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Fragmento 'De amor y de sombra' Isabel A

 by LaVieCarol, Dec 8, 2010, 11:23:06 AM


 Journals / Personal

"La noche era apacible. En la luz virginal se esfumaba el paisaje, se perdían los perfiles de los cerros y
de los grandes eucaliptos envueltos en sombra. La choza se levantaba sobre la colina apenas visible
en la suave penumbra, brotada del suelo como un fruto natural. En comparación con la mina, su
interior pareció a los jóvenes tan acogedor como un nido. Se acomodaron en un rincón sobre la hierba
salvaje mirando el cielo estrellado en cuya bóveda infinita brillaba una luna de leche. Irene colocó la
cabeza sobre el hombro de Francisco y lloró toda su congoja. El la rodeó con un brazo y así estuvieron
mucho tiempo, horas quizás, buscando en la quietud y el silencio, alivio para lo que habían
descubierto, fuerzas para lo que deberían soportar. Descansaron
juntos escuchando el leve rumor de las hojas de los arbustos movidas por la brisa, el grito cercano de
las aves nocturnas y el sigiloso tráfico de las liebres en los pastizales. Poco a poco se aflojó el nudo
que oprimía el espíritu de Francisco. Percibió la belleza del cielo, la suavidad de la tierra, el olor
intenso del campo, el roce de Irene contra su cuerpo.
Adivinó sus contornos y tomó conciencia del peso de su cabeza en su brazo, la curva de su cadera
contra la suya, los rizos acariciándole el cuello, la impalpable delicadeza de su blusa de seda casi tan
fina como la textura de su piel. Recordó el día en que la conoció, cuando su sonrisa lo deslumbró.
Desde entonces la amaba y todas las locuras que lo condujeron a esa caverna eran sólo pretextos
para llegar finalmente a ese instante precioso en que la tenía para él, próxima, abandonada,
vulnerable. Sintió el deseo como una oleada apremiante y poderosa. El aire se atascó en su pecho y
su corazón se disparó en frenético galope. Olvidó al novio tenaz, a Beatriz Alcántara, su incierto
destino y todos los obstáculos entre los dos. Irene sería suya porque así estaba escrito desde el
comienzo del mundo.

Ella notó el cambio en su respiración, levantó la cara y lo miró. En la tenue claridad de la lunacada uno
adivinó el amor en los ojos del otro. La tibia proximidad de Irene envolvió a Francisco como un manto
misericordioso. Cerró los párpados y la atrajo buscando sus labios, abriéndolos en un beso absoluto
cargado de promesas, síntesis de todas las esperanzas, largo, húmedo, cálido beso, desafío a la
muerte, caricia, fuego, suspiro, lamento, sollozo de amor. Recorrió su boca, bebió su saliva, aspiró su
aliento, dispuesto a prolongar aquel momento hasta el fin de sus días, sacudido por el huracán de sus
sentidos, seguro de haber vivido hasta entonces nada más que para esa noche prodigiosa en la cual
se hundiría para siempre en la más profunda intimidad
de esa mujer. Irene miel y sombra, Irene papel de arroz, durazno, espuma, ay Irene la espiral de tus
orejas, el olor de tu cuello, las palomas de tus manos, Irene, sentir este amor, esta pasión que nos
quema en la misma hoguera, soñándote despierto, deseándote dormido. vida mía, mujer mía, Irene
mía. No supo cuánto más le dijo ni qué susurró ella en ese murmullo sin pausa, ese manantial de
palabras al oído, ese río de gemidos y sofocos de quienes hacen el amor amando.

En un destello de cordura él comprendió que no debía ceder al impulso de rodar con ella sobre la
tierra quitándole la ropa con violencia y reventando sus costuras en la urgencia de su delirio. Temía
que la noche fuera muy corta y la vida también para agotar ese vendaval. Con lentitud y cierta
torpeza, porque le temblaban las manos, abrió uno por uno los botones de su blusa y descubrió el
hueco tibio de sus axilas, la curva de sus hombros, los senos pequeños y la nuez de sus pezones, tal
como los había intuido al sentir su roce en la espalda cuando viajaban en la moto, al verla inclinada
sobre la mesa de diagramación, al estrecharla en el abrazo de un beso inolvidable. En la concavidad
de sus palmas anidaron dos golondrinas tibias y secretas nacidas a
la medida de sus manos y la piel de la joven, azul de luna, se estremeció al contacto. La levantó por la
cintura, ella de pie y él arrodillado, buscó el calor oculto entre sus pechos, fragancia de madera,
almendra y canela; desató las cintas de sus sandalias y aparecieron sus pies de niña, que acarició
reconociéndolos, porque los había soñado inocentes y leves. Le abrió el cierre
del pantalón y lo bajó revelando el terso camino de su vientre, la sombra de su ombligo, la larga línea
de la espalda que recorrió con dedos fervorosos, sus muslos firmes cubiertos de una impalpable
pelusa dorada. La vio desnuda contra el infinito y con los labios trazó sus caminos, cavó sus túneles,
subió sus colinas, anduvo sus valles y así dibujó los mapas necesarios de su geografía. Ella se arrodilló
también y al mover la cabeza bailaron los oscuros mechones sobre sus hombros, perdidos en el color
de la noche. Cuando Francisco se quitó la ropa fueron como el primer hombre y la primera mujer
antes del secreto original. No había espacio para otros, lejos se encontraba la fealdad del mundo o la
inminencia del fin, sólo existía la luz de ese encuentro.
Irene no había amado así, ignoraba aquella entrega sin barreras, temores ni reservas, no recordaba
haber sentido tanto gozo, comunicación profunda, reciprocidad. Maravillada, descubría la forma nueva
y sorprendente del cuerpo de su amigo, su calor, su sabor, su aroma, lo exploraba conquistándolo
palmo a palmo, sembrándolo de caricias recién inventadas. Nunca había disfrutado
con tanta alegría la fiesta de los sentidos, tómame, poséeme, recíbeme, porque así, del mismo modo,
te tomo, te poseo, te recibo yo. Ocultó el rostro en su pecho aspirando la tibieza de su piel, pero él la
apartó levemente para mirarla. El espejo negro y brillante de sus ojos devolvió su propia imagen
embellecida por el amor compartido. Paso a paso iniciaron las etapas de
un rito imperecedero. Ella lo acogió y él se abandonó, sumergiéndose en sus más privados jardines,
anticipándose cada uno al ritmo del otro, avanzando hacia el mismo fin. Francisco sonrió en completa
dicha, porque había encontrado a la mujer perseguida en sus fantasías desde la adolescencia y
buscada en cada cuerpo a lo largo de muchos años: la amiga, la hermana, la
amante, la compañera.

Largamente, sin apuro, en la paz de la noche habitó en ella deteniéndose en el umbral de cada
sensación, saludando al placer, tomando posesión al tiempo que se entregaba. Mucho después,
cuando sintió vibrar el cuerpo de ella como un delicado instrumento y un hondo suspiro salió de su
boca para alimentar la suya, una formidable represa estalló en su vientre y la fuerza de ese torrente lo
sacudió, inundando a Irene de aguas felices.

Permanecieron estrechamente unidos en tranquilo reposo, descubriendo el amor en plenitud,


respirando y palpitando al unísono hasta que la intimidad renovó su deseo. Ella lo sintió crecer de
nuevo en su interior y buscó sus labios en interminable beso. Con el cielo por testigo, arañados por los
guijarros, cubiertos de polvo y hojas secas aplastadas en el desorden del amor, premiados por un
inagotable ardor, una desaforada pasión, retozaron bajo la luna hasta que el alma se les fue en
suspiros y sudores y murieron, por último, abrazados, con los labios juntos, soñando el mismo sueño.
Habían iniciado una inexorable travesía."

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