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MATERIAL DE LECTURA OBLIGATORIA

UNIDAD I

ANTROPOLOGÍA FILOSÓFICA

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TEXTO INTRODUCTORIO
 ALAIN BADIOU:

Segundo manifiesto por la filosofía

La necesidad en cierto modo existencial de un segundo Manifiesto se puede describir,


entonces, de esta forma: así como se declaraba mínima, hace veinte años, la existencia de la
filosofía, se podría sostener que hoy está igualmente amenazada, pero por una razón inversa:
está dotada de una existencia artificial excesiva. En Francia, singularmente, la filosofía está por
todos lados. Sirve de razón social a diferentes paladines mediáticos. Anima cafés y centros de
puesta en forma y bienestar. Tiene sus revistas y sus gurúes. Es universalmente convocada,
desde los bancos hasta las grandes comisiones de Estado, para disertar sobre la ética, el
derecho y el deber.
La razón de ser de este trastorno es un cambio de trascendental que concierne no tanto
a la filosofía como a su sucedáneo social, que es la moral. Efectivamente, desde los “nuevos
filósofos” y la caída de los Estados socialistas, solo se califica de filosofía a la prédica moralizante
más elemental. Toda situación es juzgada con la vara del comportamiento moral de sus actores,
el número de muertos es el único criterio de evaluación de las tentativas políticas, la lucha contra
los malos es el único “Bien” presentable; en pocas palabras: se llama “ filosofía” a los argumentos
de lo que Bush llamaba la lucha contra “ el Imperio del mal” , mezcla confusa de restos socialistas
y de grupúsculos fascisto-religiosos en nombre de la cual nuestro Occidente lleva a cabo
sanguinarias campañas y defiende, un poco por todas partes, su indefendible “democracia” .
Digamos que no es posible existir como “filósofo” sino en la medida en que se adopta, sin la más
mínima crítica -en nombre del dogma “democrático” , de la cantilena de los derechos del hombre
y de diversas costumbres de nuestras sociedades en lo que concierne a las mujeres, los castigos
o la defensa de la naturaleza-, la tesis típicamente yanqui de la superioridad moral de Occidente.
Se podría formalizar así este trastorno: así como la filosofía, hace veinte años, acorralada en
ruinosas suturas con sus condiciones de verdad, se veía asfixiada por inexistencia, hoy en día,
encadenada a la moral conservadora, se ve prostituida por una sobreexistencia vacía. De donde
se sigue que ya no se trata de reafirmar su existencia mediante operaciones que apunten a de-
suturarla de sus condiciones, sino de disponer su esencia tal como se manifiesta en el mundo
del aparecer, con el fin de distinguirla de sus falsificaciones morales. Falsificaciones que, como
ya he indicado, son tanto más virulentas cuanto que redoblan la expansión del positivismo
grosero (neurociencias, cognitivismo, etc.) proveyéndole su indispensable suplemento de alma.
De lo que se trata hoy, en suma, es de desmoralizar a la filosofía. Lo cual equivale a
arriesgarse a exponerla de nuevo al juicio de los impostores y de los sofistas, juicio que la
acusación más grave, de la que fue víctima cierto Sócrates, resume así: “usted corrompe a la
juventud”. Muy recientemente, incluso, un crítico norteamericano hizo apare­cer, en una
prestigiosa revista de Nueva York, un ataque que podía permitirse ser de un nivel conceptual
totalmente mediocre, dado que su objetivo no era otro que la rectificación moral. Respecto de los
jóvenes estudiantes y los docentes mal informados, decía este fiscal, filósofos como Slavoj Zizek

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o yo somos reckless, término que puede traducirse como “desprovistos de toda prudencia”. Es
un tema tradicional de los peores conservadores, desde la antigüedad hasta nuestros días: los
jóvenes corren gravísimos riesgos si se los pone en contacto con “malos maestros”, que van a
desviarlos de todo lo que es serio y honorable, a saber: la carrera, la moral, la familia, el orden,
Occidente, la propiedad, el derecho, la democracia y el capitalismo. Para no ser reckless hay que
comenzar por una subordinación rigurosa de la invención conceptual a las evidencias “naturales”
de la filosofía, tal como esa gente la entiende. A saber: una moral blanda, o aquello que Lacan,
en su lengua abrupta, llamaba “el servicio de los bienes”.
Respecto de la superabundancia de existencia que, hoy en día, amenaza a la filosofía con
evaporarla en una figura a la vez conservadora y gruñona, asumiremos una evaluación
trascendental de su existencia que la lleve muy cerca de su esencia. Por definición, la filosofía,
cuando aparece verdaderamente, es reckless o no es nada. Potencia de desestabilización de las
opiniones dominantes, ella convoca a la juventud a algunos puntos en que se decide la creación
continua de una verdad nueva. Por eso su Manifiesto trata hoy del movimiento, típicamente
platónico, que conduce de las formas del aparecer a la eternidad de las verdades. Ella se
compromete, sin restricción, en ese proceso peligroso.
En el mundo en que estamos, la filosofía solo puede aparecer como el inexistente propio
de toda moral y de todo derecho, en la medida en que moral y derecho permanecen -y no pueden
sino permanecer- bajo la dependencia de la increíble violencia desigualitaria infligida al mundo
por las sociedades dominantes, su economía salvaje y los Estados que, más que nunca, según
la fórmula de Marx, son solamente los “fundados por el poder del Capital”. O, más precisamente:
la filosofía aparece en nuestro mundo cuando escapa al estatuto de inexistente de toda moral y
de todo derecho. Cuando, invirtiendo ese veredicto que la abandona a la vacuidad de filosofías
tan omnipresentes como serviles, adquiere la existencia máxima de lo que ilumina la acción de
las verdades universales. Iluminación que la lleva mucho más allá de la figura del hombre y de
sus “derechos”, mucho más allá de todo moralismo.
Y en estas condiciones es apenas posible, en efecto, que una fracción de la juventud
reconozca un surgimiento filosófico verdadero sin que lo que la ataba a la pura y simple
persistencia de lo que es se corrompa de modo duradero. Es así, eternamente, como Sócrates
es juzgado.

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TEXTOS DE LECTURA OBLIGATORIA
 IMMANUEL KANT:

1. Probable inicio de la historia humana


Es perfectamente lícito insertar conjeturas en el decurso de una historia con el fin de rellenar las lagunas informativas,
pues lo antecedente -en tanto que causa remota- y lo consecuente -como efecto- pueden suministrar una guía bastante segura
para el descubrimiento de las causas intermedias, haciéndose así comprensible la transición entre unas cosas y otras. Ahora
bien, hacer que una historia resulte única y exclusivamente a partir de suposiciones, no parece distinguirse mucho del proyectar
una novela. Ni siquiera podría ostentar el título de historia probable, correspondiéndole más bien el de simple fábula. No
obstante, lo que no cabe aventurar en el desarrollo de la historia de las acciones humanas, puede muy bien ensayarse mediante
suposiciones respecto de su inicio, siempre que lo establezca la Naturaleza. Tal inicio no tiene por qué ser inventado, ya que
puede ser reconstruido por la experiencia, suponiendo que ésta no haya variado sustancialmente desde entonces hasta ahora:
un presupuesto conforme con la analogía de la Naturaleza y que no conlleva osadía alguna. Una historia del primer despliegue
de la libertad a partir de su disposición originaria en la naturaleza del hombre no tiene, por lo tanto, nada que ver con la historia
de la libertad en su desarrollo, que -ésta sí- sólo puede basarse en informes.
Con todo, dado que las suposiciones no pueden elevar demasiado sus pretensiones de asentimiento, teniendo que
anunciarse únicamente como una maniobra consentida a la imaginación -siempre que vaya acompañada por la razón- para
recreo y solaz del ánimo, más en ningún caso como algo serio, tampoco pueden rivalizar con esa historia que se ofrece sobre
el mismo suceso y se toma como información genuina, cuya verificación se basa en fundamentos bien distintos a los de la mera
filosofía natural. Justamente por ello, y puesto que emprendo aquí un simple viaje de placer, espero que me sea permitida la
licencia de utilizar un texto sagrado a guisa de plano e imaginar que mi expedición (llevada a cabo con las alas de la imaginación,
aunque no sin un hilo conductor anudado a la experiencia por medio de la razón) encuentra exactamente la misma ruta que
describe aquel testimonio histórico. El lector consultará los pasajes pertinentes de aquel documento (Génesis, II-IV),
comprobando paso a paso si el camino que toma la filosofía con arreglo a conceptos coincide con el que refiere la historia.
Si no queremos dejar vagar nuestra fantasía entre suposiciones, habremos de fijar el principio en aquello que no
pueda ser deducido mediante la razón a partir de causas precedentes, por tanto, tendremos que comenzar con la existencia
del hombre y, ciertamente, del hombre adulto -pues ha de prescindir del cuidado materno- y emparejado, para poder procrear
su especie; asimismo ha de tratarse de una única pareja, para que no se origine de inmediato la guerra -lo que suele suceder
cuando los hombres están muy próximos unos a otros siendo extraños entre sí- o también para que no se le reproche a la
Naturaleza el haber regateado esfuerzos mediante la diversidad del origen en la organización más apropiada para la
sociabilidad, en tanto que objetivo principal del destino humano, puesto que la unidad de esa familia -de la que habrían de
descender todos los hombres- era sin duda la mejor disposición en orden a conseguir ese objetivo. Sitúo a esta pareja en un
lugar a salvo del ataque de las fieras y bien provisto por la Naturaleza con todo tipo de alimentos, esto es, en una especie de
jardín que goza de un clima siempre moderado. Y, además, sólo la considero después de que ha dado un paso gigantesco en la
habilidad para servirse de sus propias fuerzas, por lo que no comienzo con el carácter enteramente tosco de su naturaleza.
Pues bien, si yo pretendiera llenar esa laguna -que presumiblemente comprende un largo período de tiempo- a buen seguro
que se darían demasiadas suposiciones y muy pocas probabilidades para el gusto del lector. Así pues, el primer hombre podía
mantenerse erguido y andar, podía hablar (Génesis, II, 20)* y hasta discurrir, es decir, hablar concatenando conceptos (Génesis,
II, 23), por consiguiente, pensar. Habilidades que el hombre hubo de adquirir íntegramente por sí solo (pues de haber sido
innatas, también serían hereditarias y esto es algo que contradice \ la experiencia); pero ahora le supongo ya provisto de tales
habilidades, con el fin de tomar en consideración simplemente el desarrollo delo moral en sus acciones, lo cual presupone
necesariamente esa habilidad.
El instinto, esa voz de Dios que obedecen todos los animales, era lo único que guiaba inicialmente al hombre inexperto.
Este instinto le permitía alimentarse con algunas cosas, prohibiéndole otras (Génesis, III, 2-3). Pero no es necesario suponer un
instinto especial -hoy ya perdido- para tal fin; pudo muy bien tratarse del sentido del olfato y de su afinidad con el órgano del
gusto -es conocida la simpatía de este último con los órganos de la digestión, observándose todavía hoy la capacidad de
presentir si una comida será o no agradable para el gusto. Es más, no hay por qué suponer que este sentido estaba más
agudizado en la primera pareja de lo que lo está hoy en día, pues es de sobra conocida la diferencia existente en la capacidad
de percibir entre aquellos hombres que sólo se ocupan de sus sentidos y los que, al mismo tiempo, lo hacen de sus
pensamientos, apartándose por ello de sus sensaciones.

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Mientras el hombre inexperto obedeció esa llamada de la Naturaleza, se encontró a gusto con ello. Pero en seguida
la razón comenzó a despertarse dentro de él y, mediante la comparación de lo ya saboreado con aquello que otro sentido no
tan ligado al instinto -cual es el de la vista- le presentaba como similar a lo ya degustado, el hombre trató de ampliar su
conocimiento sobre los medios de nutrición más allá de los límites del instinto (Génesis, IV)3. Este intento habría podido salir
bastante bien, aunque no lo dispusiera el instinto; bastaba con no contradecirlo. Sin embargo, una propiedad característica de
la razón es que puede fingir deseos con ayuda de la imaginación, no sólo sin contar con un impulso natural encaminado a ello,
sino incluso en contra de tal impulso; tales deseos reciben en un principio el nombre de concupiscencia, pero en virtud de ellos
se fue tramando poco a poco todo un enjambre de inclinaciones superfluas y hasta antinaturales que son conocidas bajo la
etiqueta de voluptuosidad. El motivo para renegar de los impulsos naturales pudo ser una insignificancia, pero el éxito de este
primer intento, es decir, el tomar conciencia de \ su razón como una facultad que puede sobrepasar los límites donde se
detienen todos los animales fue algo muy importante y decisivo para el modus vivendi del hombre. Aun cuando sólo se tratara
de un fruto cuyo aspecto -dada su semejanza con otros frutos admitidos que se habían probado antes- incitaba al intento, si a
esto se añade el ejemplo de un animal a cuya naturaleza esa degustación le era tan apropiada como, por el contrario, le
resultaba perjudicial al hombre -en quien existía un instinto natural contrario a tal ensayo que se oponía con fuerza al mismo-
, todo ello pudo proporcionar a la razón la primera ocasión de poner trabas a la voz de la Naturaleza (Génesis, III, 1) y, pese a
su contradicción, llevar a cabo el primer ensayo de una elección libre que, al ser la primera, probablemente no colmó las
expectativas depositadas en ella. Si bien el daño pudo resultar tan insignificante como se quiera, el caso es que gracias a él se
le abrieron los ojos al hombre (Génesis, III, 7). Este descubrió dentro de sí una capacidad para elegir por sí mismo su propia
manera de vivir y no estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los animales. A la satisfacción momentánea que
pudo provocarle el advertir ese privilegio, debieron seguir de inmediato el miedo y la angustia: cómo debía proceder con su
recién descubierta capacidad quien todavía no conocía nada respecto a sus cualidades ocultas y sus efectos remotos. Se
encontró, por decirlo así, al borde de un abismo, pues entre los objetos particulares de sus deseos -que hasta entonces le había
consignado el instinto- se abría ante él una nueva infinitud de deseos cuya elección le sumía en la más absoluta perplejidad;
sin embargo, una vez que había saboreado el estado de la libertad, ya le fue imposible regresar al de la servidumbre (bajo el
dominio del instinto).
Junto al instinto de nutrición -en virtud del cual la Naturaleza conserva al individuo- se destaca el instinto sexual -
mediante el que vela por la conservación de la especie-. La razón, una vez despierta, no tardó en probar también su influjo a
este instinto. Pronto descubrió el hombre que la excitación sexual -que en los animales depende únicamente de un estímulo
fugaz y por lo general periódico- era susceptible en él de ser prolongada e incluso acrecentada gracias a la imaginación, que
ciertamente desempeña su cometido con mayor moderación, pero asimismo con mayor duración y regularidad, cuanto más
sustraído a los sentidos se halle el objeto, evitándose así el tedio que conlleva la satisfacción de un mero \ deseo animal. La
hoja de parra (Génesis, III, 7) fue, por lo tanto, el producto de una manifestación de la razón mucho mayor que la evidenciada
en la primera etapa de su desarrollo, pues al hacer de una inclinación algo más profundo y duradero, sustrayendo su objeto a
los sentidos, muestra ya la conciencia de un dominio de la razón sobre los impulsos y no -como en su primer paso- una mera
capacidad de prestar a éstos un servicio de mayor o menor alcance. La abstención fue el ardid empleado para pasar de los
estímulos meramente sentidos a los ideales, pasándose así paulatinamente del mero deseo animal al amor y, con éste, del
sentimiento de lo meramente agradable al gusto por la belleza, apreciada sólo en los hombres al principio, pero también en la
Naturaleza más tarde. La decencia, una inclinación a infundir en los otros un respeto hacia nosotros gracias al decoro (u
ocultación de lo que podría incitar al menosprecio), en tanto que verdadero fundamento de toda auténtica sociabilidad,
proporcionó además la primera señal para la formación del hombre como criatura moral. Un comienzo nimio, pero que hace
época al conferir una orientación completamente nueva a la manera de pensar, siendo más importante que toda la
interminable serie de logros culturales dados posteriormente.
El tercer paso de la razón -tras haberse entremezclado con las necesidades primarias sentidas de un modo inmediato-
fue la reflexiva expectativa de futuro. Esta capacidad de gozar no sólo del momento actual, sino también del venidero, esta
capacidad de hacerse presente un tiempo por venir, a menudo muy remoto, es el rasgo decisivo del privilegio humano, aquello
que le permite trabajar en pro de los fines más remotos con arreglo a su destino -pero al mismo tiempo es asimismo una fuente
inagotable de preocupaciones y aflicciones que suscita el futuro incierto, cuitas de las que se hallan exentos todos los animales
(Génesis, III, 13-19)-. El hombre, que había de alimentarse a sí mismo, junto a su mujer y sus futuros hijos, comprobó la fatiga
siempre en aumento de su trabajo; la mujer presumió las cargas a las que la Naturaleza había sometido a su sexo y aquellas
que por añadidura le imponía el varón, más fuerte que ella. Ambos anticiparon con temor, como telón de fondo para una vida
tan fatigosa, algo que sin duda también afecta inevitablemente a todos los animales, pero no les preocupa en absoluto: la
muerte; por todo ello, les pareció que habían de proscribir y considerar delictivo ese uso dela razón que les había ocasionado
todos esos males. Pervivir en su posteridad -imaginando que le irán mejor las cosas- o mitigar sus penas en tanto que \ miembro
de una familia, quizá fue la única perspectiva consoladora que les alentaba (Génesis, V, 16-20).
El cuarto y último paso dado por la razón eleva al hombre muy por encima de la sociedad con los animales, al
comprender éste (si bien de un modo bastante confuso) que él constituye en realidad el de la Naturaleza y nada de lo que vive
sobre la tierra podría representar una competencia en tal sentido. La primera vez que le dijo a la oveja: la piel que te cubre no

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te ha sido dada por la Naturaleza para ti, sino para mí arrebatándosela y revistiéndose con ella (Génesis, V, 21), el hombre
tomó conciencia de un privilegio que concedía a su naturaleza dominio sobre los animales, a los que ya no consideró como
compañeros en la creación, sino como medios e instrumentos para la consecución de sus propósitos arbitrarios. Tal concepción
implicaba (aunque oscuramente) la reflexión contraria, esto es, que no le era lícito tratar así a hombre alguno, sino que había
de considerar a todos ellos como copartícipes iguales en los dones de la Naturaleza; una remota preparación para las
limitaciones que en el futuro debía imponer la razón a la voluntad en la consideración de sus semejantes, lo cual es mucho más
necesario para el establecimiento de la sociedad que el afecto y el amor.
Y así se colocó el hombre en pie de igualdad con todos los seres racionales, cualquiera que sea su rango (Génesis, III,
22), en lo tocante a la pretensión de ser un fin en sí mismo, de ser valorado como tal por los demás y no ser utilizado meramente
como medio para otros fines. En esto, y no en la razón considerada como mero instrumento para la satisfacción de las distintas
inclinaciones, está enraizado el fundamento de la absoluta igualdad de los hombres incluso con seres superiores que les
aventajen de modo incomparable en materia de disposiciones naturales, pues esta circunstancia no le concede a ninguno de
ellos el derecho de mandar caprichosamente sobre los seres humanos. Este paso se halla vinculado a su vez con la
emancipación por parte del hombre del seno materno de la Naturaleza; una transformación ciertamente venerable, pero
cuajada al mismo tiempo de peligros, puesto que le expulsó del estado cándido y seguro de la infancia, cual de un jardín donde
se abastecía sin esfuerzo alguno (Génesis, V, 23), arrojándole al vasto mundo, en donde le esperan tantas preocupaciones,
fatigas y males desconocidos. Más adelante la dureza de la vida le insuflará cada vez con más frecuencia el anhelo de un paraíso,
fruto de su imaginación, en el que pudiera pasar su existencia soñando y retozando \ en una tranquila ociosidad y una paz
duradera. Pero entre él y esa imaginaria morada del deleite se interpone la perpleja razón, impulsora irresistible del desarrollo
de las capacidades en él depositadas, no consintiendo ésta que el hombre regrese al estado de tosquedad y simpleza del que
ella lo había sacado (Génesis, V, 24). La razón le incita a aceptar pacientemente la fatiga que detesta, a perseguir el oropel que
menosprecia y a olvidar la propia muerte, que tanto le horroriza, superponiendo todas aquellas menudencias cuya pérdida
teme todavía más.

2. ¿Qué es la ilustración?
La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de
servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia
sino de decisión y valor par a servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu
propia razón! : he aquí el lema de la ilustración.
(…)
Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza.
Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la
aventura. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso o más bien abuso, racional de sus dotes naturales, hacen
veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se desprendiera de ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro
para salvar una pequeña zanja, pues no está acostumbrado a los movimientos desembarazados. Por esta razón, pocos son los
que, con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin embargo, con paso firme.
Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable. Porque
siempre se encontrarán algunos que piensen por propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón,
quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del propio
valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo.
(…)
Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese
nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de
razones! El oficial dice: ¡no razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!, ¡a pagar! El
reverendo: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis pero
¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier con una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la
ilustración? ¿Y cuál, por el contrario, estímulo? Contesto: el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo
y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado se podrá limitar a menudo estrictamente, sin que
por ello se retrase en gran medida la marcha de la ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se
puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso privado entiendo el que ese mismo
personaje puede hacer en su calidad de funcionario. Ahora bien; existen muchas empresas de interés público en las que es
necesario cierto automatismo, por cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente
para, mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los fines públicos o, por lo menos,
impedidos en su perturbación. En este caso no cabe razonar, sino que hay que obedecer. Pero en la medida en que esta parte
de la máquina se considera como miembro de un ser común total y hasta de la sociedad cosmopolita de los hombres, por lo

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tanto, en calidad de maestro que se dirige a un público por escrito haciendo uso de su razón, puede razonar sin que por ello
padezcan los negocios en los que le corresponde, en parte, la consideración de miembro pasivo. Por eso, sería muy
perturbador que un oficial que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la pertinencia
o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia que, en calidad de entendido, haga
observaciones sobre las fallas que descubre en el servicio militar y las exponga al juicio de sus lectores. El ciudadano no se
puede negar a contribuir con los impuestos que le corresponden; y hasta una crítica indiscreta de esos impuestos, cuando
tiene que pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podría provocar la resistencia general). Pero ese mismo sujeto
actúa sin perjuicio de su deber de ciudadano si, en calidad de experto, expresa públicamente su pensamiento sobre la
inadecuado o injusticia de las gabelas.
(…)
Un príncipe que no considera indigno de sí declarar que reconoce como un deber no prescribir nada los hombres en
materia de religión y que desea abandonarlos a su libertad, que rechaza, por consiguiente, hasta ese pretencioso sustantivo
de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la posteridad, agradecidos, le encomien como aquel que
rompió el primero, por lo que toca al Gobierno, las ligaduras de la tutela y dejó en libertad a cada uno para que se sirviera de
su propia razón en las cuestiones que atañen a su conciencia. Bajo él, clérigos dignísimos, sin mengua de su deber ministerial,
pueden, en su calidad de doctores, someter libre y públicamente al examen del mundo aquellos juicios y opiniones suyos que
se desvíen, aquí o allá, del credo reconocido; y con mayor razón los que no están limitados por ningún deber de oficio. Este
espíritu de libertad se expande también por fuera, aun en aquellos países donde tiene que luchar con los obstáculos externos
que le levanta un Gobierno que equivoca su misión. Porque este único ejemplo nos aclara cómo en régimen de libertad nada
hay que temer por la tranquilidad pública y la unidad del ser común. Los hombres poco a poco se van desbastando
espontáneamente, siempre que no se trate de mantenerlos, de manera artificial, en estado de rudeza.
He tratado del punto principal de la ilustración, a saber, la emancipación de los hombres de su merecida tutela, en
especial por lo que se refiere a cuestiones de religión; pues en lo que atañe a las ciencias y las artes los que mandan ningún
interés tienen en ejercer tutela sobre sus súbditos y, por otra parte, hay que considerar que esa tutela religiosa es, entre
todas, la más funesta y deshonrosa. Pero el criterio de un jefe de Estado que favorece esta libertad va todavía más lejos y
comprende que tampoco en lo que respecta a la legislación hay peligro porque los súbitos hagan uso público de su razón, y
expongan libremente al mundo sus ideas sobre una mejor disposición de aquella, haciendo una franca crítica de lo existente;
también en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros veneramos.
Pero sólo aquel que, esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un numeroso y disciplinado ejército para
garantizar la tranquilidad publica, puede decir lo que no osaría un Estado libre: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que
queráis pero obedeced! Y aquí tropezamos con un extraño e inesperado curso de las cosas humanas; pues ocurre que, si
contemplamos este curso con amplitud, lo encontramos siempre lleno de paradojas. Un grado mayor de libertad ciudadana
parece que beneficia la libertad espiritual del pueblo pero le fija, al mismo tiempo, límites infranqueables; mientras que un
grado menor le procura el ámbito necesario para que pueda desenvolverse con arreglo a todas sus facultades. Porque ocurre
que cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar, bajo esta dura cáscara, esa semilla que cuida con máxima ternura, a saber,
la inclinación y oficio del libre pensar del hombre, el hecho repercute poco a poco en el sentir del pueblo (con lo cual éste se
va haciendo cada vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los principios del Gobierno, que encuentra ya compatible
dar al hombre, que es algo más que una máquina, un trato digno de él.

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 MICHEL FOUCAULT:

Las palabras y las cosas

Vemos, pues, que este "retorno" del lenguaje no tiene, en nuestra cultura, el valor de una interrupción súbita; no es
en modo alguno el descubrimiento irruptivo de una evidencia desaparecida desde hace tiempo; no es la marca de un repliegue
del pensamiento sobre sí mismo en el movimiento por el cual se libera de todo contenido, ni de un narcisismo de la literatura
que se liberara al fin de lo que tendría que decir, para no hablar más que del hecho de que es lenguaje puesto al desnudo. En
realidad, se trata del despliegue riguroso de la cultura occidental de acuerdo con la necesidad que se dio a sí misma a principios
del siglo XIX. Sería falso ver en este índice general de nuestra experiencia, al que podemos llamar "formalismo", el signo de un
desecamiento, de una rarefacción del pensamiento incapaz de reprehender la plenitud de los contenidos; no sería menos falso
el colocarlo de golpe sobre el horizonte de un nuevo pensamiento y de un nuevo saber. En el interior del dibujo muy cerrado,
muy coherente de la episteme moderna encuentra su posibilidad esta experiencia contemporánea; es ella misma la que, por
su lógica, la ha suscitado, la ha constituido de un cabo a otro y ha hecho imposible que no exista. Lo que pasó en la época de
Ricardo, de Cuvier y de Bopp, esta forma de saber que se instauró con la economía, con la biología y con la filología, el
pensamiento de la finitud que la crítica kantiana prescribiera como tarea de la filosofía, todo esto forma aún el espacio
inmediato de nuestra reflexión. Pensamos en ese lugar.
Y, sin embargo, la impresión de acabamiento y de fin, el sordo sentimiento que implica, anima nuestro pensamiento,
lo adormece quizá con la facilidad de sus promesas y nos hace creer que algo nuevo está en vías de empezar, algo de lo que no
vemos más que un ligero trazo de luz en el bajo horizonte —este sentimiento y esta impresión no están quizá mal fundados.
Se dirá que existen, que no han dejado de formularse siempre de nuevo desde principios del siglo XIX; se dirá que Hölderlin,
Hegel, Feuerbach y Marx tenían ya esta certeza de que en ellos terminaba un pensamiento y, quizá, una cultura y que, desde
el fondo de una distancia que quizá no fuera invencible, se aproximaba otra —en la reserva del alba, en el estallido del mediodía
o en la disensión del día que termina. Pero esta inminencia cercana, peligrosa, de cuya promesa dudamos hoy en día, cuyo
peligro acogemos, no es sin duda del mismo orden. Entonces, lo que este anuncio prescribía al pensamiento era el establecer
una morada estable para el hombre sobre esta tierra de la que los dioses se habían ido o borrado. En nuestros días —y Nietzsche
señala aquí también el punto de inflexión—, lo que se afirma no es tanto la ausencia o la muerte de Dios, sino el fin del hombre
(este desplazamiento mínimo, imperceptible, este retroceso hacia la forma de la identidad que hacen que la finitud del hombre
se haya convertido en su fin); se descubre entonces que la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos: ¿acaso no
es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios, colocando así su lenguaje, su pensamiento, su risa en el espacio del
Dios ya muerto, pero dándose también como aquel que ha matado a Dios y cuya existencia implica la libertad y la decisión de
este asesinato? Así, el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es
él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la muerte de Dios, su asesino está
avocado él mismo a morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan ya el Océano futuro; el hombre va a desaparecer. Más que la
muerte de Dios —o más bien, en el surco de esta muerte y de acuerdo con una profunda correlación con ella—, lo que anuncia
el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino; es el estallido del rostro del hombre en la risa y el retorno de las máscaras;
es la dispersión de la profunda corriente del tiempo por la que se sentía llevado y cuya presión presuponía en el ser mismo de
las cosas; es la identidad del Retorno de lo Mismo y de la dispersión absoluta del hombre. Durante todo el siglo XIX, el fin de la
filosofía y la promesa de una próxima cultura no fueron sin duda sino una sola y única cosa con el pensamiento de la finitud y
la aparición del hombre en el saber; en nuestros días, el hecho de que la filosofía esté siempre y todavía en vías de terminar y
el hecho de que en ella, pero más aún fuera de ella y contra ella, tanto en la literatura como en la reflexión formal, se plantee
la cuestión del lenguaje, prueban sin duda que el hombre está en vías de desaparecer.
La razón es que toda la episteme moderna —la que se formó hacia fines del siglo XVIII y sirve aún de suelo positivo a
nuestro saber, la que constituyó el modo de ser singular del hombre y la posibilidad de conocerlo empíricamente—, toda esta
episteme estaba ligada a la desaparición del Discurso y de su monótono reinado, al deslizamiento del lenguaje hacia el lado de
la objetividad y a su reaparición múltiple. Si ahora este mismo lenguaje surge con una insistencia cada vez mayor en una unidad
que debemos pero que aún no podemos pensar, ¿rio es esto el signo de que toda esta configuración va a oscilar ahora y que
el hombre está en peligro de perecer a medida que brilla más fuertemente el ser del lenguaje en nuestro horizonte? El hombre,
constituido cuando el lenguaje estaba avocado a la dispersión, ¿no se dispersará acaso cuando el lenguaje se recomponga? Y
si esto fuera cierto, ¿no sería un error —un error profundo ya que nos ocultaría lo que se necesita pensar ahora— el interpretar
la experiencia actual como una aplicación de las formas del lenguaje al orden de lo humano? ¿No sería necesario más bien el
renunciar a pensar el hombre o, para ser más rigurosos, pensar lo más de cerca esta desaparición del hombre —y el suelo de
posibilidad de todas las ciencias del hombre— en su correlación con nuestra preocupación por el lenguaje? ¿No sería necesario
admitir que, dado que el lenguaje está de nuevo allí, el hombre ha de volver a esta inexistencia serena en la que lo mantuvo
en otro tiempo la unidad imperiosa del Discurso? El hombre había sido una figura entre dos modos de ser del lenguaje; o por
mejor decir, no se constituyó sino por el tiempo en que el lenguaje, después de haber estado alojado en el interior de la

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representación y como disuelto en ella, se liberó fragmentándose: el hombre ha compuesto su propia figura en los intersticios
de un lenguaje fragmentado. Con certeza, no son éstas afirmaciones, cuando más son cuestiones a las que no es posible
responder; es necesario dejarlas en suspenso allí donde se plantean, sabiendo tan sólo que la posibilidad de plantearlas se abre
sin duda a un pensamiento futuro.
En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya
planteado el saber humano. Al tomar una cronología relativamente breve y un corte geográfico restringido —la cultura europea
a partir del siglo XVI— puede estarse seguro de que el hombre es una invención reciente. El saber no ha rondado durante largo
tiempo y oscuramente en torno a él y a sus secretos. De hecho, entre todas las mutaciones que han afectado al saber de las
cosas y de su orden, el saber de las identidades, las diferencias, los caracteres, los equivalentes, las palabras —en breve, en
medio de todos los episodios de esta profunda historia de lo Mismo— una sola, la que se inició hace un siglo y medio y que
quizá está en vías de cerrarse, dejó aparecer la figura del hombre. Y no se trató de la liberación de una vieja inquietud, del paso
a la conciencia luminosa de una preocupación milenaria, del acceso a la objetividad de lo que desde hacía mucho tiempo
permanecía preso en las creencias o en las filosofías: fue el efecto de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber.
El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá
también su próximo fin. Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya
posibilidad podemos cuando mucho presentir, pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo,
a fines del siglo XVIII el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los
límites del mar un rostro de arena.

9
 PETER SLOTERDIJK:

Reglas para el parque humano [1]


Los libros, dijo una vez el poeta Jean Paul, son voluminosas cartas a los amigos. Con esta frase llamó él por su nombre
de modo refinado y elegante a lo que es la esencia y función del Humanismo: una telecomunicación fundadora de amistad por
medio de la escritura. Lo que se llama 'humanitas' desde los días de Cicerón, pertenece en sentido tanto estricto como amplio
a las consecuencias de la alfabetización. Desde que existe la filosofía como género literario, recluta ella a sus adeptos por este
medio, escribiendo de modo contagioso sobre el amor y la amistad. No se trata sólo de un discurso sobre el amor a la sabiduría,
sino también de conmover a otros y moverlos a este amor. Que pueda en todo caso la filosofía escrita, tras sus comienzos hace
dos mil quinientos años, mantenerse en estado virulento todavía hoy, lo debe sin duda a los resultados de su capacidad para
hacer amigos a través del texto. Se sigue escribiendo como una cadena de la suerte a través de las generaciones, y quizás a
despecho de todos los errores en las copias –o aun, quizás, gracias incluso a tales errores– arrastró a copistas e intérpretes con
su encanto amigable. La articulación más importante en esta cadena epistolar fue sin duda la recepción del envío griego por
parte de los romanos, pues sólo la apropiación romana abrió el texto griego al Imperio y, tras la caída de la mitad occidental,
lo hizo accesible al menos indirectamente para las culturas europeas posteriores. Por cierto, que los autores griegos se habrían
asombrado de los amigos que un día se presentarían ante ellos a vuelta de correo, con su carta en la mano. Forma parte de las
reglas de juego de la cultura letrada que el remitente no pueda prever quién será su destinatario efectivo. Y sin embargo, no
por eso se lanzan menos los autores a la aventura de poner sus cartas en camino de amigos no identificados. Sin la inscripción
de la filosofía sobre rollos escritos transportables, nunca habría podido ser expedida la correspondencia que damos en llamar
tradición; pero sin los profesores griegos, que los romanos se dieron a sí mismos como asistencia para descifrar las cartas
llegadas de Grecia, tampoco habrían sido en modo alguno capaces esos romanos de encariñarse con los remitentes de tales
escritos. La amistad a distancia necesita de ambos, las cartas mismas, y sus carteros e intérpretes. Si, por el contrario, no
hubiese tenido lugar esa disposición de los lectores romanos a aficionarse con los envíos a distancia de los griegos, habrían
faltado destinatarios, y si los romanos no hubieran entrado en juego con su receptividad sobresaliente, las comunicaciones
griegas no habrían alcanzado nunca el espacio europeo occidental, ese espacio todavía hoy habitado por los propulsores del
humanismo. No existiría el fenómeno "Humanismo", ni una forma respetable de discursos filosóficos latinos, ni mucho menos
las tardías culturas filosóficas en idiomas nacionales. Si hoy podemos hablar aquí en idioma alemán sobre las cosas humanas,
esta posibilidad es debida no en último término a aquella disposición de los romanos a leer los escritos de los maestros griegos
como si fueran cartas dirigidas a sus amigos en Italia.
Si se tienen en cuenta las consecuencias epocales de la correspondencia greco-romana, se vuelve evidente que se
explican éstas en gran medida con la escritura, envío y recepción de material escrito filosófico. Claramente, el remitente de
este género de cartas amistosas echa sus escritos al mundo sin conocer a los destinatarios, o en caso de conocerlos, comprende
de todos modos que el envío epistolar pasa por encima de éstos y está en condiciones de provocar una cantidad indeterminada
de amistades con lectores anónimos, a menudo no nacidos aún. Desde un punto de vista erótológico, la amistad hipotética de
los escritores librescos y epistolares con el destinatario de sus envíos representa un caso de amor a la distancia. y esto
decididamente en el sentido de Nietzsche, quien sabía que la escritura es el poder de transformar el amor al prójimo en vida
desconocida, lejana, por venir. La escritura no sólo efectúa un arco telecomunicativo entre amigos probados, que para la época
del envío viven a distancia espacial el uno del otro, sino que pone en marcha una operación hacia lo improbable, lanza una
seducción a la lejanía –una actio in distans, por decirlo en el idioma de la antigua magia europea–, con el objetivo de
comprometer como tal al amigo desconocido, y moverlo al ingreso en el círculo de amistades. El lector que se expone a la carta
voluminosa puede, efectivamente, entender al libro como una carta de invitación, y dejándose entusiasmar por la lectura
incorporarse al círculo de los interpelados para acusar allí recibo de la carta.
Se podría entonces retrotraer el fantasma comunitario que subyace a todo humanismo al modelo de una sociedad
literaria, sociedad en la que los participantes descubren por medio de lecturas canónicas su común amor hacia remitentes
inspirados. En el corazón del humanismo entendido de este modo descubrimos una fantasía de secta o club, el sueño de fatal
solidaridad de aquellos que han sido elegidos para poder leer. Para el viejo mundo, es decir hasta las vísperas de los Estados
nacionales modernos, la capacidad de leer significaba de hecho algo así como la entrada en una élite rodeada de misterio. El
conocimiento de la gramática era tenido antaño en muchos lugares como cosa de nigromancia: de hecho, ya en el inglés
medieval la palabra grammar había dado lugar al glamour[2]: al que sabe leer y escribir, le resulta fácil lo imposible. Los
humanizados no son por el momento más que la secta de alfabetizados, que como muchas otras sectas dan a luz un proyecto
expansionista y universalista. Donde el alfabetismo se vuelve fantástico y arrogante, allí surge la mística gramática o literal, la
Cábala, que prolifera a partir de ese momento, queriendo volver inteligible la ortografía del Autor del Mundo [3]. Allí, en cambio,
donde el humanismo se vuelve pragmático y programático, como en las ideologías de los estudios clásicos asociadas a los
Estados nacionales en los siglos XIX y XX, el modelo de sociedad literaria amplía su alcance, convirtiéndose en norma de la
sociedad política. De ahí en adelante los pueblos se organizan como ligas alfabetizadas de amistad compulsiva, conjuradas en

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torno a un canon de lectura asociado en cada caso con un espacio nacional. Además de los autores pan-europeos antiguos se
movilizan ahora también para esto clásicos modernos y nacionales, cuyas cartas al público son ensalzadas y convertidas en
motivos eficientes de la creación nacional por parte del mercado de libros y las casas de altos estudios. ¿Qué son las naciones
modernas sino poderosas ficciones de públicos letrados, convertidos a partir de los mismos escritos en armónicas alianzas de
amistad? La instrucción militar obligatoria para los varones y la lectura obligatoria de los clásicos para jóvenes de ambos sexos
caracterizan a la burguesía clásica, definen a aquella época de humanitarismo armado y erudito, hacia el que vuelven la mirada
hoy conservadores de viejo y nuevo cuño, nostálgicos e inermes a la vez, y absolutamente incapaces de llegar a una
comprensión teórica del sentido de un canon de lectura Para darse una idea clara de este fenómeno, basta con recordar el
resultado lastimoso de un debate nacional llevado adelante en Alemania –debate inducido sobre todo por los jóvenes– sobre
la supuesta necesidad de un nuevo canon literario.
Estos humanismos nacionales de lectura gozosa tuvieron verdaderamente su apogeo entre 1789 y 1945; en su centro
residía, consciente de su poder y autosatisfecha, la casta de antiguos y nuevos filólogos, que se sabían responsables de la
mision de iniciar a los recién llegados en el círculo de los destinatarios de cartas decisivas y voluminosas. El poder del maestro
en esos tiempos, y el papel clave de los filólogos, tenían ambos su base en un conocimiento privilegiado de los autores en
cuestión, aquellos que pasaban por remitentes de los escritos fundadores de la comunidad. Según ellos, en esencia, el
Humanismo burgués no era otra cosa que la facultad de imponer a los jóvenes la lectura de los clásicos y de establecer la
validez universal de las lecturas nacionales[4]. De tal modo que las naciones burguesas eran hasta cierto grado ellas mismas
productos literarios y postales: ficciones de un destino de amistad con compatriotas remotos y una afinidad empática entre
lectores de los mismos inspirados autores de propiedad común.
Si esta época parece hoy irremisiblemente periclitada, no es porque seres humanos de un humor decadente no se
sientan ya inclinados a seguir cumpliendo su tarea literaria nacional; la época del Humanismo nacional-burgués llegó a su fin
porque el arte de escribir cartas inspiradoras de amor a una nación de amigos, aun cuando adquirió un carácter profesional,
no fue ya suficiente para anudar un vínculo telecomunicativo entre los habitantes de la moderna sociedad de masas. Por el
establecimiento mediático de la cultura de masas en el Primer Mundo en 1918 con la radio, y tras 1945 con la televisión, y aún
más por medio de las revoluciones de redes actuales, la coexistencia de las personas en las sociedades del presente se ha
vuelto a establecer sobre nuevas bases. Y no hay que hacer un gran esfuerzo para ver que estas bases son decididamente post-
literarias, post- epistolográficas y, consecuentemente, post-humanísticas. Si alguien considera que el sufijo 'post-' es
demasiado dramático, siempre podemos reemplazarlo por el adverbio 'marginalmente', con lo que nuestra tesis quedaría
formulada así: las síntesis políticas y culturales de las modernas sociedades de masas pueden ser producidas hoy sólo
marginalmente a través de medios literarios, epistolares, humanísticos. En modo alguno quiere esto decir que la literatura
haya llegado a su fin, sino en todo caso que se ha diferenciado como una subcultura sui generis, y que ya han pasado los días
de su sobrevaloración como portadora de los genios nacionales. La síntesis nacional ya no pasa predominantemente –ni
siquiera en apariencia– por libros o cartas. Los nuevos medios de la telecomunicación político-cultural, que tomaron la
delantera en el intervalo, son los que acorralaron al esquema de la amistad escrituraria y lo llevaron a sus modestas
dimensiones actuales. La era del humanismo moderno como modelo escolar y educativo ya ha pasado porque se ha vuelto
insostenible la ilusión de que masivas estructuras políticas y económicas pueden ser ya organizadas siguiendo el modelo
amigable de la sociedad literaria.
Este desengaño que, a más tardar desde de la Primera Guerra Mundial, persiste como notificación para los
intelectuales que todavía continúan la tradición humanista, tiene a su vez una historia propia y dilatada, marcada por crisis y
contorsiones. Pues precisamente hacia el estridente fin de la era nacional-humanista, en los años de oscuridad sin precedentes
que siguieron a 1945, el modelo humanista iba a vivir todavía un florecimiento tardío; fue éste un renacimiento organizado y
reflexivo, que sirve todavía como modelo para las pequeñas reanimaciones del humanismo actuales. Aun si no fuera el
trasfondo tan oscuro, se debería hablar aquí de una divagación y un porfiado autoengaño. En el ambiente fundamentalista de
los años posteriores a 1945, por motivos comprensibles, para muchas personas no era suficiente volver de los horrores de la
guerra a una sociedad que se presentaba a sí misma de nuevo como un público pacificado de lecto-amigos, como si una
juventud goetheana bastara para hacer olvidar a la juventud hitleriana. A muchos entonces les pareció oportuno volver a
colocar junto a las lecturas latinas también las otras, las bíblicas lecturas básicas de los europeos, y sentar los fundamentos del
ya rebautizado Occidente en el humanismo cristiano. Este neohumanismo de mirada vacilante entre Weimar y Roma era el
sueño de la salvación del alma europea por medio de una bibliofilia radicalizada, una exaltación melancólico-esperanzada del
poder civilizatorio, humanizador, de las lecturas clásicas, a condición de que por un instante nos tomemos la libertad de
concebir codo con codo a Cicerón y a Cristo como clásicos.
En tales humanismos de posguerra, por ilusorios que hayan sido sus orígenes, se revela siempre un motivo sin el cual
sería imposible comprender la tendencia humanista como un todo, ya sea en los días de los romanos como en la era moderna
de los Estados nacionales burgueses: el Humanismo como palabra y cosa tiene siempre un opuesto, pues es un compromiso
en pos del rescate de los seres humanos de la Barbarie. Es fácil de entender que precisamente aquellas épocas que han hecho
sus principales experiencias a partir de un potencial de barbarie liberado excesivamente en las relaciones interhumanas, sean
asimismo aquellas en las que el llamado al Humanismo suele sonar más alto y perentorio. Quien hoy se pregunta por el futuro

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del humanitarismo y de los medios de humanización, quiere saber en el fondo si quedan esperanzas de dominar las tendencias
actuales que apuntan a la caída en el salvajismo [Verwilderung] del hombre. Y aquí hay que tomar en consideración el hecho
inquietante de que el salvajismo, hoy como siempre, suele aparecer precisamente en los momentos de mayor despliegue de
poder, ya sea como tosquedad directamente guerrera e imperial, o como bestialización cotidiana de los seres humanos en los
medios de entretenimiento desinhibitorio. De ambos tipos suministraron los romanos modelos que perdurarían en la Europa
posterior: del uno con su omnipresente militarismo, del otro por medio de su premonitoria industria del entretenimiento
basada en el juego sangriento. El tema latente del humanismo es entonces el rescate del ser humano del salvajismo, y su tesis
latente dice: La lectura correcta domestica.
El fenómeno humanista gana atención hoy sobre todo porque recuerda –aun de modo velado y confuso– que en la
alta cultura, los seres humanos son cautivados constantemente y al mismo tiempo por dos fuerzas formativas, que por afán
simplificador llamaremos aquí influjos inhibitorio y desinhibitorio. El convencimiento de que los seres humanos son «animales
bajo influjo» pertenece al credo del humanismo, así como el de que consecuentemente es imprescindible llegar a descubrir el
modo correcto de influir sobre ellos. La etiqueta Humanismo recuerda –con falsa inocencia– la perpetua batalla en torno al
hombre, que se ratifica como una lucha entre las tendencias bestializantes y las domesticadoras.
Hacia la época de Cicerón ambos influjos son todavía poderes fáciles de identificar, pues cada uno posee su propio
medio característico. En lo que toca a los influjos de bestialización, los romanos tenían establecida, con sus anfiteatros, sus
cacerías, sus juegos y luchas mortales, los espectáculos de sus ejecuciones, la red mass-mediática más exitosa de todo el orbe.
En estadios rugientes en torno al mar Mediterráneo surgió a sus expensas el desatado ‘homo inhumanus’ como pocas veces
se había visto antes y raramente se vería después[5]. Durante el Imperio, la provisión de fascinaciones bestiales para las masas
romanas se convirtió en una técnica de dominio indispensable y rutinaria, que se ha mantenido en la memoria hasta el día de
hoy gracias a la fórmula juvenaliana del «pan y circo». Sólo se puede entender el humanismo antiguo si se lo concibe como
toma de partido en un conflicto mediático, es decir, como resistencia de los libros contra el anfiteatro, y como oposición de las
lecturas humanizadoras, proclives a la resignación, instauradoras de la memoria, contra la resaca de ebriedad y sensaciones
deshumanizadoras, arrebatadas de impaciencia, de los estadios. Lo que los romanos educados llamaban ‘humanitas’, sería
impensable sin la demanda de abstinencia de la cultura de masas en los teatros de la ferocidad. Si el humanista se extravía
alguna vez entre la multitud bramante, es sólo para constatar que también él es un hombre y como tal puede también él ser
contaminado por esa tendencia a la bestialidad. Luego vuelve del teatro a su casa, avergonzado por su involuntaria
participación en sensaciones infecciosas, y de pronto se ve obligado a aceptar que nada de lo humano le es ajeno. Pero con
ello también queda dicho que la naturaleza humana consiste en elegir los medios domesticadores para el desarrollo de la
propia naturaleza, y renunciar a los desinhibidores. El sentido de esta elección de medios reside en perder la costumbre de la
propia bestialidad posible, y poner distancia entre sí y la escalada deshumanizadora de la rugiente jauría del espectáculo.
Estas indicaciones dejan en claro que con la pregunta-por-el-humanismo se alude a algo más que a la conjetura
bucólica de que el acto de leer educa. Se halla en juego aquí nada menos que una antropodicea, es decir, una definición del
ser humano de cara a su franqueza biológica, y a su ambivalencia moral. Pero por sobre todo, esta pregunta sobre cómo podrá
entonces el ser humano convertirse en un ser humano real o verdadero, será formulada a partir de ahora de modo ineludible
como una pregunta por los medios, entendiendo por éstos a los medios comulgales y comunicativos, por intermedio de los
cuales las personas humanas mismas se orientan y forman hacia lo que pueden ser y llegan a ser.
(…)
Por debajo del luminoso horizonte de la escolar domesticación humana, Nietzsche – que ha leído con similar atención
a Darwin y a San Pablo– cree descubrir un horizonte más sombrío. Barrunta el espacio en que comenzarán pronto inevitables
luchas por los derechos de la crianza humana, y en este espacio se muestra el otro rostro, el rostro velado del claro. Cuando
Zaratustra cruza la ciudad en la que todo se ha vuelto pequeño, descubre el resultado de una política de buena crianza hasta
entonces exitosa e incuestionada: le parece que, con la ayuda de una unión destinada de ética y genética, los hombres se las
han arreglado para criarse en su pequeñez. Ellos mismos se han sometido a la domesticación, y han hecho una elección de
buena crianza poniéndose en camino hacia una sociabilidad de animales domésticos. De este reconocimiento surge la propia
crítica zaratustriana del humanismo como rechazo de la falsa inocencia con que se envuelve el buen hombre moderno. No es
de hecho nada inocente que los hombres críen a los hombres en el sentido de la inocencia. La sospecha de Nietzsche contra
toda cultura humanística irrumpe para revelar el secreto de la domesticación de la humanidad. Quiere nombrar por su nombre
a los hasta hoy detentadores del monopolio de la crianza –el sacerdote y el maestro, que se presentan a sí mismos como
amigos del hombre–, revelar su función silenciosa, y desencadenar una lucha, nueva en la historia mundial, entre diversos
programas de crianza y diversos educadores.
Este es el conflicto básico que Nietzsche postula para el futuro: la lucha entre los pequeños criadores y los grandes
criadores del hombre –se podría también decir, entre humanistas y superhumanistas, amigos del hombre, y amigos del
superhombre. El emblema del superhombre no representa en las reflexiones de Nietzsche el sueño de una rápida desinhibición
o una evasión en lo bestial, como imaginaron los malos lectores con botas de los años '30. Tampoco encierra dicha expresión
la idea de una regresión del hombre al estado anterior a las épocas del animal doméstico o el animal de iglesia. Cuando
Nietzsche habla de superhombre, es para referirse a una época muy por encima del presente [6]. Él nos da la medida de procesos

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milenarios anteriores, en los que, gracias a un íntimo entramado de crianza, domesticación y educación, se consumó la
producción humana, en un movimiento que por cierto supo hacerse profundamente invisible y que ocultó el proyecto de
domesticación que tenía como objeto bajo la máscara de la escuela.
Con estas insinuaciones –y en este dominio no es lícito ni aun posible más que el insinuar– jalona Nietzsche un
territorio gigantesco, sobre el que deberá consumarse el destino del hombre del futuro, sin importar si recursos al concepto
de superhombre jugarán en ello un papel o no. Es posible incluso que Zaratustra haya sido la máscara de una histeria
filosofante, cuyos efectos infecciosos se han disipado hoy, y quizás para siempre. Pero, en cuanto al discurso sobre la diferencia
y el entramado de domesticación y cría, o en resumen, los indicios del ocaso de una conciencia de la producción humana, o
dicho más generalmente, de las antropotécnicas: son éstos procesos de los que el pensamiento presente no puede apartar la
mirada; sería entonces como si quisiera dedicarse de nuevo a la candidez. Verosímilmente, fue Nietzsche el que tendió el arco,
con su sugerencia de que la domesticación del hombre era la obra premeditada de una liga de disciplinantes, esto es, un
proyecto del instinto paulino, clerical, instinto que olfatea en todo lo que en el hombre pudiera resultar autónomo o soberano,
y aplica sobre ello sin tardanza sus instrumentos de supresión y mutilación. Éste era por cierto un pensamiento híbrido, en
primer lugar porque concebía el proceso disciplinante demasiado a corto plazo, como si bastaran algunas pocas generaciones
de dominio sacerdotal para hacer de los lobos, perros, y convertir a los hombres primitivos en profesores de Basilea [7]; pero es
aun más híbrido porque supone un culpable deliberado allí donde se debería contar más bien con una cría sin criador, o en
otros términos, con una deriva biocultural a-subjetiva. Igualmente, tras previa deducción del momento exagerado, malicioso-
anticlerical, nos queda todavía en la idea de Nietzsche un núcleo suficientemente duro como para provocar una reflexión
posterior sobre la humanidad que vaya más allá de la inocencia humanista.
Que la domesticación de los hombres es lo impensado más grande, aquello de lo que el humanismo desvió los ojos
desde la Antigüedad hasta el presente... con comprender esto basta para encontrarse de pronto en aguas profundas. Allí donde
ya no podemos hacer pie, nos rebasa la evidencia de que en ninguna época pueden bastar la domesticación educativa y la
conciliación de los hombres por medio de la letra. La práctica de leer [Lesen] fue por cierto un poder de primer orden en la
formación del hombre, y lo sigue siendo, en dimensiones modestas, todavía hoy; en cambio, la lectura selectiva y exhaustiva
[Auslesen] –se lo ha constatado siempre– era en este juego como el poder detrás del poder. Lecciones y selecciones tienen
más que ver una con la otra de lo que algunos historiadores de la cultura querían y eran capaces de pensar, y si también a
nosotros nos parece imposible por el momento reconstruir la conexión entre unas y otras de modo lo suficientemente preciso,
ello justamente induce la poco complaciente sospecha de que tanto más dicha conexión, como tal, posee una realidad propia.
Hasta la llegada del corto período en que se produjo la alfabetización general, la cultura escrituraria misma mostró
agudos efectos selectivos. Hendió profundamente a las sociedades de sus dueños, y abrió una grieta entre literatos y hombres
iletrados, cuya infranqueabilidad casi alcanzó la rigidez de una diferencia específica. Si se quisiera todavía, a pesar de las
protestas de Heidegger, hablar otra vez de modo antropológico, se podría definir a los hombres de tiempos históricos como
animales, de los cuales unos saben leer y escribir, y otros no. De aquí en adelante hay sólo un paso –aunque de enormes
consecuencias– hasta la tesis de que los hombres son animales, de los cuales unos crían y disciplinan a sus semejantes, mientras
que los otros son criados: un pensamiento que desde las reflexiones platónicas sobre la educación y el Estado, ya pertenece al
folklore pastoral de los europeos. Algo de aquí recuerda la frase de Nietzsche citada más arriba, de que entre los que viven en
las casas pequeñas son pocos los que quieren, mientras que la mayoría sólo son queridos. Ahora bien, ser querido,
significa existir meramente como objeto, no como sujeto de selección.
Es la marca característica de la era técnica y antropotécnica que cada vez más pasen al lado activo o subjetivo de la
selección, aun sin tener que ser arrastrados al papel de selector de un modo voluntario. Respecto a esto hay que dejar algo en
claro: hay un malestar en el poder de elección, y pronto constituirá una opción a favor de la inocencia el hecho de que los
hombres se rehúsen explícitamente a ejercitar el poder de selección que han alcanzado de modo fáctico[8]. Pero cuando en un
campo se desarrollan positivamente poderes científicos, hacen los hombres una pobre figura en caso de que, como en épocas
de una temprana impotencia, quieran colocar una fuerza superior en su lugar, ya fuese el dios, o la casualidad, o los otros.
Dado que los rechazos o renuncias suelen naufragar por su propia esterilidad, ocurrirá con seguridad en el futuro que el juego
se encarará activamente y se formulará un código de las antropotécnicas. Por su efecto retrospectivo, un código tal cambiaría
también el significado del humanismo clásico, pues con él se publicaría y registraría que la humanitas no sólo implica la amistad
del hombre con el hombre, sino también –y de modo crecientemente explícito– que el ser humano representa el más alto
poder para el ser humano.
Algo de todo esto tenía Nietzsche presente cuando, respecto de sus efectos a distancia, osaba calificarse a sí mismo
como una force majeure. Bien podemos pasar por alto el escándalo que produjeron en el mundo estas declaraciones, pues es
todavía temprano, en término de siglos, o quizás aun de milenios, para juzgar tales pretensiones.
¿Quién tiene aliento suficiente como para representarse una era del mundo en que Nietzsche fuera tan histórico como
lo era Platón para él? Bastaría, para que aclarara, con que los próximos lapsos fueran para la humanidad períodos de decisión
en términos de política de la especie. En ellos se mostrará si la humanidad o sus fracciones culturales dominantes lograrán
producir procedimientos al menos efectivos de autodisciplina.

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También en la cultura presente se lleva a cabo la lucha entre los impulsos domesticadores y bestializantes y sus medios
correspondientes. Por cierto que mayores avances de la domesticación serían otras tantas sorpresas de cara a un proceso de
civilización en que se ha puesto en marcha una inusitada y al parecer incontenible oleada desinhibitoria [9]. Si el desarrollo a
largo plazo llevará también a una reforma de las propiedades de la especie, si una antropotecnología venidera ha de avanzar
hasta un planeamiento explícito de los caracteres, o si llegará la humanidad como especie a una inversión del fatalismo del
nacimiento que lleve al alumbramiento opcional y la selección prenatal, son todas estas preguntas que, como siempre vaga e
inseguramente, el horizonte de la evolución comienza a alumbrar ante nosotros.
Entre los caracteres definitorios de la ‘humanitas’, está el de ubicarse ante problemas que son una carga abrumadora
para los propios hombres, sin que éstos puedan empero proponerse dejarlos a un lado a causa de su mismo peso. Esta
provocación de la esencia humana por parte de lo ineludible, que es al mismo tiempo lo indoblegable, ya ha dejado tras de sí
una huella imborrable en los comienzos de la filosofía europea. o incluso, tal vez sea la misma filosofía esa huella en el sentido
más amplio. Después de todo lo dicho, quizás ya no sea demasiado sorprendente el que esta huella se manifieste
principalmente como un discurso sobre la custodia y la crianza humanas. En su diálogo Politikos –cuyo título gustan traducir
como "El Político" [Der Staatsmann]–, presentó Platón la Carta Magna de una politología pastoral europea. Este escrito no sólo
es significativo por mostrar, más claramente que en ningún otro lado, lo que los antiguos entendieron realmente por 'pensar'
–la conquista de la verdad por medio de la cuidadosa división o recorte de la multiplicidad de conceptos y cosas–; su
inconmensurable ubicación en la historia del pensamiento sobre el hombre radica sobre todo en que es conducido al mismo
tiempo como un discurso práctico sobre la cría (y no casualmente con la participación de un elenco atípico en Platón: un
Extranjero y un joven Sócrates, como si los atenienses corrientes no fueran por el momento admitidos en charlas de ese tipo);
de qué manera también, entonces, cuando de ello se trata, seleccionar [selegieren] un estadista como no los hay en Atenas, y
criar un pueblo para ese Estado como no se podía encontrar todavía en ninguna ciudad empírica. Este Extranjero, y su
oponente, el joven Sócrates, se dedican al insidioso intento de colocar la política o arte pastoril de la ciudad venidera bajo
reglas transparentes y racionales.
Con este proyecto, Platón da testimonio de una agitación intelectual en el Parque Humano que ya no podrá nunca
aquietarse del todo. Desde que el Politikos, desde que la Politeia son discursos que, en el mundo, hablan de la comunidad de
los hombres como si se tratara de un parque zoológico que fuera a la vez un parque temático, la conducta de los hombres en
parques o ciudades deberá aparecer, en adelante, como un problema zoo- político. Lo que se presenta como una reflexión
sobre política, es en realidad una reflexión fundamental sobre las reglas de manejo de un Parque Humano. Si hay una dignidad
de los hombres, que merezca en sentido filosófico ser traída al lenguaje, será sobre todo porque los hombres no son
simplemente mantenidos en parques temáticos políticos, sino porque son ellos los que se mantienen allí por sí mismos. Los
hombres son seres que se curan, guardan de sí mismos, que generan, vivan donde vivan, un espacio parquizado en torno a sí
mismos. En parques urbanos, parques nacionales, parques cantonales, parques ecológicos, en todos lados deben los hombres
formarse una opinión sobre cómo debe ser regulada su conducta consigo mismos.
Ahora bien, en lo que toca al zoo platónico y su nueva organización, todo en él se juega en el hecho de saber si la
diferencia que existe entre la población y la dirección es una diferencia sólo de grado, o bien una diferencia específica.
Suponiendo lo primero, la distancia entre los pastores de hombres y sus protegidos sería sólo accidental y pragmática: se podría
conceder al rebaño en este caso la elección periódica de sus pastores. Pero en caso de que entre líderes y habitantes zoológicos
hubiera una diferencia específica, se diferenciarían unos de otros de manera tan fundamental que no sería prudente una
dirección electiva, sino sólo una dirección de la inteligencia. Sólo los falsos directores zoológicos, los pseudoestadistas, y
políticos sofistas harían campaña en su favor con el argumento de ser del mismo tenor que el rebaño, mientras que el
verdadero criador señalaría la diferencia y daría a entender discretamente que, con su conocimiento, se halla más cerca de los
dioses que los confusos seres vivientes de los que cuida.
El sentido peligroso de Platón para los temas peligrosos encuentra el punto ciego de toda pedagogía y política de la
alta cultura: la desigualdad efectiva de los hombres ante el conocimiento da lugar al poder. Bajo la forma lógica de un ejercicio
grotesco de la definición, el diálogo del Político desarrolla el preámbulo de una antropotécnica política; en él se juega no ya la
guía domesticadora de un rebaño ya domesticado, sino la renovada cría sistemática de ejemplares humanos en estado casi
original. El ejercicio comienza de manera tan cómica, que incluso su final, ya en modo alguno cómico, también podría
fácilmente desvanecerse entre risas. ¿Qué es más grotesco que una definición del arte del Estado como una disciplina que
tuviera que ver con el andar a pie de los seres que viven en rebaño? Pues sabe Dios que los conductores de hombres no ejercen
la cría de animales acuáticos, sino de animales que andan sobre la tierra. Entre éstos hay que separar a los alados de los no
alados y caminantes si se quiere llegar a las poblaciones humanas, que carecen como es sabido de alas y plumas. Entonces
continúa diciendo el Extranjero que este mismo pueblo pedestre bajo el dominio de la naturaleza, de nuevo se divide
claramente en dos grupos: "unos, descornados, los otros, con cuernos". Esto, un interlocutor dócil no deja que se lo digan dos
veces. A ambos grupos corresponden igualmente dos tipos de arte pastoril: pastores para rebaños de animales con cuernos, y
pastores para rebaños que carecen de ellos. Sería así evidente que sólo se encontrará al verdadero conductor de los grupos
humanos eliminando a los pastores de los animales con cuernos. Pues si se quisiera custodiar a los hombres con pastores de
animales con cuernos, qué más se podría esperar que abusos por parte de los ineptos y aptos en apariencia. Por consiguiente,

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los buenos reyes o basileioi, dice el Extranjero, apacientan un rebaño sin cuernos (265d). Pero esto no es todo: deben además
encarar la tarea de cuidar a seres vivientes sin mezcla, es decir, criaturas que no copulen fuera de su especie, como suelen
hacer a veces caballos y burros. Deberán entonces velar por la endogamia, y buscar medios para impedir el mestizaje. Si
agregamos a estos implumes, descornados, endógamos, por último, el carácter bípedo, quedaría seleccionado el arte de la
custodia aplicada a bípedos implumes sin cuernos, surgidos de apareamientos sin mezcla, como el arte verdadero,
contrapuesto a toda otra competencia. Este arte de la custodia providencial, deberá ser dividido otra vez en tiránico-forzado y
libre. Si eliminamos esta vez la forma tiránica como falsa y engañosa, lo que queda será el arte estatal auténtico, definido como
"el libre cuidado de los rebaños... sobre seres vivientes libres" (276e)[10].
Hasta tal punto entendió Platón presentar su doctrina del arte del estadista bajo imágenes de pastores y rebaños, y
de docenas de espejismos de este arte, eligió él la única imagen verdadera, la idea legítima de la cosa que estaba en tela de
juicio. Ahora sin embargo, cuando la definición parece perfecta, el diálogo salta hacia otra metáfora, y esto no ocurre –como
veremos más adelante– para renunciar a lo ya obtenido, sino para abordar la parte más difícil de la crianza humana, el control
doméstico de la reproducción, de un modo tanto más enérgico, y desde un punto de vista sesgado. Aquí tiene lugar el célebre
símil weberiano del estadista. El auténtico y verdadero fundamento del arte real no se encuentra de este modo, según Platón,
en el parecer de los conciudadanos, que dirigen o educan a voluntad su confianza hacia el político; y no radica tampoco en
privilegios hereditarios o nuevas pretensiones. El señor platónico encuentra la razón de su dominio sólo en su real saber
doméstico, es decir, en un experto saber del tipo más raro y cuidadoso. Aquí surge el fantasma de una realeza experta, cuyos
títulos se fundaran en el conocimiento de la mejor manera de seleccionar y cruzar a los hombres, sin que esto cause perjuicio
alguno a su libre voluntad. La antropotécnica real exige entonces del estadista que entienda cómo entrelazar entre sí para el
Estado, y del modo más efectivo, las propiedades propicias de personas dóciles por libre voluntad, de modo que, bajo su
dirección, alcance el Parque Humano una homeostasis óptima. Esto ocurre cuando ambos óptimos relativos del género
humano, la osadía guerrera, por un lado, y la sensatez filosófico-humana, por el otro, llegan a entramarse equilibradamente
en el tejido del Estado.
Pero como ambas virtudes en su unilateralidad pueden ocasionar respectivamente corrupciones específicas –la
primera el deseo de guerra militarista y sus consecuencias devastadoras para la patria; la segunda, el aislacionismo intelectual,
que puede ser tan indolente y apartado de los asuntos del Estado que conduzca sin advertirlo a la esclavitud del país–, por ello
debe el estadista escardar las naturalezas impropias, antes de poder tejer el Estado con aquellas que son adecuadas. Sólo con
las restantes naturalezas nobles y libres se puede crear el buen Estado –con lo cual, los osados cumplen el papel de los hilos
más gruesos, los sensatos el del “hilado más rico, delicado y entrelazado”, en palabras de Schleiermacher. De modo algo
anacrónico, digamos que estos últimos surgen en el ámbito cultural.
Diremos entonces que este tejido sería la obra consumada de la acción política, cuando, tomando los dos caracteres
humanos de la osadía y la sensatez, la ciencia real une ambas vidas por medio de la concordia y la amistad en una unidad
común, y realizando así el tejido más magnífico y excelente de todos, envuelve a todos los habitantes de la ciudad, libres o
esclavos, en su trama...” [311b, c]
Al lector moderno –cuya mirada retrospectiva se topa con los gimnasios humanistas de la burguesía y con la eugenesia
fascista, así como descubre, hacia adelante, barruntos de biotecnología–, le resulta difícil reconocer el carácter explosivo de
estos pensamientos. Lo que Platón pone en boca de su Extranjero, es el programa de una sociedad humanista, que se encarna
en un único humanista absoluto, el amo real de la ciencia pastoril. La tarea de este superhumanista no sería otra que la
planificación de las propiedades de una élite, que deberá ser desarrollada de por sí, y por amor a la totalidad.
Queda por considerar una complicación: el pastor platónico sólo es un verdadero pastor cuando encarna la imagen
terrenal del único y original Pastor verdadero... Del Dios que en el tiempo primordial, bajo el dominio de Cronos, cuidó de los
hombres. No hay que olvidar que también sólo en Platón se pone en cuestión el Dios como custodio y criador original del ser
humano. Ahora, sin embargo, tras el gran trastorno (metabolé), por el cual, bajo el gobierno de Zeus, los dioses se retrajeron,
y dejaron a los hombres el cuidado de velar por sí mismos, queda como más digno custodio y criador el sabio, con el cual se
hace más vivo el recuerdo de la contemplación celeste del Bien. Sin la imagen rectora del sabio, el cuidado de los hombres por
los hombres no es más que una pasión estéril.
Dos mil quinientos años después de la obra platónica, parece ahora como si no sólo los dioses, sino también los sabios
se hubieran retraído, y nos hubieran dejado del todo solos con nuestra falta de sabiduría y nuestros conocimientos a medias.
Lo que nos queda en lugar del sabio, son sus escritos con su áspero brillo y su creciente oscuridad; todavía se presentan en
ediciones más o menos accesibles, todavía pueden ser leídos con sólo quererlo. Su destino es permanecer en quietos estantes
como cartas detenidas y que ya no serán entregadas: imágenes o espejismos de una sabiduría que ya no logra la creencia de
los contemporáneos, enviada por autores de los que ya no sabremos si podrían ser nuestros amigos.
Una masa postal que ya nunca será entregada, que deja de ser un envío a posibles amigos, se convierte en objeto de
archivo. También esto, que libros clásicos de antaño hayan dejado cada vez más de ser cartas a los amigos, que ya no se
encuentren en las mesas de noche ni de día de sus lectores, sino que se hayan hundido en la intemporalidad del archivo:
también esto ha quitado al movimiento humanista la mayor parte de su antigua pujanza. Cada vez menos archiveros

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descienden en la profundidad de los textos para vertir enunciados primigenios en lemas modernos. Quizás ocurra de vez en
cuando que con tales investigaciones en los muertos sótanos de la cultura, esos papeles largamente abandonados comiencen
a irradiar como vacilantes relámpagos lejanos. ¿Podrá también el sótano del archivo convertirse en claro? Todo indica que
archiveros y archivistas han tomado el relevo de los humanistas. Para los pocos que todavía rebuscan en los archivos, se impone
la idea de que nuestra vida es la respuesta indecisa a preguntas. Preguntas que ya olvidamos dónde fueron formuladas.

[1] Conferencia pronunciada en el Castillo de Elmau, Baviera, en julio de 1999, con motivo del Simposio Internacional
“Jenseits des Seins / Exodus from Being / Philosophie nach Heidegger”, en el marco de los Simposios del Castillo de Elmau sobre
“La filosofía en el final del siglo” (Philosophie am Ende des Jahrhunderts), que cuentan con la colaboración del Van Leer Institut
y el Franz Rosenzweig Center de Jerusalem. El texto fue publicado en Die Zeit el 10 de septiembre de 1999. Traducción:
Fernando Lavalle.
[2] La expresión para ‘magia’ deriva de la palabra que designa a la gramática.
[3] Que el secreto de la vida está íntimamente relacionado con el fenómeno de la escritura, es la gran intuición de la
leyenda del Golem. Cf. Moshe Idel: Le Golem, Paris, 1992; en el prólogo de este libro, Henri Atlan alude al informe de una
comisión creada por el presidente de los EEUU (“Splicing Life. The Social and Ethical Issue of Genetic Engineering with Human
Beings”, 1982), cuyo autor se refiere a la leyenda del Golem.
[4] También, naturalmente, la validez nacional de lecturas universales.
[5] Recién con el género de las Chain Saw Massacre Movies se consuma el ingreso de la cultura de masas en el nivel
de consumo de espectáculos bestiales antiguos. Cf. Marc Edmundson, Nightmare on Mainstreet. Angels, Sadomasochism and
the Culture of the American Gothic, Cambridge, MA, 1997.
[6] Los lectores fascistas de Nietzsche pasaron por alto de modo pertinaz el hecho de que en la diferencia entre lo
suprahumano y lo humano se hallaban aludidos precisamente ellos y el presente en general, y que no se trataba aquí en modo
alguno del desarrollo de capacidades “sobrehumanas”.
[7] Sobre la génesis del perro, neotenia, etc., cf. Dany-Robert Dufour: Lettres sur la nature humaine à l’usage des
survivants, Paris, 1999.
[8] Cf. P. Sloterdijk: Eurotaoismus. Zur Kritik der politischen Kinetik, Frankfurt, 1989 (explicaciones sobre las éticas del
tratamiento de las omisiones y “frenadas” como función progresiva).
[9] Remito aquí a la ola de violencia, iniciada actualmente en escuelas de todo el mundo occidental, y sobre todo en
los EEUU, donde maestros y profesores comenzaron a instaurar mecanismos de protección contra los alumnos. Tal como el
libro, en la Antigüedad, perdió en la lucha contra el teatro, hoy podría la escuela verse derrotada ante las potencias educativas
indirectas, la televisión, el cine violento, y otros medios desinhibitorios, si es que no llega a surgir una nueva estructura cultural
moderadora de la violencia.
[10] Intérpretes de Platón como Popper pasan por alto gustosos este segundo “libres”. [Conferencia pronunciada en
el Castillo de Elmau, Baviera, en julio de 1999, con motivo del Simposio Internacional “Jenseits des Seins / Exodus from Being /
Philosophie nach Heidegger”, en el marco de los Simposios del Castillo de Elmau sobre “La filosofía en el final del siglo”
(Philosophie am Ende des Jahrhunderts), que cuentan con la colaboración del Van Leer Institut y el Franz Rosenzweig Center
de Jerusalem. El texto fue publicado en Die Zeit el 10 de septiembre de 1999. Traducción: Fernando La Valle.]

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 RICHARD RORTY:

Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo


(...)
La distinción humano/animal (...) es sólo uno de los tres modos principales en los cuales, nosotros, los humanos
paradigmáticos, nos distinguimos de los casos limítrofes. Un segundo modo consiste en la invocación de la distinción entre
adultos y niños. Las personas ignorantes y supersticiosas, decimos, son como los niños; alcanzarán la verdadera humanidad
sólo si son criadas de acuerdo con una educación apropiada. Si parecen incapaces de tal crianza, eso demuestra que no
pertenecen realmente al mismo tipo de ser que nosotros, las personas educables. Los negros, solían decir los blancos de los
Estados Unidos y de África del Sur, son como los niños; por eso es apropiado llamar a un negro, cualquiera que sea su edad,
“chico”. Las mujeres, solían decir los hombres, son perpetuamente infantiles; por eso no conviene gastar dinero en su
educación y sí conviene negarles el acceso al poder.
Pero, con respecto a las mujeres, hay maneras más sencillas de excluirlas de la verdadera humanidad: por ejemplo,
emplear la expresión el hombre como sinónimo de ser humano. Como lo han señalado las feministas, tales usos refuerzan, en
el hombre promedio, su felicidad por no haber nacido mujer, así como su temor ante la peor de las degradaciones: la
feminización. El grado y profundidad de este temor es manifestado por el tipo particular de sadismo sexual que Rieff describe.
Su anotación de que semejante sadismo nunca está ausente de los intentos de purificar la especie o de limpiar el territorio
confirma la afirmación de Catherine MacKinnon de que, para la mayoría de los hombres, ser mujer no cuenta como una de las
maneras de ser humano. El no ser varón es el tercer modo de no ser humano.
Hay varios modos de no ser varón. Uno consiste en haber nacido sin pene; otro es el de haber perdido el pene
cercenado o a dentelladas; un tercero consiste en haber sido penetrado por un pene. Muchos hombres que han sido violados
están convencidos de que han sido despojados de su virilidad, y por consiguiente, de su humanidad. Igual ocurre a los racistas
que descubren sus propios ancestros negros o judíos, pueden suicidarse de la pura vergüenza, vergüenza de no pertenecer ya
al único tipo de bípedo sin plumas que cuenta como humano.
Los filósofos han tratado de ordenar este enredo al hacer manifiesto lo que todos los bípedos sin plumas, y sólo ellos,
poseen en común, y de este modo explicar lo que le es esencial al ser humano. Platón sostenía que hay una gran diferencia
entre nosotros y los animales, una diferencia digna de respeto y de cultivo. El pensaba que los seres humanos poseen un
componente adicional especial que los coloca en una categoría ontológica diferente respecto a las bestias brutas. El respeto
hacia este componente confiere un motivo para que las personas sean consideradas las unas con las otras. Los anti-platónicos,
como Nietzsche, responden que los intentos de lograr que las gentes dejen de asesinar, violar y castrarse las unas a las otras
están condenados, a la larga, al fracaso porque la verdad real respecto a la naturaleza humana es que somos un tipo de animal
singularmente malévolo y peligroso. Cuando los admiradores contemporáneos de Platón afirman que todos los bípedos sin
plumas incluso los estúpidos e infantiles, incluso las mujeres, incluso los que han sido sodomizados poseen los mismos derechos
inalienables, los admiradores de Nietzsche responden que la mismísima idea de derechos humanos inalienables, así como la
idea de un componente especial adicional, no son más que un intento risiblemente fútil de los débiles para defenderse de los
fuertes.
A mi modo de ver, un importante avance intelectual que ha sido hecho en nuestro siglo estriba en la constante
disminución del interés por la pugna entre Platón y Nietzsche. Hay una disposición creciente a dejar de lado la pregunta “¿Cuál
es nuestra naturaleza?” y a sustituirla por la pregunta “¿Qué podemos hacer de nosotros mismos?” Nos inclinamos mucho
menos que nuestros antepasados a tomar en serio las “teorías de la naturaleza humana”, nos inclinamos mucho menos a tomar
la ontología o la historia como guías para la vida. Hemos llegado a considerar que la única lección de la historia o de la
antropología consiste en nuestra extraordinaria maleabilidad. Estamos llegando a considerarnos como el animal flexible y
proteico que se moldea a sí mismo, y ya no como el animal racional o como el animal cruel.
Una de las formas que recientemente hemos asumido es la de una cultura de los derechos humanos. Tomo prestado
este término de Cultura de los derechos humanos del jurista y filósofo argentino Eduardo Rabossi. En un artículo titulado “Los
Derechos Humanos naturalizados”, Rabossi sostiene que los filósofos deberían concebir esta cultura como un nuevo hecho
afortunado del mundo de después del holocausto. Rabossi quiere que dejen de escudriñar por detrás o por debajo de este
hecho, que dejen de intentar detectar y defender sus supuestas presuposiciones filosóficas. A juicio de Rabossi, los filósofos
como Alan Gewirth se equivocan al afirmar que los derechos humanos no pueden depender de hechos históricos. “Mi
argumento básico”, dice Rabossi, es que “el mundo ha cambiado, el fenómeno de los derechos humanos vuelve el
fundacionalismo de los derechos humanos caduco e impertinente”.
El fundacionalismo de los derechos humanos consiste en la tesis filosófica de que los derechos humanos están
incorporados en la naturaleza ahistórica de los seres humanos. La afirmación de Rabossi de que el fundacionalismo está caduco,
me parece no sólo verdadera sino importante. En este ensayo me propongo ampliar y defender la afirmación de Rabossi de
que la pregunta de si los seres humanos realmente poseen los derechos enumerados en la Declaración de Helsinki no vale la

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pena ser planteada. En particular, defenderé mi afirmación de que nada que atañe a la elección moral separa a los seres
humanos de los animales, salvo hechos del mundo históricamente contingentes, es decir, hechos culturales.
Esta última afirmación a veces es llamada relativismo cultural por aquellos que la rechazan con indignación. Una de
las razones por las que la rechazan estriba en que semejante relativismo les parece incompatible con el hecho de que nuestra
cultura de derechos humanos, la cultura con la cual muchos nos identificamos, es moralmente superior a otras culturas. Estoy
totalmente de acuerdo en que la nuestra es moralmente superior, pero no creo que esta superioridad demuestre la existencia
de una naturaleza humana universal. Lo haría sólo si supusieramos que una reivindicación moral está mal fundada si no la
respalda el conocimiento de un atributo distintivamente humano. Mas no está claro por qué “el respeto de la dignidad
humana” -nuestro sentimiento de que las diferencias entre serbio y musulmán, cristiano y pagano, homosexual y heterosexual,
masculino y femenino no deberían tener importancia- ha de presuponer la existencia de una naturaleza humana universal.
Tradicionalmente, el nombre para el atributo humano compartido que supuestamente funda la moralidad es el de
racionalidad. El relativismo cultural está asociado con el irracionalismo, porque niega la existencia de hechos moralmente
pertinentes que tengan una existencia transcultural. En ese sentido, para estar de acuerdo con Rabossi, uno efectivamente
tiene que ser irracionalista. Pero no es necesario ser irracionalista en el sentido de prescindir de la búsqueda de la mayor
coherencia y de la más perspicaz estructura posibles para la trama de nuestras creencias. Los filósofos que, como yo, pensamos
que la racionalidad es simplemente la búsqueda de semejante coherencia estamos de acuerdo con Rabossi en que los
proyectos fundacionalistas están caducos. Consideramos que nuestra tarea consiste en hacer que nuestra propia cultura -la
cultura de los derechos humanos- sea más consciente de sí y más fuerte, y no en la demostración de su superioridad con
respecto a otras culturas, apelando a algo de naturaleza transcultural.
(...)
Los filósofos fundacionalistas, como Platón, Santo Tomás y Kant, creyeron poder proporcionar un apoyo
independiente para estas generalizaciones resumidas. Ellos pretenden inferir estas generalizaciones a partir de otras premisas,
premisas capaces de conocerse como verdaderas independientemente de la verdad de las intuiciones morales que han sido
resumidas. Se supone que tales premisas justifican nuestras intuiciones al proporcionar premisas de las cuales puede deducirse
el contenido de esas intuiciones. Reuniré todas estas premisas juntas bajo el nombre de “pretensiones de saber respecto a la
naturaleza de los seres humanos”. En este sentido amplio, las afirmaciones de que uno posee el saber de que todas nuestras
intuiciones morales son reminiscencias de la forma del Bien, o de que somos los hijos desobedientes de un Dios que ama, o de
que los seres humanos difieren de otras clases de animales por poseer una dignidad y no meramente por un valor, son todas
afirmaciones con respecto a la naturaleza humana. También lo son las contra-afirmaciones que declaran, por ejemplo, que los
seres humanos son meramente vehículos para genes egoístas, o meramente erupciones de la voluntad de poder.
Pretender poseer semejante saber equivale a pretender saber algo que, aunque no es en sí mismo una intuición moral,
puede corregir las intuiciones morales. A esta idea de un saber moral le es esencial que una comunidad entera llegue a saber
que la mayoría de sus más destacadas intuiciones morales respecto a lo que es correcto hacer era incorrecta. Pero ahora
supongamos que preguntáramos: ¿Existe de verdad esta especie de saber?
¿Qué clase de pregunta es ésa? Desde el punto de vista tradicional se trata de una pregunta filosófica que pertenece
a una rama de la epistemología conocida como la metaética. Pero, desde el punto de vista pragmatista, punto de vista que
auspicio, es una cuestión de eficacia -una pregunta por la mejor manera de apropiarse de la historia, por la mejor manera de
realizar la utopía esbozada por la Ilustración. Si las actividades de aquellos que intentan lograr esta especie de saber parecen
de poca utilidad para actualizar dicha utopía, ésta es una buena razón para pensar que tal saber no existe. Si parece que la
mayor parte del trabajo de transformación de las intuiciones morales está siendo efectuada mediante la manipulación de
nuestros sentimientos y no mediante el aumento de nuestro saber, esa será otra buena razón para pensar que no existe ningún
saber del tipo que esperaban obtener filósofos como Platón, Santo Tomás y Kant.
(...) Nosotros, los pragmatistas, argumentamos a partir del hecho de que la emergencia de la cultura de los derechos
humanos parece no deberse en nada a un aumento del saber moral, y, en cambio, deberse en todo al hecho de hacer escuchado
historias tristes y sentimentales, y así concluimos que probablemente no existe ningún saber de la especie que Platón se
imaginaba. Proseguimos argumentando de este modo: “Ya que ningún trabajo útil parece hacerse al insistir en una naturaleza
humana supuestamente ahistórica, probablemente no existe tal naturaleza, o, al menos, nada en ella que tenga que ver con
nuestras elecciones morales”.
En resumen, mis dudas respecto a la eficacia de las invocaciones del saber moral no conciernen a la existencia o
inexistencia de tal saber, sino que me pregunto si tales invocaciones pueden transformar nuestro comportamiento. Mis dudas
nada tienen que ver con ninguna de las cuestiones teóricas discutidas bajo la rúbrica de “metaética”; cuestiones respecto a la
relación entre hechos y valores, o entre razón y pasión, o entre lo cognitivo y lo no-cognitivo, o entre declaraciones descriptivas
y declaraciones que guían la acción. Tampoco tienen nada que ver con cuestiones respecto al realismo y el antirrealismo. La
diferencia entre el realista moral y el irrealista moral nos parece a nosotros, los pragmatistas, una diferencia que no constituye
ninguna diferencia práctica. Además, tales preguntas metaéticas presuponen la distinción platónica entre una investigación
que busca la solución eficaz de problemas y la investigación que busca una meta llamada “la verdad por amor a la verdad”. Esa
distinción se desploma si, siguiendo a John Dewey, pensamos que toda investigación -en física como en ética- es asunto de la

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solución práctica de problemas, o si, siguiendo a Charles Sanders Pierce, consideramos que toda creencia es una guía para la
acción.
(...) Permanecemos profundamente agradecidos a filósofos como Platón y Kant, no porque descubrieron verdades
sino porque profetizaron utopías cosmopolitas - utopías la mayor parte de cuyos detalles formularon tal vez mal- pero utopías
por las que quizá nunca habríamos luchado si no hubiéramos escuchado sus profecías. Mientras nuestra capacidad para saber,
y en particular, para discutir la pregunta “¿Qué es el hombre?” parecía el rasgo más destacado de nosotros, los seres humanos,
personas como Platón y Kant agregaban a sus profecías utópicas la pretensión de saber algo profundo e importante -algo
respecto a las partes del alma, o respecto al estatuto trascendental de la conciencia moral común. Pero esta capacidad y estas
preguntas, en el curso de los últimos doscientos años, han llegado a parecer mucho menos importantes. Es esta mutación
cultural la que Rabossi resume en su afirmación de que el fundacionalismo de los derechos humanos está caduco. Me propongo
examinar, en la segunda parte de este ensayo, estas preguntas: ¿Por qué el saber ha llegado a ser mucho menos importante
para la imagen que tenemos de nosotros mismos que hace doscientos años? ¿Por qué el intento de fundar la cultura en la
naturaleza, y la obligación moral en el conocimiento de universales transculturales, nos parece mucho menos importante de
lo que parecía durante la Ilustración? ¿Por qué despierta tan poco eco, y tiene tan poco sentido, el preguntar si los seres
humanos de hecho poseen los derechos enumerados en la Declaración de Helsinki? ¿Por qué, en resumen, la filosofía moral
ha llegado a ser una parte tan poco conspicua de nuestra cultura?
Una respuesta sencilla a estas preguntas sería la siguiente: porque, entre la época de kant y la nuestra, Darwin logró
convencer a la mayoría de los intelectuales de que dejaran de creer que los seres humanos poseían un componente especial
adicional. Convenció a la mayoría de nosotros de que somos animales excepcionalmente talentosos, animales lo
suficientemente hábiles como para encargarnos de nuestra propia evolución futura. Pienso que esta respuesta es correcta,
dentro de sus limitaciones. Pero conduce a otras preguntas: ¿Por qué tuvo Darwin un éxito tan fácil, relativamente hablando?
¿Por qué no generó el fermento filosófico creador que originaron Galileo y Newton?.
(...)
La mejor explicación, tanto del triunfo relativamente fácil de Darwin, como de nuestra propia tendencia creciente a
sustituir la esperanza por el saber, es ésta: los siglos XIX y XX presenciaron, entre los europeos y los norteamericanos, un
extraordinario aumento de la riqueza, la cultura y el ocio. Este aumento hizo posible una aceleración sin precedente en la
velocidad del progreso moral. Acontecimientos como la revolución francesa y el final del comercio transatlántico de esclavos
ayudaron a los intelectuales del siglo XIX, en las democracias ricas, a proclamar: Nos basta saber que vivimos en una edad en
la que los seres humanos podemos volver las cosas mucho mejores para nosotros.
No necesitamos escudriñar detrás de este hecho histórico en busca de hechos no- históricos respecto a cómo somos
realmente.
En los dos siglos transcurridos desde la revolución francesa hemos aprendido que los seres humanos son mucho más
maleables de lo que Platón o Kant habían soñado. Mientras más nos impresionamos por esta maleabilidad, menos nos
interesamos por preguntas respecto a nuestra naturaleza ahistórica. Mientras más posibilidad vemos de recrearnos a nosotros
mismos, más leemos a Darwin no como alguien que ofrece otra teoría más respecto a lo que realmente somos, sino como
alguien que proporciona razones que explican por qué no necesitamos preguntar lo que realmente somos. Hoy en día, decir
que somos animales hábiles no equivale a decir algo filosófico y pesimista sino algo político y esperanzador, a saber: si podemos
trabajar juntos, podemos convertirnos en aquello para lo que tengamos la inteligencia y el coraje de imaginarnos capaces de
llegar a ser. Esto equivale a descartar la pregunta de Kant “¿Qué es el hombre?” y a sustituirle la pregunta “¿Qué clase de
mundo podemos preparar para nuestros tataranietos?”.
La popularidad de la pregunta “¿Qué es el hombre?” - en el sentido de “¿Cuál es la honda naturaleza ahistórica de los
seres humanos?” -se debía a la respuesta corriente: somos el animal racional, aquél que puede saber y no solo sentir. La
popularidad residual de esta respuesta explica la popularidad residual de la asombrosa afirmación de Kant de que el
sentimentalismo no tiene nada que ver con la moralidad, de que existe algo distintiva y transculturalmente humano llamado
el sentido de la obligación moral, el cual nada tiene que ver con el amor, la amistad, la confianza ni la solidaridad social.
Mientras sigamos creyendo eso, personas como Rabossi tendrán que esforzarse mucho para convencernos de que el
fundacionalismo de los derechos humanos es un proyecto caduco.
Para vencer esta idea de un sentido sui generis de obligación moral, sería una ayuda dejar de contestar la pregunta
“¿Qué nos diferencia de los demás animales?” diciendo “Nosotros podemos saber mientras que ellos meramente sienten”. En
cambio, deberíamos decir: “Podemos sentir mucho más los unos por los otros que ellos”. Esta sustitución nos permitiría
deshilvanar las entretejidas enseñanzas de Cristo, por un lado, quien decía que el amor importa más que el saber, y, por el
otro, la neo-platónica que pregona que la verdad nos hará libres. Mientras sigamos creyendo que existe un poder ahistórico
que conduce a la rectitud -un poder llamado verdad o racionalidad- no seremos capaces de dejar atrás el fundacionalismo.
El mejor argumento, y probablemente el único, a favor del abandono del fundacionalismo es el que ya he propuesto:
sería más eficaz hacerlo, porque nos permitiría concentrar nuestras energías en la manipulación de los sentimientos, en la
educación sentimental. Ese modo de educación hace que personas de distintos tipos obtengan suficiente familiaridad entre sí

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para que tengan menos tentación de creer que los que les son diferentes sólo son cuasi-humanos. La meta de esta clase de
manipulación del sentimiento es la de ampliar la referencia de los términos nuestra clase de gente y gente como nosotros.
(...)
Platón pensaba que el modo de hacer que las personas fuesen más amables las unas con las otras consistía en señalar
lo que todas tienen en común: la racionalidad . Pero produce poco efecto señalar, a las personas que acabo de describir, que
muchos musulmanes y mujeres son buenos para las matemáticas o la ingeniería o la jurisprudencia. Los jóvenes y resentidos
matones de los nazis eran muy conscientes de que muchos judíos eran inteligentes e instruidos, pero esto sólo aumentaba el
placer que obtenían al apalear a esos judíos. Tampoco sirve que esas personas lean a Kant y que acepten que uno no debe
tratar a agentes racionales como simples instrumentos. Pues todo gira en torno a quién cuenta como un ser humano
semejante, como un agente racional en el único sentido pertinente -el sentido en el que la agentividad racional es sinónimo
de pertenencia a nuestra comunidad moral.
Para la mayoría de los blancos, hasta hace muy poco, la mayoría de los negros no contaba en esa categoría. Para la
mayoría de los cristianos, hasta el siglo XVII poco más o menos, la mayoría de los paganos no contaba en esa categoría. Para
los nazis, los judíos no contaban en esa categoría. Para la mayoría de los varones en los países donde la renta promedio anual
está por debajo de tres mil dólares, la mayoría de las hembras no cuenta en esa categoría. Cada vez que las rivalidades tribales
y nacionales se vuelven importantes, los miembros de las tribus y naciones rivales no contarán en esa categoría. La explicación
de Kant del respeto debido a los agentes racionales nos dice que uno debe extender el respeto que uno siente por las personas
que se nos parecen a todos los bípedos sin plumas. Esta es una excelente propuesta, una buena fórmula para la secularización
de la doctrina cristiana de la hermandad del hombre. Pero nunca ha sido respaldada por un argumento basado en premisas
neutrales, y nunca lo será. Por fuera del círculo de la cultura europea de la post-ilustración, el círculo de personas relativamente
salvas y seguras quienes han estado manipulándose los sentimientos las unas a las otras durante doscientos años, la mayor
parte de la gente es simplemente incapaz de comprender por qué la pertenencia a una especie biológica debería bastar para
la pertenencia a una comunidad moral. Esto no se debe a que sea insuficientemente racional. Se debe a que, típicamente,
viven en un mundo en el cual sería demasiado riesgoso -de hecho a menudo sería insensatamente peligroso- permitir que el
sentido de comunidad moral se ampliara más allá de la propia familia, clan o tribu.
(...)
A nosotros los intelectuales eurocéntricos, nos gusta dar a entender que nosotros, los humanos paradigmáticos,
hemos superado este parroquialismo primitivo al emplear esa facultad humana paradigmática, la razón. Así, decimos que la
negativa a concordar con nosotros obedece al “prejuicio”. De este modo, nuestra manera de emplear estos términos nos lleva
a asentir cuando Colin McGinn nos dice, en la introducción a su libro reciente, Moral Litteracy: or, how to Do the Right Thing,
que aprender a distinguir el bien del mal no es tan difícil como aprender el francés. Los únicos obstáculos, nos explica McGinn,
que impiden estar de acuerdo con sus puntos de vista morales son “el prejuicio, el interés creado y la pereza”.
Claro está, uno comprende lo que McGinn quiere decir: si, como muchos de nosotros, uno enseña a estudiantes que
han sido criados bajo la sombra del holocausto, criados para creer que el prejuicio contra grupos raciales o religiosos es una
cosa terrible, no es muy difícil convertirles a los puntos de vista liberales corrientes con respecto al aborto, a los derechos de
los homosexuales y cosas por el estilo. Hasta se puede llevarlos a dejar de comer carne animal. Todo lo que tiene que hacerse
es convencerlos de que todos los argumentos del bando contrario apelan a consideraciones “moralmente impertinentes”. Esto
se hace manipulando sus sentimientos de tal modo que ellos se imaginan estar en el pellejo de los menospreciados y oprimidos.
Semejantes estudiantes son ya tan bondadosos que están muy dispuestos a definir su identidad en términos no-excluyentes.
A estos estudiantes únicamente les cuesta esfuerzo dar muestras de bondad hacia quienes consideran irracionales -el
fundamentalista religioso, el violador satisfecho de sí, el “skinhead” que se pavonea.
La producción de generaciones de esta clase de estudiantes bondadosos, tolerantes, prósperos, seguros y respetuosos
del otro en todas partes del mundo es justamente lo que se necesita -de hecho es todo lo que se necesita- para lograr la utopía
de la Ilustración. Mientras más jóvenes criemos de este estilo, más fuerte y más global llegará a ser nuestra cultura de los
derechos humanos. Pero no es una buena idea alentar a estos estudiantes a colocar la etiqueta de “irracional” a las personas
intolerantes a quienes les cuesta trabajo tolerar. Pues ese epíteto platónico-kantiano sugiere que, con sólo un leve esfuerzo
más, la parte buena y racional del alma de estas otras personas hubiera podido triunfar sobre la parte mala e irracional. Sugiere
que nosotros las personas buenas sabemos algo que estas personas malas no saben, y probablemente es por su propia culpa
insensata por lo que no lo saben. Lo único que tenían que hacer era pensar con un poquito más de empeño, ser un poquito
más reflexivas, un poquito más racionales.
Pero las creencias de estas personas malas no son ni más ni menos “irracionales” que la creencia de que raza, religión,
género y preferencia sexual son todos moralmente impertinentes -que todos estos hechos son anulados por la pertenencia a
la especie biológica. El término comportamiento irracional , cuando es empleado por filósofos morales como McGinn, no
significa más que “un comportamiento que desaprobamos tan intensamente que nos volvemos irracionales cuando nos
preguntan por qué lo desaprobamos”. Así que sería mejor enseñar a nuestros estudiantes que estas personas malas no son
menos irracionales, ni menos clarividentes, ni más atiborradas de prejuicios que nosotros las personas buenas que respetamos
la Alteridad. Más bien, el problema de las personas malas consiste en que no tuvieron tanta suerte como nosotros en las

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circunstancias de su crianza. En lugar de considerar como irracional a toda esa gente allá en el ancho mundo que está tratando
de encontrar a Salman Rushdie para matarlo, deberíamos considerarla como despojada de todo lo que nosotros hemos
recibido.
Los fundacionalistas piensan que estas personas carecen de la verdad, del saber moral. Pero sería mejor -más
concreto, más específico, más indicativo de posibles remedios- pensar que carecen de dos cosas más concretas: la seguridad y
la simpatía. Por seguridad quiero decir condiciones de vida lo suficientemente libres de riesgo como para que la diferencia
respecto a otros sea inesencial para la autoestima, el sentimiento del valor personal. Los norteamericanos y los europeos -las
personas que tuvieron el sueño de la cultura de los derechos humanos- han gozado de estas condiciones mucho más de lo que
ningún otro ha podido gozarlas. Por simpatía quiero decir la especie de reacciones que los atenienses tuvieron más
frecuentemente después de haber visto Los persas de Esquilo que antes, la especie de reacciones que los estadounidenses
blancos tuvieron más frecuentemente después de leer La Cabaña del Tío Tom que antes, la especie de reacciones que tenemos
más frecuentemente después de mirar programas televisivos sobre el genocidio en Bosnia. La seguridad y la simpatía van a la
par, por las mismas razones por las que la paz y la productividad económica van a la par. Mientras más difíciles están las cosas,
más razón hay para tener miedo, más peligrosa es la situación y dispone uno de menos tiempo y energías para ponerse a
pensar en cómo las cosas podrían estarle yendo a personas con quienes uno no se identifica de manera inmediata. La educación
sentimental sólo funciona para personas que pueden distensionarse el tiempo suficiente para ponerse a escuchar.
Si Rabossi y yo tenemos la razón al pensar que el fundacionalismo de los derechos humanos está caduco, entonces
Hume es un mejor consejero que Kant en lo que concierne a cómo, nosotros los intelectuales podemos acelerar el
advenimiento de la utopía de la Ilustración que ambos pensadores anhelaron por igual. Entre los filósofos contemporáneos, la
mejor consejera me parece ser Annette Baier. Baier llama a Hume “el filósofo moral de la mujer”, pues Hume sostenía que
“una simpatía corregida (a veces corregida por las reglas) y no la razón que postula leyes, es la capacidad moral fundamental”.
Baier propone que nos deshagamos tanto de la idea platónica de que poseemos un verdadero sí mismo, como de la idea
kantiana de que es racional ser moral. Para coadyuvar a este proyecto, ella sugiere que tomemos la “confianza” y no la
obligación moral como la noción moral fundamental. Esta sustitución implicaría que pensemos la difusión de la cultura de los
derechos humanos no como una cuestión de llegar a ser más conscientes de los requisitos de la ley moral, sino más bien como
lo que Baier llama “un progreso de los sentimientos”. Este progreso consiste en una capacidad creciente para considerar las
semejanzas entre nosotros y personas muy desemejantes como algo de mucho más peso que las diferencias. Este es el
resultado de lo que he venido llamando una “educación sentimental”. Las semejanzas pertinentes no consisten en el hecho de
compartir un verdadero y profundo sí mismo que ejemplifica concretamente la verdadera humanidad, sino que son semejanzas
superficiales tales como el velar por nuestros padres e hijos -semejanzas que nos distinguen en un grado apreciable de muchos
animales no humanos.
(...)
Depender de los impulsos del sentimiento, en lugar de los mandatos de la razón, equivale a creer que las personas
poderosas gradualmente dejen de oprimir a los demás, o que dejen de tolerar la opresión de los demás, simple y llanamente
por bondad y no por obediencia a la ley moral. Pero es repugnante pensar que nuestra única esperanza de una sociedad
decente consista en ablandar los corazones satisfechos de sí de una clase ociosa. Quisiéramos que el progreso moral irrumpiera
desde abajo, en lugar de esperar pacientemente la condescendencia de parte de los de arriba. La popularidad residual de las
ideas kantianas respecto a una “obligación moral incondicional” -obligación impuesta por profundas fuerzas no-contingentes
y ahistóricas- me parece deberse casi por entero a que aborrecemos la idea de que la gente de arriba tiene el futuro en sus
manos, que todo depende de ella, de que no hay nada más poderoso a lo que podamos apelar en contra de ella-.
Como todos los demás, para alcanzar la utopía yo también preferiría un camino de abajo hacia arriba, una abrupta
inversión de fortuna que haga de los últimos los primeros. Pero no creo que, de hecho, así sea como la utopía llegará a existir.
Ni tampoco creo que nuestra preferencia por esta vía preste ningún apoyo a la idea de que el proyecto de la Ilustración yace
oculto en las profundidades del alma de cada ser humano. Entonces, ¿por qué esta preferencia nos lleva a resistir la idea de
que el sentimentalismo quizá sea la mejor arma que poseemos? Creo que Nietzsche dió la respuesta correcta a esta pregunta:
resistimos por resentimiento. Resentimos la idea de que tendremos que esperar a que los poderosos dirijan su puerca mirada,
abriendo lentamente sus mezquinos corazones, hacia los sufrimientos de los débiles. Desesperadamente anhelamos que haya
algo más fuerte y más poderoso que herirá a los fuertes si no hacen caso - si no un Dios vengador, entonces un sublevado
proletariado vengador, o, por lo menos, un super yo vengativo, o, como mínimo absoluto, la majestad ofendida del tribunal
kantiano de la razón práctica pura. El anhelo desesperanzado de un aliado poderoso y no-contingente es, según Nietzsche, el
núcleo común del platonismo, de la insistencia religiosa en la omnipotencia divina, y de la filosofía moral kantiana.
Creo que Nietzsche dió perfectamente en el blanco cuando emitió este diagnóstico. Lo que Santayana llamó
supernaturalismo -la confusión entre los ideales y el poder- es todo lo que subyace a la afirmación kantiana de que no sólo es
más bondadoso sino más racional incluir a los extraños dentro de nuestra comunidad moral que excluirlos. Si estamos de
acuerdo con Nietzsche y Santayana respecto a este punto, no por ello se justifica que le demos la espalda al proyecto de la
Ilustración, como Nietzsche lo hizo. Ni tampoco obtenemos una justificación para un pesimismo sarcástico respecto a las
posibilidades de este proyecto, al estilo de admiradores de Nietzsche como Santayana, Ortega, Heidegger, Leo Strauss y

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Foulcault. Pues, aunque Nietzsche estaba absolutamente en lo cierto al considerar que la insistencia de Kant en la
incondicionalidad era una expresión del resentimiento, estaba absolutamente equivocado al considerar el cristianismo y la era
de las revoluciones democráticas como signos de degeneración humana. Tristemente, él y Kant tenían algo en común que
ninguno de los dos compartía con Harriet Beecher Stowe -algo que Iris Murdoch ha llamado la sequedad y que Jacques Derrida
ha llamado el falogocentrismo. El elemento común en el pensamiento de ambos fue el deseo de pureza. Esta especie de pureza
consiste en ser no sólo autónomo, en el dominio de sí, sino en poseer la especie de autosuficiencia consciente de sí que Sartre
describe como la síntesis perfecta del en-sí y del para-sí. Sartre indicó, sin embargo, que tal síntesis sólo podría ser alcanzada
al liberarse de todo lo viscoso, pegajoso, húmedo, sentimental y mujeril.
(...)
Si seguimos los consejos de Baier, veremos que no le incumbe al educador moral responder a la pregunta del egotista
racional “¿Por qué debo ser moral?” sino más bien a la que se formula mucho más frecuentemente “¿Por qué debe importarme
un extraño, una persona que no está emparentada conmigo, una persona cuyos hábitos me resultan repugnantes?” La
respuesta tradicional a esta última pregunta ha sido “Porque el grado de parentesco y la costumbre no son moralmente
pertinentes, no son pertinentes respecto a las obligaciones impuestas por el reconocimiento de la pertenencia a la misma
especie”. Esto nunca ha sido muy convincente, pues es una petición de principio: no es seguro si, de hecho, la mera pertenencia
a la especie es un subrogado suficiente de un parentesco cercano. Por lo demás, esa respuesta nos deja indefensos ante la
réplica desconcertante de Nietzsche: esa noción universalista diría Nietzsche con desdén, sólo se le habría ocurrido a un esclavo
-o quizá, a un intelectual, a un sacerdote cuya autoestima y modus vivendi depende de que logre que los demás aceptemos
una paradoja indefendible, inimpugnable y sagrada.
Una respuesta mejor sería una larga, triste historia sentimental que comienza diciendo “Porque así sería si tú
estuvieras en la posición de ella -lejos de casa, entre extraños”, o “Porque quizá llegue ella a ser tu nuera” o “Porque su madre
sufría por ella”. Tales historias, repetidas y variadas durante siglos, nos han inducido a nosotros, los pueblos ricos, seguros y
poderosos a tolerar y aún a proteger a gentes indefensas -gentes cuyas apariencias o hábitos o creencias al principio parecían
un insulto a nuestra propia identidad moral, nuestro sentido de los límites de la variación humana permisible.
Para las personas que como Platón y Kant, creen en una verdad filosóficamente determinable respecto a lo que
significa ser un ser humano, la buena obra permanece inconclusa mientras no respondamos a la pregunta “Sí, pero frente a
ella ¿está bajo una obligación moral?” Para personas como Hume y Baier, plantear esa pregunta es una indicación de puerilidad
intelectual. No obstante, seguiremos formulando esa pregunta mientras sigamos creyendo con Platón que es nuestra
capacidad para saber lo que nos vuelve humanos.
Platón escribió ya hace mucho rato en una época cuando los intelectuales teníamos que fingir que éramos los
sucesores de los sacerdotes, cuando teníamos que fingir que sabíamos algo más bien esotérico. Hume hizo lo que pudo por
sacudirnos y llevarnos a dejar de fingir. Creo que Baier eventualmente tendrá éxito, porque la historia de progreso moral de
los últimos doscientos años está a favor suyo. Estos dos siglos se comprenden mejor, no como un período de una
profundización en la comprensión de la naturaleza de la racionalidad o de la moralidad, sino como un período en el que ocurrió
un progreso asombrosamente rápido en los sentimientos, uno en el que ha llegado a ser mucho más fácil para nosotros ser
llevados a la acción gracias a historias tristes y sentimentales.
Este progreso nos ha conducido a un momento en la historia humana en el que es plausible que Rabossi diga que el
fenómeno de los derechos humanos es un “hecho del mundo real”. Este fenómeno quizá no sea sino una pompa de jabón.
Pero tal vez señale el comienzo de una época en la que la violación en pandilla produzca una respuesta tan fuerte cuando
ocurre a mujeres como cuando ocurre a hombres, o cuando ocurre a extranjeros como cuando ocurre a gente como nosotros.

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 ANTONIO DIEGUEZ:

El transhumanismo
El transhumanismo es el intento de transformar sustancialmente a los seres humanos mediante la aplicación directa
de la tecnología. Esto podría hacerse en principio de varias maneras, no necesariamente excluyentes. Podemos buscar, por
ejemplo, la fusión con la máquina, lo cual suele significar en la mente de muchos seguidores la creación de cíborgs, si bien la
forma más radical que podría tomar esa integración sería alojando directamente nuestra mente en las máquinas. Pero
podemos también intentar mejorar nuestras capacidades biológicas mediante medicamentos y, más adelante, cuando el
avance de la ciencia lo permita de forma segura, manipular nuestros genes en la línea germinal (es decir, en óvulos y
espermatozoides), de modo que, realizando los cambios necesarios, eliminemos de nuestro acervo los genes que causan
enfermedades (como el daltonismo, la hemofilia o la fenilcetonuria) o deficiencias físicas y mentales, e introduzcamos otros
que potencien los rasgos fenotípicos que deseemos. Al cabo de un tiempo, aquellos individuos que tengan la voluntad de
profundizar en esas transformaciones más allá de cierto límite (cosa que no todos los transhumanistas ven con buenos ojos),
quizás incluso den lugar a una especie nueva y mejorada, una especie posthumana descendiente de nuestro linaje pero mucho
más avanzada, a la que ya se ha querido bautizar con el nombre de Homo excelsior.
Esto no habría de producir ningún escándalo, según los más convencidos; al fin y al cabo, es lo que evolutivamente se
espera de toda especie biológica, que termine cediendo su paso a otras más evolucionadas, solo que en este caso el
advenimiento vendría dado en un proceso acelerado y dirigido según nuestras decisiones y no por el azar genético sometido a
las imposiciones del medio ambiente. Así como el proceso de selección natural no solo va mejorando la adaptación de una
especie a su medio, sino que termina por generar especies distintas a partir de ella, el proceso de mejoramiento humano a
través de la tecnología puede conducir finalmente a la aparición de una o varias nuevas especies posthumanas. No obstante,
la cuestión de si el mejoramiento genético ha de conducir o no, una vez puesto en marcha, a nuestra transformación en una
nueva especie biológica no es central para muchos defensores del biomejoramiento, aunque tampoco la eviten. Lo que el
transhumanismo defiende con empeño es que hemos de abandonar la pasividad a la que nos hemos visto sometidos en el
proceso evolutivo darwiniano, que nos ha hecho tal como somos, unos primates parlantes e inteligentes, pero sometidos a
múltiples limitaciones que podrían ser superadas tecnológicamente. Ha llegado la hora de que el ser humano tome el control
de su propia evolución y haga de ella una evolución dirigida o diseñada. Puede decirse, de hecho, que está moralmente obligado
a ello, puesto que procurar la mejora constante de nuestra condición, como se ha venido haciendo siempre a través de la
tecnología, es un deber inexcusable. La evolución biológica, basada en la selección de variaciones aleatorias, habría así
finalizado para nosotros. Comenzaría en su lugar la evolución basada en la tecnología.
El transhumanismo no es, desde luego, un movimiento homogéneo. Conviven en él enfoques y orientaciones diversas.
Hay orientaciones radicales que no dudan en anhelar el advenimiento de distopías futuras —que paradójicamente son vistas
por sus defensores con complacencia— en las que el ser humano solo será un vago recuerdo en un mundo dominado por
cíborgs, robots y organismos superinteligentes y cuasiomnipotentes. Otras, en cambio, están más dispuestas a acomodarse a
las trabas que impone la realidad circundante y los recelos del común de los mortales y se limitan a articular, con un mayor o
menor despliegue de sensibilidad, comprometidas defensas de los beneficios que la medicina de mejoramiento, y
especialmente la genética encaminada a tal fin, puede proporcionar a los seres humanos una vez que esta se imponga en su
desarrollo a la medicina meramente curativa o paliativa. Aunque han de bregar en la medida de sus posibilidades con el
espinoso problema de que, mientras que la medicina curativa tiene un fin igualitario, como es el de restablecer la salud (si bien
nunca ha estado al alcance de todos, es decir, el acceso a ella no ha sido igualitario), la medicina de mejoramiento busca en sí
misma la diferenciación. Con ella, por tanto, es de esperar que las diferencias en los resultados sean aún mayores.
Es útil asimismo distinguir entre un transhumanismo cultural o crítico (que suele preferir el apelativo de
«posthumanismo») y un transhumanismo tecnocientífico. El primero estaría inspirado en la crítica postmoderna al ideal
humanista realizada por autores como Foucault, Derrida y Deleuze, así como por corrientes de pensamiento como el
feminismo, los estudios postcoloniales, los estudios culturales, el postmodernismo y el ecologismo radical. Quizás el texto más
representativo e influyente de esta modalidad sea el Manifiesto cíborg de Donna Haraway, publicado en 1985. El
transhumanismo cultural no busca tanto la transformación medicalizada o mecanizada del ser humano (a la que incluso rechaza
por sus compromisos ideológicos y por su visión ingenua de los problemas) cuanto realizar una crítica de la concepción de lo
humano considerada como natural y transmitida de ese modo generación tras generación. Trata, sobre todo, de mostrar las
debilidades conceptuales y los presupuestos acríticos que están detrás de esa concepción, forjada en lo esencial por el
humanismo moderno, la cual es denunciada como un producto de prejuicios eurocéntricos, racistas, sexistas y especieístas. Es
en ese sentido en el que debe entenderse la proclama de que el posthumano no es una entidad que haya que esperar en el
futuro, sino que ya somos posthumanos. «Posthumano» —explica Rosi Braidotti— es «un término útil para explorar modos de
comprometerse afirmativamente con el presente».

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Desde los planteamientos de esta modalidad del transhumanismo, la noción de lo humano propia de la época
moderna, con sus pretensiones homogeneizadoras de universalidad, ha dejado de ser operativa desde hace tiempo. En
realidad, siempre fue un constructo orientado a la dominación y al control, más que a la elucidación de una supuesta naturaleza
común. Haraway, por ejemplo, reivindica la figura del cíborg como modelo asexuado, criatura en un mundo postgénero, frente
a la figura de la mujer-diosa, objeto de culto pero también de separación y sometida a estereotipos impuestos. El cíborg, según
su opinión, no es un mito de la ciencia ficción, sino una realidad que ya somos, y que expresa la voluntad de llevar a la práctica
un proyecto social de autotransformación profunda y de diversificación personal. Sin embargo, aún no hemos asumido todas
las consecuencias de su existencia, en particular, no hemos aceptado la necesidad de cuestionar los patrones normativos que
han venido marcando las relaciones sociales hasta el momento presente. No hemos reconocido que han quedado obsoletas
las dicotomías que han fundamentado nuestra percepción del mundo a lo largo de los últimos siglos; dicotomías como
organismo/máquina, natural/artificial, animal/humano, mente/cuerpo, masculino/femenino, hecho/ficción o
naturaleza/cultura. Estas dicotomías sustentaron la visión humanista del ser humano que ha colapsado en la actualidad, entre
otras razones por las injusticias que ha servido para justificar y por los daños que ha causado a otros seres vivos. Ello pone de
relieve, de forma adicional, que la conceptualización de la mujer realizada por el feminismo tradicional, en la medida en que
es deudora de algunas de estas dicotomías, ha de ser también cuestionada. El cíborg carece de una identidad bien definida y
se muestra como una referencia contra la pureza y las fronteras identitarias trazadas de forma permanente. Por eso su figura
resulta liberadora, ya que abre las puertas a nuevas políticas no basadas en concepciones estrechas y esencialistas de lo
femenino. Pero no solo las mujeres han de vivir hoy sus vidas de un modo en que los límites y las taxonomías consagradas
hayan sido desdibujados o reconfigurados. Hemos de hacerlo todos, cíborgs figurados a los que esas categorías continúan
aprisionando.
En cuanto al transhumanismo tecnocientífico, que es sobre el que centraremos nuestra atención en este libro, tiene
a su vez dos vertientes. La primera de ellas, y quizás la más difundida, está inspirada en los trabajos especulativos de científicos
e ingenieros provenientes en buena parte del campo de la Inteligencia Artificial, de la ingeniería de software y de la robótica.
Marvin Minsky, Hans Moravec, Raymond Kurzweil, Nick Bostrom y Anders Sandberg son nombres imprescindibles al respecto.
Un ejemplo representativo de este enfoque es el libro de Hans Moravec Mind Children, publicado en 1988. En él se anuncia
con excitación un futuro postbiológico en el que los seres humanos serán sustituidos en el control de este planeta por sus
descendientes mentales o culturales: los robots superinteligentes; y se juega con la idea de la inmortalidad conseguida
mediante el procedimiento de verter nuestra mente, que es vista en todo momento como un mero software, en un nuevo
hardware, esta vez duradero, es decir, en una máquina. La segunda vertiente del transhumanismo tecnocientífico es la que
tiene una base biológica y médica, sobre todo farmacológica y genética. Está representada fundamentalmente por los
defensores del «biomejoramiento humano» o «mejoramiento biomédico». Entre sus representantes más destacados están
John Harris, Julian Savulescu y George Church, aunque es muy posible que ninguno de ellos aceptara el calificativo de
«transhumanista». La ingeniería genética realizada hasta ahora, que comienza a ser designada como «clásica», en su aplicación
posible al ser humano puede marcarse como objetivos alcanzables en un futuro más o menos lejano la eliminación de genes
defectuosos, la potenciación de genes con cualidades deseables e incluso la inserción en nuestro genoma de genes procedentes
de otras especies, pero desde comienzos de este siglo los científicos disponen de una herramienta potencialmente mucho más
poderosa: la biología sintética. Este campo de investigación tecnocientífico ha permitido ya la creación en laboratorio de genes
artificialmente diseñados para fines específicos, capaces de hacer que las células adquieran funciones radicalmente nuevas
que no poseen en la naturaleza. En el futuro, dichos genes podrían estar constituidos incluso por nuevos tipos de nucleótidos
o estar sometidos a un código genético diferente. Esto abre posibilidades mucho mayores de transformación de la vida tal
como la conocemos, incluyendo aplicaciones más audaces y radicales en el propio ser humano. En última instancia, lo que
busca el transhumanismo tecnocientífico es la superación tecnológica del ser humano y su conversión en un (ciber)organismo
genéticamente rediseñado y potenciado.
Pese a las diferencias entre el transhumanismo cultural y el tecnocientífico, que han llevado a algunos intérpretes a
considerarlos como opuestos en sus fines e intereses, subyace una idea común a ambos: la eliminación de las fronteras entre
el ser humano y la máquina (y entre lo real y lo virtual) es considerada como una forma de liberación. La integración con la
máquina, la superación de lo biológico (y lo corporal) en cuanto que factor limitante es el modo final en el que el ser humano
puede trascender su condición miserable, sesgada y asfixiante, para aspirar a horizontes en los que no se atisba límite alguno,
ni temporal ni material. Aferrarse a una condición humana biológica y culturalmente prefijada es un empeño absurdo. La
genuina liberación política y espiritual ha de empezar por una liberación de dicha condición.
Para el transhumanismo cultural esto implica proclamar el final del humanismo —de la visión antropocéntrica de la
naturaleza y de la ética—, porque es ahí donde está la fuente de la que beben las múltiples formas de opresión cultural que ha
generado la época moderna. El sujeto moderno no es ya sostenible por más tiempo. En cambio, algunos transhumanistas
tecnocientíficos quieren subrayar la continuidad de los ideales humanistas en el proyecto que ellos persiguen, e incluso
consideran que se trata de una radicalización de dichos ideales, puesto que tan solo se busca la superación de las barreras
impuestas por nuestra condición biológica. Pero vistas las cosas con detenimiento, lo cierto es que la ruptura con esos ideales
es mucho más clara que esa tenue continuidad que señalan y que apenas se basa en la confianza en el progreso de la ciencia y

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de la técnica. Desde un punto de vista transhumanista comprometido, es difícil no ver el humanismo como un proyecto miope,
de vuelo corto y, además, fracasado. En la situación actual de deterioro ambiental, de sobreexplotación de los recursos
naturales, de extinción masiva de especies, de aumento de las desigualdades, de superpoblación, no queda mucho espacio
ideológico para pretender aún situar al ser humano (concebido además bajo el prisma occidental) en el centro del universo; si
hay algún centro que ocupar, ese lugar debe corresponder en todo caso a su sucesor posthumano, que no compartirá
previsiblemente ni sus propiedades, ni sus fines, ni sus valores.
Es posible encontrar también autores que toman elementos de ambos enfoques, el cultural y el tecnocientífico. Tal
es el caso de Peter Sloterdijk, quien además deja bien clara su actitud antihumanista, aunque no le guste el término. En su
influyente librito Normas para el parque humano —aparecido en alemán 1999— sostiene que el proyecto humanista de
«amansamiento» y «domesticación» del ser humano mediante la lectura de textos canónicos y el cultivo de un progreso
cultural y educativo constantes ha fracasado, y que la barbarie no ha hecho sino crecer en los últimos siglos. Sloterdijk no
proporciona, por cierto, estudios empíricos para fundamentar esta afirmación. Parece más bien que ese es el sentimiento
pesimista que a él personalmente le despierta la visión de nuestra historia, adobada con los aliños de cierta perspectiva
filosófica. Desde ese punto de partida, y con el temor de que la bestia humana acabe destruyéndose a sí misma antes de que
algo pueda impedirlo, él cree que se hace necesario y urgente explorar la posibilidad de obtener el mismo fin a través de
procedimientos más directos y más efectivos que la educación y la lectura. En un giro argumental —que si bien debe mucho a
la crítica heideggeriana al humanismo (el texto pretende ser una réplica a la Carta sobre el humanismo de Heidegger), es sin
embargo opuesto a ella—, Sloterdijk sostiene que sería bueno plantearse si el remedio a este fracaso estaría en una
«antropotécnica» capaz de dirigir «con una política de cría» la reproducción humana; o, dicho de forma más transparente, a
través de la eugenesia y de la manipulación genética de nuestra especie. Cierto es que hay que evitar un biologismo ingenuo
incapaz de comprender la complejidad evolutiva de nuestra especie y que puede causar un gran daño al aplicar estas técnicas
sin ningún cuidado, pero la pretensión de Sloterdijk no deja lugar a dudas: su uso es el camino. «La antropotécnica real —
escribe— requiere que el político sepa entretejer del modo más efectivo las propiedades de los hombres voluntariamente
gobernables que resulten más favorables a los intereses públicos, de manera que bajo su mando el parque humano alcance la
homeostasis óptima». Aunque bien visto, esta propuesta de Sloterdijk no sea quizás tan contraria al espíritu heideggeriano
como pueda parecer, porque en definitiva la antropotécnica sería, más que ningún otro uso de la técnica, el cumplimiento
definitivo del ideal metafísico de Occidente o, por decirlo en terminología de Heidegger, el dominio final del Gestell.
Todo este extraordinario discurso que acabamos de presentar empieza a tener ya un número notable de réplicas bien
informadas y de análisis críticos interesantes, provenientes además de diversas orientaciones políticas y filosóficas. Mi
modesta pretensión aquí es tan solo añadir alguna palabra más a lo ya dicho. El transhumanismo ha sido recibido por algunos
analistas con enorme escepticismo. Estos piensan que no habría nada de qué preocuparse porque sencillamente nada de esto
sucederá. Lo que los transhumanistas nos presentan como predicciones serias y fiables son meras especulaciones con base
científica más aparente que real. Su discurso no debe ser tomado sino como una manifestación propagandística del optimismo
tecnológico propio del sector cientificista de la comunidad intelectual. Otros, más radicales aún en su crítica, a la implausibilidad
fáctica de las propuestas transhumanistas añaden la voluntad que estas encerrarían de constituir una maniobra de distracción
ideológicamente sesgada para obviar los auténticos problemas del presente (desigualdad económica, deterioro
medioambiental, expoliación de recursos naturales, injusticias sociales, crímenes políticos, etc.) y disuadir de cualquier intento
por enfrentarse a ellos. Dicho de otro modo, el discurso transhumanista es un recurso del establishment tecnocrático para
justificar la continuación de la misma política (económica y tecnológica) que nos ha llevado a la actual situación insostenible y
finalmente al borde del colapso ecológico y civilizatorio. Queriendo escapar de la dura realidad mediante una fantasía
tecnoutópica, el transhumanismo nos aboca por inacción al desastre que quiere eludir con trampa. Desde el otro lado del
espectro político, los críticos más conservadores, en lo esencial, no ven el asunto de forma muy distinta. El transhumanismo es
para ellos una grave amenaza que se dirige en realidad a la aniquilación del ser humano bajo la excusa de su transformación
en un ser superior. Debilita todo lo que hay de sagrado en él, asume un poder que no nos corresponde y que no podemos
controlar, pone en cuestión las bases en las que se ha cimentado nuestra vida social y ética, introduce nuevas desigualdades y
refuerza de forma extrema el poder de una minoría sobre la gran mayoría, desdibuja las fronteras que nos separan del animal,
desprovee de significado nuestra mera existencia… Para estos críticos conservadores, hace décadas que C. S. Lewis supo
describir escueta pero claramente la situación: «la conquista final del Hombre ha resultado ser la abolición del Hombre».
Los transhumanistas ven el asunto de una forma muy diferente, como era de suponer, y han elaborado sus respuestas
a estas críticas. Para ellos, estamos iniciando una nueva gran revolución en la historia humana, la revolución definitiva, pues
impulsará al ser humano a un nivel evolutivo superior. Se trata de un acontecimiento único e inevitable para el que haremos
bien en ir preparándonos, porque, quizás, como dice Harari, no estamos aún en condiciones de desear lo correcto. Pero lo
estemos o no, el futuro será puesto irremisiblemente en nuestras manos gracias a los avances de la ciencia y la tecnología.
Como nuevos titanes, seremos entonces lo que queramos ser.

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