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LA REINA ATROZ

La impresión del agente era inexpresiva e imperturbable, como se podría esperar de alguien
que su oficio es, precisamente, presenciar escenas del crimen y exponerse al peligro en la
búsqueda de los verdugos de la víctima. Sin embargo, esta vez, aunque no demostrando
emoción alguna que manche su imagen de ser en un estado de aponía extremo, pero debajo
de tal traje de insensibles apariencias, observar el cadáver de un niño era algo que, salvando
que uno posea un grado de psicopatía semejante a su asesino, era imposible que no toque las
fibras más vulnerables de la frágil humanidad.
Pero ese pequeño quiebre interior se recompuso con una velocidad propicia para un
profesional de su nivel. Observó la escena del crimen e intento mantener su reconquista
anímica, notando una abertura que daba lugar a unas tripas desparramadas por los costados,
justo en el medio del estómago, pero corriéndose de forma curva hacia un lado al llegar al final
del trazo letal. La expresión del muchacho era de profunda conmoción mental, como si
hubiese visto al mismísimo demonio antes, o peor, durante el proceso de su homicidio; ¿Qué
podría ser que lo perturbase de tal modo? Lo normal sería que su rostro presentase pánico o
susto, desesperación cuanto mucho, pero no una de tan profunda perturbación en la psique de
su infantil cerebro.
Su respuesta fue inmediata, su subconsciente entrenado para funcionar incluso antes de tratar
el asunto desde la perezosa consciencia, elaboró una especulación qué rápidamente le llegó a
su lóbulo frontal: Evidentemente debió sufrir el ataque, o bien por un ser muy querido, o bien
debió presenciar un acto atroz antes de sucumbir a la muerte frente al ataque de aquel, o
aquella, psicópata que le provocó aquel corte mortal.
Sacó un cigarrillo, lo zarandeo un poco y procedió a fumar afuera. Unos minutos después dio la
orden a los oficiales de menor rango; Debían buscar por la casa algún animal lastimado e
interrogar posteriormente a cada familiar, puntualmente, sobre si alguno de ellos no vio nada
al llegar y encontrarse con la tortuosa escena. Naturalmente, siguieron sus órdenes y se
registró cada rincón de la casa y cada trozo de pasto del patio, sin desvelar a mascota alguna
en ninguna de las zonas del hogar. Y, por parte de los familiares, respondieron que todo lo
contrario, que al llegar estaba toda la calle en soledad y bajo, irónicamente, un fúnebre
silencio. Consideró así que al otro día se dedicaría a visitar a los vecinos y hacer preguntas que
le ayudaran con el caso, sin someterlos a un innecesario y demorado interrogatorio policial,
que atrasan más de lo que avanzan.
Tocó, casa por casa, hasta haber entablado un diálogo con todo el vecindario y el resultado
solo hizo confundirlo aún más. Extrañamente, justo en aquel horario, ninguna de las familias
estaban en el barrio, lo cual explicaría el funesto silencio que tanto llamó su atención en la
declaración de sus familiares. También, la escena del crimen no dejaba ver evidencia alguna,
por lo menos, viéndolo superficialmente y algo para lo cual su ojo estaba obsesivamente
preparados, hasta un punto, diseñados. Las condiciones presentes, familia que no estaba en
casa, vecinos que tampoco, una escena que ni el mejor criminalista pudiese contemplar pista
visible, la expresión de horror en el muchacho; ¿Era que acaso el niño se habría suicidado?
¿Pero cómo una criatura podría tener esas aspiraciones?
Pero el agente, siempre tomándose en serio su trabajo, descartó velozmente esa blasfema
idea e intentó buscar algo mucho más razonables; Era posible que el que estaba detrás de tal
fechoría desagradable fuera, sencillamente, muy astuto. En tal caso, solo quedaba esperar con
paciencia los resultados de los peritajes más precisos. Así decidió continuar con sus otros
casos, pero en un par de días regresaría para hablar con los vecinos y conocer la causa de sus
partidas tan coordinadas.
Prontamente, se volvió a topar con el mismo barrio que ahora, bajo dos casos en menos de
diez días, significaba para él ser un espacio maldito de todo el territorio nacional o, mucho
peor, bajo las intenciones asesinas de un asesino serial y esto explicaría lo pulcro de su
actuación en el reciente expediente. Ahora el evento diabólico que estaba mirando frente a él,
como un espectáculo de pesadilla, era la masacre completamente alevosa de un dúo de niños
recubiertos de sangre. Sacó un cigarro y se fue a fumar afuero, dio unos pitidos profundos y
largo el humo de un soplido seco, y para sí mismo trajo las imágenes que acababa de ver,
deduciendo que fue un combate entre los ambos afectados. El cuchillo en la mano de uno de
los niños, los chorros de sangre salpicada como si sus cuerpos, desangrándose, se sacudieran
brutalmente, además de las expresiones violentas en sus rostros; Parece que no guardaba
relación con el niño del otro día.
Exigió al personal oficial ver a las otras personas que estaban cuando el incidente ocurrió. Lo
corrido que estaban algunos muebles, cercanos a ambos cadáveres, revelaban personas que
salieron corriendo mientras se chocaron con los mismos. Como la extensión de lo corrido no
era demasiada, ni ningún objeto se cayó al piso, enseguida supo que debían tratarse de otras
criaturitas, que estaban con las dos que ya eran residentes en el otro mundo. Unos 15 minutos
más tarde, estaba sentado en la vereda con tres niños al lado, dos hombrecitos y una
mujercita, para ser más exactos. Con una voz monótona y poco flexible, con las crías de
humanos, se dirigió a ellos consultándole que fue lo que ocurrió y, con las voces aún
temblorosas, simplemente contestaron que, mientras sus padres se fueron a comprar, de la
nada, ambos enloquecieron y sacaron esas cuchillas y se atacaron mutuamente. Él respiró
profundo, sacó otro cigarrillo y, con los hombros caídos, los dejo ir. Y, fumando aún, se dio
cuenta que se estaba convirtiendo en un vecino más del desolado y mortífero barrio.
Se alquiló una casa cerca, a unos cinco minutos en coche, con el único fin de estar atento ante
cualquier acontecimiento novedoso. Aunque sintiera que este último hecho, poco o nada,
tendría que ver con el primero, aún tenía la sensación de que ese lugar estaba siendo acosado
por un asesino serial y, que pronto, haría una nueva de las suyas. Por todo lo anterior, notificó
a la comisaría que cercaran el lugar y pusieran fuerzas de seguridad en las entradas
estratégicas. Si ocurría otro asesinato significaría que el ejecutor estaba dentro del mismo
barrio y si fuese que es extranjero de allí, debería infiltrarse por entre las casas y eso
seguramente haría que fuese escuchado por algún vecino.
Para el otro día, pudo sostener un nuevo diálogo con todo los residentes de la zona,
comentándoles todos que ese día fueron a la feria de la plaza y, aquel testimonio, parecía
coincidir con las declaraciones de todos al cuestionarles por la razón de su ausencia frente a
tan brutal situación. Tampoco notificaron ningún sonido en la noche, tan siquiera un ruido
insignificante. Todo estaba colmando la paciencia del detective, que ya no sabía que era lo que
ocurría en tan desdichada zona. Pero él, siempre firme, sabía que solo era cuestión de tiempo
para tener nuevos datos a su disposición.
Por suerte, no estaba equivocado el buen hombre, tan solo unos pares de días después,
llegaron a sus manos los informes de los peritajes del primer caso y, para su sorpresa, todo
parecía coincidir con un suicidio. Esto aumentó aún más su inquietud y hasta lo empujó a
asumir que estos niños, simplemente, estaban locos. Recibió, tan solo unos pocos días
después, el informe de los peritajes del segundo caso, dónde no hacía más que confirmar sus
pulidas intuiciones. Estaba por marcharse, a fin de cuentas, solo se trataba de un suicidio y de
un accidente de dos niños excesivamente agresivos y, muy posiblemente, con graves
problemas de ira. Semana, solo una semana, fue lo que estuvo lejos y dedicado a sus otros
casos, esta vez el muerto era un adulto y, anticipadamente, se le comunicó que era obvio que
se trataba de un homicidio.
Se sintió motivado, al fin el asesino dejó pruebas como para poder descubrirle y así hallar
patrones que permitieran predecir sus movimientos, marchó rumbo a su fuente de futuras
huellas. Pero al llegar notó una situación aborrecible y que provocaría nauseas, pero sí,
indudablemente eso era producto de una persona ajena al escenario; El hombre estaba
desnudo y con una enorme “Q” desgarrada en su piel, enormemente preciso, y con el cuello y
muñecas desgarradas. Cayó sobre él el peso de una mirada, que lo mirada ocultándose, pero
solo necesitó sacar un cigarrillo para, luego de unos pares de soplidos, estar relajado en
plenitud e ir directo al mueble, un armario que estaba contra una de las paredes de la sala.
Dónde, luego de apartar a un costado a un molesto oficial novato, que se interpuso apelando
que no se debe tocar la escena ni fumar en la misma, lo abrió con precaución y manteniendo la
calma que tanto lo hacía destacar frente al resto de hombres nerviosamente comunes; Vio al
niño de la otra vez, temblando de manera demencial, estando escondido y asustadizo, pero se
abalanzó a rasguñarlo y a atacarlo con demencia.
No fue difícil apartar al desquiciado, más cuando vinieron a darle una mano. Resultó que aquel
mocoso era el superviviente siendo hermano del medio de una hermana menor y un hermano
mayor; Esos que conoció en el incidente que ocurrió mientras estaban en la casa de los niños,
por cierto hermanos, que se agredieron con letalidad recíproca. El hombre que yacía en ese
salón era el padre de las ahora huérfanas criaturas, el agente que siempre estuvo solo por su
condición de infertilidad, decidió darles alojo hasta que se les asigne un orfanato u otra familia,
algo dudoso por lo burocrático que es el asunto en Argentina. Pero en aquel corto tiempo
gozaría de la sensación especulativa de estar acompañado de simulacros de hijos e incluso, tal
vez, podría ir contándoles detalles que lo lleven a descubrir al asesino detrás de todo el asunto.

Pasaron dos semanas y casos cada vez más excéntricos ocurrían, pero al fin el pobre agente
tenía a un archienemigo, todos los casos comenzaron a ser menos pulcros pero más
exhibicionistas; Puesto que pasaron a identificarse con una mera “Q” a ser agrandado por un
rezo que decía “For the Queen” y culminando en una oración en inglés de gramática que era
difícil asociar a un genio del mal, que decía “In honor and power of our Queen”, además que la
tipografía nunca era la misma, pareciendo la letra de diversas personas e indicando lo mismo
de los asesinatos. Todo giraba en su cabeza sin llegar a una idea concluyente, hasta que un día
los dos muchachos desaparecieron por la noche, algo que solo pudo saber tras ser despertado
por la niña que, llorando, le dijo que sus hermanos se fueron y preguntándole a dónde,
simplemente, le respondió que a su barrio natal. Él se levantó algo pesado y le dijo que lo
espere en la sala. Con movimientos aletargados se cambió, tomó su placa y contra la venta se
fumó un cigarrillo, que al finalizar fue acompañado por otro, justo cuando se había propuesto
dejar de fumar. Sin más tiempo que perder, fue hasta allá en el coche y le dijo a la muchacha
que se quede en el hogar e intente dormir, que él traería a sus hermanos.
Siendo el coche más rápido que las piernas, pudo alcanzar a un par de cuadras de distancia a
ambos cachorros de hombre. Pero decidió seguirlos con un andar lento, convencido de que
iban rumbo hacia una pista crucial para resolver los casos o, mejor dicho, de sus casos. Y así
fue, llegaron al lugar cercado y se infiltraron entre las casas, teniendo que bajarse del coche
para poder seguirles. Fue tras su paso hasta descubrir su objetivo. Cruzaron la calle principal
del barrio, donde estaban las casas más grandes y se metieron en una de proporciones
equivalentes a una casona, luego fueron al fondo de la misma, en el patio trasero. Y justo ahí,
debajo de los árboles, en uno ahuecado y tapado con una roca, que al correrla, salieron un
grupo de gatos, unos cinco. Los tomaron por el pescuezo y, con un cúter, le desgarraron la
garganta y el estómago. Lo que siguió fue una escena cultista de corte ritual, que lo dejó
profundamente consternado.
Tal finalizar su ritual, regresaron pacíficamente por el mismo camino por dónde fueron y él
solo se limitó a observar. Sacó otro cigarrillo y se puso a pensar mientras exhalaba e inhalaba
el humo, cuando se vio obstruido en su ritual personal por el sonido de unos pasos ligeros,
provenientes del camino al costado de la casona. Miró en esa dirección escondiéndose,
discreto, contra las paredes traseras de la misma y vio a una pequeña niña de una edad no
superior a los seis años, en camino hacia allí. Caminaba con una rectitud militar, casi al legar al
final, pronuncia suavemente las palabras “¿Señor?” y el agente se mostró ante ella. Y, con
unos parpadeos, le consultó si estaba a cargo de lo que estaba ocurriendo en el barrio y él
confirmó con un gesto de la cabeza, y ella le dio un dato revelador: Que aquél culto que
contempló, por sus características, no podía ser un arte primitivo como la macumba ni
tampoco algo tan elaborado como el satanismo, sino que parecía ser de naturaleza pagana, de
épocas más bien antiguas.
Simplemente el oficial declaró “Brillante” y averiguó, en un pequeño intercambio de palabras,
que esa niña era la hija de unos padres asesinados, en uno de los recientes eventos
sangrientos que invadían a un anterior pacífico barrio. Que, recordó, por su nombre que en el
expediente actual figuraba desaparecida y, para su dicha, se la había encontrado y obtenido
una declaración que le permitiese sacar conjeturas más complejas. Se la llevó consigo en el
auto, que una vez subidos, la niña se quejó del olor a gas y nafta del mismo, a lo que el agente
declaro que no iba a comprar un coche nuevo y que no era hábito suyo el lavarlo, por eso
estaba impregnado de los olores naturales de los distintos combustibles. Cuando llegó, tanto la
otra niña como los dos chicos, estaban durmiendo en paz, como si nada hubiera ocurrido.
Al otro día se decidió por inspeccionar todos los patios de todos los vecinos, encontrando
aquellos altares y sectores de culto pagano en absolutamente todas las propiedades, pero sus
dueños reaccionaron perplejos y aterrorizado por ese detalle. Al parecer era obra pura de los
niños y con el desconocimiento de sus padres, por eso les incitaron a interrogarlos sobre el
asunto al hablar con ellos. Pero, tras darle varios días para esas conversaciones, fue todo inútil,
porque todos negaban saber algo al respecto. El agente estaba empezando a fastidiarse, pero
en conversaciones con la nueva integrante de su grupo, iba dilucidando soluciones plausibles,
que pese a su corta edad, el uso de la lógica que poseía era inmenso. Así supuso que el altar
principal debía estar en el patio más grande y con mayores lugares donde esconderse, y eso
mismo fue a averiguar al día siguiente, donde tras solicitar el paso a su dueña, fue hasta el
fondo encontrándose con un pequeño bosque en dónde terminaba el enorme patio de dicha
familia opulenta. Al indagar con la muchacha, encontraron restos de huesos de animales,
cadáveres podridos de otros que parecían ser más recientes, todos bajo un arco de árboles
que armaban la ilusión de una vegetativa cueva. Pero fue el hallazgo más increíble el de un
pequeño ídolo, pegado contra el tronco más grueso, que parecía ser el dibujo de una reina y
que el detective asoció de inmediato a un ídolo imaginario. Pero, más astuta, su colega de
corta edad, lo corrigió diciéndole que seguramente era una recreación, adornada con
imaginación, de una niña real. El oficial sacó un cigarrillo, lo fumó con una lentitud y, con una
sensación tan de júbilo en su rostro, que seguramente no tenía desde el primero que
consumió en su vida y, con una leve sonrisa, le dio afirmativo a su teoría luego de analizarla
detenidamente.
Los próximos días se dedicó a interrogar personalmente a todas las niñas del barrio, enfoque
detectivesco que le llevo unos días. Pero ninguna tenía características físicas ni metafísicas que
coincidieran con aquella representación artística. Estaba nuevamente en la nada y no fue hasta
otra conversación con la niña que lo ayudó a buscar una forma de desvelar a la Reina.
Entonces, su conclusión mutua de su diálogo de mayéutica fue el ultrajar su altar principal, a
coste de que fuera sancionado por alterar drásticamente una posible prueba, pero si sus
deducciones conjuntas no eran erradas, eso debería hacer sobresaltar a su majestad y que
ordene actitudes más frenéticas a sus súbditos y, así, poder descubrirla solo estando atento al
movimiento de los jóvenes. Quemaron un poco los árboles, el pasto y rompieron en pedacitos
la imagen del culto. Todo haciéndolo casi imponiéndose a la dueña que no entendía los
procesos que hacían, pero que con rapidez el agente le explicó sus razones, que si bien la
mujer las tomó, la aceptación a ellas fue a regañadientes. Con su altar principal cercado ya
debieron alterarse pero, ahora, con aquel totalmente violado en sus sacralidad, seguro los
haría estallar de rabia.
Los resultados se presentaron con demasiada velocidad. En la madrugada del otro día, se
despertaron por los gritos de la otra niña, como si estuviese siendo arrastrada contra su fuerza
y, inmediatamente, partieron repitiendo el proceso de aquella noche en que conoció a la
lúcida niñita. Apenas llegaron al cercado se sorprendieron porque los guardias no estaban y,
entrando de lleno en el barrio, tampoco se escuchaba el más mínimo ruido, ni un ronquido
lejano de alguna casa con una cama al costado de una ventana abierta. Y todo lo recubría una
pesadez que suele ser acompañada, solamente, por el aura tenebrosa de un cementerio
antiguo de estética gótica. Caminaron hacia la casa más grande, donde a medida que aparecía
en el horizonte proporcionalmente a la distancia acortada, se escuchaba un escándalo de
gritos incomprensibles y se veía un humo tan oscuro que se confundía con el cielo negro, que
se emanaba detrás de la casona a cantidades industriales. Tragaron saliva. Sobretodo la
pequeña que estaba nerviosa, temblando, de un miedo que le erizaba su piel.
Acercándose con cuidado desde dentro de la casa, por la ventana, llegando a la cocina de
abajo que se ubicaba en el fondo. Allí y por la ventana de ese lugar, agachados, contempló
primero el agente una llama gigantesca que se movía vívidamente. Pequeños como hormigas
en comparación de la emanación ígnea, desnudos, danzaban alocados y con los ojos revoltosos
en concordancia a una melodía estructurada de gruñidos y alaridos bestiales con los que
adoraban, suponía aquel detectivesco personaje, a su deidad. Como pudo, sacó su celular y
con cuidado, asomándolo apenas lo necesario, hizo zoom para tener una mejor imagen y fue
ahí que observó el detalle más mórbido y repulsivo: Un montículo de cadáveres integrado por
todos los adultos de la zona, ardiendo hasta convertir su carne en una pus que se deslizaba
desde los más imbuidos por las flamas de arriba hacia los de más abajo, fundiéndose en una
sola masa de carnes cocidas, que se quemaban y eran devorados como plato principal por los
sectarios infantes.
Le contó a su compañera lo visto, pero le reservó las horridas imágenes, pero su mención sirvió
para que quede boca abierta y, con un giro neurótico, le explicara que estaban intentando
compensar la ofensa a su ídolo con ese sacrificio masivo. Pero, ella concluyó entonces, que no
era que aquellos rituales enfermizos eran para su líder, sino para la divinidad que decía
representar, de quien era ella avatar y emanaba su poder. Eso implicaba, comprendió en
seguida el hombre, que la reina que los dirigía y los engañó, debería estar dirigiendo todo. Su
táctica fue salir de ese lugar, que se tornó un trozo del infierno y, afuera, esperar escondidos a
que salga la susodicha autora intelectual. Pero, en un último volteo, motivado por taparle los
ojos a la niña que quiso ver, observó entre los muchachitos a sus dos casi hijos, a quienes les
había tomado un especial cariño, completamente enloquecidos lanzándose al fuego en una
entrega espiritual completamente suicida. Se enervó su sangre de ira y el ardiente fluido lo
hizo, como decimos los argentinos, embroncar. De pronto se vio invadido por un odio hacia
aquella desconocida realeza que los destrozó psicológicamente.
Salieron por la misma ventana por la que entraron y vieron, al costado de la casa, emerger la
figura renga y con sangre de la otra niña, que había sido secuestrada por sus dos hermanos
hacía unas horas. Y transformó su rostro turbado en uno de esperanza al verlos a ellos, a su
tutor y su reciente hermanastra, por decirlo de algún modo. Se unió a ellos y se escondieron.
Pasaron las horas, hasta acercarse la hora anterior a comenzar el amanecer, pero nada salió de
ahí. El agente decidió, dolido, irse de ahí junto a las dos nenas. La lúcida caminaba a su lado,
con mirada gacha, mientras que la otra, caminaba un poco detrás, atrasada por las heridas que
rápidamente trataría al llegar a casa. La cuestionó sobre el cojeo y le explicó que se dobló el
tobillo, entonces, el agente, se paró de golpe y se giró, dándole a su cuerpo todos los tiros de
su cargador, con su pistola de servicio. Se acercó indiferente, achicando aun más la corta
distancia que los alejaba, se agachó y le interrogó sobre, por ser la única que no enloqueció, si
era la reina y todo esto era un teatro como su supuesto secuestro. Con la respiración casi nula
y la voz sonando como si hablase para adentro de su garganta, le confirmó sus sospechas
rogando por su vida y que solo obedecía a su Diosa y lo hizo para salvar a todos de su furia.
Simplemente se levantó y le metió un tiro en la cabeza y se marchó con la niña detective, que
reaccionó de un salto y corriendo la mirada, cuando su tutor apretó el gatillo.
Se subieron al coche y le explicó, disculpándose, que no podía dejar viva a un monstruo así y,
además, fue una venganza personal por como destruyó a sus hermanos que él llegó a querer
como unos hijos. Le preguntó si tenía algún familiar y respondió que los tenía en un lugar algo
más poblado, en Buenos Aires, y él terminó aclarándole que la llevaría hasta la entrada de ese
municipio y que vaya haciendo memoria de cual es y del barrio. Por último, le aclaró que ahora
sería un fugitivo y que por eso debían separarse, porque las balas del arma reglamentaria que
uso tenían un código que corresponde a la pistola de su posesión. Intentó sacar un cigarrillo,
pero el paquete ya estaba vacío, algo que hizo sonreír a la pequeñita, puesto que entendía,
incluso a su limitada edad, que fumar no es bueno para la salud.
Todo terminó cerca de una quincena después, cuando averiguando anónimamente unos datos
y racionando el dinero que le quedaba, pudo dar con el barrio de San Fernando, dónde tenía
sus familiares su mini detective femenina. Freno en la entrada de la localidad, se bajó y la bajó
a ella, se arrodilló para mirarla a los ojos y teniéndola de los hombros, le explicó que era una
muchacha maravillosa e inteligente y que la quiere como la hija de sangre que jamás podría
tener y que, por eso mismo, le encargó que se cuide y que nunca baje los brazos para ser feliz
en la vida. Y tras que la nena le vuelva a garantizar que conocía el camino de aquí en adelante,
empezó la dolorosa separación. La niña, con unas lágrimas en sus ojos, asintió con la cabeza y
lo abrazó, siendo después una despedida y él se levantó para irse. Pero lo retuvo tomándole el
pantalón y, al voltearse, ella sacó debajo de su vestido, un paquete de sus cigarrillos favoritos y
él lo agarró desconcertado. Al cuestionar el cómo los obtuvo, solo sonrió y dijo que cuando la
mandaba a comprar a las estaciones de servicio para que nadie lo viese a él, fue planeando
como poder robar unos sin que se den cuenta y así, en la última donde pararon, le apropió de
unos para dárselo a él. Con una sonrisa, se lo agradeció pero le dijo que está mal robar y que
no lo vuelva a hacer, pero esto es una excepción. Se despidió definitivamente y así, alejándose
en el coche, tenía el reflejo en el espejo frontal de la niña parada, haciéndose cada vez más,
más y más pequeña.
A poca distancia de haber partido, siguió manejando y, desacelerando un poco, abrió el
paquete y sacó un cigarrillo. Lo estaba por prender, cuando sintió una molestia en su nariz por
el polvo que acumulaba el coche, al menos eso pensó. Estando por retomar, hizo una pausa
mental que lo inhibió, y cuando volvió a la realidad, se había apartado de la carretera y chocó,
derrapando y dando algunas vueltas.
Malherido, a duras penas, salió arrastrándose del coche y se alejó unos metros. Terminó de
sacar su cigarrillo, que lo manchó con algo de su sangre, lo encendió y fumó un poco. A fin de
cuentas, quería disfrutar un cigarrillo de nuevo, luego de tantos días de abstinencia, aún a
sabiendas, o precisamente por eso, que poco podía hacer respecto a su última revelación y
que ya se hizo demasiado, inútilmente, el héroe. En esos últimas pitadas terminó de cerrar el
círculo y comprendiendo todo, algo que le iba a permitir partir al más allá sin su orgullo de
detective dañado, resolviendo este último caso hasta el final; La molestia de su nariz era
debido al gas del coche que se filtraba por estar pinchado y, confundido con el típico olor
desagradable de su coche, no lo pudo distinguir del todo y en caso de haber encendido su
cigarro hubiera volado por los aires: Cigarros que recibió de ella quién, al final del caso
deducido por su inequívoca conjetura actual, resultó ser la Diosa de la que hablaba la Reina.
Seguramente, dedujo, que había propagado el culto boca en boca que, sin que los feligreses lo
supiesen, era dirigido hacia sí misma y era, secretamente, aquella Diosa. Y que ahora estaba
libre por el mundo, yendo rumbo a un lugar más poblado dónde repetir o, aún peor,
experimentar en un escenario con más variables y pulir sus capacidades que, algún día, usaría
en dimensiones sociales más globales cuando llegue a su endemoniada adultez.
Entonces, con un gesto de orgullo por quién en décadas, por primera vez, le hizo perder la
sensación de la torturante soledad, movió su cigarro dejando caer las cenizas. Que el viento
recogió y, aún ardientes, se encadenaron con el inflamable gas, que disolvió como una
explosión atómica y en un destello, su figura.

FIN

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