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Mi compañera de cuarto

Era un día como cualquiera en el que después de un rápido desayuno fui a


visitar a mi amigo. Sí, porque es mi amigo a pesar de que la mayoría de la gente
que lo rodea lo llame señor. Felipe, mi amigo el gobernador. Es gobernador de una
provincia aunque cuando yo lo conocí y en las circunstancias en las que lo conocí
nadie hubiera dicho que llegaría adonde llegó.
Se sentaba al lado mío en la escuela y me pasaba parte de las monedas que el
padre le daba para gastar en el quiosco, él podía, para que yo le solucione los proble-
mas de matemática y otras cositas que él no podía o no quería hacer. La cuestión es
que desde siempre sabíamos que él llegaría a ser algo en la vida. Tenía esa caracte-
rística especial que se necesita para hacerlo. Además de venir de una casa en la que,
además de dinero, se conseguían con facilidad otras cosas.
La cuestión es que me fui a tomar unos mates a esperar que me cuente de sus
cosas como lo hacía normalmente, ya que un poco me usaba como escape de las
presiones.
Ese día la charla se fue a cualquier lado y poco a poco nos acercamos a esa
época donde las cosas parecen grandes, y uno cree tener todo el tiempo del mundo
para vivir, se cree inmortal, se cree todo poderoso.
Estábamos hablando de los compañeros de cuarto grado y de repente se acor-
dó de una chica que me tuvo a mal traer. Era una de esas chicas que uno no se atreve
a hablarles, que parece tan lejana que nunca se nos ocurriría intentar un acerca-
miento y de pronto se armó una de esas discusiones estúpidas, sin sentido y que las
tomamos tan en serio que parece que nuestras vidas fueran en ellas.
El decía que esta chica, Adriana, había entrado en la escuela en quinto grado y
yo insistía que el año en el que la conocimos fue cuarto.
Mi argumento era muy fuerte, a mi me había marcado de tal manera que no
podía ser que no me acordara de ella y de cuál era el año de su entrada a la escuela.
Sin que me diera cuenta, se levantó de su silla y abrió una puerta de donde sacó
una pequeña caja con una etiqueta que decía “ESCUELA”.
Me sorprendió un poco su velocidad para encontrar la caja y sospeché que esto
era algo que él había planeado para hacerme caer en alguna broma, sin embargo a
medida que buscaban la caja y se metía en la charla, esa sospecha se disipó.

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En la caja tenía todas las fotos de la escuela, primaria y secundaria, entre
las que en un momento encontró la de cuarto.
—Jaaaa, te lo dije, ves que en esta foto no está. Te dije que había entrado
después de cuarto.
El grito me sobresaltó un poco, pero viniendo de él todo era esperable así
que me repuse y le dije – Está bien, tenés razón, pero me queda la duda de que
ese día hubiera faltado o algo así.
— Claro, “o algo así”—me repitió socarronamente— Eso es una excusa de
perdedor. Está bien te dejo porque me están llamando. Nos vemos otro día.
Te llamo
Salí de su casa y me fui con la espina clavada en medio de la autoestima.
El muy desgraciado me había ganado, pero esto no iba a quedar así.
En cuanto llegué a mi casa me tiré sobre la caja donde guardaba las fotos
y estuve un largo tiempo buscando para sacarme la duda. De a una encontré
todas y cada una de las fotos de la primaria que, como imaginarán, no las tenía
tan ordenaditas como mi amigo Felipe.
Grande fue mi sorpresa cuando descubrí que en las fotos que yo tenía de
cuarto no aparecía registro de Adriana, ni en quinto, ni en sexto, ni en séptimo.
Agarré la pila de fotos y salí corriendo a la casa de Felipe sin darme cuenta
de que para ese momento se habían hecho las once de la noche y era difícil que
lo encontrara. Cuando estuve en la puerta me arrepentí y decidí dejar para el
día siguiente la charla para no sumar a Felipe a mi locura.
Al día siguiente me levanté un poco más tranquilo y llamé a Felipe para
contarle lo que había descubierto. Obviamente me trató de loco y se puso a
buscar las fotos que él tenía.
Después de una hora me llamó y me dijo:
—Tenemos que hacer algo, yo no la encontré.
Como siempre expeditivo, Felipe, sin pensarlo, organizó un viaje a la vieja
casa de los padres de Adriana para consultar sobre su paradero y, finalmente,
dilucidar la duda que nos había quedado planteada a partir de una tonta charla.
Ahora, a pesar de su seguridad inicial, Felipe empezó a dudar de sus pro-
pias fotos y le pareció un poco raro esto que había pasado, así que después de
tomarse unas horas para organizar su salida, que entre los dos era la más com-
plicada, estábamos de viaje antes del mediodía.
En menos de media hora estábamos frente al viejo local en el que el padre te-
nía su taller y que la madre alquilaba después de su muerte. Parecía que habíamos

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vuelto a la primaria, parados frente a ese inmenso local que todavía guardaba en
sus paredes algo de las letras que hacía casi 40 años nosotros usábamos como
referencia para encontrar la casa. Atrás, la casa que estaba separada de la vereda
por un alambrado rústico que cerraba una puerta atada por un alambre.
Después de buscar un timbre o algo con que anunciarnos, recordamos la
vieja forma que no era otra que golpear las manos.
Desde adentro y sin apuro, se acercó a nosotros un hombre alto, rubio,
algo encorvado y con un andar muy relajado. A medida que se acercaba lo
reconocimos como el hermano menor de Adriana que, junto con ella había
entrado a la escuela en el jardín y que por motivos que desconocíamos, nunca
había cursado su escuela primaria en el mismo colegio.
Por temor a equivocarnos preguntamos por la hermana como si no supié-
ramos quien era él.
—Buenas tardes, estamos buscando a Adriana González.
El hombre levantó la cabeza y por primera vez sostuvo su mirada en la
nuestra como no lo había hecho hasta ese entonces. Casi pidiéndole permiso a
las palabras nos dijo:
—Qué raro, mi hermana se llamaba así, pero no creo que la busquen a ella,
murió antes de cumplir los siete años.
Mi amigo Felipe y yo nos miramos y empalidecimos y enmudecimos al
unísono. Nuestras miradas hablaron por nosotros y cada uno entendió lo que
el otro estaba tratando de decir.
Agradecimos al hombre y un poco perturbados le dimos a entender que se-
guramente estábamos hablando de otra persona. Él no hizo más preguntas y antes
de que nosotros reaccionáramos desapareció por donde había venido. Nosotros,
después del sobresalto, caminamos en silencio hasta el auto y seguimos así hasta
cruzar el arco de entrada del palacio de gobierno. Antes de bajar, Felipe me miró y
dijo: —Mejor no hablar de ciertas cosas— haciendo referencia al tema de Sumo.
Yo esbocé una sonrisa, que se notó bastante nerviosa, y bajé del auto lle-
vándome conmigo mi opinión de la experiencia que nos había tocado vivir.
Durante un mes dejamos de hablarnos y creo que pasó más de un año para que
recordáramos nuestra escuela primaria.

Autor
Oscar Alfredo Moyano

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