadores en
la arena del coliseo. Ellos han aprendido a
hacer trucos para ganar su alimento, o a

60
Dan Rosendo

pagarlo con hojas o algún otro objeto; mientras,


nosotros, los racionales, nos divertimos a costa
de sus vidas o su dolor.
Me incliné para abrazarlo fuerte, tanto
como podía, mientras él correspondía a mi
abrazo con lengüetadas en mi mejilla; siempre
se supo amado, siempre quise hacerle saber
que en verdad lo era.

61
Al otro lado del Arcoíris

VII. Vuelve
uando conocí a Patricia, parecía que

C su corazón se había cerrado


completamente a la posibilidad de
tener y permitirse amar a un compañero como
él.

Supe, por ella misma, que, siendo niña,


se limitaba a alimentar a aquellos que,
buscando comida, iban a ladrarle a su puerta.
Ella les daba un bocado, pero al terminarlo, se
alejaban para continuar su andar por las calles
de la ciudad, dejándole una tristeza extraña y
un frustrado deseo que nunca se pudo cumplir;
sus padres no se lo permitían y tampoco la
alergia crónica, que en esos días, el pelo de
estos amigos le provocaba.

Me platicó, en alguna ocasión, que


intentó robarle el propio a una compañera de
escuela, pero pudo más el peso de su conciencia
que su deseo y, luego de disculparse
avergonzada, tuvo que devolverlo.
Ella creció así: padeciendo abundantes
fluidos nasales que dificultaban su respiración,
además de estornudos recurrentes, lo que
justificaba su negativa, hasta el día en que
Rocky llegó a nosotros y terminó por cambiar
todo eso.

62
Dan Rosendo

El amor es un proceso que toma tiempo,


requiere perseverancia para emanar y de pronto
florece, la mayoría de las veces sin que te des
cuenta; justo eso fue lo que le sucedió a mi
mujer. Ya he hablado sobre lo mucho que le
costó adaptarse a nuestro amiguito, pero llegó
el día en que debió aceptar que Rocky le había
robado gran parte de su corazón.

La tarde en que esto ocurrió, volvíamos


de hacer las compras, la cajuela del coche
estaba llena de las bolsas del supermercado,
algunas bebidas y otras cosas, de modo que, en
cuanto Patricia abrió la puerta de la casa, yo me
concentré en bajar todo y acomodarlo en el
espacio destinado para la despensa, o el
refrigerador, según fuera necesario.

Paty también se distrajo, comenzó a


mirar algunas prendas que se había comprado
y se las probaba sobrepuestas frente al espejo,
luego sonreía satisfecha mientras las doblaba o
las colgaba en ganchos para meterlas en el
closet.

Así, ensimismados en nuestras tareas, se


nos fue pasando la tarde. Comenzaba a
oscurecer cuando terminamos y decidimos
prepararnos la cena.

Como siempre lo hacía después de poner


la mesa para nosotros, Patricia fue al saco de
croquetas para llenar el plato y comenzó a

63
Al otro lado del Arcoíris

llamarlo; pero, contrario a lo acostumbrado,


Rocky no respondió al llamado ni apareció.

Lo buscamos por toda la casa, nos


asomamos bajo la cama, pensando que se había
quedado dormido, tampoco estaba en el cuarto
de estudio, donde acostumbraba tirarse a
descansar o a roer una galleta mientras
leíamos, pero no lo encontramos; al bajar a la
sala las puertas abiertas dieron respuesta a
nuestra búsqueda: Rocky se había escapado
aprovechando nuestra distracción.

Patricia comenzó a llorar al tiempo que


temblaba llena de angustia, en vano intenté
calmarla, tomó las llaves del coche y, dejando la
cena servida sobre el comedor, salimos a
buscarlo a la calle ya oscurecida.

***

‒¡Rocky, Rocky! ‒gritaba mi mujer llena


de angustia mientras su mirada buscaba en las
calles iluminadas a medias por las farolas del
alumbrado público.
Lo buscamos en el parque cercano a la
casa, en el estacionamiento de la plaza y en las
inmediaciones de la librería, pero nuestra
búsqueda no daba frutos.

Fuimos, por último, a preguntar por él al


restaurante de Dardo, un uruguayo muy
agradable con quien hicimos una buena

64
Dan Rosendo

amistad; sin embargo, tampoco había estado


ahí.

Cuando Dardo se dio cuenta de nuestra


angustia, nos invitó un café para
tranquilizarnos y le pidió a su repartidor salir
en la moto a buscarlo por la colonia. El
muchacho aceptó ayudarnos de buen grado y
salió de inmediato en la motocicleta; nosotros
terminamos el café y luego de agradecer a
Dardo volvimos también a la búsqueda,
quedando con él en volver una hora después
para ver si había buenas noticias.
Seguimos buscando a Rocky en las calles
oscuras. Patricia no dejaba de llorar y de
llamarlo a gritos mientras yo alumbraba desde
mi asiento cada rincón con la lámpara de mano
que siempre acostumbramos llevar para
cualquier imprevisto. Por supuesto que también
me sentía devastado, me aterraba pensar en no
volver a ver a mi amigo, pero no debía
demostrar tristeza ni angustia: sentía la
necesidad de apoyar a mi mujer en el trance en
el que nos hallábamos.

Volvimos al restaurante en el tiempo


acordado. Tampoco lo había encontrado el
repartidor. Dardo intentó alentarnos también,
pero no había palabras que fueran suficientes
para consolarnos.

65
Al otro lado del Arcoíris

Fuimos a casa otra vez. De suerte que era


fin de semana y no teníamos que ir al trabajo al
siguiente día. Ya estaba muy avanzada la
noche, por eso decidimos continuar nuestra
búsqueda en cuanto amaneciera.

Antes de entrar a la casa encendí un


cigarro y, recargado en el coche, fumaba
mientras trataba de tranquilizarme. Patricia
tomó la cajetilla y encendió también uno; a
pesar de su asma fumaba cuando nos
encontrábamos en situaciones de angustia o
tristeza. En eso estábamos cuando una vecina,
que había ido a comprar su cena, pasó
envolviéndose en su suéter para protegerse del
frío, al mirarnos nos saludó con amabilidad y
Paty aprovechó para preguntarle mientras le
mostraba una foto de Rocky, que traía en el
celular.
‒No, Vecinita, para nada que lo he visto
‒respondió la mujer‒, pero si llego a verlo tenga
por seguro que le avisaré.
Nos fuimos a la cama con el corazón
inquieto por la preocupación de no saber nada
de nuestro amigo; mil cosas pasaban por
nuestro pensamiento y nos hacían
preguntarnos con un tono lleno de angustia:
“¿Qué clase de persona lo encontraría?” “¿Qué
harían con él?” Cada vez que estas dudas nos
carcomían el alma las lágrimas brotaban de
nuevo a través de los ojos de Paty.

66
Dan Rosendo

‒¡Darío, mi Rocky…! ‒me repetía entre


sollozos tristes mientras intentaba dormir‒, ya
no voy a verlo más, ¿verdad?
Y me dolía en lo más profundo del alma
el no poder responder a la horrible pregunta,
me lastimaba el pensar en darme por vencido y
resignarme a no volver a escuchar sus ladridos
ni a sentir su presencia junto a nosotros.

‒Oye ‒me dijo por fin antes de quedarse


dormida con los ojos aún húmedos‒ si ya no lo
vuelvo a ver, ojalá que, quien lo encuentre, no
lo maltrate, lo alimente bien y lo quiera como
nosotros, ojalá sea así…

***

Me amaneció sin que pudiera cerrar los


ojos. Patricia se despertó y de inmediato nos
vestimos para volver a nuestra búsqueda. La
cena de la noche anterior seguía sobre el
comedor, fría, como ese día triste en el que ni
siquiera el café que tomamos como desayuno
nos había confortado.
Aquella mañana de sábado, las personas
salían a la calle a pasear o a ejercitarse, había
felicidad en los rostros de todos ellos, sobre todo
en quienes paseaban junto a sus amigos
peludos, y eso contrastaba con nuestra
angustia.

67
Al otro lado del Arcoíris

Nuevamente recorrimos el parque, el


estacionamiento de la plaza, las inmediaciones
de la librería y del restaurante de Dardo, y
nada…, no encontramos a Rocky por ningún
lado.

Pero Paty no se rindió y regresó de nuevo


a las calles de la colonia, su mirada ansiosa
recorría cada sitio, cada rincón, incluso se
detenía frente a los botes de basura con la
esperanza de hallarlo olfateando en ellos; en eso
estaba cuando, de pronto, bruscamente, detuvo
el coche y se bajó corriendo, yo la seguí de
inmediato luego de soltarme el cinturón de
seguridad; ¡vaya sorpresa y vaya alegría que
sentí cuando vi a Paty detener a la vecina a la
que le habíamos preguntado la noche anterior
mientras paseaba acompañada de su hija y del
objeto de nuestra búsqueda!
‒¡Oiga, es mío! ‒le dijo mi mujer
disimulando la furia de la que estaba saturado
ahora el tono de su voz‒ ¡Démelo ya!
‒E… e… ¿es suyo? ‒preguntó la mujer,
tartamudeando, no sé si de miedo o vergüenza‒
Perdóneme, veci, yo no sabía que mi hija lo
había encontrado en la calle, tampoco que era
el que usted buscaba.

Muchas ideas me pasaron entonces por


la cabeza. Aquella mujer había visto la foto de
Rocky y la angustia de Paty, por supuesto que

68
Dan Rosendo

sabía nuestro domicilio, pues nos vio la noche


anterior fuera de la casa y recargados en el
coche mientras fumábamos; luego entonces,
¿de verdad no hubo ninguna mala intención de
su parte?, ¿no fue capaz de sentir un poco de
compasión por la tristeza que sentíamos? ¿Por
qué no fue a devolverlo?

Supimos después, por los guardias del


grupo de seguridad privada que cuida la
colonia, que aquella mujer lo había encontrado
a escasas cuadras de la casa luego que salió
corriendo a toda carrera aprovechando nuestra
distracción, pero no vale la pena citar esa
historia en este momento.

Paty le quitó la correa de las manos a la


chica sin que la mujer pudiera objetar algo, y
Rocky se dejó conducir dócilmente por ella al
coche. Una vez que estuvimos los tres dentro, la
señora corrió hacia nosotros y tocó la ventanilla
de mi mujer, quien haciendo una mueca de
desagrado bajó el cristal para atender.
‒¿Qué quiere ahora?

‒¡Ay, veci, con la pena!, ¿la molesto con


la correa?
Paty se estiró al asiento de atrás, sujetó
a Rocky por el collar para quitarle la correa y se
la entregó.

69
Al otro lado del Arcoíris

‒¡Que tenga buen día! ‒le dijo con


brusquedad antes de subir el vidrio de la
ventanilla y arrancar el coche.
***

Al llegar a la casa nos sentimos felices;


nada dijimos, nos abrazamos fuerte mientras
Rocky corrió a su platón repleto de croquetas;
nos limitamos a mirarlo comer, al poco rato,
cuando terminó, regresó a nosotros y, sin dejar
de jadear sacando la lengua, sentado frente a
Patricia, parecía abrazarla con el azul amoroso
de su tierna mirada.
Ella se inclinó sin poder aguantar más el
caudal de sentimientos que le inundaba el alma
y lo abrazó fuertemente mientras cerraba los
ojos y dejaba salir el reconfortante llanto que le
hacía derramar la alegría de haberlo
encontrado.
‒¡No vuelvas a hacerlo! ¡Por favor, no
vuelvas a hacerlo! ‒le repetía una y otra vez.
Repentinamente dejó de ser el extraño
que ensuciaba el baño o llenaba de pelos la sala
o el asiento de atrás en el coche para ser
reconocido por Paty como parte importante de
nuestras vidas y de nuestra pequeña familia, no
quería ni tenía ya el ánimo de regañarlo por la
travesura recién cometida, ¡lo había encontrado

70
Dan Rosendo

luego de una noche de angustia y era lo único


que importaba!

Entendí, entonces, que Rocky, armado


únicamente con ese extraño y silencioso amor
del que estaba repleto, había logrado enfrentar
y derretir por completo el invierno que
albergaba el corazón de mi mujer, y habiendo
cambiado radicalmente la negativa a tener uno
como él, que arrastraba desde su niñez, le había
enseñado, por fin, a sentir de una forma
diferente a la que ella estaba habituada.
Patricia aprendió también que, en ocasiones, el
amor verdadero no necesita palabras, ¡a veces
solo ladra!

71
Al otro lado del Arcoíris

VIII. Preámbulo navideño

P
ancho aprendió a comprar. Todas
las mañanas llegaba al puesto de
doña Chole, que tenía fama de hacer
los mejores tacos al vapor en la colonia, con una
hoja de árbol en el hocico con la que pagaba su
respectiva orden de chicharrón. Luego de
desayunar y de que la señora le hiciera algunos
mimos, se despedía con su alegre ladrido para
seguir vagando por la ciudad.

No se sabía mucho de él, más que la


clásica historia de siempre: un auto se había
estacionado cerca de la alameda, se abrió la
puerta trasera y lo bajaron; Panchito se distrajo
olfateando las flores de la jardinera del banco y,
cuando el auto arrancó, salió tan rápido como
pudo detrás del rugido de aquel motor, pero sus
patas no igualarían jamás la potencia de un
coche. Desde aquella noche tuvo que aprender
a sobrevivir en las calles de la ciudad.
¿Cómo se sabía entonces que se llamaba
Pancho? Bueno: aquellos que lo abandonaron
tuvieron a bien dejarle el collar que le habían
comprado cuando aún lo querían, de él pendía
todavía la placa en forma de hueso medio
oxidada que tenía grabado su nombre. Nunca
fue barbaján, siempre se dejó acariciar por
todos y supo ganarse muchas amistades.

72
Dan Rosendo

Dormía donde le agarraba la noche.


Muchas personas lo vieron hecho bolita bajo la
entrada del banco o en el zaguán del
restaurante italiano del chef Vitto; por supuesto
que había personas que intentaron adoptarlo y
darle un hogar, pero Pancho siempre volvía a la
calle, tal vez porque había perdido la confianza
en la gente y su falsa bondad.

La vida sin el calor de un hogar es difícil.


Cuando se nos acercan mientras comemos en
algún sitio en la calle, para recoger al menos
nuestras migajas, los corremos sin
preguntarnos por lo que deben pasar para
poder comer; ellos se retiran con el peso del
abandono sobre sus lomos y el hambre
royéndoles las entrañas. Pero Panchito, como
buen sobreviviente, no se rindió jamás y, tal
vez, de tanto mirar a los comensales pagar por
sus alimentos, comprendió que tenía que dar
algo a cambio si quería comer.

Doña Chole siempre tuvo corazón de


pollo; eso decían las vecinas chismosas de la
vecindad. Ella nunca dudaba en tenderle la
mano a quien lo necesitara y por eso supo
entender el gesto de Pancho cuando una
mañana de tantas, mientras atendía a sus
clientes, se sentó frente a ella y llamó su
atención con su ladrido insistente.

‒¡Vaya!, ¿conque quieres comer? ‒


preguntó divertida.

73
Al otro lado del Arcoíris

Pancho respondió ladrando y moviendo


la cola con alegría mientras ofrecía la hoja que
llevaba entre los colmillos. Doña Chole la
recibió sonriendo.

‒¡Muy bien, muchachón!, el precio justo


por una orden de chicharrón ‒le decía mientras
le acercaba unos tacos sobre un papel de
estraza‒. ¡Que aproveche!

La inocencia de Pancho se robó el


corazón de aquella señora. Todas las mañanas
recogía una hoja bajo la arboleda de la rotonda
y corría con ella a comprarse el almuerzo.
Pero este no era el único caso. Ruffo se
paraba todos los días frente a la panadería de
Fermín, y lo esperaba pacientemente; el
panadero salía para saludarlo; luego de un
ademán, Ruffo se mordía la cola y comenzaba a
girar para luego caer haciendo el muertito.
Entonces, Fermín le lanzaba un pan, que Ruffo
atrapaba con un salto y devoraba luego con
inmensa alegría.
Nosotros, los racionales, difícilmente
sabemos cómo se sienten el abandono, el frío y
el hambre; ellos, en su diaria lucha por
sobrevivir, van aprendiendo y, en su inocencia,
se amoldan a nuestro mundo.

En cuanto a Rocky, él pagaba bien


nuestras atenciones y también aprendía; lo dejó

74
Dan Rosendo

demostrado en la historia que ahora voy a


contarte.

75
Al otro lado del Arcoíris

IX. Lucecitas de colores

P
asaron los meses y llegó, por fin, la
navidad. Sin darme cuenta, el año
se iba demasiado aprisa, y ahora las
calles de la ciudad estaban repletas de luces
multicolores.
Un coro cantaba villancicos en el quiosco
de la glorieta. Los niños, llenos de ilusión por la
llegada de Santa, anhelaban el momento de
abrir por fin los regalos que les había hecho
llegar, dejándolos al pie del arbolito en sus
hogares.
Yo caminaba azuzado por la prisa, había
salido temprano de la oficina y deseaba con
ansias llegar a la casa y abrazar a Patricia.
Estas fiestas siempre tienen la virtud de
ablandarme el corazón por los viejos recuerdos
a los que nos remiten, recuerdos que tienden a
volar como mariposas blancas sobre el cielo de
la memoria y se anidan luego en lo profundo del
alma.
Después de andar por las mismas calles
de todos los días, llegué por fin al hogar. Al
cruzar la puerta, el aroma de la cena deliciosa
que ella había preparado me abrió el apetito.
Saludé. Paty volteó hacia mí y sonrió, se quitó
el delantal y dejó un momento la cocina para

76
Dan Rosendo

recibirme con un abrazo que me hizo sentir en


extremo feliz.

Así como estábamos, empecé a sentir los


rasguños que siempre me apartaban de sus
brazos y el ladrido que demandaba mi atención
de inmediato.
‒“Don celos” quiere que lo abraces
también ‒me dijo mi mujer mientras me soltaba
y volvía a ponerse el delantal para volver a la
cocina‒. Lávate las manos, por favor, en un
momento más cenaremos.

Me volví a mi amigo, que me miraba con


el cariño de todos los días; como siempre,
parecía darme la bienvenida.

‒¡Hola! ¡Ya estoy aquí, mi campeón! ‒le


dije mientras mis dedos se deslizaban sobre su
suave pelaje‒ Te traje un regalo. Bueno, en
realidad fue Santa quien me lo dio para ti.
¡Anda, vamos a verlo!

Mientras abría la mochila, Rocky me


miraba con ansiedad sin dejar de mover la cola,
levantaba las orejas, expectante, y miraba
atento a mis manos. Cuando vio el hueso que
saqué, ladró efusivo y se abalanzó sobre él.
‒¿Ves? ‒me dijo Paty mientras ponía los
platos sobre la mesa‒, luego te quejas de lo
malcriado que está.

77
Al otro lado del Arcoíris

‒Es navidad, amor ‒respondí‒. Además,


se lo había prometido desde la última vez que lo
llevamos a la tienda.
Patricia sacó la cena del horno mientras
su delicioso aroma se diseminaba por toda la
casa. Sirvió nuestros platos y disfrutamos de
ella; Rocky tomó su hueso y fue a echarse justo
debajo del árbol de navidad. Desde el momento
en que pusimos el árbol en la esquina de la sala,
y lo decoramos con las esferas y las luces de
colores, se había convertido en su sitio favorito.

‒¿Qué será lo que llama tanto su


atención? ‒preguntó mi mujer‒ No se aleja de
ahí por nada.

Me encogí de hombros sin saber qué


contestar. Continuamos cenando mientras
platicábamos sobre cómo había estado el día en
la oficina y cosas por el estilo, al terminar
decidimos salir un momento para dar una
vuelta; así que, luego de levantar los platos,
limpiar la mesa y la cocina, y ponernos nuestros
abrigos, abordamos el coche.

***

Las calles lucían sus tradicionales


decorados navideños, había pascuas por
doquier y una enorme figura inflable de un
muñeco de nieve se levantaba al lado de la
cafetería. Paty se estacionó y bajamos con

78
Dan Rosendo

intención de comprar unos buñuelos a las


vendedoras en la glorieta.

Rocky miraba extasiado los montones de


lucecitas multicolores que adornaban los
árboles. Fue la primera vez que paseamos sin
que se jaloneara ni intentara correr, caminaba
despacio, deteniéndose a mirar de cuando en
cuando las luces, lo disfrutaba en serio.

Paty se sentó en una banca para


esperarme sujetando a Rocky; no demoré, me
senté y comenzamos a disfrutar el sabor del
tradicional postre mientras yo miraba a mi
amiguito observar detenidamente las luces que
se encendían y apagaban rítmicamente.

Sin saber por qué, comencé a reflexionar


entonces: el mundo parece oscurecerse todos
los días, la maldad parece crecer a pasos
agigantados, sin que nada o nadie la detenga,
extendiendo su sombra sobre nosotros, eso nos
hace olvidarnos de las cosas simples, como una
gota de lluvia, el sabor delicioso de un buñuelo
bañado en miel de higos, o el brillo precioso de
una lucecita que se enciende y se apaga, y que
nos permite ver entre la negrura.
Patricia le regaló a Rocky un buñuelo; él,
sujetándolo con sus patas, se tiró sobre los
adoquines y comenzó a lamerlo. De repente
nuestro amigo comenzó a gruñir y a mostrar los
colmillos, se le había acercado una pequeñita

79
Al otro lado del Arcoíris

callejera que habíamos visto hacía algunos días


siguiendo al hombre que dormía en la plaza, no
dejaba de ver el buñuelo que mi amigo
atesoraba. Por un momento pensé que Rocky se
enojaría; era, de por sí, bastante celoso con su
comida y por eso yo creí estar seguro de que no
estaría dispuesto a compartir su buñuelo.

¡Vaya sorpresa: me equivoqué! Rocky se


levantó, olfateó el buñuelo una última vez y
después de ladrarle a la pequeñita regresó a
echarse a los pies de Patricia.

La nueva amiga de Rocky disfrutaba del


delicioso obsequio, cuando su dueño se acercó
regañándola.

‒¡Muñeca, a ver donde andas!


El pobre hombre nos miró apenado, se
paró a un lado de su compañera y rascándose
la cabeza nos dijo con voz entrecortada:
‒Perdonen, la muñeca ya les quitó su
bocado; pero… hace como tres días que no me
cae nada y no he podido darle algo para comer,
en serio, perdonen…

Paty volteó hacia mí como siempre lo


hace en estos casos; estoy tan acostumbrado a
sus modos que sé de inmediato el mensaje que
siempre me envía en silencio. Asentí por toda
respuesta y mi mujer se levantó de la banca
mientras respondía:

80
Dan Rosendo

‒No se preocupe por eso; pero, ¿y usted?,


¿ya comió algo?

El hombre fijó la mirada en el suelo


mientras movía la cabeza negativamente.

‒Darío ‒me dijo‒, pide a la señora unos


buñuelos y un café, por favor.
Respondí afirmativamente con un
movimiento de cabeza, tenía en ese momento
las palabras aprisionadas en un nudo que
comenzaba a atarse en mi garganta y de pronto
me hacía ver borroso. Respiré profundo
intentando tranquilizarme; luego, carraspeando
la voz, palmeé la espalda del hombre mientras
le decía:

‒Ven, acompáñame para que meriendes


al menos eso, de paso traemos otros para la
Muñe.

Sendas lágrimas resbalaron entonces


por sus mejillas; luego de abrazarme, aquel
hombre caminó conmigo, para después volver
al lado de su amiga con un vaso de café caliente
y dos platos con buñuelos.

Nos despedimos, pero antes de retirarnos


nuestro nuevo amigo se inclinó mirando a
Rocky a los ojos, mientras le decía sosteniendo
su pata derecha.

81
Al otro lado del Arcoíris

‒¡Muchísimas gracias por invitarnos a


cenar a mí y a la muñeca! ¡De verdad, muchas
gracias!
No mencionamos nada del asunto en el
trayecto a casa, solo me limité a mirar a Rocky
a través del retrovisor sin dejar de sentir como
si hubiéramos encendido una lucecita, colorida
y brillante, en la oscuridad de la noche.

Sobra decir que no fue la única vez que


llevamos a la glorieta algunas bolsas con
comida, mantas, algo de ropa y croquetas,
hasta el día en que Gaudencio y la Muñeca se
fueron de ahí; desde entonces, no los hemos
vuelto a encontrar.

Lo que sí te diré fue que al llegar a la casa


y subir a nuestra habitación, Rocky no nos
acompañó como siempre lo hacía, prefirió
quedarse debajo del arbolito de navidad
contemplando las luces y su reflejo en la
superficie de las esferas; me di cuenta de ello
cuando Patricia me pidió bajar a buscarlo y,
mientras lo miraba con atención, me
preguntaba si él también albergaba ilusión y
esperanza; creo firmemente que le gustaba
alejar la oscuridad encendiendo en nuestros
adentros lucecitas multicolores con lo que
había venido a enseñarnos.

82
Dan Rosendo

83
Al otro lado del Arcoíris

X. Héroes de cuatro patas

Los héroes son difíciles de encontrar,


alguien no se tomará el tiempo.
Los héroes son difíciles de encontrar,
te necesitamos, ven e intenta.
Los héroes son difíciles de encontrar,
tienes que cruzar la línea.
Los héroes son difíciles de encontrar.

(Twisted Sister)

Era el medio día del 19 de septiembre


del año 2017, cuando la tierra se
sacudió en la zona centro de
nuestro país, el terremoto de 7.1 grados había
demolido gran cantidad de edificios y todo fue
caos y desolación después del movimiento
trepidatorio.

Las botas del Capitán Israel Arauz se


cubrieron de polvo al llegar a la hecatombe, el
marino miró el panorama desolador y después
de un suspiro y limpiarse el sudor, preparó su
equipo de rescate y acarició con ternura a su
querida compañera mientras le miraba a los
ojos:
‒¡Vamos, Frida!, ¡hay mucho por hacer!

La labrador, entrenada para maniobras de


rescate, respondió con un sonoro ladrido y
junto a su binomio caminó valiente a cumplir

84
Dan Rosendo

su deber; la vida de quienes sufrían bajo el


concreto las consecuencias de aquella tragedia
dependía ahora de la rapidez de sus patas y su
olfato certero.

Una y otra vez Frida se sumergió en aquel mar


de escombros, arriesgándose a quedar atrapada
entre ellos, ladraba fuerte cada vez que daba
con su objetivo y, ayudada por el equipo de
rescate, recuperaba cuerpos; en el mejor de los
casos, arrebataba a la muerte a los
sobrevivientes poniéndolos en manos de
quienes atenderían sus lesiones. Acumuló en la
ejecución de esta tarea un total de cincuenta y
tres hallazgos, doce de ellos de personas con
vida.
Luego de algunas misiones más, en las
que demostró su valía y arrojo, Frida se retiró a
la edad de diez años, agotada por la vejez.
Problemas cardiacos y óseos, impidieron que
fuera adoptada y la obligaron a quedar bajo
custodia de la Secretaría de Marina; pero, sin
duda, cuando cruce al otro lado, continuará en
la memoria de quienes miren su efigie en la
ciudad de Nuevo León, así como en el Parque
Ecológico de Puebla, acompañada ahí por la de
su compañero, el Maestre Arauz.

Sin embargo, no todas las historias de


heroísmo tienen un final feliz, ni a todos los
héroes se les recuerda con monumentos, pocos
conocemos la historia del Negro, un criollo en
situación de calle que, a costa de su propia vida,
impidió un secuestro.

85
Al otro lado del Arcoíris

Clara caminaba con rumbo a la tienda


del barrio cuando la Hummer cuatro por cuatro
con vidrios polarizados frenó bruscamente y al
instante dos tipos descendieron, abalanzándose
sobre ella.

La pobre Clara, muerta de miedo, pedía


auxilio a gritos mientras era llevada a jalones
por aquellos tipos. Pese a su estatura, la
muchachita de apenas quince años no podía
oponer resistencia.

Suerte que el Negrito deambulaba por


aquella calle. En cuanto vio el forcejeo se arrojó
sobre aquellos hombres clavando a uno los
colmillos en la pantorrilla; debido al dolor, el
maleante soltó a la muchacha y se inclinó para
sostenerse la herida. Rápidamente, con la
agilidad que la vida en la calle le había
enseñado para utilizarla en situaciones de
supervivencia, el Negro mordió las manos del
otro tipo, aprisionándolas entre sus
mandíbulas.

Gracias al alboroto, los vecinos salieron


armados con lo que pudieron en defensa de
Clara, sus agresores corrieron atemorizados a
la camioneta y emprendieron la huida, no sin
antes de que una detonación se escuchara
estridente y, al mismo tiempo, un lastimero
alarido. Negrito cayó herido por la bala de aquel
desgraciado.

86
Dan Rosendo

Clara corrió hacía el Negro y, sin


importarle mancharse la ropa de sangre, lo
abrazó fuertemente, rodeada de las miradas de
asombro de la concurrencia, mientras Negro
cerraba los ojos por última vez.
Al contarte estas breves historias, suena
en mis altavoces la voz de Dee Snider,
recordándome que los héroes son difíciles de
encontrar, y al mirar a Rocky, tumbado a mi
lado, mientras saborea su deliciosa carnaza,
recuerdo el día en que, al mirar al bravucón que
se me acercó una tarde de tantas con intención
de partirme la cara, dejó de ser amigable y
tranquilo, como es, para tensar las patas y
gruñir furioso mostrando los colmillos,
preparándose así a defenderme.
Quiero creer que para ellos existe el lugar
al otro lado del Arcoíris, porque lo merecen,
porque en la sencillez de su ser se llenan de
valentía para salir en defensa de quienes ama
su corazón desinteresadamente, y es aquí
cuando me pregunto: ¿y nosotros?, ¿podremos
atrevernos a cruzar la línea y a tener la
humildad de aprender de su ejemplo?

87
Al otro lado del Arcoíris

XI. La vida se abre camino

Hacía una mañana muy agradable, nos


levantamos después del beso de buenos días y
de tolerar, como cada mañana, que Rocky se
subiera a la cama y se recostara en medio de
nosotros para recibir su “dosis diaria de cariño”.
Luego del delicioso café caliente y de
cambiar nuestra pijama por sudaderas y pants,
salimos al parque con la intención de hacer
ejercicio.

Nuestro amiguito, fiel a su costumbre,


trotaba alegre al paso de Paty, deteniéndose de
cuando en cuando para marcar territorio u
olfatear las flores, disfrutando del fresco aroma
de la hierba recién cortada y de asustar a los
gorriones que bajaban de sus nidos para
alimentarse.

De pronto nos saludaban los nuevos


amigos que casualmente encontramos, y, por
supuesto, las amistades que Rocky había hecho
en la guardería donde mi mujer lo llevaba para
que aprendiera a comportarse y socializar con
otros, como Tenoch, el xoloitzcuintle que
siempre movía la cola y ladraba festivamente
cuando lo miraba; o Kai, el gracioso criollo que
se abalanzaba sobre él sin miramiento alguno y

88
Dan Rosendo

luego de gruñir y forcejear un poco, terminaba


lamiéndolo cariñosamente.

Luego de aproximadamente una hora de


trotar, nos sentamos cansados y sudorosos en
una de las bancas que rodean la cancha de
futbol, y mientras Paty bebía un poco de agua
de la botella que acabábamos de comprar, yo le
solté la correa a nuestro amigo para darle un
momento de libertad. Rocky salió disparado y
corrió unos minutos por toda la cancha, pero de
repente se detuvo fijando su atención en el lado
opuesto a donde se encontraba.
‒Vamos, Luna ‒decía el muchacho que
había llegado mientras le soltaba la correa a la
preciosa husky que caminaba a su lado‒, parece
que hoy tendrás un compañerito para correr.

Rocky se quedó petrificado mientras la


miraba acercarse y de sus ojos se asomaba un
brillo que nunca antes habíamos visto.

Luna se acercó despacio, lo olfateó por


un breve instante y luego corrió unos cuantos
metros; en seguida se detuvo y volteó de nuevo
a mirarlo como si lo invitara a seguirla.

Por un momento pareció que mi amigo


titubeaba, como si se tratara del tímido
adolescente que acaba de ser presentado a la
chica que le hace temblar las piernas, le tiñe las
mejillas de rojo y le causa esa extraña sensación

89
Al otro lado del Arcoíris

de náusea y estremecimiento, pero al instante


se sobrepuso y corrió tras ella.

Luna y Rocky corrieron por un buen rato


mientras Patricia y yo, acompañados ahora por
el recién llegado, los mirábamos divertirse y
hablábamos de ellos, de sus travesuras y las
cosas diarias con las que nos habían enseñado
a quererlos y a verlos como parte importante de
nuestras respectivas familias.
Cansados de tanto correr, caminaron un
momento; por breves instantes se detenían a
olfatear la hierba o a juguetear, tirándose
mutuamente sobre ella o intercambiando algún
lengüetazo efusivo.

‒Paty, Darío ‒nos dijo Manuel mientras


nos estrechaba la mano‒, fue un enorme placer
conocerlos, me gustaría quedarme más tiempo,
pero debo regresar a la casa, mi esposa me
espera, prometo traerla conmigo en la siguiente
ocasión.
Luego se dirigió a mi amigo y se despidió
acariciándolo en medio de las orejas; llamó a
luna para ponerle la correa y se marcharon
mientras Rocky los miró partir sin apartar la
mirada de Luna.

Los encuentros con Manuel, su esposa


Julia y Luna se repitieron en más ocasiones, y,
por supuesto, también los paseos por el parque

90
Dan Rosendo

en los que Luna y Rocky se alejaban de nosotros


perdiéndose en las arboledas, para regresar
felices y agitados a la banca donde los
esperábamos.

La vida siempre florece, se abre camino y


continúa su curso de las maneras más raras.
Un día de tantos, Julia nos dio la buena noticia:
Luna esperaba bebés de Rocky. ¿Cuántos? Aún
no podíamos saberlo. Luego de dos meses de
feliz espera, tres cachorritos hermosos llegaban
al mundo; el más pequeño era idéntico a él,
excepto, quizá, por sus ojos verdes y el plateado
antifaz que le adornaba los ojos.

Cuando tuvieron edad suficiente y antes


de ser entregados a sus nuevos dueños,
llevamos a Rocky a conocerlos y convivir con
ellos. No dejó de lamerlos mientras, recostado
al lado de Luna, se dejaba morder las orejas y
la cola por sus cachorritos.

Al volver a casa, Patricia se sentó a mi


lado mientras miraba el televisor y, sin dejar de
acariciarlo, me dijo:

‒Me siento muy orgullosa. Cada vez me


convenzo más de lo mucho que tiene para
enseñarnos.

¡Cuánta razón tenía mi mujer! Rocky


nunca se portó agresivo con Luna, por el
contrario, en ocasiones parecía que intentaba

91
Al otro lado del Arcoíris

conquistarla, limpia e inocentemente, no hizo


jamás el intento siquiera de someterla de forma
violenta, el “animal” “irracional e instintivo”
supo ganársela de manera natural, sutil y
espontánea, mientras que, en los periódicos de
los últimos meses, abundaban las noticias de
maltrato a la mujer y agresividad, de crímenes
y feminicidios cometidos, exclusivamente, por
quien se presume el ser más civilizado e
inteligente sobre la faz de la tierra.

92
Dan Rosendo

XII. Abuelita

La abuela Epifanía nos anticipó su visita.


Patricia estaba feliz, pues tendríamos a su
mamá con nosotros algunos días y, desde luego,
ya sabíamos quién estallaría en alegría y
efusividad.

‒Rocky se pondrá feliz ‒repetía Patricia


dibujando en su rostro una sonrisa radiante‒.
Ya sabes cómo la quiere.

Doña Pifas y don Víctor nos habían


ayudado a cuidarlo cuando era pequeño. En
algunas ocasiones en que debimos salir, lo
encargábamos con ellos; fue ahí donde Rocky
recibió mimos excesivos y probó sus primeras
salchichas asadas, porque doña Pifas lo
consentía como si se tratara de un nieto más.
Don Víctor no era tan expresivo con él,
solo se limitaba a mirarlo y a hacerle, de cuando
en cuando, alguna caricia breve.
‒¡Calmado, chamaco! ‒le repetía cada vez
que se le acercaba, quizá por un miedo,
originado en la infancia, a que lo mordiera; pero
esto no implicaba falta de cariño.

Ya he mencionado lo inquieto y
desobediente que era en sus primeros años, por
eso nos asombraba el respeto y la profunda

93
Al otro lado del Arcoíris

lealtad que nuestro amigo tenía para con mi


suegra, y la obedecía ciegamente cuando le
hablaba.
Una de esas veces en que se quedó al
cuidado de sus abuelos, Rocky se jaló tan fuerte
que reventó la correa y salió disparado a la
calle. don Víctor corrió tras él tan rápido como
pudo, pero nuestro amigo se le escabulló sin
que pudiera alcanzarlo. Lo buscó incansable
por todos lados; preguntó a los niños que
jugaban en la cancha y al policía que daba su
rondín todas las tardes por la colonia, pero
nadie pudo informarle.

Alguien le dijo que tenían a Rocky


amarrado dentro de la purificadora de agua y
don Víctor corrió a toda prisa al lugar. Ya de por
sí los dueños del sitio tenían mala fama, así que
mi suegro tuvo que negociar su rescate;
doscientos pesos fue el precio de su libertad y,
luego de pagarlo, don Víctor caminó de regreso
a casa con Rocky atado a una cuerda.
Repentinamente, al pasar frente a la
escuela vespertina, un gato despreocupado que
deambulaba por ahí, bufó y se erizó asustado al
cruzarse por su camino; la reacción de Rocky
no se hizo esperar y después de un tirón fuerte
que casi hace caer a don Víctor, se le soltó de
nuevo, saliendo furioso detrás del gato que, con
la agilidad propia de los suyos, logró meterse a
la escuela por un orificio en el alambrado, lo

94
Dan Rosendo

suficientemente grande como para que Rocky


entrara también y continuara aquella
persecución.
En su desesperación, don Víctor se
apresuró a llegar a su casa y comentó a su
mujer lo que había pasado, quien, con la
tranquilidad que la caracteriza, solo le
respondió:

‒Cálmate, vamos por él, no pasa nada.


Llegando a la escuela, mi suegra pidió
permiso al portero y, luego de entrar, al llegar
al patio, encontró a mi amigo corriendo de aquí
para allá, mientras los muchachos lo
perseguían intentando atraparlo.

‒Rockyto… ‒le dijo mi suegra


dulcificando su voz‒, mira nada más lo que
andas haciendo, ándale, ven para acá, vámonos
para la casa.
Y sucedió lo que parecía imposible:
Rocky bajó las orejas y caminó dócil hacia Doña
Pifas. Ella le palmeó el costado cariñosamente y
junto a mi suegro caminaron hacia su casa.
Supongo que Rocky la quería tanto, al grado de
obedecerla como a ninguno, en pago por el gran
amor que mi suegra le dio desde sus primeros
años; se lo demostraba al alimentarlo con todo
lo que le gustaba y en esa forma tan suya de
consentirlo en todo aun cuando tuviera que

95
Al otro lado del Arcoíris

pasar sobre las indicaciones y la autoridad de


Patricia. Mi amigo jamás pagó amor con
ingratitud. El día en que la abuela llegó a la
ciudad, fuimos a recogerla a la terminal de
autobuses. Durante el trayecto a casa nos
comentó que pensaba que, tal vez, por los
muchos meses que dejamos de verla al
mudarnos, Rocky la habría olvidado.

‒No pienses eso, mamá ‒contestó


Patricia‒, él no podría olvidarse nunca de ti.

Al llegar a la casa, mi suegra comenzó a


llamarlo desde la entrada:
‒Rockito, Rockitooo, ya llegué mijo… En
ese momento sus dudas se disiparon, pues
Rocky, loco de contento, salió a recibirla
corriendo desde el interior, la saludó antes que
a nosotros con un aullido de felicidad; luego
comenzó a correr festivo por toda la casa,
brincando sobre la sala y trastabillando con las
sillas del comedor para terminar abrazándola y
llenando sus mejillas de amorosas lengüetadas.
Cuando por fin se calmó, fue a echarse a
los pies de mi suegra sin que hubiera poder
humano que lo apartara de ahí. Por momentos
nos miraba fijo, a mí y a Patricia, con los ojos
radiantes, como si quisiera decirnos lo feliz que
estaba por la visita recibida. Por la noche, al ir
a dormir, Patricia fue la primera en notar que
Rocky no estaba en su cama; fuimos de

96
Dan Rosendo

inmediato a buscarlo y no nos sorprendió


encontrarlo dormido tranquilamente a los pies
de la cama que instalamos para la abuela. Los
días que doña Pifas se quedó con nosotros,
Rocky no se apartó de ella por nada del mundo.

97
Al otro lado del Arcoíris

XIII. Lealtad a toda prueba.

E
l dolor se hacía insoportable, hacía
varios días que amanecía
invadiendo mi espalda sin dejarme
mover con naturalidad y hacer mis actividades
de siempre; pero, por no preocupar a Patricia,
no decía nada y recurría a algún analgésico de
los que guardábamos en el botiquín.

¿Cómo empezó? Creo que fue el día en


que decidimos abrir nuestro negocio: una
pequeña tienda de artesanías y de bebidas
regionales. Por ahorrarme unos pesos, no
permití a Patricia contratar cargadores y decidí
hacerme cargo de la mudanza, el armado y
distribución de los muebles y el decorado del
local. Estábamos muy emocionados. Yo había
renunciado a mi trabajo para dedicarme de
tiempo completo a la tienda, y Paty no perdía
oportunidad de hacer promoción a conocidos y
amigos; ese día terminé temprano, pero la
molestia comenzó a manifestarse casi de
inmediato.

El día en que no pude más, fue el


domingo que decidimos salir a hacer nuestras
compras. Nos dirigimos al súper después de
desayunar, y compramos lo necesario. Cuando
regresamos a casa ocurrió: el dolor aguijoneó mi

98
Dan Rosendo

espalda baja y no pude evitar quejarme y verme


descubierto por mi mujer.

‒¿Estás bien, Darío? ‒preguntó


preocupada‒ ¿Qué ocurre?

No pude ocultar más el malestar y tuve


que decirle la verdad; el dolor no me dejaba
moverme.

‒¡Te vas a la cama ahora mismo! Hablaré


con el doctor Luis para programarte una cita.
‒Pero… Paty, debo terminar de bajar las
cosas.

‒¡Darío Ruvalcava! ‒espetó


enérgicamente‒, necesito que vayas a la cama
ahora mismo, yo puedo ocuparme después de
las cosas; anda, te llevo.
Me acompañó a la recámara, y ya frente
a la cama, me recosté, ella salió después
prometiendo volver a la brevedad. El dolor no
me permitía permanecer con comodidad, de
modo que cambiaba de posición
constantemente. Cuando Paty terminó de
descargar las cosas, regresó a la habitación
trayendo dos cápsulas de ketorolaco y un vaso
con agua.
‒Ya hablé con el médico ‒me dijo sin
poder disimular la preocupación‒, vendrá a
verte más tarde, toma, debes tomar este

99
Al otro lado del Arcoíris

medicamento. ¡Ay, Darío, debiste dejarme


conseguir ayuda!

Tomé los comprimidos y acto seguido me


dispuse a dormir. Paty me besó la frente y luego
de acomodarme la almohada salió para ordenar
las cosas en la despensa y dejarme descansar a
gusto.

Dicen que los amigos se conocen en las


malas y en las peores; en la salud y en la
enfermedad… Poco después de que mi mujer
saliera de la habitación, la puerta se abrió y
Rocky entró sigilosamente, se acercó a la cama
y me olfateó, luego comenzó a llorar muy
quedito y me lamió la mano.

‒¡Hola, campeón! Creo que me toca


tomar un descanso.

Mi amigo me miró con esa extraña


ternura de siempre; parecía preguntar: ¿te
duele? ¿Qué te pasó?

Lo acaricié mientras le decía:


‒Tranquilo, chico, solo es un dolor sin
importancia que pronto pasará. ¡Anda, ve a
divertirte!

Patricia entró otra vez a la habitación y


lo llamó para que bajara a comer; pero mi
amigo, por toda respuesta, solo volteó a verla y,

100
Dan Rosendo

sin dejar de llorar, se subió a la cama y se


recostó a mi lado.

Luego de algunos minutos, dormí por un


largo rato hasta que la voz de Paty, ordenando
a Rocky bajar de la cama, me despertó.

‒Amor…, ya llegó el doctor, despierta…


El doctor subió a la recámara, entró
saludándome con la afable sonrisa que lo
caracteriza, y comenzó a revisarme mientras la
mirada atenta de Rocky seguía cada uno de sus
movimientos, parecía querer entender qué era
lo que el médico hacía al tocarme la espalda.
‒Nada de gravedad, mi estimado Darío.
Aparentemente solo te forzaste de más y te
lastimaste a nivel muscular; sin embargo, debo
pedirte que pases mañana a la clínica para
tomarte una placa y descartar posibilidades.

El médico garabateó la receta donde


indicaba mi tratamiento y se despidió. Sin
duda, Paty cubrió sus honorarios y lo
acompañó a la salida.
Mi amiguito, que durante la consulta
permaneció dentro de la habitación, volvió a
subir a la cama y se quedó quieto mientras me
miraba. Paty subió una vez más, pero ahora
para recostarse junto a nosotros

101
Al otro lado del Arcoíris

‒Rocky sigue negándose a dejarte, y yo


también te voy a cuidar, ¡ánimo, cielo! ¡Pronto
estarás mejor!
Nos quedamos comentando sobre la
lealtad que Rocky nos demostraba todos los
días. Cuando discutíamos por alguna tontería,
nuestro amigo no se dejaba acariciar por el
culpable, ignorándolo por completo hasta el
momento de la reconciliación; siempre se
negaba a subir a dormir si alguno de los dos
faltaba en la cama y permanecía en la sala a la
espera, no se acercaba a su plato hasta vernos
sentados a ambos, pues estaba acostumbrado
a comer con nosotros, y no se diga si sentía que
nos agredían, pues se aprestaba a gruñir en
nuestra defensa mostrando sus colmillos y
olvidando al momento su tranquilidad.

Su corazón, lo he repetido hasta el


cansancio al hablarte de él, estaba cargado de
amor a nosotros: un cálido y extraño amor que
complementaba nuestras vidas y nos obligaba
a corresponderle de la misma manera

Dormí unas horas más. Cuando abrí los


ojos no pude evitar sonreír, Rocky continuaba
recostado a mi lado, se había ocupado de vigilar
mi descanso.

102
Dan Rosendo

XIV. El último viaje

D
ebo decir que a su lado nuestra
vida era del todo feliz, hubo una
lista interminable de momentos
que compartimos y que siempre dejaban algo en
nuestro interior, fuimos, pues, una familia en
toda la extensión de la palabra, y la vida siguió
su curso hasta el día en que llegó aquel
problema en la columna vertebral.

La cojera se manifestó antes que todos


los síntomas, y el temblor en sus extremidades
era indicio de un agudo dolor que le impedía
caminar con normalidad. Consultamos al
veterinario, que ordenó la administración de
medicamentos sin que estos tuvieran efecto
favorable, nuestro Rocky se negaba a levantarse
y no probaba bocado.

La preocupación aumentaba todos los


días, Patricia lloraba impotente ante el avance
del incontenible mal, cambiamos de clínica
varias veces sin que notáramos alguna mejoría
en su salud y esto nos obligó a tomar una
decisión drástica: regresaríamos al pueblo al
día siguiente para consultar a don Alfredo. Su
veterinario lo conocía desde que era un
cachorro y albergábamos la esperanza de que la
solución estuviera en sus manos.

103
Al otro lado del Arcoíris

Lo llamé y programé la cita mientras Paty


hacía los preparativos. Esa misma tarde tramitó
una semana de permiso en su trabajo y yo di
instrucciones a la persona que cuidaría la
tienda en nuestra ausencia.

Sin mayor contratiempo salimos de la


ciudad, viajamos en absoluto silencio, con la
angustia carcomiendo nuestra alma. Contrario
a lo que acostumbraba, Rocky no hizo siquiera
el intento de asomarse a la ventanilla, solo
dormitaba en el asiento de atrás.

Llegamos a nuestra pequeña ciudad.


Paty decidió pasar a comprarle una orden de
carne al pastor qué, bien sabíamos, era su
favorita; esta vez se enfrió en su plato sin que la
tocara. Al llegar a la casa lo tomé en mis brazos
para bajarlo del coche: siempre que volvíamos
era el primero en dejar su asiento para oler la
hierba de nuestro patio; pero esta vez fue
distinto. Lo subí de inmediato a la habitación, y
después de dejarlo con mucho cuidado sobre su
cama, bajé por el equipaje.

Al volver encontré a Patricia sentada a su


lado, la abracé y la besé en la mejilla,
intentando reconfortarla; pero la tristeza y la
angustia parecían no querer dejarla y se
aferraban a ella con más fuerza que yo. Me
senté a su lado y lo acaricié también, y así, entre
llanto silencioso y caricias, se nos fue la noche.

104
Dan Rosendo

Cuando amaneció, lo cargué para subirlo


a la camioneta, esta vez lo llevé sobre mis
piernas, como cuando era un bebé. Paty manejó
nuevamente en silencio hacia la clínica de don
Alfredo, quien estaba esperándonos para
atenderlo de inmediato.
Pasamos al consultorio y lo puse sobre la
cama, don Alfredo comenzó a revisar su
columna y un gesto de preocupación comenzó a
dibujarse en su rostro, de inmediato lo pasó a
rayos X; lo que revelaron las placas borró la
sonrisa definitivamente del rostro del
veterinario.

El mal era irremediable. No había


posibilidad alguna de recuperación, debido a
una lesión que jamás supimos cómo se
desarrolló. Rocky estaba condenado a una vida
en la que ya no podría correr libremente por el
parque o la glorieta, y en la que estaba obligado,
durante el tiempo que le quedara, a sufrir el
dolor de las agujas y del medicamento al
transitar por su cuerpo, antes de hacer efecto.
Don Alfredo nos llamó fuera del consultorio y,
después de explicarnos, nos dio la terrible
solución para evitarle los sufrimientos que
comenzaban a envolverlo en su frío y
despiadado abrazo: una última inyección, que
lo haría dormir para no despertar
nuevamente…

105
Al otro lado del Arcoíris

Nos abrazamos y lloramos un momento


que nos pareció eterno; luego de esto nos
tomamos de la mano para tener el valor de
afrontar el difícil trance y entramos así al
consultorio. Rocky descansaba inmóvil y su
respiración agitada delataba el agudo dolor en
su espalda y piernas traseras.

‒Justo es que se tomen un momento


para despedirse ‒nos dijo don Alfredo mientras
me palmeaba la espalda afectuosamente, como
intentando darme consuelo‒. Lleven a Rocky a
dar un paseo y cuando estén listos, vuelvan
aquí.

Lo tomé en mis brazos de nuevo, como si


se tratase de un niño pequeño, y lo acomodé
sobre mis piernas en el asiento del copiloto
mientras Paty conducía por el periférico de la
ciudad. Los síntomas se acrecentaron de
pronto, dejó de mover las piernas y lloraba
quedito mientras temblaba y se ponía frío.
Durante el paseo lo levanté para que pudiera
mirar el trayecto. Mi mujer y yo reíamos y
llorábamos al mismo tiempo, mientras
recordábamos cada travesura que había hecho
en el asiento de atrás, así como las miradas,
cariños y cosas bonitas que le decía la gente
mientras se asomaba sacando casi medio
cuerpo por la ventanilla. Duele mucho decir
adiós, sobre todo cuando hay tantos trozos de

106
Dan Rosendo

vida guardados en los corazones condenados al


frío momento de la despedida definitiva.

Volvimos a la clínica y entramos al


consultorio. Mientras don Alfredo administraba
el sedante para aligerar el dolor y ayudar a
mantenerlo en calma, Paty le dio un último
abrazo y lo besó repetidamente en medio de las
orejas; cuando Don Alfredo alistó la jeringa con
pentobarbital, ella se volteó cubriéndose los
ojos e intensificando sus lágrimas.

‒Cuando estés listo, Darío ‒me indicó el


veterinario.
Tomé su pata derecha entre mis manos y
le agradecí tantos momentos, tanto amor y
enseñanzas que dejaba en nosotros como
legado. Abrió los ojos y su mirada de cielo me
envolvió cálidamente una vez más mientras me
desmoronaba como un polvorón. Había
serenidad en aquella mirada, la serenidad del
amigo que, aun en medio de tanto dolor, intenta
darte consuelo; era como si me pidiera que
dejara de llorar, como si quisiera recordarme
que la muerte también es parte de nuestro
trayecto, que no es el final, sino una especie de
transición por la que, inevitablemente, debemos
atravesar, para evolucionar y encender una
nueva luz en algún otro sitio.

107
Al otro lado del Arcoíris

Llegado por fin el momento de dejarlo


partir, volteé hacia don Alfredo y asentí
afirmativamente.
Aplicó la jeringa presionando el émbolo
suavemente mientras mi llanto aumentó,
nublando mi vista casi por completo; no podía
ni quería retirar mi mano de su suave pelaje
mientras intentaba cobrar valor recordando las
palabras de don Ángel, al hablarme del arcoíris:
“La muerte es amable con ellos, pues el
propósito de que vengan al mundo siempre se
cumple, su mano huesuda los recoge y acaricia,
y los lleva al inicio del puente; entonces su
espíritu despierta para cruzarlo, corriendo en
medio de nubes blancas, al otro lado los espera
un lugar lleno de prados verdes, donde no les
falta comida ni abrigo, donde no sufren porque
ahí no existe el dolor, el abandono, la tristeza o
los malos tratos, ahí juegan todo el tiempo,
disfrutan olfateando las flores fragantes y
multicolores que crecen por todos lados y el sol
ilumina con sus cálidos rayos su estancia,
alejando por siempre la oscuridad y el frío”.

‒Hasta pronto, mi campeón ‒balbuceaba


con voz temblorosa‒, espérame, iré a buscarte
cuando me llegue el momento, tú sabes lo
mucho que te quiero y lo que me duele dejarte
partir, ve tranquilo, allá te veo.

108
Dan Rosendo

Rocky no dejaba de mirarme mientras


cerraba los ojos poco a poquito; yo me aferraba
a él tan fuerte como podía. Transcurrieron
algunos minutos hasta que poco a poco se fue
durmiendo en silencio; después, cuando su
aliento cesó y se quedó totalmente inmóvil, me
levanté y abracé fuertemente a Patricia que, al
igual que yo, lloraba inconsolable.

Don Alfredo marcó el número de alguna


extensión del conmutador y al poco rato llegó
un camillero que se lo llevó. Se nos indicó pasar
a una sala de espera donde, luego de un rato,
se nos entregó la urna que contenía las cenizas
de nuestro amigo.

***
Abandonamos la clínica cabizbajos, con
el alma cargada de una tristeza helada y
profunda, y abordamos el coche para regresar a
la casa mientras las primeras gotas de lluvia
comenzaban a caer, como si el cielo llorara
también compartiendo nuestro dolor.
Afuera la vida continuaba imparable y
hermosa; dentro del coche parecía que se había
detenido, sumergiéndonos en un horrible
mutismo que nos obligaba a viajar en silencio,
escuchando únicamente el sonido del motor del
coche y el chocar del agua contra el parabrisas
y el toldo.

109
Al otro lado del Arcoíris

Esta vez fue Patricia quien se llevó junto


a ella la urna, mientras yo me aferraba,
buscando consuelo, a la idea de que Rocky
viajaba ahora a un sitio mejor donde no sufriría,
donde no necesitaría medicamentos inútiles
que intentaran atenuar su dolor, ni inyecciones
que lo hicieran dormir para siempre.

Instintivamente miré hacia arriba: un


arcoíris límpido y reluciente se había formado
cruzando el cielo, tuve la certeza de que mi
amiguito cruzaba velozmente sobre él,
corriendo alegre sobre sus colores y viajando
hacia donde descansaría esperando nuestro
momento de encontrarnos de nuevo para jugar
y querernos, como fue durante su paso por
nuestra vida. ¡Quería creerlo con toda mi alma!

110
Dan Rosendo

XV. Una promesa firme

uego de aquella vorágine decidimos

L permanecer los seis días restantes


de nuestras vacaciones forzadas en
nuestra casa. Al quinto día llevamos la urna a
un lugar tapizado de flores cerca del segundo
muelle del lago, cercano al pueblo, y ahí la
sepultamos con la certeza de volver siempre que
nos fuera posible para visitarte.
Volvimos incompletos a la ciudad y a
nuestra diaria rutina en la que nos faltas.
Echamos de menos oír tus ladridos y
contemplar tus juegos; duele vivir siempre sin
ti y por eso te buscamos con insistencia para
encontrarte en el rincón introspectivo del alma,
donde el recuerdo te trae de vuelta.

Kai y Tenoch nos miran como


preguntando por ti cuando nos cruzamos en los
senderos del parque y, a veces, hallamos
atisbos de consolación cuando te miramos en
los cachorros de Luna al verlos paseando por la
glorieta al lado de sus respectivos dueños;
entonces se produce en nuestro interior una
intensa colisión de sentimientos: la alegría de
haber compartido contigo un instante de
nuestras vidas y el dolor insondable de tu
partida que, como herida incurable, siempre
nos acompaña.

111
Al otro lado del Arcoíris

El dolor de perderte es inmenso, tanto


que no sé cómo podría definirlo. Si un hijo sin
madre es un huérfano, y alguien que se queda
solo después de la muerte de su compañero de
vida es viudo, ¿cómo podrían llamarme ahora
que te has ido si este dolor parece no tener
nombre?

Espérame ahí, en tu cielo, en el lugar


reservado para los ángeles como tú, cuya razón
de venir a acompañarnos en nuestra travesía
es, en definitiva, el enseñarnos una manera
distinta de amar. Prometo que, cuando llegue
mi turno, voy a correr hacia ti para jugar
contigo otra vez en aquel lugar del que me habló
mi abuelo, ahí desde donde nos miras y esperas
feliz a que vaya a buscarte. Voy a intentar no
llorar más y ser bueno con los tuyos, quiero
merecer, y que nada me impida llegado el
momento, buscarte al otro lado del arcoíris.

112
Dan Rosendo

¡ Hola de nuevo! :

a historia que pongo en tus manos

L en esta ocasión tiene mucho de


real. Rocky también es real y, por
suerte, aún está con nosotros y sigue
regalándonos días felices; pero tratándose de
una novela, aunque pequeñita, debí involucrar
eventos ficticios para darle sabor e
intensificarla.
¿Por qué escribir sobre un perro? Espero
que también notes que, aunque “perro” es el
nombre designado para su especie, no quise
usarlo en este texto. Nuestra especie “racional e
inteligente” lo emplea como uno de los peores
insultos al llamar así a individuos que no
debería; solo diré que un perro nunca será
desleal, jamás morderá la mano que lo
alimenta, y siempre, puedes estar seguro de
ello, te enseñará una forma distinta de ver la
vida, expresada a través de ladridos.

En nuestro país, todos los días se


asesina a un perro en peleas clandestinas, en
una azotea, calle o camino, o se le abandona
cuando deja de ser “útil” o “bonito”, o se le
maltrata solo por el sádico e insano placer de
hacerlo sufrir. ¿Cuántos de nosotros hemos
corrido a patadas a los callejeritos que se nos
acercan buscando solo un bocado al mirarnos

113
Al otro lado del Arcoíris

comer o un mimo amable que les aligere la vida?


¡Estoy cansado de tanta crueldad! Ojalá
pudiéramos ser como dice una canción que
escuché hace tiempo: “…civilizados como los
animales”.

Es cierto: ya han sido llevadas al cine y a


la literatura muchas historias sobre perros
ejemplares. La ternura de Lassie, la lealtad de
Hachiko y las muchas idas y vueltas de Bayley
en La Razón de Estar Contigo, obra donde él
mismo explica su propósito de venir al mundo;
son solo un ejemplo de las muchas que podría
mencionar. Ajeno a ellas, yo quise contarte la
historia de mi amigo Rocky y compartir contigo
algunas de las grandes lecciones de vida que me
ha dejado, haciéndole, así, aunque muy
pequeñito, el merecido homenaje que siempre
he querido darle como muestra de gratitud.
Creo firmemente que las grandes
historias, las dignas de contarse, son las vividas
por grandes protagonistas; por eso escribo de
él, uno de los grandes protagonistas de la
historia que escribo todos los días.

¡Gracias por recibirla! ¡Gracias por ser


partícipe de este canto de amor que dedico mi
querido Rocky!

Dan Rosendo
Iguala, Gro., 20 de febrero de 2022.

114
El Autor:

Dan Rosendo es autor de los trabajos:


Naciendo, Caníbal, Psicofonías, Psicofonías (las
otras voces), Nahual, un poemario que por
problemas de título saldrá reeditado en
próximas fechas, La Huella del Oso y Al otro
lado del Arcoíris, obra que amablemente
recibiste en tus manos.

Ha participado en distintos foros donde


ha presentado su trabajo y ha sido antologado
por diversos medios físicos y digitales.
Creó y dirigió la Editora Artesanal D&E
Ediciones, hoy extinta, en su natal Iguala de la
Independencia, en el estado de Guerrero.
Actualmente dirige Quinto Sol, Ediciones
Artesanales, y trabaja en una próxima novela,
titulada: Te Recuerdo, Mariam.
Al otro lado del Arcoíris.
Querido amigo: ............................................ 1
I. Las luces se encienden, la historia
comienza ..................................................... 4
II. Somos una familia .................................. 9
III. Amor es adaptarse ............................... 18
IV. Me siento vivo ..................................... 28
V. El tren de las cinco ............................... 41
VI. Fenrir. ................................................. 56
VII. Vuelve................................................. 62
VIII. Preámbulo navideño.......................... 72
IX. Lucecitas de colores ............................ 76
X. Héroes de cuatro patas ......................... 84
XI. La vida se abre camino ........................ 88
XII. Abuelita .............................................. 93
XIII. Lealtad a toda prueba. ...................... 98
XIV. El último viaje ................................. 103
XV. Una promesa firme ........................... 111
Al otro lado del Arcoíris, de Dan Rosendo,
se terminó de imprimir durante el mes de
Mayo, del año 2022, por

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