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Ariel Gravano
¿Para qué puede servir hablar de cultura? ¿Por qué la Antropología puede aportar al
enfoque de problemas mediante el uso de este concepto? Partimos de las siguientes
premisas: ningún concepto de ninguna ciencia se utiliza sin sentido o por inercia.
Surge, se construye y se define históricamente porque en un determinado momento y
lugar se torna necesario enfocar alguna cuestión o interrogante, de acuerdo con
ciertos intereses, aunque éstos no sean explícitos. Para eso vamos a contextualizar el
momento en el que surge la noción de cultura en general y su sentido antropológico
en particular.
Pero, también hay otro uso, más corriente y más restringido: el que considera que la
cultura está compuesta por ciertas y especiales manifestaciones y comportamientos,
como las artes plásticas, la escritura y literatura, la educación, la música, la danza, la
poesía, el cine, la comunicación mediática, los espectáculos.
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A su vez, todo concepto se define por oposición a otros fenómenos que no refiere, en
este caso a lo que no es cultura. En cuanto al sentido antropológico que vimos recién,
lo opuesto a la cultura sería lo que pertenece a la naturaleza, lo que el hombre tiene
como animal, su físico, su funcionamiento orgánico. Y en cuanto al otro sentido,
cultura se distinguiría del sistema o estructura económico-social, el sistema político, la
tecnología industrial, para citar algún ejemplo. Un autor contemporáneo, el galés
Raymond Williams, llama a esto cultura como “sistema significante”, esto es: como
una especificidad que cada sociedad y época pueden definir en forma acotada (obras
de arte y comunicación), no solamente por llamarlas de esa manera sino porque se
aplican políticas y acciones hacia ella.
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de optimización de resultados y ganancias. Por eso comienza a perfilarse el
racionalismo como la forma de pensamiento más acorde con esos intereses, en puja
con las posturas místico-absolutistas que defendían el régimen feudal. No es casual
que coincida esto con la ponderación de la Razón como herramienta distintiva de la
comprensión y acción del ser humano respecto del mundo.
Desde el pensamiento moderno, científico, secular, las causas del acontecer histórico
van a ir a buscarse, entonces, también en los actos de los hombres, tanto los que se
definen como materiales o prácticos cuanto los “espirituales”. Vemos que en esta
última palabra se refleja parte del antiguo paradigma, que escinde -como señala
Néstor García Canclini- “un viejo divorcio: entre lo material y lo espiritual, el cuerpo y
el alma, el trabajo y la conciencia” (García Canclini 1981:9). Esta separación,
“reproduce en el campo teórico la división de la sociedad en clases: de un lado, la
actividad -material- de apropiación y transformación de la naturaleza; del otro, la
traducción simbólica -ideal- de esas operaciones concretas” (íbid).
La cultura emerge, entonces, como una categoría construida en gran medida a partir
de esta nueva problemática que planteaba la expansión colonialista y su
correspondiente visión del mundo: el cruento y asimétrico encuentro con la diversidad
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respecto a Occidente, con los “otros”. Lo que interesa puntualizar aquí es que la
diversidad estuvo representada tanto por el aspecto físico de los “otros” como -y
principalmente- por las distintas formas de comportamiento, de prácticas rituales, de
sistemas de creencias, de valores, de símbolos, en suma, de culturas.
En realidad, la cultura del hombre -como fenómeno- existe desde que el hombre es
hombre y produjo el primer artefacto, como se verá cuando estudiemos los procesos
de hominización y humanización. Pero la palabra cultura aparece en 1750 (pleno
Iluminismo), enunciada por el estadista y filósofo francés Anne Robert Jaques Turgot:
cultura es -dice- el “tesoro de signos” que constituye la “herencia social” de la
Humanidad1, que propende, a la reproducción de los hombres sobre la base de la
transformación de la naturaleza.
La primera asociación es con la noción de cultivo; esto es: lo que hacen o producen los
hombres, lo que no es natural. Y un eje inicial constitutivo del concepto puede ser
señalado por esta distinción entre herencia social y herencia biológica. Esta última es
1
“Poseedor de un tesoro de signos que tiene la facultad de multiplicar hasta el infinito, el hombre
es capaz de asegurar la conservación de las ideas que ha adquirido, de comunicarlas a otros
hombres y de transmitirlas a sus sucesores como una herencia constantemente creciente”, decía
Turgot [1750] (en Harris 1978: 12).
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lo que los hombres -a nivel de su especie- tienen en común con el resto de los seres
vivos. Pero la cultura, los signos, hacen que los hombres se diferencien
cualitativamente del reino de lo puramente orgánico, constituyendo un algo más, que
el componente biológico no puede explicar.
A ese algo más, la cultura, cada generación debe aprenderla en su totalidad, ya que no
se recibe por legado genético. De acuerdo con esta noción inicial, todos los hombres
son igualmente capaces de producir cultura, poseerla, transmitirla y
fundamentalmente renovarla, ya que en la cultura no hay copia; siempre implica
innovación, porque el signo es eso: un resultado de la relación dialéctica entre algo
familiar (p.e. el significante, la forma) y algo nuevo: el efecto de significado que puede
tener en los receptores. Por eso la cultura es un terreno de interminables
interpretaciones de esos signos que, para mayor precisión, llamaremos símbolos 2.
Pero el símbolo sólo re-presenta (vuelve a presentar), no “es” esa cosa, estado o
situación, sino que, por medio de la abstracción y la síntesis, es posible incluir en él
numerosos casos particulares de referentes que se condensan en el mismo símbolo y
hacen posible la comunicación y la comprensión. Ser “estudiante de la Universidad” es
una categoría meramente formal y hasta burocrática, pero que incluye y condensa -
como toda representación simbólica- una amplísima diversidad de posibles
identificaciones y proyecciones de cualidades que posee cada uno en forma particular
y como conjunto (sexos, edades, carreras en las que se inscribieron, ciudades donde
nacieron, barrios con los que se identifican, clubes, gustos musicales).
Y cada una de esas cualidades, a su vez, tiene su “carga” de valores simbólicos, porque
el símbolo se utiliza para trasuntar valores: en el ámbito universitario, no es visto de la
2
La constitución misma de la cultura en el reino de lo simbólico implica situarnos en el terreno
de lo arbitrario y lo convencional, de lo que no tiene un sentido natural o fijo, como podría ser el
sentido de las señales que sirven para establecer la comunicación entre los animales, sino
sentidos construidos en forma explícita o implícita como valores de esa cultura.
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misma manera “estar en el CBC”, “ya estar en la Carrera”, o ser “alumno avanzado”,
aunque todas esas situaciones también se engloban en la categoría “estudiante”, y
toda categoría no deja de ser un símbolo, por su función de representar. El significado
que adquieran va a depender de la interpretación valorativa de los actores en
situación.
3
El concepto de trabajo de Marx y Engels es el equivalente a la base de la producción humana,
pero no se reduce ni al trabajo ni a la producción como los entiende la economía capitalista,
como mercancía. “Lo que hoy se llama trabajo no es más que un fragmento diminuto y miserable
de la formidable y poderosísima producción” La moral mercantilista aleja al trabajo de la
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devenido productos, en donde lo meramente vital se ha desgarrado bajo la infinita
formación y transformación de la naturaleza en cultura. Y es necesario resaltar que
nada de lo material deja de adquirir significación simbólica y ningún símbolo puede
manifestarse sin un soporte material.
En realidad, podemos decir que, como especie, en esta doble dimensión entre lo
natural y lo cultural, nos pasamos todo el tiempo tratando de conocer las leyes
naturales para “contradecirlas”. Es como si la contra-dicción (decir en contra) fuera
nuestra más específica forma de comportarnos 4.
Para crear cultura, el hombre “contradice” a la piedra, para que “deje” de ser
solamente piedra y pase a ser un instrumento que le permita cazar un animal y
abrigarse y alimentarse. Así se adapta a los más variados climas sin cambiar su
naturaleza, sino mediante sus herramientas, su cultura. Y hoy manda naves a las otras
galaxias aplicando este mismo principio de la contra-dicción.
Esta oposición conceptual entre naturaleza y cultura, entonces, resulta básica para
comprender no sólo ésta última noción sino también para situar el primero de los
eslabones que constituyen al ser humano como tal: ser productor de cultura a partir
totalidad de los matices que tiene la vida humana, incluida la diversión y el placer, “a pesar de
que también eso es producir” (Marx & Engels: La Ideología Alemana), con lo cual el trabajo queda
entendido dentro de la cultura en su sentido integral.
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“La vida consiste precisamente en que un ser sea al mismo tiempo, en el mismo instante, el que
es y otro. La vida no es, a su vez, más que una contradicción albergada en las cosas, y en los
fenómenos y que se está produciendo y resolviendo incesantemente: al cesar la contradicción,
cesa la vida...” (Engels: Anti Dühring; 127).
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del principio de contradicción. La oposición a lo natural, como lo dado, mediante el
trabajo de la cultura, mediante las prácticas materiales significativas, implica la
constitución del hombre como ser histórico.
Por eso la Historia resulta ser una contienda continua con lo dado, con lo que aparece
como natural, como naturalizado dentro de las representaciones del mundo, como lo
que se preconcibe como la “naturaleza de las cosas”, con lo que niega a la cultura ese
carácter básico de ser ruptura con lo dado.
“no sólo porque está determinada por lo social, sino porque está
presente en todo hecho socio-económico. Cualquier práctica es
simultáneamente económica y simbólica. No hay fenómeno
económico o social que no incluya una dimensión cultural, que no lo
representemos atribuyéndole un significado” (García Canclini
op.cit.:25).
5
“La superestructura está constituida por las instituciones políticas y jurídicas y por
determinadas formas de la conciencia social, que corresponden a la base dada” (Rosental & Iudin
1959:39).
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escindidas una de la otra, hoy se hace hincapié en su relación de unidad e imbricación,
pues de lo contrario no podría haber determinación desde la base económica hacia la
superestructura. Lo que equivale a ponderar la autonomía relativa de la esfera cultural
respecto de la estructura: “no hay producción de sentido que no esté inserta en
estructuras materiales (...) el sentido está inmerso en el desenvolvimiento de la
materia” (García Canclini op.cit.:24 y 27).
Si decimos que los significados o sentidos no son algo dado sino construcciones
permanentes, también tenemos que tomar nota que en las culturas siempre se
establecen -como afirmamos recién- modelos de lo que hay que hacer, decir, etc. Los
monumentos nos dictan a quiénes debemos venerar y recordar como modelos de
acción para el futuro. Los himnos nos dictan a qué símbolos debemos atenernos para
mantener una cierta identidad. Las ceremonias y ritos nos dictan qué debe repetirse,
evocarse, mantenerse. Estas serían funciones de la cultura que tienden a la
reproducción, a la actualización y re-presentación de ciertos valores, ciertas ideas y no
otras.
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Y hemos repetido la palabra dictar porque precisamente esos dictados son mensajes
que apuntan a la reproducción porque representan intereses que tratan de imponerse,
conservarse, mantenerse. Y esto es así porque esos valores o ideas a mantener están
en riesgo de perderse o son cuestionadas, contradichas. Si no, no habría necesidad de
invocar su conservación en una cultura. Ningún signo se mantiene o se trata de
mantener de modo inercial, sin una razón histórica, sin un interés y una racionalidad
que lo motoriza.
Esta racionalidad puede manifestarse hasta en un gusto artístico, por ejemplo, musical.
¿Cuánto de nuestra identidad se construye alrededor de nuestros gustos musicales y
de nuestros artistas preferidos? ¿Cuántas veces en un festival se establecen bandos
que pujan por el mantenimiento en el escenario de “su” artista en desmedro de los
otros? Bien, pensemos -parafraseando irreverentemente a Turgot- que una cultura es
un festival de significaciones, de valores, ideas, es una lucha permanente por imponer
esas significaciones, esas ideas y esos valores.
Pero estar en una cultura implica también aceptación, consenso. El hecho mínimo de
hablar un lenguaje, desde el que establecemos la comunicación, indica que adherimos
a un modelo (sintáctico, semántico), al que difícilmente cuestionemos. En realidad, a la
mayoría de las prácticas las realizamos sin siquiera cuestionarlas, dado que estar en
una cultura es precisamente no contradecir en forma explícita todo el tiempo todo lo
que hacemos. Algo siempre deberemos tomar como dado, en algún “lugar” debemos
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“pararnos”, centrarnos como sujetos. Estos son los componentes más interesantes de
toda cultura. Son los modelos que actuamos y arraigan sin imposición forzada.
La censura durante las dictaduras muchas veces está precedida o acompañada por la
concepción generalizada de que en realidad existen expresiones “peligrosas” y hasta
“pensamientos peligrosos”6 que deben ser censurados. Hasta la represión se avala con
asunciones como “en algo andaría...”, equivalente a los prejuicios con que se amparan
las discriminaciones de nuestros días.
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el papel dominante a sus ideas” (Marx & Engels: La Ideología
Alemana; 50)
Marx establece como eje de la dominación el ejercicio del poder. Pero no meramente
un poder material, sino “espiritual” o, decimos nosotros, simbólico, en el terreno de
las ideas, de los valores, de la cultura, porque es sólo en el terreno de las ideas, de la
ideología y siempre en la cultura, que los sujetos pueden representarse el mundo de
acuerdo con intereses propios o ajenos y hasta opuestos a los propios.
Lo que equivale a ponderar las ideas, las ideologías -significados que implican intereses
particulares, como resultado de lo que los sujetos dan crédito de verdad- como el
terreno de lucha del poder.
Como no existe ningún actor, individual y colectivo que sea pasivo en términos
culturales, siempre la hegemonía se da en lucha con su contrario, latente o explícito,
en un proceso permanentemente dinámico en donde nunca está dicha la última
palabra. Las víctimas de la represión y de los prejuicios discriminatorios en general
“cuestionan” al poder con su sola existencia, de ahí su “peligro”.
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El concepto de alternidad no se reduce al de contra-hegemonía o “hegemonía alternativa”
(Williams 1980:132 y ss.) sino que abarca procesos de conflicto u oposición latentes, de hecho,
no sólo de lucha explícita. Es lo que hace que los mensajes hegemónicos se tornen necesarios
para los sectores dominantes, ya que ponen en riesgo ese dominio.
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La dominación se ejerce por la necesidad de aplastar un movimiento opositor pre-
existente, resistente y alterno a esa misma dominación, no porque sí. La hegemonía
también se edifica sobre la base de contrarrestar o neutralizar la conciencia de
verdades que las ideologías no se representan o bien aquellos contenidos de verdad
que las ideologías no cuestionan, que encubren u opacan, lo que se da en llamar la
“falsa conciencia”, que es cuando el sujeto asume como propia una idea ajena a su
interés. Pero dentro de una cultura esto es algo “normal”, no se puede evitar. Toda
comunicación produce ideología y opacidad, aunque tienda a la transparencia. Es una
dialéctica insoslayable del estar en el mundo humano, social e histórico.
¿Por qué aceptamos ideas o valores que no tienen que ver con nuestros intereses y
son aún contrarios a ellos? ¿Por qué “aceptamos” la hegemonía? Porque vivir en la
cultura implica vivir en un mundo de significados en construcción permanente y no en
un mundo de ideas fijas, transparentes o verdaderas de por sí, cuyo sentido no pueda
ni deba ser contrastado, interpretado y verificado respecto a condiciones reales.
En este proceso, lógico es que las fuerzas de mayor poder tanto comunicativo cuanto
material -como dice Marx- se impongan como las más importantes, verdaderas o hasta
“inevitables”. Por eso la cultura hegemónica efectiva es aquella que se ejerce con
flexibilidad, que se adecua a situaciones y cambios. La hegemonía “no actúa en forma
impositiva ni unidireccional” (García Canclini 1987: 23), sino que opera mediante
cambios, ambigüedades y sentidos cruzados, en los que básicamente lo que se dirime
es el poder de imponer por consenso sentidos ajenos y aún contrarios a los intereses
de quienes se los apropian.
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creencias y los mismos ritos pueden esgrimirse para consolidar a sectores dominantes
como para luchar contra ellos. Es precisamente lo que llama “lucha cultural” (Gramsci
1976: 126).
Como estamos viendo, la relación entre la cultura y el contexto de lucha por los
significados -en términos de dominación y hegemonía- no puede estar ajena a la
realidad de la lucha de clases, ya que implica identificar quién ejerce el poder de dictar
o pretender dictar los valores, los modelos, las representaciones, los símbolos y, por lo
tanto, determinar las acciones y los hechos sociales. Pero también nos obliga a
categorizar los procesos de confrontación (oposición explícita) y alternidad (que puede
ser una oposición objetiva pero no declarada respecto al dominio) con relación a los
significados dominantes. Por eso hablamos de puja y contradicción.
Podemos decir que la cultura no brinda la imagen de una laguna apacible, sino que se
parece más al oleaje permanente de un mar embravecido, a una confrontación
permanente, a una lucha por dar, cambiar y reproducir sentidos. Con esto afirmamos
que la cultura no responde a un único orden, lógica o sentido, sino que será
precisamente el reinado de la diversidad, de la heterogeneidad, por su carácter de
magma de contradicciones permanentes y una “arena de luchas” (al decir del
semiólogo Valentim Voloshinov) por dar, compartir o imponer significados.
Se habla del sentido antropológico del concepto de cultura cuando ésta se atribuye a
todos los hombres, sin establecer juicios de valor sobre cuáles manifestaciones podrían
eventualmente ser o no cultura, o ser más o menos “cultas” o “tener” menos o más
cultura. Este sentido ni siquiera tiene en cuenta estas cuestiones, no se las plantea: se
parte de la base de que toda manifestación (material o simbólica) producida por
cualquier grupo humano es cultura. Este es el concepto que más ha sido utilizado por
los antropólogos, iniciales especialistas en el tema de la diversidad, precisamente por
haber apropiado y redefinido el concepto de cultura en estos términos.
El hecho de partir de la noción de una cultura distribuida por igual -en tanto tal- entre
todos los hombres es lo que hace posible concebir la diversidad entre las
manifestaciones de esa cultura genérica como culturas -en plural-, como diversidad.
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De esta cuestión surgirá más adelante el problema de dónde está el límite entre una y
otra cultura, porque pensar una diversidad implica obligarse a establecer elementos en
común y elementos que distinguen y, por lo tanto, hacen posible una identificación
entre unidades, como pueden ser cada cultura en particular (la cultura mapuche, la
cultura europea, la cultura nahualt, la cultura trobriandesa), en distintas escalas.
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situaciones concretas de uso- por la valoración asimétrica de las diferencias culturales
propias de los procesos de colonialismo y conquista de las que emergieron.
En efecto, la diversidad fue concebida a partir del contraste entre las culturas “otras”
de los territorios colonizados y los valores de las culturas consideradas modernas y
civilizadas, que no eran otras que las de las sociedades dominantes y de sus sectores
dominantes. Estos valores fueron tomados como parámetros desde los que era posible
establecer representaciones etnocéntricas desde culturas pre-concebidas como
superiores hacia culturas consideradas inferiores, lo que muchas veces era expresado
como un conflicto entre los “verdaderos” valores culturales y su contrario, o entre los
“portadores” de más o menos cultura y eran, por lo tanto, considerados más o menos
“cultos”.
Para este pensamiento dominante al que nos referimos, los “no cultos” o “menos”
cultos podían ser tanto el nativo de la colonia como el campesino europeo o ambos a
la vez, en situaciones de cercanía o lejanía geográfica, pero siempre como símbolos del
“otro”, del distinto-extraño y en no pocas ocasiones peligroso.
Por eso podemos afirmar que el conflicto es la base de la cultura. Los conflictos
sociales -según el pensador francés contemporáneo Pierre Ansart- no son diferentes a
cómo se plantean los conflictos dogmático-religiosos, aunque de manera más compleja
y formalizada de otros modos. Pero en sí se realizan dentro de este mundo cultural,
donde la lucha por los significados es el ring donde se dirimen. Por ejemplo, para los
historiadores de la denominada en forma oficial Conquista del Desierto (que, en
realidad estaba poblado por numerosos pueblos y para nada desierto) los indios
tomaban “cautivos”, en cambio los blancos tomaban “prisioneros”, nada pequeña
aunque aparentemente sutil diferencia. Y para algunas corrientes antropológicas (y,
por lo tanto, más relativistas que esos historiadores etnocéntricos), los indios tenían
“cultura”, en cambio los blancos eran sostenedores de la “civilización”.
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reside su punto de partida dialéctico en lo metodológico. Para que sea dialéctico se
deben tener en cuenta, desde la misma definición y constitución de los actores, sus
relaciones mutuas de interdependencia, asimetría y contraposición.
Los antropólogos nos hemos acostumbrado más a hablar de “producción cultural”, con
estos criterios holísticos, que de “trabajo” (como Federico Engels). Sin embargo, si
asignamos a la cultura el papel de transformadora de la naturaleza por medio del
trabajo o, si se prefiere, el ser resultado de la transformación de la naturaleza por
medio del trabajo del hombre, la relación básica o estructural que se está implicando
es la de una ruptura con lo dado. Por eso decimos que la cultura es una herramienta
tanto de la reproducción como de la transformación, porque sobre todo implica
desarrollarse dentro de esta dialéctica entre lo que se supone (como prejuicio) dado,
verdadero a priori, y, por lo tanto, no se cuestiona, y lo que pretende producir una
ruptura con ese prejuicio o creencia en una verdad absoluta.
Un objeto de estudio es una relación conceptual, una construcción, no una cosa ni una
sustancia. Para la consideración del objeto antropológico es fundamental el concepto
de cultura porque implica el enfoque holístico (totalista), la observación con
participación, las explicaciones cualitativas, la exotización de lo familiar, y demás
rasgos articulados en lo que se denomina perspectiva antropológica.
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la “otra” cultura en forma paternalista. Este sentido supone en el fondo la existencia
de un modelo de cultura como paradigma desde el cual las otras se colocarían en una
posición de parecerse más o menos. Este modelo de cultura visto en singular ubica a la
pluralidad de culturas como girando en su derredor, como subordinadas, degradadas o
marginales, si bien acepta que si se encaminan por el respeto de esos valores
considerados centrales y más perfectos podrán aspirar a parecerse, a encolumnarse en
el camino a esa perfectibilidad. Este modo de ver la cultura acepta como posible un
camino progresivo de evolución y perfectibilidad hacia esa “cumbre”, que
representaría la cultura entendida como superior.
De esto resulta no sólo que se considere que hay personas, sectores o pueblos más
cultos que otros sino que haya actividades valoradas como propiamente culturales y
otras que caerían lisa y llanamente en el campo de la “in”-cultura o de lo que no sin
esfuerzo podría “aspirar a ser” cultura.
Más allá que el rótulo “humanista” pueda ser un tanto engañoso, digamos que esta
actitud iluminista hacia la cultura es la propia de todos los sistemas de enseñanza, pero
mucho más de los dominantes y por nosotros más conocidos. Éstos últimos se
establecen sobre la base de la idea de un recinto oscuro de por sí (el alumno,
etimológicamente, del latín: alumni, equivalente a un ser sin luz), al que se debe
iluminar con la transmisión de determinados contenidos elegidos de antemano y
concebidos como superiores, los que finalmente él debe ser capaz de reproducir, o sea
repetir en forma lo más cercana al modelo que recibió. Es como, si desde esta posición
humanista no se considerara cultura a los valores de quien todavía no está dentro del
sistema formal de apropiación de esos valores: la educación.
Por eso, el punto de vista humanista establece parámetros que supuestamente sirven
para “medir” el grado de cultura pero a la vez es tolerante ante el otro y, a su manera,
relativamente relativista cultural, ya que considera que cualquiera (persona, pueblo,
sector social) puede escalar o evolucionar desde lo menos perfecto a lo más perfecto,
por medio de la educación en los valores considerados superiores.
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los fines de semana ante las páginas culturales de los diarios y a situaciones
complicadas les atribuyen el ser algo “kafkiano”, se suele decir que son “personas
cultas”.
Para agregado cultural de las embajadas se suele nombrar a quien se ha destacado por
su notoriedad en actividades “culturales” por antonomasia, como la literatura, la
pintura o la música “culta”.
Desde este uso, entonces, vimos que tendría más cultura quien comparte ciertos y
determinados conocimientos, distribuidos en forma distintiva: para saber cuál es el
tenedor más apropiado hay que pertenecer a tal grupo de iniciados en la materia; lo
mismo para conocer tal o cuál término extranjero o lo que se considera cultura
“general”, como conocimiento acumulado. Para saber cuán enmadejado es el tránsito
en el centro de Roma hay que haber estado en Roma, y para saber que algo complejo
puede ser “kafkiano” hay que haber leído a Kafka, y así de seguido.
Acá es necesario no confundir lo verdadero con lo verosímil (lo que es y lo que se cree
que pueda ser). Porque la cuestión de fondo es que para ninguna de estas imágenes es
necesario conocer lo que se dice que se conoce sino ostentarlo, que no es lo mismo. En
otras palabras: lo importante es el valor simbólico que puede adquirir la posesión del
conocimiento de cierto bien distintivo de cultura, lo que representa para ese grupo y
para el resto social del cual ese grupo intenta diferenciarse, apareciendo como “culto”.
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manifestadas en los centros dominantes. El chisme de la cola del mercado, el refrán en
una conversación de café, el canto de la tribuna futbolera o los cuentos de Jaimito, por
ejemplo, no entrarían dentro de esta clasificación, como tampoco sus ejecutores como
“gente de la cultura”.
Unidad de contrarios
El sentido antropológico sirve para tomar conciencia que todas las manifestaciones
humanas de cualquier latitud y cualquier época son, han sido y serán cultura, como
parte de la producción simbólico-material de la especie, transmitida en términos de
signos aprendidos y arbitrarios, compartidos y en transformación permanente, y que
todas las sociedades y grupos son productores de cultura, sin que sea posible distinguir
en términos de más o de menos. En consecuencia, nos permite realizar una crítica
respecto de las posiciones etnocéntricas, sociocéntricas y elitistas respecto a la cultura,
que en gran medida coinciden con el sentido que Stocking tipifica como humanistas y
en general situamos como iluministas.
Pero debemos tomar nota que ambos sentidos constituyen un par de opuestos que
conforman una unidad, ya que uno se constituye y define en función del otro y, como
veremos enseguida, adquieren un valor analítico y de transformación social sólo si se
los ve en esta unidad de contrarios.
Por ahora digamos que si bien todas las sociedades poseen cultura por igual, no existe
grupo humano que no pondere, dentro de su misma cultura, unos valores por sobre
otros.
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Lo que equivale a expresar que ninguna cultura deja de reivindicar, enseñar o imponer
ciertos valores, comportamientos o creencias por encima de otras. Si bien las culturas
pueden diferir sobre quién realiza la socialización y educación de los niños (los futuros
“sucesores” de la definición de Turgot), en ninguna cultura se deja de señalar qué se
debe decir, qué se debe tocar, qué se debe hacer, etc., en suma: ninguna cultura,
paradójicamente, deja de ser iluminista consigo misma, con lo que el relativismo
cultural extremo encuentra otro punto de crisis en sí mismo.
Cuando los espectáculos de fútbol o de rock se ponen violentos los titulares de los
medios no dejan de apuntar a “una verdadera cultura de la violencia que se ha
adueñado de nuestra sociedad”. En no pocas ocasiones se coloca como causa de los
dramas sociales de los argentinos a la “cultura de la marginación”. En otras, a la
“cultura de la droga”, cuando no a la “cultura de la miseria”. La enorme cantidad de
accidentes de tránsito se atribuye a una “cultura del riesgo” (CLARÍN, 8/4/06).
Dentro del movilizado verano del 2002, frente al Ministerio de Trabajo pudo verse, en
diversas ocasiones, a la cabeza de una marcha de desempleados una ancha tela que
rezaba: “luchemos por el regreso a la cultura del trabajo”.
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produce determinados efectos. En concreto: ¿A qué se debe este hiper-uso del
término? ¿Para qué se establece la distinción entre quienes “poseen” más o menos
cultura? ¿Por qué, en los otros casos, no se habla directamente de marginación, droga,
violencia, renta, trabajo, etc.? ¿Cuál es el sentido que se implica al agregarle a cada
uno de esos sustantivos la palabra “cultura”?
Nuestra hipótesis es que detrás de este uso generalizado debe haber alguna razón,
alguna utilidad para ciertas racionalidades, para ciertos intereses sociales que lo
justifiquen. Porque las palabras no surgen ni se usan sin sentido o en forma inercial,
sino que responden a cuestiones y problemáticas de cada contexto histórico y
situación concreta. No es sólo la moda la que explica estos usos, si por moda
entendiéramos la mera copia. Y aunque así fuera, deberíamos preguntarnos por la
razón de esa moda de agregar “cultura” a todo, la que podríamos llamar -siguiendo la
moda- una verdadera cultura de las culturas.
Sombras
Hay instancias para las cuales el uso exclusivo del sentido de cultura como totalidad
puede resultar contraproducente -por encubridor- y por eso es necesaria su
problematización.
1.
La cultura, así entendida, sería la forma particular de los fenómenos, que daría cuenta
del cómo y no del porqué histórico de los fenómenos, y justificaría el statu quo, en aras
22
de una supuesta autonomía de lo cultural que lo escindiría de lo histórico y contradiría
su carácter de transformación y producción de lo nuevo y emergente.
Aquí incluimos la crítica a las definiciones que se reducen a la mera oposición entre
cultura y naturaleza y, como ejemplo en el sentido común, podemos recordar la
supuesta atribución causal del accidente del avión a la cultura del personal de la
empresa, como si esa cultura no fuera el resultado de procesos de gestión y
explotación del trabajo de ese personal.
2.
23
pretenden ocultar, bajo el ropaje del “choque de culturas”, la explotación y
sojuzgamiento del imperialismo occidental hacia los países del llamado Tercer Mundo,
con complicidades de sus sectores dominantes, como base determinante del “conflicto
entre Occidente y Oriente”.
3.
También puede ser una opción, pero con el riesgo de dar por sentado que, dentro de
esas mismas representaciones, los actores pueden establecer esa identidad cultural
sobre la base de reivindicar valores históricamente determinados, pero concebidos
como perennes, como esencias absolutas y auto-contenidas, como si existieran o
pudiera ser posible que existieran fuera de la Historia y de cualquier contradicción
interna y respecto al exterior de esas culturas.
Una opción efectiva puede ser tomar el afán reproductivo y reivindicativo como parte
del conflicto de base entre el sistema imperialista y unilateral de globalización
capitalista, que pretende la unificación según los parámetros de la cultura dominante,
y las culturas e identidades locales y referenciadas territorialmente, que en esa
situación se aglutinan en torno a valores constituidos como “tradicionales” para ellas.
24
Las investigaciones muestran, sin embargo, que muchas tradiciones resultan ser
continuas invenciones, que tienen como propósito reaccionar o posicionarse en forma
activa frente a procesos de conflicto por imponer o defender valores en riesgo. La
invención de la tradición, de acuerdo con Eric Hobsbawm, consiste en invocar la
perpetuación -mediante rituales- de valores y actos porque supuestamente
representan un pasado valioso, cuando en realidad en esas épocas esos actos no se
realizaban de esa manera. Las ceremonias, danzas, recetas, discursos de hoy no son
más que intentos de congelamiento histórico de ese pasado (Hobsbawm 1987).
4.
Una última consideración crítica debemos hacer hacia la hipertrofia, o extensivo uso
del concepto de cultura. De acuerdo con lo que estuvimos viendo, se refuerza nuestra
hipótesis de una racionalidad o valor de uso que tendría ese adosamiento. Al hacerlo,
se corre el riesgo de despojar a la actividad o situación en cuestión (violencia,
marginación, droga, etc.) de la determinación histórica y de la matriz de
contradicciones que la producen, dificultando a la vez la posibilidad de indagar sobre
sus agentes y causas estructurales. Cultura vendría a funcionar, en estos casos, como
comportamientos auto-contenidos, justificados en sí mismos, regulares y habituales
hasta el extremo de no poder ser modificados ni explicados por ninguna causalidad
externa. En última instancia, este uso de cultura implica que las “causas” de esos
estados o acciones son los actores (o víctimas) mismos.
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incestuosas, ser violentos) constituye un modo de vida auto-perpetuado entre los
pobres, sobre la base de valores construidos para y por una situación de adaptación,
considerados “anti-valores”, de los cuales el pobre no podría salir, ya que “esto les
anula la disposición mental necesaria para aprovechar las condiciones o las
oportunidades de mejoramiento que pudieran tener a lo largo de su vida” (Lewis
1956:109).
Luces
1.
2.
3.
26
que los podemos cambiar. Porque todo lo que nos rodea tiene responsables, y son
humanos. Y esto puede servir para no atarnos a una sola idea de destino o de futuro ni
a un “pensamiento único”, como se pretende desde los poderes dominantes.
4.
El concepto de cultura brinda un marco teórico adecuado para una crítica a los
reduccionismos economicistas, que soslayan la importancia de las representaciones
simbólicas e ideológicas en la construcción de los procesos históricos y sociales. Es
más, el sentido antropológico es el que muchas veces se utiliza cuando se constata
alguna falla en las explicaciones macro-históricas, económico-políticas, y aparece la
apelación a la muletilla “es una cuestión cultural”. En rigor, es cuando se necesita
contemplar teóricamente la existencia de significados distintos al que se había pre-
establecido como único, cuando se descubre que la gente piensa o actúa distinto a
como “debería” haber pensado o actuado.
5.
Sirve para no caer en la asunción fatalista que coloca a la globalización con un único
mensaje unificador y uniformizador, ya que permite que la trasnacionalización de la
cultura pueda dar cabida a su relación dialéctica con el fortalecimiento de las culturas
locales, evitando asimismo satanizarla como su “enemigo” y en cambio verla como un
proceso histórico dentro del cual los pueblos pueden posicionarse estratégicamente.
6.
Tal como hemos sugerido que puede ser tratado, en términos de unidad de contrarios
entre su uso antropológico e iluminista, el concepto de cultura aporta a la
transformación y la mejora social. Vimos como la crítica al biologismo y al fatalismo
globalizante puede servir para contrarrestar los mensajes dominantes del “único
camino”, tal como se presenta el mundo actual a los pueblos sojuzgados, explotados y
expoliados por el Único Orden del imperialismo multinacional, hegemonizado por
Estados Unidos y su política de garrote sin aparente freno. Y si hablamos de
transformación, necesariamente debemos referirnos a un mundo de valores, por lo
que queda planteado un debate y cruce de miradas y no una naturalización o un
mensaje único. Esto potencia la construcción de opciones y alternativas propias,
27
porque los significados de lo que pasa en el mundo humano no son parte de ninguna
ley natural e inalterable, sino que se pueden transformar.
7.
El aporte del concepto a la comunicación social también está relacionado con las
transformaciones institucionales. De acuerdo con lo que hemos visto de la cultura
como producción de sentido, todo en el mundo humano tiene un carácter significante.
Esto implica que acciones y discursos (representaciones) deben ser interpretados no
sólo por los emisores sino -y fundamentalmente- por los receptores, por los otros, lo
que impulsa a la escucha activa de los destinatarios de mensajes e instituciones.
Acción
¿Cómo situarse desde una posición y acción transformadora con esta base conceptual
del concepto de cultura?
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mejor como algo garantizado de por sí, por el mero transcurrir de los tiempos. Es la
Historia, como eslabonamiento de contradicciones, la que puede construir el progreso,
pero también puede no hacerlo. Y es la acción de los hombres, dentro de las
contradicciones de cada sistema social, la que determina que los cambios sean
posibles.
“La fantasía es como la veleta y es como una antena la conciencia del hombre. Amo a
las dos. Las dos en mi tejado vibran como una rosa”, escribió el poeta argentino Raúl
González Tuñón (1905-1974). Tanto la fantasía como la conciencia entran dentro de la
cultura, pues se construyen mediante la dimensión simbólica de las acciones humanas.
Es imposible escindir una de otra, como es imposible, en el mundo humano, dejar de
lado el vuelo creador de las representaciones y el proceso de profundización de la
conciencia social, en el terreno fértil que las contiene como herramienta de análisis y
transformación: la cultura.
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