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Bernarda Ponce, mi madre

Creer o reventar
Alguien de por ahí

Por alguna razón mi madre no había ido a la reu-


nión de Herbalife ese día. Las visiones conjuraban en
su contra y la atormentaban. El hombre de la galera
negra sentado en el baúl de la habitación no dejaba
de mirarla cada noche, insistía ella, esperando, y para
esta altura, la nube gris tapaba el Sagrado Corazón de
Jesús colgado en la pared. Mi madre pensaba en eso
todas las mañanas mientras recordaba la aparición de
aquella niña sentada en la silla de la computadora, la
mujer de la escalera, los ojos rojos detrás de los árbo-
les y el exorcismo que practicaron con Teresita a la
abuela. Algo debía hacer.

Los poderes de mi madre comenzaron alguna


vez cuando mi madre era chica luego de jugar en el
monte. La luna, que iluminaba el largo trayecto en
sulqui, posibilitaría la visión de una mujer vestida de
blanco entre medio del pastizal. Al llegar al rancho,
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mi madre contó lo que había visto. Chinita, cállate


que vas a asustar a tus primos, le dijo mi abuela.
Con el tiempo, mi madre y su familia se fueron
a Buenos Aires y cada miembro comenzó a trabajar.
Todas las mañanas, mi madre saltaba la zanja y ca-
minaba por la calle de tierra mirando dormir a los
perros que habían ladrado durante la noche. Llegaba
a la estación y tomaba el tren. Viajar sentada, imposi-
ble. Tenía ocho años y era mucho más joven y fuerte
que las demás personas. Después de todo, vender plu-
meros no es un trabajo tan sacrificado como limpiar
baños y fregar pisos, hacer mandados o bañar perros,
pensaba.
La cosa es que, de niña, mi madre no le tenía
miedo a nada y, para bien o para mal, las visiones con-
tinuaron. Debo decir que, para ese entonces, estaba
bastante acostumbrada. La mujer que solía aparecer
en su habitación, me contaba, pasaba tambaleándo-
se con asombrosa rigurosidad y puntualidad todas las
noches. La primera vez que la vio, notó que sus pies
no tocaban el suelo y, cuando menos se dio cuenta, la
mujer se encontraba mirándola de cerca. Mi madre
se mantuvo firme, cerró los ojos y oyó el golpe de la
puerta cuando se cerraba. Ese episodio fue el punto
de inflexión en su vida.
Muchos años después conoció a mi padre, here-
dero de una carnicería y que, de joven, había disfru-
tado de sus aventuras en el camión y de la cantidad
de mujeres que había conocido por su gran parecido a
Sandro. Al casarse, mi madre tuvo una casa sobre ca-
lles sin zanja ni tierra ni olor. Y, como suele suceder,
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con el tiempo tomó poder en la casa: se convirtió en


una figura a la que temer y mi padre no era más que
un espectro a quien veíamos por las noches.
Para todo lo que importa de aquí en más, fui hija
única.

II

Cuando era chica, yo le tenía miedo a casi todo


pero nada me daba más temor que toparme con mi
madre. Nunca quise ni me atreví a preguntarme por
qué. No podré saberlo pero sí recuerdo aquella vez
en que con un simple movimiento de manos me tiró
contra la pared luego de que se me cayera en el piso
recién encerado la comida para los perros. Sos una
inútil, sentenció. Recuerdo también su insistencia en
que podía leer mi mente. Yo me esforzaba por no pen-
sar mal de mi madre o insultarla cuando leía mi diario
íntimo o cuando me decía dale, sí, tapate esas tetas,
tomá, usá el corpiño de la abuela.
A los veintidós años me casé. A los veinticuatro
me separé. Mi madre sólo me quería para ella. Estoy
segura.
- Tu marido te quiere volver loca – me dijo una
vez. – Fui a lo de la Yoli. Me acompañó Angelita.
Quiere quedarse con la casa.
Mi madre insistía en su poder de clarividencia
heredado de un antepasado. La casa de la Yoli que-
daba en una calle de tierra cerca del campo de la Jua-
nita. El campo tenía chanchos y gallinas. La Juanita
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vendía huevos y leche. Para entrar, había que pagar


peaje a los pibes de la esquina. En esa esquina, un
templo del gauchito Gil. A una cuadra, Doña Rosa
tiraba las cartas. Dos metros más allá, una escuela y,
en frente, la parada del colectivo. A tres casas, habían
encontrado el cuerpo del Churri. Se decía que había
sido asesinado de un hachazo en el tórax. Se decía
que así lo habían visto todos los del barrio.
- Fuimos y vinimos en remis. Quedate tranquila.
Me juró que tenía un presentimiento y necesi-
taba ir a lo de la Yoli. Me contó que fue a las ocho
de la noche el Día de los Muertos. El ritual consistía
en usar la luz espiritual como guía y elevarse. Nun-
ca logré entender nada. La cosa es que me dijo que
la Yoli la tomó de la mano y se transportaron a un
campo oscuro. Me confesó que veía desde arriba a
mi marido con dos amigos, vestidos de blanco, al-
rededor de velas negras y rojas que conformaban un
círculo. Entre las velas negras, había una foto mía. En
la foto estabas gordita, me dijo. Al verlos, mi madre
se enfureció y apagó las velas con un movimiento de
manos. Los pibes se asustaron pero no lo suficiente
como para abandonar el trabajo. Mi madre podía es-
cucharlos con total claridad.
- Acá hay alguien, boludo, y es poderosa. Debe
ser la vieja. – dijo uno.
- Decime cómo se llama. – dijo otro.
- Bernarda, Bernarda Ponce – murmuró mi ma-
rido.
- Soplá cuando yo te diga. ¡Ahora! – gritó la Yoli.
- Uh, boludo, sentí algo.
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- Es la vieja, seguro.
- Soplá, Bernarda, soplá fuerte ¡Ahora!
- Uh, boludo, sentí algo otra vez. La vieja es po-
derosa.
- ¡Vayámonos a la mierda!

Desde ese momento, el espectro de la galera


desapareció de la habitación y mi madre retomó sus
reuniones de Herbalife. Mi madre me quería. Podía
darme cuenta. Creí su historia y convinimos en que
debía divorciarme. Me propuso que me fuera a vivir
de nuevo a su casa y acordamos en que no conocería
a otros hombres. Mi soledad confirmaba el hecho de
no ser señalada por los vecinos.
Mi marido decidió irse. Nunca más supe nada de
él. La casa se alquiló. Arreglé un buen precio de ma-
nera tal que yo pudiera no trabajar y dedicarme a mis
estudios de posgrado. Pero inmediatamente surgió la
cuestión de poner una peluquería en el local que el pa-
raguayo alquilaba en frente de la estación. Mi madre
recordó sus estudios en la Academia de Peluqueros de
Munro y quiso volver a trabajar. Me propuso que yo
fuera su ayudante. Le dije que no. Supongo que no la
hice demasiado feliz.

III

Con el correr de los días, mi vida se volvió ruti-


naria y algo aburrida hasta que cierta vez me di cuen-
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ta de que algo extraño ocurría en el fondo de la casa


de mi madre. Una noche, desde la ventana de mi habi-
tación, la vi yendo hacia los árboles que se encontra-
ban en el parque. Llevaba una bandeja llena de frutas.
Para los perros, me dijo. La sombra de los árboles
hizo que mi madre se desvaneciera en el camino. Los
perros, inmóviles, miraban llenos de horror el lugar.
Se me ocurrió, cómo no se me iba a ocurrir, que una
monstruosa figura era alimentada. Era demasiado co-
barde para ir a mirar. Me senté de espaldas a la ven-
tana y me propuse dejar de pensar. Entonces tomé un
libro de Ludovica Squirru que se encontraba aún en
mi biblioteca de adolescente y que me había regala-
do mi madre al cumplir los dieciséis años. Por las
Trabex que nos enchufaron, abramos compuertas,
corramos praderas. No entendía nada pero seguía le-
yendo. El año de tu nacimiento, la hora que será tu
ascendente, el yin y el yan, y tu propio elemento. No
entiendo en qué pensaba mi madre cuando me regaló
esto. Maullemos como gatos, ladremos como perros,
gocemos como chanchos, riñamos como gallos. Lu-
dovica había logrado que me diera sueño e intentara
dormir pero me di cuenta de que en la habitación se
encontraba aquella silla en frente de la computadora:
mi madre había visto sentada ahí, alguna vez, a una
niña. Sentí terror. Si aquella historia era cierta, la niña
podría aparecerse en cualquier momento. Cerré con
fuerza mis ojos y, al abrirlos, vi a la niña allí sentada,
pensativa, con la cabeza gacha. Sólo rogaba que no
me mirara. Volví a cerrar los ojos, recé algo parecido
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al Padre Nuestro y, cuando los abrí, la niña se había


desvanecido.
- ¿Querés venir conmigo a Salta? – me preguntó
mi madre que se encontraba en la puerta de la habita-
ción. – Voy a la Virgen del Cerro como todos los años
y Angelita no me acompaña. Está meta que dale con
la carbonería y no quiero ir sola.
- Sí. – respondí rápidamente.

Mi madre cerró la peluquería por unos días y,


en septiembre, viajamos a Salta. Cuando llegamos,
durante el día caminamos por la ciudad, vimos a los
niños momias y, por la noche, fuimos a la peña del
Quique. Nos divertimos con el show, comimos tama-
les y chivito, y tomamos vino.
Al día siguiente, fuimos a la Virgen del Cerro.
El camino era largo: subimos por un sendero a cuyos
pies se encuentra el barrio Tres Cerritos. El ascenso
de tierra comienza justo cuando termina la calle Los
Carolinos y un portón verde indica el acceso al cami-
no interior del Santuario. La gente que se encuentra
allí está para cumplir una promesa o agradecer algún
milagro. Algunos suben descalzos. Otros, con bastón.
Otros, con algún tipo de enfermedad cardíaca o res-
piratoria, se detienen, se sientan un rato y continúan
luego. El sacrificio es largo y cansador. El silencio,
abrumador. Al ir llegando a la cima, se ven en los
árboles rosarios que cuelgan como plátanos. Algunas
personas lloran. Otras, rezan. Pocos cantan las can-
ciones de la iglesia. Esto es una cagada, no sé para
qué vine, pensé. Miré a mi madre que me observaba
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de reojo. La puta, me leyó la mente. Mi madre no me


dijo nada: quería llegar donde se encontraba María
Livia. María Livia Galliano de Obeid es una mujer a
quien la virgen se le apareció no me acuerdo cuántas
veces, creo que muchas. Parece ser que tuvo una vida
rutinaria de ama de casa hasta que, en 1990, escu-
chó una voz que decía ser La Madre de Dios. Con el
tiempo, me explicaba mi madre, la virgen le pidió a
María Livia que le edificara un santuario en la cima
del cerro.
– ¿Tan alto, mamá? Qué jodida la virgen. Yo lo
hubiera hecho abajo. Hay que caminar un montón. Ya
no puedo más. Tengo sed.
– ¡Callate que Dios te va a castigar!
Entonces pensé en la niña de la computadora y
me callé.
Todos rezaban el Ave María, creo. Luego de
dos horas, logramos acercarnos al santuario de Ma-
ría Livia. Resultaba ser que la mujer ponía la mano
sobre la frente de las personas, a veces lloraba, otras,
se desmayaba, mientras el marido la filmaba. Esto es
una reverenda truchada, pensé. Mi madre me miró
de reojo. La puta, me leyó la mente, me dije. María
Livia se acercó a donde nos encontrábamos mi madre
y yo. Como en las películas, elevó su mano y la apoyó
sobre la frente de mi madre. Como en las películas,
bostezó y se le pusieron los ojos blancos. Como en las
películas, mi madre se desmayó y cayó sobre mí. Her-
balife no le está haciendo efecto, pensé. Se acercaron
los médicos y volvió en sí.
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Luego de un rato, con mi madre feliz por su ex-


periencia mística, bajamos del cerro riéndonos y sa-
cándonos fotos. Por la tarde, compramos dulce de ca-
yote y queso de cabra, y tomamos el avión de regreso
a Buenos Aires. Ese viaje había logrado unirnos. Ese
viaje había logrado que volviera a sentir que mi madre
me quería.
- Si querés, puedo ayudarte en la peluquería. – le
dije.
Mi madre respondió que sí.

IV

En la peluquería estaba encargada de la caja y


pronto incorporamos el cobro con tarjeta de crédito y
débito. Yo había logrado salir de la rutina de la casa.
Las historias de las vecinas del barrio hacían que mi
día a día fuera más divertido y me hicieron olvidar del
episodio de los árboles y la niña de la computadora.
Avancé con las materias de posgrado, estudié idiomas
y comencé a dictar un taller de escritura para los em-
pleados de la municipalidad. Todo parecía haber vuel-
to a la normalidad hasta que ocurrió un suceso que
resultó ser el punto de inflexión en mi vida esta vez.
– Pro… pro… profe, ¿ya terminó? – me pregun-
tó el Tucu.
El Tucu era el portero y tenía tareas varias: abrir
la puerta, limpiar, pagar los sueldos, recibir llama-
das, apagar las luces, cerrar el edificio cuando se iban
todos. Pero lo que más me llamaba la atención era
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el apodo de este buen hombre ya que era oriundo de


Santiago del Estero.
- Igual que mi mamá – le dije.
- Ah, eeen… eeeen… entonces usted cree en
fantasmas, Yudi.
No volví a insistirle al Tucu en la corrección de
mi apellido como tantas otras veces lo había hecho.
– No, no creo. – respondí evitando admitir lo que
para mí siempre había sido habitual.
– Poor… poor… porque acá hay uno, Yudi. Es
una mujer que está al final del pasillo. Apa… pa…
pa… aparece todas las noches cuando apago las luces.
Puede, puede venir y ver…verla.
Recordé las historias de mi madre, el día de los
árboles, la niña en la silla de la computadora y el epi-
sodio de la Virgen del Cerro. Pero, fundamentalmen-
te, recordé mi cobardía. Accedí.
Esperamos que los alumnos se fueran. El Tucu
apagó las luces y prendió una linterna. Subimos las
escaleras tanteando con los pies escalones de cemento
apenas iluminados con la luz de una linterna vieja y
gastada. Escuché un ruido.
–Tucu, ¿qué fue ese ruido? – le pregunté alterada.
El Tucu no respondió.
Continuamos con el ascenso. Lo tomé del brazo.
Comencé a sentir miedo. Escuché una puerta que se
cerró de golpe. Es el viento, pensé, es el viento. La
linterna apenas iluminaba el pasillo del segundo piso
al que habíamos llegado.
- ¡Ahí está! – exclamó el Tucu.
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Cerré los ojos. Los apretaba. Solté el brazo del


Tucu y apoyé mis manos ahora transpiradas sobre los
codos.
– ¡Ahí está, Yudi, ahí está! – volvió a decir el
Tucu mientras me sacudía el brazo con su mano.
– No quiero mirar Tucu, tengo mucho miedo.
En ese instante, escuché algo susurrando a mis
oídos que nos hizo callar. Corrí, corrí sin parar en la
oscuridad. El temor hacía que las piernas y la voz me
temblaran. Intenté gritar pero no pude. Abría la boca
y no salía el más minúsculo sonido. Corrí. Me trope-
cé. Me raspé los brazos. Corrí. Subí al tren.

Al llegar a mi casa, mi madre se encontraba des-


pierta esperándome con la comida caliente y mirando
la novela. Sentí alivio. Me preguntó qué me pasaba.
Le dije que estaba cansada, que había tenido un día
complicado, que mañana le contaba.
Al otro día me acerqué a la municipalidad para
presentar la renuncia. No podía seguir con los talle-
res. Cuando llegué, se encontraba otro hombre en la
puerta, alguien a quien nunca había visto. Le pregunté
por el Tucu.
–No sé. A mí me llaman cuando no viene. Su-
pongo que otra vez se habrá puesto en pedo y anda
tirado por ahí ese viejo borracho.
Ese día más tarde, en la peluquería, estaba tan
distraída que no le cobré ni a Doña María ni a la
maestra Mirta. Cuando cerramos el negocio, mi ma-
dre se dio cuenta de que faltaba plata. Le expliqué que
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no había cobrado un corte ni una tintura, que había


estado pensando en otra cosa.
- ¿Ves que sos una inútil? No servís para nada.
Ándate a casa. Yo cierro todo. – dijo.
No sé por qué me vino a la memoria aquel episo-
dio cuando tiré la comida de los perros.

Al llegar a casa, mi padre no estaba, o al menos


no lo vi. Fui a mi habitación y comencé a mirar hacia
los árboles. Pensaba en el monstruo que se encontraba
allí. Tomé la decisión de ir al fondo. Abrí la puerta.
Era de noche. Empujé el mosquitero. Los pies, sobre
el pasto húmedo, sobre el rocío. Me alivió ver a los
perros jugando. Me toqué las manos transpiradas. Ro-
zaba el dedo índice con el pulgar. Entré ahogada en la
oscuridad de los árboles. Algo de la luz de la luna se
inmiscuía entre las ramas, entre las hojas, y posibilita-
ba el camino. Había olor a humedad y a fruta podrida.
Algunos insectos, a los que espantaba moviendo las
manos, volaban a mi alrededor. Sentí una respiración
detrás de mí. Me paralicé de horror.
- ¿Qué hacés acá? – Era mi madre que llevaba
una canasta con frutas y un rosario colgando en el
cuello. – Vas a arruinar todo. – me dijo.
No supe qué responder. Busqué a los perros pero
ya no los veía. Fue entonces cuando sentí algo respi-
rando como un animal a mis espaldas y vi cómo los
ojos de mi madre palidecían. Puso la canasta en el
suelo. Mamá, mamá, qué pasa, tengo miedo. Mi ma-
dre no respondió sino que emitió sonidos cavernosos
que salían de su boca. Cerré los ojos. Volví a rozar el
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pulgar con el índice. Leshii, Leshii, alguien murmuró


en mis oídos. Lo único que pude ver fueron unas ma-
nos que tocaban mis piernas. Mi madre se incorporó
en sí y me dijo:
–Mis poderes crecen. Se debe seguir con la tra-
dición. Se debe cumplir con la brujería.
Así noté que, desde las ramas de los árboles, col-
gaban la camisa a cuadros de mi padre, el jogging
gris de mi marido, el pantalón azul del Tucu y mi tan
amado vestido floreado que usaba cuando era chica.
–Llegó la hora. – sentenció mi madre. – A ver si
aprendés.
Me empujó. Caí sobre el pasto lleno de frutas
podridas, cucarachas y barro pantanoso. Mis manos y
mis brazos se llenaron con babosas negras. Mis pier-
nas, con hormigas salvajes que marcaban un camino.
Mi madre ya no estaba. Se habría desvanecido en la
oscuridad. Grité, grité y lloré. Quedé desamparada,
indefensa, huérfana. Recordé mis burlas a la virgen,
el Dios te va a castigar, aquel empujón, la niña de la
silla, el fantasma de la municipalidad, a la Yoli. Me
dispuse a llorar. Estaba perdida dando vueltas en el
lugar hasta que dilucidé la figura de un hombre. Cerré
los ojos con una clara sensación de alivio y percibí
aquellas manos ásperas ya conocidas que me acari-
ciaban los brazos. Ayudame, le dije. Pero sólo res-
pondió: Leshii, Leshii. Abrí los ojos y vi un cuerpo
con pelaje animal. Mis rodillas quebraron. El mons-
truo tenía un rabo y unos cuernos y pezuñas y barro.
Ahora estaba sobre mí, con su cara ennegrecida, y
aquellos ojos rojos, aquellos ojos rojos que cambiaron
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de hombre a bestia, de bestia a algo peor que bestia.


Aquella cosa que me dejaría el mayor sentimiento de
horror jamás sentido.

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