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EL ANÁLISIS FOTOGRÁFICO DE ROLAND BARTHES ANTE SU ESTUDIO DEL

DISCURSO AMOROSO

Daniel Arce García

el otro, a merced de un incidente fútil, que sólo mi perspicacia o mi delirio captan, aparece
bruscamente —se descubre, se desgarra, se revela, en el sentido fotográfico del término—.
—Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso

Pocas figuras en el acervo teórico y crítico del siglo XX expresan el tránsito del pensamiento

occidental hacia la posmodernidad como Roland Barthes. A saber, toda la obra del semiólogo

francés puede ser leída como un gran movimiento desde la mitología colectiva hasta la completa

afirmación del sujeto individual como dador de sentido ante el hecho significante o artístico. No

seré el primero en apuntar que la obra de Barthes da un fuerte giro después del provocador

ensayo El placer del texto (1973), en donde arguye el poder subversivo de un sujeto que mezclara

“todos los lenguajes aunque fueran considerados incompatibles” (12). Así, el Barthes de la última

década antes de su muerte se convierte en un defensor del poder radical del sujeto como eje del

proceso significador de los discursos, y se ha dicho que su producción de este periodo argumenta

sus “sensaciones” y “ofrenda su individualidad a una ‘ciencia del sujeto’” (Sala-Sanahuja en

Barthes 2018, 14), dejando entrar lo afectivo e incluso lo irracional a su amplia gama de acción

analítica.

Sin embargo, es difícil entender lo que el paso de Barthes hacia esta ciencia del sujeto

significa para su obra sin un acercamiento textual a su obra tardía. Quizá las dos pruebas más

sólidas del nuevo enfoque del teórico sean Fragmentos de un discurso amoroso (1977) y La

cámara lúcida (1980), dos de sus últimas producciones completas. En el primero, Barthes adopta

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la máscara de un hablante enamorado que explora en primera persona el funcionamiento

polisémico de ciertas figuras, las cuales identifica como arrebatos o gestos reconocibles dentro

del lenguaje utilizado convencionalmente sobre el amor, y que forman una tópica amorosa (18-

19); es decir, un repertorio verbal con el cual el amante entiende y da forma a su sentir.

Asimismo, en La cámara lúcida también nos encontramos ante un discurso subjetivo, en primera

persona, aunque en esta ocasión las referencias no veladas a eventos reales de la vida de Barthes

establecen un pacto de lectura todavía más íntimo. Este otro libro es una “nota sobre la

fotografía”, un ejercicio analítico que no pretende ser histórico ni desentrañar secretos técnicos

del arte, sino hurgar en la misma personalidad afectiva de Barthes hasta encontrar la esencia o

noema de la fotografía para él. Así, ambos libros pueden ser entendidos como parte de un

proyecto coherente: la encarnación de Barthes en un sujeto dispuesto a analizar discursos y

formas artísticas desde los afectos propios más que desde un bagaje estructuralista o semiótico

rígido.

Por ello mismo, este breve ejercicio buscará trazar algunas correspondencias entre ambos

textos, sugiriendo que el pensamiento del Barthes tardío sobre la fotografía es esencialmente

amoroso, por lo cual resulta fructífero leer ciertos conceptos clave de La cámara lúcida a la luz

del repertorio de figuras expuesto en Fragmentos de un discurso amoroso. En concreto, la

escritura de La cámara lúcida está motivada por el encuentro del teórico con una fotografía de su

madre en un invernadero, la cual despierta en él una serie de reflexiones que relacionan la

fotografía, la muerte y el amor, a través de la cual descubre la mencionada esencia de la

fotografía. Para dar una idea general de cómo es que Barthes llega a sus conclusiones, compararé

algunos pasajes de La cámara lúcida con cuatro figuras de Fragmentos de un discurso amoroso:

“Átopos”, “Lo incognoscible”, “La resonancia” y “Verdad”. Por cuestiones de extensión, estas

líneas no pretenden ser de ninguna manera exhaustivas, sino que se limitan a esbozar algunos de
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los lazos conceptuales y afectivos que dan unidad a los últimos proyectos de Barthes, ayudando a

explicar el carácter específico de su particular ciencia del sujeto: un terreno repleto de gran brillo

teórico, pero donde también operan —y poderosamente— las fuerzas del deseo, el dolor y la

muerte.

II

Casi al comenzar su estudio, Barthes define la fotografía como un campo de acción en donde

intervienen tres entes: el Operator, el Spectrum y el Spectator. Como indican sus nombres, el

primero es quien toma la foto y el último es quien la observa, mientras que Spectrum es el

inquietante nombre dado a lo que aparece en la foto, a su referente, paralizado por la plata en el

papel fotográfico: “esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con ‘espectáculo’ y le

añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto” (2018, 30). Como

conviene a un proyecto crítico que busca enaltecer al sujeto por sobre la estructura, Barthes no se

interesa en su estudio por los trucos y las técnicas del Operator al tomar la foto, sino que se

mantiene firmemente del lado del Spectator que trata de desentrañar lo que el Spectrum despierta

(o no) en él, y por qué. En aras de lograrlo, Barthes crea los conceptos de studium y punctum, con

los cuales logra separar lo que le interesa de la fotografía, que es su potencialidad afectiva, de

aquellos rasgos meramente formales o académicos. A saber, en el dominio del studium se

clasifica todo interés que la fotografía despierte con base en el conocimiento general del

espectador, es decir, su cultura y su saber. El valor que pueda tener cualquier foto como

testimonio político, documento histórico o arte visual queda inscrito en el studium, el cual

interesa de una manera intelectual que Barthes describe como “tibia” (2018, 45). Esto no interesa

en el libro.

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Por el contrario, el punctum es ese elusivo fantasma que da meta al resto de La cámara

lúcida. Se le define como una escisión, algo que no está en el campo intelectual del studium, pero

que sale de la foto “como una flecha y viene a punzarme” (2018, 46). En otras palabras, el

punctum es todo elemento de azar que despierta en el espectador una respuesta emocional

subjetiva, irracional, más allá de la cultura, envolviéndolo en goce o dolor personal. El que el

punctum surja por azar es importante: si el espectador se da cuenta de que un detalle que pudiera

afectarlo emocionalmente ha sido puesto allí intencionalmente por el fotógrafo, éste de inmediato

pierde su potencialidad afectiva, pues se transforma en parte de la técnica del artista, y por lo

tanto es studium. Así, el punctum debe ser algo que uno mismo (y nadie más) lee en la foto al

verla; visión de un subjetivismo radical, en la que ya podemos detectar la huella del discurso

amoroso. Es aquí donde encontramos nuestra primera correspondencia. Tómese esta descripción

del punctum: “Un detalle arrastra toda mi lectura; es una viva mutación de mi interés, una

fulguración. Gracias a la marca de algo la foto deja de ser cualquiera. Ese algo me ha hecho

vibrar” (2018, 66). Y ahora compárese con la figura “La resonancia”, encontrada en Fragmentos

de un discurso amoroso:

Lo que resuena en mí es lo que aprendo con mi cuerpo: algo tenue y agudo despierta bruscamente
a ese cuerpo que, entretanto, se embotaba en el conocimiento razonado de una situación general:
la palabra, la imagen, el pensamiento, actúan a la manera de un latigazo. Mi cuerpo interior se
pone a vibrar… a partir de una pequeñez todo en un discurso recuerdo y de la muerte se eleva y
me arrastra (2019, 245).

La comparación de estos pasajes permite observar con claridad la consistencia en la postura del

Barthes tardío ante el amor y ante la fotografía: ambos son fenómenos poblados por detalles

casuales e insignificantes, los cuales sin embargo son capaces de desatar una tormenta emocional

en el sujeto por medio de connotaciones subyacentes, vibraciones si se quiere. Y lo que es más,

Barthes no se limita a apuntar la existencia de estos detalles, sino que los eleva a la categoría de

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esencia del discurso, pues así como el punctum se convertirá en el camino para encontrar el

noema de la fotografía, Barthes distingue a la resonancia como el “modo fundamental de la

subjetividad amorosa” (2019, 245).

Pero, ¿qué tipo de detalles pueden constituir el punctum de una fotografía? Los ejemplos

que aporta Barthes son ilustrativos, pero también oscuros. Ante el retrato de una familia

afroamericana de 1926, el crítico dice sentir un punctum de benevolencia y ternura debido a las

zapatillas y el gran cinturón de una de las mujeres; no obstante, ni siquiera el autor sabe

identificar del todo las razones: “¿Por qué una antigualla tan remota me impresiona? Quiero

decir, ¿a qué época me remite?” (2018, 63). En otra ocasión, dice sentirse “subyugado” por algo

en un retrato del director teatral Bob Wilson, pero no logra “decir por qué”, y ello le lleva a

declarar que el punctum es —para todo efecto práctico— incognoscible:

¿es acaso la mirada, la piel, la posición de las manos, las zapatillas de básquet? El efecto es
seguro, pero ilocalizable, no encuentra su signo, su nombre; es tajante, y sin embargo recala en
una zona incierta de mí mismo; es agudo y reprimido, grita en silencio. Curiosa contradicción: es
un fogonazo que flota (2018, 68).

Es decir, el punctum puede ser cualquier detalle casual dentro de una fotografía, pero nunca

podemos saber exactamente cuál es o qué nos hace, puesto que su efecto es imposible de

sistematizar en una estructura racional de significado: es un algo difuso que pertenece al deseo de

cada observador. Esto es decir que se parece bastante a los preceptos establecidos por Barthes

sobre lo “incognoscible” del amor, en cuyo discurso el objeto amoroso también se erige como un

referente imposible de aprehender, eternamente ajeno e ilegible, pero que de todos modos nos

mueve de manera irrefrenable mediante un misterioso reconocimiento de nuestro deseo en el otro:

“por una parte, creo conocer al otro mejor que cualquiera…y, por otra parte… el otro es

impenetrable, inhallable, irreductible… ¿De dónde viene? ¿Quién es? No lo sabré jamás” (2019,

175). Queda aquí del todo claro lo lejos que Barthes llega en esta etapa de su carrera de sus

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tiempos como estructuralista, pues si bien nunca fue el exponente más rígido de aquel grupo,

estos últimos libros introducen a sus aproximaciones semiológicas un elemento de brutal

indeterminación ligado a aspectos psicológicos individuales, el cual puede verse como la

consecuencia última de la difuminación de la autoridad sobre los discursos de la cual habló en

La muerte del autor: la completa subjetividad e infinidad de interpretaciones.

De manera paradójica, la indeterminación y la imposibilidad de conocer del todo al objeto

amoroso y al punctum fotográfico son precisamente lo que les da su poder. Esto ocurre porque

todo aquello que puede ser entendido y nombrado pertenece a lo racional, al intelecto, al studium:

“Lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme. La incapacidad de nombrar es un buen

síntoma de trastorno” (Barthes 2018, 68). La incapacidad de encontrar el léxico o la estructura

verbal adecuada para aprehender el objeto de deseo que nos hiere en una fotografía puede ser

entendida de manera análoga a la figura “Átopos” en el discurso amoroso, en cuyo resumen

Barthes dice que “El ser amado es reconocido por el sujeto… como inclasificable, de una

originalidad incesantemente imprevisible”. Un poco más adelante, Barthes continúa: “Es átopos

el otro al que amo y me fascina… el Único, la Imagen singular que ha venido milagrosamente a

responder a la especificidad de mi deseo” (2019, 51). Como puede notarse, el enfoque de Barthes

se centra para ambos casos en la interpretación que un sujeto hace de su objeto deseado; es por

completo secundario si las características que lo hacen deseable están realmente en el objeto. De

hecho, es imposible probar si lo están, y por lo tanto ello es irrelevante. Lo que interesa es el

proceso emocional mediante el cual una persona reconoce un algo misterioso de sí misma en un

ente otro, el cual siempre parece (en el momento de la fascinación) irremplazable: “Es la figura

de mi verdad; no puede ser tomado a partir de ningún estereotipo (que es la verdad de los otros)”

(2019, 51, cursivas mías). Hay un halo de misticismo en la construcción de este deseo único,

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irreductiblemente singular y poderoso a pesar de su vaguedad; es la persecución que hace un

exégeta de la interpretación final, la verdad que dé completo sentido a nuestro deseo.

Son terrenos ambiguos, pero de pronto pueden pasar a ser algo muy concreto. El

verdadero motivo tras la escritura de La cámara lúcida, que nos es revelado hasta la segunda

mitad del libro, es el hallazgo por parte de Barthes de una vieja fotografía de su madre —

entonces recién fallecida— en un invernadero. Según lo relata el crítico, había estado revisando

todas las fotografías de su madre en orden inverso, y la fotografía del invernadero era la más

antigua. En ella su madre era todavía una niña, y no se parecía en ningún sentido real a la mujer

que Barthes conoció. Sin embargo, es la única fotografía que satisface lo que él interpreta como

la verdad de su madre (la cual, por supuesto, no es sino su propia verdad interpretativa); es la

única fotografía que trasciende la simple coincidencia entre foto y referente y permite un

verdadero momento de resurrección del objeto, al menos en la lectura del espectador:

Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de
sus manos, el sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse… todo esto
conformaba la imagen de una inocencia soberana… había convertido la pose fotográfica en
aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. Es
esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser (2018, 83).

La completa singularidad del punctum y del deseo amoroso se conjuntan totalmente en esta

situación: la de un espectador que admira una foto de un ser amado a quién ha perdido, y que de

pronto reconoce en la imagen no sólo las trazas materiales, “civiles”, de su identidad, sino sus

cualidades internas y morales, la irreductible verdad de su vida, ese misterioso “parecido a sí

mismo” que Barthes más adelante llama “aire” (118). En consecuencia, ninguna foto puede

trastornar más el deseo de Barthes que aquella de su madre en el invernadero: “Todas las

fotografías del mundo formaban un laberinto. Yo sabía que en el centro de ese Laberinto sólo

encontraría esa única foto” (87). Sin embargo, en el acto más conmovedor e ilustrativo del libro,

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decide no reproducir la foto en sus páginas: “No puedo mostrar la Foto del Invernadero. Esta

Foto existe para mí solo. Para ustedes sólo sería una foto indistinta” (88). Así, el artefacto que

permite a Barthes entender al fin aquello que le fascina en el mundo de la fotografía le es negado

a sus lectores, dejando con su negación la enseñanza posestructuralista por excelencia: que

ningún modelo o herramienta de interpretación es general, es decir libre del sujeto. Por el

contrario, todos los discursos y formas artísticas existen sólo en el sujeto, quien constantemente

activa y hasta crea sus potencialidades de un modo que siempre será, hasta cierto punto,

intransferible.

III

Y finalmente, ¿qué es lo que descubre Barthes sobre la fotografía? Esa verdad oscura que sólo

surge en su fuero interno a partir del dolor y la pérdida. Pues bien, a diferencia de otras artes,

Barthes encuentra que la fotografía lleva a su referente consigo, inseparable, “estando marcados

ambos por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno mismo del mundo en

movimiento” (2018, 17). En otras palabras, la fotografía es un momento congelado en el tiempo.

Esto puede sonar a lugar común, pero provoca una honda perturbación emocional al ser

considerado bajo la lente del punctum; inspirado por la forma en que la fotografía tiene el poder

de reencontrarlo con la verdad de su madre muerta, Barthes se da cuenta que el tiempo mismo es

la clave para entender nuestra fascinación con esos momentos congelados. Ejemplificando con el

retrato de un joven condenado a muerte en 1865, el autor llega a dos verbalizaciones clave sobre

el tiempo: todo el poder emocional del punctum, del cual hemos hablado hasta ahora, puede

resumirse en “Esto ha sido” y “Esto va a morir” (107). En este momento, debemos recurrir de

nuevo a Fragmentos de un discurso amoroso; en específico a la última figura, convenientemente

titulada “Verdad”. Aquí se nos dice que “La verdad sería lo que, suprimido, no dejaría al
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descubierto sino la muerte”, o bien “lo que, del fantasma, [no debe] ser negado, atacado,

defraudado: su parte irreductible, lo que no ceso de querer conocer antes de morir” (2019, 289).

Todo esto es decir que, para el imaginario tardío de Roland Barthes, el amor constituye la única

forma de acercamiento interpretativo a las otredades deseadas que tiene la fuerza para ir más allá

de lo racional, trascender la muerte y el paso ineludible del tiempo, y reconstruir de golpe la

verdad del objeto amado. Por lo tanto, la fotografía resulta la forma artística más cercana a los

preceptos del amor barthesiano dada su aparente correspondencia total entre referente y obra, su

premisa de inmortalidad para el objeto fotografiado:

Puesto que la Fotografía… autentifica la existencia de tal ser, quiero volverlo a encontrar
enteramente, es decir, en esencia, [y la foto] sólo puede responder a mi deseo excesivo mediante
algo indecible: evidente… y sin embargo improbable (no puedo probarlo). Ese algo es el aire….
El aire… es como el suplemento inflexible de la identidad… En esta foto de verdad el ser que
amo, que amé, no se encuentra separado de sí mismo: por fin coincide (Barthes 2018, 117).

Es este el gran descubrimiento de Barthes acerca de la fotografía como forma: que en ocasiones

excepcionales, determinadas únicamente por las particularidades del sujeto que observa, es capaz

de reencontrarnos realmente con aquello que hemos amado y perdido.

Por supuesto, esta sensación es mucho más significativa cuando se trata de un ser muerto

a quien amamos, pero de cierto modo todas las fotografías tienen el potencial de disparar en

nosotros esta perturbación, este punctum. Esto ocurre porque todo momento fotografiado existió

alguna vez, pero muere en el momento exacto de su captura, por lo que observar fotografías es

una remembranza constante de la pérdida como mecanismo esencial del tiempo. Por esta razón,

Barthes observa una especie de alucinación que adviene al sujeto que observa, quien termina por

pensar en la fotografía como en una especie de médium, que permite acceder por un momento a

algo real que ya no está ahí. En un primer momento, Barthes piensa en llamar a este fervor

alucinatorio “sufrimiento de amor”, pero termina por darse cuenta que el sentimiento era “una ola

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más amplia que el sentimiento amoroso” y que puede ser mejor expresada en una palabra que nos

remite de nuevo al imaginario de la mística: la Piedad. Es a través de la piedad que el ansia

humana de congelar momentos para su posterior recuperación toma sentido, así como la ambigua

e indecible melancolía que estas fotografías nos causan después, al recordarnos la muerte:

Reuní en un último pensamiento las imágenes que me habían ‘punzado’… Infaliblemente, a través
de cada una de ellas…, entraba demencialmente en el espectáculo, en la imagen rodeando con los
brazos lo que está muerto, lo que va a morir, tal como hizo Nietzsche cuando… se echó al cuello
de un caballo martirizado: se había vuelto loco por Piedad (2018, 127).

Pero esta locura no tiene por qué descomponerse en una imagen negativa ni de completo

patetismo. De hecho, puede ser una hermosa inversión de los valores convencionales sobre la

locura, y así podría leerse a la luz de otro pasaje de la figura “Verdad” en Fragmentos de un

discurso amoroso. Allí se dice que, para el enamorado, lo que el mundo entiende por locura,

ilusión o error, él lo tiene por verdad. Así como el amor, la verdad espectral encontrada en

algunas fotografías es algo que se afirma más allá del sentido común y del intelecto: es una

alucinación, pero no por ello es del todo ilusoria. Por supuesto que la fotografía no tiene

literalmente el poder de resucitar nada —ni a un ser amado ni a un momento cualquiera, perdido

entre las arenas del tiempo—, pero ello no significa que la relación entre el sujeto y su deseo no

sea real en el momento de la punzada, del punctum: “Desplazamiento: no es la verdad lo que es

verdadero, es la relación con el señuelo lo que se vuelve verdadero. Para estar en la verdad basta

obstinarme: un señuelo afirmado infinitamente, contra viento y marea, se vuelve una verdad”

(2019, 288).

Tenemos entonces, a través de la consideración de dos textos que en apariencia no tratan

de lo mismo, un esbozo coherente de la postura fijada por Roland Barthes antes de su muerte: el

triunfo del sujeto que afirma irremediablemente su derecho a interpretar todo código y encontrar

cualquier verdad de acuerdo con él mismo, en su propia humanidad contingente, más allá de

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cualquier estructura discursiva o semiótica impersonal. Así, con algo de ironía, el tránsito de

Barthes hacia el posestructuralismo pareciera regresarnos a tiempos ancestrales, invocando la

imperturbable máxima de Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”.

BIBLIOGRAFÍA:

BARTHES, Roland. El placer del texto y Lección inaugural. Ciudad de México, Siglo XXI, 2011.

___. Fragmentos de un discurso amoroso. Ciudad de México, Siglo XXI, 2019.

___. La cámara lúcida. Intr. de Joaquim Sala-Sanahuja. Ciudad de México, Paidós, 2018.

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