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La imprevisibilidad del acontecimiento a la luz de la pandemia del COVID-191

Dr. Claude Romano2

Definir el acontecimiento a partir de su imprevisibilidad es, en cierto sentido, una


banalidad. Las cosas comienzan a complicarse desde que se intenta precisar en qué
sentido se puede calificar un acontecimiento de “imprevisible”. ¿Se trata de asumir
que ninguna previsión es posible? Sin embargo, es posible predecir – incluso si esto
no es lo más frecuente – un huracán, una guerra, una caída en la bolsa o una
pandemia como la que nos atraviesa en estos momentos. Son numerosos aquellos
(científicos, políticos, economistas) que la habían previsto. Además, si no es a los
acontecimientos a los que se aplica la idea de previsión ¿a qué puede ser aplicado?
No solo el acontecimiento es previsible, sino que únicamente el acontecimiento es
objeto de previsión – y esto en virtud del sentido que “prever” posee en francés.
Con todo, se podría cuestionar si esta afirmación es exacta. En efecto, un
acontecimiento es algo radicalmente singular: la caída de Roma, la revolución
francesa, la pandemia del coronavirus. El empleo del artículo no solamente
manifiesta aquí que cada uno de estos acontecimientos es único, sino que todos estos
acontecimientos son datables e inseparables del conjunto de sus circunstancias
históricas. Un acontecimiento (que consideramos en una historia individual o
colectiva) es un singulare tantum, un individuo; y, en la medida que se trata de un
individuo, debemos volver a plantear la cuestión si él puede ser previsto. Aquello
que puede ser previsto es algo general: el estallido de una guerra o la llegada de una
pandemia. Pero ¿puede haber previsión de lo particular en su particularidad?
Dejemos de lado por un instante los acontecimientos y examinemos el caso
de un individuo cualquiera. ¿Podemos decir que el nacimiento del individuo que
fue designado con el nombre de “César”, que fue coronado emperador de Roma y
que fue asesinado en los idus de marzo3, en el 44 a.C., era previsible? Y, antes de
responder a la cuestión de saber si el nacimiento de César (como individuo), sería
previsible, preguntémonos inicialmente si él sería posible. Bien entendido, antes del
nacimiento de César, el nacimiento de un individuo de sexo masculino procreado
por los dos padres de César y que, además, posee la característica de llamarse
“César”, sería perfectamente anticipable. Sin embargo, aquí debemos señalar el: un
individuo. Aquello que sería posible antes del nacimiento de César sería el
nacimiento de un individuo llamado previamente César y que fue procreado por sus
padres – no el nacimiento de este individuo que nosotros conocemos por las historias
de La guerre des Gaules. ¿Por qué razón? Simplemente porque si decimos que el
individuo César que conocemos, entre otras cosas, por La guerre des Gaules, habría
sido posible antes de su nacimiento, tropezamos con las dificultades clásicas ligadas
a la idea de un individuo posible. Antes de su nacimiento (o, más bien, de su
concepción), no hay individuo identificable a partir del cual podríamos ayudarnos de una
deíctica, a la que podríamos atribuir una posibilidad de existencia. Por ejemplo, sería

1
Traducción y notas de Ramsés Leonardo Sánchez Soberano.
2
Primera Sesión del Seminario Internacional Permanente de la Universidad La Salle de México y del Seminario
de Fenomenología de la Educación del Pensamiento (FEP).
3
Idus Martias corresponde al 15 de marzo en el calendario romano (NdT).
absurdo decir que César (este César), habría podido nacer de diferentes padres.
César no pudo nacer de diferentes padres ya que no hay un medio, antes de su
concepción, para identificar el individuo en cuestión como sujeto de posibilidades
cualesquiera: ni la posibilidad de tener otros padres que los suyos, ni la de tener a sus
propios padres, ni ninguna otra posibilidad. La única cosa que sería posible antes
del nacimiento de César (y, por lo tanto, la única que sería previsible) es la existencia
de un individuo que tiene, al mismo tiempo, la propiedad de proceder de sus padres
y de llevar el nombre de César – hasta aquí al respecto. En otros términos, toda
previsión se lleva a cabo necesariamente sobre lo general. Hace falta concluir que la
existencia de este individuo no sería previsible antes de su concepción, pues solo
podemos identificar un individuo como tal cuando nos es conocido. Sin embargo,
aquello que no era previsible se llevó a cabo con el nacimiento de César4.
Esta conclusión es aplicable al caso del acontecimiento si tomamos con
seriedad la idea según la cual los acontecimientos son, ellos también, y en sentido
estricto, particulares, individuos. La pandemia de 2020 no habría sido previsible
antes de producirse, pues no hay ningún acontecimiento identificable como la
pandemia de 2020 al que se pudiera atribuir una posibilidad de existencia. Pero,
naturalmente, los espíritus más ilustrados sabían que existía el riesgo de una
pandemia de este tipo e incluso que su llegada era altamente probable sobre la base
de numerosos factores, tales como la demografía humana, el aumento de la
circulación de las poblaciones, las pruebas realizadas sobre los virus, las
interacciones hombre-animal, la aparición de nuevas cepas virales, etcétera.
Para decirlo en términos de Frank Ramsey, aquello que sería previsible, antes
de la llegada de esta pandemia, sólo podría ser un hecho y no un acontecimiento.
Mientras que un acontecimiento es, en efecto, un particular, un hecho es algo
general: “La pandemia del coronavirus de 2020” hace referencia a un acontecimiento
y una afirmación que comprenda esta expresión sería verdadera si y sólo si hubiese
un acontecimiento y sólo uno en 2020 que fuese la pandemia del coronavirus. Sin
embargo, es igualmente posible hablar del hecho de que “la pandemia del
coronavirus ha tenido lugar en 2020” y, así, esta afirmación enuncia algo general; la
afirmación en cuestión es verdadera ahora como lo fue hace diez o lo será en mil
años; pero un hecho tan general no contiene ninguna alusión a un acontecimiento
particular identificable como “la pandemia de 2020”. Si aceptamos este análisis del
acontecimiento como el de un particular, entonces es necesario concluir que solo hay
previsión posible del hecho y no del acontecimiento. El acontecimiento en tanto que
acontecimiento permanece imprevisible.
Pero, ¿no estamos jugando con las palabras al afirmar esto? Aquel que
hubiese previsto el advenimiento de la pandemia en 2020, ¿no habría previsto la
pandemia de 2020, el acontecimiento singular que atravesamos? Seguramente. La
razón de esto es que toda previsión es por definición general o que solo hay
previsión de lo general. Pero esto no contradice la conclusión que formulo: la noción
de “acontecimiento previsible” tiene tan poco sentido como la de individuo posible.
Este punto no modifica en absoluto las modalidades concretas de nuestras
previsiones tal como ellas se llevan a cabo en el mundo, sino lo que es ser un
acontecimiento.

4
Sobre esto, ver el análisis de Arthur Priori, “Identifiable individuals”, en Papers on Time and Tense,
Oxford, Clarendon Press, 1968, Chap. VII.
II

Sin embargo, es posible que esta demostración se haya quedado corta, no porque no
demuestre lo suficiente, sino porque demuestra demasiado. En efecto, ¿es esto lo que
queremos decir cuando caracterizamos el acontecimiento por la imprevisibilidad? Si
este fuera el caso, tendríamos que concluir que todo, rigurosamente todo lo que se
produce en el mundo es, al mismo tiempo, un acontecimiento y algo que encierra
una forma de imprevisibilidad. No existen dos tormentas parecidas, ni tampoco dos
gotas de lluvia iguales en el seno de una misma tormenta. ¿Qué se nos dificultaría
desde esta conclusión? Simplemente lo que sigue: la individualidad de todo lo que
se produce no nos interesa o no nos concierne de la misma manera. Ahora bien, el
mismo concepto de acontecimiento no solo envuelve la idea de individualidad, sino
la de una importancia crucial. El acontecimiento está ligado a nuestros intereses y
hablar de “acontecimiento” conlleva necesariamente a un juicio de valor: es un
acontecimiento aquello que se presenta como “marcando” el interior de un devenir
histórico –una historia individual o colectiva–, lo que produce una ruptura, una
ruptura en esta historia y reconfigura radicalmente las posibilidades. Por tanto, no
todo lo que se produce de manera singular conforma un acontecimiento y esta es la
razón por la cual la imprevisibilidad del acontecimiento en sentido histórico (o
historial) no es exactamente del mismo tipo que aquel que afecta “al acontecimiento
cualquiera” tal como lo analiza la lógica sobre la base de las propiedades de ciertos
enunciados.
El primer filósofo en haber reconocido este punto es, sin duda, Aristóteles,
con su distinción entre to automaton y hê tukhê. Traduciremos respectivamente estos
términos por “azar” y “fortuna”5, aunque tal vez no hagamos suficiente justicia a su
diferencia. El automaton se define en términos de causalidad, la tukhê en términos de
finalidad. El automaton es una causalidad accidental que deroga la necesidad en la
medida en que ocurre en la encrucijada de diversas líneas causales; mientras que la
tukhê es esta misma causalidad por accidente que “concurre en las cosas que se hacen
para algo y que son objeto de elección”6. En otros términos, mientras que el
automaton es una característica posible de todo lo que arriba, del “acontecimiento
cualquiera” o “en general” en su neutralidad; la tukhê concierne únicamente a eso
que me arriba –a mí– y, arribándome, ya pone en juego mis fines, ya sea para
favorecerlos o para frustrarlos y, por lo tanto, [como] lo que se produce bajo el signo
de la buena fortuna o del infortunio. Únicamente hay tukhê humana. En
consecuencia, no hay acontecimiento en sentido estricto (distinto al “acontecimiento
cualquiera” de la lógica) si no está dirigido a un individuo o a una colectividad que
es requerida a hacerle frente y a responderle. De suerte que solo hay acontecimientos
en sentido estricto sin hay un conjunto jerarquizado de fines y de medios que serían
los de un individuo o de una colectividad dada, obligando así a este individuo o a

5
El término griego tukhê en la obra de Romano conviene a la experiencia de una inicial tragedia que
marca una transformación cuya donación, hasta después de su acaecimiento, podría llegar a ser
considerada como digna de agradecimiento. Es así como se ha considerado un azar-necesario, o, se
verá más adelante, como un acontecimiento; por tanto, debido a sus diversas connotaciones, lo hemos
traducido aquí con el término “fortuna”. Con ello queremos mostrar la idea de un evento que, si
inicialmente puede ser considerado azaroso o negativo, más tarde forma parte de una transformación
que ha abierto nuevos posibles, por ello, afortunado. [NdT].
6
Cf., Aristóteles, Physique II, 197 a 7-9.
esta colectividad a reconsiderar los fines que el acontecimiento le ha removido y, con
mayor radicalidad, a reconsiderar la totalidad de las posibilidades a partir de las
cuales se pone al día una comprensión de su situación. Aristóteles ha podido
describir este fenómeno con una precisión notable ya que él, en su reflexión, le
otorga un lugar central a la experiencia trágica. El héroe trágico es “hijo de la tukhê”,
él no se recupera a sí mismo sino a través de este removimiento que lo excede, lo
expone y lo desnuda, obligándolo de este modo a dar a luz a su propia verdad. Así,
se podría proponer, siguiendo al filólogo e historiador Carlo Diano, traducir tukhê
por “acontecimiento”7. El héroe trágico es aquel para quien una comprensión de sí
mismo solo puede advenir bajo el signo del acontecimiento, bajo el efecto de lo que
traspasa la medida humana y lo revela a sí mismo a través del sufrimiento: tô pathei
mathos, conocimiento por la prueba.
De esta manera, un nuevo sentido de la imprevisibilidad del acontecimiento
comienza a tomar forma. El acontecimiento es imprevisible en el sentido en el que él
desbarata nuestros fines, remueve nuestras expectativas, esto es, alcanza desde su
raíz nuestros posibles. Mientras que la imprevisibilidad de la que hablaba hace un
momento era una característica del “acontecimiento cualquiera”en su acepción
neutra y común, la imprevisibilidad de la que hablo ahora está ligada al
acontecimiento en su sentido acontecial, siempre que él viene a remover nuestros
fines y proyectos y, en verdad, nuestra manera de situarnos en el mundo y de
comprendernos a nosotros mismos. Podemos hacer el intento de precisar esta
diferencia haciendo una distinción entre dos conceptos: lo imprevisible y lo
inesperado.
El acontecimiento, en tanto que nos concierne y nos frustra como ningún otro,
poniéndonos en situación de comprenderlo e integrarlo a nuestra experiencia, no
pertenece a la pura y simple imprevisibilidad, en tanto que característica de todo lo
que se produce, sino a lo inesperado siempre que este concepto nos envíe a nuestras
expectativas fácticas tal como ellas se despliegan en una situación. Lo que es
inesperado no siempre es imprevisible, mientras que todo lo que es imprevisible es
necesariamente inesperado. A primera vista el concepto de lo inesperado es más
fiable que aquel de lo imprevisto y a fortiori de imprevisible: lo inesperado
únicamente remite a nuestras nuestras expectativas particulares, tal como ellas se
despliegan, de hecho, en una situación dada; mientras que lo imprevisible hace
señales hacia lo que es posible o no esperar, siempre que toda expectativa se funde
necesariamente sobre una previsión. Esto es porque, ciertos acontecimientos, como
la muerte de un prójimo, son, al mismo tiempo, perfectamente previsibles e
inesperados en el momento en el que se producen. Lo inesperado se instala en el
desfase que separa prever que algo se producirá y prever cuándo se producirá. Él no
es más que un imprevisto en el sentido débil del término.
Al mismo tiempo, el concepto de lo inesperado es más interesante de lo que
parece si tomamos con seriedad el hecho que el acontecimiento no nos afecta
solamente “en el pensamiento”, ni contraviene únicamente a esa facultad teórica que
constituye nuestra facultad de previsión. Removiendo nuestras expectativas, el
acontecimiento afecta nuestro ser-en-el-mundo en su totalidad, él quebranta
nuestras expectativas en el mundo que no son única, ni principalmente, de orden
intelectual, sino sensible y emocional. Las expectativas que el acontecimiento anula

7
Cf., C. Diano, Forme et événement. Principes pour une interprètation du monde grec, trad. de P. Grenet
et M. Valensi, Paris, éditions de l’Eclat, 1994.
por efracción no son simples anticipaciones teóricas; son la prolepsis de nuestra
existencia encarnada tal como se actualizan a partir de nuestra sensibilidad para con
los seres y las cosas. Así, la muerte de un amigo puede ser previsible teóricamente,
ella “nos toca el corazón”, para retomar la fórmula de Proust a propósito de la
muerte de Albertine. Es el suelo mismo de nuestra vida que se sustrae a nuestros
pasos, es la totalidad de nuestros posibles que ahí se ve afectada y removida. Al
alcanzar nuestras expectativas desde su raíz, el acontecimiento nos alcanza a
nosotros mismos en el corazón de nuestras diversas modalidades de ser en el
mundo, en el corazón de nuestras posibilidades más centrales – ya sea que afecten
nuestra comprensión, nuestra acción o nuestra afectividad. Todo acontecimiento
pone en juego nuestro ser indivisible en sus diferentes modalidades.
Pero volvamos al fenómeno de la imprevisibilidad. Hasta ahora, yo no había
considerado sino sólo una de las razones de la imprevisibilidad: la individualidad
del acontecimiento. Esta fuente de imprevisibilidad vale para el “acontecimiento
cualquiera” del que nos habla la lógica, pero existe, además, otra fuente de
imprevisibilidad que concierne al acontecimiento en tanto que fenómeno
irreductiblemente humano. En efecto, todo acontecimiento entendido en este
sentido no solamente remueve nuestras expectativas; al hacerlo, pone en crisis su
propia inteligibilidad al mismo tiempo que la de la situación en la que tiene lugar.
Un acontecimiento es siempre una crisis de sentido, una crisis de inteligibilidad. La
razón por la cual esto es así es porque nosotros no disponemos, en general, en el
momento en el que se produce un acontecimiento, de todos los recursos
conceptuales para comprenderlo. O, para prever un acontecimiento, sería necesario
disponer de estos recursos. ¿Qué habría podido querer decir, por ejemplo, prever el
auge del humanismo renacentista? Para prever este acontecimiento habría sido
necesario explicar lo que es el humanismo en tanto que corriente intelectual - ¡y si
alguien hubiese estado en la situación de explicarlo antes de la llegada de este
movimiento, él sería el verdadero inventor del humanismo! Para prever el
humanismo habría sido necesario haberlo inventado de antemano - lo que sugiere
que la idea de una tal “previsión” carece de sentido. Esto vale para todas las
invenciones artísticas, científicas, intelectuales, pero también, para un cierto número
de casos, al menos, de acontecimientos de la historia política, social o económica. Lo
que hace de la Shoah algo completamente imprevisible, lo que hace que muchos
contemporáneos no hayan sido capaces de creer en ella, incluso cuando fueron
informados, es que ella derogó lo que se creía saber y comprender tanto en materia
de crímenes como en lo tocante a la capacidad humana para el mal: después de todo
hace falta crear los recursos conceptuales para intentar aprender este acontecimiento
y esta tarea nos incumbe todavía. Una parte esencial de la desproporción del
acontecimiento en relación con nuestras capacidades de comprensión, una parte
esencial de su “imposibilidad”, si se puede decir (en el sentido en el que
exclamamos: “¡esto no es posible!”), señala, entonces, que este acontecimiento se
sustrae al horizonte de sentido y de la inteligibilidad que él estaba poniendo en
crisis. Se podría objetar que la Shoah constituye en sí misma un fenómeno extremo
en la historia de la humanidad, y es verdad. Sin embargo, numerosos
acontecimientos que no han tenido un carácter tan excepcional no serían más que
parcialmente inteligibles para sus contemporáneos, ya que ellos abrirían una nueva
era y, en esta medida, serían indisociables de la emergencia de nuevos conceptos o,
como dicen a veces los historiadores, nuevas “representaciones”. Ellos harían entrar
en crisis la comprensión que una época tenía de sí misma.
Podemos entonces sostener que el acontecimiento guarda su propia
posibilidad sobreviniendo, antes de actualizar una posibilidad predada, como
manera en la que él da forma a su propia inteligibilidad. Es necesario que nos
pongamos de acuerdo acerca de lo que significa tal afirmación. Ella no significa,
contrariamente a lo que Bergson ha podido sugerir, que el acontecimiento “crea su
propia prefiguración en el pasado”, de suerte que su posibilidad se reduciría a un
“espejismo retrospectivo”. Estas palabras, entendidas al pie de la letra, conducirían
a un nuevo megarismo. Reduciendo lo posible a una ficción retrospectiva, ellas
destruirían en su principio mismo la contingencia del acontecimiento. Decir que el
acontecimiento “crea” su propia posibilidad sobreviniendo significa, de hecho, decir
que antes de que sobreviniera no era posible que se produjera ni que no se produjera,
por tanto, es anular su contingencia y asignarle la modalidad de lo necesario. Así, no
es de esta manera que conviene comprender que el acontecimiento abre su propia
posibilidad. Esta fórmula significa más bien que es el acontecimiento, y sólo él, el
que nos abre el acceso a los recursos conceptuales que nos permiten comprenderlo.
El acontecimiento es imposible antes de producirse en la medida en que, antes de su
sobrevenida es, en sentido estricto, inconcebible y, por ello, radicalmente
imprevisible.
Esta imprevisibilidad radical (por inconcebilidad parcial o total) no excluye
que el acontecimiento sea explicable ex post. Pero esta explicación, nuevamente,
posee una naturaleza muy particular. En efecto, yo no puedo explicar sino aquello
que ya he comenzado a comprender. Si la inteligencia del acontecimiento supone la
elaboración de nuevas categorías, los esquemas que permiten explicarlo dependen,
a su vez, de estas categorías. El acontecimiento permanece inexplicable a la luz de
su único contexto; su explicabilidad pone necesariamente en juego, al mismo
tiempo, una comprensión de lo que él tiene de singular y la elaboración de una
conceptualidad adecuada. La explicación debe estar aquí a la altura de lo que se está
por explicar y, en esta medida, ella debe reposar sobre una comprensión de único,
por decirlo de alguna manera, “desde su propia luz”.

III

Hasta aquí he intentado proponer una breve tipología de la imprevisibilidad del


acontecimiento. Ella me orilla a formular una cuestión más general: ¿por qué el
acontecimiento forma una parte tan importante de la reflexión contemporánea? ¿por
qué es, sin lugar a dudas, incluso necesario que sea así? En suma, ¿por qué el
acontecimiento ha devenido una de las grandes cuestiones de la filosofía actual?
Podríamos buscar una respuesta a estas cuestiones por el lado de la historia
de la filosofía. Pero creo que es necesario buscarla ante todo en la situación histórica
presente. Es esta segunda vía la que intentaré seguir para finalizar.
Nuestro mundo contemporáneo se caracteriza por un aumento considerable
de la complejidad en sus diversas formas. Una forma social: a las sociedades
relativamente estables fundadas por jerarquías inmutables y regidas por códigos
inmemoriales, le sustituyen las sociedades “abiertas” donde cada individuo
adquiere una más alta movilidad y ve su margen de iniciativa considerablemente
más amplio; las estructuras y los códigos ancestrales desaparecen, la atomización
incrementa al mismo tiempo que se desarrollan formas de comunicación cada vez
más perfeccionadas que permiten el intercambio y la confrontación entre las culturas
a gran escala. Una segunda forma de esta complejidad concierne a la cultura misma
y, especialmente, a la cultura científica: la cantidad de información y de
conocimientos ha devenido tal que ningún espíritu individual puede pretender
dominar por completo una ciencia – incluso ni una ramificación particular de esta
ciencia – y la investigación se confía en campos cada vez más estrechos y
especializados. Los biólogos no estudian la vida, ni los físicos el espacio-tiempo. Un
tercer dominio donde el crecimiento de la complejidad deviene vertiginoso es el del
trabajo en red y el de la difusión de la información. La cantidad de información a la
que nos es posible acceder gracias a internet deviene tan importante que el acceso a
esta información es él mismo amenazado por el exceso de información, que el
inexpugnable recurso se transforma en rebosamiento y la abundancia en penuria
potencial. Finalmente, un cuarto dominio donde el fenómeno de una creciente
complejidad se manifiesta de modo evidente es el de las invenciones técnicas:
ningún espíritu individual, o casi ninguno, comprende actualmente el
funcionamiento integral del mínimo de aparatos que manipula cotidianamente.
No iré más lejos en la descripción de estos cuatro campos aunque quisiera
detenerme en esta noción de complejidad - un concepto vago, seguramente, pero
algunas veces la filosofía tiene necesidad de esta vaguedad. ¿Qué entender por la
“complejidad”? Un fenómeno complejo, podríamos adelantar de manera
sistemática, es un fenómeno en el que la cantidad de interacciones, de retroacciones
y de interretroacciones entre sus constituyentes alcanzan un nivel tal que se hace
imposible someter este fenómeno al menor pronóstico confiable: su complejidad
excede los recursos de un cálculo o de una computación, no importa si ella es la de
un cerebro humano o la de la computadora más avanzada. Ahí donde aumenta la
complejidad aumenta también la imprevisibilidad. De hecho, las sociedades
humanas siempre han sido complejas y difícilmente previsibles; pero la difusión de
la información a gran escala, los fenómenos de globalización y el ritmo cada vez más
frenético de las transformaciones que conocen nuestras sociedades incrementa esta
imprevisibilidad. En el campo de las técnicas, la complejidad del impacto ambiental
de numerosas actividades humanas tecnificadas escapa, ella también, a toda
previsión confiable.
La irrupción de la complejidad bajo sus formas más conspicuas o discretas no
solo causa una escalada de incertidumbre objetiva, también un incremento del
sentimiento de incertidumbre, de inseguridad, de fragilidad para los seres humanos
que somos. Lo que alguna vez valió para los espacios infinitos, esa angustia o ese
horror expresados por Pascal, se aplica a partir de aquí al más mínimo tubo de
ensayo de un laboratorio, como nos los revela tan manifiestamente la pandemia
actual, y no estamos menos secuestrados por el vértigo ante el cielo estrellado que
frente a numerosos inventos recientes. Una humanidad frágil, expuesta, vulnerable:
¿no es la contra parte inevitable de estos removimientos? ¿Puede el miedo surgido
desde aquí evitar alimentar la desconfianza, la colapsología y todas las profecías de
la desgracia que se ponen al día en nuestra época? Pero, se nos podría objetar, el
riesgo objetivo que se desprende del crecimiento de la complejidad,
fundamentalmente en la ciencia y las técnicas, es susceptible de engendrar tanto lo
peor como lo mejor. La ciencia nos ha ofrecido la bomba H y las centrales nucleares,
pero también las vacunas, la penicilina, las terapias génicas y próximamente, tal vez,
una vacuna para luchar contra el COVID-19.
La filosofía puede así –y, sin duda, debe intentarlo– ofrecer un antídoto al
hecho que la complejidad y la imprevisibilidad bajo sus múltiples formas son
sentidas como caos, desorden, irracionalidad. Sin embargo, ella debe también, me
parece, dar un paso más. El argumento según el cual el incremento de la complejidad
engendra imprevisibilidad y que esta última significa una imprevisibilidad tanto
positiva como negativa, choca desafortunadamente con otra consideración que
incumbe, ella también, a lo que llamamos “complejidad”. Si, en efecto, nosotros
pensamos en la posibilidad misma de una vida humana bajo la tierra, debemos
considerar las particularidades de la acción humana sobre el ambiente y considerar
esas dos ciencias de la complejidad por excelencia que son las ciencias de lo viviente,
por un lado, y las ciencias ambientales, por el otro. La biología se interesa por los
sistemas de vida complejos y estos sistemas son justamente complejos en la medida
en que ellos son gobernados por un gran número de parámetros, un número tan
importante de “variables” que no pueden entrar en ninguna fórmula o ecuación por
muy compleja que se la suponga. Aquí no se puede hablar propiamente de “leyes
de lo viviente” como se habla de leyes de la materia inorgánica. Únicamente
comenzamos a considerar la medida de esta complejidad que se incrementa aún más
si tomamos en consideración –lo que es necesario– el entorno del animal. La teoría
de la evolución no satisface los requisitos de previsión y de control experimental
propios a la ciencia clásica. Como Stephen Touleman señalaría ya en los años 60
“ningún sabio ha utilizado jamás esta teoría para predecir la llegada a la existencia
de creaturas de una nueva especie y, aún menos, verificado su predicción”8. De
nuevo, la sobrevenida del COVID-19 por mutación genética proporciona una
ilustración. Pero la razón no es solamente el carácter aleatorio de las mutaciones
genéticas; es, ante todo, el hecho que la cantidad de parámetros, tanto biológicos
como ambientales, que habríamos de tomar en consideración para llevar a cabo una
previsión confiable, es numéricamente infinito. Tanto más sea simplificado el
principio general de la teoría de la evolución, más es su aplicación a las
circunstancias concretas en su particularidad y su diversidad hace intervenir una
complejidad tal que sobrepasa todos los modelos predictivos y todas nuestras
capacidades computacionales: es casi imposible decir qué ventaja selectiva procura
a un viviente esta o aquella de sus características en un entorno dado y, aún menos,
predecir qué animales serán seleccionados sobre la base de su mayor o menor
“aptitud física”.
Las ciencias de la complejidad hacen bastante irrisoria la idea de orden de la
ciencia moderna formulada por Bacon según la cual “saber es poder”. Lo que ellas
revelan de las relaciones entre la acción humana y la eco-esfera contradice la idea
subyacente a la ciencia clásica según la cual un aumento del saber resultaría en un
incremento de la capacidad predictiva y, en consecuencia, de poder. El crecimiento
exponencial de nuestros saberes y de nuestra potencia técnica produce, por el
contrario, una participación cada vez mayor en el peligro, tanto para el bien como
para el mal, y las capacidades predictivas de la ciencia chocan aquí con un doble
limite: 1) aquel de la irreversibilidad de los procesos naturales y especialmente
biológicos; 2) aquella, con la que está ligada, de la desproporción entre causa y
consecuencia. Las leyes de la física clásica y, especialmente, de la mecánica podrían
ser formuladas en un tiempo reversible; pero la teoría de la evolución y el segundo
principio de la termodinámica ha modificado esta situación y, hoy, la astrofísica
muestra que el universo y la materia misma tienen una historia. Esto es todavía más
verdadero para todos los fenómenos biológicos fundados sobre la interacción entre
los organismos y el entorno: estos equilibrios son tan frágiles y los procesos en juego

8
Cf., Stephen Touleman, Foresight and Prediction, London, 1961, p. 24.
tan complejos, tan imposibles de reproducir y ,por lo tanto, de predecir que el riesgo
nacido de la invención y de la intervención humanas no puede ser considerado como
axiológicamente neutro, en virtud de un principio de compensación presumible
entre las “buenas” y las “malas” invenciones técnicas. Estamos obligados a
reconocer que hacen falta millones de años para que se constituya a la escala del
ritmo natural lo que puede ser destruido en segundos. Así, sin caer en ninguno de
los miedos milenarios ni en las profecías apocalípticas de la colapsología,
difícilmente se puede escapar a la consecuencia según la cual es la relación misma
entre saber y poder lo que debe ser pensado hoy por completo.
Desde hace mucho, la metafísica occidental se ha alimentado de la idea según
la cual el saber nos procura un dominio sobre nosotros mismos y sobre el mundo.
Esta idea ya está presente en Platón. Desde ella, la filosofía tiene por finalidad
competir con la sabiduría trágica, en tanto que sabiduría de la finitud, y relegarla al
pensamiento mítico. Como lo revela aquella anécdota, en la que se trata de abrazar
la causa de la filosofía, Platón quemó las tragedias que había escrito en su juventud.
La filosofía se presenta como una anti tragedia en la medida en que ofrece un saber
susceptible de hacer del alma humana tan inexpugnable a los peligros, a las
desgracias y a las vicisitudes de la vida como una ciudad o un acrópolis (República,
tès psukhès akropolin; donde ya econtramos la imagen del estoicismo), y para
garantizarle una soberanía total sobre ella misma, una enkrateia perfecta. Los estoicos
desarrollaron este tema hasta formular el ideal de una teknè peri ton bion, un saber
que domine la vida misma en su totalidad y que conduciría a un control sin fallos.
Además, es precisamente este ideal que da un giro radicalmente nuevo con la
revolución científica moderna: la frase de corte neo-estoico de Descartes: “hacerse
maestro y poseedor de la naturaleza”, se propone aplicar a la naturaleza fuera de
nosotros eso que los estoicos consideraban aplicar a la naturaleza dentro de
nosotros: la supuesta equivalencia entre el saber y el dominio tiene, entonces, por
vocación reducir el peligro o el azar hasta hacerlos desaparecer – hasta suprimir la
muerte misma, no dudará en concluir Descartes. Aúnado a esto, la aparición, en el
siglo XX, de unas ciencias de un nuevo tipo permite comprender por qué tal
proyecto constituye la más peligrosa de las utopías. La biología evolucionista y las
ciencias medioambientales manifiestan que el saber más avanzado en los dominios
o reinos de la más alta complejidad manifiesta, ante todo, la imposibilidad de un saber
total, de una predicción total y, por lo tanto, la quimera de la idea de un control total
sobre el mundo y sobre nosotros mismos.
Lo imprevisible se impone así como un objeto de reflexión privilegiado, como
lo revela la crisis que hoy atravesamos. Frente a los límites necesarios de la previsión
ligada a la consideración de la complejidad, especialmente al nivel del devenir de
nuestra eco-esfera, la equivalencia entre saber y poder queda menos que asegurada.
Vivimos una época donde se comienza a proliferar un nuevo tipo de
acontecimientos, un acontecimiento sin precedentes en la historia humana. Hasta
una época reciente, los acontecimientos que poblaban nuestra historia surgían de
finalidades humanas bien definidas –finalidades a veces insensatas o monstruosas–
donde lo que pasaba quedaba al abrigo de una previsión y, así, de la deliberación
humana. Ciertos acontecimientos constituía las consecuencias inesperadas de la
acción humana en tanto que ella está inmersa en las situaciones históricas que, de
alguna manera, escapan de ella, como ha insistido Hannah Arendt. Pero, incluso, el
miedo histórico continúa definiéndose, al menos por derecho, en función de estas
mismas finalidades. Asimismo, frente a las catástrofes como Chernobil o
Fukushima, frente a las probables consecuencias del calentamiento global, como el
aumento del agua en los océanos o la multiplicación de los fenómenos
meteorológicos aleatorios (huracanes, tormentas tropicales), llega una pandemia
como la del COVID-19. Estamos colocados frente acontecimientos que son
ciertamente consecuencia (en parte previsibles) de la actividad humana, pero que
aparecen, al mismo tiempo, completamente disociadas de cualquier finalidad
humana. Nadie ha deseado estos acontecimientos, aunque ellos sean,
indudablemente, originados por nosotros. Tales acontecimientos no son sino la
manifestación de la desproporción fundamental entre nuestras facultades
predictivas, en el marco de los fenómenos complejos, y nuestra potencia técnica:
desproporción entre causa y consecuencia, entre poder y saber.
Frente a aquellos acontecimientos que nos presentan la paradoja de un poder
que se vuelve impotente en relación consigo mismo y con sus propias consecuencias,
debemos reaprender a considerar de un modo diferente el sentido mismo de la
imprevisibilidad. Este no-saber que no es el hecho de una simple ausencia de saber,
ni de un límite contingente al saber, sino más bien, un aspecto esencial del género del
saber pertinente cuando nos ocupamos de fenómenos irreductiblemente complejos
– entonces, un no-saber de este tipo, ¿no debe ser conocido como un fenómeno
positivo comprometido con una reforma necesaria del conjunto de nuestras
prácticas, incluidas ahí nuestras prácticas teóricas y científicas?
Con esto he querido sugerir que aquí puede tratarse de uno de los principales
retos a los que debe enfrentar, hoy día, un pensar acerca del acontecimiento.

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