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¿Está en deuda George Steiner con Maurice Blanchot?

A propósito de
Franz Kafka

Is George Steiner indebted to Maurice Blanchot? On purpose of Franz


Kafka
Armando Pego Puigbó
Universitat Ramon Llull

Resumen: Este estudio crítico e histórico de un caso comparado resalta el hecho de que
en la obra de George Steiner apenas se menciona a Maurice Blanchot. ¿Desmiente este
silencio una potencial deuda intelectual del autor de Presencias reales con Blanchot? Se
sostiene que esta carencia de referencias es relevante. A partir de las figuras de las Sirenas
y de Orfeo, se intenta extraer el molde borrado de las huellas blanchotianas en la
producción de Steiner, centrándose en tres aspectos: la imagen del crítico y del lector; el
trasfondo cultural griego y judío; y el valor hermenéutico de sus respectivos análisis sobre
la escritura de Franz Kafka.
Palabras Clave: George Steiner, Maurice Blanchot, Franz Kafka, Crítica Literaria,
Teoría de la cultura.

Abstract: This historic and critical review of a comparative case highlights that Maurice
Blanchot is barely mentioned in the work of George Steiner. Is this silence a potential
refutation of the intellectual debt of Steiner to Blanchot? It is hold that the lack of
references is relevant. Taking in consideration the figures of the Sirens and Orpheus, the
erased mold of the Blanchot’s traces in the production of Steiner is tried to be drawn out,
through focusing on three points: the images of the critic and the reader; the Greek and
Jewish cultural background; and the hermeneutic value of their analysis on the writing of
Franz Kafka.
Key words: George Steiner, Maurice Blanchot, Franz Kafka, Literary Criticism, Cultural
Theory.

1
¿Ecos de un diálogo implícito? El silencio de George Steiner sobre Maurice
Blanchot.

A lo largo de toda la obra de George Steiner (1929) prácticamente sólo en un par


de ocasiones se pueden encontrar menciones a alguna de las intuiciones o de las
sugerencias de Maurice Blanchot (1907-2003), el cual, por su radicalidad antimetafísica,
es quizás el más esquivo y el más respetado de los críticos francés de la segunda mitad
del siglo XX. En un artículo de mediados de los años 90, escrito originalmente en francés,
Steiner recurre a una cita de la obra de Blanchot La escritura del desastre para corroborar
su constante preocupación, desde Lenguaje y silencio o En el castillo de Barbazul, de que
el acontecimiento irreductible de la Shoah está intensamente unida a la exigencia de una
“lectura bien hecha”, pretensión universalizadora que, tras el paso teórico de la
deconstrucción, parecería ya imposible y hasta fraudulenta por ontoteológica (Steiner
1995, 11).1
En el segundo caso no se trata ni tan siquiera de una cita, sino de una alusión en
apariencia imprecisa. En el capítulo seis de Errata (1997), su autobiografía intelectual,
mientras diserta sobre el lugar que la música ha ocupado en su formación como crítico
literario, Steiner aprovecha para resaltar dos de los mitos centrales que en la reflexión
occidental han querido expresar las relaciones entre la música y el lenguaje: las Sirenas
de Ulises, por una parte, y Orfeo, por otra. Entre uno y otro motivo recuerda que “según
la memorable expresión de Maurice Blanchot, la «oda» se habrá convertido en
«episodio»” (Steiner 1998, 94).2 Según Steiner, en su manifestación más pura,
radicalmente antimimética, la música, inabordable, se convertiría para el lenguaje en un
eco, en un significante pleno de significaciones derivadas. El nombre del autor de El
espacio literario (1955), que encuentra en Orfeo una figura abismal para aproximarse a
la noche de la significación, asoma por un momento con una referencia puntual a El libro
por venir, para sumergirse de nuevo en un silencio en apariencia inexpugnable (Blanchot
2005, 25).
Si nos atuviéramos a las reglas de la pertinencia de un análisis comparativo entre
dos autores, este artículo debería concluir aquí, en sí mismo como una anotación
fragmentaria y en el fondo irrelevante, pues, como ciudadana impotente de la «ciudad

1
El original, « Une lecture bien faite », fue publicado en Le Débat : histoire, politique et société, 86
(septembre-octobre 1995/4), pp.4-21.
2
. La traducción castellana pierde el juego fónico y conceptual de la rima que se mantiene en francés y en
inglés entre “ode” y “episode”.

2
secundaria» académica descrita por Steiner en Presencias reales (1989), se limitaría a
reproducir el eco episódico de otro eco a la vez original y derivado. Sin embargo, aunque
sea también para dar indirectamente la razón a la autodebeladora sátira steineriana del
mundo profesional, tal vez sea conveniente acercarse a ese silencio casi absoluto sobre
Blanchot, que no tiene parangón con la polémica puntual que el autor de Lenguaje y
silencio mantuvo con Michel Foucault en 1971, a propósito de la publicación en inglés
de La arqueología del saber (Foucault 219-223). ¿Cabe interpretarlo como desinterés o,
en el mejor de los casos, como si el suyo fuera un planteamiento meramente tangencial a
la (des)orientación del crítico francés? En la época del epílogo o de la post-palabra, en
que la apuesta por el significado tiene incluso para Steiner un alcance teológico, ¿es
posible asumir que la noción de ausencia deba ser enfrentada en sus propios términos sin
advertir al mismo tiempo, aun desdibujadas y hasta borradas, las huellas de un diálogo
implícito con una personalidad como la de Blanchot que reclamó el ateísmo de una
escritura que, al desarticular la pretensión significativa del lenguaje, liberó los residuos
cognitivos del grito, “grito de la necesidad o de la protesta, grito sin palabra sin silencio,
grito innoble, o, a lo sumo, el grito escrito, los graffitis de las murallas”? (Blanchot 2008,
336-337).
La tesis de este artículo sostiene que tal ausencia de referencias al pensamiento de
Blanchot en la obra de Steiner es relevante.
En una época que también y de manera preponderante ha hecho de la muerte de
Dios el espejo de la muerte del sujeto y del autor como la retícula de un juego (trágico)
del lenguaje, Blanchot testimonia una referencia inexcusable, en tanto que su nombre no
representa tanto una figura derivada, metafórica, de una paternidad simplemente negada
sino lo otro de la paternidad. Allí donde habría regido la ley de la presencia, este nombre
introduciría una discontinuidad que obligaría a pensar el principio de la transmisión
cultural -en cierto modo, del patriarcado- bajo la transgresión de la ausencia, que, a la
manera de Freud, no sería tanto el ejercicio de un duelo como la tarea de aceptar la
pérdida: “Dado que la cultura obedece a una pulsión erótica interior que la obliga a unir
a los hombres en una masa íntimamente amalgamada, sólo puede alcanzar este objetivo
mediante la constante y progresiva acentuación del sentimiento de culpabilidad” (Freud
135).
A fin de afrontar este itinerario, que tanto en Steiner como en Blanchot encuentra
sus manifestaciones cruciales en el canto de las Sirenas y en el de Orfeo, es decir, en un
silencio que habla en un sentido a la vez anagógico y moral, me parece adecuado graduar

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la exposición de estas páginas en tres momentos: los entrecruzamientos entre las figuras
del lector y del crítico en la obra de Blanchot que Steiner discute reflejamente en la suya;
la formación de una imagen de la cultura occidental cuya base está provista, a la vez, de
un trasfondo griego y hebreo, en una tensión dialéctica que, por irreductible, es
generadora de nuevas significaciones ante el eclipse de la confianza en la palabra (logos);
y la obra de Franz Kafka como el lugar ejemplar en que tiene lugar -en que acontece
hermenéuticamente- el encuentro en paralelo de los análisis de George Steiner y Maurice
Blanchot.
No es ocioso intentar justificar por último en esta introducción el recurso a la obra
de Kafka. En el contexto de Errata en que se introduce la referencia a Blanchot, Steiner
remite con insistencia al escritor checo. El relato El silencio de las sirenas es esencial en
una reflexión cuya conexión con el viaje de Orfeo a la noche de la muerte en pos de
Eurídice se subraya claramente: “¿Introdujo Orfeo el verso en la música cuando cantó a
la muerte para restituir a la vida? ¿Cuál fue, si no, su texto?” (Steiner 1998, 94). Estas
preguntas sobre el arte poético se ponen, explícitamente, a la sombra de Rilke y del mismo
Kafka, los dos autores que, alrededor de los temas de la muerte y de la obra, de la
inspiración y la comunicación, sirven a Blanchot para fundar el espacio literario que
asedia en su más afamada obra.
¿Existe, pues, una deuda de George Steiner con Maurice Blanchot? ¿De existir,
puede extraerse, tentativamente, el molde borrado de sus huellas? Esta búsqueda, ojalá
que no tan gratuita como para no estar bajo el peso de su propia necesidad, quiere hacer
de la lectura una respuesta que (se) interroga sobre su propio alcance. A fin de cuentas, el
eco no es posible en un horizonte vacío. Los ecos son las esquirlas de un diálogo apenas
entreoído.

Lectura y crítica: los quiasmos de la escritura.

En el artículo “Critic/Reader” (1979) George Steiner parece oponer el polo de la


crítica al de la lectura, de un modo que adelanta el tono polémico antideconstructivo que
cuajó definitivamente en Presencias Reales. Acogiéndose a un ejemplar, y no menos
irónico, modo de proceder propio del dualismo logocéntrico, de base retórica antitética,
Steiner contrapone toda una serie de características que han solido servir para definir la
figura del crítico estructuralista, marcadas por la objetividad, el análisis inmanente, la
clasificación de listados de obras, la expresión teleológica de juicios, etc., con las

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atribuidas al modelo del humanista liberal, que, por el contrario, se muestra atento a la
descripción subjetiva de una trascendencia presupuesta que le permite elaborar cánones
garantizados por una apuesta teológica del sentido... En función de tal contraposición,
aunque pueda dar la impresión de adolecer de cierta superficialidad, resulta de interés
subrayar el último párrafo, brevísimo, del artículo. Tras enumerar una lista de quienes
considera grandes lectores, que incluye el nombre de artistas y filósofos célebres leyendo
mutuamente a filósofos y artistas, nuestro autor se pregunta: “¿Una lista de grandes
críticos? Sería, sin duda, más larga y de mayor lustre público. Pero, ¿hay necesidad de tal
lista? Los críticos hacen publicidad” (Steiner 1984, 98).
No es ocioso recordar que Maurice Blanchot, a diferencia de Michel Foucault o
Jacques Derrida, fue antes que nada un crítico literario, a través de publicaciones
consolidadas como la Nouvelle Revue Français, Le Temps Modern y Critique, y que hizo,
con una integridad máxima, de su escritura la huella de su ausencia pública (Bident 213-
223, 239-241). George Steiner, que siempre ha lamentado su incapacidad para la creación
literaria primaria, ha procurado convertir su obra crítica en una creación “de segundo
grado” (Pego Puigbó 2012, 316). Como ha dicho Ricardo Gil Soeiro, “tener consciencia
de esta potencialidad que anima y que atraviesa los textos de Steiner es aceptar su
condición errática y reconocer como Maurice Blanchot que también el espacio literario,
a semejanza de la condición judaica, se configura como arena de verdad nómada y plural”
(Soeiro 2009, 47) [la traducción es mía]. Sería demasiado arriesgado y hasta gratuito
establecer paralelismos imposibles entre Thomas el Oscuro (1942) de Blanchot y La
muerte de A. H. (1984) de Steiner. Sin llegar ni de lejos a tales extremos, el eje de la
argumentación de estas páginas tiende a señalar que entre en el pensamiento de ambos
autores apunta una pulsión simultáneamente común y contrapuesta.
En tanto que las disimula, esas afinidades divergentes se configuran y se
despliegan en la producción de Steiner a través de la tríada lectura, creación y crítica,
mediante principalmente la figura de la antítesis, pero también a través de inversiones
semánticas y formales, en forma de paradojas y de quiasmos. Entre el crítico y el lector
se produce una tensión que refleja, como en un espejo, la que sostiene el lector frente al
creador que, a juicio de Steiner, es quien mantiene de modo extremo la percepción crítica
de la realidad. De este modo, cabría advertir en las polémicas antideconstructivas de
Steiner un diálogo sustraído con la obra de Blanchot. Cuando Steiner sentencia que “en
sus propios términos y planos de argumentación […], el desafío de la deconstrucción me
parece irrefutable”, sin duda está pensando en la teorización de Derrida y en las

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aplicaciones literarias de Paul de Man o John Hillis Miller (Steiner 2007, 151). Sin
embargo, en cuanto que la apuesta steineriana por la trascendencia del significado remite
a la (des)fundamentación de la sacralidad del arte y, en consecuencia, al horizonte
(a)teológico de la estética contemporánea, no puede pasarse por alto que pocos autores
como Blanchot, y menos con su rigor exhaustivo, afrontan ese reto. Steiner trata, si no de
encararlo, al menos de formularlo como cree que debe serlo en la época del epílogo.
Teniendo en consideración el pensamiento del autor francés, se intentará a
continuación desarrollar el sentido de una afirmación fundamental de Steiner en
Presencias reales: “sostengo que deseamos ser dispensados de un encuentro directo con
la «presencia real» o la «ausencia real de esa presencia» -puesto que las dos
fenomenologías son del todo inseparables- que una experiencia fiable de lo estético debe
reforzar en nosotros” (51). El diálogo implícito de Steiner con Blanchot dispensaría de
esa dispensa, en un juego de incomodidades intelectuales que permitirían poner en juego
la posibilidad de pensar a fondo, es decir, en término blanchotianos, de pensar sin fondo,
que no es en modo alguno carecer de profundidad, sino al contrario deslizarse por una
superficie sin otro fin que la intimación de su fin.
La parábola de la «ciudad secundaria» que Steiner desarrolla en la misma obra
contiene los elementos y los rasgos de ese diálogo borrado con el autor de La
conversación infinita (1969). Al conducir a una interrogación sobre “la presencia o
ausencia de poiesis […] en nuestras vidas individuales y en la política de nuestro ser
social”, tal descripción sitúa el debate en un campo literario y filosófico que superpone
dos planos (35). Por un lado, reclama una relectura política y ontológica del pensamiento
de Heidegger y de Lévinas y de la marca que han dejado en Blanchot y Steiner. Por otra
parte, ayuda a aclarar el recurso steineriano no a los maestros de la sospecha, sino a la
trinidad de los poetas simbolistas (Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé) como los
responsables de la ruptura de la alianza entre las palabras y las cosas, considerada la
revolución auténtica de la civilización occidental contemporánea (109).
Si se toma el “Prefacio” de Lautréamont y Sade (1949), de Blanchot, se podrán
advertir unas coincidencias asombrosas con algunas de las ideas centrales que organizan
el mapa satírico de aquella «ciudad secundaria» steineriana. Para Steiner, en el contexto
académico anglosajón de los años ochenta, “nuestro Bizancio son las universidades, los
institutos de investigación y las editoriales universitarias” (42). En el mundo cultural de
la posguerra francesa, dominado por el existencialismo, en lugar de preguntarse con
Sartre Qu’est que c’est la littérature? (1948), Blanchot comenzaba señalando que

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“cuando nos preguntamos seriamente sobre la crítica literaria, tenemos la impresión que
nuestra interrogante no se refiere a algo serio. La universidad y el periodismo constituyen
su única realidad. La crítica es un compromiso entre ambas instituciones” (Blanchot 2014,
7). Steiner, él mismo reseñador durante años de The New York Times, remacha: “El genio
de la época es el periodismo. […] Cada uno de estos principios y tácticas es antinómico
con la literatura y el arte serios” (Steiner 2007, 38). En la argumentación de ambos se
observa una exploración de la articulación todavía impensada, fuese a priori en un caso y
sea en otro a posteriori, de la crítica con la literatura, en aquel espacio donde la crítica
literaria persigue la condición de una literatura en estado crítico.
Sobre la base palimpséstica de un diagnóstico compartido, si no asume, Steiner al
menos afronta, en su negatividad, el desafío radical que Blanchot había propuesto
cuarenta años antes. Su raíz teológica se desvela y se desgarra en la posibilidad imposible
del comentario, en cuyo interior resuena, aun vacío, inesencial, el gesto hebreo de la
escritura. Desde Lautréamont y Sade, para Blanchot el ejercicio de la crítica consiste en
un borrado:

la crítica no hace pues sino representar y proseguir hacia fuera lo que,


desde adentro, como afirmación desgarrada, como inquietud infinita, como
conflicto (o bajo otras formas), no ha cesado de estar presente a manera de
una reserva viviente de vacío, de espacio o de error, o para hacerse,
conservándose perpetuamente en falta (Blanchot 2014, 12).

Ante la experiencia nocturna de la otra noche en la que Blanchot se sumerge en


El espacio literario (1954), Steiner no se limita a oponer una hermenéutica de la
trascendencia, sino que, en un movimiento reactivo, que, como hemos dicho, denomina
epilogal, pretende contenerla con la afirmación diurna de la noche originaria:

Tenemos que preguntarnos a nosotros mismos y a nuestra cultura si, a la


luz, o si se quiere, a la oscuridad de la alternativa nihilista, es sostenible un
modelo profano y, en esencia positivista, de la comprensión y de la
experiencia de la forma significativa (la estética) (Steiner 2007, 153).

En este punto las menciones líneas atrás a Heidegger y a Lévinas no son en


absoluto ociosas. Tanto en El espacio literario como en Presencias reales, aunque con

7
notas y contrapuntos muy diversos, resulta evidente la dependencia, incluso en el léxico,
respecto de la obra del filósofo alemán. Sin embargo, también de modo muy diferente, en
ambas han sido observadas unas estrategias y tácticas empleadas para despegarse de su
tutela. Christopher Knight ha destacado que la influencia de Heidegger sobre Steiner
“ayuda de hecho a explicar su problemática relación con la deconstrucción” (Knight 382)
[la traducción es mía]. Por su parte, Graham Ward había detallado unos años antes cómo
la huella heideggeriana, que resonaba a lo largo de toda la segunda parte de Presencias
reales bajo el epígrafe de “El contrato roto”, adquiría una nueva coloración en las
tensiones que desplegaba la argumentación polémica contra la deconstrucción entre
sentido y ausencia o complementariedad e indeterminación, hasta el punto que “Steiner
reconoce la paradoja en el corazón mismo de la interpretación, pues la interpretación
asume, primero, el paso del “das Gedachte” heideggeriano al “das Ungedachte” y,
segundo, que lo que es impensado es lo que al final es significativo” (Scott 197-198).
Como se ha dicho, lo paradójico de la metáfora teológica en Steiner, como garantía de la
significatividad de la obra de arte, sería, entonces, “el residuo cognitivo que segrega y
que, precisamente por su carácter dudoso, es reinvertido en la poiesis como «voluntad»
de sentido en tanto que creación” (Pego Puigbó 2008, 149). Esa voluntad oculta y
disimula, a su vez, el retorno del corazón mismo de su paradoja que, en los términos
empleados por Blanchot en El espacio literario, podría calificarse como “la experiencia
original”.
En Steiner esta experiencia mantiene y prolonga la intuición fundamental de
Heidegger que advertía en “El origen de la obra de arte” que “lo que se debe dar a conocer
es que aquí ha acontecido el desocultamiento de lo ente y que en su calidad de eso
acontecido sigue aconteciendo por primera vez; que dicha obra es en lugar, más bien, de
no ser” (Heidegger 47). Insistiremos posteriormente sobre este punto a partir de la
distinción que Steiner traza entre “origen/invención” en Gramáticas de la Creación
(2000). No obstante, interesa subrayar ahora que la afirmación inmediata, presente,
siempre renovada, de la obra de arte ha pasado ya en Presencias Reales por el filtro de
una conciencia que ha percibido la tarea de desobramiento que rige la dinámica misma
de toda manifestación artística. Cuando Steiner afirma que “sólo en lo estético existe la
absoluta libertad de «no haber llegado a ser». Por paradójico que resulte, es esta
posibilidad de ausencia lo que otorga fuerza autónoma a la presencia de la obra” (Steiner
2007, 176), la admisión de su otredad, que constituye la esencia misma del acto creador,
trata, no de responder, sino de hacerse cargo de, en el sentido de cargar con, la

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responsabilidad de lo que aún queda por decir y que, por decirlo, permanecerá
innombrable. En palabras de Blanchot en El espacio literario “En la obra desaparecida,
la obra querría hablar, y la experiencia se vuelve búsqueda de la esencia de la obra,
afirmación del arte, preocupación por el origen” (Blanchot 1992, 220).
Por todo ello, no me atrevo a defender que en Presencias Reales Steiner esté sin
más discutiendo, de un modo casi genealógico, los planteamientos blanchotianos como
referencias desconstructivas, sino que más bien llamo la atención sobre la deuda contraída
por Steiner con Blanchot por la presión misma que ejerce el discurso que la crítica
contemporánea ha instaurado sobre la experiencia estética. La apuesta steineriana por la
significatividad ha de vérselas inevitablemente con el “eclipse radical del sentido” que, a
juicio de Marlène Zarader, define la categoría blanchotiana del «neutro», en la medida
que “queda por decir que el sentido ausente no es la pura y simple «ausencia de sentido»,
y que sostener el eclipse que acaba de ser evocado se convierte, para Blanchot, en el
«asunto» del pensamiento” (Zarader 204) [la traducción es mía]. Lo que para algunos
sería en Steiner una pretensión resacralizada de lo estético, puede también verse como la
exploración perpleja de un sagrario profano en que sus reliquias hacen refulgir la opacidad
de su materialidad: “Por eso, cuando los dioses faltan, no sólo puede faltarle el sentido de
lo que la hacía hablar, sino algo mucho más importante: la intimidad de su reserva”
(Blanchot 1992, 220), es decir, el comienzo siempre reservado de su historia.
Es desde esta perspectiva que cabe entender la propia génesis de Presencias
Reales en la conferencia “Le Sens du sens”. Si en Blanchot, a diferencia de Heidegger, la
obra está condenada al desastre en que se disimula el vacío de un origen sin plenitud, el
espacio de lo «neutro» que borra los perfiles del ser de lo obrado en la obra reivindica un
origen sin fondo, pues, como afirma también Zarader, mientras en un caso es “el
inagotable y fecundo abismo del ser, no es, para el otro, sino el escurrimiento monótono
del afuera” (Zarader, 223) [la traducción es mía]. Nadie encarna mejor esta paradoja para
el autor francés que la figura de Orfeo. En él brilla oscuro una llamada que es también
una vigilia. El asedio de esta responsabilidad está atenta a la llamada silenciosa de la obra,
que exige una vela sin descanso, siempre a punto de recomenzar. Ante el riesgo de su
disolución, aun admitiendo que “nada nos es más accesible que la ausencia de Dios”,
Steiner pretende legitimar todavía una suspensión que también podría denominarse
fenomenológica, como es el asumir el riesgo de toda interpretación ideal: “que un día
Orfeo no se dará la vuelta, y que la verdad del poema regresará a la luz de la comprensión,
entero, inviolado, vivificante, aunque salga de las tinieblas de la omisión y de la muerte”

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(Steiner 1988, 91) [la traducción es mía]. Al nombre de Emmanuel Lévinas tanto
Blanchot, directamente, como Steiner, indirectamente, convocan entonces para afrontar
los trazos decisivos de la obra de arte y permitirnos así seguir acechando los pasajes de
una conversación cuyos contornos son desdibujados por el movimiento mismo de su
mutua interpretación de la cultura occidental.

Las heridas míticas de la cultura judeocristiana: Orfeo y las Sirenas.

Como señalábamos al iniciar estas páginas, en Errata Steiner toma pie en Kafka
y en Rilke para establecer un paralelismo entre la música y la poesía que le sirve para
recordar la atracción entre oda y episodio que Blanchot había destacado a propósito del
canto de las Sirenas en la Odisea. A fin de profundizar en la estrecha trama de esta alusión,
conviene destacar que, mientras Steiner aprovecha estas referencias cruzadas para
entregarse a una reflexión sobre el canto de Orfeo, Blanchot acentúa el corte -el desgarro-
que el relato de Ulises introduce en la experiencia poética del éxtasis temporal. Steiner se
propone remontar, y reivindicar, el imposible regreso, con Eurídice, de la cualidad
absoluta de la música que la “oda” habría propuesto. Blanchot asedia la herida que marca
y que pospone la preposición griega en la palabra “episodio”. Steiner se pregunta:
“¿Realmente logró Ulises burlar su canto a costa de la irreparable aridez y el utilitarismo
mercantilista que en lo sucesivo se apoderaría del alma? ¿O guardaron silencio las Sirenas
a su paso (siendo éste el silencio al que, según Kafka, inspirándose en una idea de Rilke,
nadie logra sobrevivir)?” (Steiner 1997, 93). Blanchot había respondido: “Es cierto,
Ulises las venció, pero ¿de qué forma?” (Blanchot 2005, 24). Añade que obtuvo la victoria
según la ley secreta del relato, la cual sostiene que “el relato no es la narración del
acontecimiento, sino ese acontecimiento mismo, el lugar donde éste está llamado a
producirse, acontecimiento todavía por venir y gracias a cuya fuerza de atracción el relato
puede esperar, él también, realizarse” (27).
Entre el canto de Orfeo y el relato de Ulises se extiende, pues, el intervalo del
silencio que graba la ausencia en el ser presente de la obra. Las Sirenas, compañeras de
Orfeo, son vencidas por Ulises de un modo indirecto y esquivo, en esa repetición siempre
diferida, una y otra vez recomenzada, que supone el llegar a ser de la obra. Que sea posible
que en El silencio de las sirenas de Kafka “quizá -aunque esto escapa ya a la comprensión
humana – [Ulises] se haya dado cuenta de que las sirenas guardaron silencio, y haya
opuesto a ellas y a los dioses el simulacro mencionado sólo como una especie de escudo”

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(Kafka 207-208) obliga a repensar el silencio que la voz poética del poema La isla de las
sirenas de Rilke, cuya fuente es también uliseica, intuye “que abarca en sí / todo el
espacio, y sopla a los oídos / como si su otro lado fuera / aquel canto al que nadie se
resiste” (Rilke 29). Rilke-Orfeo y Ulises-Kafka entreveran sus puntos de vista en aquel
grado “neutro” donde se hace imposible enunciar la palabra poética. Blanchot y Steiner
persiguen, cada uno a su manera, el origen de la obra de arte como un no-lugar que
acontece de un modo en apariencia antitético, misterioso y profano a la vez.
La experiencia del arte en ambos críticos está atravesada por la realidad de la
muerte que es la que permite entender la noción misma de creación. Blanchot llega a
hablar de la existencia de un “pacto” entre el arte y la muerte entendida como fracaso y
repetición: “no es primero el comienzo sino el recomienzo, y el ser es precisamente la
imposibilidad de ser una primera vez” (Blanchot 1992: 232). Joan Cabó ha afirmado que
“este recomenzar es lo verdaderamente primero, el lugar de la escritura, el espacio neutro,
impersonal y sin presencia, el otro tiempo” (Cabó 58). Más que de “lo primero”, cabría
hablar de “lo esencial”, en su radical anarquía, en tanto que sustracción y socavamiento
de cualquier principio. Es el arte el fundamento de la subversión de cualquier tentación
ontoteológica, de cualquier pretensión idolátrica de fijar en la imagen -o en el concepto-
la pretensión totalitaria de un significado cerrado.
Frente a una lectura parcial de una hermenéutica de la trascendencia, la apuesta
steineriana no reacciona contra esta postura, sino que trata de asumir su desafío desde el
interior mismo del “eclipse de la palabra” que instaura. No de otro modo debería
entenderse el objetivo último de un libro como Gramáticas de la creación que no es sino
el de entonar un kadish por la cultura de Occidente. No una elegía, sino un lamento
funerario frente a la ambigüedad sustancial del concepto de (in)humanidades que han
marcado la trayectoria del proyecto intelectual europeo:

El arte aporta una vehemente confirmación. En el corazón de la forma se


encuentra una tristeza, una huella de la pérdida. La talla es la muerte de la
piedra. Dicho de una forma más compleja: la forma ha dejado una
«fractura» en el potencial del no-ser, ha disminuido el repertorio de lo que
podría haber sido (de lo que podría haber sido más verdadero si empleara
exhaustivamente sus posibilidades) (Steiner 2011, 42).

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La rotunda afirmación con que inicia la sección “Presencias” de Presencias
reales: “El lenguaje existe, el arte existe, porque existe el «otro»” (Steiner 2007, 157) no
se puede entender sino en el horizonte ético de una espera artística y crítica que la filosofía
de Lévinas dibuja entre sus líneas. Podría decirse que en Steiner la relación del lector con
la obra, como la del autor con el significado que ésta encarna, arrancado del olvido o
sacado a la luz con la violencia inaugural que Heidegger atribuía a la acción de la
metafísica, encuentra su equilibrio, su sustracción a la dominación y a la posesión, en la
relación ética que los mantiene a distancia. Como diría Lévinas en Totalidad e infinito,
Steiner lo aplica a la trascendencia que garantiza la significatividad de la presencia real
estética: “La relación con un ser infinitamente distante -es decir, que desborda su idea- es
tal que la autoridad de ente es ya invocada en toda pregunta que pudiéramos plantearnos
sobre la significación de su ser. No se interroga sobre él, se lo interroga. Siempre nos da
la cara” (Lévinas 71).
De aquí que Steiner desarrolle como la categoría que respeta esa distancia la
noción de “cortesía”, que tal vez, como a menudo se le ha reprochado, sea ambigua y
superficial, pero no por ello menos coherente con la trayectoria de su planteamiento
crítico. La “cortesía”, al fin y al cabo, es el tacto filológico con que el lector atiende a las
dimensiones léxicas, gramaticales, semánticas y pragmáticas del texto (Steiner 2007, 179-
187). ¿No es acaso esta “cortesía” sino la conceptuación abreviada y divulgativa del
modelo humanista que había presentado, por extenso, el propio Steiner en su artículo
“Sobre la dificultad” (1978) (Steiner 2006, 37-81)?
Más aún, esa “cortesía” es la que sostiene el esqueleto de la argumentación del
artículo “Una lectura bien hecha” que, en su momento culminante, introduce la referencia
a nuestro juicio decisiva a Blanchot y que explica esa voluntad steineriana de apostar por
la significatividad en los propios términos de una época que ha asistido al eclipse del
Logos. Se preguntaba allí Steiner: “¿Cuáles fueron las raíces de la Deconstrucción?”
(Steiner 1995: 11). La respuesta de Steiner entra en debate al vez frontal e indirecto con
la cita parcial, silenciada, de Blanchot en La escritura del desastre:

El holocausto, acontecimiento absoluto de la historia, históricamente


fechado, esa quemadura-total en la que toda historia se ha abrasado, en
la que el movimiento del Sentido se ha abismado […]. En la intensidad
mortal, el silencio huidizo de un grito incalculable (Blanchot 2015, 48-
49).

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A partir de estas palabras Steiner articula la propia genealogía de la que ha sido
su propuesta: “Esta definición del Holocausto, de la Shoah por Maurice Blanchot, me
parece que define también la deconstrucción y lo que hay de negación del sentido en el
postmodernismo” (Steiner 1995: 11). Todavía más, “si “el movimiento del sentido se
abismo” de manera irreparable […] estaremos en la era del “desastre” (Blanchot)” (11).
Casi me atrevería a afirmar que la “cortesía” que propone Steiner es el contrarreflejo
especular opuesto al concepto blanchotiano de “desastre”. Ambos resplandecen y se
abisman frente a la “distancia” radicalmente otra que la lectura recorre o (des)hace. La
deconstrucción no sería, a ojos de Steiner, sino la consumación de una negación de la
inteligibilidad y, con ella, la puesta en crisis de la posibilidad misma de una ética que
sostenga la apuesta epistemológica y técnica por el sentido.
A fin de acabar de perfilar esta interpretación de una continuidad contrapuesta
entre Blanchot y Steiner, téngase en cuenta que Christophe Bident ya llamaba la atención
sobre el ascendiente de De la existencia al existente de Lévinas en la redacción de la
experiencia que aborda El espacio literario. Mientras Steiner acentuaría que “el
movimiento hacia la recepción y aprehensión entraña un acto inicial y fundamental de
confianza” (Steiner 2007: 177), que encuentra en la memoria el lugar decisivo del
“encuentro” entre dos libertades que suturan el continuo entre el tiempo y (la intuición
de) la eternidad, Blanchot no habría cejado de ahondar en la negatividad epifánica del
“neutro”:

El c’est mallarmeano o el mourir kafkiano son aclimatados al ámbito del


il y a [levinasiano]. La impersonalidad del éxtasis es en Blanchot la
condición previa al éxtasis de la comunidad. Ella abre a la luz del exilio,
no es nunca una lupa dirigida sobre una posición sedentaria. El arte no
puede instalar la verdad en el ser, solamente su errancia […], y esta
errancia es su autenticidad (Bident 342) [la traducción es mía].

“Desastre” y “cortesía” serían, pues, las dos categorías que se enfrentarían


dialécticamente sobre el polo de “distancia”, en una radicalidad que abre el espacio de la
ausencia como posibilidad última del (sin)sentido. Por una parte, Blanchot garantizaría
su exploración como un proceso irreversible de desapropiación, que no cede jamás a
cualquier forma de idolatría bajo la petrificación de una “obra de cultura” y que se

13
prolonga en la noche de todo sentido que el canto de Orfeo atisba y, fracasado, deshace:
“Lo otro es siempre el otro, y el otro es siempre su otro, liberado de toda propiedad, de
todo sentido propio, y así pues más allá de toda marca de verdad y de todo signo de luz”
(Blanchot 2015: 42). En cambio, Steiner, para quien el lenguaje “no tiene necesidad de
detenerse en ninguna frontera, ni siquiera, en relación con las elaboraciones conceptuales
y narrativas, en la frontera de la muerte” (Steiner 2007: 68), mantendría perseverante la
búsqueda inacabada, inalcanzable, de un contacto directo con los residuos, no por
diseminados menos inmediatos, de una presencia evaporada que, en su silencio, sigue
convocando la melodía irresistible de las Sirenas. Tal vez sea en la Antígona de Sófocles,
bajo la que ve emerger la herida primigenia de un Occidente definido por su pulsión de
muerte simbolizada por las ruinas desaparecidas de Troya, en donde la pregunta se le hace
más urgente:

cómo Sófocles ensaya las maneras en que la forma dramática (la tragedia
como una construcción de discurso y acción) aísla las muy diferentes
funciones (posiblemente irreconciliables) de la inteligibilidad, por un lado,
y la función de abstenerse del ejercicio de un adecuado entendimiento, por
otro (abstención que hace posible la acción) (Steiner 2009: 351).

La hybris del comentario, perpetuamente recomenzado, puntuado tan sólo por la


muerte de la obra, plantea entonces tanto en Blanchot como, de una manera derivada. en
Steiner una concepción paralela de la condición errante de todo proyecto intelectual. En
uno y en otro se advierte la persistencia de un símbolo y de una realidad, de evidente
trasfondo judío, que fecunda erosionando su imaginación crítica. Podría decirse que el
hilo que se entrecruza y rompe la trama que teje sus respectivas obras atraviesa la idea de
una peregrinación por la tierra que implica tanto una errancia como la exigencia de la
obra.
En conversación con Laure Adler, Steiner ha afirmado que “creo que el judío tiene
una misión: la de ser un peregrino de las invitaciones” (Steiner 2016: 29). Tal como ha
ido trazando a la lo largo de todos sus libros, desde su inicial y peculiar sarteanismo, el
hombre es un invitado en la Tierra que debe renovar el agradecimiento de esta singular
pascua, a la vez existencial y cultural. Somos invitados; nada poseemos: recorremos el
mundo como la superficie del libro. Mundo y Libro -y, por encima de todo, la Biblia
hebrea “que es precisamente la que más interroga al hombre” (Steiner 2004, 126)- se

14
copertenecen. Según Steiner, si para el judío la Biblia sería su única patria, el ejercicio
del libro, es decir, la lectura, nos habla de un constitutivo “éxodo”, en un plano
ontológico-existencial, que se va concretado históricamente en sus diversos “exilios”, es
decir, un caminar “de paso” que sostiene nuestra identidad arrancada y arrojada fuera de
su “suelo” propio. Su fundamento errante exige una aguda inteligencia que hace del
lenguaje, como casa y también como cárcel, en un sentido próximo a Wittgenstein, la
clave del pensar. Es así como debe entenderse la sensación de ambigua derrota que
atraviesa el sostenido esfuerzo intelectual de Steiner a lo largo de toda su obra,
convirtiéndose casi, con diferentes formulaciones, en su tema predominante,
explícitamente condensado al menos como crítica del papel de las humanidades incapaces
de resistir la barbarie del siglo XX en En el castillo de Barbazul. En uno de sus últimos
libros, La poesía del pensamiento, volvía a formularlo de este modo en función de las
relaciones entre la poesía y la filosofía: “he sugerido que esta concepción del lenguaje
como el núcleo definidor del ser, como el don en última instancia teológica, de la
humanidad al hombre, se halla ahora en retroceso” (Steiner 2012: 227).
Este compromiso ético con la radical experiencia del abismamiento del sentido,
que en Steiner se plantea en los términos del ocaso (resistido) de las humanidades, el cual
debe afrontar los retos del mundo de la post-palabra, y que en Blanchot asume la
interpelación de un grito que profiere el silencio mismo como signo de la muerte de Dios
y del hombre, ahonda las líneas de fuga con que ambos abordan la lectura de las Escrituras
en función de las nociones mismas de exilio y éxodo. En el caso del crítico francés, Éric
Hoppenot ha advertido que

la superposición de las dos nociones de éxodo y de exilio en la obra de


Blanchot, así como en la tradición judía están relativamente disociadas,
plantea una dificultad real de interpretación. La construcción conceptual
de Blanchot sugiere […] un exilio que no tiene jamás en realidad fin (245)
[la traducción es mía].

Así, podría parecer en principio que esta condición exiliada, aun con sus matices e
inflexiones, podría ser compartida por Steiner, a juzgar por la rápida descripción que
acabamos de hacer. En un artículo titulado, con ecos de Adorno, “Thinking Culture after
Auschwitz”, Ramin Jahanbegloo ha insistido en que el sentido de no pertenencia
territorial que Steiner atribuye a la identidad judía, que encontraría en el texto su hogar

15
(Steiner 1996, 304-327), explica su mirada “al judaísmo, no como algún nivel de
compromiso con la fe de los Patriarcas, sino como un exilio sin fin” (Soeiro 2012, 303).
No obstante, el nomadismo de Steiner es de otra naturaleza que el de Blanchot.
En el francés el exilio marca el inicio siempre pospuesto del acto de la escritura, en la
medida que todo decir arranca de una exterioridad desposeída, de una subjetividad sin
sujeto, que, como dice frente a Lévinas, consiste en “el hombre privado de género, el
suplente que no es suplemento de nada” (Blanchot 2015, 32). En cambio, frente al ateísmo
consecuente que sigue a esta postura, el autor de Presencias reales ha alzado su conocida
alegoría del “largo sábado” (Steiner 2007, 258-259). En ella el principio de la esperanza
está asociada a un aplazado, y no por ello menos desesperado, mesianismo. Como
invitado en la tierra, el hombre según Steiner -simbolizado en el judío- está en un perpetuo
éxodo, abrumado por el peso de la ley e impulsado por la maravilla de los tiempos futuros.
El sentido de la obra es una promesa. Aunque sea indemostrable, exige, sin descanso,
estar alerta ante su llegada.
Cortesía y desastre refieren, pues, el reto del Otro en una salida que acoge o que
no cesa de sustraerse, ya sea en Steiner, ya sea en Blanchot. Por un lado, como dice
Jérôme de Gramont, aunque “Blanchot y Lévinas pueden pensar lo mismo, es justo decir
que lo interpretan de manera muy distinta” (114). Por otro lado, Steiner busca neutralizar
esa diferencia en la conciencia de un eclipse que no deja de alumbrar una historia (una
tradición) de la que, paradójicamente, forma su parte más reveladora, en tanto que podría
decirse que es un icono de la esencia del arte: “la figura permanece como auténticamente
insuperable (norma, auto-referencia) únicamente por cuanto en ella se abre en
profundidad sobre una invisibilidad cuya distancia no abole, sino que revela” (Marion
22). En ambos, el entendimiento de la espera que la obra emplaza y cuya imposibilidad
resulta, por sí misma, polémica, regresa al fundamento del origen liminar y sin límite al
que aludíamos al principio de esta sección como la tensión irresuelta entre poesía (oda) y
relato (episodio), como el intervalo temporal, extático, en que el silencio asedia el sentido
del canto. Franz Kafka representa para ambos, quizás mejor que ningún otro escritor,
estas aporías creativas.

La Ley y el desierto: la espera impaciente de Franz Kafka.

De Gramont ha señalado que “la obra entera de Kafka podría inscribirse bajo esta
figura de la errancia y del umbral -y no hay escritor que Blanchot haya comentado más

16
que Kafka, al punto de consagrarle un libro entero (De Kafka a Kafka)” (108) [la
traducción es mía]. Por su parte, Steiner no ha dedicado ningún libro a Kafka, pero en su
obra se pueden espigar tres momentos, que coinciden con las tres principales épocas de
su producción, en que la figura de Kafka cobra una intensidad especial para iluminar la
comprensión del acto crítico que atribuye a la lectura. Me refiero al ensayo “K.” de
Lenguaje y Silencio (1964, 1976), a unas páginas del capítulo “Lenguaje y Gnosis” de
Después de Babel (1975) y al prefacio “Una nota al Proceso de Kafka” recogido en
Pasión intacta (1994).3
El objetivo de comparar las lecturas de Blanchot y Steiner sobre la obra de Kafka
no apunta tanto a analizar la singularidad de sus respectivas miradas sobre ella, sino a
observar en sus interpretaciones reflejos que iluminan las zonas de fricción entre ambos
autores y que han sido subrayadas a lo largo del análisis de las páginas anteriores, el cual,
básicamente, se ha centrado en el papel que han asignado a la crítica y a la (re)creación
literaria a la luz de la tradición cultural de Occidente y de uno de sus temas perpetuos: la
oscilante relación entre Atenas y Jerusalén.
Para Steiner, la narrativa kafkiana, como desde el otro ángulo la poesía de Paul
Celan, contiene en sí la energía secularizada de la Escritura Sagrada, idea que hace
resonar la vinculación que Max Brod establecía entre el autor de El proceso y el del Libro
de Job, cuyo resultado último puede condensarse en la conocida anécdota relatada en su
biografía de Kafka: “«¿Habría, pues, esperanza fuera de nuestro mundo?» Sonrió:
«Mucha esperanza; para Dios infinitas esperanzas. Únicamente para nosotros no las
hay»” (Brod 76). Con la fuerza de los Profetas, en las parábolas de Kafka Steiner constata
que “la densidad de la ausencia de Dios, el límite de presencia en esa ausencia, no es un
giro dialéctico vacío” (Steiner 2007, 256).
Es cierto que el escepticismo de Steiner sobre la validez de la literatura y del arte
en general para contrarrestar la brutalidad de la existencia tiene su apoyo en Freud, para
quien “esta orientación estética de la finalidad vital nos protege escasamente contra los
sufrimientos inminentes, pero puede indemnizarnos por muchos pesares sufridos” (Freud
80). Sin embargo, en Kafka y en la atención crítica que ha atraído el conjunto de su

3
Esas tres etapas corresponderían a sus estancias respectivas en Cambridge, Ginebra y su regreso a
Inglaterra, y que coincidiría con los distintos momentos en que las preocupaciones fundamentales de su
obra cobran mayor o menor preponderancia: la interrelación entre las políticas totalitarias y los logros
científicos y literarios del siglo XX (1964-1974); la naturaleza del lenguaje y las posibilidades de la
traducción (1975-1984); y la significatividad del significado (1985-2000). Puede leerse una panorámica de
este itinerario en la biografía intelectual de Steiner en tanto que crítico de la cultura en Chatterley.

17
producción hasta hacerla inabarcable, Steiner encuentra desde Lenguaje y Silencio una
visión radical y sombría de la esperanza que cuestiona, apegada a ellos, la función y el
valor del texto y del comentario: “No menos que los profetas, que se quejaban del peso
de la revelación, Kafka fue perseguido por las intimaciones específicas de lo inhumano”
(Steiner 2003, 142). La descripción del horror, tal como Steiner ve anunciada la Shoah
proféticamente por Kafka, anticipa en el límite el alcance de la noción central de una
sensibilidad posmetafísica que, de un modo paradójico y a la vez profundamente
arraigado en la tradición cabalística, estaría encarnado por el silencio.

La cuestión del silencio está expuesta en Kafka de manera más radical.


Esto le da su lugar ejemplar en la literatura moderna. ¿Debería rendirse el
poeta? ¿Es todavía posible la voz literaria, que entre todas las cosas es la
más humana, en un tiempo en que los hombres son forzados a escarbar o
chillar sus tormentos como escarabajos y ratones? Kafka sabía que en el
principio era la Palabra; y nos pregunta: ¿y en el final? (Steiner 2003, 144).

Es este un punto esencial para intentar comprender el modo con que Steiner
explora la huella de la presencia/ausencia de la significatividad en la obra de arte. Si la
alegoría del “largo sábado” al final de Presencias reales adquiría una oscura tonalidad
mesiánica en la estela de Paul Celan (“que habla de dolor y de esperanza, de la carne que
se dice que sabe a ceniza y del espíritu que se dice que sabe a fuego”) (Steiner 2007, 259),
la visión de la Cábala que cierra Después de Babel anticipa que la restauración de todas
las lenguas en la lengua original “el día de la redención” plantea la posibilidad de que “las
palabras se sacudirán la servidumbre de la significación”, de modo que quedará cancelada
no sólo la necesidad de toda traducción, sino, cabe añadir, la de todo comentario (Steiner
1995, 483). Uno y otro libro acaban con unas interrogaciones punzantes, pero que también
admiten implícitamente la im-potencia de toda su argumentación. En Presencias reales,
sin la espera de la promesa, que define las aprehensiones y las figuraciones artísticas del
hombre, “¿cómo podríamos tener paciencia?” (Steiner 2007, 259). En Después de Babel,
con el cumplimiento de una revelación definitiva del significado, “¿cuál de los dos
silencios será mayor?” (Steiner 1995, 483).
Querría sostener, por tanto, que la obra de Kafka es una referencia inexcusable
para advertir en esas preguntas la «armonía desacordada» de las lecturas -y de la poética
implícita- de Steiner y Blanchot.

18
En el capítulo “Lenguaje y gnosis” del mencionado libro Después de Babel Steiner
resalta que tres escritores modernos (Walter Benjamin, Franz Kafka y Jorge Luis Borges)
han reformulado en el siglo XX las ensoñaciones gnósticas -casi, a juicio de Steiner, de
aire cabalístico- de la Ilustración que constataban la imposibilidad de las diversas lenguas
por remontarse a la lengua original. Sólo el silencio estaría más próximo a ella. En Babel
se habría producido una segunda Caída tras la expulsión del Edén. Junto a la Torre se
habría perdido irremisiblemente la unidad entre la acción y la significación. La
investigación del lenguaje sería no reconstruir sino atravesar -topografiar- sus ruinas. Más
que un símbolo, el silencio, como el de las Sirenas, guardaría los secretos del símbolo
perdido de la unidad entre pensamiento y lenguaje. Dicho de otra manera, el silencio sería
el abismo de su herida misma: el deseo que nace de un vacío radical, de la distancia
irrastreable entre la realidad y su conocimiento. En el caso de Kafka, “su obra se puede
interpretar como una parábola continua sobre la imposibilidad de la comunicación
humana auténtica” o, como cita el propio Steiner desde una carta de Kafka a Max Brod,
de una imposibilidad que sitúa la escritura en el eje de sus negaciones culturales y
pragmáticas hasta el punto que “tal vez se podría añadir una cuarta imposibilidad: la
imposibilidad de escribir” (Steiner 1995, 87). Escribir devendría una exigencia ética y
ontológica en tanto que se sustrae a toda noción de acto que no sea el desgarro de su
potencia. En esta perspectiva, “el discurso de Kafka encierra la naturaleza paradójica de
la ceguera y la incomprensión humanas” (88).
No es de extrañar, pues, que en sus “Notas sobre El proceso de Kafka” (1992)
Steiner, coherente con su trayectoria, resalte que básicamente hay tres razones por las que
no se puede escribir sobre el famoso relato del escritor praguense. En primer lugar, no
resulta plausible a estas alturas ponerse a redefinir la categoría misma de “kafkiano” que
ha cobrado una autonomía propia para calificar lo absurdo y lo inhumano. En segundo
lugar, la multiplicación de una literatura secundaria no es capaz de agotar la inmediatez
extraña que conserva el texto de Kafka. Finalmente, sigue resultando inagotable la labor
de exégesis que desarrolla del mismo texto, a su manera talmúdica también en el sentido
legal (Steiner 1996, 257-259). Dos son los temas que Steiner no se cansa de subrayar: por
un lado, “Franz Kafka fue el heredero de esta metodología y epistemología del
comentario, del «análisis interminable» (la frase de Freud)” (259); por otro, “la culpa
habitaba su lenguaje y su arte, ya que los dos eran inextricables” (261).
Así planteados, los motivos de la paciencia y el silencio, por una parte, y crítica y
escritura, por otra, cobran unas reverberaciones especiales al ser contrastadas con algunas

19
de las líneas que Blanchot transita en sus interpretaciones de la tarea y la obra kafkianas.
En De Kafka a Kafka el escritor francés recoge once ensayos que pueden dividirse en dos
bloques: el primero corresponde a aquellos que, entre 1943 y 1954, acaban desembocando
en El espacio literario. Los cuatro últimos, fechados entre 1959 y 1968, giran en torno a
cuestiones que profundizan en torno a cuestiones de la técnica narrativa que exige el
pensar el neutro y que encajan, sobre todo, con la exploración que nuestro autor
desenvolvió en L’attente l’oubli (1962).
La ausencia de sentido no es simplemente una negación de la significatividad o la
deriva insignificante de las interpretaciones, sino una radical revisión del papel que, como
hemos visto, debe desempeñar la crítica o el comentario, en una diferencia diferida, es
decir, en una temporalidad que dilata el vacío que da pie a la obra y a la vez la disuelve.
El comentario no es la obra, pero sin tal tachadura la obra no puede mantener la distancia
que es preciso testimoniar. Para Steiner el comentario puede ser interminable e incluso
reclamar sobre sí la condición de una obra en segundo grado, como hemos comentado
con anterioridad, pero en él está convocada una espera que se manifiesta como respuesta.
En Blanchot, la exigencia de esa espera está rasgada como olvido y las parábolas de Kafka
la revelan -la usurpan- en su grado más abismal.
Por ello, una cuestión absolutamente central en los ensayos últimos de De Kafka
a Kafka es la relación entre la vida y la literatura, entre la escritura y la realidad. La palabra
del comentario para Blanchot supone repetir la obra, en un sentido contrario a toda
pretensión mimética, entiéndase como se entienda este término. Como dice en el ensayo
“Le pont de bois” (1964), “ella la dice callándose en sí misma”, en un vacío que la
constituye y que “espera que ponga fin al silencio que le es propio. Espera naturalmente
decepcionada” (Blanchot 1981, 188) [la traducción es mía). Compara al crítico con un
rapsoda, es decir, implícitamente con Orfeo, cuya tarea inacabable es distraer el poder de
la obra de repetirse a sí misma arriesgándose a deshacerse indefinidamente. Mientras
Steiner asedia la presencia elusiva de la obra, parece como si Blanchot estuviese
señalándola en su originaria condición de ausencia a la que el crítico, al no alcanzar jamás,
se entrega íntegramente:

Incluso, como chivo emisario a quien se envía a los confines del espacio
literario, cargado de todas las versiones defectuosas de la obra, para que,
manteniéndose intacta e inocente, se asegure en el único ejemplar tenido
por auténtico -a propósito desconocido y probablemente inexistente –

20
conservado en los archivos de la cultura: la obra única, aquella que no está
completa si no le falta alguna cosa, falta [manque] que es su relación
infinita consigo misma, plenitud bajo el modo de la falta [défaut] (190) [la
traducción es mía].

No es por ello sorprendente que Blanchot acuda a los Diarios de Kafka una y otra
vez para mostrar que la inseguridad necesaria que la escritura recibe de la vida, y
viceversa, “se reúne con ella dispersándola, no se relaciona con ella jamás en ella misma,
sino con lo otro que ella, que la arruina o, peor, que la importuna” (229) [la traducción es
mía). Kafka llevaría al extremo esta esperanza en que consiste esta exigencia de la obra
como origen irremontable y que convierte la escritura en una palabra errante, tal como
Blanchot expone a fondo en El espacio literario. Cabe insistir. Mientras Steiner sitúa la
paciencia en el horizonte de una espera que garantiza el encuentro con «el otro», Blanchot
afirma la ausencia de cualquier «tú» en la obra, la cual sustrae al artista hacia una
experiencia desértica en que la pérdida le aproxima que le falta (manque) y en cuya falta
[défaute] incurre: “la obra exige que el escritor pierda toda «naturaleza», todo carácter y
que, dejando de relacionarse son los otros y consigo mismo por la decisión que le hace
yo, se convierta en el lugar vacío donde se anuncia la afirmación impersonal” (Blanchot
1992, 49). Es, por tanto, la esperanza imposible de una salvación que formula la pasión
literaria de Kafka la que aproxima y distancia la perspectiva crítica de Blanchot y Steiner.
En un exilio como diáspora Steiner teje los hilos de sus infinitos caminos por la superficie
del Libro como una exigencia ética. En un exilio como éxodo, marcado también por las
lecciones que la cábala extrae de la imagen del laberinto, Blanchot arriesga la experiencia
del tiempo como “lucha sin salida y certidumbre donde lo que necesita conquista es su
propia pérdida, la verdad del exilio y el retorno al seno mismo de la dispersión” (64).
Este punto, que, visto en la perspectiva de Kafka, también ayudaría entender la
ambivalente posición de Steiner frente al sionismo, marca también el carácter
irreconciliable de las perspectivas de nuestros dos autores. Para Blanchot, la falta de
Kafka, en términos casi de hamartía trágica, es la de la impaciencia:

La impaciencia en el seno del error es la falta esencial, porque desconoce


la verdad misma del error, que impone como ley no creer nunca que el fin
está próximo ni que uno se acerca a él: no se puede terminar con lo

21
indefinido, nunca hay que tomar como inmediato, como lo ya presente, la
profundidad de la ausencia inagotable (72).

Blanchot ve en el errar un abismamiento inacabable que libera sin purificar de la idolatría


connatural a la actividad imaginaria. Canaán es la tierra que inexistente, imanta este
movimiento sin fin. Frente a ese espacio, Steiner mantiene, no la confianza, sino la
afirmación de un sábado que es el tiempo de la historia, donde “la desesperación y la
esperanza son las dos caras de la misma moneda” (Steiner 2016, 125), un anclaje que
afirma en su desistimiento: “¿Habrá un domingo para el hombre? No lo veo nada claro”
(216). De uno u otro modo, “en el tiempo del desamparo, que es el nuestro […], el arte
está justificado, es la intimidad de este desamparo, es el esfuerzo por hacer manifiesto,
por la imagen, el error de lo imaginario, y en el límite, la verdad inasible, olvidada, que
se disimula detrás de este error (Blanchot 1992, 76).

Conclusiones: la huella borrada de M. Blanchot en G. Steiner.

El objetivo de las páginas precedentes se ha centrado en la significatividad, y en


consecuencia en la relevancia, de la noción de silencio en las relaciones que pueden
establecerse entre las obras de George Steiner y Maurice Blanchot. Su estudio ha sido
abordado en diferentes niveles y de maneras diferentes. Podría decirse que se ha adaptado,
sui generis, una metodología aristotélica. Si la Poética situó como fundamento de la
creación artística la mímesis, con todas las implicaciones metafísicas que dicho término
conlleva en la tradición occidental, la reflexión estética del siglo XX se ha enfrentado a a
la pérdida del sentido, tal como ha sido tematizada de manera sobresaliente por los dos
autores mencionados. Si a propósito de los diferentes tipos poéticos, Aristóteles señalaba
que “se diferencian entre sí por tres cosas: o por imitar con medios diversos o por imitar
objetos diversos, o por imitarlos diversamente y no del mismo modo” (127), en los
apuntes de poética que hemos esbozado también el silencio ha operado con medios y
objetos diversos y a través de modos diversos.
Nuestro punto de partida ha constatado la práctica inexistencia de referencias en
los libros de Steiner al pensamiento de Blanchot, excepto en un par de ocasiones. Se ha
planteado así la pregunta así si estas contadas citas eran puramente circunstanciales o, al
contrario, precisamente por su carácter puntual, contenían, aunque fuera de manera

22
sumergida, una deuda, que no implicaría una relación genética sino más bien el eco de un
testimonio que afecta a la constitución misma del acto crítico.
El hecho de que ambas citas apareciesen a mediados de los años 90 ha servido
para respaldar la hipótesis, en un primer nivel metacrítico, de que el silencio de Steiner
sobre Blanchot habría sido relevante. En el contexto de los coletazos de la polémica
antideconstructiva planteada en Presencias reales, la apuesta teológica por el sentido que
en ella se proponía afrontaba un tema central de las preocupaciones de Steiner -la
conexión entre la barbarie totalitaria y las humanidades- compartido con Blanchot en un
sentido sólo en apariencia diametralmente opuesto. Una de las citas blanchotianas de
Steiner, en función de la “lectura bien hecha”, apunta la íntima vinculación entre la
ausencia de significado en el siglo XX y la escandalosa experiencia del horror encarnado
y a la vez simbolizado por la Shoah. En suma, hemos sostenido que, en un sentido
arqueológico, por utilizar un término foucaultiano, en la mencionada polémica
steineriana contra la deconstrucción se advierte una huella diferida, semiborrada, del peso
de Blanchot y de su rigor intelectual en la formulación de los límites y de la disolución
del significado que Steiner consideraba el mayor desafío de la estética contemporánea.
Bajo el modo de la crítica, se ha abordado así el fenómeno de la creación sobre la
base de la categoría de escritura. No es la imitación, de origen griego, sino el concepto
de comentario, profundamente arraigado en la tradición judía, la que ha guiado nuestros
análisis sobre la im-posibilidad del significado poético. Mediante un juego especular,
hemos advertido toda una serie de «armonías discordantes» o de «discordancias
armónicas» entre Blanchot y Steiner, concretadas de modo ejemplar en la pareja
conceptual de desastre/cortesía, tal como han revelado calas en la lectura de La escritura
del desastre (1980) por un lado, y Presencias reales y Gramáticas de la creación (2000),
por otro.
Este modo crítico ha permitido observar los medios con que se despliega esta
comprensión del silencio en la contraposición que Steiner ha explicitado en la otra cita
sobre Blanchot, que está tomada de El libro por venir (1959). Oda [ode] y episodio
[episode] bifurcan y abrazan sus caminos en una doble dirección: por una parte, el
desgarro esencial que opera el fenómeno artístico entre canto y relato, con la música como
su piedra de toque; por otra, la copertenencia entre poesía (o literatura) y filosofía. Ambas
vías, imposibles de reducir a identidad, han requerido revisitar unos lugares tópicos que
presionan la imaginación occidental en la constante oscilación, por no decir en su trabajo
de desfundamentación, de su tradición grecojudía. En ella se pueden percibir resonancias

23
freudianas, especialmente en el caso de Steiner. El canto de Orfeo y el de las Sirenas,
entregados uno y otro a los pasajes de la muerte y a las intimaciones del silencio en el
recuerdo evaporado de Eurídice y en la memoria relatada de Ulises, afectan a la reflexión
sobre el origen de la obra de arte y a la distancia crítica respecto de la alteridad irreductible
de la obra de arte. Ambas imágenes dentro de las obras de Steiner y Blanchot se han
proyectado en las figuraciones poéticas y narrativas de Rilke y de Kafka y en el diálogo
de lo «neutro» y de la «apuesta» por la presencia real con la filosofía de Heidegger y de
Lévinas.
Por último, hemos utilizado la figura de Kafka como el objeto en que las miradas
críticas de Blanchot y Steiner respectivamente encuentran el interlocutor privilegiado que
las pone a prueba. Sea en Lenguaje y silencio o Después de Babel, sea en El espacio
literario o De Kafka à Kafka, conceptos claves de sus dos autores, como exilio y
esperanza o escritura y paciencia, muestran la condición errante de la tarea crítica y de su
finalidad sin fondo. En ambos emergen dos formas de repensar un mesianismo
secularizado que sigue encontrando en las categorías de ausencia y silencio -en definitiva,
de (sin)sentido- la piedra de toque y de escándalo de su conversación infinita.

Referencias citadas

Aristóteles. Poética. Ed. trilingüe de Valentín García Yebra. Madrid, Gredos, 1999.
Bident, Christophe. Maurice Blanchot. Partenaire invisible. Seyssel, Éditions Champ
Vallon, 1998.
Blanchot, Maurice. De Kafka à Kafka. París, Gallimard, 1981.
Blanchot, Maurice. El espacio literario. Trad. Vicky Palant y Jorge Jinkins. Barcelona,
Paidós Ibérica, 1992.
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