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3.

La cultura como autocreación humana


Mario Teodoro Ramírez

La definición de cultura
Nuestra tarea fundamental consiste, pues, en repensar el concepto de cultura en su sentido más general
y esencial, esto es, en su sentido filosófico. Podemos empezar por puntualizar algunas de las acepciones
más conocidas y usuales del término cultura, como contexto para la ubicación de nuestra propuesta (la
cultura como autocreación humana).
a) La noción más amplia: todo lo que es producto de la actividad humana, todo aquello que el ser
humano agrega a la naturaleza, desde los instrumentos de trabajo más simples hasta las máquinas más
complejas, desde los gestos más espontáneos hasta los comportamientos más sofisticados, desde las
creencias más elementales hasta los sistemas teóricos más elaborados —es decir, lo que el ser humano
agrega a la naturaleza no son sólo objetos, productos de su trabajo manual, son también conductas, ideas,
valores, modos, estilos, relatos, historias, saberes, etc.
b) En un sentido más propio de la antropología: los sistemas de representaciones colectivas que
caracterizan a una sociedad humana particular —lo cultural se identifica con la dimensión simbólica de la
existencia social (lenguaje, mito, religión, pensamiento) en oposición a la dimensión práctico-material
(economía, técnica, organización social), a la que se ha propuesto denominar más bien con el término
“civilización”—.
c) En tercer lugar, el sentido más clásico: las formas consideradas superiores de la actividad hu-
mana, especialmente el arte, aunque también deben considerarse las humanidades en general —la histo-
ria, la biografía, la mitología, la historia de las religiones, la antropología, la filosofía, la ética— y hasta la
ciencia natural y las matemáticas.

d) Finalmente, la noción común: un conjunto vago y general de saberes (el ser “culto”),
que es la concepción culpable del error categorial que queremos criticar aquí: la reducción de la
cultura a un sector o aspecto, entre otros, de la realidad humana, esto es, la mera objetualización-
cosificación de la cultura, su definición en términos de un “tener” y no de un “ser”.
Por nuestra parte, proponemos una acepción más, que incluye a las anteriores, considera a la cul-
tura desde el punto de vista del proceso, y la define como la capacidad creadora y autocreadora del ser
humano. Las cuatro acepciones indicadas se refieren a la cultura como un resultado o un hecho. Son defi-
niciones que funcionan como puntos de partida para orientar la explicación de ciertos fenómenos. Pero
tales definiciones requieren de justificación. No podemos responder verdaderamente a la pregunta: ¿qué
es la cultura? sin responder también a una pregunta más profunda, más filosófica: ¿por qué existe la cul-
tura? ¿Cuál es su necesidad? Es ésta la pregunta cuya respuesta las definiciones mencionadas dan por
supuesta, de ahí su parcialidad e insuficiencia de principio: ellas toman a la cultura como una “cuestión de
hecho” y se niegan a plantear la “cuestión de derecho”, esto es, cuál es la razón de ser (la ratio essendi) de
la cultura. La visión empírico-objetiva conduce al equívoco de sostener una relación meramente exterior,
no necesaria, entre el ser humano y la realidad cultural; en contra, una concepción filosófica se propone
pensar la relación intrínseca y necesaria entre ambos términos: humanidad y cultura.
En general, podemos reducir a dos las maneras de entender la cultura en la concepción objetiva:
bien como condición general de la existencia de los seres humanos, bien como mero producto de su acti-
vidad. Para la primera concepción la cultura es un sistema de realidades objetivas (técnicas, representa-
ciones, costumbres, instituciones) que hacen posible la existencia de los individuos en sociedad; el ser
humano es un producto, un resultado, un efecto. A la inversa, para la segunda concepción la cultura es
mero producto, manifestación de un ser ya dado y hecho. En cualesquiera de estas concepciones el ser
humano es exterior al proceso cultural: bien porque es un ser receptivo y pasivo, solamente reproductor
de un sentido ya plenamente establecido (concepción naturalista, materialista), bien porque es un autor,
una especie de ser espiritual, cuyas realizaciones nada le aportan y le son totalmente contingentes (con-
cepción espiritualista, idealista). Ambas concepciones coinciden en que enfocan a la cultura desde un
punto de vista “objetivo”: o el ser humano es un ser natural que transforma una realidad para satisfacer
necesidades ya prefijadas, o el ser humano forma una realidad para realizar ideas o deseos ya preconce-
bidos. La razón de la cultura ya está definida.
Por el contrario, asumir un punto de vista subjetivo e inmanente, tal y como queremos hacer no-
sotros, consiste en reconocer que la razón de la cultura no está dada y que el ser humano es tanto sujeto
como objeto de la acción cultural, es decir, que la creación cultural es ante todo autocreación del ser hu-
mano. Él no preexiste, en tanto que humano, a su propia acción cultural. La cultura no es respuesta a
necesidades o a deseos: es creación de una nueva necesidad, invención de un nuevo deseo, de una sensi-
bilidad inédita, de un nuevo Ser. Cultura es creación, invención, formación.1 El reino de la cultura —la
técnica, el arte, el conocimiento, la filosofía, la ética y la interacción social— es el reino en el que se des-
pliega aquel ser, el humano, que tiene por misión autoformarse, hacerse a sí mismo: darse una naturaleza,
constituirse en una interactuación continua con lo que ya hay un ser propio, un destino, una verdad, una
materialidad incluso, una realidad.
Si la cultura es autoinvención, si ella no es una mera respuesta a algo previo, es porque el ser
humano al abrirse al mundo cultural, a su mundo propio, abandona en ese momento todo ser natural;
queda emplazada para sí mismo toda esencia o naturaleza. Ingresamos de lleno a un ámbito de artificio,
de fabricación, de tal manera que todo nuestro ser se ve envuelto por un nuevo sentido, por un nuevo
propósito. Todo queda englobado y comprendido por el mundo de la cultura.
No hay humanidad fuera de la cultura –desde las esferas corporales y sexuales hasta las esferas
del intelecto, desde el orden anímico-afectivo hasta el orden conceptual, desde el plano individual hasta
el mundo social–. En verdad, los conceptos de humanidad y cultura son coextensivos. El ser humano no
“tiene” cultura: es cultural. Cuando en el uso más general se define a la cultura como lo propio del ser
humano, se tiende a suponer que el conjunto de cosas que se designan con esta palabra constituyen algo
así como unos predicados atribuibles a una esencia o sustancia humana preexistente —ya en el modo de

1
Para Gadamer, la Formación o Bildung, “pasa a ser algo muy estrechamente vinculado al concepto de la cultura, y
designa en primer lugar el modo específicamente humano de dar forma a las disposiciones y capacidades naturales
del hombre”. Hans-Georg Gadamer, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Salamanca, Sí-
gueme, 1988, p. 40.
una realidad natural, ya en el modo de una realidad espiritual. Bien se concibe al ser humano como un
producto natural, como una realidad biológica más o menos prediseñada sobre la cual vienen a inscribirse
una serie de determinaciones extrínsecas, o bien se concibe a la realidad humana como una entidad espi-
ritual, una conciencia autoevidente, lo que de un modo u otro va a remitir siempre a la suposición (¿la
superstición?) de un alma innata, providencial.
En sus extremos, el sustancialismo naturalista o el esencialismo espiritualista padecen de una
misma incapacidad para pensar lo que “no estaba antes”, lo que ha tenido que devenir, hacerse o crearse.
Bajo esas maneras metafísicas de pensar, la cultura es definida como un orden meramente contingente o
secundario respecto al ser del ser humano, como una derivación o hasta un accidente de su ser. Y no es
que se tratara de retroceder frente al sentido de estas definiciones. Afirmar, como hacemos nosotros, que
el ser humano no preexiste a la cultura, y aceptar a la vez que la cultura es efectivamente realidad contin-
gente, secundaria, derivada y accidental, implica obviamente asumir que la misma “esencia humana” es
accidental, derivada, contingente, secundaria, esto es, que es una esencia intrínsecamente histórica, un
artificio, un juego de apariencia, una invención o un esfuerzo de expresión. Implica reconocer que el ser
humano es tanto fundamento como efecto de la “su” actividad cultural.
Gracias a la cultura la misma realidad biológica del ser humano adquiere otro sentido y otras po-
sibilidades. Ya no es sólo el resultado de la evolución natural sino, todavía más, de la evolución cultural:
del proceso histórico, práctico, técnico, moral, cognoscitivo, a través del cual el ser humano ha buscado
en todo momento y en todas las instancias darse un ser, formarse una naturaleza. Según Clifford Geertz,
las investigaciones recientes en antropología han permitido descartar “la perspectiva secuencial de las
relaciones entre la evolución física y el desarrollo cultural del hombre en beneficio de la idea de una su-
perposición interactiva”.2 Esto es, la cultura no es algo que venga a agregarse a una realidad biológica ya
establecida, definitiva y única; “por lo menos formas elementales de actividad cultural o protocultural
(simple fabricación de herramientas, caza, etc.) parecen haberse registrado entre algunos de los australo-
pitecos, y esto indica que hubo un traslado o superposición de un millón de años entre el comienzo de la
cultura y la aparición del hombre tal como lo conocemos hoy”.3 Rasgos biológicos característicos del ser
humano moderno —especialmente relativos al tamaño del cerebro— no se alcanzaron antes del surgi-
miento de la cultura, por lo que resulta equivocada toda concepción determinista y reduccionista de corte
naturalista. Incluso resulta inadecuada la visión estratológica, analítica, de la realidad humana: el ser hu-
mano no es un compuesto de naturaleza y cultura, de biología y espíritu, es una realidad única e integral
aunque compleja y múltiple. En general, las características propias de la especie homo —respecto a la
sensibilidad, el movimiento, la sexualidad, la conducta social— no son hechos naturales, consecuencias de
la estructura biológica; nada serían de suyo sin un contexto propiamente cultural, es decir, sin un sentido
que ya no es unívoco y prístino. La sexualidad, por ejemplo. Se ha mostrado de que manera las mismas
características anatómico-biológicas de la genitalidad y erogenicidad del cuerpo humano fueron construi-
das o reconstruidas por la influencia del deseo, la afectividad y el gusto propiamente humanos4.

2
Clifford Geertz, La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa, 1987, p. 53.
3
Op. cit., p. 53.
4
Para una reconstrucción del proceso de hominización desde una perspectiva (feminista) que atiende al papel de la
afectividad y la sexualidad, ver: Helen Fischer, El contrato sexual, Madrid, Salvat, 1987.
Así pues, la autocreación del ser humano no atañe sólo a la forma de su ser sino a su propia materia
o sustancia. Obviamente, no podemos decir que el ser humano cree la materia de que está hecho, pero sí
podemos decir que ha “creado” la estructura, la configuración interna de esta materia. Desde este punto de
vista cabe, por otra parte, empezar a superar el dualismo que siempre aparece en toda definición de la natu-
raleza humana. Entre la materia física y la forma anímico-espiritual se encuentra, punteándolas, la estructura
del organismo: el proceso de la autoconstrucción biológica del ser humano. La sorprendente implicación de
esta tesis es que la cultura empieza a actuar antes de que el ser humano esté biológicamente terminado, y,
por ende, que él es más obra de la cultura que la cultura su obra, es decir, que la cultura es más antigua que
el hombre. La cultura no es, pues, algo que venga a agregarse a una realidad biológica humana ya concluida.
Por ende, tampoco puede concebirse como una realidad puramente espiritual, libre de cualquier sustrato
natural o función biológica. “Para nosotros —dice Gehlen— cultura va a ser esto: la totalidad de las condicio-
nes de la naturaleza dominadas, transformadas y aprovechadas por el hombre mediante su trabajo y activi-
dad, incluyendo las habilidades y artes descargadas, que sólo son posibles sobre aquella base”. Entre natura-
leza y cultura no existe entonces discontinuidad, aunque tampoco existe mera continuidad o evolución. Lo
que hay es un proceso de re-integración o re-estructuración. Una reconstrucción cultural de la naturaleza o
una incardinación natural de la cultura. Una sobreposición, un encabalgamiento o un quiasmo natura-cultura
que nos permite decir indistintamente que en el ser humano o bien todo es cultural o bien todo es natural. El
ser humano no sólo tiene que aprender a hablar, antes tiene que aprender a caminar, a ponerse erecto y, a
veces, hasta respirar. Todo el aspecto funcional de su organismo está abierto a una pedagogía, a un proceso
educativo, a la posibilidad de una formación y una transformación, hija de la libertad.

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