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DISCURSO AMOROSO
el otro, a merced de un incidente fútil, que sólo mi perspicacia o mi delirio captan, aparece
bruscamente —se descubre, se desgarra, se revela, en el sentido fotográfico del término—.
—Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso
Pocas figuras en el acervo teórico y crítico del siglo XX expresan el tránsito del pensamiento
occidental hacia la posmodernidad como Roland Barthes. A saber, toda la obra del semiólogo
francés puede ser leída como un gran movimiento desde la mitología colectiva hasta la completa
afirmación del sujeto individual como dador de sentido ante el hecho significante o artístico. No
seré el primero en apuntar que la obra de Barthes da un fuerte giro después del provocador
ensayo El placer del texto (1973), en donde arguye el poder subversivo de un sujeto que mezclara
“todos los lenguajes aunque fueran considerados incompatibles” (12). Así, el Barthes de la última
década antes de su muerte se convierte en un defensor del poder radical del sujeto como eje del
proceso significador de los discursos, y se ha dicho que su producción de este periodo argumenta
Barthes 2018, 14), dejando entrar lo afectivo e incluso lo irracional a su amplia gama de acción
analítica.
Sin embargo, es difícil entender lo que el paso de Barthes hacia esta ciencia del sujeto
significa para su obra sin un acercamiento textual a su obra tardía. Quizá las dos pruebas más
sólidas del nuevo enfoque del teórico sean Fragmentos de un discurso amoroso (1977) y La
cámara lúcida (1980), dos de sus últimas producciones completas. En el primero, Barthes adopta
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la máscara de un hablante enamorado que explora en primera persona el funcionamiento
polisémico de ciertas figuras, las cuales identifica como arrebatos o gestos reconocibles dentro
del lenguaje utilizado convencionalmente sobre el amor, y que forman una tópica amorosa (18-
19); es decir, un repertorio verbal con el cual el amante entiende y da forma a su sentir.
Asimismo, en La cámara lúcida también nos encontramos ante un discurso subjetivo, en primera
persona, aunque en esta ocasión las referencias no veladas a eventos reales de la vida de Barthes
establecen un pacto de lectura todavía más íntimo. Este otro libro es una “nota sobre la
fotografía”, un ejercicio analítico que no pretende ser histórico ni desentrañar secretos técnicos
del arte, sino hurgar en la misma personalidad afectiva de Barthes hasta encontrar la esencia o
noema de la fotografía para él. Así, ambos libros pueden ser entendidos como parte de un
formas artísticas desde los afectos propios más que desde un bagaje estructuralista o semiótico
rígido.
Por ello mismo, este breve ejercicio buscará trazar algunas correspondencias entre ambos
textos, sugiriendo que el pensamiento del Barthes tardío sobre la fotografía es esencialmente
amoroso, por lo cual resulta fructífero leer ciertos conceptos clave de La cámara lúcida a la luz
escritura de La cámara lúcida está motivada por el encuentro del teórico con una fotografía de su
fotografía. Para dar una idea general de cómo es que Barthes llega a sus conclusiones, compararé
algunos pasajes de La cámara lúcida con cuatro figuras de Fragmentos de un discurso amoroso:
“Átopos”, “Lo incognoscible”, “La resonancia” y “Verdad”. Por cuestiones de extensión, estas
líneas no pretenden ser de ninguna manera exhaustivas, sino que se limitan a esbozar algunos de
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los lazos conceptuales y afectivos que dan unidad a los últimos proyectos de Barthes, ayudando a
explicar el carácter específico de su particular ciencia del sujeto: un terreno repleto de gran brillo
teórico, pero donde también operan —y poderosamente— las fuerzas del deseo, el dolor y la
muerte.
II
Casi al comenzar su estudio, Barthes define la fotografía como un campo de acción en donde
intervienen tres entes: el Operator, el Spectrum y el Spectator. Como indican sus nombres, el
primero es quien toma la foto y el último es quien la observa, mientras que Spectrum es el
inquietante nombre dado a lo que aparece en la foto, a su referente, paralizado por la plata en el
papel fotográfico: “esta palabra mantiene a través de su raíz una relación con ‘espectáculo’ y le
añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto” (2018, 30). Como
conviene a un proyecto crítico que busca enaltecer al sujeto por sobre la estructura, Barthes no se
interesa en su estudio por los trucos y las técnicas del Operator al tomar la foto, sino que se
mantiene firmemente del lado del Spectator que trata de desentrañar lo que el Spectrum despierta
(o no) en él, y por qué. En aras de lograrlo, Barthes crea los conceptos de studium y punctum, con
los cuales logra separar lo que le interesa de la fotografía, que es su potencialidad afectiva, de
clasifica todo interés que la fotografía despierte con base en el conocimiento general del
espectador, es decir, su cultura y su saber. El valor que pueda tener cualquier foto como
testimonio político, documento histórico o arte visual queda inscrito en el studium, el cual
interesa de una manera intelectual que Barthes describe como “tibia” (2018, 45). Esto no interesa
en el libro.
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Por el contrario, el punctum es ese elusivo fantasma que da meta al resto de La cámara
lúcida. Se le define como una escisión, algo que no está en el campo intelectual del studium, pero
que sale de la foto “como una flecha y viene a punzarme” (2018, 46). En otras palabras, el
punctum es todo elemento de azar que despierta en el espectador una respuesta emocional
subjetiva, irracional, más allá de la cultura, envolviéndolo en goce o dolor personal. El que el
punctum surja por azar es importante: si el espectador se da cuenta de que un detalle que pudiera
afectarlo emocionalmente ha sido puesto allí intencionalmente por el fotógrafo, éste de inmediato
pierde su potencialidad afectiva, pues se transforma en parte de la técnica del artista, y por lo
tanto es studium. Así, el punctum debe ser algo que uno mismo (y nadie más) lee en la foto al
verla; visión de un subjetivismo radical, en la que ya podemos detectar la huella del discurso
amoroso. Es aquí donde encontramos nuestra primera correspondencia. Tómese esta descripción
del punctum: “Un detalle arrastra toda mi lectura; es una viva mutación de mi interés, una
fulguración. Gracias a la marca de algo la foto deja de ser cualquiera. Ese algo me ha hecho
vibrar” (2018, 66). Y ahora compárese con la figura “La resonancia”, encontrada en Fragmentos
de un discurso amoroso:
Lo que resuena en mí es lo que aprendo con mi cuerpo: algo tenue y agudo despierta bruscamente
a ese cuerpo que, entretanto, se embotaba en el conocimiento razonado de una situación general:
la palabra, la imagen, el pensamiento, actúan a la manera de un latigazo. Mi cuerpo interior se
pone a vibrar… a partir de una pequeñez todo en un discurso recuerdo y de la muerte se eleva y
me arrastra (2019, 245).
La comparación de estos pasajes permite observar con claridad la consistencia en la postura del
Barthes tardío ante el amor y ante la fotografía: ambos son fenómenos poblados por detalles
casuales e insignificantes, los cuales sin embargo son capaces de desatar una tormenta emocional
Barthes no se limita a apuntar la existencia de estos detalles, sino que los eleva a la categoría de
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esencia del discurso, pues así como el punctum se convertirá en el camino para encontrar el
Pero, ¿qué tipo de detalles pueden constituir el punctum de una fotografía? Los ejemplos
que aporta Barthes son ilustrativos, pero también oscuros. Ante el retrato de una familia
afroamericana de 1926, el crítico dice sentir un punctum de benevolencia y ternura debido a las
zapatillas y el gran cinturón de una de las mujeres; no obstante, ni siquiera el autor sabe
identificar del todo las razones: “¿Por qué una antigualla tan remota me impresiona? Quiero
decir, ¿a qué época me remite?” (2018, 63). En otra ocasión, dice sentirse “subyugado” por algo
en un retrato del director teatral Bob Wilson, pero no logra “decir por qué”, y ello le lleva a
¿es acaso la mirada, la piel, la posición de las manos, las zapatillas de básquet? El efecto es
seguro, pero ilocalizable, no encuentra su signo, su nombre; es tajante, y sin embargo recala en
una zona incierta de mí mismo; es agudo y reprimido, grita en silencio. Curiosa contradicción: es
un fogonazo que flota (2018, 68).
Es decir, el punctum puede ser cualquier detalle casual dentro de una fotografía, pero nunca
podemos saber exactamente cuál es o qué nos hace, puesto que su efecto es imposible de
sistematizar en una estructura racional de significado: es un algo difuso que pertenece al deseo de
cada observador. Esto es decir que se parece bastante a los preceptos establecidos por Barthes
sobre lo “incognoscible” del amor, en cuyo discurso el objeto amoroso también se erige como un
referente imposible de aprehender, eternamente ajeno e ilegible, pero que de todos modos nos
“por una parte, creo conocer al otro mejor que cualquiera…y, por otra parte… el otro es
impenetrable, inhallable, irreductible… ¿De dónde viene? ¿Quién es? No lo sabré jamás” (2019,
175). Queda aquí del todo claro lo lejos que Barthes llega en esta etapa de su carrera de sus
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tiempos como estructuralista, pues si bien nunca fue el exponente más rígido de aquel grupo,
amoroso y al punctum fotográfico son precisamente lo que les da su poder. Esto ocurre porque
todo aquello que puede ser entendido y nombrado pertenece a lo racional, al intelecto, al studium:
“Lo que puedo nombrar no puede realmente punzarme. La incapacidad de nombrar es un buen
verbal adecuada para aprehender el objeto de deseo que nos hiere en una fotografía puede ser
Barthes dice que “El ser amado es reconocido por el sujeto… como inclasificable, de una
originalidad incesantemente imprevisible”. Un poco más adelante, Barthes continúa: “Es átopos
el otro al que amo y me fascina… el Único, la Imagen singular que ha venido milagrosamente a
responder a la especificidad de mi deseo” (2019, 51). Como puede notarse, el enfoque de Barthes
se centra para ambos casos en la interpretación que un sujeto hace de su objeto deseado; es por
completo secundario si las características que lo hacen deseable están realmente en el objeto. De
hecho, es imposible probar si lo están, y por lo tanto ello es irrelevante. Lo que interesa es el
proceso emocional mediante el cual una persona reconoce un algo misterioso de sí misma en un
ente otro, el cual siempre parece (en el momento de la fascinación) irremplazable: “Es la figura
de mi verdad; no puede ser tomado a partir de ningún estereotipo (que es la verdad de los otros)”
(2019, 51, cursivas mías). Hay un halo de misticismo en la construcción de este deseo único,
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irreductiblemente singular y poderoso a pesar de su vaguedad; es la persecución que hace un
Son terrenos ambiguos, pero de pronto pueden pasar a ser algo muy concreto. El
verdadero motivo tras la escritura de La cámara lúcida, que nos es revelado hasta la segunda
mitad del libro, es el hallazgo por parte de Barthes de una vieja fotografía de su madre —
entonces recién fallecida— en un invernadero. Según lo relata el crítico, había estado revisando
todas las fotografías de su madre en orden inverso, y la fotografía del invernadero era la más
antigua. En ella su madre era todavía una niña, y no se parecía en ningún sentido real a la mujer
que Barthes conoció. Sin embargo, es la única fotografía que satisface lo que él interpreta como
la verdad de su madre (la cual, por supuesto, no es sino su propia verdad interpretativa); es la
única fotografía que trasciende la simple coincidencia entre foto y referente y permite un
Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre. La claridad de su rostro, la ingenua posición de
sus manos, el sitio que había tomado dócilmente, sin mostrarse ni esconderse… todo esto
conformaba la imagen de una inocencia soberana… había convertido la pose fotográfica en
aquella paradoja insostenible que toda su vida había sostenido: la afirmación de una dulzura. Es
esa imagen de niña yo veía la bondad que había formado su ser (2018, 83).
La completa singularidad del punctum y del deseo amoroso se conjuntan totalmente en esta
situación: la de un espectador que admira una foto de un ser amado a quién ha perdido, y que de
pronto reconoce en la imagen no sólo las trazas materiales, “civiles”, de su identidad, sino sus
mismo” que Barthes más adelante llama “aire” (118). En consecuencia, ninguna foto puede
trastornar más el deseo de Barthes que aquella de su madre en el invernadero: “Todas las
fotografías del mundo formaban un laberinto. Yo sabía que en el centro de ese Laberinto sólo
encontraría esa única foto” (87). Sin embargo, en el acto más conmovedor e ilustrativo del libro,
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decide no reproducir la foto en sus páginas: “No puedo mostrar la Foto del Invernadero. Esta
Foto existe para mí solo. Para ustedes sólo sería una foto indistinta” (88). Así, el artefacto que
permite a Barthes entender al fin aquello que le fascina en el mundo de la fotografía le es negado
a sus lectores, dejando con su negación la enseñanza posestructuralista por excelencia: que
ningún modelo o herramienta de interpretación es general, es decir libre del sujeto. Por el
contrario, todos los discursos y formas artísticas existen sólo en el sujeto, quien constantemente
activa y hasta crea sus potencialidades de un modo que siempre será, hasta cierto punto,
intransferible.
III
Y finalmente, ¿qué es lo que descubre Barthes sobre la fotografía? Esa verdad oscura que sólo
surge en su fuero interno a partir del dolor y la pérdida. Pues bien, a diferencia de otras artes,
Barthes encuentra que la fotografía lleva a su referente consigo, inseparable, “estando marcados
ambos por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno mismo del mundo en
Esto puede sonar a lugar común, pero provoca una honda perturbación emocional al ser
considerado bajo la lente del punctum; inspirado por la forma en que la fotografía tiene el poder
de reencontrarlo con la verdad de su madre muerta, Barthes se da cuenta que el tiempo mismo es
la clave para entender nuestra fascinación con esos momentos congelados. Ejemplificando con el
retrato de un joven condenado a muerte en 1865, el autor llega a dos verbalizaciones clave sobre
el tiempo: todo el poder emocional del punctum, del cual hemos hablado hasta ahora, puede
resumirse en “Esto ha sido” y “Esto va a morir” (107). En este momento, debemos recurrir de
titulada “Verdad”. Aquí se nos dice que “La verdad sería lo que, suprimido, no dejaría al
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descubierto sino la muerte”, o bien “lo que, del fantasma, [no debe] ser negado, atacado,
defraudado: su parte irreductible, lo que no ceso de querer conocer antes de morir” (2019, 289).
Todo esto es decir que, para el imaginario tardío de Roland Barthes, el amor constituye la única
forma de acercamiento interpretativo a las otredades deseadas que tiene la fuerza para ir más allá
verdad del objeto amado. Por lo tanto, la fotografía resulta la forma artística más cercana a los
preceptos del amor barthesiano dada su aparente correspondencia total entre referente y obra, su
Puesto que la Fotografía… autentifica la existencia de tal ser, quiero volverlo a encontrar
enteramente, es decir, en esencia, [y la foto] sólo puede responder a mi deseo excesivo mediante
algo indecible: evidente… y sin embargo improbable (no puedo probarlo). Ese algo es el aire….
El aire… es como el suplemento inflexible de la identidad… En esta foto de verdad el ser que
amo, que amé, no se encuentra separado de sí mismo: por fin coincide (Barthes 2018, 117).
Es este el gran descubrimiento de Barthes acerca de la fotografía como forma: que en ocasiones
excepcionales, determinadas únicamente por las particularidades del sujeto que observa, es capaz
Por supuesto, esta sensación es mucho más significativa cuando se trata de un ser muerto
a quien amamos, pero de cierto modo todas las fotografías tienen el potencial de disparar en
nosotros esta perturbación, este punctum. Esto ocurre porque todo momento fotografiado existió
alguna vez, pero muere en el momento exacto de su captura, por lo que observar fotografías es
una remembranza constante de la pérdida como mecanismo esencial del tiempo. Por esta razón,
Barthes observa una especie de alucinación que adviene al sujeto que observa, quien termina por
pensar en la fotografía como en una especie de médium, que permite acceder por un momento a
algo real que ya no está ahí. En un primer momento, Barthes piensa en llamar a este fervor
alucinatorio “sufrimiento de amor”, pero termina por darse cuenta que el sentimiento era “una ola
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más amplia que el sentimiento amoroso” y que puede ser mejor expresada en una palabra que nos
humana de congelar momentos para su posterior recuperación toma sentido, así como la ambigua
e indecible melancolía que estas fotografías nos causan después, al recordarnos la muerte:
Reuní en un último pensamiento las imágenes que me habían ‘punzado’… Infaliblemente, a través
de cada una de ellas…, entraba demencialmente en el espectáculo, en la imagen rodeando con los
brazos lo que está muerto, lo que va a morir, tal como hizo Nietzsche cuando… se echó al cuello
de un caballo martirizado: se había vuelto loco por Piedad (2018, 127).
Pero esta locura no tiene por qué descomponerse en una imagen negativa ni de completo
patetismo. De hecho, puede ser una hermosa inversión de los valores convencionales sobre la
locura, y así podría leerse a la luz de otro pasaje de la figura “Verdad” en Fragmentos de un
discurso amoroso. Allí se dice que, para el enamorado, lo que el mundo entiende por locura,
ilusión o error, él lo tiene por verdad. Así como el amor, la verdad espectral encontrada en
algunas fotografías es algo que se afirma más allá del sentido común y del intelecto: es una
alucinación, pero no por ello es del todo ilusoria. Por supuesto que la fotografía no tiene
literalmente el poder de resucitar nada —ni a un ser amado ni a un momento cualquiera, perdido
entre las arenas del tiempo—, pero ello no significa que la relación entre el sujeto y su deseo no
verdadero, es la relación con el señuelo lo que se vuelve verdadero. Para estar en la verdad basta
obstinarme: un señuelo afirmado infinitamente, contra viento y marea, se vuelve una verdad”
(2019, 288).
de lo mismo, un esbozo coherente de la postura fijada por Roland Barthes antes de su muerte: el
triunfo del sujeto que afirma irremediablemente su derecho a interpretar todo código y encontrar
cualquier verdad de acuerdo con él mismo, en su propia humanidad contingente, más allá de
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cualquier estructura discursiva o semiótica impersonal. Así, con algo de ironía, el tránsito de
BIBLIOGRAFÍA:
BARTHES, Roland. El placer del texto y Lección inaugural. Ciudad de México, Siglo XXI, 2011.
___. La cámara lúcida. Intr. de Joaquim Sala-Sanahuja. Ciudad de México, Paidós, 2018.
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