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“UN MONTÓN DE HUESOS DESCOYUNTADOS”: EL BURRO COMO AVATAR DEL

SUFRIMIENTO EN “ROSSO MALPELO” Y AU HASARD BALTHAZAR

Daniel Arce García

¿Qué animal? El otro.

—Jacques Derrida

A lo largo de la historia humana, los procesos constructores de cultura han requerido la

utilización y manipulación de diversos elementos naturales —desde las plantas y los animales

hasta los minerales y el aire mismo— para conseguir las diversas metas que constituyen el

trayecto de una civilización: la supervivencia, la victoria militar, el progreso técnico, la

sofisticación de las ciencias e incluso el soporte mediático de las artes. En el ámbito del

pensamiento occidental, estos procesos se han manifestado en un paradigma que entiende la

naturaleza como un recurso dispuesto para el uso humano, lo cual establece relaciones de poder

entre el sujeto creador de cultura (usualmente entendido como masculino) y toda porción de la

naturaleza que éste juzgue útil o deseable. Hoy en día es evidente que estas relaciones, si bien

son ancestrales, sufrieron una aceleración en la era moderna, la edad del imperialismo, la

industria y la expansión hegemónica de los modelos occidentales de conocimiento. La

modernidad ha consistido en una gran objetificación de la naturaleza, basada en la supuesta

comprensión de su realidad por medio de la razón: “Only what can be objectified has a right to

be called ‘real’; everything else enters the realm of ‘culture’, the subject’s interior, or ‘mere’

image” (Franke 15). Los sujetos de la modernidad se distinguen por hacer esta división entre lo

real y lo subjetivo, la cual los deja cómo soberanos de lo racional en un mundo de objetos

aprehensibles, manipulables y destructibles.


La utilización de cada recurso natural en la cultura humana implica diversos factores que

deben negociarse en la teoría y en la práctica para conseguir el objetivo deseable, tanto en

términos éticos como utilitarios. Por ejemplo, una empresa maderera deberá preguntarse qué tan

renovables son sus árboles, cuál es la composición del suelo en su bosque y cuál será su actitud

hacia los incendios forestales no provocados, entre otros factores. De no hacerlo, puede haber

una devastación completa: el recurso natural se extingue y la empresa humana se hace imposible

(o por lo menos debe mudarse de lugar). Dadas sus capacidades cognitivas y de movimiento más

cercanas a las humanas, los animales son quizá el lugar más visible de estas relaciones, y el

sufrimiento es uno de los factores más importantes que la cultura humana debe negociar para el

uso y la explotación animal. ¿Tiene derecho el hombre a hacer sufrir a otras criaturas en

beneficio propio? ¿Qué tanto sufrimiento puede considerarse “humano”? Las respuestas de cada

cultura a estas inquietudes —a pesar de ser contradictorias y ambiguas— han guiado durante

milenios al pensamiento y las prácticas humanas respecto a los animales. Asimismo, las

aparentes actitudes que los animales toman ante su propio sufrimiento y su rol designado en la

cultura humana han coloreado nuestras ideas sobre la identidad y la personalidad de cada

especie, inspirando diversas representaciones artísticas y simbólicas donde el animal se convierte

en signo. ¿Signo de qué? De lo humano, de nuevo. Es decir, la utilización del animal en la

construcción de la cultura humana es tanto material como ideológica.

Tanto en cuerpo como en signo, el burro es uno de los miembros más destacados en el

bestiario de nuestra civilización. Según Jill Bough, las representaciones culturales del burro se

remontan a dos pilares fundacionales de Occidente: la tradición grecolatina y la bíblica. Sin

embargo, ambas se contradicen: “The writings of Homer, Aesop and Apuleius, for

example, have been instrumental in representations of donkeys as servile, stubborn and stupid,

while biblical imagery has been influential in presenting donkeys as symbols of humility and
peace, suffering and service” (57-58). Hemos recibido, entonces, una herencia discursiva

problemática acerca del burro, quien a lo largo de los siglos ha sido utilizado de manera

inconsistente para hablar tanto de los caracteres nobles y leales como de aquellos ignorantes y

necios. Lo curioso, e incluso diría lo perturbador, es que ambos entendimientos del burro se

basan en su aparente resignación al sufrimiento padecido a causa de su uso como herramienta en

la agricultura y en ciertas industrias tempranas. Es decir, el sujeto humano produce diferentes

interpretaciones valorizadas del animal a partir los comportamientos estables que éste exhibe.

Esto va de acuerdo con la concepción derridiana del pensamiento convencional sobre el animal:

el discurso dominante del hombre en vías de hominización se imagina al animal bajo las

especies más contradictorias e incompatibles: bondad absoluta porque natural, inocencia

absoluta antes del bien o del mal, el animal sin culpa ni defecto (ésta sería su superioridad como

inferioridad) pero asimismo el animal como mal absoluto, crueldad, salvajismo asesino (Derrida

81).

Las contradicciones en nuestros discursos y representaciones culturales de lo animal son

evidentes, pero también debe serlo su gran punto de coincidencia: en todo caso, marcan una

frontera rígida entre lo humano y lo no humano, convirtiendo a lo segundo en un objeto del cual

se puede tomar posesión tanto física como semántica.

Entonces, ¿qué diferentes facetas ha asumido la figuración cultural del burro para hablar

del sufrimiento como condición de la existencia? El objetivo de este ensayo es examinar la forma

en que dos obras narrativas han ligado la imagen ancestral del burro como bestia resignada y

sufriente con ciertos tipos de sufrimiento más concretos, surgidos de las relaciones de poder y las

violencias típicas que la modernidad ejerce sobre sus sujetos. La primera de estas obras es el

cuento “Rojo Malpelo” (1878), del verista siciliano Giovanni Verga, donde el personaje

principal es estigmatizado por su comunidad a causa de su pelo rojo, asociado a lo maligno, lo


brutal y (como ya veremos más de cerca) lo animal, siendo el burro la figura paralela que

Malpelo usa para entender su propio sufrimiento a manos de la industria minera. Por otro lado, el

filme Au hasard Balthazar (dir. Robert Bresson, 1966) toma una postura todavía más radical al

centrarse de lleno en la vida de un burro quien sufre distintas violencias a manos de diferentes

dueños, teniendo además una relación paralela con su primera dueña, Marie, cuya figura también

va asociándose a lo anormal, lo patológico y lo sufriente que puede hallarse en las relaciones

interpersonales y amorosas. Así, tenemos que la otredad del burro es utilizada para diseccionar

las formas de dominación y brutalidad que caracterizan tanto al trabajo capitalista como a las

desigualdades de género e incluso a estructuras de apariencia incuestionable, como la familia y la

polis. En ambos casos, la obra sucede en un lugar remoto y fronterizo, donde la violencia parece

inacabable e inescapable, consecuencia “natural” del choque entre lo salvaje y lo civilizado. Es

en las fronteras donde la modernidad actualiza su propio lado oscuro; aquel sitio que Anselm

Franke llama espacio de muerte: “This space is populated by dismembered bodies, by

fragmentation, scenarios of disintegration… providing a monstrous mirror to objectification,

discipline… and political terror. The unreal, delirious and diabolic night of darkness created by

the empire of enlightened reason” (19). Allí se forman sujetos igualmente liminales y confusos,

cuya extrema habituación y resignación ante el sufrimiento los empareja de maneras inquietantes

con lo bestial, erosionando las líneas supuestamente claras entre lo humano y lo no humano.

Para llevar a cabo el análisis, me serviré de una corriente creciente dentro de la filosofía y

la crítica cultural de Occidente, la cual busca hacer una metacrítica de los prejuicios

convencionales que suelen separar al sujeto humano moderno del reino de “lo natural”. En

específico, propuestas como las de Derrida y Franke plantean los problemas inherentes a la

objetificación de lo natural propia del racionalismo positivista al tiempo que reinstauran el

potencial subversivo de lo Otro, lo inaprensible e incluso lo irracional como paradigmas que


podrían acercarnos más al animal (o, cuando menos, dejar de separarlo de nosotros a cada

instante). En paralelo a tal vertiente filosófica, el término animal-standpoint criticism ha surgido

en el campo de la crítica literaria para designar una corriente que aboga por un estudio de las

representaciones textuales de animales el cual señale los puntos donde el prejuicio humano borra

o ejerce violencia sobre lo animal como tal. Estas son perspectivas que buscan pensar con el

animal en vez de sobre él, o al menos hacerse conscientes de los diversos modos en que la

reflexividad del pensamiento humano ha dibujado para nuestras mentes el espejismo de que

comprendemos al animal, de que podemos interpretarlo hasta llegar a su verdad, cuando lo cierto

es que su otredad absoluta sigue desequilibrándonos y haciéndonos temblar, como diría Derrida,

debido a su infranqueable opacidad. Mediante la consideración concreta de ejemplos de

representación animal en la cultura moderna es posible reconsiderar las implicaciones de las

fronteras que marcamos entre lo humano y “lo otro”, las cuales afectan no sólo nuestras

relaciones con la naturaleza, sino con todo aquello dentro de la misma humanidad que resulta

perturbador, desconocido y bestial.

II

Quizá por su historia de conquistas tortuosas y su relación ambivalente con la Italia unificada a

la que ahora “pertenece”, la isla de Sicilia ya es en sí misma un espacio fronterizo donde las

ilusiones cristalinas del progreso moderno suelen ponerse en duda, enturbiadas por la

subversividad de una concepción cíclica (quizá hasta cínica) del destino, donde “se perfecciona

la crítica de un falso progreso, de los cambios aparentes, de las mistificaciones por medio de las

cuales se perpetúa la dominación” (Di Grado 1). A esta concepción la acompaña una conciencia

exaltada de los esquemas concretos que mantienen al individuo dominado en su lugar mediante

el miedo y la brutalidad, pero, sobre todo, mediante la naturalización de la parálisis. Estas


dominaciones comienzan en casa, donde el individuo se encontrará muchas veces limitado por

los logros, los fracasos y hasta las simples características de sus ancestros. Quien ha nacido para

dominar, domina; quien ha nacido para servir, sirve; esto sin importar los cambios políticos

superficiales. La campaña por la unificación italiana es un ejemplo paradigmático: tras pelear por

ella en 1860 creyendo que traería cambios de fondo a su sociedad fuertemente jerárquica, los

campesinos y trabajadores de Sicilia pronto se vieron decepcionados, pues el nuevo gobierno

instauró nuevos impuestos y obligaciones en la isla, como el servicio militar, mientras que las

viejas clases dirigentes pudieron mantenerse en el poder tras simplemente cambiar los colores de

sus banderas. Seis años después, Sicilia ya se alzaba en una revuelta contra los poderes del

gobierno centralizado, la cual fue reprimida brutalmente con ayuda de un bombardeo naval

(Duggan 198). La rebeldía política de Sicilia, así como las ocupaciones semicampestres y la

marcada jerarquización social de sus modos de vida contribuyeron a la creación en el imaginario

italiano de la isla como un lugar “salvaje” o “primitivo”, donde la vida no sólo era desigual y

dura, sino desprovista de movilidad y posibilidades de cambio. Incluso el tiempo parece

congelado en un teatro de la desilusión moderna: podrán cambiar los reyes y los estandartes,

pero sin afectar el sufrimiento de la vida a nivel personal. Ya desde el siglo XIX nos

encontramos ante una sociedad consciente del fracaso del capitalismo y el imperialismo en la

producción de sus futuros prometidos, iluminados en teoría por la razón positivista.

Por supuesto, este terreno liminal y conflictivo constituye un campo fértil para una

literatura fuertemente escéptica hacia toda noción de progreso simple y emergido de la

uniformidad racional. La corriente literaria que respondió a tal llamado fue el verismo, con

Giovanni Verga (1840-1922) como representante principal. Diferenciado del naturalismo francés

por un menor énfasis en los “aspectos mórbidos y extraordinarios” de la vida de las clases bajas

(McWilliam 11), pero con un compromiso similar por hacer irrumpir sus experiencias y sus
voces silenciadas en el “salón de la literatura”, el verismo representa un proyecto de crítica a la

Historia de las élites, escrita siempre por los vencedores, y valoriza tanto la lengua como las

heridas vivenciales de los vencidos como aspectos generadores de conocimiento (Di Grado 1).

En la obra de Verga, quienes parecen tomar la palabra son precisamente esas masas de

campesinos y trabajadores que pelearon por Garibaldi en 1860 y fueron decepcionados, cuyas

voces no encontraban eco ni en el gobierno italiano ni en las viejas élites sicilianas. Al adoptar la

perspectiva de estas clases, el verismo revela la brutalidad y el dolor constante de sus vidas como

simples engranes cosificados en la gran maquina productora. A pesar de que los entornos de

Verga suelen ser campestres o de industria temprana, su énfasis en la perspectiva del proletariado

parece prefigurar a Georg Lukács, quien en Historia y conciencia de clase (1923) viera a los

trabajadores industriales urbanos como un grupo cuyo punto de vista subyugado haría posible un

entendimiento más profundo del proceso moderno de objetificación capitalista (Donovan 203).1

En el caso de “Rojo Malpelo”, nos encontramos ante la manipulación brutal que la

industria minera siciliana aplica sobre la naturaleza y sobre los cuerpos vivos que le otorgan su

labor. Desde las primeras líneas nos adentramos en un espacio deshumanizador, donde los seres

son comprendidos mediante interpretaciones parciales de sus características, y donde la unidad

social de la familia queda desprovista de su sentido cultural convencional al representarse como

falta de afectos, subordinada al campo laboral: “Se llamaba Malpelo porque era pelirrojo; y tenía

el cabello rojo porque era un muchacho malo y malicioso… Por eso en la mina de arena roja

1
Efectivamente, Di Grado señala que la tradición literaria de Sicilia, en sus vertientes escépticas del progreso y
“militantes de la memoria” de los vencidos, plantea una paradoja: la de que un lugar tan geográficamente marginal e
intelectualmente desconfiado se posicione “a la vanguardia” del discurso metacrítico de la modernidad tardía gracias
precisamente a su tendencia a protegerse del exterior (8), misma tendencia que hacía de la isla un lugar “primitivo”
ante los ojos de Italia del norte. Sin embargo, tal vez esta paradoja tenga más sentido del aparente. Podría ser una
muestra de la ineficiencia de los relatos históricos que identifican la modernidad con el desarrollo de la fábrica
industrial urbana, pues ignoran los procesos de objetificación a los que campos laborales y de dominación más
tempranos, como la minería o las plantaciones coloniales, ya sometían a sus recursos (naturales y humanos).
todos lo llamaban Malpelo, y hasta su madre, oyendo que siempre lo llamaban de ese modo, casi

había olvidado su nombre de pila” (Verga 22).

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