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toda labor educativa que trate de formar hombres va acompañada de una determinada concepción del hombre,
de cuáles son su posición en el mundo y su misión en la vida [...]. La teoría de la formación de hombres que
denominamos pedagogía es parte orgánica de una imagen global del mundo, es decir, de una metafísica. [...]
Pero es perfectamente posible que alguien se entregue a una labor educativa sin disponer de una metafísica
elaborada sistemáticamente y de una idea del hombre amplia y desarrollada. Ahora bien, alguna concepción del
mundo y del hombre ha de subyacer en su actuación. [...] Las ideas o teorías que se tengan nunca dejarán de
surtir sus efectos7.
Todo profesor, vinculada a su cosmovisión, a sus valores, tiene –de modo explícito o
no– una imagen de quién es la persona. Y en función de ella actuará como docente. Por
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eso no cabe la asepsia educativa. Y, si fuera posible, no sería educativa. Toda educación
propone y realiza una visión del mundo y, particularmente, del ser humano. Y así hay
muchas visiones distintas del ser humano, la mayor parte de las cuales no hacen honor a
lo que la persona es. En función de cada una de ellas, la educación tenderá a ser de un
tipo u otro. La educación podrá promocionar a la persona, o ser una educación
meramente informativa, o estar al servicio de los intereses del mercado laboral…
Hay tradiciones culturales llenas de sabiduría. Una de ellas es la de los indios náhuatl de México, que
comparan al ser humano con un árbol.
El árbol tiene una copa llena de hojas, que es la parte más visible y vistosa del árbol. También tronco y
raíces, que se hunden en la tierra. La copa, lo exterior, es lo que se ve y lo que asciende al infinito. Las raíces
quedan ocultas, pero son las que sujetan y alimentan al árbol.
En el ser humano, la copa llena de hojas representa todo lo que se ve de nosotros sin esfuerzo: nuestras
pertenencias, nuestra riqueza, nuestro porte, nuestros títulos, nuestra profesión y prestigio, los papeles que
desempeñamos en la vida, etc. Y resulta que en nuestra sociedad se presta máxima atención a todo esto, a lo
estrictamente exterior, a lo que, viéndose de él a las claras, parece constituirle por entero. Queremos tener
más sueldo, mejor aspecto. Y respecto de los hijos, solemos querer que tengan mejores notas, mejor carrera,
más actividades, mejores perspectivas profesionales.
Pero en el ser humano las raíces son lo que sostiene a las personas: sus creencias, sus valores, sus
convicciones, el sentido de la vida; en definitiva, el modelo de ser humano que se les presenta. Y estas raíces
no dependen de lo que se tenga, ni del colegio al que se haya enviado al niño, ni de contar con estudios
superiores, ni de tener una dilatada cuenta corriente. Estas raíces no se compran ni se aprenden en
instituciones. Por otra parte, no todas las raíces llevan savia que alimente a las personas. Algunas son
destructivas y acaban secando el árbol.
¿Cuáles son las raíces que se presentan de modo más habitual en nuestra sociedad? Es
decir, ¿cuáles son los modelos de ser humano más generalizados en ella?
En realidad podemos distinguir varios:
– «Homo ludens». Lo importante es pasarlo bien, divertirse y «estar a gusto consigo
mismo». El problema es que cuanto más se centra la vida en querer pasarlo bien,
peor se pasa y más se aburre el joven.
– «Homo faber». Lo importante es la productividad y el éxito. Lo significativo es
aumentar la copa del árbol. De ahí que se eduque, sobre todo, para que haya
resultados: buenas notas, éxito profesional, éxito económico. Pero en este caso se
trata al niño, al joven o al adulto como una máquina: se espera de ellos un
rendimiento y se les valora en función de los resultados. Se contempla en el joven,
en el niño, la futura pieza de un engranaje laboral y productivo, por lo que deja –ya
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hoy– de importar como persona.
– «Homo posidens». Lo importante es tener: el coche, la casa, el chalé, la «play», el
móvil, el MP4. Al final, en la mayoría de las ocasiones, es la persona la que es
tenida por sus cosas, y no acaban estas nunca de esclavizar lo suficiente.
– «Homo videns». Lo importante es dedicarse a ver la vida como espectáculo y no
como participante. Personas que no se comprometen en nada, cuya función es
contemplar cómo van las cosas y criticar, limitándose a ser actores de su vida, pero
no autores. Pero los que se quedan en su casa viendo pasar la vida, lo que verán
pasar será su propio entierro.
– «Homo salus». Lo importante es la salud corporal, estar en buena forma y con
aspecto siempre juvenil. Pero conviene ser realistas, pues esta pretensión, justa en sí
misma, ha de ser relativa, ya que los años van mostrando cada vez a cada persona su
limitación. Además, vivir para cuidarse y conservarse no se conjuga bien con la
tendencia humana a dar de sí su propia vida, a desgastarse en función de lo que
merece la pena.
¿Cuál es nuestro modelo de persona? Es necesario aclararlo, ya que, en función de él,
cambia todo. Y es que la educación puede tener un doble signo, pues no es indiferente lo
que se haga y lo que se pretenda al trabajar con los alumnos. No todo sirve para el
desarrollo integral de la persona. La educación, en definitiva, puede ser personalizadora
o despersonalizadora. Por ello creemos que un primer paso para dilucidar qué
pretendemos en educación consiste en el análisis de lo que entendemos por persona. Solo
ello nos permitirá estar en guardia frente a formas de vida y de educación
despersonalizadoras.
– Frente a la cosificación, pues la persona nunca debe ser tratada como una cosa,
nunca puede ser etiquetada, utilizada, empleada como instrumento. Y en nuestros
días no solo es esto frecuente, sino también que sea la persona misma la que se
conciba a sí misma como instrumento en función de una empresa, un sistema
económico, una actividad lucrativa, etc.
– Frente a la reducción de la persona a alguno de sus papeles o personajes: a mero
consumidor, a ciudadano, a burgués de vida acomodada, tranquila y sin tensiones.
– Frente a la reducción de la persona a alguna de sus capacidades o dimensiones: la
corporal, la intelectual, la afectiva…
– Frente a las formas degradadas de comunidad, sobre todo a su masificación; pues
la masa es el reino de lo impersonal, del «se», de lo irresponsable.
– Frente a falsas formas de sentido existencial: vivir para el consumo, para la
diversión, para el éxito, para la acumulación de bienes…
– Frente al economicismo capitalista y neoliberal, y el modo de vida que traen
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consigo: afán de posesión y consumo, despilfarro y lógica del dinero.
3. ¿Quién es la persona?
Si la educación busca ser integral, no puede promocionar solo la calidad de los procesos
de enseñanza-aprendizaje, la dimensión cognitiva del alumnado o los resultados
académicos. Ha de procurar promocionar a la persona como un todo. Y, como acabamos
de decir, esto vale tanto para la persona del alumno como para la del profesor. Para ello
resulta imprescindible tener una idea clara de quién es la persona. Como sabemos, en
cada práctica educativa subyace una determinada concepción antropológica de la que
conviene tomar conciencia. Nosotros no queremos partir de una imagen construida,
ficticia, sino que queremos partir de la realidad de la persona. Para esto describiremos
fenomenológicamente quién es la persona8.
Lo expondremos en tres pasos. En primer lugar partiremos para ello de la llamada
«parábola del lapicero». Tras ello, mediante la contraposición entre persona y cosa,
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trataremos de profundizar en quién es la persona. Finalmente mostraremos lo que aporta
el cristianismo al concepto de persona.
Se cuenta que, cuando el inventor del lapicero fabricó el primero, dio las siguientes
instrucciones para su uso:
– Conviene darse cuenta de que lo más valioso está dentro de él.
– Tendrán que sacar punta eliminando lo que sobra según vaya transcurriendo su
existencia.
– Siempre irá de la mano de alguien. De lo contrario no funcionaría.
– Si se cumple lo anterior podrá dejar huella.
b) Persona y cosa
Dicho lo anterior, parece que la persona es lo opuesto a una cosa. En esto todos
estaremos de acuerdo. Si se trata a una persona como una cosa, si se la utiliza, si se la
reduce a su utilidad, a ser mero instrumento, si se la etiqueta, todo el mundo enseguida
percibe que se está cometiendo una injusticia. Y lo advierten porque, salvo en un caso de
ceguera ante el valor de la persona, captan por lo general que no hay mayor atentado
contra la persona que reducirla al nivel de cosa. Por ello mismo, las cosas se utilizan y,
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cuando no sirven, se tiran, mientras que las personas, cuando «no sirven» –por
enfermedad, por su temprana o anciana edad, por su situación–, no solo no se tiran o
desechan, sino que se cuidan. Y es que el hombre sabe que la cosa vale si vale para algo;
pero la persona vale por sí misma: tiene dignidad.
Podemos avanzar en la descripción de quién es una persona si la seguimos
contraponiendo a lo que es una cosa. Las cosas siempre son de una persona, siempre son
de otro. Pero la persona es aquel ser que se pertenece a sí mismo; la persona es suya. Por
tanto, lo que la persona haga con su vida es responsabilidad suya. Además, mientras que
las cosas, una vez construidas, ya están acabadas –una botella de medio litro no puede
aspirar «de mayor» a ser una botella de dos litros, ni un coche utilitario puede «crecer» y
convertirse en autobús–, la persona nunca está terminada de construir, la persona es un
ser inacabado. Tiene que construirse ella misma. Y, como es suya y se da cuenta de que
es alguien, puede proyectar quién quiere ser, puede escoger entre posibilidades para ser
de un modo u otro. ¿Cuál es el límite de esta autoconstrucción? No hay límite. Como
decía Nietzsche, la persona es una flecha lanzada al infinito. Por tanto, la persona está
orientada hacia su plenitud. Siempre puede ir a más. Por eso siempre está inacabada. Su
muerte podría pensarse prematura, pues siempre quedarían posibilidades por realizar,
caminos por recorrer.
Pero, para realizar su vida, la persona no es autosuficiente. Necesita apoyarse en
cosas, y sobre todo en otras personas. Las personas somos, unas para otras, ayuda,
soporte e impulso para nuestra construcción personal. De ahí la importancia de que haya
adultos que acompañen a los niños y jóvenes en su crecimiento.
La descripción de quién es la persona en contraposición con las cosas muestra otra
divergencia clave: mientras que la cosa es pura exterioridad, la persona es exterioridad e
interioridad. Lo veíamos en la parábola del lapicero: lo importante es esta interioridad.
Y es esta interioridad la que permite la conciencia de sí, el que pueda decir «yo», «me»,
«mi», lo cual ni una cosa ni un animal pueden hacer. En esta interioridad descubro que
mi edificación como persona no se hace eligiendo cualquier camino, sino aquel que sea
el mío propio: cada cual tiene una llamada a realizarse de determinada forma, orientado
su acción de determinada manera. Cada uno escucha su propia vocación, su propio papel
en el mundo. Nada más contrario a la educación que tratar de homogeneizar a los niños y
jóvenes pretendiendo borrar o ignorar sus originalidades, su propia creatividad.
Por último, frente a las cosas, que son realidades cerradas en sí, es la persona una
realidad abierta. Y no solo abierta, sino orientada hacia las otras personas. Vivir, como
decíamos en la parábola del lapicero, es vivir con otros, desde otros y para otros. La
persona que carece de un soporte afectivo –primordialmente en la familia– no tiene
capacidad de convivencia con otros y, sobre todo, no es capaz de orientar su vida hacia
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otros; termina frustrada.
Para acabar, si la persona está abierta y orientada a las personas, mucho más aún
estará abierta a Dios. No comprenderemos bien quién es la persona si prescindimos del
hecho fundante de que es desde Dios, hacia Dios y para Dios. El corazón del ser humano
está hecho para la plenitud. Pero ninguna cosa le satisface y llena plenamente. Solo las
personas. Incluso ninguna persona terminará por llenarle, salvo que esa relación se
inserte en otra axial: la del encuentro con Dios.
Ante todo hay que aclarar que el término «persona» es un concepto de origen cristiano9.
Antes del cristianismo, el mundo griego hablaba de «ser humano», pero nunca de
persona. Por eso, las principales características del ser persona se inspiran en las
aportaciones de la revelación cristiana.
La cosmovisión cristiana aporta la idea de la creación del hombre como imago Dei, es
decir, como creación a su imagen y semejanza. Surge así el concepto de persona,
descubriéndose históricamente que la persona ya no será una «cosa» más, un qué, sino
un quién. Es la clave que marca la diferencia entre el ámbito de lo impersonal y el
ámbito de lo personal. Y no solo eso, sino que afirma que cada persona es término del
amor de Dios. Cada persona, al margen de su condición, nacionalidad, sexo, riqueza o
relevancia social, es un ser querido por Dios por sí mismo, y así máximamente digno. El
hecho de ser creado y amado por Dios es lo que le confiere una radical dignidad. Su
realidad ya no es meramente natural, sino sobrenatural. Hay que entender ese «ser
creado» en dos sentidos: ser llamado a la existencia y ser llamado a ser «esta persona
concreta». Dios crea a cada uno único.
Además, por estar creado a imagen y semejanza de Dios, la persona ante Dios
descubre su radical menesterosidad y, a la vez, su capacidad para ser consumada por
Dios. El ser humano se presenta como capaz de Dios, como abierto al mundo, a los otros
y a Dios. Desde el comienzo, la Biblia presenta al ser humano dialogando con Dios. Así
que, frente a los demás seres, la persona es una realidad abierta, comunicativa; y
añadimos: orientada a Dios como a su fin. Procedemos de Dios, quien no solo nos ha
creado, sino que nos ha elegido para que seamos plenos –para que demos fruto– y para
que nuestra vida culmine en él, de modo que, recordando al Santo de Hipona, nuestro
corazón está inquieto hasta que no descanse en él.
Por otro lado, Dios mismo, por ser Trinidad, es relación. También ha creado al ser
humano siendo relación y, por tanto, capacidad de encuentro con otros y con el propio
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Dios.
Añadamos que Dios crea al hombre como el mar crea la playa: retirándose. Dios
nunca despojará al hombre de su libertad de decisión personal. Antes bien, le quiere libre
para que sea capaz de realizar su propia vida personal, aun a riesgo de que pueda y
quiera equivocarse. Frente al mundo griego, el ser humano para los cristianos ya no
estaba lastrado por el destino ciego, sino que se hacía dueño de su destino. Dios lo crea
para hacerlo independiente de sí.
Y esencial es este nuevo rasgo que el cristianismo aporta al concepto de persona: la
sabe unidad, unidad que consta de varias dimensiones. Más allá de la unión de cuerpo y
alma, la persona es concebida como cuerpo, psique y espíritu. Una educación integral ha
de abarcar las tres dimensiones.
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