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Sinopsis Capítulo 15

Créditos Capítulo 16
Aclaración Capítulo 17
Dedicatoria Capítulo 18
Prólogo Capítulo 19
Capítulo 1 Capítulo 20
Capítulo 2 Capítulo 21
Capítulo 3 Capítulo 22
Capítulo 4 Capítulo 23
Capítulo 5 Epílogo
Capítulo 6 Agradecimientos
Capítulo 7 Sobre la Autora
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
El amor nunca ha sido suficiente entre estas paredes.

Alexzander
Todos los días se siente lo mismo. Abatido, condicionado a hacer daño a los demás e
incapaz de sentir nada parecido al amor. Mi existencia es una cáscara hueca de lo que
podría ser, hasta que la encuentro.
La mujer que capturo pone mi mundo patas arriba. No se parece a ninguna víctima que
haya atrapado antes, y su voluntad de sobrevivir me deja intrigado. A medida que la
conozco, empiezo a comprender lo que está bien y hasta qué punto mi vida ha estado
equivocado. Pero no puedo dejarla marchar, por mucho que quiera.
Ophelia se ha convertido en mi obsesión, y sé que haré lo que sea para mantenerla a mi
lado. Nuestro vínculo es retorcido y complicado, construido sobre una base de cautiverio y
control. No es sano, pero no puedo evitar sentirme así.
Es mía y no dejaré que nadie me la arrebate.
Este es un romance oscuro de terror tiene un contenido extremo.
Este trabajo es de fans para fans, ningún participante de este proyecto ha recibido
remuneración alguna. Por favor comparte en privado y no acudas a las fuentes oficiales de
las autoras a solicitar las traducciones de fans, ni mucho menos nombres a los foros, grupos
o fuentes de donde provienen estos trabajos, y por favor no subas capturas de pantalla en
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Esta es mi historia más oscura, ¡y está dedicada a los lectores
que sean lo bastante valientes para leerla y disfrutarla!
Alexzander
preté contra mi pecho de diez años la caja que contenía una partida de damas y
me arrastré hacia la habitación de mi madre. Era el juego al que mi madre y yo
jugábamos todas las noches, aunque a menudo era difícil pensar en mi siguiente
movimiento con todo el ruido que venía de la habitación que estaba más adelante en el
pasillo. Cuando los gritos cesaban y El Hombre me llamaba, mi madre intentaba protegerme
con sus alas rotas.
—¿Puede terminar nuestro juego primero? —preguntaba.
A veces funcionaba, pero normalmente quería que yo viniera y tomara mi turno con las
mujeres después de que él y mi hermano las hubieran destrozado. Cuando a las mujeres ya
no les quedaba pelea. Mi hermano tenía quince años, y él y mi padre podían encargarse de
una nueva. Yo era demasiado joven.
—Lou —le decía El Hombre a mi madre—, vas a hacer que ese niño esté más jodido. No
va a saber follarse bien a una mujer si no le enseñamos.
No discutió con él cuando le dijo que no. No podía, aunque quería. Si insistía demasiado
con su voz, él le respondería con los puños. Y con cualquier otra cosa que tuviera cerca.
Mi madre me quería como no quería a nadie, ni siquiera a mi hermano. Odiaba en lo
que se había convertido. Había seguido los pasos del Hombre, mojándose la polla cada vez
que podía. El Hombre quería que mi hermano creciera como él, y estaba haciendo
exactamente eso.
Pero aquella noche no hubo gritos. Era una noche rara en la que la casa estaba tranquila,
y quería aprovecharla al máximo. Si no llamábamos la atención, mi madre y yo podríamos
jugar dos o tres partidas a las damas antes de que El Hombre me echara de su habitación.
Al abrir la puerta, la caja se me cayó de las manos. El andrajoso cartón se rompió y se
desparramó negro y rojo por el sucio suelo.
El Hombre se paró sobre mi madre mientras ella yacía en la cama.
—Maldita sea —le gritó en la cara. Retiró la mano y le dio una bofetada en la mejilla.
Yacía debajo de él, quieta y silenciosa y muy muerta. No debería haber sabido qué aspecto
tenía la muerte a esa edad, pero la había visto suficientes veces como para reconocerla. Sus
ojos verdes estaban hundidos detrás de los párpados. Sus mejillas, normalmente sonrosadas,
se habían vuelto blancas y sus labios tenían un bonito tono azul. La cadena que la unía a la
pared rodeaba su delgado cuello. Lo había conseguido. Había puesto fin a la lamentable
vida que llevaba desde antes de que naciera mi hermano. Después de casi dos décadas
encadenada, se había liberado.
Cuando mi madre murió aquel día, una parte de mí se fue con ella. La parte que aún
brillaba con algún destello de felicidad escondido dentro de aquella terrible oscuridad.
Cuando se reía, fuerte y a carcajadas, me hacía reír a mí también.
Ahora había silencio. No más risas de mi madre, y nada para salvarme de El Hombre.
Alexzander
alí del restaurante con las sobras bajo el brazo y subí a la camioneta. Observé a la
chica de cabello largo y oscuro mientras atendía la mesa donde me había sentado.
Mis dedos buscaron el recibo metido dentro de la bolsa de comida para llevar. Me
gustaba la forma en que siempre firmaba el papelito con un corazón que ponía el punto
sobre la i de su nombre.
Ophelia.
También había metido aderezo ranch extra en la bolsa de la comida para llevar, como
hacía siempre. Ya conocía mi pedido: huevos revueltos con aderezo ranch. Como todo lo
demás en mi vida, mis gustos estaban jodidos.
Volví a casa con la barriga llena y la mente pensando en la normalidad de aquella maldita
cafetería. Hoy había un hombre sentado con su familia. Una mujer que no estaba
encadenada se sentaba a su lado. Parecía feliz de estar cerca de él. Detrás de ellos se sentaba
un camionero que encontraba la felicidad en el fondo de un plato de tarta. Gente normal
haciendo cosas normales. Por otra parte, puede que yo también les pareciera bastante
normal.
Sacudí la cabeza y entré en el camino que conducía a una granja destartalada en medio
de la puta nada, el lugar al que yo llamaba hogar. La hierba crecía alta y libre. Las flores
silvestres salpicaban la vegetación con toques de color. Un granero de madera se alzaba
detrás de la casa, pero estaba a una patada de caerse. La madera había sido cortada y clavada
en su sitio mucho antes de que yo naciera, y no había recibido ningún mantenimiento a lo
largo de los años. Y dentro de ese granero había una trampilla que conducía a un pozo de
huesos.
Llevé la comida bajo el brazo y caminé hacia el granero. Me costó tirar de la pesada
puerta por su gastado camino en la tierra. Nada más entrar olía a muerte, como debía ser.
En aquel granero vivían dos generaciones de podredumbre acumulada. La de mi padre y la
nuestra. Si alguna vez tenía hijos, esperaba que la fosa nunca viera un hueso nuevo, pero
no estaba muy seguro de que eso fuera realista. Por suerte, ninguno de los dos había dejado
embarazada a ninguna de las mujeres que tomamos. No me habría importado que el linaje
Bruggar terminara con nosotros.
Me senté en la polvorienta silla de madera que había junto a la fosa.
—Tiene que haber algo más que esto, mamá —susurré echando la cabeza hacia atrás.
Su fantasma no contestó, así que respondí al silencio—. Lo sé, lo sé, claro que no lo hay. No
hay ningún lugar al que alguien como yo pueda ir.
El Hombre solía recordárnoslo. Este era nuestro mundo. Su legado. Nuestras vidas
empezaban y terminaban en esta propiedad olvidada de Dios. Claro, mi hermano y yo
salíamos de la granja de vez en cuando para robar y vender chatarra para poner comida en
la mesa, pero siempre volvíamos a casa. No nos aceptarían en ningún otro sitio. Los Bruggar
estaban hechos de otra pasta, nos decía el Hombre. El mundo no era lo bastante fuerte para
entender nuestras costumbres, así que el Hombre nos creó un mundo propio.
Me levanté y me quité la suciedad de los vaqueros. Contemplé las viejas pocilgas,
abandonadas desde hacía mucho tiempo. Las viejas manchas de sangre coloreaban el
hormigón agrietado. Al hombre le encantaba dar de comer a las mujeres a los cerditos.
Decía que no tenía sentido desperdiciar la comida de los cerdos cuando los animales eran
tan buenos limpiando la carne de los huesos. Nosotros los alimentábamos y ellos mantenían
el hedor bajo control. Una relación simbiótica. Había aprendido ese término en un libro de
ciencias que encontré mientras buscábamos chatarra en un vertedero. Mi hermano quería
que quemara el libro, así que lo hice porque me sentía mal por él. Yo había aprendido a
leer un poco, pero él lo había aprendido todo de El Hombre. Sus lecciones se centraban en
cómo abrir piernas en lugar de libros.
Miré hacia la fosa, donde la tela mohosa y la piel moteada me devolvían la mirada. Habría
sido inteligente conseguir más cerdos después de que murieran los últimos, pero yo habría
sido el encargado de cuidarlos, y nunca me gustaron las bestias ruidosas. Todavía oía sus
chillidos en mi cabeza por la noche. Tenían tanta sed de sangre al ver una nueva comida.
Pero no fue sólo el cuidado de los cerdos lo que me desanimó a tener más. Tampoco me
gustaba lo que teníamos que hacer para alimentarlos. Sin los cerdos, mi hermano parecía
dejar que las mujeres se quedaran un poco más. No era un hombre inteligente, pero sabía
lo suficiente como para reconocer que demasiados cuerpos en descomposición en aquella
fosa llamarían la atención. Ninguno de nuestros vecinos vivía lo bastante cerca como para
hacer preguntas, pero de vez en cuando se dejaban caer por allí para dejar un regalo de
huevos o una tarta extra que hacía la señora. Normalmente quemábamos los cadáveres,
pero el olor persistía.
Y si ese olor se hacía demasiado fuerte, querrían saber por qué.
Una vez, le pregunté al Hombre por qué teníamos que matarlas. Le pregunté por qué no
podíamos tenerlas cerca como habíamos tenido a mamá. Me quemó la parte baja de la
espalda por eso, y nunca volví a preguntarle. Si mamá aún viviera, me habría dicho que ya
era mayor para dejar de preguntar y hacer lo que me dijeran. Que aprendiera a que me
gustara porque El Hombre estaba a un suspiro de matarme. Por supuesto, ahora sabía lo
que pasaba entonces. Ahora que era mayor y lo había vivido. El Hombre no había estado a
un suspiro de matarme. Ya lo había hecho. Había estado muerto por dentro desde el día en
que respiré bajo su sombra. Desde el día en que nací con el apellido Bruggar.

Ophelia
a alcohol era una deidad que acechaba en nuestra vieja granja. Su penetrante
aroma me rodeaba en cuanto entraba en casa después del trabajo. Contuve la respiración y
colgué el bolso en el gancho junto a la puerta. Me quité los zapatos con un silencio que ya
dominaba. Con los dientes apretados, me eché hacia atrás para cerrar la puerta principal.
Había conseguido abrirla y entrar sin hacer ruido, pero las bisagras oxidadas me delataron
al cerrarla.
—¡Eh, nena, ven aquí! —gritó mi padre desde el salón. Sus palabras destilaban el sabor
del licor. Entraron por mis oídos y viajaron hasta mi estómago, donde se enroscaron en mis
entrañas como una serpiente, apretándose y retorciéndose—. ¿Dónde está tu madre? —
gritó.
Mi madre llevaba años muerta. La causa de su muerte había sido natural, y no había
nada fuera de lugar cuando la encontré en su dormitorio. Bueno, excepto por la falta de
aire en sus pulmones. Parecía tan demacrada como siempre, pero más tranquila que de
costumbre. Una paz que probablemente provenía de haber escapado de mi padre. Le
esperara el cielo, el infierno o la nada después de la muerte, era mejor que vivir con él.
Ahora estaba lo bastante embriagado como para olvidar la ausencia de la mujer que
había cocinado, limpiado y cuidado de él durante tantos años. Si tan sólo hubiera mirado a
su alrededor, a la multitud de botellas vacías y platos sucios que atraían moscas sobre la
mesita, tal vez se habría acordado. Quizá estaba tan borracho que no veía bien.
Me quedé helada en el pasillo cuando su calva cabeza asomó por encima del sillón
reclinable. Apoyé la espalda contra la pared amarillenta de nicotina y me empequeñecí todo
lo que pude. Se giró y observó la entrada, donde yo había estado unos segundos antes.
—¿Dónde está la chica, Mary Ann? —gritó.
Me estremecí y caminé en dirección contraria hasta llegar a las escaleras por las que
tantas veces me había seguido. Cuando estaba demasiado borracho para subirlas, cuando
parecían demasiado monumentales para un hombre tan borracho, esas escaleras me
protegían. Me deslicé hasta mi habitación, la chirriante puerta me dio la bienvenida a
«casa». Me encogí de hombros, me quité el uniforme de la cafetería y lo colgué en la puerta
del armario para el día siguiente. Odiaba mi trabajo, pero servía para algo. Me mantenía
alejada de casa durante un tiempo y me daba la oportunidad de ahorrar dinero. Esperaba
con impaciencia el día en que pudiera escaparme a la ciudad. No había nada en aquel
pueblo agrícola para una chica como yo. Sólo un montón de tierras de cultivo y fábricas.
Pasé la mano por el edredón de mi cama y añoré los días en que tenía que preocuparme
de limpiar el cabello de gato de mi ropa antes de irme a trabajar. Hacía un par de años que
había traído a casa un pequeño gato atigrado naranja para que me hiciera compañía. Era
algo a lo que querer, algo a lo que cuidar y que podía corresponder. En los días buenos, mi
padre le rascaba la barbilla y le frotaba las orejas hasta que ronroneaba. A veces incluso le
dejaba probar el último bocado de su sándwich de carne en conserva. Pero los días buenos
no eran muy frecuentes. El resto del tiempo, intentaba mantener al gato escondido en mi
habitación. Ojos que no ven, corazón que no siente. Durante un año, pareció funcionar,
pero cuando volví a casa y encontré al gato acurrucado bajo mi cama con las costillas
magulladas, supe que no podía tenerlo más tiempo. Mi padre acabaría matándolo, ya se
divertía mucho matándome lentamente, así que lo llevé a casa de un vecino y le rogué a la
mujer del granjero que cuidara de él. Esperaba que le fuera bien. Cualquier cosa era mejor
que vivir aquí.
Me puse el pijama, me senté en la cama que rechinaba y me quedé mirando la televisión
cubierta de polvo. Hacía años que no teníamos televisión por cable y, aunque el viejo
aparato tenía antena de conejo, no era lo bastante potente como para captar bien ninguna
emisora local, sobre todo porque nada podía considerarse local para nosotros. Así que hice
lo que había hecho durante los veintitrés años de mi vida. Existía.
Cerré los ojos y recordé mi día. Había ganado algunas propinas decentes, la mayoría de
las cuales había guardado en una caja de hojalata detrás de una gran piedra al principio de
nuestra entrada. Mi padre esperaba que le entregara algo de dinero mañana, pero yo
guardé lo que pude. Sumaba y me daba esperanzas. Los clientes habituales no daban buenas
propinas, pero teníamos un buen flujo de camioneros que paraban en el restaurante y
daban buenas propinas. Algunos probablemente esperaban que el empujón monetario me
llevara a sus camiones, pero yo no estaba tan desesperada. Todavía.
Sólo una persona no había dejado propina, pero nunca pagaba más de lo que pedía la
cuenta, así que me había acostumbrado. Además, me daba algo bonito que mirar.
Normalmente venía con su hermano, que no era agradable de ver. Su mirada hambrienta
me daba escalofríos.
El ominoso ruido de unas pesadas botas en las escaleras desbarató mis pensamientos.
Contuve la respiración y esperé no haberlo imaginado. Al soltar el aire de los pulmones,
volví a oírlo, inestable y descuidado, pero claramente allí. Me tapé la cabeza con la rasposa
manta y cerré los ojos, como una niña pequeña que se esconde del hombre del saco.
No serviría de nada. Las mantas protegían a los niños de los monstruos imaginarios, pero
nada podía protegerme de lo que se acercaba sigilosamente a mi habitación.
Mi puerta se abrió chirriando con un sonido familiar e inquietante.
—¿Cuándo llegaste a casa, ángel? —balbuceó mi padre.
Sus pesadas pisadas se acercaron a la cama. Tropezó cerca del estribo y estuvo a punto
de desplomarse sobre el colchón, pero se recuperó lo suficiente como para sentarse
pesadamente a mis pies. El olor a alcohol agrio me invadió como un mal presagio. Una
mano grande y sucia cayó sobre la manta y se posó en mi muslo. Incluso a través de la tela,
su tacto me quemó. Se me hizo un nudo en la garganta y ahogué las lágrimas. No podía
dejar que viera que estaba llorando. Las cosas eran mucho peores cuando lloraba.
—Muévete y deja que tu papi se acueste contigo. —Su voz era suave y paternal, de la
manera más asquerosa. Una forma antinatural.
Se metió en la cama conmigo y yo luché contra el calor de mis lágrimas. Una me cayó
por el pliegue del párpado y golpeó la almohada. El sonido retumbó en mis oídos, pero él
estaba demasiado borracho para oírlo. Me rodeó con el brazo y me quedé quieta como una
piedra durante varios minutos, anticipando lo peor. Cuando unos ronquidos de borracho
salieron de sus labios, por fin respiré hondo bajo su pesado brazo.
El alcohol puede ser una bendición y una maldición.
Alexzander
l día siguiente volví a la cafetería. Me senté en mi mesa de siempre y revolví los
huevos secos y escamosos en el plato. Ni siquiera la salsa ranch podía
arreglarlos. Probablemente llevaban demasiado tiempo en la plancha caliente.
La camarera morena se acercó con la mano en la cadera y miró mi plato.
—Esos no están buenos —dijo mientras se llevaba el plato a la mano y lo balanceaba
sobre su brazo—. Deja que el cocinero te prepare más.
Se llevó los huevos secos y desapareció por la parte de atrás, las puertas batientes
chocaron entre sí una vez hubo desaparecido. No me miró ni un segundo mientras volvía
al comedor y limpiaba la encimera del bar. Puede que no me mirara, pero me costó apartar
los ojos de ella. La falda blanca se le subía por los muslos cuando se inclinó sobre la barra
para llegar a la parte de atrás. Mis ojos se fijaron en un moratón violáceo, justo encima de
su rodilla. No pareció molestarle mientras se inclinaba sobre el taburete para darle un
último repaso al mostrador.
Un timbre sonó agresivamente en la parte trasera. Maldijo en voz baja, abandonó el trapo
en la encimera y se fue corriendo a la cocina. Regresó a través de las puertas batientes antes
de que se cerraran del todo, como si la cocinera les hubiera tirado la bandeja a las manos y
la hubiera dado la vuelta para empujarla de nuevo al suelo.
—Estos deberían estar mejor —dijo mientras deslizaba el plato frente a mí—. Lo siento,
no me di cuenta de la mierda que eran antes. Tengo muchas cosas en la cabeza hoy. —Los
huevos estaban cremosos y suaves, mucho mejor que el último plato. Miró alrededor de la
mesa y se dio cuenta de que había olvidado el aderezo ranch—. Déjame entregar esta
bandeja de comida y te traeré tu salsa.
Una punzada de celos me invadió el pecho cuando se apresuró a servir a otra mesa. Los
días que trabajaba en la cafetería, la consideraba mi camarera. Mía. No me gustaba cuando
ofrecía sus dulces sonrisas a los demás.
Después de atender a los demás clientes, me miró disculpándose y se apresuró a volver a
la cocina por mi aderezo. Sacó dos vasitos y me los puso delante.
—Lo siento —se disculpó.
—Deja de disculparte por cosas que no puedes controlar, Ophelia.
—Oh... recuerdas mi nombre —dijo ella, sorprendida.
En realidad, sabía muchas cosas de ella. Como la forma en que se recogía el cabello
oscuro en una coleta antes de volver a casa en su destartalado coche. Pero no siempre
conducía. A veces hacía el trayecto a pie y se paraba a rascarle la cabeza a uno de los ponis
de la granja de camino a casa. Yo sabía dónde vivía y que la vieja camioneta de su padre
estaba estacionada enfrente con las ruedas casi desinfladas. Supuse que no salía mucho de
casa.
Estuve a punto de conocerlo una vez, cuando me escabullía de su dormitorio mientras
ella estaba en el trabajo. Sólo quería saber cómo era fuera de ese restaurante. Cómo vivía.
Me sorprendieron todas las botellas de alcohol rotas tiradas como minas terrestres por todas
partes. Era imposible que alguien anduviera descalzo por allí. Me sorprendió aún más el
vacío de su habitación. Estaba vacía de vida. Un pijama con estampado de flores yacía
doblado sobre su cama, y yo lo recogí y me lo llevé a la nariz, aspirando su olor.
Tan limpio. Tan intacta.
Su habitación parecía como si nunca hubiera crecido y la hubiera hecho suya, como si
siguiera atrapada en su infancia. Incluso la lámpara de la mesilla de noche, con su pantalla
rosa pálido, parecía pertenecer a la habitación de una niña. Me sentía incómodo.
Sí, la chica que tenía delante en ese momento no coincidía con la que dormía en ese
dormitorio. Me preguntaba si su alma se había apagado en el momento en que entró en su
casa, igual que la mía. La cafetería era un soplo de vida lejos de los hogares que nos
asfixiaban en esta pequeña ciudad de mierda. Casi podía olvidar que era una Bruggar en la
cafetería. ¿Podría olvidar lo que le esperaba en casa?
Ophelia me mostró una sonrisa blanca. Tenía un diente delantero un poco torcido, y era
una monada. Sus mejillas adquirieron un tono rosado mientras extendía mi ticket, y
probablemente pudo sentir el calor de mi mirada mientras esperaba a que me lo entregara.
—¿He pillado alguna vez tu nombre? —preguntó, guardándose el bolígrafo en el
delantal. La campana sonó con enfado, como si el cocinero estuviera golpeando con la mano
una y otra vez—. Lo siento, tengo que irme. Hasta la próxima —dijo, dejándome sumido en
el silencio.
Terminé, cogí una caja para llevar del mostrador para no tener que volver a molestarla
y dejé el dinero sobre la mesa antes de ir a mi camioneta.
Permanecí sentado en el ruidoso vehículo al ralentí durante varios minutos, absorbiendo
un poco más de ella. Me miró con sus ojos azules a través de la ventanilla y me hizo un
gesto con la mano que me hizo ahogar la saliva que se me había acumulado bajo la lengua.
Podría estar mirándola todo el día, pero acabaría siendo tan grande como mi hermano si
seguía yendo a la cafetería sólo para verla. Con un suspiro y una última mirada hacia ella,
volví a casa.
Una vez dentro, saqué la caja de comida para llevar de la bolsa y la metí en la nevera. El
viejo cacharro apenas mantenía la comida lo bastante fría como para considerarla segura,
pero no teníamos otra opción. El tirador casi se sale de la puerta cuando la cerré. Nada que
un poco de cinta adhesiva no pudiera arreglar.
—¡Alex! —gritó mi hermano desde el sótano.
Odio cuando me llama así.
Mi madre me puso Alexander, pero nunca aprendió a leer, así que deletreó mi nombre
como sonaba. De ahí la «z». Alexzander es de origen griego, defensor del pueblo, lo cual es
irónico, teniendo en cuenta lo que hacemos. El Hombre odiaba mi nombre y decía que me
hacía parecer un mariquita, así que se negó a llamarme Alex y eligió Zander en su lugar. A
mí no me importaba. De todos modos, no me gustaba cómo sonaba mi nombre en su boca.
Mi hermano se llama Gunnir, lo cual era horrible. A pesar de que había dos formas
correctas de deletrear ese nombre, ella se las arregló para joderlo. Prefiero un nombre
griego irónico a eso cualquier día.
Sin embargo, estábamos jodidos más allá de nuestros nombres. El Hombre no nos
permitió ir a la escuela. Decía que todo lo que necesitábamos aprender sobre esta vida nos
lo podía enseñar él. Odiaba ser tonto, así que aprendí todo lo que pude de los libros.
También aprendí muchas cosas de las mujeres. Una había sido estudiante de psicología y le
encantaba analizarnos. Decía que nos habían condicionado, que nos mantenían incultos
porque los niños estúpidos se convierten en adultos estúpidos que guardan los secretos de
su familia siguiendo sus mismos pasos. Quise preguntarle más sobre eso, pero El Hombre
se había cansado de ella antes de que yo tuviera la oportunidad. Sin embargo, tenía razón.
Yo había seguido los pasos de El Hombre mucho después de que él se fuera, aunque no
siguiera su camino tan de cerca como Gunnir.
Un grito subió por la escalera del sótano. Conocía ese sonido y, como los putos perros de
Pavlov, empecé a salivar. Era el sonido de la desesperación adolorida, y fue directo a mi
polla. Mi cuerpo respondió en piloto automático, sudando excitado antes de que me diera
cuenta de lo que estaba pasando. Me hormigueaban las cicatrices de la espalda, recuerdo
de todos los azotes que me habían enseñado a disfrutar de aquel sonido.
Como un sabueso tras un rastro de sangre, bajé las escaleras del sótano de dos en dos. Al
doblar la esquina, vi el origen de la melodía. El mono de mi hermano estaba desabrochado
y le rodeaban los tobillos. Su cabello oscuro y grasiento le colgaba como una cortina
alrededor de la cara y ocultaba sus ojos pequeños y casi negros. Una mujer estaba delante
de él, inclinada sobre la mesa del carpintero, con las cadenas sonando mientras él se la
follaba. Tenía la cara cubierta de lágrimas, mocos y saliva mientras luchaba contra él hasta
que no pudo más. Sus ojos se encontraron con los míos, suplicantes y desesperados, pero
estaba ladrando al árbol equivocado. No era mucho mejor que Gunnir. La dolorosa erección
que rozaba la parte delantera de mis vaqueros lo demostraba. Ver a mi hermano follarse a
esa pobre chica sin sentido no debería haberme puesto duro, pero ahí estaba. Duro como
la mierda.
—Iba a dejarte empezar —dijo Gunnir entre gemidos—, pero parecía muy necesitada.
Con su contextura gruesa e imponente, Gunnir se parecía a nuestro padre. Era como si
hubiera sido copiado y pegado en este mundo enfermo que había construido. Hasta la forma
de su nariz, chata y redonda, era la viva imagen de El Hombre. Incluso follaba como nuestro
padre.
—Sácate la polla, Alex —dijo Gunnir mientras desgarraba la camisa de la chica, dejando
al descubierto sus pesados pechos.
—No, por favor —suplicó.
Las palabras me hicieron doler. Era imposible resistir esa respuesta condicionada a sus
súplicas. La necesitaba como al agua en un día caluroso. Me acerqué y le froté la barbilla,
y mis dedos se deslizaron por los pequeños ríos de lágrimas y babas.
Su cabello rubio colgaba en mechones enmarañados a ambos lados de la cabeza. Tenía
los labios hinchados y pintados de rojo, y las pestañas alrededor de sus brillantes ojos azules
estaban llenas de rímel. A Gunnir le encantaba maquillarla y decirle que lo hiciera como el
día que la llevamos. La recogimos cerca de la universidad de la ciudad, pero no era
estudiante. Podíamos decirlo por la forma en que hablaba y se vestía. Una puta, tal vez. El
Hombre nos enseñó a elegir mujeres a las que no echarían de menos, y ella encajaba en el
perfil. A mí no me gustaban así, cansadas y usadas, pero ella era guapa, y tenía un par de
tetas del demonio.
—No me muerdas —le dije mientras me bajaba la cremallera de los vaqueros.
Ella negó con la cabeza mientras yo sacaba mi polla y la acariciaba delante de su boca.
Agarré su barbilla y levanté su cara hacia mi polla hasta que pude sentir su cálido aliento
corriendo sobre la cabeza. Cada estremecimiento de su cuerpo contra la mesa me hacía
gotear por la punta.
La agarré del cabello y me froté contra sus labios.
—Abre, pero no me muerdas. Que Dios me ayude, te mataré yo mismo si intentas algo.
No me gustaba matar, así que se lo dejé a Gunnir. Él tenía gusto por eso. Yo sólo quería
usar a las mujeres para cumplir su propósito: mi placer.
La chica abrió sus labios hinchados para mí, y yo me deslicé a través de ellos y empujé
hasta el fondo de su garganta. Sus dientes rasparon mi piel. Me retiré y golpeé su pálida
mejilla.
—Sin dientes —gruñí.
—Lo siento —susurró antes de volver a abrir la boca para mí.
—Se siente tan jodidamente bien —gimió Gunnir mientras detenía el movimiento de sus
caderas y se deleitaba en su dulce lucha—. Casi no te darías cuenta de que es una puta. —
Se rió, y la chica cerró los ojos contra la palabra, como si le doliera más que nuestras pollas
juntas—. ¿Te la vas a follar cuando acabe? —preguntó.
Sacudí la cabeza. No me gustaba seguir sus pasos ni los de nadie. Deslizarme más allá
del semen de otra persona no era lo que me excitaba.
Miré a la chica y le pellizqué los orificios nasales, cortándole el aire. Sus mejillas se
inflaron mientras luchaba por respirar, y sus manos se agitaron en mis caderas,
agarrándome con uñas que se clavaron en mi pelvis. Eso era lo que necesitaba. La lucha.
La agarré por la nuca con la mano libre y le follé la cara como sólo un hombre de Bruggar
podía hacerlo. Justo cuando su agarre se aflojó y cayó inconsciente, le llené la garganta y le
solté la nariz.
Respiró entrecortadamente cuando Gunnir salió de ella. Su lucha le había arrancado el
placer a él también. Odiaba cuando se rendían a mitad de camino. A menudo le había visto
meter la polla en el culo de una mujer para que volviera a retorcerse. El dolor les arrancaba
de los lugares seguros a los que se arrastraban en sus mentes. Mecanismos de supervivencia.
Esa era otra de las cosas de las que hablaban los estudiantes de psicología. Afrontaron la
situación disociándose y yendo a cualquier lugar feliz que residiera en sus cabezas. En algún
lugar fuera del sótano en la casa de mierda rodeada de bosques en el profundo este
bumblefuck Nueva York.
—Dios mío, me corro con ella como nunca lo he hecho con nadie —dijo Gunnir mientras
se sacudía el mono y volvía a ponérselo en su sitio—. Incluso cuando ella no lucha, ella
todavía agarra el infierno fuera de mi polla. ¿Seguro que no quieres un turno?
Puse los ojos en blanco y me metí la polla en los pantalones.
—No cuando está llena de tu semen.
—Mamá te convirtió en una putita, tal como El Hombre dijo que haría. —Gunnir se rió
y se abrochó la tira izquierda del mono. Dejó la derecha suelta, dejando al descubierto la
sucia camiseta que llevaba debajo—. Un coño es un coño, se haya corrido o no. —Se
encogió de hombros y pasó a mi lado, dejándome ocuparme de la chica.
No estaba siendo una zorra por nada. No me gustaba sentir el semen de otra persona ni
la forma en que se acumulaba en la base de mi polla, y encontrar trozos de semen seco de
mi hermano en mi pubis no era exactamente mi idea de un buen momento.
—Por favor... —Su ruego me sacó de mis pensamientos.
—No lo hagas. No hagas eso conmigo —le dije mientras la ponía en pie y la miraba. Le
alisé el cabello rubio rebelde—. Estás bien. No estás mal. Es sólo una polla. Nada a lo que
no estés acostumbrada.
El semen de Gunnir goteaba por sus muslos pálidos y sucios y caía sobre el cemento.
Curvé el labio y señalé el cubo que había bajo la espita que sobresalía de la pared.
—Ya sabes qué hacer —le dije—. Ve a limpiarte.
Se acercó a la espita y giró la manivela. El agua oxidada salió del grifo y rodeó un desagüe
del suelo. El olor metálico era casi lo bastante fuerte como para anular el penetrante aroma
de su cuerpo, pero no del todo. Recogió el agua en las palmas de las manos y se la acercó al
cuerpo. El frío le puso la piel de gallina. Por la forma en que se restregaba furiosamente
entre las piernas, estaba claro que no sentía el mismo afecto por Gunnir que él por ella. Si
era lista, empezaría a fingir.
Mientras subía las escaleras del primer piso, rebusqué en el bolsillo y saqué el recibo de
la cafetería. Al metérmelo en los vaqueros, el papel se había arrugado, pero aún podía
distinguir la firma de Ophelia en la parte inferior. Ver su nombre me provocó un tirón en
la comisura de los labios. Era una chica muy dulce.
Cuando entré en la cocina, encontré a Gunnir delante de la nevera abierta, buscando en
el espacio casi vacío algo para comer.
—¿Queda algo de ese estofado?
Le aparté de un empujón y cogí la olla de metal del estante inferior. Había visto la olla,
pero le daba pereza calentarla él mismo. Preguntar era su forma de insinuarme.
Puse la olla en la única hornilla de la estufa que aún funcionaba y puse el fuego a tope.
Los cuencos en los que comeríamos seguían en el fregadero desde la noche anterior, así que
los lavé y los puse sobre la encimera. Gunnir se dejó caer en una silla y se acercó a la mesa
de la cocina, tan servicial como siempre. Agarró una cuchara con su enorme puño y la
golpeó rítmicamente contra la madera.
Cuando el guiso empezó a burbujear, llené los cuencos y deslicé el suyo hacia él a través
de la mesa. Sonó en la madera agrietada. Dejó de golpear la cuchara como un maldito niño
grande y empezó a comer: estofado de venado, como solía hacerlo nuestra madre. Me quedé
mirando a Gunnir mientras comía, metiéndose una cucharada tras otra en la boca como si
se hubiera muerto de hambre. El muy idiota no se había perdido una comida en toda su
maldita vida.
Puse los ojos en blanco, me senté frente a él y empecé a comer. Gunnir seguía hablando
con la boca abierta, mientras la salsa se le derramaba por los lados de la boca y se le caía de
la cuchara mientras gesticulaba. No debería haberlo juzgado, yo también nací Bruggar,
pero, joder.
—No entiendo por qué no quieres follártela —dijo entre bocanadas.
Sacudí la cabeza y tragué lo que tenía en la boca.
—No es que no quiera follármela. Es que está claro que le has cogido cariño, y eres como
un perro jorobando un peluche cuando te gustan.
Me miró fijamente, masticando ruidosamente.
—¿Qué tiene que ver eso?
—No necesito seguir explicándote esto. No me gusta seguir la polla de nadie.
—¿Por qué tienes que hacerlo sonar así? ¿Como si me gustara seguir pollas? No soy una...
una...
Exhalé un suspiro. Había cinco neuronas en total en su cabeza, y luchaban por respirar
allí dentro.
—Jesús, para ya. No te estoy llamando nada. No me gusta. Eso es todo. No hay nada más.
Tú y El Hombre jugaban así, pero yo no.
—¿Me estás llamando incestuoso?
Me froté la sien.
—Eres tan tonto como el animal atropellado de ayer.
Gunnir me miró fijamente y masticó.
—¿Y si te conseguimos una para ti?
—¿Una qué?
Sonrió satisfecho.
—Una chica. Conseguirte una chica. —Hizo girar su cuchara—. Y dices que soy tonto.
Tragué saliva.
—Es una idea bastante buena.
—¡Ves, yo también las tengo! No eres sólo tú, niño de mamá.
Terminé mi comida. La carne estaba dura, no como la hacía mi madre. Ella lo hacía todo
perfecto. Puede que no supiera leer un libro de recetas, pero sabía preparar una cena como
nadie.
—¿Y? —Gunnir preguntó cuando terminó de comer—. ¿Estás listo para hacer esto?
—Mañana. —Asentí—. Vamos a conseguirme una chica.
Sabía exactamente a quién quería.
Ophelia
e dicho órdenes fuera! —gritó una voz ronca desde la cocina.
—¡Ya voy! —Le contesté. Odiaba cuando gritaba así. Me recordaba a
mi padre, el hombre que deseaba que se muriera y me dejara sola para
vivir en la casita de la colina. Algunas personas odiaban la soledad,
pero después de toda una vida de arrebatos de ira que no conocían límites, yo habría
agradecido el silencio.
—Gracias —espeté mientras me apartaba un mechón suelto de cabello oscuro de la
frente.
Equilibré la bandeja sobre una mano, apilada hasta el límite de vasos, cuencos y platos
sucios. Cuando entré en la húmeda cocina, el cocinero casi me derriba en su prisa por
ponerme otra bandeja en las manos. Dejé los platos sucios junto al fregadero y tomé nota
de los pedidos antes de que al cocinero le diera un ataque. El olor a huevos y sémola me
llegó a la nariz. Era celestial. El cocinero era un idiota, pero sabía hacer sémola.
Cogí un vaso de plástico con aderezo ranch y volví al piso. Mesa cuatro. Siempre pedían
lo mismo cada vez que venían. Huevos revueltos con aderezo ranch para el guapo y sémola
de maíz con mantequilla extra para el grande.
Puse los huevos delante del hombre de pelo castaño arenoso. Llevaba una camisa de
franela, abotonada hasta arriba, pero aún podía distinguir el corte de sus brazos bajo la
tela. No era demasiado musculoso, pero parecía fuerte. Le sonreí.
—Gracias, señorita —dijo con una cálida sonrisa.
Deslicé la sémola delante del hombre que tenía enfrente. Era rudo, con una barba
desaliñada y el cabello largo y oscuro atado con un cordel. Llevaba un mono mugriento
abierto por un lado y olía a tabaco y moho. Ni siquiera asintió con la cabeza antes de
zamparse su comida como un animal voraz.
El otro hombre levantó el tenedor y miró alrededor de la mesa. Me había olvidado de
darle el necesario, y extraño, cubierto. Cogí las dos tazas de la bandeja y se las puse delante,
conteniendo el labio mientras vertía la cremosa ranch sobre los huevos.
Me miró riendo.
—Está bueno. No lo critiques hasta que lo hayas probado.
—Te tomo la palabra —dije—. ¿Necesitas algo más?
Sacudió la cabeza y volvió a darme las gracias.
Fui a la caja a extenderles la cuenta, pero no pude evitar que mi mirada volviera a él.
Cuando comía, picoteaba, cuidadoso y casi refinado. Si no fuera por sus vaqueros sucios y
las botas gastadas de sus pies, lo habría confundido con un chico de ciudad. El hombre de
enfrente parecía, y olía, como si estuviera en una pocilga. Aquellos dos eran la noche y el
día.
Cuando casi habían terminado de comer, dejé la cuenta en la mesa y empecé a alejarme.
—Hasta pronto —dijo el grande.
El otro hombre le dirigió una mirada entrecerrada antes de encontrarse con la mía. Asentí
y continué hacia la cocina. El grandullón nunca me había dirigido la palabra, pero dejé que
la extraña interacción desapareciera de mi mente mientras me iba a limpiar platos y
cafeteras. Cuando volví a salir, todos se habían marchado, incluidos los dos hombres del
lugar. Fui a limpiar su mesa y, aunque no esperaba propina, sí esperaba que me pagaran.
No habían dejado ninguna.
—Hijo de puta —murmuré en voz baja.
Miré hacia fuera y vi las luces de una vieja camioneta iluminando el otro extremo del
estacionamiento. Atravesé la grava y golpeé la ventanilla del conductor. El atractivo la bajó
y de la cabina brotó el bajo tintineo de la música country.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Ustedes no pagaron. Si no me das lo que se debe, tengo que sacarlo de mi propio dinero
—dije con una mano en la cadera.
—Gunnir, ¿es eso cierto? —dijo, volviéndose hacia el hombre grande en el asiento del
pasajero—. ¿No le pagaste a la señora?
Gunnir se encogió de hombros.
—Supongo que lo olvidé.
Miré alrededor del estacionamiento. Estaba vacío, salvo por el camión y el pequeño sedán
del cocinero frente a la puerta de la cafetería. Había decidido ir andando al trabajo aquella
tarde y ahora me arrepentía. Los árboles se mecían con la brisa y las eneas se rozaban entre
sí, creando un zumbido bajo. Miré un momento al cielo, nublado y pesado, sin una estrella
a la vista. Las tenues luces del aparcamiento no ayudaban a disipar la oscuridad, sobre todo
porque una parpadeaba en las últimas y otra se había apagado por completo.
El conductor se asomó por la ventanilla y me puso la mano en el brazo. El vello de mi
cuello empezó a erizarse, y mi estómago se hizo un nudo sobre sí mismo, retorciéndose en
mi vientre. Si me pasaba algo aquí fuera, nadie me oiría gritar. El cocinero estaba ocupado
limpiando la cocina, y éramos las únicas personas que quedábamos en el estacionamiento.
—No te pongas así —dijo el conductor—. Puedo pagar ahora.
Me soltó el brazo y solté un silencioso suspiro de alivio. Sólo estaba siendo una miedosa.
Rebuscó en una vieja cartera de cuero, entre billetes arrugados. Cuando sacó los billetes,
todos, por supuesto, le tendí la mano. Los soltó antes de que me llegaran a la palma y dejó
que la brisa nocturna se los llevara.
Idiota.
—Lo siento mucho, señorita. Déjeme ayudarla —me dijo mientras empezaba a buscar
los billetes.
Las puertas del camión se cerraron de golpe y las botas golpearon el suelo al acercarse.
Me puse en cuclillas para recoger dos billetes sencillos cerca del neumático trasero, pero él
puso el pie sobre uno antes de que pudiera agarrarlo. Cuando giré los ojos hacia los suyos,
se me cortó la respiración.
—Sólo no quería que se volara. Dios mío, estás nerviosa. Relájate, Ophelia.
Se agachó y sacó el dólar de debajo de su bota. Cuando estaba a punto de levantarme y
coger el dinero de su mano, sentí un dolor que me atravesó la nuca y me recorrió el cuello:
un fuerte ardor antes de dejar de sentir nada.

de desorientación me rodeaba como la niebla. Estaba colgada


del hombro de un hombre y cada movimiento me producía dolor en la cabeza. Luché contra
el impulso de frotarme la sangre seca que me picaba en la sien. Los dedos del hombre se
clavaron en mi muslo e intenté emitir un sonido, pero hasta mi voz parecía perdida. Oí a
una mujer decir algo cerca, pero tenía demasiado miedo para abrir los ojos. Eso convertiría
esta pesadilla en realidad.
—Ven aquí, puta —dijo una voz grave.
La chica gimoteó mientras un fuerte crujido terminaba con el tintineo del metal sobre el
hormigón. Cuando levanté la cabeza, vi la sombra borrosa de alguien practicando sexo con
una chica. Una cadena le ataba el tobillo a la pared.
Todo en mí me decía que luchara, pero no podía. Aunque consiguiera que mi cuerpo
hiciera lo que tenía que hacer, estaba atada por las muñecas.
El hormigón me rozó los codos mientras el hombre que me sujetaba me colocaba en el
suelo. Sonó otra cadena y algo me rodeó el tobillo.
—Alex, si no te la follas, me saldré de ésta y se la meteré —dijo de nuevo la voz ronca.
Sonaba tan lejana.
—No me gusta cuando están durmiendo. ¿Qué sentido tiene? —dijo el hombre que
estaba detrás de mí.
—La cuestión es tocar los cojones. ¿A quién coño le importa si están despiertas, dormidas,
muertas o vivas? Mierda, un coño así está bueno pase lo que pase.
Gemí y traté de tirar hacia delante, alejándome de las manos indiscretas en mis muslos,
pero era imposible moverme. Mis miembros pesaban demasiado como para arrastrarme a
ninguna parte. La falda se me subió hasta la cintura y detrás de mí se oyó un gruñido grave.
Unas manos duras me agarraron por las caderas y me pusieron de rodillas. Sentí que iba a
caerme de bruces, pero él hizo todo lo posible por mantenerme de pie. El hombre que estaba
detrás de mí escupió en su mano y frotó la saliva caliente entre mis piernas.
—No —susurré, pero no estaba segura de sí era en voz alta o en mi cabeza.
No respondió de ninguna manera. Empujó dentro de mí, casi haciéndome caer boca
abajo. Giré la cabeza para ver la sombra borrosa de la esquina follándose a una chica entre
gritos horrorizados mientras continuaban los empujones rítmicos contra mi culo. La
sombra no dejaba de mirarme mientras empujaba con más fuerza, golpeando a la chica
contra la mesa.
Intenté desaparecer en mi mente, pero allí también me dolía demasiado. El golpe me
causó un dolor punzante que se negaba a ceder, sobre todo cuando el hombre que estaba
detrás de mí puso su peso sobre mí y empujó con más fuerza. Cada movimiento vibraba
contra mi sensible cráneo. Moví los brazos hacia mi cuerpo, intentando encontrar una
forma de sujetarme la cabeza.
—Joder, ¿cómo se siente? —dijo la sombra borrosa entre gemidos.
—Es increíble —gruñó el hombre detrás de mí.
—Me muero de ganas de llevarla yo también a dar una vuelta —gimió la sombra.
El hombre detrás de mí se burló.
—No, Gunnir, ella es mía.
—Compartimos mierda. Siempre lo hemos hecho. Eso es lo que hacen los hermanos.
Intenté darme la vuelta. No estaba siendo brusco conmigo, aunque tomara lo que quería
por la fuerza. No me destrozó como la sombra del otro lado de la habitación destrozó a la
otra chica.
—Por favor —le supliqué, con la voz aún entrecortada por el dolor.
—Casi he terminado —susurró mientras hundía sus dedos en mis caderas.
Desde algún lugar profundo dentro de mí, encontré mi voz. Grité.
—Sigue gritando, joder —gimió encima de mí, sus caderas se calaron mientras se
corría—. Puedes gritar todo lo que quieras. De hecho, te animamos a hacerlo.
Me puso boca arriba y la cadena tintineó contra el suelo. Por fin pude verle, y otro grito
me recorrió al reconocerle. A través de mi visión borrosa, aún podía distinguir su rostro. El
« refinado» de la cafetería. El hombre que esparció el dinero por el estacionamiento. El señor
de los huevos con ranch.
Giré la cabeza hacia el que gritaba a mi lado y me di cuenta de que era el más grande
forzando a otra chica. Me miró fijamente mientras empujaba, con más fuerza cuando vio
que los miraba.
El hombre que estaba encima de mí dejó que su polla se apoyara en el vello fino y oscuro
que rodeaba mi coño. Me agité, y cuanto más luchaba, más se retorcía su polla contra mí,
como si se estuviera conteniendo para no volver a empujar dentro de mí. Su semen goteaba
de mí en una espesa estela blanca. Me ardía la garganta de tanto gritar. La cabeza me estaba
matando. Un dolor agudo irradiaba desde el lado izquierdo de mi cráneo. Me daba vértigo,
pero sabía que tenía que luchar. Pateé al hombre sentado sobre sus talones entre mis
piernas.
No tenía ni idea de dónde estaba, pero sabía que era un sótano por el olor a humedad
que me envolvía como una manta espesa. El hormigón atrapaba un olor abrumador a
veneno, orina y sudor. Me recordaba a la habitación de mi padre, apestando como el mal
que dormía entre aquellas paredes.
Me estremecía al pensar en los pesados pasos de mi padre por las escaleras después de
una noche de copas. Pasaba las noches esperando en silencio que no se diera cuenta de mi
presencia. Ya sabía cómo se sentía el verdadero mal dentro de mí. El mal que pasó de
amarme incondicionalmente, como debería hacer cualquier padre, a tocarme de formas
que nunca debería haber hecho. Ahora me había trasplantado a un nuevo espacio con los
mismos olores y las mismas maldades.
—¿Por qué? —le pregunté al hombre entre mis piernas.
Se acomodó los calzoncillos y se subió la cremallera. Con un suspiro, se inclinó sobre mí,
rozándome entre las piernas con la bragueta de los vaqueros. Me acercó los labios a la oreja
y el aroma a cigarrillos baratos me chamuscó la nariz.
—Porque ahora eres mía, O —susurró—. Límpiate. —Hizo un gesto hacia un grifo de la
pared antes de cortarme la cinta de las muñecas y dirigirse a las escaleras.
—¡Por favor! —Le supliqué. No quería que me dejara allí abajo. Quería que me dejara
ir. Consiguió lo que quería.
Como no hizo ademán de volver por mí, me arrodillé y me froté la cabeza con una mano
temblorosa. El movimiento hizo que rezumara más semen y el calor contra mis muslos me
provocó arcadas. Tal vez limpiarme no fuera tan mala idea. Me arrastré hacia la espita,
pero el hombre más grande se volvió hacia mí con una mirada dura.
—¡Todavía no! —gritó con un potente empujón que sacudió a la mujer que tenía delante.
Me senté e intenté controlar el temblor de mis manos lo suficiente como para subirme la
ropa interior.
Gunnir tiró a la chica hacia delante, golpeándola contra la mesa, y se levantó el peto del
mono para poder caminar hacia mí.
—Deja de intentar subirte las bragas, preciosa —dijo mientras se inclinaba. El viejo
vaquero absorbió su pequeña polla mientras se acuclillaba sobre unos muslos que
amenazaban con desgarrarle la ropa. Se acercó a mí con una mano húmeda y me tocó la
cara, y me estremecí cuando me rozó la sien—. Tenía que pegarte. Sabía que no vendrías
con nosotros por tu cuenta.
Intenté apretar las piernas y bajarme la falda todo lo que pude, pero fue inútil. Sus ojos
se clavaron en la sombra entre mis piernas, donde el semen de su hermano aún me cubría.
Gunnir puso sus grandes manos entre mis rodillas y me separó las piernas. Gemí cuando se
inclinó hasta que su cabello grasiento rozó mis muslos. Inhaló y luego exhaló su asqueroso
y cálido aliento.
—No quiere que te folle —dijo mientras volvía a inhalar profundamente.
Miré al techo, donde las vigas de madera se cruzaban por encima de mi cabeza. Conté
las bandas de podredumbre negra en cada grueso fuste de madera y esperé a que hiciera lo
que iba a hacer. Cerré los ojos cuando introdujo uno de sus grandes dedos en mi interior
con un gemido. Las lágrimas gotearon por el pliegue de mis párpados mientras me invadía
con otro dedo. Gimió, se incorporó y dejó caer su cara en el pliegue de mi cuello. El hedor
a sudor y tabaco viejo flotaba a su alrededor como una nube pútrida.
—Gunnir, vuelve aquí. Quiero más —dijo la otra chica. La forma tentadora en que
hablaba captó su interés, y él se enderezó y escupió la masticación de su boca. Salpicó junto
a mi mano.
Me sonrió con satisfacción.
—Supongo que tendremos que esperar para jugar —dijo mientras me daba golpecitos
en la mejilla con la mano que había estado dentro de mí, untándome la cara con el semen
de su hermano. Volvió a la otra mujer, la agarró del cabello y la obligó a poner la cara
contra la mesa.
Exhalé un profundo suspiro de alivio temporal cuando la otra víctima sacó al depredador
de entre mis piernas y lo acogió entre las suyas.
Me desplacé hacia el grifo, tratando de hacerme la pequeña y silenciosa mientras lo
convertía en poco más que un hilillo y me lavaba el semen de la cara y entre las piernas.
Me incliné y me enjuagué la sangre de la sien. El agua teñida de rojo goteó sobre el cemento
y me salpicó los pies. Probablemente nunca volvería a sentirme limpia, pero ya lo había
limpiado todo. Volví a mi sitio, me subí las bragas y me senté contra la pared. El suelo áspero
me rozó la piel desnuda mientras me llevaba las rodillas al pecho y sollozaba en silencio.
Gunnir terminó, dejando a la otra chica hecha un lío sollozando antes de subir las
escaleras y dejarnos en el oscuro y húmedo sótano. La chica se arrastró hasta el grifo
compartido, abrió las piernas bajo el fuerte chorro de agua y dejó que la bañara.
—Gracias —susurré. Observé cómo intentaba calmar el dolor que sentía entre las
piernas.
—Gunnir es jodidamente asqueroso —susurró—. Y tan rudo.
Respiré hondo.
—¿Cómo se llama su hermano?
—Gunnir siempre lo llama Alex.
Se me hizo un nudo en el estómago.
—¿Cómo te llamas?
Se rió.
—Sólo llámame «puta». Ese ha sido mi nombre desde que llegué aquí.
Sacudí la cabeza.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—¿Qué día es hoy?
—Ocho de septiembre —dije.
La chica soltó una débil carcajada.
—Llevo aquí desde abril. —Sus labios se apretaron—. El tiempo vuela cuando te
diviertes, supongo.
Se me encogió el corazón. ¿Cinco meses así? ¿Cómo? ¿Cómo pudo soportarlo un día
más? No hablamos mientras se ponía un pantalón de pijama sucio sobre las piernas
magulladas.
—No te llamaré así —dije finalmente—. ¿Cuál es tu verdadero nombre?
Me miró y sonrió.
—Es Sam.
—Ophelia —respondí, aunque ella no había preguntado.
—Bienvenida al infierno, Ophelia.
Ophelia
as cadena sonó al pasarla por mis manos. El metal áspero y oxidado se deslizó
entre mis dedos al estirar su longitud. Aunque los eslabones eran lo bastante
ligeros para maniobrar, también eran increíblemente fuertes. Después de que los
hombres abandonaran el sótano, había pasado algún tiempo estudiando el ancla y el
brazalete que me rodeaba el tobillo, pero no había forma de atravesarlos. Eso me dejaba
una opción.
Sam levantó la cabeza de la manta sucia sobre el suelo de cemento.
—¿Qué demonios estás haciendo? —Su voz estaba cargada de sueño.
—Intento ver cuánta cadena tengo para trabajar —dije, arrastrándome lejos de la pared
para probar la longitud de la cadena. Parecía lo bastante larga para lo que tenía que hacer.
—¿Para qué?
—Creo que puedo poner esto alrededor de su cuello.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—No lo hagas, Ophelia. Te matarán. Incluso el bueno te matará si intentas eso.
Volví a sentarme sobre mi trasero.
—¿Se supone que debo rendirme? ¿Dejarme ser uno de sus enfermizos juguetes?
Sam se encogió de hombros.
—Si matas a Alex, ¿entonces qué? No hay manera de que consigas esa cadena alrededor
del cuello de su hermano. Estarás muerta de cualquier manera. Y entonces yo estaré muerta
porque nos moriremos de hambre aquí abajo.
—Uno de ellos tiene que mantener una llave en ellos.
Sam bajó los hombros.
—¿Cómo piensas hacer esto?
Miré a Sam. Meses de vivir en este sótano la habían consumido. No tendría fuerzas para
hacer lo que había que hacer, aunque yo pensara que lo intentaría.
—¿Crees que puedes ser una distracción?
Ella negó con la cabeza.
—No quiero involucrarme. Es lo que es, Ophelia. Cuanto antes lo aceptes, mejor.
Me senté sobre las rodillas.
—Por favor, Sam. Tengo que intentarlo.
Sam se acurrucó en su manta y me dio la espalda.
—Voy a toser. Eso es todo. Es todo lo que estoy dispuesta a hacer. Gunnir me joderá hasta
la muerte si piensa que tuve algo que ver.
Inspiré profundamente.
—Eso es todo lo que necesitaré.
—Tu funeral, Ophelia —dijo—. Pero mejor que no sea el mío también.

Alexzander
en la cama y recordé la noche. Había sentido un picor de culpa cuando
la vi caer hacia delante después de que Gunnir la golpeara con el bate. Probablemente
apenas sintió nada en ese momento, pero lo estaba sintiendo ahora. Sentiría mucho ahora
que estaba en esa casa. Con nosotros.
El cuerpo de Ophelia era perfecto, y además era tan dulce. Siempre tan hospitalaria en
la cafetería. Sentí otra punzada de culpabilidad por llevarme a alguien como ella, pero era
todo lo que necesitaba. Me recordaba a mi madre, pero no de una manera freudiana. Era
sana y amable. Era una atracción ciega hacia la familiaridad. Ella me resultaba familiar.
En el momento en que entramos en el sótano, Gunnir había estado sobre su chica. Había
estado duro desde que golpeó a Ophelia. Yo no la tuve dura hasta que mi mano subió por
su muslo caliente cuando me la eché al hombro. Después de eso, la anticipación se apoderó
de mí, haciéndome doler con un hambre que no tenía antes de poner mis manos sobre ella.
Mi mente volvió al momento en que le di la vuelta. Incluso aturdida, me había
reconocido. El maquillaje oscuro que rodeaba sus ojos azules se había corrido por sus
pálidas mejillas y tenía los labios pintados con carmín oscuro. Tenía un aspecto delicioso.
Era mejor que un filete delante de mí. Era como el venado de mi madre: suave y tierno.
Quería luchar contra la tentación porque estaba herida, pero la amenaza de Gunnir se
cernía sobre mí. Habría empujado a Ophelia si yo no la hubiera cogido, y no podía soportar
la idea de que él llegara primero a ella.
Me estremecí al pensar en mi semen goteando de ella, algo que no había visto en tanto
tiempo. Había visto suficiente semen de mi hermano para las próximas cuatro vidas, pero
hacía siglos que no me metía en el coño de ninguna de ellas. Siempre acababa en sus bocas,
lo más lejos posible de mi hermano.
¿Pero ésta? Era mía.
Una vez dentro de ella, era como si hubiera sido hecha para mí, y habría desangrado a
Gunnir antes de dejar que se la llevara. La ira creció dentro de mí al pensarlo, incluso
mucho después de salir del sótano. Lo quería lo más lejos posible de ella. Tenía a su puta
para hundirse en ella. No necesitaba la mía.
Me levanté de la cama y entré en el salón. Gunnir estaba sentado en el sofá, con los dedos
bajo la nariz. Entrecerré los ojos al sentarme en la silla junto a él, y una sonrisa socarrona
cruzó su rostro.
—¿Qué hueles? —pregunté.
—Tu chica en mis dedos —dijo Gunnir con un gemido. Se deleitaba con su aroma y el
mío.
—Te dije que no la tocaras —dije mientras me ponía de pie—. Y estás disfrutando de mi
semen en tus dedos, maldito enfermo.
—Ella no es sólo tuya, Alex.
Mis ojos se quedaron en él. Gunnir me lo había quitado todo. Cada chica que teníamos
era suya primero y mía después, igual que nuestro padre había hecho con él. Tenía que
tomar lo que quería primero, disfrutar de segundos descuidados, o satisfacerme con sus
bocas. Quería la libertad de bajar las escaleras y follarme el coño intacto de mi chica cuando
sintiera el dolor en los huevos.
—Déjame tener una cosa. Una maldita cosa, Gunnir —le dije mientras se ponía de pie
para mirarme.
Se alzaba sobre mí, pero no vacilé.
—Tienes lo que quieras. Tenemos a esa chica para ti, pero no es sólo tuya para usarla.
Tal vez te enseñe que seguir la polla no es tan malo.
—Vete a la mierda —gruñí—. Definitivamente eres el hijo de nuestro padre.
Gunnir se rió.
—Claro que sí. Quizá algún día te des cuenta de que tú también eres su hijo. Un hombre
Bruggar se libra de la lucha, y tú te libraste de la lucha —dijo lamiéndose lentamente los
dedos.
—Jodidamente asqueroso. ¿Por qué no le chupas mi semen la próxima vez?
Los ojos de Gunnir se iluminaron.
—No me des ideas, Alex.
Gunnir no estaba bien de la cabeza. Él absolutamente lo haría, y yo tuve un lapsus de
cordura cuando lo sugerí. Yo tampoco estaba bien de la cabeza, pero había tenido la
oportunidad de preocuparme por alguien más que por mí mismo: mi madre. Ella no me
había hecho un marica, pero había moldeado una extraña creación que tenía tanto el
impulso de hacer daño como el control para hacer menos daño. Pero nunca sería capaz de
apagar la forma en que me criaron. La pesada mano de El Hombre le recordaba a mi cuerpo,
en un nivel subconsciente, que tenía que tomar lo que él quería que tomara. Después de
todo, era un maldito Bruggar.
Alexzander
e quedé despierto, frustrado y enojado después de la conversación con mi
hermano. Mantuve mi puerta abierta para poder escuchar los pasos de Gunnir
si bajaba las escaleras. La noche había sido silenciosa, pero aún estaba
frustrado. No podía dejar de pensar en cómo se sentía entrar dentro de ella, seguido de los
pensamientos intrusivos de los dedos sucios de Gunnir.
Yo era un Bruggar en el sentido de que tomaría a esa chica todas las veces que pudiera,
lo quisiera ella o no, pero no me gustaba atravesar el esperma familiar para llegar a lo que
quería. Disfrutaba del calor vacío de un coño. No me importaba si estaba demasiado seco
por el asco que le daba. La cálida y resbaladiza humedad de la carga de otro hombre no
facilitaba el deslizamiento en su interior. Quería escupirles en el coño o en la mano antes
de empujar dentro de ellas para que lo único que las recubriera fuera más de mí. Nuestro
padre me había odiado por negarme a seguirlos, y mi hermano no lo entendía. Yo no era
como ellos en ese sentido.
El Hombre también odiaba el tiempo que pasaba con mi madre, que era su cautiva desde
mucho antes de que naciéramos. Se había cansado de ella, pero no se atrevía a deshacerse
de ella. Se había deshecho de tantas mujeres antes y después de ella, pero algo humano en
su interior le decía que no podía matar a la madre de sus hijos. Pero eso era lo único humano
en él. El Hombre era un monstruo, temido por todos excepto por Gunnir, que lo admiraba
como si fuera un dios. No era una deidad. Puede que se hiciera la señal de la cruz sobre el
pecho, pero sólo para desabrocharse las correas del mono.
Estaba siendo crítico. Después de todo, yo era igual de culpable cuando se trataba de usar
a las chicas. Pero me negué a ser un clon de El Hombre. Forjé mi propio camino, aunque
siguiera siendo un camino plagado de pecado. No necesitaba romper el cuerpo de una chica
para obtener el placer que quería. No como Gunnir, que necesitaba follárselas tan fuerte
como pudiera para rendir homenaje a nuestro padre.
Ophelia podía odiarme todo lo que quisiera, pero al menos no era suya. Tomaría su
cuerpo todas las veces que quisiera, pero al menos no sería la polla de Gunnir presionando
entre sus piernas.
Oí lo que parecían pasos en la cocina. Mis oídos se agudizaron y mi espalda se enderezó.
Será mejor que Gunnir no esté tratando de escabullirse escaleras abajo.
Ophelia era mía. Sabía que era mía y que nadie le pondría la mano encima salvo yo. La
idea de que volviera a tocarla encendió la ira en mi interior.
Me puse un pantalón de chándal y me dirigí al sótano. Encendí la luz y las dos chicas se
despertaron. La atención de la puta se centró en mí, pero se echó la manta a la cabeza para
protegerse los ojos de la luz cuando se dio cuenta de que yo no era Gunnir. Ophelia no
levantó la cabeza de su posición acurrucada en el suelo. Manchas marrones pintaban su
uniforme blanco de mesera, incluso después de sólo unas horas en el sótano.
Me acerqué y me puse en cuclillas junto a ella, detrás de la curva de su espalda. Su cabello
oscuro le caía sobre la mejilla y quise moverlo. Quería volver a verle la cara. Sus gruesas
pestañas y sus labios carnosos me llamaban.
La puta tosió y cuando volví a mirarla, Ophelia se levantó de un salto.
Algo frío y duro me presionó el cuello. Mis dedos volaron hacia la fuente y me di cuenta
de que era la cadena. Realmente no lo había pensado bien. Mientras un extremo estaba
sujeto al ancla, el otro atravesaba la abrazadera de su tobillo. Me agaché y agarré la cadena,
tirando hasta que perdió el equilibrio. Por desgracia, no lo había pensado bien, y ahora todo
su peso colgaba de la cadena alrededor de mi cuello.
—Que te jodan —dije apretando los dientes.
Eché mi peso hacia atrás, golpeándola contra la pared. El aire abandonó sus pulmones y
perdió el agarre de la cadena. Me volví y se la sujeté al cuello. Sus manos arañaron el metal,
luchando por liberar espacio suficiente para respirar.
Me incliné más hacia su cara.
—Venía aquí para asegurarme de que mi puto hermano no iba a tocarte, ¿y me sacas
esta mierda?
Su cara se enrojeció, sus mejillas se inflaron para intentar sacar aire que no encontraba.
—Si vuelves a intentar algo tan jodidamente tonto, te mataré. ¿Lo has entendido? Eres
mía. Mía para poseerla. Mía para usarte. Mía para descartarte si no puedes actuar bien.
Intentaba cuidarte, O. —Sustituí la cadena por un agarre firme de su garganta mientras
bajaba la otra mano y sacaba mi polla—. No iba a follarte otra vez esta noche, pero tienes
que aprender de este error. —Le levanté la falda y le agarré el culo. Mis ojos se clavaron en
los suyos.
—Por favor —me dijo, con lágrimas cayendo sobre mi muñeca.
Me escupí en la mano y, en cuanto toqué entre sus piernas, sus ojos se elevaron hacia el
techo y sus manos dejaron de empujarme. Levanté su muslo con una mano caliente y
húmeda y empujé dentro de ella. Un ruidito salió de su boca, pero sus ojos permanecieron
fijos sobre nosotros.
—Mírame —le ordené, pero ni siquiera un furioso empujón de mis caderas atrajo su
atención hacia mí. Había viajado a otro lugar en su mente.
Clavé los dedos en su muslo y ella gritó mientras yo hundía aún más mis caderas en ella.
Podía viajar a otro lugar en su mente, pero su cuerpo seguía aquí.
Mí juguete.
Mía.
Toqué fondo dentro de ella, con una pulgada de mi polla para ir. Empujé mis caderas
más profundamente, forzando ese último poco de mí dentro de ella hasta que sentí sus
suaves vellos contra los míos. Ella hinchó las mejillas y apretó los labios mientras luchaba
contra el dolor. Sus uñas se clavaron en mi muñeca, la menor señal de lucha que me dio.
Odiaba que no luchara contra mí y que sus lágrimas cayeran en silencio. Incluso mientras
sus dedos se clavaban en mí, se negaba a reconocer lo que le estaba ocurriendo. La puta
había tardado mucho en dejar de luchar, pero Ophelia parecía rota antes de que mi polla
la tocara.
Me incliné sobre ella y le mordí el hombro con tanta fuerza que su cuerpo se estremeció,
pero sus ojos permanecieron fijos en el techo. Aparté la mano y le aparté el cabello oscuro
de la frente sudorosa.
—Eres mía, O. Será mejor que te acostumbres.
—No —susurró. Dejó caer la cabeza hacia atrás, el único signo de su regreso a esta
habitación conmigo.
—Sí. Y si vuelves a hacer gilipolleces como ésa —señalé la cadena—, en vez de follarte,
te mato. —Como no respondió, la abofeteé. Su mejilla enrojeció bajo el golpe—. ¿Lo has
entendido?
Ella asintió.
Salí de ella y solté su muslo. Ella siguió evitando mi mirada y prefirió ver cómo mi semen
se deslizaba por sus piernas. Metí la mano entre sus muslos y recogí todo el semen que
pude. Me volví hacia la puta, le arranqué la sábana y la levanté por el cabello antes de
meterle los dedos impregnados en la boca. Le tapé la nariz hasta que su cuerpo se estremeció
de desesperación. Cuando jadeó, le escupí en la boca.
—No seas idiota. No la habrían follado esta noche si no hubieras intentado ayudarla —
gruñí mientras escupía de nuevo, empapándole la barbilla mientras ella intentaba
retroceder. Le solté el cabello y ella tuvo una arcada y se puso a cuatro patas.
Ophelia sollozó silenciosamente contra la pared, y sentí un momento de culpabilidad
antes de que la ira la superara. Realmente no iba a follármela, pero entonces ella había
intentado matarme.
Ophelia
rrastré la cadena por el suelo, dejando que se enganchara en cada imperfección
que encontraba. El traqueteo resonaba en las paredes. Si me mantenía ocupada
con una tarea tan ociosa, no pensaría en los lugares en carne viva de mi trasero
por haberme presionado Alex contra las ásperas paredes. Había cometido una estupidez y
el dolor entre las piernas me lo recordaba. Debería haber escuchado a Sam. Estaba tan
cegada por la perspectiva de la libertad que no había pensado bien las cosas. Matar a Alex
significaba ser abandonada a su hermano, lo que era peor. Mucho peor. Incluso en su ira,
con la cara retorcida por la rabia, Alex no se esforzó en hacerme daño. Me jodió más fuerte,
claro, pero podría haber hecho algo mucho peor.
Unos pasos sacudieron las escaleras y esparcieron una nube de polvo. Aquel andar
pesado no pertenecía a Alex, e instintivamente deseé que fuera él. Gunnir era jodidamente
repugnante: un hombre horrible con una mente primitiva.
—He oído que eras una chica mala, puta —arrulló Gunnir mientras se acuclillaba junto
a Sam. Ella puso los ojos en blanco.
—Yo no...
Gunnir le dio una bofetada en la cara, haciéndola caer hacia atrás.
—No me mientas. Sé lo que hiciste.
Sam se inclinó y le acarició la mejilla.
—Ustedes no son buenas la una para la otra —gruñó Gunnir—. Ella te está haciendo
valiente, y será mejor que lo pienses mejor porque he matado mujeres por menos de lo que
ustedes dos hicieron anoche. —Gunnir se rió—. ¿La mejor parte? Atacaron al bueno. El
niño de mamá. El coñito de hombre.
—¿Por qué es un marica? —preguntó Sam, levantando la barbilla en señal de desafío—
. ¿Porque no le gustan follar después?
—¿Estoy en el manicomio? ¿Por qué crees que se trata de quién llegó primero? —Gunnir
sacudió la cabeza.
¿Qué hacía? ¿Por qué le presionaba? Yo no los conocía tan bien como ella, pero sabía lo
suficiente como para saber que había capas de mierda entre Gunnir y Alex. No tenía ni idea
de lo que encerraban esas capas y, para ser sincera, tenía miedo de averiguarlo.
Tiré de las rodillas hacia mí, sujetando la cadena contra el suelo para no hacer ruido,
intentando hacerme lo más pequeña y silenciosa posible. No quería que Gunnir se fijara en
mí. Ni siquiera quería que recordara que existía.
—Sé lo que estás haciendo. Intentas meterte en mi cabeza y sacudirlo todo ahí dentro. —
Gunnir agarró a Sam por el cabello y la arrastró hasta la mesa. Se me cortó la respiración.
No quería verle ni oírle forzarla de nuevo, pero me horrorizó más lo que hizo en su lugar.
Cogió un martillo y le dio vueltas mientras cogía la mano de Sam y la sujetaba sobre la
mesa—. Mi hermano es un cabrón. Pero somos familia. —Gunnir apoyó su peso sobre su
mano mientras ella se tiraba hacia atrás.
—Puedes follarme como quieras, Gunnir, pero no hagas eso —suplicó.
Gunnir la miró a la cara.
—Puedo follarte como quiera de todas formas. No necesito tu permiso. ¿Qué mierda de
soborno es ese? Si quieres ofrecerme algo, mejor que sea algo que aún no haya conseguido.
Sam me devolvió la mirada y no pude respirar. El aire estaba atrapado en mis pulmones.
Tenía miedo de que le ofreciera a Gunnir lo único que no había conseguido: a mí.
Pero no lo hizo. Bajó los hombros y apartó la mirada de mí.
—Acaba de una vez —dijo.
Gunnir se inclinó sobre ella, levantó el martillo y lo hizo caer con un crujido
nauseabundo. Me tapé los oídos para ahogar los gritos de Sam, pero los sonidos
desesperados consiguieron atravesar la barrera y llegar a mi cerebro. Gunnir levantó el
martillo y volvió a golpear.
Unos pasos retumbaron en el suelo y abrí los ojos de golpe, temiendo encontrarme a
Gunnir corriendo hacia mí. Levanté la vista y vi a Alex tirando de su hermano hacia atrás.
Sam le arrancó el brazo, agarrando dos dedos torcidos y descoloridos con la otra mano. Bajé
las manos cuando Gunnir hizo un gesto hacia mí.
—Tu turno —dijo, girando su enorme cuerpo hacia mí.
Alex se interpuso entre nosotros.
—No.
—¿Qué quieres decir? Mi chica no es la única que va a ser castigada por ese truco. —
Gunnir apuntó su dedo en mi dirección—. ¡Ella es la que trató de matarte!
Alex se irguió.
—Anoche recibió su castigo.
—¿Qué, te la follaste dulcemente? —Gunnir caminó hacia mí y me levantó por el brazo.
Chillé cuando me pasó una mano sucia por el muslo. Me dio la vuelta y empujó mi pecho
contra la pared—. ¿Tengo que enseñarle lo que es un castigo de verdad? ¿Tal vez follarle
el culo?
El cemento me rozó la mejilla y grité cuando sus manos se metieron bajo la falda y me
agarraron el culo. Sus dedos pasaron por los lugares doloridos por Alex la noche anterior.
Las lágrimas resbalaron por mis mejillas en gruesas gotas que me golpearon el pecho.
—Oh, el dulce niño de mamá te folló muy bien anoche, ¿eh? —Gunnir gimió en mi oído.
Su aliento era caliente y picante, como si hubiera estado comiendo barbacoa.
—Déjala en paz —dijo Alex elevando el tono. Pero no fue por benevolencia. Era por
posesión, como si Gunnir hubiera cogido un juguete con el que no había terminado de
jugar.
—¿Cómo tienes el coño? ¿Te duele? —me preguntó metiéndome mano entre las piernas,
y me estremecí cuando me metió los dedos. Mi cuerpo se puso rígido y el dolor entre las
piernas me subió por la columna vertebral.
—Dije basta, Gunnir. ¡Basta! —Alex agarró a su hermano por los hombros y lo apartó
de mí.
Gunnir levantó sus dedos mojados y los lamió mientras retrocedía.
—Joder, Alex. No como coños, pero con ella, puede que lo haga. Tan dulce y limpio.
Oh, Dios, no. No podía lidiar con su boca en ninguna parte de mí. Ninguno de ellos.
Ambos eran unos malditos enfermos.
—¡Vete a la mierda! —Alex gritó. Se enfrentó a su hermano.
Gunnir se levantó las mangas de la camisa, preparándose para luchar, y Alex no se
acobardó. Empezó a desabrocharse la camisa de franela, dejando al descubierto una
camiseta interior blanca. Antes de que nadie pudiera lanzar un puñetazo, el sonido del
timbre llamó su atención.
—Probablemente los malditos vecinos con más huevos y leche —dijo Gunnir con un
gruñido—. Mantén a estas putas calladas.
—Eso habría sido mucho más fácil si no le hubieras roto los malditos dedos a la puta —
espetó Alex.
Gunnir se detuvo y se volvió hacia Alex con fuego en los ojos antes de subir las escaleras.
La puerta del sótano se cerró de golpe y Alex se volvió hacia nosotros. Sam se llevó la mano
al pecho en un rincón. Yo me quedé contra la pared, con la espalda pegada al cemento.
—Será mejor que las dos estén jodidamente calladas. Si hacen ruido, cogeré la escopeta
y les volaré los sesos antes de que llegue la policía.
—Alex... —Susurré—. Podrías dejarnos ir. Tienes las llaves, ¿no?
Alex entrecerró los ojos.
—Creo que te has hecho una idea equivocada. Puede que sea menos mierda que Gunnir,
pero no soy amable. —Se acercó un poco más y me retorció el cabello, haciéndome soltar
un gemido—. No quiero salvarte. En el momento en que te cogí, te convertiste en mía. Me
perteneces. Tu cuerpo es mío para usarlo cuando quiera y como quiera. ¿Por qué demonios
querría dejarte ir? No he terminado contigo.
Sus palabras fueron como un cuchillo en mi estómago. Cerré los ojos cuando su mano
cayó sobre mi garganta, esperando que me forzara de nuevo.
La puerta del sótano se abrió de golpe.
—¡Alexzander! —Gunnir gritó desde arriba.
Alex respiró hondo.
—Tu boca y tu coño están a salvo por ahora, O, pero volveré por ti.
Alexzander
del sótano tras de mí y vi a Gunnir intentando equilibrar los
cartones de huevos y las botellas de leche. Corrí hacia él y aligeré su carga, recogiendo
algunos cartones bajo el brazo y cogiendo una de las botellas de medio galón. Los llevamos
hasta el frigorífico y abrí la puerta de una patada para poder meter todo dentro. Los vecinos
eran amables, siempre se pasaban por aquí para darnos huevos frescos y leche fresca, y
nunca se quedaban ni esperaban a que los invitáramos a entrar, lo cual era bueno porque
aquí no permitíamos visitas.
—Pareces jodidamente débil cuando haces eso, ¿sabes? —Gunnir metió la última botella,
y el vaso tintineó al cerrar la puerta.
Ladeé la cabeza hacia él.
—¿Qué?
—Dejaste que se salieran con la suya intentando matarte.
Me burlé.
—No iba a matarme. Fue sólo un intento de libertad a medias. Todos intentan una gran
fuga al menos una vez.
Gunnir entrecerró los ojos.
—No le rompí los dedos a mi chica por un intento poco entusiasta de tu chica de
conseguir una polla.
Levanté la mirada para encontrarme con la suya.
—Te garantizo que Ophelia preferiría que le rompieran los dedos a que se los follara yo.
Gunnir se rió.
—Buen punto. Aunque creo que son malas la una para la otra. Ahí abajo, todo plantado.
Planificar, no plantar. Pero ahora no era el momento de corregirle.
—¿Qué demonios sugieres? ¿Matar a la tuya o a la mía?
—Podríamos deshacernos de la mía —dijo Gunnir encogiéndose de hombros.
—Haz lo que quieras, pero no voy a compartir a Ophelia como compartimos a la puta.
A menos que quieras empezar a masturbarte en un calcetín viejo, te sugiero que la
mantengas viva.
Gunnir soltó una carcajada que resonó en la pequeña cocina.
—¿Empezar? Nunca he dejado de masturbarme en un calcetín.
Pensé por un momento.
—Podríamos encadenar a Ophelia en mi habitación. Así no « plantarían» nada —me
burlé.
Gunnir negó con la cabeza.
—No. Sólo quieres mantenerla alejada de mí. Me gusta mirarla cuando me follo a la mía.
Es muy guapa. Me hace correrme más fuerte.
Para ser tan tonto como era, se había dado cuenta de mi motivo oculto. Eso era
precisamente lo que quería hacer. Era egoísta y poco propio de un Bruggar querer
quedármela para mí, pero no me importaba. Había pasado toda mi vida viendo a Gunnir
conseguir todo y a todos los que había querido. Era mi turno de tener algo que poseer.
—Bien —dije apretando los dientes. Tenía un plan, y si tenía alguna posibilidad de
funcionar, Gunnir tenía que pensar que había sido idea suya.
Fui a mi habitación y miré el armario. La puerta se estaba cayendo de las bisagras y
faltaban algunos listones de madera. Tenía que repararla pronto. Allí guardaba algunas
cosas de mi madre, y si Gunnir las encontraba, las quemaría delante de mí. Toqué la caja
que guardaba papeles de cuando ella y yo habíamos aprendido a escribir con la ayuda de
un libro de la biblioteca. Gunnir aún no sabía escribir ni leer, y esto último era por lo que
no podía conducir. Si estuviera solo, estaría a medio camino de México antes de darse
cuenta de que se había equivocado de camino. Por mucho que odiara mi alfabetización,
sabía que se alegraba de que supiera leer las señales de tráfico. Hacía más fácil encontrar
mujeres fuera de un radio de una milla. Si cazábamos demasiado cerca de casa, era más
probable que nos atraparan. El Hombre siempre solía decirnos eso, al menos.
La caja también contenía la pinza que había apartado el fino cabello de mi madre de la
cara y una pulsera de cuentas que hice para ella. Había tomado ambas cosas de su cuerpo
antes de que El Hombre la arrojara al pozo de huesos con las demás. Gunnir las destruiría
todas porque eran cosas tangibles que le decían que lo que teníamos nuestra madre y yo
era real. Que él nunca había tenido nada de eso con ella, aunque no lo quisiera.
Aquel día murió el padre equivocado. Más tarde remediaría aquella injusticia, pero ojalá
hubiera tenido la fuerza de hacerlo antes. Habría salvado a mi madre y a tantas otras
mujeres. Pero era lo que era, y nosotras éramos quienes éramos.
Miré la mesilla de noche que se pudría contra la pared. La aparté hasta que pude ver la
placa de metal firmemente atornillada a la madera dura, con un lazo de cadena oxidándose
encima. Una marea de recuerdos se precipitó hacia mí. Cuando era más joven, a mí también
me habían encadenado, como castigo por rebelarme contra el sistema creado por El
Hombre. Intenté liberar a mi madre de la cadena, pero él no lo permitió. Me ató a mi
dormitorio hasta que aprendí que la libertad para mí significaba el cautiverio para los
demás. No había forma de evitarlo. Tenía que aprender el sistema o convertirme en los
desechos que se pudrían bajo el suelo del establo.
Ahora quería atar a Ophelia a esta cadena. Hacerla dormir en la cama conmigo.
Follármela con el viejo colchón debajo para amortiguar cada embestida. Tal vez incluso
encontraría algo de consuelo en mi presencia de la misma manera que yo encontraba
consuelo en la presencia de mi madre. Tal vez se enamoraría de mí. Pero aunque lo hiciera,
no importaría. El amor nunca había sido suficiente entre estas paredes.
Ophelia
as notas rítmicas del tintineo del metal, el sonido en el que me concentraba cuando
Alex me utilizaba. Omití los gemidos y gruñidos de Gunnir mientras se follaba a
Sam, y de algún modo bloqueé los gemidos de Sam y el balanceo de la mesa cuando
las ruedas crujían sobre los surcos del suelo. Me concentré en la melodía de nuestras
cadenas. Mis cadenas cantaban con un sonido suave cuando Alex empujaba mi cuerpo
hacia delante. La melodía de Sam era violenta y fuera de ritmo, como una canción a la que
le faltan notas.
Mantuve la cabeza apartada de Alex mientras su cálido aliento me bañaba. No podía
mirar a los lados porque vería a Gunnir mirándome fijamente, hundiendo los dedos en el
culo de Sam mientras se relamía y me miraba con ojos vidriosos. Si miraba hacia arriba,
veía al hombre que tenía encima. No había ningún lugar al que mirar que me permitiera
desaparecer en mi cabeza, excepto el gancho oxidado que colgaba de un clavo con un látigo
polvoriento aferrado a él. Las manchas oscuras que tenía seguramente eran de sangre vieja.
—Mírame —gruñó Alex por encima de mí.
—No —dije sacudiendo la cabeza—. Te quedas con mi cuerpo, pero no con mi mente.
—Mantuve la voz baja para que Gunnir no me oyera.
Sus embestidas se hicieron más fuertes, sacándome del escondite de mi mente. Mi
realidad se precipitó hacia mí en un tsunami nauseabundo de sonidos y olores. Parpadeé
con fuerza, intentando luchar contra la corriente y volver a mi espacio seguro, pero lo
experimenté todo. El roce del hormigón contra mi culo. La forma en que me estiraba y
separaba los muslos. Sus manos en mi pecho bajo los botones desabrochados de mi
uniforme. El olor de la orina y el olor corporal de Gunnir, y el nocivo aroma de su semen,
que casi podía saborear. Era el más abrumador de todos, probablemente porque era el que
más temía. El olor a jabón me llegó desde arriba. Alex era una mierda, pero al menos no era
Gunnir. Al menos estaba jodidamente limpio. Me alegraba de tener a Alex si me obligaban
a elegir a uno, pero no quería a ninguno de los dos.
Le odiaba. Los odiaba.
Concéntrate en el traqueteo de la cadena, me recordé mientras la mano de Alex recorría
mi costado y me agarraba el culo. Se inclinó hacia mí y cerré los ojos.
—¿Quieres salir de este sótano, O? —me susurró al oído. No sabía lo que quería decir,
pero gemí un sí antes de que pudiera explicarme. Sabía que no se refería a escapar. Podría
haberse referido a la muerte, por lo que yo sabía, pero asentí—. Sé una buena chica para
mí.
No había sido más que buena para él. Dejé de luchar contra él, incluso cuando me cogió
dos veces en el último día. No había intentado matarlo de nuevo. Estaba siendo todo lo
buena que podía ser.
El olor corporal se acercó y se me revolvió el estómago cuando unos pasos pesados se
acercaron a mi cabeza. Gunnir tenía la mano apoyada en la cadera, sujetándose los
pantalones, con la polla expuesta pero flácida. Se puso en cuclillas y me apartó el cabello
de la mejilla. Tenía la polla demasiado cerca de la cara, con una gota de semen en la cabeza
hinchada. Su mirada era más invasiva que lo que Alex hacía entre mis piernas.
—Quiero que me la chupe —dijo Gunnir con una sonrisa entre dientes. Me pasó la mano
por la mejilla y mis ojos se precipitaron hacia Alex.
Alex negó con la cabeza y le ignoró.
—Oh, no seas así, Alex —dijo Gunnir.
Alex puso su boca sobre mí en un alarde de posesión, capturando mis labios con los suyos
y besándome con fuerza. Su mano me rodeó la nuca y me atrajo más hacia él. Un gruñido
salió de la garganta de Gunnir. Quería alejarme del beso de Alex, pero sabía lo que me
llevaría a la boca en su lugar. Preferiría su lengua a la polla de Gunnir.
Cuando Gunnir no se marchó, Alex me soltó la boca, se separó de mí, me puso boca abajo
y me arrastró hacia él. Me agarró del cabello y forzó mi mejilla contra el hormigón
polvoriento. Cuando exhalé, levantó la suciedad que se había acumulado en el suelo. Se
inclinó sobre mí y se introdujo dentro de mí, cubriéndome con su cuerpo.
Sabía por qué Alex hizo lo que hizo. No fue para salvarme de su hermano. Fue para
quedarse conmigo. De cualquier manera, lo aceptaría.
—Vete a la mierda, no he terminado con ella —gruñó Alex.
—No me gusta que no la compartas —gruñó Gunnir.
—Y no me gusta que apestes. Ve a limpiarte.
Gunnir masculló un batallón de maldiciones cargadas de mierda antes de que lo sintiera
levantarse y retroceder. El vello de mi nuca se relajó.
Alex se inclinó hacia mi oído.
—Necesito que hagas algo increíblemente estúpido —susurró.
No respondí. No podía.
—Intenta matarme otra vez.
Gemí, pero no era por su peso sobre mí. Era por el shock.
—¡Alex! —Gunnir gritó desde arriba.
Su cálido aliento chocó contra mi oreja mientras exhalaba su frustración.
—Olvida lo que he dicho por ahora. No se lo digas a nadie.
Asentí mientras él gemía y se corría dentro de mí, pero ¿cómo podía olvidar lo que había
dicho? Tenía tantas preguntas. Y por supuesto no se lo diría a nadie, especialmente a Sam.
Mi estupidez la había dejado con los dedos rotos. No volvería a hacerle pasar por eso, o por
algo peor.
Alex se apartó de mí y no dijo nada más. Se levantó y subió las escaleras como si la extraña
conversación no hubiera pasado entre nosotros. Rodé sobre mi espalda y jadeé cuando mi
pecho por fin pudo expandirse una vez más.
Sam se burló.
—Estoy tan celosa de que tengas a ese. Puede que sea un violador de mierda, pero al
menos parece que tiene medio corazón en el pecho. —Una risa dolorida cruzó entre
nosotras mientras ella se lavaba—. Vi ese beso —dijo.
—Sólo lo hizo para mantener la polla de Gunnir fuera de mi boca —dije mientras me
unía a ella en la espita.
Sam se encogió de hombros.
—Mierda, eso es dulce.
Mis ojos saltaron a los suyos.
—Tu listón está jodidamente bajo.
—Que te folle Gunnir durante meses y verás cómo baja tu listón.
—No sé cómo lo haces —le dije.
—¿Qué otra opción tengo?
Suspiré, porque tenía razón. Estábamos totalmente a su merced.

Alexzander
tenido unos minutos más dentro de ella para formular la idea
que me rondaba por la cabeza. Gunnir no había ayudado a la situación. No podía pensar
en un plan cuando estaba tratando de mantener su polla fuera de su boca. Ella ni siquiera
me había tenido dentro de su boca todavía. Ella era mía y él seguía acercándose demasiado
a lo que me pertenecía. ¿Había intentado follarme a Sam desde que Ophelia llegó? Ni una
sola vez.
Él tenía la suya. Yo tenía la mía.
La tensión de la situación me había puesto de nervioso. Necesitaba algo para calmar los
nervios, así que fui al armario de mi habitación y saqué la caja de damas de su escondite
bajo una vieja manta. Echaba de menos jugar a este sencillo juego con mi madre. Solía
sonreír de orgullo cuando yo hacía una jugada inteligente. Yo también lo echaba de menos.
¿Había hecho algo inteligente con Ophelia o me había arrinconado?
Tenía que sacarla del sótano antes de que la tocara más de lo que ya lo había hecho. Sus
dedos habían estado dentro de ella, y había probado su coño. Ya había tenido demasiado de
ella. Pero tenía que tener cuidado. Si pensaba que yo estaba «plantando» algo, se enfadaría,
como le había pasado a El Hombre cuando se enteró de que había intentado quitarle la
cadena a mi madre. No sólo me había encadenado al suelo después de eso. También
descargó su furia sobre la chica con la que se estaba acostando en ese momento. La prendió
fuego y casi incendia toda la casa. Sentí el sabor de la carne quemada en cada bocanada de
aire durante semanas, y ella no le había hecho nada. Ella sólo había estado a su alcance
cuando lo hice enojar.
Si Gunnir pensara que conspiraba contra él, haría algo mucho peor que prenderle fuego
a Ophelia. Yo lo consideraba un calco de El Hombre, seguro, pero él era eso y algo más. Él
era peor.
Involucrar a Ophelia podría haber sido un gran error, pero lo sabría muy pronto si ella
soltaba lo que le había dicho a Sam. La puta era una bocazas. Las dos podrían.
Ophelia
am y yo dormimos, despertamos y volví a dormir. No había mucho más que hacer
en el sótano. El tiempo no existía. No había ventanas que dejaran entrar la luz del
sol o nos permitieran vislumbrar un cielo estrellado. El mejor indicador parecía ser
la hora de comer, pero mi estómago decía que a menudo nos olvidaban. No hablábamos
mucho. Creo que teníamos demasiado miedo de que nuestras voces subieran por las
escaleras y llamaran una atención no deseada.
Mientras estábamos sentadas en silencio, oímos a los hombres gritar sobre algo en el piso
de arriba. No podíamos distinguir las palabras, pero el tono de la discusión era innegable.
Lo que fuera de lo que estaban hablando les había cabreado.
Cuando los pasos de Gunnir atronaron las escaleras, Sam se sentó sobre sus rodillas. Me
encogí todo lo que pude y me escabullí entre las sombras. No quería que se fijara en mí.
Recé para que no lo hiciera.
—¡Alex es una zorrita! —gritó Gunnir, y su voz se arrastró hacia mí hasta que no hubo
forma de evitarlo. Sam y yo nos mantuvimos callados mientras él corría en estampida por
la habitación. Mi corazón se aceleró, retumbando más fuerte que sus pasos—. ¡Está siendo
un «marisco»!
¿Egoísta? pensé, pero no me atreví a corregirle.
—¿Egoísta? —dijo Sam, interrumpiendo su paso.
Joder.
—Sí, eso es lo que dije, carajo —gruñó—. No quiere compartir. Pero eso es lo que
hacemos. Compartimos.
—Ella es su juguete nuevo, Gunnir. Déjalo en paz. Se aburrirá cuando deje de ser tan
brillante y nuevo.
Mis ojos saltaron hacia Sam. No estaba segura de sí se daba cuenta de la idea que le estaba
pasando a alguien como él.
—Tienes razón, puta. Es demasiado nueva. —Se pasó la enorme mano por el cabello, con
los dedos enredados en el lío de nudos. Dio un paso hacia mí, y le olí antes de que llegara a
mí. Su mano encontró mi cabello y me tiró de rodillas por el cuero cabelludo—. Necesitas
ser menos brillante, ¿no?
Sacudí la cabeza, gimoteando entre sus garras. Antes de que pudiera soltar un grito y
llamar a Alex, la sucia mano de Gunnir voló sobre mi boca. No es que quisiera a Alex, pero
al menos me salvaría de su asqueroso hermano. Gunnir era un destino peor que la muerte.
—Shhh, dulzura —me arrulló al oído.
Su cuerpo se apretó contra mí, y mi estómago se apretó y retorció en mi vientre. Se rió
por lo bajo mientras se desabrochaba una de las correas del mono. Sacudí la cabeza bajo su
mano, intentando apartarme lo suficiente para gritar, pero su agarre se negaba a ceder. El
mono de Gunnir cayó al suelo, y su mano libre corrió hacia mi culo y me empujó contra la
pared. Me pinchó entre las piernas con su polla rechoncha y escupió en su mano.
Tenía que detenerlo. Aunque consiguiera gritar, Alex no llegaría a bajar las escaleras
antes de que Gunnir se metiera a la fuerza dentro de mí. Retiré la lengua todo lo que pude
para evitar saborear su piel y abrí la boca. Su carne se apretó entre mis dientes y mordí
hasta sentir el sabor de la sangre. Gritó y dio un paso atrás.
—¡Maldita zorra! —gritó. Me agarró del hombro y me dio la vuelta. Con un movimiento
rápido, levantó el brazo y me dio un puñetazo en la cara. Grité y caí al suelo entre lágrimas.
Unos pasos volvieron a golpear la escalera y levanté la vista para ver a Alex. Observó la
escena. Los pantalones de Gunnir seguían abajo. Mi falda seguía levantada. Su hermano se
llevó la mano al pecho, y mi nariz derramó sangre sobre mi atuendo.
—¿Qué mierda, Gunnir?
—Sólo quería hacerla menos jodidamente nueva —dijo mientras extendía la mano.
—¿Qué significa eso?
—Pensé que si la domaba un poco, estarías más dispuesto a compartir.
Alex se volvió hacia mí, se acercó y me levantó la barbilla.
—Podrías haberle roto la nariz, maldito bruto.
—Se lo merecía. —Gunnir escupió al suelo delante de mí e intentó subirse el mono sin
usar la mano herida—. No he terminado contigo, cosita brillante —dijo hacia mí. Subió las
escaleras, apretándose la mano herida contra el pecho como si fuera un pajarillo.
Alex me levantó y me bajó el dobladillo de la falda. La sangre manchaba mi barbilla, mi
pecho y toda la parte delantera de mi vestido.
—Vamos a limpiarte —dijo mientras me arrastraba hasta el grifo.
Nos arrodillamos junto a él y Alex arrancó un trozo de su camisa y lo puso bajo el agua
fría. Cuando estuvo saturada, empezó a limpiarme la cara con suaves toques. Me costaba
creer que aquel tacto suave procediera de los movimientos de un monstruo.
—Solía hacer esto por mi madre —dijo mientras me limpiaba el paño bajo la nariz. Me
cayó agua metálica en la boca.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté.
Su mano detuvo su suave movimiento descendente. Parecía estar pensando en decir algo
más, pero cambió de idea antes de que se formaran las palabras.
—No somos amigos, O. No necesitamos hablar de nuestros pasados como si estuviéramos
construyendo algún tipo de amistad aquí. Quítate eso de la cabeza.
Aparté la mirada de él mientras volvía a limpiarme la cara en silencio. Cuando hubo
limpiado la sangre, sus dedos pincharon mi dolorida nariz. La recorrió de arriba a abajo y
se detuvo sobre el puente. Cuando lo presionó, un profundo dolor me recorrió la cara y me
estremecí.
—No está rota. Pero eso va a doler como un hijo de puta mañana.
—Ahora me duele como un hijo de puta —murmuré.
Alex me miró como si tuviera que decir algo pero no se atreviera. Sus labios se crisparon.
—¿Hasta dónde llegó? —preguntó finalmente—. ¿Te folló?
Sacudí la cabeza.
—Le mordí antes de que pudiera.
Su mandíbula se relajó.
—Buena chica —dijo Alex mientras me apartaba los mechones húmedos del cabello.
Esperé a que dijera algo más, pero no lo hizo. Parecía ensimismado.
Alexzander
TODO MI SER SE estremeció de rabia. Lo que me encontré fue exactamente lo que me había
preocupado que pasara. Los pantalones de Gunnir estaban abajo, su polla fuera, y la falda
de Ophelia levantada alrededor de su cintura. Me puse rojo al verlo. Lo que le había hecho
a la cara de Ophelia sólo aumentó mi rabia. Maldito bárbaro. Tenía que sacarla del sótano.
No había oído nada de lo que le había dicho, lo que significaba que se lo había guardado
para sí. No estaba de humor para follármela en ese momento, pero necesitaba hablar con
ella sin levantar sospechas. La espita estaba demasiado cerca de la puta, pero si apartaba a
Ophelia para follármela, tendríamos más intimidad. No podía sentarme a su lado y
mantener una conversación.
Se me endureció la cara cuando me levanté y la puse en pie. El agua empapó la parte
delantera de su traje, permitiéndome ver la tenue sombra de sus pezones bajo la fina tela.
Le di la vuelta y la empujé contra la pared, como había hecho mi hermano. Apreté las
caderas contra las suyas y le levanté la falda. Ya no tenía bragas, y no me cabía duda de
quién se las había llevado. El maldito Gunnir. Cuando baje la cremallera, se volvió para
discutir.
—Alex, no —susurró.
Ignoré sus súplicas. La necesitaba. De alguna manera retorcida, esto era por ella.
Apenas se agitaba contra mí. Se había acostumbrado tanto a ser mi juguete. Sabía que lo
odiaba, pero ya no luchaba tanto, lo cual era casi decepcionante. Me escupí en la mano,
pero no me la froté en la polla como solía hacer. En lugar de eso, metí la mano entre sus
piernas y froté la saliva caliente contra su coño. Sus muslos se tensaron contra mi contacto.
Tiré de sus caderas hacia mí y empujé dentro de ella, gimiendo mientras su calor me
abrazaba. Me costaba concentrarme en otra cosa que no fuera lo bien que se sentía una vez
dentro de ella, pero tenía que hacerlo.
Concéntrate, me dije. Bajé la cabeza hasta la curva de su cuello. Olía a cautiverio y me
entraron ganas de bañarla. Me gustaba cómo olía cuando la trajimos aquí. Cuando olía a
dulce inocencia.
—¿Recuerdas lo que te dije? —Susurré mientras curvaba las caderas y la penetraba. Ella
asintió—. ¿Dijiste algo? —Le pregunté. Negó con la cabeza—. Buena chica, O.
Mis caderas golpearon contra ella, y gemidos involuntarios salieron de su boca.
—¿Puedes explicarme más ahora? —susurró, y yo respondí con una fuerte embestida.
—No digas nada —le dije.
Se quedó callada y apoyó la cabeza en la pared del sótano.
—Te quiero en mi habitación. Quiero mantenerte a salvo de todos menos de mí. —Me
agaché y agarré su cadera—. Voy a dejar un clavo junto a la espita, justo al lado de la zanja
de drenaje. Necesito que intentes matarme otra vez.
Sacudió la cabeza.
—Si no lo haces, quedarás aquí abajo a disposición de Gunnir. Va a meterse dentro de ti.
Lo sé, y tú también.
Una lágrima rodó por su mejilla y golpeó la mano que le había pasado por el pecho.
—No vas a matarme, por mucho que quieras —dije, segura de las palabras que salían de
mi boca. Matarme significaba pertenecer a Gunnir—. ¿Puedes hacer eso por mí?
Permaneció inmóvil mientras yo la penetraba, con la cabeza aún hundida en su cuello
para que mi aliento rodara por su oreja. Entonces sentí que asentía.
—Buena chica —susurré, dejando caer las manos a ambos lados de su cabeza y
follándola con lentas y profundas embestidas que la empujaban contra la áspera pared que
tenía delante—. Voy a correrme —gruñí, lo bastante alto para que la puta me oyera.
Ophelia dejó caer la cabeza hacia delante y dejó que la llenara con un áspero tartamudeo
de mis caderas. Le di la vuelta. Parecía tan confusa, como si la estuviera metiendo en una
trampa, pero realmente necesitaba que intentara matarme si quería que mi idea tuviera
alguna posibilidad de funcionar.
Empujé mis dedos dentro de ella, cubriéndolos con mi semen. Su labio se curvó ante mi
contacto, bajó la cabeza y cerró los ojos. Le llevé la mano a la boca y ella sacudió la cabeza
cuando le toqué los labios con los dedos.
—Abre —le ordené. Apretó los labios, pero yo le tapé la nariz. Forcejeó contra mí hasta
que sus pulmones la obligaron a abrir la boca y le metí los dedos. Ella bajó sus dientes sobre
mis dedos. Pensé que me mordería y estaba dispuesto a darle un puñetazo si lo hacía. Sin
embargo, aflojó el agarre y me dejó sacarle los dedos de la boca.
Sacudí la mano como si necesitara lavarme el semen de la piel. El semen no me molestaba,
pero me dio una razón para acercarme a la espita. Me lavé las manos con el jabón que
colgaba del borde de la pared. Con el cuerpo volteado para bloquear la vista de la puta,
metí la mano en el bolsillo y arrojé un clavo largo y oxidado. Volví a mirar a Ophelia antes
de secarme las manos en los pantalones y subirme la cremallera.
No tuve tiempo de explicarle ningún tipo de plan, así que tendría que estar atento a lo
que se le ocurriera en aquella bonita cabeza. Volvería por ella más tarde esa noche.

los platos en el fregadero y Gunnir se sentó con un gemido de saciedad. Se dio


unas palmaditas en la barriga, se limpió una mancha en la parte delantera del mono y se
chupó los dedos.
—¿Supongo que estás demasiado cómodo para llevarles la cena? —Dije con un resoplido
de fastidio.
Gunnir se rió.
—No podría bajar las escaleras si lo intentara ahora mismo.
La primera parte de mi plan funcionó sin problemas: alimentar a Gunnir hasta que
estuviera casi en uno de sus comas alimentarios. Eso era bastante fácil de lograr; si seguía
alimentándolo, él seguiría comiendo.
Separé un poco de estofado de ternera en dos cuencos y los llevé escaleras abajo. La
puerta del sótano crujió cuando la cerré tras de mí. Las chicas estaban acurrucadas en sus
sitios, tensas por el miedo, pero ambas se relajaron un poco cuando vieron que era yo.
Primero le di un cuenco de estofado a la puta. Sus ojos brillaron de hambre en cuanto
olió la comida. Les dimos de comer, pero la cena era su única comida sustanciosa del día. A
Gunnir le preocupaba que engordaran con las cadenas si les ofrecíamos más, lo cual era
irónico. Desde luego, no había cadena que impidiera a Gunnir aumentar su cintura, comida
a comida.
Cuando acerqué el cuenco a Ophelia y se lo tendí, sus ojos me recorrieron el cuerpo.
Tenía una mirada que nunca había visto en ella, ni siquiera la noche que me rodeó la
garganta con la cadena. Es cierto que sólo la vi a los ojos un instante antes de que me
atacara, pero esta vez me estaba mirando el alma. Se puso de rodillas y levantó una mano
para coger el cuenco que yo sostenía hacia ella. Enarqué una ceja mientras ella bajaba la
mirada y me quitaba la cena. Vi el destello de un movimiento un segundo antes de que se
acercara a mi muslo con la uña. El cuenco se le cayó de la mano y se hizo añicos contra el
cemento. La agarré de la muñeca mientras la punta del clavo atravesaba mis vaqueros y no
me perforaba la piel por poco. Salté sobre ella. Con la fuerza que imprimía a cada puñalada,
me di cuenta de lo equivocado que había estado. Lo decía en serio.
—¡Maldita zorra! —Grité mientras luchaba contra sus piernas y brazos agitados. La ira
oscurecía sus ojos y, si hubiera tenido la oportunidad, me habría tirado al cuello. Agarré su
muñeca y la inmovilicé contra el suelo—. Debería romperte el brazo por eso.
El forcejeo hizo que me endureciera. La concentración se evaporó cuando ella se retorció
debajo de mí y envió sangre directamente a mi polla. Miré a la puta, cuyos ojos se abrieron
de sorpresa. Tenía que hacer algo para castigar a Ophelia y que esto pareciera real.
Le arranqué el clavo de la mano y lo lancé al otro lado del sótano. Chocó contra la pared
y rodó por el suelo. La mantuve inmovilizada boca arriba y apoyé mi peso en la mano
mientras la rodeaba con ella la garganta. Con la otra mano me quité los vaqueros.
—Gran error —dije.
Antes de que pudiera protestar, empujé mi polla más allá de sus labios. Aunque la sentía
tan jodidamente bien, no podía tomarme un momento para disfrutar de su boca a mi
alrededor. Esto era un castigo. Empujé mis caderas hacia delante hasta que los mocos
brotaron de su nariz. Emitió un sonido impío debajo de mí y sentí el temblor de su garganta
al tener arcadas. Mantuve mi polla allí hasta que su pecho se agitó. La saqué justo a tiempo
y ella giró la cabeza para vomitar. Se le humedecieron los ojos y le cayeron gruesas lágrimas
mientras tosía. La dejé recuperar el aliento un momento antes de obligarla a bajar y lo hice
de nuevo, haciéndola tomar cada centímetro de mí hasta que su estómago se hinchó y
expulsó bilis.
—Vete a la mierda —gruñí mientras me forzaba en su boca una vez más. Sus dientes
rasparon mi polla mientras se ahogaba conmigo. Estaba cubierta de sudor y lágrimas
cuando la saqué de la boca por última vez. Me aparté y me acerqué al plato de la pared.
Rebusqué en mi bolsillo, saqué la llave y desenganché el candado del anclaje. Después le
quité el grillete del tobillo. Jadeante y sin aliento, permaneció quieta mientras le rodeaba el
cuello con la cadena y la cerraba sobre sí misma.
—Por favor —suplicó.
—Demasiado tarde para suplicar. —Cogí la cadena por la cola y la arrastré hacia las
escaleras. Agarró los eslabones metálicos para evitar que se le clavaran en el cuello mientras
intentaba seguirme el ritmo, y cerré de un portazo la puerta del sótano después de
arrastrarla a la planta principal.
Los ojos de Gunnir se clavaron en mí.
—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó.
Llevé a Ophelia a sus pies y la empujé al suelo.
—Intentó matarme otra vez —dije mientras señalaba hacia el desgarrón de mis
pantalones—. Intentó apuñalarme con un maldito clavo. —A la luz, vi el moratón que se
extendía como una mariposa por sus mejillas. La ira de su rostro se había desvanecido y su
cuerpo temblaba de miedo.
Los ojos de Gunnir saltaron hacia los míos.
—Te lo dije —dije levantando la voz—. No están bien juntas ahí abajo. No puedo seguir
preocupándome de que me maten en mi maldita casa.
—¿Qué quieres que hagamos, entonces? —Gunnir preguntó—. Sé que dije que no
deberíamos separarlas, pero no creo que haya otra forma.
Me detuve a pensar un momento, aunque ya sabía lo que tenía que decir. Tenía que ser
idea de Gunnir, y lo era, pero tenía que fingir que lo consideraba.
—De momento puedo colgarla en mi habitación. Las perras no pueden hablar si están
en pisos separados.
—¡Lo arruinas todo! —le gritó Gunnir a Ophelia, golpeando la mesa con el puño. Ella se
estremeció ante sus palabras—. Malditas putas.
Arrastré a Ophelia hacia mi habitación y cerré la puerta tras nosotros. Moví la mesilla
de noche y la encadené al plato del suelo. Se dejó caer contra la pared como un animal
asustado, con los labios aún rojos e hinchados por mi agresión. Me senté en la cama y me
sequé el sudor de la frente.
—Eso ha sido jodidamente excesivo —susurré hacia ella mientras me frotaba la
rasgadura abierta en los pantalones.
Sus ojos se alzaron para encontrarse con los míos.
—No fue lo suficientemente excesivo.
Negué con la cabeza.
—Lo decías en serio, ¿no?
—Cada puñalada.
—Bueno, estás fuera del maldito sótano.
Bajó los ojos al suelo y se rodeó las rodillas con los brazos.
Mi plan funcionó, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Qué iba a hacer con ella en mi habitación?
Sabía lo que quería hacer. Seguía siendo una cautiva, después de todo, y sería tratada como
tal.
Ophelia
lex me había encerrado en su dormitorio. Aunque era mejor que el sótano, en
cierto modo, era peor. Estar encerrada en una habitación con él no parecía la
mejor idea. Estaría a su disposición, algo para usar cuando él quisiera. Me
salvaba de estar a solas con Gunnir, pero ¿era realmente mucho mejor?
Eché un vistazo al viejo dormitorio, pero no encontré nada que me llamara la atención.
En el centro de la habitación había una cama de matrimonio con un armazón de metal
oxidado. Una cómoda se apoyaba contra la pared y medio cubría un pequeño armario con
la puerta rota. La mesilla de noche se tambaleaba sobre patas desiguales junto a la pared.
Y, por supuesto, estaba yo, la nueva pieza central.
Aunque su habitación no olía a meados, sexo y olor corporal, no había espita para
limpiarse ni cubo para ir al baño. Aguanté la vejiga hasta que me palpitó porque no tenía
otra opción. Me vi obligada a esperar a que Alex volviera a la habitación para liberarme
del ancla y poder orinar.
Hice rodar la cadena por el suelo, como había hecho en el sótano. Era el equivalente a
un animal atrapado paseándose por la pared de su jaula. Era un comportamiento repetitivo
para reconfortar mi mente enferma. Me apoyé en la pared y suspiré.
La puerta se desbloqueó y levanté la vista cuando Alex entró en la habitación. Tenía los
labios apretados.
—Gunnir no está contento con este nuevo arreglo —dijo sacudiendo la cabeza—. Cree
que te traje aquí para poder follarte más a menudo.
—¿No es por eso? —pregunté en un susurro áspero.
Sus ojos se entrecerraron en mí.
—Estás siendo desagradecida.
Corto la mirada y observo a una hormiga que baila en círculos alrededor de un agujero
en el suelo de madera. Se paraba y volvía a empezar, parecía darse cuenta de que no llegaba
a ninguna parte rápidamente pero no tenía ni idea de cómo detener su espiral. Nunca me
había identificado tanto con un insecto.
—No te he subido aquí para follarte más —dijo mientras se sentaba en la cama. Los
muelles chirriaban, y el aire anticuado que soplaba hacia mí me decía que no había lavado
aquellas sábanas en mucho tiempo, si es que lo había hecho alguna vez—. Lo hice para
mantener las manos de Gunnir lejos de ti. Zorra desagradecida. Si sólo lo hiciera para
follarte más, ¿no crees que ya te habría tumbado en esta cama y te habría cogido?
Asentí sin levantarle la vista.
—¿Sam está bien?
Sus labios se apretaron.
—Lo estará.
Sentí la culpa cuando sus palabras me desgarraron. Sam se había convertido en un daño
colateral de un plan en el que no había participado. Me estremecí al darme cuenta de que
Gunnir probablemente le hizo cosas horribles durante un castigo que nunca mereció.
—Ella no hizo nada, y tú lo sabes —dije mientras mi gélida mirada se elevaba para
encontrarse con él.
Alex se burló.
—Necesitas aprender qué hacer para sobrevivir, O. Ella te arrojaría bajo Gunnir si
supiera que eso la sacaría de ese sótano.
—No, no lo haría. No lo hizo incluso cuando podría haberlo hecho.
—No sabes lo que te hace el cautiverio, ¿verdad? Yo lo sé. Yo mismo lo he vivido. Al final,
lo único que te importa eres tú mismo.
—Sam no es así —dije sacudiendo la cabeza—. Y yo tampoco.
—Estás aquí, ¿verdad?
Me aparté de él.
—Tengo que hacer pis —susurré.
Me agarró de la cadena, soltó el candado que me anclaba al suelo y me arrastró hacia la
puerta del dormitorio. Miré a mi alrededor antes de cruzar el pasillo, buscando los sonidos
de Gunnir o Sam. La casa estaba inquietantemente silenciosa. Alex nos condujo al cuarto
de baño y cerró la puerta tras nosotros.
Le miré fijamente.
—No puedo ir contigo aquí —le dije.
—Tendrás que hacerlo.
Respiré hondo, me levanté la falda y me senté en el inodoro tambaleante. Sus ojos no se
apartaban de mí mientras orinaba, y mis mejillas ardían de vergüenza. Mi mirada pasó de
un agujero en la pared y se posó en la ducha. Por un momento, olvidé que estaba orinando
delante de él y la ducha se convirtió en mi nueva obsesión.
—¿Puedo ducharme? —Pregunté, la baba de la excitación llenando el vacío seco bajo mi
lengua.
Alex se llevó la mano a la barbilla. Estaba seguro de que tenía mal aspecto, con el cabello
enmarañado y grasiento y la sangre cubriéndome la piel y la ropa.
—Supongo que no haría ningún daño —dijo. Pasó junto a mí y abrió la ducha. El agua
retumbó por las tuberías de detrás de la pared antes de que un torrente desigual cayera de
la alcachofa de la ducha. Alex metió la mano en un armario y sacó una toalla—. No es una
ducha caliente.
Asentí con la cabeza. Si podía limpiarme, limpiarme de verdad, no bañarme con una
esponja en el sótano, me daba igual.
Alex se apoyó en la puerta y me observó. Quería pedirle que se marchara, pero por la
forma en que se apoyaba en la madera, tan seguro y concentrado, sabía que habría sido
inútil. Mis dedos abrieron los botones de la parte superior de mi uniforme y sus ojos se
posaron en mi pecho. Mis mejillas ardían más con cada centímetro que se abría la tela. Los
pechos se asomaban por la abertura. Intenté apartar la mirada, pero él carraspeó. No tuve
más remedio que mirarle mientras dejaba al descubierto más parte de mi piel. Más de lo
que no quería que viera. Me quité el resto del uniforme y su mirada me atravesó. Sus
músculos se crisparon alrededor de la boca mientras contenía una sonrisa. Mis ojos se
posaron en la tensa cremallera de la parte delantera de sus pantalones. Me sorprendió que
no se hubiera abalanzado sobre mí. Tenía mucho más control que su hermano.
Me rodeé el pecho con el brazo e intenté ocultar mis pechos. Con la otra mano me cubrí
la entrepierna mientras retrocedía hacia la ducha. Abrí la cortina de la ducha y me metí
dentro, casi resbalando cuando intenté pasar por encima de la parte alta de la bañera.
Cuando iba a cerrar la cortina, Alex hizo un ruido con la garganta.
—Déjala abierta.
—El agua llegará a todas partes —dije, era algo tan jodidamente tonto como para
preocuparse, pero me lo dije.
—Me importa un carajo el agua. Quiero mirarte.
Metí la cabeza bajo el agua fría, que me pegó el cabello a la espalda y los hombros. Era
difícil ignorar el sonido de su cremallera cayendo mientras intentaba lavarme la suciedad.
Pronto, el sonido de su paja se impuso a todos los demás sonidos. Me daba vergüenza
mirarle, pero sentí el fuego de su mirada por encima del hombro mientras me limpiaba el
cuerpo. Pensaba que Alex era el más refinado de los dos, pero a medida que gruñía y se
corría egoístamente en mi cuerpo, estaba más segura de que eran iguales.
—Gírate hacia mí, O —dijo Alex con un gruñido.
El agua fría me salpicó el hombro y me puso la piel de gallina.
—No te follaré si me das lo que quiero —instó.
Me di la vuelta, dejándole ver las partes íntimas de mí que había intentado ocultar.
—¿Qué quieres? —pregunté, aunque lo sabía. Sabía por el retorcimiento de mis entrañas
lo que él quería. Mis ojos se posaron en su mano alrededor de la polla, una mano empujando
sus vaqueros a un lado mientras acariciaba la larga longitud de su polla con la otra.
—Tócate. —Gimió y dejó caer la cabeza contra la puerta.
—Alex... por favor...
—Puedes correrte o puedo follarte, lo que prefieras.
Suspiré y me metí los dedos entre las piernas. Intenté pensar en mi ex novio y fingir que
era su mano. Imaginé su lengua sobre mí mientras me acariciaba el clítoris. Cerré los ojos
y me bañé en el tacto de cualquier otra persona con la que me hubiera acostado, porque
incluso lo peor era mejor que esto. No hizo nada. Estaba entumecida. Ninguna fantasía
podía ayudarme a sentirme menos observada. Menos vista. Menos violada.
Cuando me froté con más furia, una exhalación frustrada se escapó de mi garganta y
envió gotas de agua volando hacia delante.
Alex dejó de acariciarse.
—¿Tanto asco te doy? —me preguntó mientras se acercaba a mí. Mi cuerpo temblaba,
no por el agua fría, sino porque se acercaba a mí con la polla dura.
Sacudí la cabeza y mantuve los ojos cerrados.
—Lo que me has hecho me repugna.
—Bueno, esa era una oportunidad para que obtuvieras algo de placer de este pequeño
montaje que tan injustamente me favorece —gruñó Alex mientras corría la cortina por la
barra.
Le entendí. Tragué con fuerza e intenté volver a caerle en gracia. No necesitaba sentir el
placer para hacerle creer que lo sentía. La antigua yo solía ser una alumna aventajada en
las clases de teatro. Sabía actuar.
Mantuve la mirada fija en él mientras me frotaba de nuevo entre las piernas, enroscando
los dedos sobre mi clítoris mientras él empezaba a acariciarse de nuevo. Se le cortó la
respiración cuando gemí y moví las caderas hacia delante. No estaba segura de que supiera
que estaba fingiendo mientras me llevaba la otra mano al pecho y me apretaba el pecho.
—Joder, O —gimió mientras sus caricias se aceleraban—. Quiero poner mi boca sobre
ti.
Yo no quería eso. Sacudí la cabeza y levanté la pierna, apoyando el pie en el borde de la
bañera para que viera mejor mi coño abierto. Me metí los dedos y gemí. La gota de semen
que goteaba de su cabeza y el ritmo irregular de sus caricias me hicieron estar segura de
que iba a reventar. Conseguiría que se corriera antes de que pudiera ponerme la boca
encima.
—Córrete conmigo —le dije mientras echaba la cabeza hacia atrás y me follaba. Fingí mi
orgasmo y él no dudó en acercarse a mí y agarrarme del cabello. Me empujó hasta ponerme
de rodillas.
—Inclínate hacia atrás —me dijo mientras bombeaba su mano más despacio, apretando
la base de su polla para evitar correrse antes de tenerme donde quería. Giré el cuello y él se
acarició por encima de mi cara. Su cálido semen me pintó los labios y luché contra las
arcadas. Me frotó las mejillas con su semen y me metió un poco en la boca con un dedo. Mi
intento de evitar las arcadas fue inútil en cuanto sentí el sabor salado en la lengua.
—Buena puta —gimió mientras me acariciaba la mejilla.
No me gustaba que se corriera en mi cara como si fuera mi dueño, pero odiaba más que
se corriera dentro de mí. Acariciarse la polla era mejor que follarme. Un día más, mi coño
estaba a salvo, pero mi cara y mi boca no habían tenido tanta suerte.
Alexzander
Mi semen cubría su dulce rostro. Sus grandes ojos me miraron y, por un
momento, casi olvidé que lo que habíamos hecho no había sido consentido. Ella no quería
nada de eso, y yo sabía que había fingido su puto orgasmo, pero a mí sólo me importaba
derramar mi carga sobre su cara.
Me arropé mientras retrocedía hacia la puerta. Ella salió de la ducha, limpia y con un
aspecto aún más dulce mientras su pelo oscuro se adhería a su cuello. La deseaba tanto,
aunque tenía las pelotas vacías. Estaba obsesionado. Jodidamente obsesionado con ella. Y
cuanto más lo pensaba, menos creía haber tomado la mejor decisión al traerla a mi
habitación. Era importante que no me la follara todo el rato, porque Gunnir le volvería a
meter el culo en el sótano. Tenía que demostrar que era por nuestro bien, no sólo por el
mío.
—No te vistas —le dije mientras la arrastraba por el pasillo, desnuda envuelta nada más
que una fina toalla.
Cerró los ojos cuando cerré la puerta y supe lo que pensaba que planeaba hacerle. Lo
deseaba, créanme, lo deseaba, pero en lugar de ponerle una mano encima, busqué detrás
de la cómoda, en el armario, y cogí una camisa de franela. La adrenalina que la recorría
ante la idea de que la follara de nuevo le hizo temblar todo el cuerpo, así que la vestí.
Abotoné cada botón, hasta arriba, ocultando lentamente su piel con cada centímetro que
subían mis dedos. Di un paso atrás y la miré fijamente.
Mi camisa le quedaba jodidamente sexy. Sus pechos empujaban la tela, probando la
resistencia de los tres botones superiores. Seguía desnuda de cintura para abajo, así que
busqué en un cajón y le tendí un par de calzoncillos. Su labio se curvó al verlos, pero se
negó a que la ayudara a ponérselos. Pero le sentaban mejor que la falda. Protegerían su piel
sensible del suelo. Luego me lo agradecería.
Até su cadena al ancla del suelo y me senté en el borde de la cama para verla ponerse los
calzoncillos. Enroscó el cuerpo para ocultar lo que ya había visto y lo que volvería a ver si
quisiera. Cuando se los puso, se sentó en el suelo, en un rincón, y se apoyó en la pared.
¿Y ahora qué? Inteligente o no, lo había hecho. Había metido a mi juguete en mi
habitación, y ahora no sabía qué hacer con ella. Gunnir probablemente ya estaba dormido,
y no quería arriesgarme a despertarlo forzándola. Ella gritaría. Patearía, se agitaría y
lucharía. Forcé esas imágenes fuera de mi mente. Me excitaba demasiado.
Mis ojos se dirigieron al armario y se me ocurrió una idea. Cuando me levanté de la
cama, sus músculos se tensaron y se llevó las rodillas al pecho. No le dije que se relajara.
No serviría de nada. Ella sabía por qué estaba aquí, en esta casa, y yo no le vendería mentiras
para ofrecerle consuelo. Mi hermano y yo no éramos iguales, pero seguíamos estando
cortados por el mismo patrón.
Fui al armario y saqué una manta arrugada del suelo. La coloqué frente a ella y desdoblé
los bordes raídos hasta dejar al descubierto la caja de cartón hecha jirones que contenía el
juego de damas.
—¿Sabes jugar? —pregunté.
Apartó los ojos de mí el tiempo suficiente para mirar la caja y luego asintió.
—Bien. Intenté enseñarle a Gunnir a jugar cuando éramos pequeños, pero no pudo
cogerle el truco. —Saqué el tablero de la caja. La costura que atravesaba el centro se había
roto hacía tiempo, pero aún se podía jugar en las dos secciones. Coloqué las fichas rojas y
negras en el tablero, las rojas frente a ella y las negras frente a mí. Siempre jugaba con las
piezas negras porque eran las primeras en mover.
A mitad de la primera partida, por fin habló.
—¿Por qué tienes esto escondido en tu armario?
Me encogí de hombros y cogí una de sus piezas.
—A Gunnir no le gustaría. Lo quemaría si lo encontrara.
Mi movimiento le había abierto una oportunidad, y saltó dos de mis fichas, capturando
ambas.
—¿Por qué?
Cuando me preguntó por mi madre en el sótano, no quise hablar de ello, pero ¿qué daño
podía hacerme ahora? No era como si pudiera contarle a otra persona lo que habíamos
hablado.
—Mi madre solía jugar a esto conmigo, y a él no le gusta acordarse de ella, cree que me
ablandó. —Empujé una de mis piezas hacia delante en el tablero.
—No me pareces muy blando —murmuró.
—Te toca a ti —le dije.
Estudió la pizarra.
—Aún no me has dicho qué le pasó a tu madre. Sólo puedo suponer que murió. —Su
mano se movió hacia una ficha roja, pero retiró el dedo y siguió pensando—. Si es así, eso
es algo que tenemos en común.
—¿Se suicidó tu madre?
Empujó una de sus fichas hacia delante, abriéndome una oportunidad. Salté su ficha y se
la quité.
—En cierto modo, supongo —dijo—. Ella eligió quedarse con mi padre, y él es bueno
quitándote las ganas de vivir.
Mi movimiento me había dejado vulnerable a otro doble salto. No me quedaban muchas
piezas en el tablero una vez que ella tomó esas dos. Mientras hacía mi siguiente movimiento,
consideré contarle cómo había muerto mi madre, pero no quería darle ideas.
—¿Quieres hablar de tu padre? —le pregunté, pero ella negó con la cabeza.
Teníamos más en común de lo que ella creía.
Ophelia
lex entró en la habitación a la mañana siguiente, después de no dirigirme la
palabra desde que terminamos nuestra partida de damas la noche anterior. Me
había dado una manta para dormir y una de las almohadas manchada de su
cama para que no tuviera que apoyar la cabeza en la madera sucia. Intenté ser agradecida
y no pensar en la causa de las manchas. Con un suspiro frustrado, se pasó una mano por
su espeso cabello.
—¿Qué ocurre? —pregunté, atrayendo su atención hacia mí. Intentaba llegar a él como
un humano a otro, pero me salió el tiro por la culata en cuanto me miró y sus ojos se
entrecerraron. Era mejor callarme y no atraer su atención hacia mí.
—Gunnir está cabreado porque no quise jugar con la puta. Su cara está jodidamente
reorganizada, y yo sólo... —Sacudió la cabeza, cortando el resto de la frase. Se paseó, su
cuerpo temblando de ira.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? —pregunté. La madera me rozaba la piel a
través de la fina manta mientras me sentaba sobre las rodillas.
—No cuando estoy frustrado como ahora. Estoy harto de las malditas peleas que
empezaron cuando llegaste.
Golpe.
Me senté sobre los talones. Yo no elegí estar aquí. La pelea no tenía nada que ver conmigo
y todo que ver con ellos. Pero tenía que calmar la situación antes de que él descargara su
frustración conmigo. Siguió caminando, la rabia creciendo en sus ojos con cada paso.
—Sólo quiere que la utilice para poder utilizarte a ti —dijo apretando los dientes. Las
venas de su cuello destacaban como gruesos cables llenos de electricidad. Dejó de caminar
y se volvió hacia mí—. Túmbate boca arriba. —Alex señaló hacia la cama e hice lo que me
decía.
Mientras me arrastraba sobre el colchón, el tiempo que habíamos pasado juntos la noche
anterior parecía un recuerdo lejano. Por un momento, habíamos sido dos personas jugando
a las damas y hablando de nuestros pasados. Ahora yo ya no era una persona para él. Yo
era una cosa para usar.
Alex me agarró por los hombros y tiró de mí hacia el borde del colchón hasta que mi
cabeza cayó por el lateral. Abracé el dulce mareo mientras la sangre se me agolpaba en el
cerebro. Si tenía suerte, me desmayaría antes de que empezara. Alex me enredó los dedos
en el cabello y me acurrucó el cuello. Con una mano, se bajó los pantalones de chándal y
su polla cayó frente a mi cara. Me rozó los labios con la punta y, como no abrí la boca, me
sacudió por el cabello.
—No me jodas ahora, O. No estoy de humor.
Separé los labios y le dejé entrar en mi boca. Se abrió paso hasta el fondo de mi garganta
y yo luché contra una arcada. Gimió y me agarró el cabello con más fuerza, empujando sus
caderas hacia delante antes de retroceder y dejarme recuperar el aliento. Me miró. La rabia
de sus ojos verdes se había disipado hasta convertirse en poco más que un destello. Ahora
acechaba otra emoción, que crecía hasta sofocar su ira.
Era su deseo.
Por mí.
Empujó de nuevo dentro de mi boca y emitió ruidos viscerales. Me rodeó la nuca con la
mano, sujetándome con firmeza mientras se inclinaba hacia delante y trabajaba mi boca
con más fuerza.
—Qué buena chica —gimió.
Le odiaba, pero la forma en que me llamaba buena chica me hacía hinchar de orgullo no
deseado. No quería ser buena para él, pero sentía una enfermiza sensación de logro por
haberlo complacido.
Sacó la polla, pero en lugar de metérmela en la boca, me la deslizó por la nariz y me
acercó los huevos a los labios. No necesité que me dijera lo que quería que hiciera. Me llevé
los huevos a la boca y chupé. Me costó luchar contra el impulso de morderlos. Imaginé el
dolor que me causaría. ¿Y si se los arrancaba de cuajo? Arruinaría todo lo que era.
Una sensación entre mis piernas cortó mis violentos pensamientos. Era un tacto suave,
algo que nunca había esperado de él. Deslizó una mano por debajo de los bóxer y me frotó.
Quería sacarme los huevos de la boca y preguntarle por qué me tocaba. ¿Qué creía que
estaba haciendo?
Intenté ignorar su mano entre mis piernas mientras me frotaba. Esperaba el tacto torpe
de un amante inexperto, pero sus dedos entendían mi cuerpo. Junté los muslos para impedir
que me sacara placer y me quitó los huevos de la boca.
—¿No te gusta que te toque? —me preguntó, rodeando mi clítoris con la punta de los
dedos.
Sacudí la cabeza.
—¿Por qué no?
—Porque no me gustas —susurré. Casi esperaba que se enfadara por mi sinceridad, pero
suspiró como si lo entendiera.
—No tengo que gustarte para que te corras —dijo, con una extraña calma en su tono—
. Sé que lo que hiciste en el baño fue falso.
¿Cómo lo sabía? ¿Cómo sabía algo sobre complacer a una mujer?
Intenté apartarme de nuevo de su contacto.
—Por favor, no —le dije. No quería que me tocara y no tenía por qué hacerlo. Sólo podía
usarme. Ya está.
—Gunnir no haría correrse a nadie. No podría, aunque lo intentara. —Su mano se apretó
alrededor de mi cuello—. Aprendí a hacer que se corrieran, incluso cuando se resistían. No
te resistas, Ophelia.
Me estremecí ante aquellas palabras tan llenas de sutiles amenazas. Intentaba decirme
que diera gracias de que fuera él quien estuviera entre mis piernas y no Gunnir. Ya estaba
agradecida por eso.
Apreté los muslos y volví a meterme su polla en la boca.
—Como quieras —dijo mientras sacaba la mano de entre mis piernas, dejaba caer su
peso sobre ella y me follaba la cara.
Luché contra las arcadas mientras sus incesantes embestidas golpeaban mi garganta.
Finalmente, sus caderas tartamudeaban y su cálido semen golpeó mi lengua. Me apretó las
caderas hasta el fondo y no pude tragar ni respirar. Me ahogué, y su semen salió disparado
por mi nariz y me quemó los senos nasales. Le di un golpecito en el muslo, intentando que
saliera, pero él se mantuvo allí, ahogándome con su polla.
Me sacó la polla de la garganta y, mientras jadeaba, se inclinó hacia mi oído.
—La próxima vez que tenga ganas de complacerte, déjame o te ahogaré en mi semen —
susurró.
Dejar que sus dedos me trabajaran habría sido exponencialmente mejor que esto. Tenía
que replantearme mi estrategia.

Alexzander
. Sabía que lo había hecho. Me dolía mirarla, con los labios aún
hinchados y las mejillas enrojecidas. Quería hacer que se corriera. Eso era todo lo que
quería hacer, y ella se resistió. Siguió presionándome hasta que hice lo que hice. Ella no era
como las otras mujeres. Las hacía correrse porque podía, pero quería hacerla correrse
porque quería que se sintiera bien. Estaba siendo desinteresado, y ella me jodió por eso. Así
que me volví aún más egoísta. Me convertí en mi maldito hermano.
Joder.
No había disculpa que pudiera decir en ese momento. Lo vi en sus ojos. Estaba más
disgustada por lo que había hecho que cuando me la follé. Tal vez debería seguir haciendo
lo que mejor sabía, la fuerza y el control que aprendí antes de saber leer.
La dejé en el dormitorio y fui al sótano. Gunnir seguía utilizando a su puta, pero yo sabía
que ya casi había terminado. Sus manos se clavaban en la mesa mientras sus embestidas se
aceleraban.
—¿Cómo estaba? —preguntó.
—No hice nada con ella —mentí. No quería que pensara que la había traído a mi
habitación para usarla. No la quería en esa habitación para eso. Era para protegerla de él.
Usarla era sólo un extra.
—Entonces, ¿qué es esa mancha en la parte delantera de tus pantalones? —preguntó.
Miré hacia abajo y me di cuenta de que había vuelto a salpicarme con mi semen. Bueno,
mierda.
—Estaba siendo bocazas, así que le cogí la garganta.
Gunnir agarró la boca de Sam, enganchando sus dedos y tirando de sus labios.
—¿Pero su boca no es lo bastante buena para ti? —A través de sus ojos rojos y vidriosos,
me miró con una desesperación que nunca antes había notado.
—Vete a la mierda, Gunnir. Tampoco planeaba usar la boca de Ophelia.
Gunnir gimió al terminar. Se sacó la polla mojada y se limpió con una mano sucia antes
de subirse el mono. Golpeó la cara de Sam, haciéndola gemir y cubrirse los cortes
ensangrentados de las mejillas.
Había intentado que admitiera su participación en el ataque haciéndole cortes en la cara
y el pecho, casi despellejándola en algunas zonas. Ella nunca admitió nada porque no había
sido la autora intelectual. Había sido yo. Ni siquiera me tiró debajo del autobús. Se limitó a
aceptar su inmerecido castigo con un estoicismo que yo podía respetar.
En cierto modo, me recordaba a mí mismo. Yo solía cargar con la culpa de Gunnir a
veces, y El Hombre me azotaba hasta que sangraba. Sumergía el látigo en cubos de agua
para que se desgarrara a través de mi piel y picara aún más. Por alguna razón, había sentido
la necesidad de proteger a Gunnir, aunque su maldad superaba la mía. Una vez que había
superado al Hombre, dejé que Gunnir recibiera sus propias palizas.
Gunnir me apretó el hombro y me dijo que subiera. Seguí el sonido de sus vaqueros
raspándose al caminar.
—¿Sabes lo que estaba pensando? —dijo mientras se dejaba caer en la mesa de la cocina
con un gemido de saciedad.
—¿Qué?
—Creo que deberíamos hacer que su culito cocine para nosotros. Como mamá solía
hacer. Me encantaría verla agacharse para lavar los platos.
Tenía sentido. Ophelia necesitaba un trabajo si iba a estar arriba, pero eso también
significaba exponerla para él si hacía lo que me pedía. Pero tal vez cocinar no sería tan
malo. Yo estaría aquí para intervenir si era necesario.
—La llevaré a la cocina y dejaré que cocine.
Los ojos de Gunnir se abrieron de par en par.
—¡Tengo el traje perfecto para ella! —Se levantó de la mesa y se dirigió a su habitación,
regresando instantes después con un traje de criada. Lo había comprado hacía meses,
después de una liquidación de Halloween, y planeaba hacérselo poner a la puta. Lo había
olvidado por completo hasta ahora. Deseé que él también lo hubiera hecho. Luché contra
el impulso de mandarlo a la mierda con eso, pero ya sospechaba y no podía darle más
munición. Me encogí de hombros y me lo lanzó.
Fui a mi habitación y sostuve la escasa tela delante de Ophelia. Me miró con los ojos muy
abiertos.
—¿Qué es esto?
—Gunnir quiere que te lo pongas mientras preparas el desayuno.
—Estas bromeando —dijo con la boca abierta.
—No lo estoy.
Sus labios se apretaron y recogió el fino material.
—Bueno, ¿puedes al menos dejar que me vista?
Ladeé la cabeza porque ella ya sabía la respuesta.
—Vamos —le dije.
Se levantó y empezó a desabrocharse la camisa. Cuando se dio la vuelta, gruñí.
—Delante de mí, O. Lo sabes bien.
Se dio la vuelta y siguió desabrochándose los botones hasta que pude ver la turgencia de
sus pechos. Joder, era preciosa. Y era mía.
Se echó el tirante blanco de encaje por encima del cuello y tiró del material barato
alrededor de la cintura. Se dio la vuelta y señaló su espalda desnuda. La ayudé a abrocharse
los cordones de encaje, atándolos como me ataba los zapatos: muy despacio, con el conejo
corriendo bajo el árbol.
Sustituyó mis bóxer por las bragas negras que llevaban un bonito delantal colgando
delante. Sus manos fueron detrás de ella, tratando de cubrir los puños de su culo. Tenía
buen aspecto como para comérsela, y eso me ponía nervioso. Si yo quería tumbarla y
desayunar con ella, no me cabía duda de que Gunnir también lo haría. Ella era intocable, y
nada gritaba más «tócame» que algo que no se podía.
Le quité la cadena y la llevé a la cocina. Gunnir devoró su cuerpo con la mirada,
concentrado y lento, absorbiéndolo todo. Sus mejillas enrojecieron más que cuando la hice
ahogarse con mi polla.
—Hazme huevos como hiciste en la cafetería —ordenó Gunnir.
Ophelia me miró.
—Nunca hice la comida —susurró.
Me incliné hacia ella.
—Lo sé, pero él no.
Intentó retroceder hacia la cocina cuando le solté la cadena.
—Nuh uh. Quiero verte marchar —espetó Gunnir. Hizo girar su gran dedo en el aire,
exigiendo que le diera una vista de ella desde todos los ángulos.
Con los ojos cerrados y los labios apretados, se dio la vuelta y se quitó las manos del culo.
Gunnir ululó y gritó, y yo estaba seguro de que se levantaría de la silla y se abalanzaría
sobre ella. Pero no lo hizo. Se limitó a lamerse los labios y frotarse la entrepierna del mono.
Ophelia fue obedientemente a la nevera, cogió un cartón de huevos y empezó a
romperlos en una sartén al fuego. A Gunnir le gustaban pasados y a mí revueltos. No sabía
si se acordaría, pero esperaba que sí. Me senté a la mesa y observé cómo cocinaba, sin
perder de vista a mi hermano.
Gunnir se desabrochó la correa del mono, y la tela vaquera cayó sobre la tripa hinchada
que colgaba bajo su sucia camisa blanca. Sus ojos recorrieron su cuerpo mientras trabajaba.
Cada vez que removía los huevos, sus pechos se agitaban. Cada vez que cambiaba de una
pierna a la otra, sus caderas se movían de tal forma que le hacían asomar el culo. Gunnir
se acariciaba distraídamente mientras se sentaba a la mesa conmigo, y su polla rechoncha
desaparecía con el menor movimiento de la mano. Si había un dios, había agraciado a
Gunnir y a El Hombre con pollas pequeñas para que hicieran menos daño a las mujeres.
Había tenido suerte en ese aspecto. Podría lastimarlas mucho más si no fuera tan gentil
como era. No siempre tenía el control de cómo las cogía, y había hecho bastante daño en
mis días de juventud, cuando el sexo aún era tan nuevo y excitante.
Me carcomía la forma en que se frotaba y babeaba sobre Ophelia, pero ¿qué podía hacer?
Si armaba un escándalo, la querría de vuelta en el sótano, y yo no podría protegerla allí. No
es que le tuviera miedo. Podía ser más grande, pero yo tenía más músculos. Y cerebro. Pero
no quería llegar a eso. Éramos todo lo que teníamos en el mundo, y cuando Ophelia y la
puta se hubieran ido, seguiríamos aquí. Juntos.
Se me hizo un nudo en el estómago. Pensar en un día en que Ophelia ya no estaría aquí
no me sentaba bien, pero ¿qué otra cosa iba a hacer con ella? Pensé en mi madre,
encadenada al dormitorio, frágil y miserable. No quería eso para Ophelia.
¿Qué quería para ella?
La piel rozaba la piel mientras Ophelia se inclinaba para raspar los huevos en un plato.
Se masturbaba cada vez más rápido y más fuerte, y me preocupaba que se arrancara la
maldita cosa en su excitación. Los ojos de Ophelia se abrieron de par en par cuando se dio
la vuelta y lo vio masturbándose ante ella, y pensé que seguramente dejaría caer los platos
de comida. Habría sido un error. A Gunnir sólo le gustaba una cosa más que las chicas, y
era la comida.
Sacudí rápidamente la cabeza de Ophelia, tratando de decirle que no le hiciera caso. Ella
hizo todo lo posible por ignorarlo, poniéndome un plato de huevos revueltos delante de mí
y otros cubiertos de yema de huevo delante de Gunnir. Incluso cogió la botella de salsa
ranch de la nevera y la puso junto a mi plato.
Sus ojos abandonaron los de ella y se dirigieron a la comida. La lengua se le salió de la
boca y sus movimientos se ralentizaron.
—Mira en la nevera —dijo Gunnir, agarrándola por el antebrazo antes de que pudiera
apartarse de él—. Hay un bote de mayonesa en el estante de abajo. Tráelo aquí.
Sabía a dónde iba Gunnir con esto, y no me gustó.
Ella hizo lo que él le indicaba y sacó el tarro de la nevera con una mueca. La mezcla
ligeramente amarillenta de aquel tarro no era mayonesa.
—Ponte de rodillas —dijo, empezando a acariciarse de nuevo.
Ella negó con la cabeza y tuve que interceptarla antes de que agravara la situación.
Gunnir haría algo mucho peor si ella decía que no, y lo que había planeado era mejor que
él le quitara la boca o el coño. Le di una patada en las rodillas y cayó al suelo, todavía
agarrada a la jarra.
Gunnir se lamió los labios.
—Abre el frasco y sostenlo entre tus tetas.
Ophelia me miró con ojos suplicantes. No se daba cuenta de que la estaba salvando al
animarla a seguir con esto. Desvié la mirada hasta que oí cómo se destapaba el tarro.
Cuando volví a mirar, tenía arcadas y sostenía el frasco entre los pechos.
Se acarició la polla más deprisa, con los ojos vidriosos alternando entre el pecho de ella
y los huevos del plato. Con un fuerte gemido, se corrió, eyaculando en el tarro. La garganta
de ella se apretó y se agitó. Pensé que esta vez perdería el contenido de su estómago, pero
consiguió suavizar su expresión y tranquilizarse.
—Vuelve a poner eso en la nevera y empieza a fregar los platos mientras los hombres
comen —ordenó Gunnir después de abrocharse el mono en su sitio.
Asintió con la cabeza y se puso en pie, corriendo hacia la nevera para librarse de la
colección de corridas. En el fregadero, se lavó las manos como si hubiera tocado aguas
residuales. En cierto modo, supongo que sí. Cogió la sartén y fregó, luchando contra el brillo
de sus ojos con cada pasada de la esponja. Comí mi desayuno, hecho a la perfección, tal
como me gustaba.
—¿Puedo ir al baño? —me preguntó mientras se secaba las manos en la toalla rota que
teníamos junto al lavabo.
Asentí y la conduje al pasillo. No dudó en ir corriendo al baño y, cuando terminó, sus
ojos se clavaron en los míos.
—¿Por qué le dejaste hacer eso?
Sacudí la cabeza.
—No me cuestiones, O. Conozco a mi hermano mejor que tú. Si te hubieras enfrentado
a él, te habría hecho pagar. Te habrías llevado más.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Cuánto tiempo lleva recogiendo su...? —No se atrevió a terminar la frase.
—Desde hace unos meses —dije encogiéndome de hombros—. Él también quería que lo
hiciera, y lo hice durante un tiempo, pero dejé de hacerlo al cabo de unas semanas porque
no le veía sentido. Eso sí, no bebas de la botella de Coca-Cola que hay junto al aliño de ranch
en la nevera.
Se lavó las manos, la arrastré de vuelta al dormitorio y le cerré la cadena.
—Gracias por el desayuno —le dije mientras le empujaba la ropa.
La acercó y la apretó contra su pecho. Mientras me alejaba, su suave voz llegó hasta mí
desde el otro lado de la habitación.
—Gracias por ayudarme.
Ophelia
ivía en las llamas ardientes del patio de recreo del infierno, y yo era el juguete
del diablo. ¿Y lo peor? Me había acostumbrado a estar cerca de él. O, al menos,
me había acostumbrado. Como un perro que espera a su amo, me sentaba en mi
rincón, esperando su regreso. Quería su atención, aunque fuera por las razones
equivocadas. Era extraño, porque había disfrutado de la soledad en casa de mi padre, pero
el aislamiento en esta casa me estaba volviendo loca. Quería que me hablara y que me
mantuviera a salvo de su hermano.
Entró en la habitación después de unas horas fuera y se dirigió al armario. Sacó el juego
de damas escondido y no pude evitar sonreír al ver la expresión de su cara. Juguetona y
casi... dulce. Gunnir debía de haberse ido a la cama, porque de lo contrario no se habría
arriesgado a sacar el juego de su escondite. Se sentó frente a mí y colocó el tablero roto.
—¿Has jugado alguna vez al ajedrez? —le pregunté mientras colocaba las piezas.
Se le iluminaron los ojos.
—Quería aprender a jugar a eso, pero sólo teníamos damas.
Su entusiasmo infantil me hizo sonreír. Estaba claro por qué su madre había preferido
su compañía a la de Gunnir. Sólo podía imaginar los horrores por los que había pasado su
madre y lo que la había empujado a quitarse la vida. Probablemente fue incluso peor que
lo que yo había vivido. De hecho, estaba segura de que lo era.
—¿Cómo era tu madre? —le pregunté.
Alex pareció desaparecer en su mente, probablemente intentando decidir si esta
conversación era una buena idea. Al cabo de un momento, se puso en pie y cogió una caja
del armario. La puso en el suelo y la rodeó con sus largas piernas antes de sacar una foto
del interior y entregármela. La mujer de la fotografía tenía el cabello castaño arenoso como
Alex, y el tono verde de sus ojos era el mismo, pero eso era todo. Debía de haber heredado
los demás rasgos de su padre. Reconocí la cama de la imagen, así como las paredes.
Y la cadena alrededor de su cuello.
—Es mi madre —dijo con orgullo en la voz. Me quitó la foto y la contempló mientras
seguía hablando—. Era buena jugando a las damas, como tú. Y cantaba muy bien. Pero al
Hombre no le gustaba que cantara, así que no lo hacía a menudo.
—¿El Hombre? —Pregunté—. ¿Era tu padre?
Su suave sonrisa se desvaneció, pero no contestó.
—¿Viviste con tu padre después de la muerte de tu madre?
Apreté los labios y no me atreví a responder.
—Está bien, no tienes por qué hablar de ello —me dijo Alex mientras movía una ficha
en el tablero, pero al decirme que no tenía por qué hablar de ello me entraron ganas de
hacerlo.
—Mi padre es una mala persona —dije sacudiendo la cabeza.
Los ojos verdes de Alex se cruzaron con los míos, creciendo entre nosotros una
comprensión mutua.
—El mío también.
Vi un dibujo de un pavo hecho a mano y lo saqué de la caja antes de que pudiera
arrebatármelo. Le di la vuelta y encontré su firma garabateada en el reverso.
—¿Alexzander? ¿Con z? —Le miré por encima del borde del papel.
—Sí. Es griego —dijo—. Es tu jugada.
Dudaba que alguno de ellos supiera algo de Grecia, pero lo dejé pasar y empujé una de
mis piezas por el tablero.
—Dijiste que tu padre es una mala persona. ¿Significa eso que sigue vivo? —preguntó.
—Desgraciadamente —murmuré—. Aunque no sé cuánto durará sin mí. No trabaja, así
que nuestro único ingreso era lo que yo traía de la cafetería. Probablemente morirá de
abstinencia cuando ya no pueda pagarse la bebida.
—Si muriera, ¿sería algo malo?
No le contesté. No podía. No era fácil admitir que fantaseaba a diario con la muerte de
mi padre.
—Tu turno —le dije.
Bajó la mano y se detuvo, pensó y luego movió una pieza, pero esta vez no se colocó en
una posición vulnerable. Estaba mejorando.
—¿Y tu padre? —Le pregunté—. ¿Dónde está?
—Se ha ido —dijo.
—¿Ido como si se hubiera ido o ido como si estuviera muerto?
—Acaba de irse, O. Déjalo.
Así que lo hice. Jugamos el resto de la partida en silencio. Capturé la última ficha negra
del tablero y Alex me miró con el ceño fruncido.
—No te sientas mal. Yo estaba en el equipo de ajedrez de mi escuela. Jugábamos a las
damas cuando necesitábamos un cambio. Básicamente soy un profesional —dije
encogiéndome de hombros—. ¿Ustedes fueron a la escuela?
Alex se rió.
—¿Alguno de nosotros te parece escolarizado?
Me encogí de hombros.
—Más o menos.
—Gracias, pero no. Soy autodidacta. Gunnir no se preocupó de aprender nada aparte de
la anatomía femenina —dijo mientras recogía las piezas y las apilaba para guardarlas.
—¿En qué te ves diferente a él? —Sabía que no debía preguntar, pero lo hice de todos
modos.
Su cuerpo se tensó.
—Simplemente lo soy —dijo moviendo la cabeza.
—Ambos son violadores.
Una persona normal se habría horrorizado ante tal acusación, pero Alex ni siquiera
reaccionó. Sabía lo que era. Aun así, la culpabilidad era evidente en la expresión de sus
labios y en la forma en que no podía mirarme a los ojos. No era tan desalmado como quería
hacerme creer.
Terminó de empaquetar las fichas antes de mirarme.
—Soy una mala persona, O. Pero no soy la peor.
Desvié la mirada hacia la puerta y me rasqué el brazo. Tanto tiempo sin bañarme me
erizaba la piel.
—¿Alguna posibilidad de ducharme esta noche?
Alex miró hacia la puerta y suspiró.
—Supongo que está bien. Aunque sólo una rápida.
Me desató la cadena del suelo y me llevó al baño, apretando los eslabones metálicos con
las manos para evitar que chocaran entre sí. Me hubiera gustado poder ducharme sin que
la cadena me pesara en el cuello. Pero me alegraba de poder ducharme. Sam no tenía tanta
suerte. Estaba atascada con un grifo y la interminable película de suciedad que cubría las
paredes y el hormigón. No había manera de limpiarse allí abajo. Esperaba que estuviera
bien. No habría sabido que seguía viva si no fuera por los pesados pasos de Gunnir hacia y
desde el sótano.
El agua fría salía del cabezal de la ducha y me rozaba la piel, y la cadena de frío me
congelaba aún más. La presencia de Alex rondaba justo fuera de la ducha, sentado en el
inodoro cerrado y esperando a que terminara. Dejé que el agua helada corriera sobre mí
porque era mejor que cualquier otra alternativa.
—¿Quieres darte prisa ahí dentro? —dijo Alex al cabo de unos minutos, y me di cuenta
de que tenía la cara apoyada en la mano porque su voz era apagada—. El agua está fría
ahora, ¿no?
Hice un ruido que no era ni un sí ni un no, porque el agua nunca dejaba de estar fría. Se
oyó un crujido fuera de la ducha y la cortina se abrió de golpe. Me cubrí el pecho y la
entrepierna con los brazos, como si él no lo hubiera visto ya todo.
Pero no lo había visto todo. No de la forma en que estaba ante mí entonces. Estaba
completamente desnudo, sin un ápice de timidez mientras soltaba mi cadena y observaba
mi cuerpo con ojos hambrientos.
—¿Por qué? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—No voy a dejar que gastes toda el agua caliente —dijo mientras pasaba a mi lado para
ponerse bajo el chorro.
—¿Qué? No hay agua caliente! —Dije mientras me abrazaba más fuerte.
—Esto se pone mucho más frío.
Contuve la respiración cuando su cuerpo rozó el mío. Había terminado de ducharme,
pero cuando intenté salir, me agarró de la cadena. Volví a apoyarme contra la pared
mugrienta y esperé a que terminara.
Mis ojos recorrieron su cuerpo. Por encima de sus músculos, largas y finas cicatrices se
entrecruzaban en su espalda, y pequeñas cicatrices circulares salpicaban sus hombros.
Seguí las marcas hasta su trasero y volví a subir.
—¿Quién te hizo todo eso? —pregunté.
—El Hombre —dijo mientras soplaba agua de sus labios—. Deja de hacer preguntas.
—¿Era tu padre?
Alex giró sobre sí mismo y empujó su cuerpo contra el mío. Me arrancó las manos del
pecho y mis pezones se endurecieron contra su piel.
—He dicho que dejes de hacer putas preguntas.
—Lo siento —susurré mientras cortaba mi mirada.
Su polla se endureció contra mi bajo vientre, cerré los ojos y esperé a que me tomara, a
que me enseñara a mantener la boca cerrada. Cuando sonó mi cadena, abrí los ojos y le vi
salir de la ducha. Me sentí sobre todo sorprendida y aliviada, pero una pequeña parte de
mí sintió una creciente inseguridad. ¿Ya no le interesaba?
Cerré el grifo y salí de la ducha. Me envolvió la piel mojada con una toalla y, sin hablar,
me condujo a la habitación.
Parecía enfadado conmigo. No debería haberle presionado. Estaba casi segura de que El
Hombre era su padre y, si lo era, habría sido él quien le hubiera sacado la simpatía a Alex
a latigazos. Gunnir habría sido el hijo pródigo. Enfermo y jodidamente retorcido. Alex
también estaba enfermo, pero me recordaba más a alguien que había sido condicionado
hasta la enfermedad.
Alex me empujó hacia delante y cerró la puerta del dormitorio tras de sí. El agua le
goteaba por el pecho y anidaba en la vieja toalla que le rodeaba la cintura. Cuando se volvió
para mirarme, su mirada me atravesó.
—Alex...
—Ophelia —replicó—. Quiero que dejes de hacer preguntas sobre El Hombre. No
necesitas saber de él, y yo no necesito hablar de él. ¿Está claro?
Asentí con la cabeza y me ajusté la toalla alrededor del cuerpo.
Su atención pasó de mi cara a mi pecho, y luego bajó. Sus ojos se oscurecieron.
—Quiero hacer que te corras, O.
Sacudí la cabeza y apreté la toalla.
Se acercó a mí y me revolvió el cabello húmedo en la nuca.
—Déjame tocarte.
—¿Por qué te importa si me corro?
—Eso mismo me pregunto yo —susurró mientras se inclinaba hacia mis labios.
Mis pulmones luchaban por respirar, haciendo que mi pecho se alzara contra el suyo.
No sabía qué hacer. Él sabía cuándo fingía y, si me negaba, probablemente me la metería
por la garganta. No quería que el ardor de su semen volviera a recorrer mis senos nasales.
Pero realmente no quería que me tocara. No quería recibir placer de ninguna parte de él.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Era una situación sin salida.
Con la toalla aún enrollada en la cintura, Alex se sentó en la cama y separó las piernas
para crear un espacio entre ellas. Me hizo un gesto para que me acercara y me esforcé por
avanzar hacia él. Sentía los pies cubiertos de plomo. Me costó mucho dar esos pocos pasos
y sentarme entre sus piernas.
Mi cuerpo tembló cuando sus manos se dirigieron a la parte delantera de mi toalla y la
extendieron hasta que el aire fresco del dormitorio me punzó la piel. Yo temblaba y sabía
que él sentía cada vibración contra él. Sus dedos rozaron mi piel y su mano se deslizó entre
mis pechos. Me rozó los pezones antes de apretarlos, arrancándome un gemido. Mientras
me acariciaba los pechos y jugaba con mis pezones, un gemido grave zumbó en su pecho.
Su boca bajó hasta la curva de mi cuello y mordió mi carne.
—Joder, O —gruñó mientras deslizaba sus manos por mi vientre hasta llegar a mi raja.
Me frotó hasta que la humedad se acumuló, luego pellizcó mi clítoris entre sus dedos—. No
voy a follarte, si eso es lo que te tiene asustada, así que relájate y disfruta.
No me relajé. Me tensé aún más cuando una mano apretó mi pecho y la otra trabajó mi
clítoris. Estaba tan mal. Era una persona horrible, sólo superada por Gunnir. Me había
secuestrado y causado tanto dolor. Me había violado.
Y, sin embargo, me encontré levantando las caderas hacia su contacto.
—Buena puta. —Besó mi mandíbula antes de que sus labios encontraran mi boca—.
Córrete para mí. —Dijo las palabras como nunca las había dicho en su vida.
Lo quisiera o no, su tacto me arrancaba placer. Relajé los labios y le permití profundizar
el beso. No podía hacer daño a...
La puerta de la habitación se abrió de golpe y Gunnir se plantó en el umbral con la boca
abierta. Alex se apartó de mi boca y me cubrió con la toalla. Me abracé a mí misma y atraje
las piernas hacia mi pecho. Seguía empalmado cuando salió de detrás de mí y se puso de
pie.
—¿Qué mierda, Alex? —Gunnir gritó.
—Gunnir —dijo Alex, tan calmadamente como pudo—. No es lo que parecía. —Alex
hablaba como si le hubieran pillado follándose a la mujer de Gunnir o algo así. Lo único
que hizo fue besarme. Había visto a Alex besarme en el sótano, y no le había importado
entonces.
—¿Qué hacías entre sus piernas? ¿Por qué la estabas tocando así? El Hombre...
—No, Gunnir —espetó Alex, con la mandíbula palpitante.
—No las hacemos sentir bien, Alex. No están para eso. —La voz de Gunnir subió otra
octava mientras se acercaba a su hermano.
—No tienes que hacer que se sientan bien, pero puedo hacer lo que quiera con ella. Es
mía. Si quiero jugar con ella, entonces jugaré con ella.
—Puto coño. Mamá te hizo así. ¿Te recuerda a ella, niño de mamá?
Gunnir agarró el cinturón que colgaba de la puerta y caminó hacia mí. Estaba sobre mí
antes de que pudiera apartarme. Me enredó los dedos en el cabello y me tiró de la cama.
Con la otra mano cogió la toalla y me la quitó, dejándome desnuda delante de él. Intenté
cubrirme el pecho, pero me agarró de los brazos y me los jaló. Grité llamando a Alex, lo
que enfureció aún más a Gunnir. Me empujó el pecho contra la cómoda y me obligó a
separar las piernas.
—No consiguen sentirse bien —gruñó Gunnir mientras echaba el brazo hacia atrás y
bajaba el cuero doblado sobre mi piel. Grité e intenté apartarme—. No te muevas, zorra
estúpida, o te meteré algo peor que cualquiera de nuestras pollas.
Las lágrimas caían por mis mejillas mientras buscaba a Alex en el espejo de la cómoda.
Estaba de pie detrás de nosotros, parecía tan paralizado como yo. Intentaba encontrar una
salida a esta situación, pero la desesperación que se reflejaba en sus ojos me hizo pensar
que no había esperanza.
Cuando Gunnir volvió a bajarme el cinturón, clavé las uñas en la madera envejecida. Un
cálido reguero de sangre goteó por mi muslo, bajé la cabeza y me mordí el brazo para no
volver a gritar. Por encima de los latidos de mis oídos, oí el inconfundible sonido de una
navaja que se balanceaba libre.
—Tal vez debería quitarle lo que la hace sentir bien, ¿eh, Alex? —Gunnir incitó.
Los latigazos no le bastaban. Quería hacer más daño. Un daño irreparable. Intenté
zafarme, pero su peso me apretó y me retuvo.
Otro sonido eclipsó la risa enfermiza y retorcida de Gunnir: una pistola siendo
encañonada. Levantó su peso de mi espalda y se dio la vuelta, pero yo no necesitaba girarme.
Podía ver a mi salvador en el espejo. Alex estaba de pie, con los hombros cuadrados y las
piernas abiertas en posición de tirador.
Y la escopeta que sostenía apuntaba a su hermano.
Gunnir dejó caer el cinturón.
—Oh, hermanito —dijo con una risa débil—. Gran maldito error.
—Ya veremos —gruñó Alex.
Caí al suelo desnuda y sangrando. Las lágrimas empapaban mis mejillas y no podía abrir
los ojos. Sólo cuando oí los pasos de Gunnir alejándose levanté la vista y vi a Alex
descargando los proyectiles y escondiéndolos en un cajón.
—Joder, O —dijo—. La he cagado. —Había un miedo en su voz que yo nunca había oído.
Metió la escopeta en el armario y se sentó contra la pared—. Sólo quería hacerte sentir bien.
Por una vez.
—Alex —susurré.
Se arrastró más cerca y tomó mi cara entre sus manos.
—Estás jodida, O. Y lo siento.
El miedo en su voz demostró que yo no era la única que tenía que preocuparse por
Gunnir. Ese pedazo de mierda tenía un control aterrador sobre Alex también.
Alexzander
l día siguiente, Gunnir actuó como si nada hubiera pasado. Como si no hubiera
amenazado con cortar a Ophelia. Como si no le hubiera apuntado con un arma.
Me desconcertó. Normalmente, cuando lo hacía enojar, pisoteaba la casa, hacía
pucheros y me hacía la vida imposible por unos días. Si actuaba como si todo estuviera bien,
significaba que tenía algo bajo la manga para hacerme pagar por lo de anoche.
Sólo quería hacerla sentir bien. Quería sentirla persiguiendo mis dedos en lugar de
intentar alejarse de mí. Me gustaba que mi polla respondiera al movimiento de sus caderas,
y los suaves gemidos que escapaban de sus labios me ponían tan duro como el llanto y la
pelea. Me encantaba que no me sintiera culpable por la erección porque no era por las
razones de El Hombre.
Pero la había cagado.
Gunnir nunca aceptaría nada que no fuera lo que El Hombre le enseñó, y esa lección
había sido sencilla: Las cogías, te las follabas de las formas más egoístas y te deshacías de
ellas cuando te aburrías. A diferencia de Gunnir, nunca me acosté con ellas para hacerles
daño. Sólo lo hice para complacerme a mí mismo. Y la forma en que se sacudía contra mi
mano me complacía. Me gustaba el suave mohín de sus labios mientras sus ojos se cerraban
y el placer crecía en su interior. Placer que yo creaba. Cuando los gemidos que intentaba
contener salían de sus labios, algo me hacía sentir. Y ahora pagaría por ello.
Gunnir nunca entendería las razones por las que quería tocarla así. Yo mismo apenas lo
entendía, pero intenté que tuviera sentido. Era lo que yo quería, no lo que ella quería. Él no
vio la forma en que ella se resistió y suplicó que me detuviera. No me oyó ordenarle que se
sentara entre mis piernas y me dejara explorar su cuerpo. Gunnir entró sólo cuando ella
empezó a disfrutar de mis caricias. Pero eso fue suficiente para enviarlo en espiral.
Ophelia estaba de pie junto a los fogones, preparando la cena con su trajecito de criada
e intentando evitar mirar a Gunnir. No podía dejar de mirarla porque se me hacía la boca
agua al ver su culo debajo de las bragas. Quería enterrar mi cara entre sus piernas mientras
se inclinaba sobre el fregadero.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué querría hacerlo?
Jesús, mi cabeza estaba jodida. No nos los comimos. Nunca pusimos nuestras bocas en
ellas de esa manera. Pero Ophelia era tan pura, y yo quería devorar su inocencia y tragarme
cada gota.
—¿Me escuchaste? —Gunnir preguntó.
—¿Qué? —Dije, rompiendo con la deliciosa idea de estar de rodillas detrás de Ophelia.
Gunnir se rió.
—Joder, chica. Tienes a Alex más azotado que nunca. —Sus labios se apretaron—. Dije
que me gustaría hacer una fiesta. Que las chicas se vistieran bien y guapas. Poner música.
Bailar.
No me gustó su mirada. Su idea parecía inocente, pero no lo era.
Ophelia trajo los platos de pollo al horno y verduras al vapor. Cada paso que daba era
acentuado por una mueca de dolor. Aún le dolían los azotes de la noche anterior. Cuando
se dio la vuelta para marcharse, sintió un sutil tic de dolor en los labios.
—Ah ah, niña. Ven a sentarte en mi regazo. —Gunnir se giró en su silla, con el tenedor
aún en la mano, y le hizo un gesto.
Cada músculo de mi cuerpo se puso rígido. Me miró antes de acercarse a él y sentarse
dolorosamente en su regazo. Hurgó en su comida mientras su mano se posaba en la parte
baja de su espalda. Nadie habló. Le dejamos comer. Se metió el pollo en la boca y sólo apartó
la mano de ella para arrancar más carne del hueso. Cuando estaba casi limpio, sujetó el
hueso entre sus dedos grasientos y se lo llevó a la boca de Ophelia.
—Chúpalo —le dijo mientras se lo frotaba por el labio inferior.
Sacudió la cabeza.
—Si no lo haces, te meteré la polla en la boca —arrulló, como si tratara de animar a un
niño travieso a terminarse el último bocado del plato.
Ophelia aflojó los labios y él le introdujo el hueso en la boca, gimiendo mientras lo metía
y lo sacaba. Cuando eso no bastó para satisfacerlo, le llevó la mano a la nuca y se la metió
más adentro. Como ella empezaba a tener arcadas, me preocupaba que fuera más allá y la
obligara a chupársela. No quería volver a pelearme con mi hermano, pero lo haría si se
pasaba de la raya. Aún no lo había hecho, pero se estaba acercando.
—Seguro que sabes chupar, ¿verdad? —Preguntó Gunnir mientras le sacaba el hueso de
la boca—. Ahora sé por qué tienes a Alex tan jodidamente azotado.
—Yo no —susurró ella, limpiándose la grasa de la barbilla.
—Pues sí. Conozco a Alex de toda la vida y nunca pensé que lo encontraría intentando
que se corriera una zorra —dijo Gunnir riendo. Se volvió hacia mí—. ¿Qué ibas a conseguir
con eso?
Tuve que pensar rápido.
—Me la habría follado después. ¿Has estado dentro de ellas una vez que las haces
correrse? Es aún mejor si estás dentro de ellas cuando se corren. La forma en que aprietan
tu polla... —Di un gemido convincente.
Los ojos de Gunnir se entrecerraron en mí.
—¿Me estás diciendo que has hecho que otras zorras se corran por follártelas?
—Sí. Se pelean de lo lindo, pero eso casi lo hace sentir mejor. —Era verdad. Sucedió de
la nada, por lo general. Me las follaba de la forma adecuada, y lloraban más fuerte mientras
se apretaban a mi alrededor. Nada me hacía correrme más rápido que ese orgasmo sorpresa
desgarrándolas. Había estado cerca con Ophelia. Empezó a tener espasmos a mi alrededor
y quise llevarla al límite, pero nunca llegó. Tal vez por eso deseaba tanto llevarla allí ahora.
—Eso no me ha pasado nunca —dijo Gunnir.
Me reí.
—No me sorprende, teniendo en cuenta esa pequeña polla rechoncha que tienes.
Soltó a Ophelia, que cayó de espaldas mientras él se ponía en pie de un salto. Aterrizó
con un ruido sordo y retrocedió por el suelo de madera para alejarse de él.
—¿Qué has dicho de mi polla? —Gunnir se acercó, manteniendo los brazos ligeramente
levantados de los costados para parecer más grande.
Me levanté y le miré fijamente a los ojos entrecerrados.
—Es del tamaño de ese puto hueso de pollo —dije con una sonrisa burlona.
—Vete a la mierda, Alex. Siempre pensando que eres mejor que yo.
Gunnir había perdido todo interés en Ophelia. Le hice un leve gesto con la mano hacia
el dormitorio, y ella levantó la cadena para que no hiciera ruido mientras se escabullía
hacia un lugar seguro.
Buena chica, pensé, antes de que Gunnir se abalanzara sobre mí con su puño.
Esquivé el primer golpe, pero el segundo me dio en la parte derecha de la cara. Retrocedí
un paso, tocándome la mejilla por un momento, antes de cargar contra él y derribarlo. Mis
puños le golpearon la cara hasta que su nariz salpicó sangre.
—Vete a la mierda, Gunnir. Soy mejor que tú —dije. Lancé un fajo de saliva al suelo,
cerca de su cabeza—. Eres todo lo que odiaba de El Hombre.
—Quítate de encima —gruñó mientras me quitaba de encima con demasiada facilidad—
. ¡Ve a besarle los pies a tu perra antes de que te mate!
Sacudí la mano, me levanté y me dirigí a mi dormitorio, cerrando la puerta tras de mí.
Ophelia estaba sentada en el suelo, pero se levantó de un salto y vino hacia mí cuando oyó
el clic de la cerradura. Me cogió la mano y me pasó los dedos por los nudillos
ensangrentados.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—¿Por qué, que?
—¿Por qué provocaste una pelea así?
—Te habría hecho algo peor.
Sacudió la cabeza.
—¿Pero por qué protegerme? ¿Qué bien puede salir de ello?
—Nada bueno saldrá de ello, pero las cosas ya están en movimiento hacia un destino que
no me gusta una mierda. Así que, es lo que es.
Se inclinó hacia mí y me besó, haciendo sonar su cadena mientras me llevaba la otra
mano a la cara. Mi cuerpo se tensó. No debería haberme visto como un caballero blanco.
No lo era. Era ferozmente posesivo con ella. Egoístamente, quería quedármela para mí y
estaba alterando la dinámica de la casa para mantenerla a mi alcance. No lo hacía porque
me gustara lo lista que era o que fuera más fuerte que otras chicas cuando estaba por debajo
de mí. No lo hacía porque me ganara a las damas o porque pareciera importarle cuando le
enseñaba una foto de mi madre. No era porque se acordara de algo tan estúpido como que
me gustaban mis huevos.
Joder. Eran todas esas cosas.
Y no podía ser ninguno de ellos.
Detuve su beso cada vez más profundo y puse distancia entre nosotros sujetándola por
los hombros. Puse más distancia entre nosotros con lo que dije a continuación.
—No hago lo que hago porque sea un santo. Lo hago porque soy un demonio disfrazado
de tal.
Su labio inferior formó un mohín perfecto y sus ojos se alzaron hacia los míos.
—No lo entiendo.
—No te estoy protegiendo. Te estoy poseyendo. Te alejo de él porque no quiero que nadie
más te toque. Quiero ser el único dentro de ti. No puedo gustarte, Ophelia. Si cree que te
gusto, te matará. Si cree que me gustas, me matará. Pase lo que pase, tengo que disgustarte.
Tienes que odiarme a su lado. —Inspiré agudamente—. Tienes que odiarme de todas
formas.
Le tembló el labio y sus ojos se redondearon con una tristeza que nunca había visto.
—Oh —dijo. Dio un paso atrás... y luego otro.
Ver cómo mi verdad la rompía me hacía doler el corazón, pero tenía que poner esos
límites entre nosotros. Por los dos. Me reafirmé.
—¿Realmente pensaste que me importabas?
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No.
Ella mentía, esa palabra era tan plástica como cuando fingía excitarse, pero yo también
mentía. Me preocupaba por ella como nunca me había preocupado por nadie. Pero esta
casa era demasiado pequeña, no dejaba espacio para sentimientos así. Si Gunnir había
perdido la cabeza porque yo había tratado de excitarla, no había forma de saber cómo
reaccionaría si supiera que me estaba enamorando de ella.
Quizá no tenía por qué hacerla sentir completamente rechazada. Al fin y al cabo, yo era
un Bruggar, y la forma en que se había abalanzado sobre mí momentos antes me había
hecho palpitar. Podía poner la pelota en su tejado y dejar que ella decidiera.
—No te quedes ahí parada como un cachorro azotado. Si quieres algo, te lo daré, pero
asegúrate de saber de qué se trata. Si quieres algo bueno entre el mal aquí, está bien, pero
no es amor ni nada.
Esperaba que se quedara atrás. Todavía podía ver el dolor en su cara. En lugar de eso, me
sorprendió y volvió a mis brazos. Pero no la besé. La agarré por los hombros y la puse de
rodillas.
—Muéstrame cómo sabes chupar, O —le ordené mientras le retorcía el cabello.
Guardó silencio mientras me bajaba los vaqueros y me sacaba la polla, luego sus ojos
encontraron los míos mientras me rodeaba la polla con la mano y me acariciaba. Había una
aspereza irregular cuando forzaba la mano de alguien sobre mi polla, pero el tacto de
Ophelia era suave y terso, recorriéndola desde la base hasta la punta. Había follado mucho,
pero podía contar con una mano las veces que una mujer me había acariciado de buena
gana.
Le agarré la nuca, pero ella me puso la mano en la muñeca.
—Alex, déjame hacerlo —susurró.
Aunque iba en contra de todo lo que me habían enseñado, dejé que tomara el control.
Bajé las manos a los costados, ella abrió la boca y me guió hasta sus labios. Mis abdominales
se tensaron cuando su cálida lengua me envolvió como no podía hacerlo cuando yo la
forzaba. Giró alrededor de la cabeza y luché contra el intenso impulso de agarrarle la nuca
y follarle la cara. Pero no fue necesario. Me llevó hasta el fondo de su garganta.
De buena gana.
—Maldita sea, O —gruñí. Enredé la mano en su cabello oscuro sin interrumpir el
movimiento de su boca. La forma en que me chupaba me hacía sentir mejor que cuando
luchaba conmigo, y no quería interrumpir el regalo que me había hecho. Nunca había
sentido algo así.
Sin embargo, me sentía demasiado bien, y aún tenía planes para hacer realidad mi
fantasía anterior. La puse en pie y la besé con fuerza. Antes de que pudiera recuperar el
aliento, la llevé hasta la cómoda y empujé su pecho sobre ella. Le abrí las piernas de una
patada y su respiración se entrecortó, anticipando lo que pensaba que ocurriría a
continuación. No tenía ni idea de lo que quería hacerle. Por mucho que mi polla palpitara
dentro de ella, no pensaba forzarla. En lugar de eso, me arrodillé.
—Alex —gimoteó.
—¿Qué, O? —Pregunté, soplando un aliento caliente sobre su clítoris hinchado.
—No sé si quiero esto —susurró.
—Sólo esconde tus gemidos.
No me importaba lo que Gunnir pensara en ese momento. Sólo quería saborearla en mi
lengua. Lamí desde el clítoris hasta la entrada. Nunca había sentido el impulso de
chupársela a una mujer, pero una vez que la probé, se encendió un fuego en mi vientre.
Olía a mí. Como el jabón que habíamos usado antes en la ducha. Se mordía el brazo para
ahogar los gemidos que no podía controlar y su cuerpo reaccionaba a cada movimiento de
mi lengua. Me acaricié la polla mientras ella me mordía la cara desde arriba. Agarré su
culo perfecto con la otra mano y la lamí hasta que le temblaron los muslos.
—Córrete para mí —gruñí contra ella.
Como una ola, su orgasmo creció y se dirigió a la orilla. Le metí los dedos y le froté el
clítoris con el pulgar mientras lamía y mordisqueaba sus labios sensibles e hinchados. Ella
se apretó a mi alrededor y se agarró a la madera, estremeciéndose con tanta fuerza que hizo
sonar el espejo contra la pared. La follé con los dedos hasta que dejó de temblar, hasta que
su cuerpo sólo se estremeció con cada pasada de mi pulgar sobre su clítoris. Cuando supe
que había superado la última oleada, me levanté, la di la vuelta y la besé.
—Límpiame, O —le dije contra su boca. Fue a levantar la mano hacia mi cara, pero yo
la detuve a su lado. Entendió lo que quería y me lamió la barbilla con un movimiento largo
y amplio—. Buena puta —gruñí.
Nos dirigíamos a las profundidades sin salvavidas. No había nadie para salvarnos, y
estábamos demasiado atrapados el uno en el otro para salvarnos a nosotros mismos.
Ophelia
n el momento en que Gunnir sorprendió a Alex con la mano entre mis piernas, el
aire de la casa cambió. Aunque Gunnir apenas reconoció lo que vio, sentí el odio
que irradiaba su piel aceitosa. Su rabia melancólica acabaría estallando, y esperar
la inminente explosión me había puesto de los nervios.
Lo que pasó con Alex la noche anterior no ayudó a mis nervios. Me confundió muchísimo
haciéndome sentir bien.
Sabía por qué había dicho lo de los sentimientos, y tenía razón. Cualquier sentimiento
nos heriría a uno o a los dos. Pero no importaba la mentira que intentara decirme, sabía
que sentía algo por mí. Quería poseerme, y nadie quería poseer algo que no le gustaba.
Gunnir entró en el dormitorio y mis ojos se clavaron en él. Alex no estaba detrás de él.
Mi corazón palpitó de miedo cuando me quitó la cadena y me arrastró hasta el salón. Intenté
clavar los talones en la madera, pero era demasiado grande y poderoso. Entonces lo vi. Allí
en el suelo, con restos de madera enroscados alrededor de los bordes metálicos, había un
ancla recién instalada.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
—No se puede confiar en ti —dijo Gunnir mientras aseguraba mi cadena al lazo—.
Ahora estarás aquí fuera para que no puedas meterlo en más problemas.
Me senté en el suelo y retrocedí hasta chocar con la pared. No había discusión con
Gunnir. Estaba atrapada, vulnerable en medio de la casa.
—¿Dónde está Alex?
Gunnir se burló.
—No deberías preguntar dónde está tu puto amo, niña. Deberías alegrarte de que no esté
en casa y de que tu bonito coñito tenga un respiro.
Me costaba ver a Alex como un maestro. Era mi captor, pero intentaba ser bueno, aunque
no pudiera por culpa de su malvado hermano y del horrible hombre cuya presencia aún
rondaba los pasillos de aquella casa.
—¿Quién te crees que eres? Te trajimos a nuestra casa e intentas caerle bien a Alex. ¿Para
qué? ¿Para qué no te follen como la puta que eres? —Se palmeó la barriga—. Alex es
demasiado marica, pero veo lo que estás haciendo. Le estás utilizando, y debería ser al revés,
chica.
Luché contra el impulso de sacudir la cabeza. Alex no era tan débil como Gunnir
pensaba. Era lo bastante fuerte como para darse cuenta de que no tenía que crecer para
parecerse a los modelos masculinos de su vida. Sólo que no era lo bastante fuerte para
detener el ciclo de crueldad. Por eso, era débil.
Gunnir fue a la cocina y volvió con una bolsa de arroz en la mano. La sacudió y los trozos
crudos cayeron unos sobre otros. Se puso en cuclillas y vertió un grueso montón de arroz a
sus pies. Una vez vaciada la bolsa, se la metió en el mono. Me cogió y gemí mientras me
arrastraba hasta ponerme de pie. En cuanto me puse de pie, me sacó las rodillas y me puso
a cuatro patas sobre el montón de arroz crudo. Me levantó el pecho para obligarme a
arrodillarme y los duros gránulos se clavaron en mi piel. El dolor fue inesperado. Nunca
imaginé que unos objetos tan diminutos pudieran inducir una angustia tan excesiva. Grité
y Gunnir me golpeó la mejilla.
—Quédate ahí, niña, o te haré algo peor que arrodillarte sobre arroz. —Una sonrisa
sádica se dibujó en su rostro—. Mantén las manos delante hasta que te diga que te levantes.
Si veo que te mueves, te follaré la boca. ¿Lo has entendido?
Asentí con la cabeza, conteniendo las lágrimas mientras mis rodillas pedían a gritos un
alivio que yo no podía ofrecerles. No había hecho nada para merecer este castigo. Para
empezar, nunca quise estar allí. Nunca pedí nada de esto, ni siquiera el placer que Alex me
ofrecía. Mi cuerpo respondía, aunque yo no quisiera. Pero eso no se lo podía decir a Gunnir.
Todo lo que vio fue el movimiento de mis caderas contra la mano de su hermano.
Alexzander
el contacto e inspiré hondo antes de entrar. Gunnir me tenía en ascuas y lo
odiaba. Pero no me sorprendía. El Hombre me habría matado si me hubiera visto
complaciendo a una de las chicas. Era un concepto extraño y prohibido.
Entré y casi se me cayeron las bolsas de la compra al suelo. La puerta abierta detrás de
mí iluminó los ojos de Ophelia con la dulce luz del sol. Estaba arrodillada, con las manos
sobre los muslos. Al principio pensé que sólo era eso. Entonces mis ojos registraron los
granos de arroz esparcidos a su alrededor. Gunnir había llevado una posición de estrés a
un nuevo nivel. Cuando oyó cerrarse la puerta, salió de su habitación y marchó hacia mí
con la cabeza alta y los hombros echados hacia atrás.
—¿Qué demonios estás haciendo, Gunnir? —pregunté mientras dejaba la compra en la
encimera y caminaba hacia Ophelia. El dolor le lavó la cara, quitándole el color. Parecía
tan obediente. Pequeña y flexible. Y yo odiaba eso de ella. Controlé el temblor de mis manos
a los lados. No podía dejar que Gunnir viera cuánto me enfurecía.
—Tiene que aprender cuál es su sitio —dijo encogiéndose de hombros.
Ophelia se estremeció al cambiar de peso. El Hombre le había enseñado el truco del arroz
a Gunnir. Yo nunca lo usé porque me lo habían hecho a mí, y aún recordaba el dolor que
me recorrió todo el cuerpo, empezando por las rodillas. No se lo deseaba a nadie, y menos
a Ophelia. Cuando la miré, me recordó a la persona inocente que solía ser. Me recordaba a
la persona que era antes de que El Hombre me enseñara a ser más como él.
Necesitaba levantarla, pero para ello tenía que mantenerla en el suelo. Me acerqué y le
agarré el cabello. Ella gimió y se tensó contra mi áspero agarre.
—¿Has aprendido? —pregunté. Forcé una sonrisa sádica en mi rostro. Ella asintió
débilmente con la cabeza y yo le agarré las mejillas, haciéndole soltar un suspiro de
sorpresa.
Me bajé la cremallera y me saqué la polla. Me miró con el labio torcido, la ira irradiaba
de ella mientras sus ojos recorrían mi cuerpo. Empujé mi polla más allá de su boca tensa.
Gunnir seguía hablando detrás de mí, pero no podía oír nada por encima del sonido
amplificado de los latidos de mi corazón en mis oídos. Le sujeté la nuca para evitar que se
balanceara sobre las rodillas mientras le follaba la boca. Sus labios temblaban alrededor de
mi cuerpo y sus manos me empujaban los muslos, pero no cedí. No podía.
—Dios, yo también quiero sentir su boca —gimió Gunnir desde el sofá. Piel con piel
sonaba a mi alrededor mientras se masturbaba al verme follándole la cara.
—La estoy utilizando —le dije mientras apartaba la tela de sus pechos. Exponerla lo
acercaría más. No podría esperar a que terminara. Jugué con su pezón entre mis dedos y
sus uñas se clavaron en mi muslo. Intenté disimular la expresión de traición de su cara
inclinando su cabeza y metiéndome más profundamente en su boca.
Gunnir se levantó y se acercó. Se me revolvió el estómago al verle mover la cabeza de su
polla tan cerca de su piel perfectamente pálida. Pensé que sólo quería ver más de cerca su
cuerpo.
Pensé mal.
Gunnir gimió y su semen salpicó su pecho. No pude terminar después de ver su vil lefa
pintada sobre su piel. Me ablandé en su boca, pero mantuve mi mano enterrada en su pelo
para seguir pareciendo duro dentro de ella. Entonces fingí mi propio orgasmo, lo que la
dejó con cara de confusión. La saqué de la boca y ella fingió tragar.
Buena chica.
Antes de que Gunnir pudiera hacer nada más con ella, la levanté de sus inestables
rodillas. Los granos de arroz se desprendieron de su piel y tintinearon en el suelo mientras
ella avanzaba a pasos agitados.
—No hagas una puta mierda así sin mí —le dije mientras señalaba hacia sus rodillas
sangrantes.
—No te pierdas en un puto coño, entonces —gruñó. Por suerte, ésa era toda la lucha que
le quedaba, y se dirigió a su habitación con un suspiro de saciedad.
Ayudé a Ophelia a ir al baño. En cuanto cerré la puerta, se giró hacia mí con una
expresión dura en el rostro. Mis ojos se posaron en las perlas blancas de su pecho desnudo.
—¿Cómo pudiste? —preguntó—. ¿Por qué dejaste que tu asqueroso hermano...
Le puse una mano en la boca, la giré y la atraje contra mí.
—Cierra la boca —susurré—. Todo lo que he permitido es el mejor de dos males. He
conseguido mantenerlo alejado de tu boca y de tu coño, ¿verdad? —Me acerqué más a su
oído—. ¿Hubieras preferido que me apartara y le dejara correrse en tu lengua en vez de en
tu pecho?
Ophelia gimoteó y movió la cabeza en señal de comprensión. Le solté la boca. Se agachó
y se rascó el arroz que se le había incrustado en la piel.
—Joder, me ha dolido —dijo.
—Lo hizo porque cree que me gustas, ¿no?
Ella asintió.
—Cree que estoy llegando a ti.
Aparté la mirada de ella.
Me estaba afectando y no sabía cómo detenerla. Nunca había sentido esto por nadie, y
menos por una cautiva. Estaba destinada a ser una muñeca con una cadena, algo que usar
y con lo que jugar cuando lo considerara oportuno, pero nunca había sido eso para mí. Ni
siquiera cuando la usé al principio. Ophelia se sentía más como un regalo. Su cuerpo era
algo para apreciar, y yo quería apreciarla. Por eso esta situación me estaba volviendo loco.
Cogí un trapo de debajo del fregadero y lo pasé por debajo del grifo. Le limpié la piel,
luchando contra las arcadas y el labio torcido por el rastro de residuos brillantes que le
corría por el pecho. Me miraba fijamente, con algo ilegible filtrándose en sus ojos mientras
la limpiaba. La atraje hacia mí. No me importó que los restos de Gunnir aún cubrieran su
piel ni que pudiera olerlo en ella. A pesar de todo, seguía sintiendo una atracción hacia su
boca, donde aún tenía los labios hinchados por mi polla.
Me dejé llevar por la debilidad. Me incliné hacia ella para darle un beso, y ella me dio la
bienvenida.
Mis manos se dirigieron a sus botones. Los abroché, ocultando su vulnerable pecho. Le
rodeé la cintura con las manos y la subí a la encimera para atenderle las rodillas. Se
estremeció cuando rocé su piel en carne viva con las yemas de los dedos. Cada grano había
dejado una pequeña huella o desgarrado su carne. Bolsillos de sangre llenaban los canales
en miniatura. Tocar sus rodillas me recordó cuando me obligaron a arrodillarme sobre un
lecho de arroz durante casi veinticuatro horas. Si miraba de cerca, vería las cicatrices de
mis rodillas.
Arrodillarse sobre arroz ya era bastante malo, pero tener que hacerlo mientras tu piel
aún estaba en carne viva era peor. Mucho peor.
—Lo siento —le dije mientras le acercaba el trapo frío a las rodillas—. Te mereces algo
mejor que esto.
Sus ojos se encontraron con los míos.
—Entonces déjame ir —susurró.
Eso dolió. No debería, porque todos querían escapar, pero yo esperaba que ella quisiera
quedarse conmigo.
Le pasé una mano por la mejilla.
—No puedo. —Sacudí la cabeza—. No dejaré que te vayas.
—Si yo te importo...
—No lo hagas, Ophelia. No puedo dejarte ir porque perdería las partes de mí que
encontré dentro de ti.
Las lágrimas brillaron en sus ojos.
—Podrías venir conmigo.
Me ocupé de sus rodillas e ignoré su sugerencia. No tenía nada más que decir. No podía
dejarla marchar. Desde el punto de vista logístico, habría sido una puta estupidez. Sólo se
daría cuenta de lo estúpida que había sido al enamorarse de mí, y entonces correría a la
policía. ¿Emocionalmente? No podía perderla. No quería estar sin ella, e irnos juntos no era
posible. Por mucho que despreciara en lo que se había convertido mi hermano, seguía
siendo mi hermano. Si podía mantener a Ophelia a salvo de él aquí, podríamos aprender a
coexistir.
La ayudé a bajar de la encimera y se tambaleó hasta el dormitorio. Cerré y atranqué la
puerta tras nosotros antes de despojarme de mis calzoncillos. La cadena chasqueó cuando
la sujeté al gancho y, como una mascota obediente, se fue a su rincón y empezó a juguetear
con sus finas mantas.
Ese suelo duro será un infierno para sus rodillas.
Me deslicé bajo las sábanas y le hice señas para que se acercara, pero ella negó con la
cabeza y permaneció sentada. Levanté la manta.
—Vamos, O. —Quería que estuviera cómoda después de sentir tanto dolor.
Como seguía negándose, me acerqué a ella y la levanté del suelo. Era tan pequeña entre
mis brazos. Tan frágil e indefensa. Cuando coloqué su cuerpo tenso bajo las sábanas, miró
al techo y apretó los dientes. Probablemente le preocupaba que me la follara ahora que
estaba en mi cama, pero no forcé mi contacto. Deslicé una mano por detrás de la cabeza y
mantuve la otra sobre mi vientre desnudo.
La tarde se convirtió en noche y sus rígidos músculos empezaron a relajarse. Una larga
exhalación salió de su pecho y supe que echaba de menos dormir en una cama. ¿Y quién
no? El suelo era un lugar frío y solitario.
Justo antes de dormirme, se volvió hacia mí, me pasó el brazo por la cintura y se acurrucó
en mí. La rodeé con el brazo. Aquella acción extraña me parecía prohibida, como si me
castigaran por ofrecerme y encontrar consuelo en su piel. Me habían enseñado que los
Bruggar no necesitaban afecto y que las mujeres no lo merecían. Pero ya no me importaba.
Me deleité en su calor. Se sentía tan bien en mis brazos, como si perteneciera a mi hogar.
Pero ambos sabíamos que no.
Ophelia
e desperté abrazada a Alex en algún momento antes del amanecer. Intenté no
hacer sonar mi cadena al girar la cabeza y darme cuenta de cómo me había
quedado dormida. Roncaba a mi lado y los dos estábamos en su cama. Uno de
sus brazos me rodeaba y el mío se enroscaba en su cintura. Habría parecido que nos
despertábamos como una pareja después de una apasionada noche juntos... si no hubiera
sido por la cadena que me pesaba en el cuello. El roce del metal me recordaba que era su
cautiva. Que estaba en la cama, abrazada a mi captor.
Cuando intenté separarme de él, se despertó. Sus ojos se abrieron, pesados por el sueño,
y cuando se estiró, vi la dureza de sus calzoncillos. Se dio cuenta de que le miraba fijamente
y se cubrió la entrepierna con la sábana.
—Buenos días —susurró. Me pareció y sonó demasiado normal. Su mano rozó mi
costado, dejándome la piel de gallina. Una parte de mí quería escupirle fuego y decirle que
no me tocara. Otra parte de mí se deleitó con la forma en que las yemas de sus dedos
susurraban sobre mi piel. Era amable, casi cariñoso.
También estaba mal. Tan jodidamente mal.
Me aparté y me incorporé sin responder, pero él me empujó hacia abajo con un severo
apretón en el hombro.
—¿Qué te pasa? —preguntó, con sus ojos verdes oscuros e intensos.
—No podemos abrazarnos así —le dije mientras volvía a intentar levantarme.
—No fui yo quien se abrazó a ti, O —dijo mientras me acercaba y me besaba.
Empujé su pecho.
—No —susurré mientras sus labios recorrían mi mandíbula.
—Te deseo —gruñó.
Miré al techo, preparándome mentalmente para desaparecer dentro de mi cabeza
mientras él me follaba. Cuando no trepó por encima de mí, parpadeé para disipar el pavor,
pero me negué a mirarle.
Alex me cogió de la barbilla y me giró la cara hacia él.
—No quiero que te vayas a otra parte de tu cabeza. —Sonrió satisfecho, sus dedos
rozaron mi mandíbula—. No tiene por qué ser lo que ha sido.
Se inclinó hacia mí y me besó el pecho. Se me apretó el estómago al recordar el semen de
Gunnir marcando ese mismo lugar, pero a Alex no pareció importarle mientras me
devoraba. Sus dedos abrieron mis botones y su boca capturó mi pezón. Quería detenerlo
porque no se merecía besarme. Había dicho que no podíamos tener sentimientos, había
reiterado lo fatales que serían y, sin embargo, ahí estaba, actuando como si yo fuera algo
más que su cautiva.
Su mano bajó hasta mi estómago y la atrapé antes de que bajara más.
—Me estás imponiendo muchas cosas que no deberías. Me dices que disfrute de esto,
pero no puedo disfrutar de este infierno.
Alex me apartó el cabello de la mejilla.
—Sé que estamos en el infierno, pero no tiene por qué ser todo fuego y azufre. No siempre
tiene que arder.
—Tal vez no te esté quemando, Alex, pero yo estoy ardiendo.
Apoyó la barbilla en mi pecho.
—No puedo darte el cielo, pero puedo hacer que el infierno se sienta bien a veces.
—Eso suena como un trato con el diablo.
—Tal vez —dijo mientras me abría la camisa y me besaba el estómago—. Pero el diablo
no regatea.
—¿Y si digo que no, Alex? ¿Lo aceptarás de todos modos?
Detuvo su descenso y acercó su rostro al mío. Sentí cada gramo de su fuerza mientras se
cernía sobre mí, y el duro calor que nos presionaba era una amenaza que ya había sentido
demasiadas veces.
Un suspiro frustrado salió de sus labios y rodó sobre mí, y sus ojos se encontraron con
los míos.
—Por mucho que quiera volver a hundirme dentro de ti, me detendré. Por ti.
Exhalé mi alivio.
—Eso no significa que estés libre de culpa. La paciencia es una virtud, pero yo no soy un
hombre virtuoso. —Sus ojos brillaron con una idea, y una sonrisa socarrona se dibujó en
sus labios—. Juega a las damas conmigo.

Alexzander
, ¿pero me importaba? En absoluto. No me quedé
con su boca ni con su coño, pero necesitaba correrme, y quería que me masacrara en las
damas mientras lo hacía. Siempre pensaba cada movimiento, y la forma en que se mordía
el labio cuando se concentraba me volvía loco.
—Coge el juego —le dije—. Pero mantén tu camisa desabrochada para mí.
Se levantó de la cama y sacó la caja del armario. Mantuvo la mirada fija en el suelo
mientras se sentaba frente a mí y preparaba la tabla. Los dos trozos de cartón envejecido no
querían quedar planos sobre el colchón lleno de bultos, pero jugueteó con ellos hasta que
consiguió que funcionaran. Mis ojos se fijaron en sus suaves manos. Acarició cada trozo
cerca de sus pechos antes de inclinarse para colocarlos. Me imaginé metiendo la polla entre
aquellos pechos. Cada parte de ella era tan follable.
Me metí la polla por la raja de los calzoncillos y me acaricié mientras jugábamos. Tal
como esperaba, ella se inclinó, se mordió el labio y examinó cada movimiento. Su necesidad
competitiva de ganar la ayudaba a ignorar el hecho de que yo me masturbaba mientras ella
ejecutaba cada movimiento. Me estaba ganando, y su orgullo me hizo acariciarme más
rápido.
Justo cuando terminaba su último movimiento, cuando sus tetas se apretaban al
inclinarse, cuando su cabello oscuro rozaba su piel pálida, me corrí. Atrapé la mayor parte
con la mano, pero una parte salpicó el tablero. Sus ojos se precipitaron hacia los míos
porque ambos sabíamos quién iba a limpiar aquel desastre.
—Arrodíllate y levántala, O —dije entre gemidos.
Se quedó boquiabierta.
—¿En serio?
Asentí, pero ella no se movió. Probablemente era porque aún le dolían las rodillas, pero
no era como si la obligara a arrodillarse en el suelo. Me limpié la mano en una camisa vieja,
me levanté y la empujé hacia delante. Con las dos manos, le aparté el cabello de la cara y se
lo agarré por detrás de la cabeza. Cuando la empujé con la cabeza hacia abajo, sacó la
lengua y lamió obedientemente mi semen. Torció el labio con asco, pero a mí me encantó.
Odiaba ver su obediencia cuando Gunnir le daba órdenes, pero me encantaba ver destellos
de eso para mí.
Siguió sorbiendo mi semen. Con la cadena que se extendía desde el lazo alrededor de su
cuello, parecía un perro. Una repentina punzada de culpabilidad me oprimió el pecho. Era
demasiado hermosa para ser un perro.
—Oh —susurré, y la levanté por el cabello. Una gota de semen colgaba de su labio
inferior, me incliné hacia ella y me llevé el sabor salado a la boca. La besé, transfiriendo
más de mis restos de su lengua a la mía. Me acogió en su boca y gruñí. Si iba a ser una
perra, me uniría a su manada.
Me fijé en la puerta y me separé de ella. La cerradura ya no estaba echada, pero estaba
seguro de que la había cerrado cuando entramos anoche. Gracias a su cadena, era imposible
que Ophelia hubiera alcanzado la puerta. Lo que sólo significaba una cosa.
Ophelia
os quedamos en la cama todo el día, temiendo la confrontación que seguramente
surgiría. Jugamos unas partidas a las damas, pero la mayor parte del tiempo
permanecimos sentados en silencio. Sin embargo, no podíamos quedarnos
encerrados en la habitación para siempre, así que Alex fue a tantear el terreno al caer la
tarde.
Los minutos pasaban como horas mientras me sentaba en el colchón y escuchaba cómo
empezaba la discusión, pero en lugar de gritos y destrucción, sólo oía el trinar de los pájaros
al otro lado de la ventana. Cuando regresó, tenía una expresión de desconcierto en el rostro.
—No está aquí —dijo pasándose la mano por el cabello.
—¿Dónde iría? ¿Está en el sótano con Sam?
Sacudió la cabeza.
—No, la puerta sigue cerrada con pestillo. No tengo ni idea.
Como para poner fin a nuestra confusión, la puerta principal se cerró de golpe y unos
pasos pesados atravesaron la parte delantera de la casa. Momentos después, el ruido de
sartenes al sonar fue seguido por el olor a comida quemada.
—¿Está cocinando? —Le pregunté.
—No creo que sepa cocinar. Será mejor que vayamos a ver qué pasa. A lo mejor tiene a
Sam en la cocina.
Me vistió y se aseguró de que estuviera abotonada hasta arriba para evitar llamar la
atención de Gunnir cuando saliéramos de la habitación. En cuanto entramos en la cocina,
Gunnir nos saludó alegremente.
—Me alegro de que por fin se hayan unido a mí —dijo mientras apilaba huevos
quemados en un par de platos.
Alex y yo intercambiamos una rápida mirada antes de dirigir mi atención a los trozos
carbonizados y desear que me hubieran ordenado cocinar el desayuno. Al menos habría
sido apetitoso.
—Siéntate, chica —dijo Gunnir mientras señalaba una silla con la espátula.
El vello de mi cuello se puso de punta. Nunca me permitió comer con ellos, y mucho
menos tomar asiento a la mesa. Sin embargo, necesitaba obedecer, así que hice lo que me
dijo y me senté en la silla que él había elegido. Mis ojos revolotearon por la habitación,
buscando una señal del plan que tenía bajo la manga.
Las cáscaras de huevo cubrían la encimera y una nube de humo flotaba en el aire. Una
mancha negra cubría la sartén que había utilizado para carbonizar los huevos, y le costaría
una semana de trabajo limpiarla de nuevo. Gunnir se acercó y me puso delante un plato de
huevos oscuros y pegajosos. Mis ojos recorrieron su cuerpo y se detuvieron en la correa
desabrochada que le golpeaba el vientre cuando retrocedió. Intenté evitar mirar su horrible
rostro, pero me atrajo su boca. Las comisuras se inclinaban en una sonrisa desigual y sádica.
Se acercó y empujó el tenedor hacia mí.
Me llevé la comida a la boca e intenté contener una mueca cuando el carbón me cubrió
la lengua. Después de recordarme a mí misma que debía estar agradecida, tragué.
Probablemente era más de lo que Sam había comido en todo el día. Si es que había comido
algo.
Alex comió todo lo que pudo de los nocivos huevos, pero Gunnir no comió con su
habitual entusiasmo. En cambio, hurgaba en su plato y no dejaba de mirar a Alex. Temía
que los huevos estuvieran envenenados. Habría sido una forma fácil de eliminarme de la
ecuación. Por otra parte, no me interesaba formar parte de su jodido problema matemático,
así que seguí comiendo.
En el salón se oía el murmullo de la televisión diurna, pero por lo demás la comida
transcurrió en silencio. Cuando Alex terminó de comer, Gunnir habló por fin.
—Conseguí un ciervo esta tarde —le dijo a Alex—. Necesito que lo prepares para que
podamos meter la carne en el congelador antes de que se estropee.
Alex bajó el tenedor y me miró.
—Deja de preocuparte por ella —dijo Gunnir con una sonrisa—. Juro por el nombre de
Bruggar que no le pondré una mano encima. Sólo prepara al maldito ciervo para que
podamos alimentarnos. Está atrás, cerca del recodo del arroyo. No tiene pérdida.
Alex apartó la silla de la mesa y se puso en pie.
—¿No te has molestado en acercarlo a la casa? —Sacudió la cabeza—. Claro que no —
murmuró.
No me gustaba a dónde iba esto, pero Alex no parecía muy preocupado. Gunnir dijo que
no me pondría la mano encima, y eso no dejaba lugar a discusiones en lo que a él
respectaba. Si intentaba discutir, sólo demostraría a Gunnir lo mucho que confiaba en Alex,
y eso sería malo para los dos.
Alex se puso una chaqueta y se dirigió a la puerta, atreviéndose a mirarme una vez más
antes de salir de casa. Le supliqué con la mirada. Sin palabras, le supliqué que encontrara
alguna razón para quedarse.
Pero se fue.
Gunnir se acercó a la ventana de la cocina y observó hasta que la figura de Alex
desapareció entre los árboles.
—Esto servirá —dijo mientras sacaba algo de detrás de la nevera y lo apuntaba hacia
mí; era una vara larga con dos puntas en el extremo—. Dije que no te pondría la mano
encima, pero no necesito manos para hacerte mover. Levántate. —Pulsó un botón y las
puntas emitieron un fuerte chasquido que se unió en un brillante arco eléctrico.
Miré por la ventana y consideré la posibilidad de llamar a gritos a Alex. No estaba muy
lejos, pero el arma de Gunnir estaba más cerca. En lugar de pedir ayuda, me puse de pie
sobre piernas temblorosas y esperé mi próxima orden.
Gunnir hizo un gesto hacia el pasillo, hablando mientras caminábamos.
—Te gusta dormir con Alex en una cama cómoda, ¿eh? Niña mimada.
Sacudí la cabeza.
—Claro que sí. Los vi a los dos, acurrucados en los brazos del otro. Era tan dulce. —
Gunnir me arrebató la cadena, deteniéndome frente al baño mientras su sonrisa se
transformaba en un ceño fruncido—. Te mostraré una linda camita, niña. Métete en la
bañera.
Tragué saliva.
—No lo entiendo —susurré mientras me metía en la bañera. Estaba tan jodidamente
confusa.
Agarró la cadena y me puso en posición sentada.
—Desabróchate la camisa —susurró mientras se ponía en cuclillas junto a la bañera.
Cuando no lo hice, dejó a la vista la punta de la picana. El miedo se apoderó de mi sistema
nervioso y mis manos se apresuraron a desabrochar cada botón hasta que quedé totalmente
expuesta. Gunnir gimió al ver mi pecho—. Quítatela. No quiero que se moje.
¿Mojarse?
Me quité la camisa y me llevé las rodillas al pecho para ocultar mis pechos.
—Los bóxer también —dijo Gunnir mientras señalaba la ropa interior que ocultaba lo
que yo deseaba desesperadamente mantener oculto. Me los quité y volví a acercarme las
rodillas al pecho, pero mis piernas no podían ocultar mucho.
Gunnir se desabrochó la correa que le quedaba, y su mono cayó y se le amontonó en las
rodillas. Estaba de pie a mi lado, con el vientre colgando por encima de su sucia ropa
interior blanca. Se llevó la mano a la polla, pequeña y flácida, y otro rayo de miedo me
atravesó. Estaba demasiado asustada para moverme, así que bajé la mirada e intenté ignorar
la polla que se endurecía junto a mi cabeza. Esperé a que me agarrara y se metiera en mi
boca, y el estómago se me revolvió de asco ante la inminente intrusión. Alex no podía
salvarme esta vez.
Un líquido caliente me salpicó la piel, concentrándose en el pecho, y un olor acre me
llenó la nariz. El chorro avanzó hacia mi cabeza, empapando mi cabello en una cascada de
orina. El estómago se me subió a la garganta y subieron los huevos, que me supieron peor
la segunda vez. El pis caliente y los trozos de vómito cubrieron mi pecho y se acumularon
entre mis piernas. Ni siquiera podía abrir la boca para gritar porque, si lo hacía, su pis se
colaría en mi lengua. Sólo podía cubrirme la cabeza con los brazos para protegerme los ojos
y la nariz. Llamé a Alex en mi mente, deseando que no me hubiera abandonado, rogándole
que me salvara.
Por favor...
Alexzander
« » mi cuchillo de caza en un cajón de la cocina para
tener una razón para volver, pero aun así tenía que hacerlo creíble. Gunnir tenía que pensar
que había llegado hasta el cadáver del ciervo antes de darse cuenta de que me lo había
dejado. Esperé en el linde del bosque, escuchando un grito o un forcejeo en el interior de la
casa, pero el silencio era más desconcertante que un grito de auxilio. La adrenalina se
acumuló en mis músculos hasta que tuve que moverme. Tenía que saber que estaba a salvo
de él.
Corrí hacia la casa y calmé la respiración al abrir la puerta principal. No estaban en el
salón ni en la cocina, y la puerta del sótano seguía cerrada con pestillo. Me detuve y
escuché. Desde el pasillo llegaban sonidos extraños y, cuando doblé la esquina, vi la causa
del ruido. Gunnir tenía el mono por las rodillas y estaba meando en la bañera. Gimió y se
llevó una mano a la cadera mientras el chorro salía y terminaba. Sólo cuando dio un paso
atrás vi a Ophelia, desnuda y hecha un ovillo aterrorizada. Estaba empapada.
—¿Qué coño? —Pregunté. Era lo único que se me ocurría decir.
Gunnir levantó la mano hacia Ophelia, mostrando su obra como si acabara de pintar
una obra maestra con su polla.
—Solo le mostraba a la chica que tipo de cama se merece.
Así que había tenido razón. Nos había visto dormidos en la cama.
Gunnir me rodeó el hombro con el brazo y se acercó a mi bragueta. Le aparté la mano y
perdí pie en el suelo resbaladizo, pero su agarre en el cuello me mantuvo en pie. Su mano
buscó de nuevo mi bragueta, pero negué con la cabeza.
—Mea en ella —gruñó Gunnir.
Mi cabeza nunca dejó de temblar. No hasta que sacó la picana de detrás del retrete. Para
ser tan grande y estúpido como era, no era un completo imbécil. Era inteligente como el
infierno cuando se trataba de tortura.
No me importaba. Aceptaría la picana. Me negué a mearla.
En lugar de girar el arma hacia mí, el zumbido crepitante se dirigió hacia Ophelia. Gritó
y su cuerpo tembló cuando la picana se acercó a su piel desnuda. Sus ojos se clavaron en
los míos.
—¡Bien! —Dije, justo antes de que las púas la alcanzaran—. Lo haré, joder.
—Buen chico —dijo Gunnir, dándome una palmada en la espalda.
Me abrí la bragueta, incapaz de mirarla a través del velo de culpa que pendía sobre mí.
Con los ojos dirigidos al techo, empecé a mear. Mi chorro conectó con la cerámica y la
carne, y ella dejó escapar un débil gemido. Aquel sonido me quebró; me habría sacado de
mis casillas si Gunnir no me hubiera estado amenazando. Una vez que terminé, me soltó y
caí de rodillas.
—Un marica y su puta —gruñó Gunnir mientras se subía el mono y nos dejaba solos en
el baño.
La puerta se cerró de golpe y traté de reunir fuerzas para incorporarme. Ophelia
sollozaba y el olor a orina flotaba en el aire como un perfume de pesadilla.
—Lo siento muchísimo —susurré, pero ella no me reconoció. Sin embargo, sus ojos me
dijeron todo lo que necesitaba saber. Que tenía razón. Que estaba en el infierno y que, por
mucho que intentara protegerla del calor, no podía detener la tormenta de fuego que la
invadía. Y ahora las llamas me estaban quemando a mí también.
Ophelia se quedó en silencio, lo que fue peor que su llanto. Se quedó sentada, bañada en
orina del diablo, incapaz de moverse. Luchando contra el choque de adrenalina, reuní
fuerzas suficientes para levantar la mano y abrir la ducha. El agua cayó de la alcachofa,
rociándonos a los dos, y su pecho se contrajo con un agudo jadeo cuando el agua fría la
golpeó y le empapó el cabello. Sin desnudarme, me metí en la bañera y la ayudé a ponerse
en pie, pero era un peso muerto en mis manos.
—Ophelia, vamos —dije con voz tensa. Por fin conseguí que se pusiera en pie y le aparté
el cabello de la cara—. Oh, Dios —susurré mientras la miraba a los ojos llenos de
desconfianza. Mi participación la había destruido, y eso me aplastó.
Ignorando la pesadez de mis brazos, la lavé. Se apoyó en mí mientras le restregaba el
cabello hasta que el aroma floral se impuso al de la orina. Una vez limpia, la ayudé a salir
de la ducha, la envolví con una toalla y la llevé a mi habitación. Cerré la puerta con llave y
aparté la cómoda delante de ella.
Me quité la ropa mojada del cuerpo y me vestí con algo seco, y cuando me volví, la
encontré temblando y mirándome fijamente. Levanté la manta de la cama, instándola a
desaparecer en su calor, pero no se movió. Volvía a tenerme miedo. Miedo de lo que le haría
si me metía a su lado. La agarré del brazo, la subí a la cama y le tapé el cuerpo desnudo con
la manta. Sus ojos no se apartaban de mí, anticipando lo que temía que ocurriera a
continuación. En lugar de arrastrarme junto a ella, até su cadena al ancla y me acurruqué
en el suelo. Me tapé con la fina manta y su olor me reconfortó. Olía a ella.
No sabía por qué me molestaba tanto lo que había pasado. Gunnir y yo habíamos hecho
cosas peores a casi todas las mujeres. Solíamos hacerles beber nuestra orina antes de
acostarse para que nos saborearan toda la noche. Ophelia era diferente, sin embargo. Ver
esa mirada derrotada en su rostro me recordó demasiado a lo que Gunnir y El Hombre me
habían hecho a mí. Ante mis ojos, se convirtió en ese niño traumatizado atado al poste de
afuera porque le dio comida extra a escondidas a su madre. Ophelia era la parte buena de
mí, la parte que fue golpeada hasta el olvido, dejando sólo al monstruo en mi piel.
Arrullada por el zumbido del radiador a mi lado, me dejé caer en el sueño. Gunnir me
mataría si supiera que le había dado mi cama, pero era yo quien merecía dormir en el puto
suelo.
¿Cómo iba a perdonarme? ¿Cómo podría perdonarme a mí mismo?
Ophelia
l despertarme a la mañana siguiente, seguía atrapado en la pesadilla en la que
me había dormido. Lo que pasó anoche fue… No podía permitirme volver a
perderme en ese recuerdo. Cuando me di la vuelta y miré por la ventana, todavía
estaba oscuro. Hubo un momento de pánico cuando me di cuenta de que estaba sola en la
cama, pero los ronquidos de Alex desde el suelo me reconfortaron. No recordaba mucho
después de que me mearan encima. Recordaba cosas como la forma en que la mandíbula
de Gunnir colgaba floja por el placer de lo que estaba haciendo, o la forma en que Alex no
había querido participar. Apenas recordaba la ducha o a Alex limpiándome, pero el olor
familiar del jabón barato me reconfortó aún más.
Mi cadena sonó y resbaló contra su pie cuando intenté salir de la cama.
—¿O? —susurró, con la voz pesada por el sueño.
—Soy yo —dije mientras me acomodaba contra la cabecera.
No esperaba que se pusiera en pie y corriera a consolarme. No quería su consuelo. Él era
la mitad de la lluvia dorada en dos partes que recibí. A pesar de lo que yo quería, se acercó
a mí y me rodeó los hombros con los brazos.
—Lo siento mucho, joder —susurró. Incluso en la oscuridad, sabía que había dolor en
su expresión. Podía oírlo en su voz, lo cual estaba bien, porque se merecía sentirse tan mal
como yo—. Tuve que hacerlo. Te habría dado una descarga con esa puta picana si no lo
hubiera hecho.
—Hubiera preferido eso —dije.
—Habría pinchado tu . . . —Alex no pudo terminar la frase, como encerrado en un
violento recuerdo—. Créeme, no lo habrías preferido —dijo finalmente.
—¿Por qué no te enfrentas a él? Si no es por mí, al menos hazlo por ti. —Me aparté de
su contacto.
—No lo entenderías —dijo moviendo un poco la cabeza.
Me sorprendió que no pudiera sentir el calor de mi mirada a través de la oscuridad.
—Patético —dije con sorna.
No debería haberlo dicho, pero la palabra saltó de mi garganta y cayó sobre él antes de
que supiera lo que estaba pasando. Vi cuánto le disgustaba su hermano y luchaba contra la
forma en que dirigía las cosas, pero no hizo nada para cambiarlo. Simplemente bailó
alrededor de los deseos enfermizos de Gunnir para tratar de evitarme lo peor. Yo no era
desagradecida, pero él no había estado bromeando cuando dijo que no era un caballero
blanco. Era un demonio luchando contra las garras del diablo, dirigiendo sus llamas en
otras direcciones. No podía salvarme. Por mucho que lo intentara, el diablo seguía
encontrando formas de prenderme fuego.
En lugar de hacerme pagar por haberle llamado patético, me habló con los dientes
apretados, mostrando una contención que debió de resultarle difícil.
—No me hables así.
—¿O qué? ¿Me matarás? —le dije. Una vez más, sabía que no debía seguir dándole la
lata, pero después de lo que había pasado anoche, no me apetecía seguir con esta vida, día
tras día. Ya estaba jodidamente cansada. Si la muerte era la única salida de aquel lugar, que
así fuera.
No respondió, así que seguí presionando.
—Eres más fuerte que él. Podrías acabar con él —susurré. Físicamente, Alex no tenía
muchas posibilidades, pero intelectualmente, corría en círculos vertiginosos a su alrededor.
Emocionalmente, estaba más evolucionado. Había formas de superar las diferencias físicas.
Ambos lo sabíamos, aunque él no quisiera admitirlo.
En lugar de responder a mi súplica, me rodeó la nuca con la mano, me apretó el cabello
y acercó sus labios a los míos en la oscuridad. El calor salvaje de la ira irradiaba de él,
arrancándome el aire de los pulmones con un beso tan fuerte que ni siquiera pude tomar
aliento que no fuera el suyo. Ni siquiera podía pronunciar la palabra no. Ya no quería
hablar, pero yo lo necesitaba. Mis manos agarraron su camisa mientras intentaba apartarlo,
pero él sólo arrancó la manta que yo aún aferraba contra mi pecho desnudo.
Gemí cuando me tumbó y se puso entre mis piernas. No lo quería así. Quería meterme
en su cabeza.
No, había entrado en su mente, pero eso no era suficiente. Tenía que entrar en su corazón
si quería sobrevivir a esto. Tenía que ocupar más espacio y dominar el vínculo familiar que
compartía con su hermano.
Abrí la boca para hablar, pero él volvió a apretar sus labios contra los míos,
silenciándome. Mi voz era mi única arma contra él, y sus defensas estaban preparadas para
impedirme atravesarlas.
Le llevé las manos a la cara y lo estreché entre mis cálidos brazos.
—Háblame, Alex —susurré.
—Ahora no, O —dijo, bajando su boca a mi pecho.
—¿De qué tienes miedo?
—No tengo miedo de Gunnir, si eso es lo que piensas —espetó.
—No estoy hablando de Gunnir.
Alex se apartó de mí y soltó un profundo suspiro.
—Para ser tan jodidamente bonita como eres, seguro que puedes matar un momento.
Me burlé.
—¿Esto mata el momento? Fuera de todo...
—Ophelia.
—Bueno, dime. ¿De qué tienes miedo?

Alexzander
. No temía a Gunnir, pero era un calco de lo que más temía: El
Hombre. Estaba muerto, reducido a nada más que huesos junto con todas las mujeres que
cruzaron este umbral y nunca salieron con vida, pero aun así tenía un gran control sobre
todos en la casa. Incluso las sombras que caminaban por las paredes estaban encadenadas
a este lugar por el miedo y el dolor que había causado. El Hombre era el maestro, y nosotros
éramos la orquesta que hacía la música que él quería oír. En lugar de instrumentos,
tocábamos mujeres. Los gritos, los gemidos, los llantos... era su sinfonía. Incluso ahora, si
intentaba detener la solemne melodía, mi vida terminaría. Si Gunnir no me quitaba la vida,
destrozaría lo que más apreciaba en el mundo.
Ophelia.
Fue entonces cuando me di cuenta de que el hombre no era lo que más temía. Temía al
amor.
Si amé a alguien, me lo quitaron. Dicen que es mejor haber amado y perdido que no
haber amado nunca, pero que le den a ese dicho. Quienquiera que lo inventara no conocía
su verdadero significado. No comprendían el dolor agonizante de la pérdida. Yo sabía lo
que significaba perder a alguien a quien amaba, y me destrozó. Juré que no volvería a dejar
que nada ni nadie entrara en mi corazón. El amor no era algo maravilloso y poderoso. Era
más bien una enfermedad que asolaba mi cuerpo hasta debilitarme demasiado para vivir.
El amor mataba las partes brillantes dentro de mí, y yo intentaba con todas mis fuerzas
mantener a Ophelia fuera de la oscuridad que ocupaba mi corazón. No podía amarla,
porque entonces ella también sería arrancada.
—¿De qué tienes miedo? —pregunté, porque no tenía respuesta para ella.
—Mi padre —dijo sin dudar—. Incluso cuando entraba en coma etílico, no podía
quitarme el miedo que sentía con cada bocanada de aire que respiraba en aquella casa.
Sentí eso. Realmente lo sentí.
—¿Qué hizo?
—No me preguntes eso —dijo, con la voz tan baja que casi no la oí.
—No puedes preguntar por los miedos y luego cerrarte en banda cuando te preguntan
por los tuyos.
—Tú mismo no estabas precisamente comunicativo. —Permaneció en silencio durante
mucho tiempo, sin que nada más que el tic-tac del reloj interrumpiera la tranquilidad.
Finalmente, respiró entrecortadamente—. Me toca de formas que ningún padre debería. Al
principio pensé que estaba demasiado borracho para darse cuenta de que no era mi madre,
pero luego me di cuenta de que sólo estaba enfermo.
Lo que quedaba de mi corazón se hundió en mi vientre.
—¿Qué edad tenías cuando empezó?
—No recuerdo ningún momento en que no ocurriera.
No es de extrañar que fuera una maldita profesional en desaparecer en su mente. Tenía
toda una vida de práctica.
Tras otro suspiro vacilante, continuó.
—Cada recuerdo consciente de mi padre era un infierno, y no era sólo por lo que me
hizo. Lo era todo. Era su mera existencia.
Dios, yo también lo sentí. Una lágrima se abrió paso desde mi ojo y se deslizó hacia mi
oreja. No me extraña que viera tanto de mí en ella.
Ella era yo.
Y yo me había empeñado en destruir todo lo bueno que quedaba dentro de ella, igual
que El maldito Hombre. Igual que su padre.
Giré la cara hacia la pared como si ella fuera una luz brillante que me cegaría si no
apartaba la mirada. Estaba demasiado cerca. Estaba demasiado cerca. Luchaba por
mantenerla fuera de mi corazón, pero ella se abría paso dentro mientras un reflejo de mí
miraba a través de las putas grietas que había creado.
La culpa me asaltó, pesándome como un monstruo en el pecho, desgarrándome para
llegar a las partes blandas de mi interior. Yo no era mejor que el hombre al que ella más
temía. Estaba tan muerta a la fuerza porque ese era su hogar. Y forzarme sobre ella había
sido el mío. Teníamos que salir de ese lugar. Teníamos que irnos de casa, de alguna manera,
para siempre.
—Ophelia —susurré—. Te tengo miedo.
Se sentó sobre los codos e, incluso en la oscuridad, percibí la mirada confusa de su rostro.
Incluso a la débil luz de la luna, incluso con los ojos cerrados, pude ver el pliegue entre sus
cejas. Sería difícil de explicar. No la temía físicamente, pero sí temía lo que yo podía ser
debajo de ella. ¿Cómo podría arrastrarme desde las profundidades del infierno sin dejarse
heridas mortales?
—No lo entiendo —dijo ella—. ¿Qué he hecho yo para que me tengas miedo?
—Estás sacudiendo todo lo que he conocido. Destrozando décadas de condicionamiento.
Es jodidamente aterrador. Sentir cosas es peor que no sentir nada.
El colchón se hundió cuando ella volvió a acomodarse a mi lado. Estuvo callada un rato
y empecé a pensar que se había cansado de la conversación, pero sólo estaba pensando en
lo que iba a decir a continuación.
—No estoy de acuerdo. Si nos volvemos insensibles a todo, perdemos nuestra
humanidad. Nos reducimos a algo pequeño e insignificante.
—¿Cómo me ves, O? ¿Un depredador? ¿El demonio? ¿Qué?
La cama crujió bajo ella cuando se puso de lado para mirarme.
—Al principio te veía como un villano, pero me he dado cuenta de que en realidad eres
una víctima de las circunstancias.
Me burlé.
—Mentira.
—No es mentira. ¿Harías lo que has hecho si no estuvieras en esta casa?
Bueno, mierda. Era difícil de decir. Nunca pensé que algo anduviera mal hasta que El
Hombre me llevó a la ferretería y vi a mujeres caminando sin cadenas atadas a sus cuellos
o tobillos. Había sonrisas en sus caras. Parecían felices. Cuando le pregunté por qué las
mujeres de casa necesitaban cadenas, me dijo que era para evitar que se escaparan. Mi
madre me decía que dejara de hacer preguntas, pero yo no podía parar, ni siquiera cuando
El Hombre me pegaba por ello. Al final me hizo callar.
Aunque acallara mi voz, mi mente seguía obsesionada con las formas de vida ajenas a
mí. Era como uno de esos tristes osos en las deprimentes jaulas del zoo, sin darme cuenta
nunca de que mi forma de vida era antinatural hasta que vi cómo vivían los osos en la
naturaleza. Nunca reconocí que todo a mi alrededor era una mentira. Sin embargo, al igual
que un oso enjaulado, yo no estaba preparado para sobrevivir en un hábitat natural. Había
seguridad detrás de estos barrotes. Pero, ¿habría podido sobrevivir si no me hubieran
enjaulado?
Nunca sería Gunnir o El Hombre, eso lo sabía, pero ¿se me retorcería la polla cuando
una mujer se resistiera a mis caricias si no me hubiera entrenado el mismísimo Satán? Me
parecía tan normal. Era como imaginaba que se sentía la gente cuando oía a alguien gritar
pidiendo ayuda, pero en lugar de correr a rescatarla, sentía el impulso de hacerle más daño.
¿Qué me había enseñado aquel estudiante de psicología? ¿La naturaleza frente a la crianza?
¿Podría la forma en que me criaron sofocar realmente lo que yo podría haber sido?
No lo sabía. Nunca lo sabría.
—No puedo responder a eso —dije.
Sus dedos recorrieron mi piel, encontrando mis cicatrices en la oscuridad.
—No tendrías todas estas marcas si realmente fueras así. No habrían tenido que golpearte
para traerte a esta vida.
Abrí la boca para discutir, pero ella tenía razón. ¿Sabía ella lo que yo había sufrido? La
agarré de la muñeca y llevé su mano a mis rodillas.
—Las cicatrices de aquí son del arroz. —Agarré su cadena y la hice sonar. —Esta era mi
cadena antes de ser la tuya.
Las nubes del oscuro cielo se rompieron y enviaron un rayo de luz de luna a su rostro,
iluminando el mohín de su labio inferior y la lágrima que resbalaba por su mejilla.
—Nada de esto excusa en lo que me convertí —dije—. Estoy seguro de que en algún
momento tomé una decisión, aunque no la recuerde. —Me senté en el borde de la cama y
su mano se detuvo demasiado tiempo sobre mi piel. Volví al suelo y me envolví en la manta
para intentar volver a dormirme.
La cadena de Ophelia sonó al darse la vuelta.
—Piensa lo que quieras, Alex, pero no creo que tuvieras mujeres cautivas si no fuera por
Gunnir.
Aunque tuviera razón, no podíamos retroceder en el tiempo y reescribir el pasado. Como
los osos enloquecidos en sus pequeñas jaulas, sólo podíamos ser lo que éramos.
Ophelia
i vueltas en la cama hasta que salió el sol. Después de nuestra conversación en las
oscuras horas de la mañana, estuve a punto de pedirle a Alex que se quedara en
la cama conmigo. Anhelaba el confort de su calor a mi lado, pero le dejé marchar.
Parecía tan perdido en su cabeza, viajando a través de los recuerdos que yo le había traído
de su infancia. Estaba en un estado de confusión constante, dividido entre su parte buena y
todo lo malo que le habían inculcado.
Cuando me levanté, seguía profundamente dormido, acurrucado sobre sí mismo bajo la
manta que había sido mi único consuelo en aquel piso. Sujeté mi cadena para evitar que
sonara y lo despertara. No había oído a Gunnir moverse por la casa, y me preocupaba que
todo el incidente de los clavos, junto con los problemas recientes- hubiera hecho que
mataran a Sam. Nunca me lo perdonaría. Estaba tan absorto intentando escapar del sótano
que no había considerado cómo mis acciones podrían haberla afectado.
Me envolví el cuerpo desnudo con la manta y deslicé los pies hasta el suelo, mientras mi
mirada se movía entre el armario y la cómoda pegada a la puerta de la habitación. Habría
sido fácil coger la pistola y cargarme a Alex, y luego a Gunnir cuando entró en la habitación.
Me temblaban las piernas, pero di un paso hacia el armario. Podía liberarme y conseguir
ayuda para Sam. Podía acabar con este horrible...
Miré a Alex, que dormía plácidamente, y me quedé pegada al suelo. La suave luz de la
mañana se reflejaba en su cabello y se curvaba a lo largo de su fuerte mandíbula. Sus labios,
los mismos que horas antes habían presionado los míos, se entreabrían ligeramente cada
vez que respiraba. No parecía el hombre que me había forzado. Parecía el hombre que me
protegía.
No podía hacerlo. Por muy mala que fuera mi situación, no podía soportar la idea de
quitarle la vida antes de que tuviera la oportunidad de saber quién era en realidad. Me volví
hacia la puerta del dormitorio. Tenía que haber otra manera.
—¿Ophelia? —Su voz adormilada me congeló en el sitio. Se acercó y encendió una
lámpara que había sobre la mesa junto a la cama—. ¿Qué pasa?
—He oído un ruido —susurré.
Alex se incorporó y su postura se puso rígida.
—¿Gunnir?
—No lo sé. —Sacudí la cabeza. No había oído absolutamente nada, pero no podía decirle
que acababa de convencerme de no volarle la cabeza.
Alex me quitó la cadena, se puso en pie y apartó la cómoda de la puerta. Antes de que su
mano alcanzara el pomo, sus ojos recorrieron mi cuerpo envuelto en una manta. Mi
atuendo actual pondría a Gunnir furioso, así que rebuscó en el cajón y me dio otro par de
calzoncillos y una camiseta. Abrió la puerta, se asomó y señaló hacia el baño. Corrí hacia
el retrete y me bajé los calzoncillos para poder mear. Atrás habían quedado los días en los
que me importaba que Alex estuviera tan cerca cuando hacía mis necesidades. Llevaba
horas aguantándome. En lugar de mirarme, Alex miró el lavabo de porcelana. Mis ojos se
posaron en la bañera, pero sacudí la cabeza, negándome a revivir ni por un segundo el
recuerdo del pis.
Me levanté y le rodeé para lavarme las manos. Fue al lavabo, y el sonido de su chorro al
chocar con el agua me devolvió a la bañera una vez más. Cuando terminó, no me miró.
También luchaba por escapar de aquel recuerdo.
Entramos en la cocina con el sonido de un pájaro entonando su canción matutina cerca
de la ventana. El desorden de Gunnir al cocinar aún cubría las encimeras. Sin que nadie me
lo pidiera, empecé a limpiar. Me gustara o no, aquel infierno seguía siendo mi residencia
actual, y no quería vivir en una pocilga.
Los pesados pasos de Gunnir se acercaron desde el vestíbulo, y mi mano detuvo su
movimiento circular contra la sartén que tenía en la mano. Intenté mantenerme firme, pero
cada parte de mí temblaba. Oí un segundo par de pasos y centré la vista hacia delante,
demasiado asustada para darme la vuelta.
—Quiero jugar a un juego —dijo Gunnir haciendo sonar la cadena en su mano.
¿Sam? Si la hubieran traído de la habitación de Gunnir, habría estado en el epicentro del
infierno. Habría estado a un brazo de distancia de las dolorosas garras del mismísimo
diablo. Me di la vuelta y la miré. Manchas negras y azules decoloraban la piel alrededor de
sus ojos, y si alguna vez había pensado que no podía perder más peso, me había equivocado.
Su lengua intentó humedecer sus labios agrietados, pero no sirvió de nada.
Intenté llamar su atención, pero no me miró. Tragué saliva y solté la esponja. Nadie habló,
y Gunnir no dio más detalles sobre el tipo de juego que tenía en mente. La mirada de Alex
me dijo que no sería divertido.
—¿Es que nadie me va a preguntar a qué quiero jugar? —pinchó Gunnir.
—No estoy de humor, Gunnir —dijo Alex, cruzando los brazos sobre el pecho.
La sonrisa sádica de Gunnir decía que no le importaba si alguien más quería jugar. Él
quería, y eso era lo único que importaba. Se dirigió a los armarios, arrastrando a Sam con
él, y sacó dos platillos del estante inferior. Agarrando la cadena con el puño, llevó a Sam
hasta la mesa y colocó los platillos uno al lado del otro delante de dos sillas.
—¿Qué tal un pequeño concurso amistoso de comer?
Alex ladeó la cabeza.
—Depende de lo que estemos comiendo.
—Nosotros no. Ellas —dijo Gunnir, haciendo un gesto entre Sam y yo.
Oh, Dios, pensé mientras intentaba dar un paso atrás, pero no había adónde ir. Gunnir
me agarró de la cadena, nos arrastró a Sam y a mí hasta el gancho del suelo y nos inmovilizó.
Nos hizo un gesto para que nos arrodilláramos y obedecimos.
Gunnir apartó a Alex de nosotros y me volví hacia Sam.
—Lo siento —le dije—. No lo pensé bien.
—No lo hagas, Ophelia. Yo habría hecho lo mismo —susurró antes de negar con la
cabeza.
Mis ojos fueron atraídos por el movimiento. Alex y Gunnir discutían en voz baja. Gunnir
nos señalaba con un dedo enfático de vez en cuando, pero yo no podía oír las palabras que
se escapaban de sus labios en movimiento. Gunnir señaló su regazo y luego me señaló a mí.
Alex negó con la cabeza. Para eso no necesitaba intérprete. Cuando se separaron, tenía un
nudo en el estómago.
Gunnir salió de la casa por la puerta trasera y Alex agarró uno de los platillos con la
mano y se acercó a mí. Se arrodilló y miró hacia atrás antes de inclinarse hacia mí.
—Esto no te va a gustar, pero es mejor que la idea original.
Cerré los ojos.
—¿Qué me espera?
—Es un concurso de comer, como él dijo. Quien limpie su plato primero...
Mis ojos se entrecerraron.
—¿Qué estamos limpiando del plato?
Alex bajó la mirada.
—Ven.
—¿Qué? —Dije, demasiado alto.
—Baja la voz, Ophelia. —Sus labios se apretaron—. Recuerda lo que te he dicho. Todo
lo que hago es para tratar de conseguirte el mejor trato. Gunnir quería que nos
intercambiáramos, pero no quiero que te lleves la corrida de Gunnir. Tendrás la mía.
Me encogí de hombros y suspiré.
—Bueno, no está tan mal. Ya me he tragado tu semen antes, así que no es nada nuevo.
Parecía que quería besarme, pero se detuvo. Si Gunnir viera algo así, cambiaría las reglas
del juego.
—¿Qué pasa si pierdo? —pregunté.
Se inclinó hacia delante y puso su frente contra la mía.
—No lo hagas.

Alexzander
—¡ ! —Gunnir gritó mientras cerraba la puerta trasera.
Me separé de Ophelia y me limpié las manos en los pantalones mientras me incorporaba.
Cuando me di la vuelta, se me hizo un nudo en el estómago. Gunnir sostenía un hierro
candente en la mano derecha. No quería que Ophelia participara en este juego, pero le
había dado la mejor oportunidad de ganar. Si la hubieran obligado a comerse el semen de
Gunnir, no habría tenido ninguna posibilidad.
Gunnir cogió el otro platillo y se arrodilló frente a las chicas con un fuerte golpe. Colocó
el platillo frente a él y se desabrochó el mono. Se sacó la polla de los calzoncillos y tiró de
ella mientras miraba fijamente a Ophelia.
Sería difícil correrme con el riesgo de que Ophelia se marcase colgando sobre mí, pero
me desabroché los pantalones y saqué la polla de todos modos. Tenía que intentarlo. Sin
embargo, con la forma en que Ophelia me miraba, no podía empalmarme. Su desesperación
tiraba de mí con más fuerza que Gunnir tiraba de su polla.
Gunnir gimió.
—Vamos, chicas. Pónganos duro.
—¿Cómo? —preguntó Sam.
—Beso —dijo entre gruñidos.
Ophelia y Sam se miraron, pero ninguno hizo un movimiento. Gunnir se tensó a mi lado
y siguió tirándole de la polla.
—Vamos, Ophelia —le dije. No hablé de forma cariñosa, pero ella sabía lo que tenía que
hacer y que yo intentaba ayudarla, aunque no lo pareciera.
Ophelia le siguió el juego como una niña buena, inclinándose y apretando los labios
contra los de Sam. Era tan forzado y no me ayudaba en nada, pero funcionaba a las mil
maravillas con Gunnir. En lugar de empalmarme con lo que estaba ocurriendo delante de
mí, mi mente vagó hacia recuerdos de Ophelia. La forma en que se frustraba cuando se
daba cuenta de que podría haber hecho una jugada mejor durante las damas. Cómo sus
pechos se balanceaban y se juntaban cuando se inclinaba para arrebatarme otra de mis
piezas. Eso me ponía duro, y me acariciaba al pensar en ella haciendo algo tan poco sexual.
Algo que me excitaba porque era Ophelia siendo ella misma.
La mano de Gunnir se aceleró y levantó el platillo para atrapar su venida. Me concentré
en pensamientos sobre Ophelia y me incliné hacia delante sobre el platillo cuando me corrí.
Con un gemido de saciedad, Gunnir empujó su plato hacia Sam y las chicas dejaron de
besarse. Empujé el mío delante de Ophelia.
Gunnir se abrochó el mono y se agarró al soporte del televisor para mantener el
equilibrio. Yo me quedé de rodillas. Miró los platillos un momento y se rascó la papada.
—No, no creo que eso sirva.
Los ojos de Ophelia se abrieron de par en par y saltaron hacia mí, pero no podía mirarla.
Lo que Gunnir tuviera en mente la aplastaría, y yo no quería verlo.
—Alex, cuando piensas en un concurso de comida, los concursantes tienen que comer
más que eso, ¿verdad?—Volvió su sonrisa de comemierda hacia mí y se dirigió a la nevera—
. Quiero decir, esas chicas probablemente puedan tragarse eso en dos movimientos de
lengua. No hay mucho deporte en eso.
Antes de que su mano alcanzara el mango roto, supe lo que tenía en mente.
La mitad superior de su cuerpo desapareció detrás de la puerta del frigorífico y rebuscó
un momento. Sabía exactamente lo que buscaba. Sólo lo estaba sacando para torturar a las
chicas más de lo que ya lo había hecho.
Ophelia se dio cuenta y un pequeño gemido salió de sus labios. Ese fue todo el estímulo
que Gunnir necesitaba. Se levantó con un bote de mayonesa en una mano y una botella de
Coca-Cola en la otra.
—Así es —le dijo a Ophelia—. Te acuerdas de este tarro, ¿verdad? —Lo agitó en el aire
e hizo que su viscoso contenido resbalara contra el cristal.
Cerró los ojos.
Rebuscó en un cajón y sacó dos tazas de medir. Se volvió hacia mí.
—¿Crees que una taza es suficiente?
Miré los platitos.
—No creo que en esos platitos quepa una taza entera, y no pienso limpiar nuestra mierda
del suelo si se derrama.
—Para eso están —dijo Gunnir, señalando a las chicas—. Tienen que comérselo todo,
tanto si va al suelo como si no.
—Sólo haz media taza, Gunnir. Maldición.
Gunnir puso los ojos en blanco y cedió. Al apretar la botella de Coca-Cola, el contenido
rezumó en gruesas gotas. Intentó hacer lo mismo con el bote de mayonesa, pero su pegajoso
agarre se negaba a soltarlo.
—Joder —dijo Gunnir. Dejó la botella de Coca-Cola, cogió una vieja espátula de goma
de un cajón y raspó los lados del bote, arrojando el contenido al otro vaso. Presté atención
a cuál contenía mi venida. Como sospechaba, fue a inclinar la taza sobre el platillo de
Ophelia.
—Te equivocas, imbécil —le dije.
La ira se reflejó en sus ojos, tal y como esperaba. Si conseguía enfadarlo lo suficiente,
abandonaría el juego y vendría hacia mí. Pero esta vez no funcionó. Tenía más ganas de
jugar a este juego enfermizo que de golpearme la cara. Cambió las tazas y vertió el vino
añejo en los platillos correctos.
—Muy bien, señoritas, las manos a la espalda.
Se miraron el uno al otro antes de entrelazar los dedos en la espalda, respirar hondo e
inclinarse hacia los platillos.
—El primero que limpie su plato gana. Al perdedor se le marca —dijo Gunnir.
Los ojos de Ophelia se dispararon hacia mí. Negué con la cabeza. No bromeaba cuando
le dije que no perdiera.
—Listas... listas... —Su risa retorcida cortó la tensión, dejándolos colgados sobre sus
platos como perros esperando la orden de comer—. ¡Adelante! —Gunnir gritó con una
palmada.
Ophelia vaciló, su pelo cayó sobre el plato, y yo luché contra el impulso de animarla. No
quería ver su piel perfecta marcada con una «B».
—Vamos, O, —insistí dentro de mi cabeza.
Ophelia lamió su plato, y mi estómago se apretó mientras el suyo se estremecía. Luchó
contra las arcadas cuando mi frío semen le cubrió la barbilla. Ahogué el aliento enfermizo
de Gunnir y me concentré en Ophelia. Sam la miraba de reojo para ver quién iba delante.
Ninguna de las dos respiraba por la nariz y el aire salía a borbotones de sus bocas entre
lametón y lametón. Ophelia se sentó un segundo antes que Sam, con los platos de ambas
limpios y brillantes.
Sam gimoteó cuando Gunnir la agarró por la cadena y la soltó. La arrastró hasta la
cocina, calentó la plancha en el fogón e hizo que la perdedora de su juego se enfrentara a
su castigo. Ophelia se agarraba los oídos mientras Sam gritaba, y yo tenía que luchar contra
el impulso de taparme los míos, lo cual era extraño porque nunca antes había rehuido sus
gritos.
El olor a carne quemada impregnaba el aire y se cernía sobre nosotros. En medio del
caos, agarré a Ophelia, la liberé y la conduje hacia un lugar seguro, pero no podía dejar de
mirar hacia atrás mientras caminaba.
La llevé al dormitorio, cerré la puerta y la empujé contra ella. Le aparté el cabello
pegajoso y le enjugué las lágrimas.
—Lo has hecho muy bien —le dije—. Qué buena chica. —La atraje hacia mí hasta que
su cuerpo dejó de tambalearse y se calmaron los gritos de la otra habitación. Le levanté la
cara y le apoyé la barbilla en la palma de la mano.
—Intenté dejarla ganar —dijo entre sollozos—. Ha sufrido mucho. Pensé que podría
soportar este castigo por ella, pero no me dejó.
La vacilación. La forma en que Sam seguía mirándola. Nunca me había dado cuenta de
lo valiente que era Ophelia hasta ese momento. La atraje contra mi pecho y la abracé hasta
que sus sollozos se calmaron.
—¿De verdad habrías aceptado la marca? —le pregunté.
Se encogió de hombros y soltó una débil carcajada contra mí, pero las lágrimas que la
rodeaban la hacían sonar tan hueca.
—Ya te pertenezco, y ya tengo cicatrices. No puedes verlas, pero están ahí. ¿Qué es una
más?
La aparté de mí y la miré a los ojos, temiendo que este juego la hubiera roto, temiendo
que su espíritu hubiera sido finalmente aplastado bajo la crueldad de Gunnir. Pero lo que
vi ante mí no era una mujer rota. Las lágrimas habían atenuado la luz de sus ojos, pero aún
brillaba. ¿Cuánto más podría soportar?
Me miró con el labio inferior tembloroso mientras la amenaza de más lágrimas nublaba
sus ojos. Con manos temblorosas, se agarró el dobladillo de la camisa y tiró de ella hasta
quedarse solo con los calzoncillos.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté. ¿Era algún tipo de prueba? Si era así, no era justo.
Fallaría.
—Te deseo, Alex —susurró—. Voy a otros lugares en mi mente cuando me tomas porque
necesito escapar de lo que está sucediendo a mi alrededor. Ahora necesito escapar de lo que
está pasando al ser tomada. —Dio un paso adelante, apretando su pecho desnudo contra
mí, y esperó a que yo hiciera mi movimiento.
Estaba de pie frente a mí, vistiendo nada más que mis calzoncillos, y nunca había visto
algo tan hermoso. Mi mirada recorrió su cuerpo y, cuando la miré a los ojos, parecía más
segura de sí misma que cuando sabía que tenía la última jugada que pondría fin a nuestra
partida de damas. Le daría lo que necesitaba. Lo que yo necesitaba.
La agarré por la cintura y tiré de ella mientras me sentaba en la cama, manteniéndola de
pie entre mis piernas. Metí los dedos en la cintura de los calzoncillos y tiré de ellos para
bajárselos por los muslos. Mis labios se dirigieron a la parte inferior de su vientre y rodeé
con la lengua la sensible piel. Cuando la subí a mi regazo, acerqué mis labios a los suyos,
saboreando los restos salados de su antiguo semen, y sólo pude pensar en su petición
mientras se sentaba a horcajadas sobre mí.
Ella me quiere.
Sí, hizo parecer que yo era una distracción para ella, pero no me importó porque nunca
me habían deseado. En ninguna capacidad. Y ella sabía cuánto la quería. Cuánto la había
deseado siempre. Egoístamente.
Pero sería menos egoísta.
Para ella.
Levantó las caderas, me quitó los calzoncillos y me alineé para que ella bajara sobre mí.
Gemí mientras ella se deslizaba por mi cuerpo, envolviéndome en su cálido coño y
absorbiendo cada centímetro de mí en su interior.
—Joder, O —gruñí.
Su cabeza se hundió en mi cuello y las puntas pegajosas de su cabello rozaron mis labios.
Me metí su cabello en la boca, limpiándola de todo recuerdo de lo que había pasado ahí
fuera. Cuando solté los mechones, estaban mojados con mi saliva en lugar de con mi semen.
Le pasé el cabello por encima del hombro y levanté las caderas para encontrarme con las
suyas. La cruda intimidad me hizo sentir vergüenza. Aquello me parecía tan mal como bien.
Iba en contra de todo mi ser. Esta cercanía entraba en conflicto con todo lo que había
conocido antes de Ophelia. Las mujeres eran para usarlas. Eran criaturas sin alma que
apenas superaban a un perro.
Pero eso había sido una mentira. Había un alma dentro de Ophelia, que me atraía y me
animaba a encontrar la mía. Podía usar su cuerpo mientras aún apreciaba cada una de sus
curvas.
De ella.
Me levanté para ir a su encuentro y ella bajó sobre mí. Mis manos cayeron sobre sus
caderas mientras dejaba que nuestros cuerpos hablaran un idioma que yo nunca había
hablado. Nunca había tenido a una mujer en mi regazo de esa manera, persiguiendo el
placer con su propia velocidad y presión. Tener tan poco control sobre ella me resultaba
extraño, pero me gustaba lo desconocido.
Mis ojos no dejaban de moverse hacia la puerta, esperando que Gunnir irrumpiera y
viera lo que ocurría. Ophelia en mi regazo, sus paredes de terciopelo apretándome mientras
se retorcía contra mí. Incluso con semejante amenaza cerniéndose sobre nuestros cuerpos,
no quería parar.
—¿Vas a correrte, O? —Pregunté, pero lo sabía. Sentía el pulso de su excitado corazón
latiendo alrededor de mi polla. La tensión y el endurecimiento que apretaban mi base,
impulsando mi propio orgasmo.
—Sí —jadeó.
—Córrete conmigo —gruñí, levantando las caderas para darle algo sólido contra lo que
chocar, para llevarnos al borde de una cornisa a la que nunca podríamos volver—. Quiero
sentir cómo te corres alrededor de mi polla por primera vez. Necesito sentirlo.
Cuando cesaron sus espasmos y se calmaron sus gemidos contra mi hombro, la mantuve
sobre mi regazo, enterrada dentro de ella todo el tiempo que pude. Pero no había tiempo
para disfrutar del momento. Si Gunnir entraba y veía lo que estábamos haciendo, nos
lanzaría un infierno a los dos.
—Encontraré la forma de abrirte las puertas, O. —Besé la parte superior de su cabeza—
. Te lo prometo.
Ophelia
unnir irrumpió por la puerta y nos despertó de un sobresalto. Su labio se curvó
hacia atrás con disgusto al vernos juntos en la cama.
Alex se incorporó y se frotó los ojos.
—¿Qué demonios, Gunnir?
Gunnir me tiró un vestido y tiró maquillaje al suelo delante de la cama.
—Esta noche celebramos una fiesta. —La expresión de disgusto desapareció de su rostro,
sustituida por una sonrisa grotesca.
Con la manta alrededor del pecho desnudo, levanté el vestido del suelo y lo dejé sobre la
cama. Me volví hacia Alex, rogándole en silencio que parara antes de que la cosa fuera a
más. Alex se tensó a mi lado, pero no se movió.
Gunnir pudo sentir la disensión, y me escupió palabras que contradecían su tono dulce.
—No creas que puedes librarte de esto. No me importa si quieres hacerlo. Yo quiero. —
Sonrió—. Ahora maquíllate bien guapa.
Sabía en mis entrañas que no era una fiesta para mí. No sería una fiesta en absoluto.
—Alex, saca tu patético culo de la cama y ayúdame —gruñó Gunnir antes de darse la
vuelta para marcharse—. ¡Ahora! —gritó desde el pasillo cuando Alex no se movió.
Alex me dio un apretón tranquilizador en el hombro y se marchó. Cuando la puerta se
cerró tras él, me levanté sobre unas piernas de gelatina y volví a levantar el vestido. Era un
vestido barato de encaje negro y muy corto. Gemí y busqué entre el maquillaje
desparramado. No había usado nada desde la noche en la cafetería, y no habría elegido
ninguna de esas marcas o colores. Los polvos baratos eran demasiado claros, la máscara de
pestañas probablemente me provocaría una infección ocular y el pintalabios era de un rojo
chillón.
Me quité la camisa de franela y me puse el vestido, cuyo dobladillo se detenía justo
después de la unión entre mis piernas. Tenía ropa interior que cubría más que eso. Me miré
en el espejo y desenrosqué la tapa del rímel. No pude evitar preguntarme cuántas personas
lo habían usado antes que yo. ¿Cuántas habrán muerto con el rímel pegado a los ojos? Me
cubrí las pestañas y éstas se curvaron hacia arriba, abanicándose alrededor de mis ojos
azules. Tenía el cabello enmarañado por lavármelo sin cepillarlo antes. Intenté pasar la
mano por él para quitarme los nudos, pero fue inútil. Estaba tan desordenado como me
sentía. No me molesté en ponerme los polvos ni el pintalabios.
Cuando Alex volvió a entrar, se le cortó la respiración al verme. Se puso una camisa
bonita y unos pantalones, sin dejar de mirarme. Estaba tan guapo con algo que no fuera
franela, y estuve a punto de decirlo en voz alta. Entonces recordé que había tenido que
lamer su semen como un maldito perro.
Sin embargo, no estaba enfadada con él por lo que había pasado. Había hecho todo lo
posible por protegerme, y no me había visto obligada a lamer el vil semen de Gunnir. Al
menos el de Alex era familiar. Era tolerable.
—Dios mío, O —susurró mientras me rozaba el brazo—. Eres preciosa.
No me sentía muy guapa, pero la forma en que me miraba casi me hacía creerlo. Se
acercó a mis labios, pero se apartó cuando unos pesados pasos resonaron en el pasillo.
La puerta de la habitación se abrió de golpe y Gunnir asomó la cabeza.
—No le cuentes lo de los regalos —dijo moviendo un dedo.
Mis ojos se alzaron para ver el atuendo de Gunnir. También se había puesto un traje,
pero me recordaba a un disfraz. Como un cerdo metido en un esmoquin barato. Por el olor
que emanaba de su cuerpo, no se había molestado en ducharse, ni siquiera para esta ocasión
festiva.
Alex me condujo al salón y me quedé con la boca abierta al mirar a mi alrededor. Había
globos flotando por el suelo, pancartas colgadas en las puertas y una isla con aperitivos y
bebidas en poncheras. Me recordó a un baile de graduación barato.
Con los labios apretados, Alex me agarró por los hombros y me guió hasta el sofá. Algo
iba mal.
Gunnir se acercó al televisor y lo encendió. Apareció la pantalla de un DVD y empezó a
sonar música. Gunnir balanceó sus enormes caderas al ritmo de la música.
—¿No deberías ir a tu cita? —Alex le preguntó a Gunnir.
—Debería, ¿no? —Desapareció en el sótano.
Alex se inclinó más cerca y habló apresuradamente.
—No bebas nada que no te dé yo —susurró antes de levantarse y ocuparse de la isla de
comida y bebida.
Mis ojos se desviaron hacia la puerta cuando oí pasos. Apareció Sam, con un vestido
blanco ajustado que podría haber sido más corto que el mío. Tenía moratones recientes en
la nariz y las mejillas, y una marca roja y furiosa brillaba como un neón en el muslo. Se le
había formado una costra amarilla, y debía de dolerle, porque cada vez que daba un paso
dolorido se inclinaba hacia ese lado. Quise correr hacia ella, abrazarla y hacerle saber que
no estaba sola, pero me quedé en el sofá. Gunnir sentó a Sam a mi lado. Mantenía la mirada
al frente, pero su mano se acercó a la mía cuando su guardián apartó la mirada. Me apretó
los dedos y los retiró antes de que él se diera cuenta.
Gunnir jugueteó con el volumen del televisor, subiéndolo hasta que la música retumbó
en mis oídos, ahogando mis pensamientos en formación. Se acercó a la pared, apagó las
luces y encendió una luz estroboscópica desorientadora. Parpadeó entre colores y me
recorrió el cuerpo una oleada de náuseas. Alex me sobresaltó cuando se acercó por detrás
con una copa medio vacía en un vaso Solo. Negué con la cabeza, pero me lo puso en la
mano. Cuando la luz lo iluminó bien, vi que su vaso también estaba muy por debajo del
borde de la taza. Le dio otro vaso a Sam, que lo cogió con una confianza aprendida, o con
un descuido adquirido. ¿Quién demonios lo sabía después de tanto tiempo en esta casa?
Alex inclinó el fondo de mi copa, haciéndome beber el agrio licor.
Gunnir se dejó caer en una silla con un vaso Solo, derramando líquido oscuro sobre su
camisa de vestir.
—Bueno, levántense y bailen —nos dijo.
¿Qué demonios está pasando?
El pánico se apoderó de mí. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, pero no parecía
algo bueno. Nada de lo que Gunnir organizaba me parecía bueno, pero esto era lo peor. Ni
los globos ni la decoración de la fiesta podían disimular la pesadez que pendía sobre
nuestras cabezas como una guillotina.
Cuando Sam y yo permanecimos sentados, Gunnir señaló el cinturón de Alex y éste lo
sacó de las trabillas. Su rostro se transformó en algo que hacía tiempo que no veía. Algo
salvaje y peligroso. Estaba casi seguro de que estaba fingiendo delante de Gunnir, pero la
intensidad de su mirada era tan real.
Nos pusimos en pie, dejando que la música nos guiara mientras bailábamos. Me obligué
a mover las caderas en pequeños movimientos, tratando de no llamar la atención. El sudor
se acumulaba en la frente de Sam mientras levantaba un brazo y bailaba sensualmente al
ritmo de la música. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera distraída. Cada vez que le
rozaba el muslo, se estremecía, pero no respondía a nada más. Se limitaba a balancearse
con la cabeza echada hacia atrás.
Alex estaba sentado en el sofá, con sus ojos clavados en los míos. El sudor comenzó a
acumularse en mi frente. No podía entenderlo. Sólo había bebido media taza de aquel
ponche casero y no estaba borracha. Me sentía diferente de la pesadez que produce el
alcohol. Era una extraña ligereza. El sudor se acumulaba y brillaba en el pecho de Sam.
Cuando miré a Gunnir, nos miraba con ojos vidriosos. Mis ojos se encontraron con los de
Alex, que tenía un leve brillo de sudor en la frente. Sonrió satisfecho y se encogió de
hombros para quitarse la chaqueta.
Algo había en las bebidas, y no era sólo alcohol.
¿Me había engañado? ¿Lo de anoche había sido una mentira para adormecerme y darme
una falsa sensación de confianza?
—Chicas, acérquense ahora —dijo Gunnir mientras se bebía el resto de su copa.
Sam chilló e hizo lo mismo, dejando caer su taza vacía al suelo una vez hubo engullido
el resto del líquido. Mi piel ardía de calor cuando Sam se acercó y meció contra mí su
cuerpo caliente y sudoroso. Olía como el sótano, como la cautividad, y el nauseabundo
perfume me daba ganas de vomitar. Mi cuerpo palpitaba mientras la música cobraba vida
propia frente a mí, bailando por las paredes como sombras hechas con la luz del fuego.
Gunnir gimió desde su silla, y sentí el estruendo de su garganta desde el otro lado de la
habitación. Lo sentí todo.
—Beso —ordenó Gunnir.
Negué con la cabeza, pero Sam se volvió torpemente hacia mí y me miró con unos
inquietantes ojos azules. Cuando volví a mirar a Alex, su sonrisa se había vuelto sádica.
Cuando le dije que no, se dio un golpecito con el cinturón en el regazo. Me sentí sola en
esta habitación hipercargada de emociones. Me estaba asfixiando. Las sombras de las
paredes saltaban de la pintura envejecida y cobraban vida. Sus formas oscuras se deslizaban
por el suelo, alejándose cada vez que intentaba mirarlas directamente.
Las manos calientes de Sam acariciaron mis mejillas y me sacaron de mi pánico. Sus
labios estaban sobre los míos antes de que pudiera reaccionar, las yemas de sus dedos
enredadas en mi pelo mientras su beso se hacía más profundo. Sabía aún más a cautiverio
de lo que olía, como si acabara de chupársela a Gunnir antes de venir a esta «fiesta». O tal
vez era el sudor que cubría su piel. Bloqueé esos pensamientos y me dejé perder en su beso,
fundiéndome en su tacto mientras recorría mi cuerpo.
Cuando me volví hacia Alex, tenía la mirada perdida. Le pesaban los ojos y parecía tan
perdido como yo. Vi movimiento por el rabillo del ojo. Era Gunnir, con los ojos clavados en
nosotros mientras se acariciaba la polla a través de la abertura abierta de sus pantalones. El
calor me presionó la espalda, aparté la mirada de Gunnir y me aparté del beso de Sam. Alex
estaba detrás de mí, con la mano en la cadera. Me acercó una taza llena a la mano y me
quitó la que había olvidado que tenía vacía. Sin dudarlo, levanté la taza y esperé más del
extraño líquido. En lugar de eso, me bañé en el refrescante frescor del agua mientras me
goteaba por las comisuras de los labios.
La mano de Sam subió por la parte interior de mi muslo con un toque coqueto. Alex se
interpuso entre nosotros y susurró algo al oído de Sam. Como una polilla ciega tratando de
buscar la luz, tropezó con Gunnir y cayó de rodillas frente a sus pies. Bajó la cabeza hasta
su regazo.
Me volví hacia Alex y le susurré:
—¿Qué pasa?
Alex me agarró por la cintura y me atrajo hacia él. Sus caderas se movían con las mías
mientras se inclinaba hacia mi oído.
—Estamos jodidamente drogados —susurró.
—¿Qué?
—Psicodélicos. No sé tú, pero yo estoy jodido.
Todo tenía sentido. Las sombras. El sudor. ¿Pero por qué?
Antes de que pudiera formular la pregunta, él la respondió.
—Estamos en lo alto, pero ni siquiera están en el mismo planeta —dijo—. Ven a por más
agua. Necesitas despejarte.
Me cogió de la mano y me guió hasta el lavabo, lejos de la música atronadora que se
abría paso en mi cerebro. Llenó una taza y se la bebió antes de llenarla de nuevo y dármela.
—¿Qué demonios está pasando? —pregunté después de engullir el líquido. Tenía la
sensación de que nunca bebería suficiente agua para satisfacer las necesidades de mi
cuerpo.
—Diversión. Para nosotros.
—¿Qué significa eso?
—La puta y Gunnir recibieron el doble de la dosis que nosotros.
—Se llama Sam —la corregí.
Alex asintió y atrajo mis caderas hacia las suyas mientras se recostaba contra la encimera.
—Había planes mucho más grandes para ustedes dos esta noche, pero no podía dejar
que Gunnir siguiera adelante con lo que quería hacer.
—Mi caballero —bromeé.
—No tienes ni idea de lo que tuve que hacer para evitar que te folláramos yo, mi
hermano, y probablemente la pu-quiero decir Sam, también.
Me incliné sobre la isla y miré hacia el salón. Sam manoseaba el regazo de Gunnir, con
los ojos entreabiertos, y Gunnir soltaba la polla mientras sus ojos se entornaban. Los dos se
habían ido.
—¿Podemos irnos? —Pregunté.
Sacudió la cabeza.
—Todavía no. No es tan sencillo.
—Me parece jodidamente simple. Está fuera de sí. Podríamos salir bailando claqué por
la puerta y no se daría cuenta de lo que está pasando.
—Baja la voz —susurró—. Sé que es difícil de entender, pero sigue siendo mi hermano.
Necesito más tiempo para entenderlo. —Sacudió la cabeza—. Para empezar, necesitaría
tiempo para sacarme esta mierda de encima antes de poder sacarnos de aquí en coche, y no
podemos irnos por la carretera a pie. Eso llamaría demasiado la atención. Te liberaré e
incluso iré contigo, pero no estoy dispuesto a llevar la ley hasta su puerta. No puede cazar
mujeres si no estoy aquí para ayudarle. Ya no sería una amenaza.
Volví a mirar a Sam.
—¿Y qué pasa con ella? No puedo dejarla, Alex. No después de todo lo que ha hecho por
mí.
Se encogió de hombros y bebió más agua.
—Entonces la llevamos con nosotros si crees que puede mantener la boca cerrada.
—Sé que puede. Le conseguiré un trabajo en la cafetería y...
—¿Qué están haciendo ahí? —Gunnir gritó desde la silla.
Alex me quitó la copa de la mano y la agitó en el aire.
—Necesitaba más de ese ponche. —Me miró y susurró:
—Sígueme el juego.
Alex tiró de mí hacia el salón y empujó mi espalda contra la pared. Su superficie refrescó
mi piel sudorosa. Me subió las manos por los muslos y me levantó la falda; luego se abrió
los pantalones y sacó la polla. Cuando empujó dentro de mí, un profundo gruñido salió de
sus labios y juraría que se arrastró por el suelo hacia su hermano, porque hizo que Gunnir
se levantara. Sus pequeños ojos me miraban mientras Alex levantaba la pierna y empujaba
más adentro. Cuando supo que su hermano le miraba, me folló con una posesiva
demostración de fuerza que me hizo doler. Cuando su hermano apartó la mirada, se quedó
dentro de mí, disfrutando de mi calor con la cara hundida en el pliegue de mi cuello. Aspiró
mi aroma y suspiró.
Con Gunnir empalmado una vez más, arrastró a Sam hasta su regazo y la colocó sobre
su rechoncha polla. Los ojos de Sam se desviaron hacia la nuca mientras Gunnir la sujetaba
por la cintura y utilizaba su cuerpo como si fuera una muñeca. Cerré los ojos y me dejé
llevar por el momento. Me concentré en Alex dentro de mí y fingí que estábamos en
cualquier otro lugar. Algún lugar donde no tuviera una cadena alrededor del cuello y no
fuera una cautiva en su casa.
Cuando abrí los ojos, lo que vi me hizo esperar estar presenciando una alucinación de
un mal viaje. Sam buscó algo a tientas en su escote. Lo encontró con una sonrisa y lo agarró
entre sus pálidos dedos. La uña. La que había tirado después de apuñalar a Alex. Me quedé
con la boca abierta cuando su puño voló hacia la cuenca del ojo de Gunnir. Él la detuvo
con un firme apretón de muñeca, dejando poco más de un milímetro entre el extremo
puntiagudo y su ojo. Le sacudió el clavo de la mano y le puso las manos a ambos lados de
la cabeza. Con la polla aún dentro de ella, le rompió el cuello.
El cuerpo de Sam cayó hacia delante. Aunque ella se enfriaba contra él, Gunnir seguía
bombeando sus caderas. No la apartó de su regazo hasta que terminó. Un escalofrío recorrió
todo mi cuerpo cuando la mirada de Gunnir pasó del cuerpo de Sam a nosotros. Se puso en
pie y se dirigió hacia la espalda de Alex.
Intenté pronunciar el nombre de Alex, pero su hermano se movió con una rapidez que
nunca había visto. Lo arrancó de mí y lo tiró al suelo, saltando encima de él antes de que
Alex pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando.
—¡Es culpa de tu puta! —gritó mientras señalaba el cuerpo de Sam. Su mirada furiosa
saltó a la mía—. Ese clavo salió de ti.
Los ojos de Alex se abrieron de par en par por un momento, asimilando la escena que
tenía delante. Sam estaba muerto, la polla de Gunnir seguía expuesta y la rabia de la
habitación me sofocaba hasta preguntarme si yo sería el siguiente en morir.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Alex.
Gunnir apretó los dientes y agarró a Alex por la camisa.
—¡Intentó apuñalarme con ese clavo que tu zorra usó contigo, así que le rompí el puto
cuello!
Alex entrecerró los ojos.
—Gunnir, ella no hizo eso. Fuiste tú —gruñó mientras intentaba zafarse del severo
agarre de su hermano—. Asume tu responsabilidad. Llevaste a esa chica al punto de querer
matarte por tu culpa.
Gunnir echó el brazo hacia atrás y golpeó a Alex en la cara, pero una vez no bastó para
calmar su furia. Sus puños llovieron sobre su cabeza, golpeándolo hasta que la sangre corrió
por la nariz de Alex y manchó su camisa blanca de vestir. Gunnir no se detuvo hasta que la
cabeza de Alex se inclinó hacia un lado y quedó inmóvil debajo de él.
Me quedé clavada, congelada contra la pared mientras la escena se desarrollaba delante
de mí. Seguía esperando que fuera un mal viaje, pero cada vez que las luces estroboscópicas
parpadeaban sobre el cuerpo de Sam, la cruda realidad era demasiado concreta para
negarla.
Gunnir se volvió hacia mí con una sonrisa cruel, gotas blancas de saliva volando de entre
sus dientes con cada jadeo.
—Estamos solos, chica —dijo mientras se ponía en pie y se abalanzaba sobre mí. Gemí
cuando me dio un puñetazo en la pared junto a la cabeza—. Mira lo que me has hecho
hacer. —Señaló hacia el cuerpo de Sam—. Tuviste algo que ver con eso, ¿verdad? Puede
que hayas sido capaz de meterte en la cabeza de Alex, follártelo como si fueras su novia o
algo así, pero eso se va a acabar esta noche. —Se lamió los labios antes de empuñarme el
cabello y torcerme el cuello.
—Por favor, no —le supliqué, pero una mirada más oscura llenó sus ojos. No era humano
y ninguna súplica serviría de nada para salvarme.
Gunnir señaló hacia el cuerpo de Alex.
—Apuesto a que no sabías que no le gusta que lo llamen Alex, ¿eh? Quiere olvidar que
es un Bruggar, joder. Olvidar que tuvieron que obligarlo a tomarse en serio el apellido. ¿Te
dijo eso? ¿Cuánto intentamos sacarle el coño a golpes? Todas esas marcas en su espalda
eran de haberle prendido fuego. Un poco de gas y un fósforo fue todo lo que necesitó para
finalmente admitir quién era. Un maldito Bruggar. Fóllatelo como si no fuera un Bruggar
todo lo que quieras, chica, pero que sepas que eso es lo que es. Que estás dejando entrar
voluntariamente a un monstruo en tu coño.
Gunnir gruñó y me golpeó la cabeza contra la pared. Mi cráneo atravesó la pared de yeso
y envió polvo y trozos a mis pies. El golpe me mareó y parpadeé con fuerza para evitar que
se me doblara la vista.
—Lo creas o no, me preocupo por él. No te voy a joder, pero me vas a ayudar a que
supere su pequeño problema con venirse.
Gunnir empujó su peso contra mí y se acarició la polla. Su lengua viscosa salió de su
boca, peligrosamente cerca de mis labios, y luché contra el impulso de girar la cabeza. Eso
le habría cabreado aún más. Un aliento agrio recorrió mi mejilla cuando un gemido salió
de su garganta. Se corrió en la palma de su mano, y las lágrimas se desbordaron de mis ojos
apretados mientras él frotaba su semen entre mis piernas, empujando sus dedos dentro de
mí y abofeteando mi coño antes de apartar su mano.
—Vamos. Ponlo duro y súbete a su polla.
Sacudí la cabeza.
—¡Fóllalo! —gritó, y hundió sus dedos húmedos en mi muslo.
Me acerqué a Alex y me incliné hacia él, que murmuró algo demasiado bajo para oírlo
por encima de la música. Gunnir se acercó por detrás y me azotó la parte baja de la espalda
con el cinturón de Alex. Grité y me estiré hacia atrás para acariciarme la curva de la
columna. Sin otra opción, me senté a horcajadas sobre su cintura. Al principio estaba
flácido, pero empezó a responder a mi calor, aunque le dolía.
—Buena chica —dijo Gunnir mientras me inclinaba hacia delante y metía a Alex dentro
de mí.
—Lo siento —susurré al oído de Alex, aunque no tenía ni idea de por qué me disculpaba.
Quizá porque sabía que le dolería más que la paliza que había recibido.
—Vamos, chica. Sé que puedes montar una polla mejor que eso —dijo Gunnir mientras
levantaba el cinturón.
Me moví sobre el regazo de Alex y el sonido húmedo entre mis piernas se intensificó.
Alex volvió en sí e intentó detener mis movimientos colocando una mano áspera sobre mi
muslo. Parpadeó pesadamente mientras intentaba levantarse conmigo sobre su regazo.
—O —susurró.
—¿Qué se siente, Alex? —Preguntó Gunnir, arrodillándose e inclinándose más cerca de
su hermano.
—¿Qué? —preguntó Alex, limpiándose la sangre de la nariz.
—Mi semen dentro de ella. —Gunnir me miró fijamente y se lamió los labios.
—¡Qué mierda, Gunnir! —gritó Alex mientras lanzaba la cadera hacia arriba y me tiraba
al suelo. Me golpeé la cabeza contra el suelo de madera y grité. Alex saltó sobre unas piernas
tambaleantes mientras se limpiaba la polla. Agarró a Gunnir por el cuello de la chaqueta—
. ¿Qué le has hecho?
—No me la follé, si eso es lo que te preocupa.
—Maldito enfermo. —Alex lanzó un puñetazo a la cara del zoquete, y el gran bastardo
cayó al suelo, luego envió su bota al estómago de Gunnir, derribándolo sobre su espalda.
Gunnir soltó una carcajada espeluznante e hizo ademán de lamerse la sangre que se le
acercaba demasiado a los labios.
Alex me tendió la mano y se la cogí. Cuando me puse de rodillas, mis ojos se clavaron en
Sam. Parecía tan desprevenida, tan serena. Como si estuviera colocadísima cuando la
mataron. Con suerte había estado en otra parte de su mente, lo cual era bueno, supongo. Se
me hizo un nudo en el estómago. Sus últimos momentos los había pasado con Gunnir dentro
de ella. Mi corazón se hundió en mi pecho mientras sus ojos azules miraban
inquietantemente hacia adelante. Alex me apartó y me dirigió hacia el dormitorio.
—¡Esto no ha terminado! —Alex gritó por encima del hombro mientras me empujaba a
la habitación y cerraba la puerta de un portazo.
Me agarré la cabeza, intentando ignorar el dolor de cabeza que se me acumulaba detrás
de los ojos. Antes de que me diera cuenta, Alex se quitó la camisa y me atrajo hacia su
pecho. El zumbido de su corazón me golpeó el oído.
Alexzander
rabia roja latía en cada célula de mi cuerpo. Gunnir había conseguido
la ventaja, pero nunca esperé que hiciera lo que había hecho. ¿Estaba realmente
sorprendido? No. Ni en lo más mínimo.
—¿Qué demonios ha pasado? —Me atreví a preguntar.
—No sé... —dijo moviendo la cabeza.
—Lo sabes, así que háblame. —Traté de calmar mi voz por su bien, pero estaba gritando
en mi mente.
Miró al suelo.
—Se corrió en su mano y me lo restregó por todas partes. Dentro de mí...
—¿No te folló? —Le levanté la barbilla hasta que sus ojos se encontraron con los míos—
. Nada de esto es culpa tuya. Puedes contármelo.
Ella negó con la cabeza.
—No, no lo hizo. —Su barbilla tembló—. Pero mató a Sam.
Debería haberlo esperado. Cuando Gunnir se enfurecía, arremetía contra todo lo que
estuviera a su alcance, igual que nuestro padre. Pero por qué la había matado a ella, una
de las pocas cautivas que lo había tolerado, era algo que no entendía.
Esta noche salió muy mal. No salió según el plan de nadie. Gunnir pretendía que ambas
chicas se emborracharan con sus bebidas, dejándonos lo suficientemente sobrios como para
disfrutarlas entre nosotros antes de desviarnos. Mi objetivo era mantener a Ophelia a salvo,
así que tomé la mitad de su bebida y la vertí en la de Gunnir. Pero a medida que avanzaba
la noche, Gunnir se volvía más desquiciado. Sin embargo, no esperaba que matara a nadie
por ello, y desde luego no esperaba que se corriera dentro de Ophelia sólo para demostrar
algo. Que le jodan.
Guié a Ophelia hasta el baño y me lavé la sangre de la cara mientras ella movía su peso
sobre ambos pies.
—¿Puedo ducharme? —preguntó.
Asentí con la cabeza. No quería que su corrida se secara en su piel perfecta más que ella.
Quería quitarle todo rastro de él. Se quitó el vestido y le solté la cadena para que pudiera
meterse en la ducha. Ni siquiera cerró la cortina. Se inclinó bajo el chorro y dejó que el
agua la bañara.
—Lo siento, O —le dije, pero no estaba seguro de que me hubiera oído. Gunnir la violó,
y todo fue porque no pude protegerla. No debería haber pinchado al oso.
Las cosas se iban a poner jodidamente feas, y ninguna protección mantendría a Gunnir
alejado de Ophelia, especialmente sin una cautiva propia a la que atormentar. El delicado
equilibrio estaba a punto de romperse.
Y no había nada que pudiera hacer al respecto.
Alexzander
iro el plato de la cena delante de Gunnir sin encontrar su mirada. No había
intentado hablar conmigo desde que hizo lo que hizo. Ni siquiera le ayudé a
deshacerse del cuerpo de Sam. Quería matarla por rabia, así que eso era todo
culpa suya. Tampoco me importaba ver lo que a veces les hacía una vez muertos.
—Un coño es un coño, aunque no respire.
Otra cosa más que nos diferenciaba. Las chicas muertas no hacían nada por mí. Por
mucho que las usara cuando estaban vivas, no conseguía ponérmela dura una vez que se
enfriaban y la sangre se endurecía en sus venas. El Hombre usaba un pequeño calentador
entre sus piernas antes de follárselas así, pero Gunnir no se molestaba. No necesitaba su
calor porque sus temperaturas en rápido descenso coincidían con su frío corazón.
Me senté e intenté picotear la comida. Pensé en cómo se había sentido Ophelia encima
de mí en la cama. Quería más de eso.
El sonido sofocante de la corrida de Gunnir rompió el recuerdo y me hizo vibrar la
mandíbula. Fue un golpe bajo, incluso para Gunnir. Quería hacerme daño de la peor
manera posible, y lo hizo. No había vuelto a tocar a Ophelia desde entonces, dejándola
encerrada en el dormitorio como un perro que mea donde no debe. Me sentía mal por eso,
porque ella no había hecho nada malo. Había sido su víctima tanto como yo.
Empujé los guisantes y la salsa de mi plato, demasiado cabreado para comer.
—Alex, ¿de verdad sigues enojado? —Gunnir preguntó.
Dejé caer el tenedor.
—Llámame Alexzander, Zander o nada —espeté. La rabia me cerró las tripas en un puño
y apretó.
Gunnir se palmeó la barriga después de limpiarse el plato.
—¿Cuál es tu problema?
—Tú. Tú eres mi problema. Sabes que no quiero que toques a Ophelia, pero no sólo le
has restregado tu semen por todo su puto coño, sino que me has hecho perseguirla. Sabes
cómo me siento al respecto. —Mi ira creció, volviéndose blanca. Cogí el cuchillo de al lado
de mi plato y lo apunté hacia Gunnir—. No vuelvas a tocarla.
Gunnir apartó mi mano.
—Tan enojado, hermanito. El Hombre estaría orgulloso de ti por haber ganado un par
de pelotas.
—¡Vete a la mierda, Gunnir! —Hundí el cuchillo en la mano de Gunnir con fuerza
suficiente para alojarlo en las entrañas de madera de la mesa. Su cabeza se echó hacia atrás
y soltó un grito. La sangre se esparció alrededor de la hoja, filtrándose en la madera bajo su
palma inmovilizada.
—¡Estás muerto! —Gunnir gruñó. Agarró el mango del cuchillo y liberó la hoja de su
carne. No le quité los ojos de encima mientras se envolvía la mano con un paño de cocina
antes de dirigirse a su habitación.
Con los miembros temblorosos, me puse en pie y tiré el cuchillo al fregadero. No sabía
qué haría Gunnir a continuación, pero me estaba llevando más allá de mis límites. Puse los
platos en el fregadero y me dirigí al dormitorio. Los ojos de Ophelia recorrieron mi cuerpo.
Empezó a temblar, probablemente porque sentía la ira que irradiaba mi piel como el calor
que se desliza por el pavimento. Sin embargo, no le haría daño. Era la última persona a la
que quería hacer daño en aquel momento. Quería hacerme daño a mí mismo o a Gunnir,
pero no a ella. Nunca más.
—¿Por qué tienes sangre encima? —me preguntó, posando sus ojos en mi muñeca.
—Porque Gunnir necesita aprender a mantenerse alejado de ti. No puedes tocarte, y me
estaba asegurando de que lo recordara la próxima vez que lo pensara. —Saqué una camisa
sucia de una pequeña pila en el suelo y limpié la sangre.
Eso pareció calmarla y sus hombros se relajaron.
—¿Por qué nunca me has corregido cuando te he llamado Alex?
—¿Qué quieres decir?
Jugó con el dobladillo de la camisa de franela que envolvía su pequeño cuerpo.
—Gunnir dijo que no te gusta que te llamen Alex, y oí que le dijiste que dejara de llamarte
así. ¿Cómo te gusta que te llamen?
Sacudí la cabeza.
—No me importa cómo me llames, pero me cabrea que Gunnir me llame Alex. Así me
llamaba mi madre. Aunque es diferente cuando tú dices mi nombre.
Dejó de jugar con la camisa y dejó caer los brazos a los lados. Las curvas de sus pechos
tensaron la parte superior de la tela y se me hizo la boca agua. Di un paso atrás y me pasé
una mano por el cabello. La deseaba. Dios, la deseaba, joder, pero no podía dejar de pensar
en Gunnir reclamándola a ella y a mí con su semen.
—Joder, O. —Mi voz salió en un susurro ronco.
—¿Qué? —preguntó. Se puso en pie y sus ojos me atravesaron el alma.
—No puedo superar lo que te hizo anoche.
Quería reclamarla de nuevo, pero el persistente recordatorio de que era un Bruggar me
mantenía con los pies cosidos al suelo. Yo era el hijo del Hombre. No sería suficiente
hundirme en ella de nuevo. Tendría que tomarla. Me incliné sobre la cómoda y traté de
impedir que borrara todos los progresos que había hecho.
Permaneció en silencio detrás de mí. Cuando la agitación de mi mente se redujo a un
susurro y mi visión volvió a ser mía, me volví hacia ella.
—¿No puedes superarlo? —preguntó—. Lo que hizo... lo que me hizo hacer...
En dos zancadas, la encontré donde estaba y la atraje hacia mí.
—No. Esto no tiene nada que ver contigo, y no mereces sentir que has hecho algo malo.
No estoy enfadada contigo en absoluto. Es más de lo que puedes entender.
Se apartó y me miró.
—Cuéntame. Ayúdame a entender.
—No importa quién quieras que sea o quién creas que soy, nunca podré ser lo que
mereces. Aunque no sea culpa mía, aunque esto sea una enfermedad que alguien me inyectó
en las venas, sigo albergando una infección enfermiza.
—El Hombre —dijo—. Él te hizo esto. Tienes que verlo. No es quién eres.
—No es lo que quiero ser, pero es lo que soy. ¿Por qué no puedes verlo? Seguí haciendo
daño a la gente, incluso después de... —Me detuve para no seguir. Ella no necesitaba saber
lo que había hecho, porque sólo lo vería como una prueba de mi deseo de ser buena en
lugar de mala.
—No te cierres —dijo—. Sigue hablando. No es como si pudiera huir una vez que sueltas
tus secretos. —Levantó la cadena y le dio un meneo.
—No es tan fácil, O. Nadie lo sabe, ni siquiera Gunnir. —Aspiré profundamente. No
quería hablar, no quería admitir el acto cobarde que me convertiría en un héroe a sus ojos,
pero ella me suplicó en silencio que le diera esta parte vulnerable de mí. Y no podía
negárselo—. Lo que estoy a punto de decirte... . . No lo hice por razones de coraje. Necesito
que lo entiendas. Lo hice por miedo. Lo hice porque era una persona egoísta, enojada y
aterrorizada.
Levantó la vista hacia mí y me cogió las manos entre las suyas. Si hubiera visto compasión
o admiración en ese momento, me habría detenido allí mismo. En cambio, vi aceptación.
Comprensión. Fue suficiente para animarme.
—El Hombre me había encadenado al suelo y me tuvo allí casi una semana porque me
negué a seguir su corrida después de que trajera una chica nueva a casa. Durante siete días,
sólo me ofreció agua y palabras duras. Al séptimo día, la trajo a la habitación y me
desencadenó. Él y Gunnir habían hecho de las suyas con ella, y dijo que mi única forma de
salir de esa habitación era hacer lo que había que hacer.
Las lágrimas brillaron en los ojos de Ophelia. Me apretó las manos, animándome a
contarlo todo.
—Salió de la habitación, pero no pude hacerlo. No fue sólo hacerlo con su corrida lo que
me detuvo. Fue el dolor en su cara. El miedo. ¿Cómo podía lastimar a alguien cuando sabía
lo que significaba ser lastimado?
Abrió la boca y la detuve antes de que dijera lo que yo sabía que diría.
—No lo hagas. No significa que sea un santo. Soy tan diablo como El Hombre y Gunnir.
Su boca se cerró. Ella me daría eso.
—Cuando se dio cuenta de que no iba a hacerle nada, miró por la ventana. ¿Ves esas
flores? —me preguntó. Volví la cabeza y vi una alta mancha blanca—. Es cicuta —dijo—.
Si me das un puñado, fingiré que has hecho lo que él quería que hicieras para que puedas
salir de aquí.
—¿Lo sabías? —preguntó Ophelia.
—¿Esa cicuta era venenosa?
Ella asintió.
—Sí, lo sabía. —Tragué saliva antes de que el recuerdo volviera a tomar forma—. Mi
madre me lo había pedido una vez, pero cuando El Hombre me vio llevándole un matojo,
me lo quitó de las manos, me explicó por qué lo quería y me dio una paliza por acatar
órdenes de una puta.
Cuando cerré la boca y no continué, me dio un suave empujón.
—Continúa.
Aparté a mi madre de mi mente y seguí adelante.
—Fue fiel a su palabra. Cumplió su parte del trato y, cuando salí de aquella habitación,
yo cumplí la mía. Sin embargo, no sólo saqué suficiente cicuta para ella. Cogí un poco para
mí. Me la metí en los bolsillos y planeé preparar un buen té con ella una vez que le hubiera
pagado por su ayuda. Pensé en sentarme en el salón y tomarlo a sorbos mientras veíamos
las noticias de la noche.
Ophelia tomó aire.
—Me colé en el sótano y le entregué su parte. Le dije que esperara hasta más tarde. El
Hombre estaba a punto de emborracharse y no quería que la encontrara hasta el día
siguiente. Cuando fui a preparar el té, el hombre me gritó que le trajera algo de comida.
Fue entonces cuando me di cuenta. Podía librarme del problema.
—Pusiste la cicuta en su comida, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—¿No lo probó?
Me encogí de hombros y negué con la cabeza.
—Si lo probó, no dijo nada. Probablemente estaba demasiado borracho.
Por duro que fuera, conté el resto. Cómo había empezado a sudar y a convulsionar. Cómo
Gunnir había entrado corriendo en la habitación y preguntó qué había pasado. Cómo había
dicho que se estaba ahogando, y el idiota lo creyó. Cómo Gunnir me había gritado que
realizara la Maniobra Hemlock y cómo yo había luchado por contener una carcajada
porque la ironía de su elección de palabras casi me hizo saltar por los aires. Cómo sonreí
mientras el hombre se asfixiaba con su propio vómito.
Cuando terminé, Ophelia me atrajo hacia sí y apoyó la cabeza en mi pecho.
—No creo que hayas sido valiente por hacer eso —me dijo—. Si hubieras sido valiente,
habrías acabado con tu hermano y con todo este lío. Nunca habrías tomado a otra mujer.
Nunca me habrías tomado a mí.
Lo entendió sin necesidad de que se lo dijeran. Lo había matado para salvarme a mí
misma, no a nadie más, y ni siquiera lo había hecho bien. Me quedé con Gunnir y seguí
haciendo las cosas que odiaba porque era lo único que sabía hacer. E incluso sabiendo todo
esto, se apretó contra mí porque creía que yo podía ser mejor. A pesar de que una
enfermedad saturaba mi alma, ella creía que podía curarme.
Le incliné la barbilla, la miré a los ojos y me juré que no iría más allá de un beso. No sería
como El Hombre. Sería el hombre que ella vio en mí.
Me incliné hacia ella y capturé su boca con la mía. Mis manos se apoyaron en el pulso
suave y cálido de su cuello y me acerqué a ella hasta que su espalda se apoyó en la pared.
La besé. Nuestras bocas se movieron juntas, suave y lentamente, pero con un trasfondo de
hambre que no era una necesidad unilateral. Lo saboreé en su lengua, lo oí en su suave
gemido contra mis labios. Podía reclamarla de un modo en que El Hombre y Gunnir nunca
podrían reclamar a una mujer. Ella era mía porque había elegido pertenecerme.
Un golpe al otro lado de la puerta del dormitorio me apartó de su boca perfecta.
—Quédate aquí —le dije.
Salí del dormitorio y entré en el vestíbulo. Sonó otro estruendo procedente del salón, y
dirigí mis pies hacia el ruido. Cuando doblé la esquina, vi a Gunnir con un bate en las
manos, de pie sobre el cadáver destrozado de lo que antes había sido una lámpara. Se giró
con un gruñido primitivo y blandió el bate sobre la mesita, partiéndola en dos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le pregunté.
Cuando se volvió hacia mí, tenía los ojos inyectados en sangre y brillantes.
—¡Yo no tengo nada, así que nadie debería tener nada! —Volvió a golpear la mesa con
el bate.
Cerré los ojos y respiré hondo. Sabía que se sentiría así cuando se diera cuenta de lo que
había hecho. Una vez que se diera cuenta de que estaba solo sin su cautiva y de que me
había empujado demasiado lejos.
—Tú hiciste todo eso, Gunnir. Nadie más.
La mirada de Gunnir se encontró con la mía, y una ira ardiente se asentó en su rostro.
—Es culpa tuya.
—¿Por qué ?
—Porque no se supone que nos gusten las chicas. Se supone que no debemos
encariñarnos. Son objetos, sin más valor que esta puta lámpara o mesa. —Gunnir apuntó
el bate a los restos destrozados en el suelo.
Sacudí la cabeza.
—No tengo apego.
Estaba mintiendo, y él sabía que estaba mintiendo. Me dejé encariñar con Ophelia tras
toda una vida de evasión. Ophelia brillaba. Como una bolita de luz en un mundo de
tinieblas, iluminaba los lugares ocultos y ahuyentaba las sombras. Me estaba dando cuenta,
demasiado lentamente- de que haría cualquier cosa por ella, incluso convertirme en
alguien que no fuera el demonio traído al mundo por el mismísimo diablo.
Gunnir gritó, adoptó una postura amplia y blandió el bate con todas sus fuerzas. Chocó
contra el viejo televisor y lanzó una salpicadura de cristales por el suelo.
—¡Eres un maldito mentiroso! Veo cómo se miran. Ella se mueve contigo en vez de contra
ti cuando te la follas.
Tenía razón. Ophelia había escapado a otro lugar de su mente cuando llegó aquí, pero
eso había cambiado. Ya no necesitaba viajar fuera de sí misma. No apartó las caderas de mí,
intentando poner distancia entre su piel y mi tacto. La noche anterior, cuando la tuve contra
la pared, empujó hacia mí, invitándome a penetrarla más profundamente. No le daba asco,
aunque yo fuera repugnante. Todo en este lugar era repugnante.
Me encogí de hombros.
—No sé qué decirte, Gunnir. No soy menos Bruggar porque no necesite que me odien
cuando me los follo. Me siento mejor cuando no lo hacen.
—Cobarde —gruñó Gunnir. —El Hombre se revolcaría en su tumba si te oyera hablar
así.
—Eso puede ser cierto, pero nuestra madre estaría orgullosa, y la decepción del diablo
no significa tanto como el orgullo de un ángel.
Gunnir me hizo un gesto con el bate y se fue furioso por el pasillo hacia su habitación.
No le seguí. Lo que le había dicho le había calado hondo y, si iba tras él, era probable que
me diera con el bate en el cráneo. Estaba a punto de retirarme a mi habitación para ver
cómo estaba Ophelia cuando oí un ruido procedente de su habitación. Podía estar buscando
otra arma, así que me quedé inmóvil en la esquina y esperé. Si iba a por Ophelia, podría
saltar sobre su espalda antes de que llegara a ella. Si iba a por mí...
La puerta de un armario se cerró de golpe y Gunnir salió de su habitación con el brazo a
la espalda. Retrocedí mientras caminaba hacia mí con una mirada enloquecida. Mi mirada
quería saltar hacia la puerta de mi habitación, pero eso le daría una idea. Si quería proteger
a Ophelia, tenía que evitar que se acercara a mí.
Y lo hizo. Las comisuras de sus labios se alzaron en una sonrisa, el brazo detrás de su
espalda jugueteando y moviéndose, colocando algo en su mano. No era su escopeta de caza,
habría visto la culata o el cañón asomando, incluso alrededor de su enorme cuerpo, pero
podría haber sido la pistola de El Hombre. Aun así, me mantuve firme hasta que se acercó
a menos de dos metros de mí y sacó la mano de detrás de la espalda.
Era una calavera. Las cuencas vacías me miraban fijamente y los dientes amarillentos
esbozaban una eterna sonrisa. La carne hacía tiempo que había desaparecido.
Gunnir lo lanzó hacia arriba y lo atrapó.
—¿Sabes lo que me gusta hacer a veces, Alex? —preguntó.
Sacudí la cabeza. ¿Realmente quería saberlo?
Agarró el bate con la otra mano y, por un momento, pensé que lanzaría el cráneo al aire
y lo golpearía como una macabra pelota de béisbol. En lugar de eso, colocó el bate en el
suelo entre sus piernas, se desabrochó el mono y dejó que el fajo de tela vaquera cayera
sobre sus rodillas. Mientras su pulgar acariciaba la calavera, su otra mano acariciaba su
endurecida polla. Con los ojos clavados en los míos, se llevó la calavera a la entrepierna y
empujó la cuenca del ojo derecho con un profundo gemido. Mi labio se curvó, pero él siguió
adelante, intercambiando sus empujones para mover el cráneo arriba y abajo de su escasa
longitud.
—¿Sabes quién era? —preguntó con un gemido que yo conocía demasiado bien.
Sacudí la cabeza. Podría haber sido cualquiera. A lo largo de los años habíamos arrojado
a innumerables mujeres al pozo, y no se me ocurría ninguna que le gustara tanto como
para quedarse así.
Un profundo gruñido surgió de sus entrañas, y sus caderas tartamudeaban mientras
cubría el cráneo con su semen.
—Es nuestra madre.
Estaba casi demasiado aturdido para reaccionar.
—¿Qué? —pregunté, con los puños apretados a los lados. ¿Le había oído bien? No podía.
Aquello era un acto mucho más repugnante que todo lo que había hecho antes.
Gunnir colocó la calavera sobre el manto. El semen goteó en el espacio vacío donde
habría estado la nariz.
—Me follo a nuestra madre, Alex —dijo con una sonrisa de satisfacción—. Ella te hizo
un mariconcito, y esta es mi forma de devolvérselo. Tú también deberías faltarles el respeto
a sus restos. Mira lo que te hizo. ¿Tu puta te recuerda a nuestra madre? ¿Es eso lo que te
gusta de ella?
Vi el rojo. Cada matiz con brillante claridad. Le había protegido todo este tiempo porque
era mi hermano. El último lazo vivo que tenía con mi madre. Pero él nunca había sido parte
de ella. Ella lo había parido de su cuerpo, pero él no era más que un parásito colocado
dentro de ella por El Hombre. Me cansé de protegerlo.
Gunnir palmeó el manto.
—Lo que pasa con estas mujeres, Alex, es que al final todas se convierten en un saco de
putos huesos. Y tú puta no es diferente.
Me invadió la ira. Cargué hacia delante y me lancé a por el bate. Conseguí agarrarlo con
las manos, pero cuando me puse en pie, sus manos me rodearon los antebrazos y me
impidieron prepararlo para un golpe.
—¡Vete a la mierda! —Grité mientras caíamos contra la pared. La pared se desmoronó
alrededor de nuestros pies.
Retrocedió un paso, pero la pared me impidió levantar el bate por encima del hombro.
Antes de que pudiera apartarme, me golpeó con su peso en las tripas, haciéndome caer al
suelo sin aliento.
Sus dedos codiciosos le arrebataron el bate.
—Voy a divertirme follándomela antes de matarla, Alex.
Gunnir levantó el bate y lo hizo caer sobre mi cabeza. El dolor me atravesó el cráneo y
un grito insonoro me subió por la garganta. Los latidos de mi corazón retumbaban
rítmicamente en mis oídos... ¿o era el sonido de los pasos de Gunnir que se alejaban?
Ophelia.
Tenía que protegerla.
Me puse de rodillas y el suelo se hundió debajo de mí, haciéndome chocar contra la
pared. Me toqué la nuca y mis dedos se encontraron con una mancha caliente y pegajosa.
Por un momento olvidé que tenía brazos y piernas, rodé sobre mi espalda y miré al techo.
Mi cabeza se inclinó hacia un lado y vi el murciélago, con una mancha roja en la punta. El
zumbido agudo de mis oídos desapareció, y unos gritos ahogados llegaron desde el pasillo
y se duplicaron en mi cerebro. La desesperación se apoderó de mí mientras me obligaba a
arrodillarme de nuevo y me arrastraba hacia aquellos ruidos familiares: gemidos ahogados
y el sonido rítmico de una refriega. Venía del otro extremo del pasillo.
La habitación de Gunnir.
Me puse en pie, parpadeando para despejar la niebla borrosa que lo pintaba todo. Una
oleada de desorientación se arremolinó en torno a mis piernas y tropecé contra la pared.
Me estabilicé y continué hacia mi habitación. La luz del sol irrumpió por la ventana y me
cegó, y me cubrí los ojos con una mano temblorosa. No sirvió de nada. Cerré los ojos con
fuerza y recorrí la habitación a tientas hasta encontrar el armario. Estiré la mano para
intentar agarrar el frío metal, pero mis dedos sólo encontraron cartón, tela y polvo. Cuando
por fin pude agarrar la escopeta, respiré aliviada y me dirigí hacia la cómoda. Aún sin
querer abrir los ojos, busqué a tientas en el cajón hasta encontrar los cartuchos. Apenas me
funcionaban los dedos mientras luchaba por cargar el tubo.
Normalmente, habría disparado el arma en cuanto me hubiera colocado detrás de él. El
ruido habría bastado para asustarle y que dejara de hacer lo que estuviera haciendo. Hacer
que se lo pensara dos veces. Sin embargo, si lo que creía que estaba ocurriendo era cierto,
no tenía intención de asustarle.
Preparé el arma.
Manteniendo el arma a mi lado, avancé a trompicones por el pasillo. La madera crujió
cuando abrí la puerta de una patada y entré en una habitación que se parecía a mi infancia,
al día en que encontré a mi madre muerta. Sentí un tic en la mandíbula.
Ophelia estaba de espaldas sobre el colchón manchado de Gunnir, y la habían despojado
de toda su ropa. Su mano le cubría la boca, y sus fosas nasales se agitaban a un ritmo
frenético sobre sus dedos. Me concentré en las peores cosas. Su mano en su pecho, la tela
de mi camisa de franela arrancada de su piel, su mono sucio encharcado alrededor de sus
botas. Volvió su mirada inyectada en sangre hacia mí. Parecía tan asustada, tan jodidamente
desesperada. Ni siquiera podía desaparecer dentro de su mente porque él era así de vil. El
miedo en su rostro me mostró lo atrapada que estaba en aquel horrible momento, y mi
corazón se hizo añicos en mi pecho, rompiéndose en pedazos como la lámpara que Gunnir
había destruido.
Lo destruyó todo.
Levanté la escopeta, tratando de enfocar mi visión borrosa en una imagen clara. Sabía lo
que tenía que hacer, y no era sólo por Ophelia.
Era para mí.
Era para mi madre.
Era para todos nosotros.
—¡Gunnir! —Grité. Levantó la cabeza y un gruñido salió de sus labios. Antes de que
pudiera darse la vuelta, antes de que pudiera verle la cara y cambiar de opinión, apreté el
gatillo.
La parte superior de su cabeza estalló en una lluvia roja. Las piernas se le doblaron y cayó
al suelo con un ruido sordo. Los gritos de Ophelia me desgarraron. Se revolvió hacia atrás
en la cama y, cuando su espalda chocó contra el cabecero, siguió gritando. La sangre y la
masa encefálica pintaron su piel.
Me balanceé contra la cómoda de madera de Gunnir, intentando orientarme. El chirrido
de un disparo sangrante en la cabeza, los gritos de Ophelia y el eco del disparo crearon una
mezcla nauseabunda de sonidos que siguieron sonando en mi mente mucho después de que
hubieran cesado. Me obligué a mantener la compostura por Ophelia. La escopeta se me
resbaló de las manos, cayó al suelo y me acerqué a ella. Estaba llorando, con las mejillas
enrojecidas por el agarre de él en la boca. Parecía tan jodidamente destrozada. La abracé y
la estreché contra mi pecho.
Ahora tenía que hacer algo que sería más difícil que acabar con la vida de mi hermano.
Tenía que liberar a Ophelia y asegurarme de que nadie volviera a hacerle daño. Tenía que
destruir al último monstruo.
Yo.
Ophelia
staba en un torbellino de emociones, cada sentimiento se arremolinaba y
conectaba con el siguiente hasta que no podía separarlos. Mis oídos seguían
zumbando por el disparo. El áspero agarre de Gunnir estaba impreso en mi carne,
como si aún tuviera la mano en el interior de mis muslos mientras me abría las piernas. Me
alegraba que el demonio estuviera muerto, pero también me aterraba cómo afectaría a Alex.
Había acabado con la vida de su hermano por mí, pero no estaba segura de sí lo había hecho
para salvarme o para quedarse conmigo. Aquella extraña competitividad familiar parecía
tener generaciones.
Me aparté de su pecho y le miré a los ojos. ¿Cumpliría su promesa? ¿Me abriría las
puertas? Pronto tendría la respuesta.
—Vamos a asearte —dijo. Se separó de mí y se volvió para salir de la habitación. Una
mata de sangre oscura le cubría el cabello hasta la nuca.
—Alex, estás sangrando —dije—. ¿Qué te hizo?
Se detuvo en la puerta y agarró el marco con la mano. No se volvió para mirarme
mientras hablaba.
—Ya no importa. Ven. Te prepararé un baño.
Me temblaba el interior de los muslos cuando me puse en pie. Había forzado los músculos
luchando por juntar las piernas mientras Gunnir luchaba por separarlas. Cuando había
entrado en la habitación de Alex con aquella mirada enloquecida en sus pequeños ojos,
había sabido lo que me esperaba. Intentó arrastrarme a su habitación por la cadena, pero
me agarré a la pata de la cama y me negué a soltarme. Entonces me levantó por encima del
hombro, me llevó a su habitación y...
Y no podía pensar en el resto. No me había alcanzado, pero había estado demasiado
cerca.
Mientras me dirigía hacia el pasillo, me detuve a los pies de la cama y dejé que mis ojos
se posaran en las piernas de Gunnir. No quería mirar, pero tenía que hacerlo. Tenía que
saber que no volvería a hacerme daño, ni a mí ni a nadie. Mi mirada se detuvo en el bolsillo
trasero de su mono. Algo claro asomaba por el labio. Algo rubio.
Pasé por encima de una línea de sangre que había seguido la huella en el suelo de madera
y me arrodillé junto a sus pies, con la mano temblorosa al acercarla al recuerdo que
guardaba en el bolsillo. Cuando lo saqué y me di cuenta de lo que era, se me saltaron las
lágrimas. Era cabello, de unos cinco centímetros y toscamente cortado, atado en el centro
con una goma elástica. El cabello de Sam. Un trofeo para su asesino.
Lo apreté contra mi pecho y me disculpé con la chica a la que no habíamos salvado.
—¿Vienes? —Alex llamó desde el baño.
Me levanté, me dirigí al baño y puse el cabello en la mano de Alex.
—¿Puedes enterrar esto con el cuerpo de Sam? No quiero que se quede con tu hermano.
No merece llevarse más de ella de lo que ya tiene.
Alex se movió sobre sus pies.
—Él... no la enterró, O.
Asentí con la cabeza. Claro que no. Un entierro habría sido demasiado civilizado para
alguien como él.
—¿Puedes enterrar eso, entonces?
Se lo metió en el bolsillo y salió del cuarto de baño. Por primera vez desde que llegué al
infierno, se me concedió intimidad. Era un comienzo prometedor, pero me negué a hacerme
ilusiones. Al fin y al cabo, seguía teniendo una cadena alrededor del cuello.
Rebusqué en el armario a la izquierda del lavabo, encontré un trapo y lo utilicé para
limpiarme las salpicaduras carmesí de la piel antes de meterme en la bañera. El remojo tibio
ya sería bastante malo sin la sangre de Gunnir ensuciando las cosas. Me acerqué al borde
de la bañera y me sumergí, rozando con los dedos la superficie del agua. Cuando me harté
de limpiarme los recuerdos de la piel, apoyé la cabeza en las rodillas y pensé en todas las
veces que había estado en este baño después de algún incidente horrible. En algunas de esas
pesadillas, Alex había sido una pieza clave.
¿Cuándo había cambiado eso?
Y lo que es más importante, ¿cuándo había cambiado?
El cambio había sido tan gradual como el paso del sol por el cielo, imperceptible en el
momento pero innegable de todos modos. Había pasado de querer acabar con su vida a no
ver ninguna vida en la que no estuviera él.
Alex volvió con una toalla y una muda de ropa.
—Hola —me dijo mientras se sentaba en el inodoro junto a la bañera. Extendió la mano
y me acarició la espalda con una suavidad que me produjo un escalofrío—. Lo siento. —Se
llevó la mano a la nuca e hizo una mueca de dolor.
—¿Estás bien? —pregunté.
—No te preocupes por mí —dijo, quitándose la mano de la cabeza y sentándose más
alto—. Me habría llevado más de una paliza si pensara que podría haberte salvado de él.
—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté, mirándole fijamente.
—¿Qué quieres decir?
No podía mirarle mientras le presionaba más, así que en su lugar me centré en el agua.
—¿Por qué lo mataste?
Se burló Alex.
—Porque te tocó. Necesitaba salvarte de él.
Si eso fuera cierto, si realmente quisiera mantenerme a salvo, podría haberme dejado ir.
En vez de eso, intentó salvar a todos. Pero cuando se vio obligado a elegir, me eligió a mí.
¿Por qué?
Acerqué mis rodillas hacia mí.
—¿Qué soy yo para ti, Alex?
Sacudió la cabeza.
—No tengo ni idea.
—¿Cómo no lo sabes?
—No tengo forma de saberlo. ¿Cómo puedo decir que quiero estar contigo o que te quiero
cuando no sé lo que significa? El amor siempre ha dolido aquí, y no quiero amarte si eso
significa que te haré más daño del que ya te he hecho. —Se sentó sin hablar un momento,
luego sacó algo de su bolsillo y se inclinó hacia mí. Sus manos se dirigieron a la cadena, y
el chasquido metálico de la cerradura al abrirse sonó como una ráfaga de cañón en mis
oídos. Cuando se apartó, el peso de algo más que la pesada cadena abandonó mi cuerpo.
Levanté los ojos hacia los suyos y él se secó una lágrima que había resbalado por su mejilla—
. Ya eres libre, O. La puerta principal está abierta, como te prometí. —Antes de que pudiera
responder, colocó la ropa limpia sobre el inodoro, salió del cuarto de baño y cerró la puerta
tras de sí.
Me limpié, salí de la bañera, me sequé el cabello con la toalla y me la envolví alrededor
del cuerpo. Llevé la ropa bajo el brazo. Cuando salí al pasillo, mis ojos se dirigieron hacia
el salón. La huida me esperaba al otro lado de la puerta principal, pero ¿a qué iba a escapar?
Sólo podía volver al infierno que había conocido antes del infierno al que me habían
trasplantado. Quedarme con Alex no parecía mucho más prometedor. Si no podía amarme,
si no sentía ya algo por mí, no tenía sentido. Ni siquiera había intentado meterse dentro de
mí desde que Gunnir empujó su vil venida entre mis piernas. ¿Y si Sam tenía razón? ¿Y si
sólo le era útil a Alex mientras fuera brillante y nueva?
Estaba en una encrucijada, y ambos caminos parecían sombríos.
Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo. . .
Mi mente se aferró al olvidado poema de Robert Frost que había diseccionado para un
proyecto en el instituto. Ante dos caminos, el hombre eligió el menos transitado. Se había
arriesgado y había salido mejor gracias a ello. Quizá el viejo poeta tenía algo de razón.
Alex no sabía lo que era el amor, pero yo sí. Podría enseñárselo. Podría venir conmigo, y
podríamos construir una nueva vida. Juntos. El dinero que había guardado en casa de mi
padre no sería suficiente para mudarme a la ciudad como esperaba, pero sí para sobrevivir
un mes en el campo mientras averiguábamos qué hacer a continuación.
Crucé el pasillo y entré en su habitación. Estaba tumbado en la cama, mirando al techo.
Cuando me vio, se le dibujó en la cara una expresión de sorpresa.
—Supongo que no me has oído. La puerta está abierta —dijo antes de apartarse de mí.
—Vete, Ophelia. —Cuando no me fui, se dio la vuelta y entrecerró los ojos mirándome—.
Maldita sea, Ophelia, ¿qué tengo que hacer para que te vayas? Este no es lugar para ti.
—Tampoco es un lugar para ti —dije, negándome a echarme atrás.
Sus ojos se oscurecieron.
—Este es exactamente el lugar para mí. —Se levantó de un salto, me agarró por los
hombros y me tiró sobre la cama. Mi toalla cayó y dejó al descubierto mi cuerpo desnudo,
pero no intenté cubrirme. Se subió sobre mí y me abrió las piernas con las rodillas, pero no
intenté resistirme. Con los brazos extendidos, me puso los puños a ambos lados de la
cabeza—. Esto es lo que soy. Esto es lo que siempre seré. ¿No estabas escuchando cuando te
conté lo que pasó después de matar a El Hombre? Seguí haciendo esto porque no puedo
parar.
—Sólo intentas alejarme —dije levantando la barbilla.
—Porque necesitas que te alejen. Necesitas tenerme miedo.
Sacudí la cabeza.
—Ahora es mi elección. Ni tuya ni de nadie. Lo que estás haciendo no me alejará. No
puedes engañarme, Alex. —Me tembló el labio, la fuerza y el valor se me estaban agotando
con la confesión que salía a toda prisa de mis labios—. No me obligarás porque eso no es lo
que quieres. Incluso si lo es, no lo harás porque no me has querido desde que Gunnir me
arruinó.
El dolor se reflejó en su cara como una bofetada.
—¿Es eso lo que piensas? ¿Crees que no he querido empujar dentro de ti por lo que hizo
Gunnir? —Bajó sus caderas, presionando su dura longitud contra mí—. Nunca he dejado
de desearte. Nunca he dejado de necesitarte. —Sacudió la cabeza, y sus ojos se suavizaron
cuando volvieron a encontrarse con los míos—. No estás arruinada a mis ojos. Eres hermosa
y estás rota, pero tienes la fuerza para recomponerte. Pero si me voy contigo, volveré a
romperte.
Cerré los ojos y dejé que cayeran las lágrimas. Sus palabras revelaban más de lo que
creía. Había dicho que yo no estaba arruinada, y aunque esa confesión me dio mucha
alegría, lo que no había dicho me dio algo que necesitaba aún más: esperanza.
Si no me veía arruinado, sólo había una razón por la que había luchado contra su
impulso de devorarme. Aunque no podía admitirlo, los años de abuso no lo habían dejado
condenado más allá de la salvación. Lo vi por lo que era y por lo que podía ser. Ahora sólo
necesitaba tiempo para verlo en sí mismo.
—Ven conmigo, Alex —susurré—. Por favor.
Suspiró y sacudió la cabeza.
—¿Adónde iríamos?
—Lejos. Podemos empezar de nuevo en algún lugar diferente. En algún lugar que no sea
aquí. Tengo un poco de dinero ahorrado...
Se rió y dejó caer su peso sobre mí.
—¿De verdad crees que puedo salir de aquí y olvidarme del lugar que me convirtió en
este monstruo que odio?
Tenía razón. Alejarse no era suficiente.
—Entonces no lo dejes. Quémalo. Quémalo todo.
Tragó saliva.
—Tú no eres este lugar, Alex. Ya no le perteneces a nadie. Ni al El Hombre ni tu hermano.
A nadie.

Alexzander
tenía razón en algunas cosas, pero estaba totalmente equivocada en otras. Yo
pertenecía a esa casa. Merecía estar solo, con la única compañía de mis pecados. ¿Qué otra
opción tenía? ¿Quemar este lugar y seguirla hasta la casa de su padre? Esto no era un jodido
cuento de hadas en el que me convertiría en un hombre en lugar de en un monstruo una
vez roto el hechizo.
Le había hablado hasta quedarme ronco, y ella me había escuchado pero no me había
oído. Se negaba a salvarse. Si quería mantenerla a salvo, tenía que eliminar la amenaza.
Tenía que hacer lo que debería haber hecho hace tantos años.
—Bien, vístete —dije.
Me bajé de ella y me alejé de lo que más echaría de menos. Su boca. Su beso. La forma
en que dijo mi nombre. Mucho más. Todo lo demás. La dejé en el dormitorio para poder
ocuparme de mis asuntos.
Arrastré a Gunnir fuera de la casa y lo arrojé al pozo de huesos. Sólo quedaban dos botes
de gas en el granero porque Gunnir había usado uno en los restos de Sam. Necesitaba uno
para él, lo que significaba que sólo me quedaría uno para la casa. Tendría que ser suficiente.
Vertí el gas en el pozo y arrojé una cerilla.
Salí del granero y vi a Ophelia apoyada en el camión, con mis pantalones de chándal y
una camiseta sin mangas. Era extraño verla de pie bajo el sol. Estaba preciosa. Y cansada. Y
delgada. Yo le había hecho eso.
Razón de más para lo que estaba a punto de hacer.
—Espérame aquí fuera —le dije—. Sólo será un minuto.
Era egoísta por mi parte, pero me incliné hacia ella y la besé una vez más. No merecía
volver a sentir sus suaves labios ni saborearla, pero nunca había necesitado tanto algo en
mi vida. Cuando me aparté, me miró.
—Quémalo —dijo.
Asentí. La quemaría. Destruiría todo lo que en esa casa le había hecho daño.
Volví a entrar y esparcí el nocivo líquido por toda la casa. Empecé en la habitación de
Gunnir, pasé a la mía, me dirigí al salón y me senté en el sofá con una lata vacía. Había
querido empaparme de gasolina, pero apenas había tenido suficiente para llegar al salón.
Esta casa había sido el infierno figurado para muchos, y yo estaba a punto de convertirlo
en un infierno literal.
Respirando hondo, fui a la habitación de Gunnir y encendí una cerilla. Golpeó la cama
con un torrente de calor y llamas que crecieron y consumieron el colchón y el cabecero de
madera seca. Las cortinas polvorientas de detrás de la cama estallaron en un destello de
calor y luz. Lancé la segunda cerilla a mi dormitorio mientras retrocedía por el pasillo. Una
brillante ráfaga de fuego alcanzó el pasillo y se instaló en un cálido resplandor. Continué
mi último recorrido, arrojando cerillas en la cocina antes de volver al salón. Me senté en el
sofá y arrojé más cerillas desde mi asiento. Saqué un cigarrillo del bolsillo y encendí uno,
dejándolo reposar entre los labios mientras el humo se mezclaba con la espesa bruma que
llenaba la casa.
El calor agobiante me apretaba mientras me sentaba y daba una calada al cigarrillo. Los
ojos se me pusieron pesados, eché la cabeza hacia atrás y me sentí relajado por primera vez
en mucho tiempo. Por fin había terminado.
—¿Alexzander? —dijo una voz frente a mí. La voz de mi madre. —No hagas esto. Dijiste
que no sabías lo que era el amor, pero mentiste. El Hombre le enseñó a Gunnir el odio, pero
yo te enseñé a ti el amor.
—Vete a la mierda, madre. No sabes todas las cosas horribles que he hecho —siseé.
—No te define. Lo que te define es lo que haces ahora.
El calor me abrasaba los ojos y no sabía si era por las llamas o por las lágrimas que
amenazaban con caer.
—Lo que estoy haciendo ahora es sacarme a mí mismo de la ecuación. No volveré a hacer
daño a Ophelia. Me niego a ser como Gunnir y El Hombre un día más de mi vida.
—Tú no eres ellos. Nunca has sido ellos, incluso cuando has hecho cosas como ellos. No
tenían conciencia.
—Estoy demasiado dañado para estar con ella. Ni siquiera sé qué me atrajo de ella de
esta manera.
—Te recordó a mí.
—Eso no es espeluznante ni nada por el estilo —dije entre carraspeos. La nube de humo
se arrastraba por el techo, espesándose a cada segundo que pasaba. Intenté incorporarme,
pero mi cabeza sólo se balanceaba sobre un cuello de goma mientras el sudor me goteaba
en los ojos. Estaba demasiado cansada para limpiarme el escozor—. Intento protegerla.
—¿Y su padre? ¿Has pensado en cómo seguirá haciéndole daño? Has echado a esa chica
de la sartén al fuego. Ophelia es buena para ti porque te ha mostrado lo diferentes que eres
en realidad. Es valiente, pero necesita tu fuerza como tú necesitas su suavidad.
No hablé. No podía. El fuego se había acercado lo suficiente como para calentar mi piel,
y yo estaba listo para recibir mi castigo final.
—Por favor, Alex. No salgas así. Te mereces más de lo que crees. Ella está perdida como
tú. Te necesita.
Unas manos me agarraron e intenté apartarlas con brazos de plomo.
—¡Alexzander! —La voz flotaba desde el otro lado de un abismo, tan lejos. Y no era la
voz de mi madre.
Ophelia.
Me agarró el antebrazo con fuerza e intentó levantarme del sofá, pero yo era un peso
inamovible. Una tos seca le sacudió el pecho. Si no hacía algo, sucumbiría al humo mientras
intentaba salvarme. Me levanté, obligando a mis piernas a trabajar debajo de mí porque no
podía permitir que muriera ahora después de todo lo que había pasado. Apoyé mi peso en
ella, sosteniéndome todo lo que pude, y nos dirigimos hacia la puerta. El humo se disipó al
llegar al umbral y el aire se fue aclarando a medida que nos alejábamos de la casa.
Me soltó y me desplomé sobre la hierba verde, jadeando mientras intentaba inhalar el
aire fresco. Ophelia parecía un puto ángel arrodillada a mi lado, con la mano frotándome
el esternón para animarme a respirar.
—¿Qué demonios has hecho? —gritó.
—No lo entenderías. —Las palabras se escaparon en un suspiro. Me puse de lado y tosí
hasta que el pecho amenazó con abrirse—. Nunca deberías haber entrado ahí detrás de mí.
¿Sabes lo estúpido que fue?
—Lo dice el hombre que decidió echarse una siesta en un edificio en llamas. —Se echó
hacia atrás y tosió en el hueco de su brazo, luego rebuscó en su bolsillo y puso el contenido
delante de mí.
Miré los objetos con incredulidad. La foto de mi madre. El dibujo. La pinza del cabello.
Los arranqué de la hierba y los apreté contra mi pecho.
—El juego de damas ya está en el coche. Cogí estas cosas mientras estabas en el granero.
—Me sonrió—. De nada.
—Gracias —dije mientras la atraía hacia mí y la besaba—. Por todo. —Otro ataque de
tos me sacudió el pecho.
—Tienes que ir al hospital, Alex.
Sacudí la cabeza.
—He pasado por cosas mucho peores que esta.
Había estado a punto de morir más veces de las que quería admitir. En ese momento, me
preocupaba ser realmente inmortal. Incapaz de morir. Destinado a vivir con dolor y
tormento por toda la eternidad. Y aún no había podido demostrar lo contrario.
Por Ophelia. Porque se había negado a que me rindiera.
Y quizá eso fuera bueno. La voz de mi madre había sacado a relucir algo que no había
considerado. Había otro monstruo además de mí en la vida de Ophelia, y tenía que
ocuparme de él si quería mantenerla a salvo.
Ophelia
poyarse en la vieja camioneta de Alex y contemplar la casa en llamas frente a
nosotros casi nos daba fuerzas. Las llamas intentaban destruir el mismísimo
infierno calando hasta los huesos de la estructura que albergaba tanto tormento.
Aunque parecía imposible, estaba funcionando. Engullendo, devorando y limpiando la
tierra de todo el mal que había nacido y crecido en su interior. Bueno, quizá no de todo. El
hombre a mi lado se había salvado.
Por mi culpa.
Aunque Alex formaba parte de ellos, no podía imaginarlo ardiendo en ese cementerio
cuando aún tenía algunos signos de vida. Algunos signos de humanidad.
Me levanté el dobladillo de la camisa y me sequé el sudor de la frente. Alex se acercó y
limpió el rastro de transpiración que rodaba desde mi pecho y se deslizaba por mi vientre.
La piel se me puso de gallina.
—Estaría muerto si no fuera por ti —me dijo, rodeándome la cintura con la mano y
atrayéndome hacia él. Se inclinó hacia mí y me besó. Su aliento olía a humo, a algo siniestro
y peligroso. Como algo que se arrastra desde las cenizas.
—Y estaría muerta si no fuera por ti —susurré mientras dejaba que sus labios se unieran
a los míos.
—No, O. Nada de esto habría pasado si no te hubiera secuestrado.
Me alejé de él. No tenía ni idea.
—Eso no es cierto, Alex. La muerte siempre estuvo sobre la mesa. Antes de ti. Contigo.
Tal vez incluso después de ti. Olvidas de lo que vengo y a lo que tengo que volver.
—Nadie más volverá a tocarte. —Extendió la mano, me secó el sudor de la parte baja de
la espalda y me bajó el chándal por los muslos.
Salí de ellos y mantuve las manos cerradas en puños a los lados, insegura de lo que estaba
ocurriendo. Quería que me cogiera de nuevo, para demostrar que Gunnir no me había
ensuciado, pero ahora que lo hacía, estaba muy confusa. No había ninguna cadena
alrededor de mi cuello, ninguna razón para acceder a sus demandas, pero lo deseaba tanto
como él a mí.
Me levantó hasta que mis piernas rodearon su cintura. Hice equilibrios sobre el
guardabarros oxidado mientras él me apoyaba contra el camión. Me sujetó por la cintura,
se bajó la cremallera de los vaqueros cubiertos de hollín y se sacó la polla. Me la metió sin
ninguna inhibición.
Follar fuera de esa casa se sentía diferente. Casi mal. Como si estuviera permitiendo que
las cadenas envolvieran mi corazón.
Aunque no estábamos justo al lado de la casa, el metal del camión había absorbido el
calor del fuego y me quemaba la parte posterior de los muslos mientras me follaba. Vi cómo
las llamas alcanzaban el cielo, silbando mientras consumían la vieja granja de mierda y
todos sus secretos de mierda.
Los secretos empujando dentro de mí ahora.
—Alex, para —dije, los recuerdos gritando mientras un fuego de indecisión me abrasaba
el alma.
Se detuvo, me levantó la barbilla hasta que mis ojos se encontraron con los suyos y negó
con la cabeza.
—No, O. Eres mía, siempre serás mía, y necesito reclamar tu coño perfecto. Necesito
reclamarte fuera de esa casa porque ahora eres mi hogar. —Empujó dentro de mí con tanta
fuerza que me dejó sin aliento, luego se agarró al capó del camión para poder follarme más
fuerte. Como necesitaba follarme.
Volví a observar las llamas y otro fuego se encendió en mi interior. En lo más profundo
de mis entrañas. Rodeé su cuello con mis brazos y me fundí con él. Dejé que tomara mi
cuerpo. Dejé que me poseyera como él quería, y empecé a aceptar y casi a disfrutar de esa
posesión.
La fricción me rozaba las piernas y el fuego me lamía las entrañas, limpiándome del
infierno que había vivido dentro de mí desde que tenía memoria. Todo el dolor, el daño y
los abusos que me habían torturado mucho antes de que Alex y su hermano me hubieran
secuestrado. Era como una quemadura controlada en mi interior, que destruía la tierra
dañada de mi alma y dejaba atrás el crecimiento sano.
Me corrí a su alrededor, atrayendo su boca hacia la mía y llenándola de mi placer. Sus
uñas se clavaron en la parte posterior de mi muslo mientras mis espasmos atraían los suyos.
—Córrete conmigo —gemí contra su boca.
Lo hizo, y fue jodidamente liberador. El sudor cubría su pecho y empapaba mi camiseta
sin mangas cuando se apretaba contra mí, y no me importaba. Nos bañamos en el calor y
ardimos contra el camión.
Cuando estuvo seguro de que podía valerme por mí misma, cogió el chándal. Me apoyé
con las manos en sus hombros y me los puse sin molestarme en limpiar el desastre que tenía
entre las piernas.
Echó otro vistazo a la casa y se volvió hacia mí.
—¿Estás listo para salir de aquí?
—Definitivamente —dije asintiendo con la cabeza—. ¿Y tú?
Levantó los hombros y se encogió de hombros.
—En realidad no tengo elección. Acabo de quemar mi casa —dijo con una sonrisa
socarrona.
Un pensamiento cruzó mi mente.
—¿Qué pasa con tus vecinos? ¿Y si llaman a la policía? ¿Irá alguien a buscarte?
Alex negó con la cabeza.
—No, estamos a kilómetros de cualquier otra persona. Este lugar era una granja de
cerdos y tiene algunas hectáreas. Los terrenos de alrededor pertenecen a granjeros con
mucha más superficie que nosotros, así que no debería llamar la atención. La gente de por
aquí es muy reservada. Algunos traen leche y huevos de vez en cuando, pero puedo pasarme
y preparar algo antes de que vuelvan a aparecer. Diles que pensamos dejar que el bosque
recupere el terreno para tener más zona de caza o algo así.
¿Por qué te importa? me pregunté. Si esta maniobra le llevaba a la cárcel, sería un dilema
moral menos del que preocuparme. Sin embargo, me seguía preocupando y no sabía cómo
dejar de hacerlo.
Me tiró las llaves, las cogí y subí a la cabina. Mientras nos alejábamos del incendio, un
pensamiento me rondaba la cabeza: La libertad se sentía rara. Y aún más raro era estar
junto a Alex sin una cadena al cuello ni la amenaza de Gunnir respirándome en la nuca.
Mientras miraba por la ventanilla del copiloto, me preguntaba si mi versión de la libertad
le parecía un cautiverio. Estaba dispuesto a morir en aquella casa, así que ¿cómo podría ser
la vida para alguien como él?
Avanzamos por los baches de la calle y aparté de mi mente los «y si…»
Me dirigió a la cafetería, ya que no conocía las carreteras secundarias. Una vez que los
kilómetros se desvanecieron a nuestras espaldas y la cafetería se hizo visible, volví a
territorio conocido. Mi casa estaba a poca distancia a pie de la cafetería, por un camino
sinuoso que desaparecía entre la espesa arboleda. Casi todas las noches iba andando porque
vivía para disfrutar de la paz y la tranquilidad de aquel paseo, pero no estaba segura de
volver a salir sola, y menos a pie por la noche. Tendría demasiado miedo de que me cogieran
y me devolvieran a las llamas del infierno. Tendría miedo de otro monstruo como Gunnir.
Un escalofrío me recorrió la espalda al pensar en él. Aún luchaba con el recuerdo de lo
sucedido. Cuando mi padre hacía cosas, yo desaparecía en mi mente, normalmente en un
parque, sentada bajo el sol brillante y cálido. Podía sentir el calor de aquel sol en lugar de
sus manos. Oía piar a los pájaros en lugar de sus gruñidos y gemidos. Sentía la hierba
pinchándome en la parte posterior de los muslos en lugar de su peso presionándome contra
el colchón. Me esforzaba tanto por vivir en aquel parque cuando Gunnir estaba sobre mí,
pero él me mantenía atrapada en el momento, obligándome a sentir cada caricia no
deseada. Entonces Alex entró en la habitación, sangrando y armado, e hizo lo que yo no
pude. Me salvó.
Mientras pasábamos por la cafetería, empecé a pensar hacia dónde nos dirigíamos. De
un hogar infernal a otro. La familiaridad no lo hacía más fácil. No dejaba de preguntarme
si entraríamos y encontraríamos a mi padre muerto, eternamente desmayado en aquel
sillón reclinable destartalado. Rezaba para que el alcohol lo hubiera matado, pero con mi
suerte, seguiría vivo, esperando para aprovecharse de mí como siempre lo había hecho.
Me temblaba el labio.
—¿Estás bien? —preguntó Alex cuando me detuve en la entrada de mi casa.
Sin contestarle, bajé del camión y saqué el dinero de su escondite. Lo conté y me alegré
de ver que estaba todo. Volví a meterlo en la caja de hojalata y lo metí debajo del asiento
cuando me puse al volante de nuevo.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—¿No estamos ya aquí? —Miró a su alrededor—. Este es tu lugar, ¿verdad?
—No tenemos que entrar ahí. Podemos...
Me agarró la mano.
—Sí, así es. Me salvaste de mi infierno y es hora de que te devuelva el favor. No dejaré
que te pase nada. Ve a la casa.
No dejó lugar a discusiones. Puse la camioneta en marcha y traqueteó mientras
avanzábamos por el camino de entrada lleno de baches que nunca supe cómo arreglar.
Había muchas cosas que no sabía arreglar, pero pensé que tal vez podría intentar arreglar
a Alex. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo con mi captor. Traerlo a mi casa, un lugar
que no parecía más seguro que el suyo.
Cuando vi la casa, se me secó la boca. ¿Qué demonios le diría a mi padre? ¿Cómo podría
explicarle dónde había estado y por qué había traído a un extraño a su santuario? El lugar
que había sido un infierno durante la mayor parte de mi vida. El lugar que me atormentaba
y me hería de diferentes maneras.
Apagué el contacto y el viejo motor se detuvo, dejándonos en silencio. Los ojos de Alex
recorrieron la propiedad con una curiosidad infantil que casi me hizo sonreír. Sin embargo,
no estaba segura de lo que estaba mirando. Mi antigua casa no tenía nada de especial. El
hormigón destartalado y los revestimientos desparejados evidenciaban su antigüedad y su
estado. La hierba no se había cortado desde que me había ido, y el sol del verano la había
alimentado bien. Su casa no estaba mucho mejor, pero aun así sentí que un rubor de
vergüenza se apoderaba de mis mejillas.
—¿Y tu padre? —preguntó.
Tragué saliva. No estaba segura de dónde nos íbamos a meter. Me daba mucho miedo,
pero no tenía elección. Tenía que ser fuerte.
—Quédate aquí —le dije, aunque no estaba segura de por qué. Tal vez era para evitar
que viera cómo vivíamos. El cementerio de botellas. Los cadáveres de platos sucios y
comidas a medio comer que probablemente llenaban los mostradores. Más vergüenza. O
tal vez pensé que sería más fácil hablar con mi padre sin Alex a mi lado. En cualquier caso,
sentí que era algo que tenía que hacer sola.
Di otro paso, pero su mano se aferró a mi muñeca.
—De ninguna manera voy a dejar que entres ahí sola —dijo, con voz firme e
inquebrantable.
Una vez más, no dejó lugar a discusiones, así que salimos del camión y nos adentramos
en el purgatorio en cuanto pisamos la hierba que nos llegaba hasta las rodillas. Los escalones
crujieron con mi escaso peso al poner los pies sobre ellos, y mi mano se detuvo en el pomo
de la puerta de metal oxidado mientras me preocupaba por todos los esqueletos que saldrían
a la luz del día en cuanto abriera la puerta. No era sólo un armario lleno de ellos. Llenaban
la casa.
Cuando entré, el olor polvoriento de viejo me dio la bienvenida a casa. Era un olor que
me había acompañado toda la vida, y era todo lo que había conocido antes de que Alex y
su hermano me dieran algo con lo que compararlo. Odiaba el olor con el que me bañaba
en su casa, pero no podía decidir qué era peor: el polvo y el moho o el sudor y la muerte.
La vergüenza volvió a apoderarse de mí cuando entramos en el salón y miré a mi
alrededor. A través de la puerta de la cocina pude ver las moscas revoloteando alrededor de
los restos de comida mohosa de los platos esparcidos por las encimeras. La mesa del
vestíbulo estaba salpicada de botellas vacías. No estaban allí cuando me fui, lo que
significaba que había conseguido más alcohol de alguna manera. Me rodeé con los brazos
y miré la escalera que mi padre solía subir borracho para llegar hasta mí. Me estremecí al
recordarlo.
Unos brazos cálidos me rodearon, di un respingo y me di la vuelta, intentando detener el
espasmo de pánico en mi garganta, intentando frenar el galope de mi corazón antes de que
atravesara mi esternón y cayera al suelo.
—¿Qué te pasa? —susurró Alex, secándome el sudor que se me había acumulado en las
sienes—. Te he hecho cosas de mierda y no reaccionaste tan violentamente. No entendía lo
malo que era, pero creo que empiezo a entenderlo. —Apretó la mandíbula y miró hacia el
salón. Reconocí esa mirada ardiente en sus ojos. Alguien estaba a punto de pagar por sus
errores, y esta vez no sería yo.
Alexzander
a chica que tenía delante no era la misma que había visto en mi casa. Ni siquiera
en su momento más débil estaba tan conmocionada como en ese momento. ¿Era
peor que lo que Gunnir le había hecho pasar? ¿O era peor porque el asalto vino
de alguien relacionado con ella? La familia nunca se sintió como familia en nuestro hogar.
Sólo significaba que compartíamos la misma sangre, y como El Hombre solía decir siempre,
la unión hace la fuerza.
—¿Está en el salón? —Pregunté.
Cerró los ojos y una lágrima se deslizó por su mejilla y saltó de su mandíbula. Ya había
visto suficiente. Di unos pasos a la vuelta de la esquina y me pregunté si le parecería extraño
que yo conociera la distribución de su casa. Si se daría cuenta de que la había acechado
mucho antes de cogerla. Pronto saldría de su vida para siempre, así que no importaba.
Pero primero, tenía que asegurarme de que estaba a salvo.
El respaldo de la silla estaba orientado hacia mí, y a su lado había una botella de ron
medio vacía. La cabeza de un hombre asomaba justo por encima del respaldo de la silla,
con la atención centrada en un programa granulado que parpadeaba en la pantalla
polvorienta de un televisor. De vez en cuando se agachaba, bebía un trago de licor y volvía
a colocar la botella en su sitio. ¿Se había dado cuenta de que se había ido? ¿Acaso le
importaba? ¿Qué clase de padre seguía bebiendo hasta el olvido mientras su hija estaba
desaparecida? Mi padre hizo muchas cosas terribles, pero nunca se olvidó de mí. Pero mi
padre tampoco me agredió sexualmente. No directamente, al menos.
Avancé un paso y el suelo gimió bajo mis pies.
—¿Niña? ¿Eres tú? —gritó su voz profunda y acuosa. La forma en que pronunció el
apelativo hizo que mi cuerpo reaccionara como nunca lo había sentido—. Tráeme una
cerveza de la nevera y ven a sentarte en mi regazo. —Habló en un tono que ningún padre
debería emplear con sus parientes. Su voz espeluznante me recorrió las venas como lodo, y
sólo podía imaginar cómo afectaba a Ophelia. Volví a mirarla. Tenía las piernas apretadas
y sabía lo que le estaba pasando a su cuerpo. Sabía lo que ocurría cuando un miedo genuino,
profundamente arraigado y alterador de la mente te aprieta las entrañas y te llena de ganas
de mear. Cuando ni siquiera puedes ver lo que tienes delante o respirar porque te invade
un pánico ciego. Conocía la expresión de su cara, el temblor de sus miembros y la forma en
que apretaba las rodillas, porque yo también había sentido esa clase de miedo.
Me rompió verla experimentarlo. La reacción de Ophelia al mero sonido de la voz de su
padre me volvió jodidamente homicida. Me hizo rabiar por su venganza.
Me eché la mano a la espalda y saqué mi cuchillo de caza de la funda del cinturón. Di
un paso adelante, pero una mano en el hombro me detuvo.
—Alex... —susurró con un débil movimiento de cabeza. Su padre ni siquiera la oyó por
encima del sonido del programa de televisión y el efecto ensordecedor del alcohol.
La guié hacia atrás hasta que su columna se encontró con la pared.
—No intentes detenerme. Merece pudrirse en el infierno con mi padre.
Sus ojos buscaron los míos y el temblor se calmó.
—¿Por qué ibas a ser tú quien lo hiciera? A mí es a quien ha tocado.
Sonreí ante sus palabras y me incliné para plantarle un beso en la boca que las
pronunciaba. Buena chica. Hablaba un idioma que yo entendía. Yo había sido la que había
acabado con la vida de mi padre porque albergaba el mayor dolor. Le había envenenado y
había visto cómo la vida abandonaba sus ojos con las marcas de un latigazo aún frescas y
supurantes en mi espalda. Todo el mundo tiene un límite, y él había alcanzado el mío. Su
padre superó el suyo la primera vez que la tocó. Aun así, no estaba dispuesto a ponerla en
peligro. Sólo tenía un cuchillo. Si la desarmaba, no tenía forma de protegerla eficazmente.
—No me arriesgaré a que te haga más daño del que ya te ha hecho —le dije. Sus ojos me
suplicaron que le entregara el cuchillo, pero no discutió con palabras.
Con la confianza de un hombre que ha matado antes, marché hacia la silla del salón.
—Hola, padre del año —dije, colocándome frente a él.
Su aspecto era patético. Un charco de vómito se había secado en su camiseta rasgada y
la franela que la cubría colgaba de su cuerpo demasiado delgado. Probablemente no había
comido mucho desde que Ophelia se fue. Bueno... desde que se la llevaron. Se limpió las
migas de la barba y trató de levantarse, pero retrocedió dos veces antes de ponerse en pie.
Casi parecía injusto atacar a un hombre tan impotentemente borracho. Por otra parte, no
había tenido problemas en atacar a un niño indefenso, así que eso equilibraba un poco las
cosas.
—¿Quién coño eres? —gruñó. Una nube de vapor de licor añejo se estrelló contra mi
cara. Olía como un lote de whisky fermentado en una fábrica de cerveza, y casi me hizo
toser.
Sentí la presencia de Ophelia detrás de mí, así que me eché hacia atrás y la atraje hacia
mí. Ella mantenía los ojos clavados en el suelo frente a nosotros, concentrada en la botella
de bourbon.
—No necesitas saber quién soy, pero sabes quién es ella, ¿verdad?
Tosió.
—Sí, esa es mi niña.
—No tienes derecho a llamarla así. Si fuera tu niña, no deberías haberla tocado...
—¡Yo no toco a mi hija! —gritó, avanzando un paso a trompicones.
Los ojos de Ophelia se dispararon hacia él, y un rayo de ira se precipitó sobre su rostro y
torció sus bellas facciones en algo siniestro.
—¡Sí que lo haces! —dijo—. ¡Cómo te atreves a negarlo! ¿Cómo te atreves...? —Se le
encogió el pecho y cortó la frase.
—Si alguna vez te toqué mal, es porque te confundí con tu madre —dijo, y fue la excusa
más patética que jamás había oído—. No es mi culpa.
Le tembló la mandíbula inferior, pero encontró la voz.
—¿Cuando tenía ocho años, papá?
—No le llames así, joder —le dije—. Los hombres que contribuyeron a nuestro ADN no
tienen el privilegio de ser llamados papá porque nunca se lo ganaron. Nunca fueron padres.
Por eso yo llamé al mío El Hombre. Llama al tuyo como quieras. Bolsa de mierda. Donante
de esperma. Maldito pedófilo asqueroso. Llámalo como quieras, pero no lo llames papá.
La atención de su padre saltó hacia mí.
—Te está mintiendo. Es una mocosa que busca llamar la atención. Siempre lo ha sido.
Si pensó que me volvería contra Ophelia por las palabras de un borracho demacrado, se
llevó una agradable sorpresa. Algo realmente humillante.
La rabia se reflejó en su rostro cuando no me creí la mierda que había intentado hacerme
tragar. Dio un paso hacia Ophelia, pero me interpuse entre ellos y levanté el cuchillo para
dejarlo a la vista.
—¿Qué vas a hacer, gamberro? ¿Apuñalarme?
—Eso es exactamente lo que voy a hacer, maldito enfermo. —Le clavé el cuchillo en las
tripas y cayó sobre mí. La sangre brotó de una mancha oscura en su camiseta y se deslizó
alrededor de mi mano. Tiré el cuchillo hacia atrás y lo empujé. Cayó sobre su sillón con un
fuerte golpe y, aun herido de muerte, buscó su botella. Sujeté el cuchillo con firmeza,
suponiendo que intentaría utilizar la botella como arma, pero se limitó a girar el tapón e
inclinar la boca de la botella hacia sus labios—. ¿Qué coño te pasa, viejo?
—No hay nada bueno en mí —resolló—. Mejor hacer las paces con el señor ahora,
supongo.
—El señor no quiere tus desagravios —dije mientras le entregaba el cuchillo a Ophelia.
Ella me miró en busca de permiso mientras rodeaba el mango con los dedos. No necesitaba
permiso para obtener la venganza que merecía, y ahora que él estaba demasiado débil para
defenderse, podía conseguirla con seguridad.
Dio un paso hacia él y se inclinó hacia delante, con el cuchillo a su lado.
—Admite que me has tocado.
—No voy a admitir una mierda —gruñó, con un reguero de sangre cayéndole por un
lado de la boca mientras hablaba.
—¡Admítelo! —gritó, las lágrimas estrangulando sus palabras.
La agarré del hombro.
—Hay dos tipos de hombres malvados en este mundo. Uno se jacta de lo que ha hecho y
el otro lo niega. —No estaba seguro de cuál era más aterrador o siniestro. Su padre o el mío.
Dos personas que destruyeron a su familia y construyeron un mundo a su alrededor que
sólo alimentaba el dolor. Mi padre era jodidamente malvado. Este hombre era malvado de
una manera diferente. En cualquier caso, el diablo les follaría el culo a ambos por igual
durante toda la eternidad—. Este hombre es un marica, O. Nunca admitirá lo que te ha
hecho. Si quieres tu venganza, tómala ahora, antes de que sea demasiado tarde. Mi padre
gritó sus maldades desde los tejados, pero el tuyo se llevará su vil secreto a la tumba. Decirlo
en voz alta significa reconocer su enfermiza lujuria por los niños. Su propia maldita hija.
Admitirlo significa que no fue un estupor de borracho que se inventó para racionalizar lo
que había hecho. —Volví mi atención hacia él—. No hay suficiente alcohol en el mundo
para beberte esos deseos, enfermo de mierda. —Le prometí venganza, pero no pude evitar
darle un puñetazo. Lancé mi puño hacia delante, golpeando su cabeza contra el
reposacabezas.
Ophelia siguió mi golpe clavándole el cuchillo en el pecho. Se lo arrancó y volvió a
clavárselo. Sus ojos se abrieron de par en par en una expresión de traición sorprendida.
Nunca había esperado que ella se defendiera, pero era más fuerte de lo que había
imaginado. Más fuerte de lo que había imaginado.
Ophelia soltó el mango del cuchillo y se volvió hacia mí. La sangre se mezcló con las
lágrimas de su rostro y corrió en ríos desvaídos hacia su mandíbula. Su pecho se agitó y
supe que necesitaba consuelo, pero no tenía ni idea de cómo consolar a otra persona.
Incluso con mi madre, lo mejor que podía hacer era asegurarme de que supiera que no
estaba sola. Yo estaba presente. Sabía cómo hacerlo. Yo no era la persona empática que ella
probablemente necesitaba en ese momento.
La rodeé con los brazos y la abracé torpemente, y ella empezó a sollozar, con todo el
cuerpo tambaleándose por la fuerza del dolor. Sus rodillas cedieron, la cogí y la bajé al
suelo. Se acurrucó sobre sí misma, me senté detrás de ella y le froté la espalda mientras sus
sollozos se convertían en gemidos entumecidos y entrecortados. Necesitaba más y yo quería
darle más, pero no sabía cómo ayudar a alguien que estaba tan alterada.
La tumbé boca arriba y me subí sobre ella, inmovilizándola con parte de mi peso hasta
que su pecho agitado se frenó debajo de mí. Clavó las uñas en mis brazos extendidos y yo
me limité a hacerme presente. No era más que un objeto en el que podía clavar sus garras
mientras luchaba contra el hombre que siempre la perseguiría. Sus manos abandonaron
mis brazos y se apretaron contra mi pecho. Un grito gutural salió de su boca mientras
levantaba las manos y me propinaba débiles puñetazos en los costados.
—¡Vete a la mierda! —gritó mientras sus manos caían al suelo de madera. Se le había
acabado la lucha delante de mis ojos. Dio una última patada que derribó la botella de
bourbon y el olor nos envolvió.
—Sácalo todo —le dije.
—Ese vete a la mierda no fue hacia ti —dijo con la respiración desinflada.
Sonreí con satisfacción.
—Puede que una parte sí. —Nos miramos fijamente mientras el silencio flotaba entre
nosotros—. Siento no saber hacerlo mejor. No estoy acostumbrado a lidiar con traumas que
no he causado. —La solté y se sentó a mi lado.
—¿Qué hemos hecho? —preguntó, con los hombros por fin relajados.
—Esto no fue nada. Al menos se lo merecía.
—Aunque se lo mereciera, acabamos de quitar una vida. Ni siquiera sé cómo encubrir
algo así. —Señaló el cuerpo de su padre.
—Yo me encargaré de esa parte. Lo envolveré en algo, lo meteré en la parte de atrás del
camión y lo dejaré caer en la fosa con todos los demás demonios. ¿Tiene algún amigo?
¿Alguien que pueda venir a buscarlo?
Ella negó con la cabeza.
—Suelo comprarle todo lo que necesita. Se sienta en esa silla y bebe hasta emborracharse.
Rara vez sale de casa.
—Eso es conveniente para ti, entonces. Sigue comprando como si compraras para dos
personas.
Su mirada se clavó en mí.
—Voy a comprar para dos personas. Tú estarás aquí.
—No puedo quedarme aquí, O. Me he asegurado de que estés a salvo y me quedaré el
tiempo suficiente para ayudar un poco, pero luego tengo que irme. No sé cómo vivir una
vida normal, y no puedo garantizar que no volveré a hacerte daño. No sé cómo ser un ser
humano.
—¿Cómo puedes decir que no sabes ser un ser humano? —dijo cuando me separé de
ella.
—Porque no me criaron como a un ser humano. —Me molestó un poco su afirmación.
¿Qué tan humano había sido yo para ella?
—Quieres afecto, te sientes mal cuando ves que alguien sufre y quieres amar. Eres
humano.
—Quiero tu afecto. Me siento mal cuando me haces daño. Nunca me he sentido así por
nadie más. Me he sentido mal cuando cosas horribles le han pasado a chicas por mi culpa
o la de Gunnir, pero contigo, hace que mi corazón realmente se sienta pesado. Como, muy
abajo en mi pecho. —Mantuve mi mano a la altura de mi pecho y la empujé hacia abajo—
. Sólo soy humana por ti, O.
—Si no eres humano, ¿cómo te ves a ti mismo?
—El diablo —dije, demasiado seguro de mis palabras.
Ella bajó la mirada.
—Bueno, yo tampoco me siento muy humana. Sólo soy un fantasma merodeando por el
cascarón vacío de lo que fui. —Levantó sus ojos hacia los míos—. Pero tú me haces sentir
viva. Incluso en los peores momentos contigo, me alegré de poder volver a sentir algo por
fin. —Sus mejillas se sonrojaron y me preocupó que volviera a llorar. Me incliné hacia ella
y la besé, separándome lo suficiente para tocar su frente con la mía.
—Entonces supongo que podemos ser inhumanos juntos. Al menos por un tiempo.
Ophelia
e desperté a la mañana siguiente en mi cama. Alex insistió en dormir en el sofá,
y la mitad de mí se preguntaba si lo hacía para evitar que me fuera en mitad
de la noche. Nunca me había planteado que tal vez planeaba escaparse
mientras yo dormía. Me sacudí ese temor cuando oí el ruido de la cortadora de césped
debajo de la ventana de mi habitación. Cuando descorrí las raídas cortinas, vi a Alex en el
patio trasero. Se secaba el sudor de la frente mientras se echaba hacia atrás, mostrando su
pecho sin camiseta al sol. Su piel brillaba por el sudor. Aunque se me hacía la boca agua
por él, nunca podría olvidar las cosas que me había hecho.
Pero tampoco podía olvidar las cosas que había hecho por mí. Tenía un control sobre mí.
Salí de la cama y me puse un albornoz sobre el camisón y los pantalones del pijama. Me
sentí tan bien con mi propia ropa otra vez. Bajé las escaleras y preparé café como si no me
hubieran arrancado de mi rutina y mantenido cautiva hasta la noche anterior. Miré por la
ventana de la cocina cómo Alex intentaba domar la jungla que se extendía por nuestro
jardín. Clavaba los talones en la tierra y empujaba el cortacésped por la hierba crecida. Su
cuerpo se flexionaba con el esfuerzo y sentí la necesidad de mantener la mandíbula en su
sitio para que no se me cayera al suelo. Seguramente se había puesto así de trabajar con
cadáveres, pensé, y sentí un escalofrío.
Alex se sacó la camiseta del bolsillo y se secó la frente. Apagó el cortacésped y entró.
—Hola —dijo cuando la puerta se cerró tras él—. Vas a necesitar mucha más gasolina
para arreglar ese césped. —Volvió a secarse la frente y se sentó a la mesa de la cocina. Cogí
un par de tazas del armario y les serví café recién hecho. A él le gustaba solo. Yo lo prefería
con leche y azúcar, pero la leche se había echado a perder en mi ausencia, así que hice lo
que pude con el azúcar. Le puse la taza delante, se inclinó y aspiró el aroma—. Gracias.
Me senté frente a él y bebí un sorbo de café. El azúcar no cortaba el sabor amargo, pero
necesitaba la cafeína.
—¿Te… ocupaste de mi padre?
Asintió con la cabeza y se rascó el pulgar.
—Me encargué de ello antes de que saliera el sol. También pasé por casa de los vecinos
para cubrir nuestras huellas. Se lo creyeron.
Nos sentamos en silencio un momento.
—Esto es raro, Alex —le dije a mi taza.
—¿Qué es?
—Estar juntos en mi casa. Hablando de deshacernos de cadáveres y explicando a los
vecinos por qué quemaste la casa. Jodidamente raro.
—Me imaginé que sería demasiado para ti. Haré lo que pueda por algunas de las mierdas
que están rotas por aquí, luego te dejaré con ello. No me debes nada, pero si al menos puedes
darme un empujoncito antes de llamar a la policía, te lo agradecería. —Se levantó de la
mesa y salió antes de que pudiera formular una respuesta.
Bueno, eso escaló más rápido de lo que esperaba. Ni siquiera tuve la oportunidad de
explicarle lo que estaba pensando. Simplemente dijo su plan y se fue. ¿Qué pasa con mi
plan? ¿Qué pasa con lo que yo quería?
Abrí la puerta de un tirón y caminé con los pies descalzos por la hierba destrozada hasta
que lo encontré agachado y jugueteando con una tubería adosada al lateral de la casa.
—No me vas a dejar aquí así —dije, con toda la firmeza que pude reunir.
—¿Cómo que así? —preguntó.
Me esforcé por encontrar las palabras que describieran cómo me sentía.
—Cuando dije que las cosas eran raras, no me refería sólo a la mierda rara por la que
hemos pasado. También me refiero a estos sentimientos que tengo y que no puedo
racionalizar.
Se puso en pie, caminó hacia mí y se acercó lo suficiente como para que pudiera sentir
el calor de su cuerpo calentado por el sol.
—¿Qué demonios estás diciendo?
—Estoy diciendo que a pesar de todo, me enamoré de ti, Alex. Si yo puedo superar mi
miedo, tú también puedes. Deja de tener miedo. Deja de intentar huir.
—¿Cómo diablos pudiste enamorarte de alguien como yo? Fue fácil para mí enamorarme
de ti, pero te hice daño. Te hice daño de verdad. —Me miró a los ojos y suavizó su voz—.
El amor nunca ha sido amable contigo, ¿verdad, Ophelia?
Sacudí la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas que emborronaban su rostro.
—El amor siempre te ha hecho daño, ¿eh?
Asentí con la cabeza.
—¿Entonces por qué sigues persiguiéndolo? ¿Por qué sigues queriendo lo que te hace
daño?
—Si quieres irte porque no puedes ver una vida conmigo, no te detendré, pero si planeas
irte porque puedes ver una vida conmigo, no eres más que un cobarde. Estás tan centrado
en el dolor que me causaste, pero te olvidas de todo lo que has hecho por mí. Luchaste tanto
para mantenerme a salvo de Gunnir. Para mantenerme con vida. Mataste a tu propio
hermano para detener su ataque. Mataste a mi padre para asegurarte de que no pudiera
lastimarme más. Si te vas, me matarás a mí también.
Mis palabras le golpearon en la cara, y me alegré. No le dejaría fingir que marcharse
significaba mantenerme a salvo. Necesitaba saber la verdad. No podía irse porque las cosas
fueran complicadas y confusas. No se lo permitiría. Incluso mientras sus puños se cerraban
y la frustración se acumulaba en sus ojos, no le permitiría que se rindiera. Ni a sí mismo.

Alexzander
hacia la entrada de la casa y me estremecí mientras sus palabras se agolpaban
en mi mente. Maté a mi hermano. Maté al Hombre. Maté a su padre. Fue mi mano la que
destruyó a los monstruos que acechaban en las sombras. Incluso intenté matar al último
monstruo, pero el corderito había sacado al lobo feroz del edificio en llamas.
Me siguió, acorralándome justo dentro de la puerta principal.
Me giré y la agarré por los hombros.
—¿Qué pasa con todas las cosas que te hice? ¿Cómo puedes actuar como si no te hubiera
hecho pasar un infierno?
Una lágrima corrió por su mejilla y goteó sobre mi mano.
—Por favor, no me pidas que te explique por qué y cómo he perdonado todo lo que has
hecho. No tengo las respuestas.
Se deshizo de mis manos y se acercó a mí, sólo para asestarme golpes en el pecho. Me
dolió, pero merecía sentir algo de su dolor. Todo, en realidad. Pero por mucha rabia que
sintiera, nunca podría hacerme el daño que yo le había hecho a ella.
—¡Que te jodan por ser la fuente de mi dolor y mi consuelo! —gritó—. ¡Que te jodan
por convertirte en amigo en vez de enemigo! Te odio por no haber matado antes a tu
hermano. ¡Odio que estés dispuesto a abandonarme! Que te jodan.
—Por favor...
—¡No! No he terminado. —Soltó un grito primitivo y me clavó el puño en las tripas,
sacándome el aire de los pulmones.
Me agaché para recuperar el aliento. La ira me tensó la piel, pero no le haría daño a
Ophelia por pegarme. Ya se las arreglaría. Era más fuerte que cualquiera que conociera,
incluido yo mismo.
Ella inhaló un fuerte suspiro.
—Te odio por haber hecho que me enamorara de ti. Odio que pensar en una vida sin ti
me ponga jodidamente enferma, porque debería ser lo contrario. Debería alegrarme de que
quieras irte. —Se detuvo para recuperar el aliento y no la interrumpí. Quería que se
desahogara, por mucho que le dolieran las palabras—. Si sales por esa puerta, te llevas la
única parte de mí que siente algo. ¿No me has quitado suficiente?
Intentó apartar la mirada, pero la agarré de la barbilla y la obligué a mirarme.
—¿De verdad crees que quiero irme? No, pero estarás mejor sin mí y sin los dolorosos
recuerdos que nos separan. Quiero tanto que sigas siendo mía, joder. Estoy absolutamente
rabioso por eso. Estoy dispuesto a dejarte ir porque eso significa liberarte de todo el daño
que te causé. Pero por alguna jodida razón, tú quieres seguir siendo mía.
Su labio inferior tembló sobre mi mano. Necesitaba entender lo que estaba pidiendo.
Di un paso adelante, obligándola a retroceder hasta que se topó con la pared.
—Ten cuidado con lo que pides, O. ¿Estás segura de que quieres que me quede? Si dices
que no, saldré de tu vida para siempre. Nunca tendrás que preocuparte de mí esperando en
las sombras. Pero si dices que sí, estarás diciendo sí a todo lo que soy.
—Digo que sí —susurró.
Llevé mi mano a su garganta y un gemido salió de sus labios. Inhalé ese sonido,
respirándolo en mis pulmones. Me resultaba tan familiar e incorrecto, pero seguía siendo
como los perros de Pavlov. Seguía estando condicionada a salivar cada vez que lo oía.
—Ese sonido me sigue llegando a la polla —gruñí contra sus labios—. ¿Te asusta?
Sacudió la cabeza.
—Ya no.
—Siempre deberías tenerme un poco de miedo. Soy un Bruggar, después de todo.
Me miró a los ojos y ya no vi miedo en ellos. Vi deseo y necesidad. Nunca pensé que
querría estar conmigo cuando volviera a saborear la libertad. Una chica guapa como ella
podría haber conseguido a quien quisiera, pero estaba eligiendo al demonio que acechaba
en sus pesadillas. El demonio que se convirtió en su pesadilla. De alguna manera me echó
un capote en su mente y pensó que yo la había salvado del horror en el que la había metido.
Mi corazón martilleaba contra mi pecho, incapaz de comprender lo que estaba
sucediendo.
—Sé que es difícil de entender —dijo—, y no fingiré que no me rompiste, pero también
eres quien me recompuso. Ahora eres el pegamento que mantiene todas esas piezas en su
sitio.
Sonreí ante sus palabras.
—Eso es una locura para mí, porque tú también me rompiste. Me destrozaste y dejaste
que la luz brillara a través de las grietas. Pero no sólo me recompusiste. Lo reorganizaste
todo antes de hacerlo.
—Por eso no te tengo miedo. Incluso si me coges como antes, no me dolería como antes.
Mi mano abandonó su garganta y se posó en su pecho, por encima de sus pechos. Sentí
el latido de su corazón bajo mis dedos, tranquilo y uniforme. Aspiré su aroma.
—¿Recuerdas cuando hice que te corrieras? —Le susurré al oído.
Ella asintió.
—Me encantaba cómo luchabas contra el placer hasta que ya no podías más, y me di
cuenta de lo mucho que me gustaba hacerte sentir bien. Me gustó lo que tu placer me hizo.
Cómo me humanizaba. —Le aparté el cabello de la frente—. No sé cómo ser lo que necesitas
que sea, pero estoy dispuesto a intentarlo si me prometes algo.
—¿Qué? —preguntó ella.
—Si fallo en esto, si fallo en ser bueno contigo, harás que me vaya, ¿de acuerdo? —Apoyé
una mano caliente en su mejilla—. Prométeme que harás que me vaya.
—Te lo prometo —susurró.
—Esto no significa que te follaré suavemente. Sigo siendo yo. Sigo siendo egoísta,
especialmente cuando se trata de tu cuerpo. Pero si dices que no, Ophelia, haré todo lo
posible por parar por ti. —Le mordí el labio inferior mientras le bajaba la parte delantera
de la camiseta y le agarraba el pecho. Ella gimió en mi boca y el sonido me hizo palpitar. Le
bajé los calzoncillos y la besé mientras liberaba mi polla. Nunca había deseado tanto estar
dentro de ella. Nunca había deseado tanto sentir el paraíso.
—Alex —susurró cuando mis labios rozaron su cuello.
Levanté su muslo, atormentado por un momento al recordar la última vez que me la
había follado así y cuánto horror había venido después del placer. Ambos teníamos
recuerdos que nos atormentarían para siempre. También habíamos encontrado una salida
a nuestro tormento.
Entre nosotros.
—Te amo, Ophelia, y me niego a que el amor te haga daño esta vez.
Me rodeó con los brazos y me clavó las uñas en la espalda mientras me la follaba.
—Te amo, Alex —me susurró al oído.
Me detuve y la miré a los ojos.
—Dímelo otra vez.
—Te amo.
Rodeé su nuca con mi mano y empujé dentro de ella hasta que llegué a su extremo. No
fue suficiente. No podía penetrarla lo suficiente. La arrastré hasta la cocina y la incliné
sobre la mesa, agarrándola por las caderas para tener más control sobre su cuerpo perfecto.
Incliné mi peso sobre ella y la penetré con todas mis fuerzas. Ella gimió cuando la penetré
de una forma tan familiar y extraña a la vez. Familiar porque era ella, pero extraña porque
todo era libre. Su decisión de follarme. Mi decisión de quedarme. Era la primera vez que
podía elegir, y sabía que a ella le pasaba lo mismo. De alguna manera, ella había encontrado
la libertad dentro del cautiverio, pero yo encontré la mía dentro de ella.
Alexzander
a libertad me costó al principio. Cosas tan sencillas como tomar café por la
mañana o despertarme al lado de una mujer desencadenada me producían
ansiedad. Me parecía extraño. Me sentía mal. No sabía qué hacer conmigo mismo
cuando tenía la opción de hacer cualquier cosa. Sin embargo, Ophelia me ayudaba todo lo
que podía y yo estaba aprendiendo a vivir.
—Hola —me dijo al entrar en el salón y sentarse en la silla frente a mí, con una mesita
de madera entre los dos—. ¿Estás bien?
Asentí, pero no podía engañarla. Algunos días eran más duros que otros.
—Tengo algo que podría animarte —dijo con una sonrisa. Metió la mano debajo de la
mesa y sacó una caja que reconocí de inmediato: un cartón andrajoso con un gráfico en la
parte superior que se había desvanecido con el tiempo. La abrió y colocó el tablero y las
piezas. Había pasado una fina tira de cinta adhesiva plateada por el centro del tablero y
había utilizado rotuladores Sharpie para rellenar los cuadrados. Había estado estropeado
durante años y ahora estaba entero de nuevo. A Ophelia se le daba bien recomponer cosas
rotas.
Habríamos podido permitirnos una tabla nueva, ella había aceptado otro trabajo mejor
pagado más cerca de la ciudad y yo hacía trabajos esporádicos para agricultores locales,
pero nos gustaba este trocito de nuestro pasado. No todos los recuerdos duelen.
Una vez que lo preparó, me miró mordiéndose pecaminosamente los labios.
—¿Listo para jugar? —preguntó, y mis ojos saltaron de su boca perfecta a la partida de
damas que había entre nosotros.
—Sabes que acabaré follándote antes incluso de que llegues a la fila de mi rey, ¿verdad?
—Ya veremos —dijo mientras se inclinaba para dar el primer paso.
Hice un movimiento de vuelta y la miré fijamente. Este juego era lo único que podía traer
de mi antigua vida a la nueva. Algo que me parecía normal en un mundo inusual. Me sentía
seguro.
—¿Estás acorralada, O? —pregunté tras unos cuantos movimientos más. No era
frecuente que tuviera ventaja, pero a veces la tenía.
Se mordió el labio de esa forma que me volvía loco, y me ajusté los pantalones mientras
ella maniobraba con pericia para colocarse en una posición mejor. Salió del apuro en que
la puse y acabó haciéndose con el control del juego.
Cuando me hubo derrotado por completo, sólo pude mirar al otro lado de la mesa y
sonreír.
—Sólo he amado a otra persona, y fue a mi madre. Me recuerdas mucho a ella. —En
cuanto salió de mi boca, me di cuenta de lo raro que sonaba. Pero era verdad.
—Eso que dices es muy raro, Alex —dijo riendo.
Una mueca cruzó mis labios.
—No lo hagas más raro de lo que es. Eres tan fuerte como lo era ella. Mi madre me
recordaba que tenía corazón, todos los días. Tú fuiste la única persona que vio lo que había
dentro de mí. —Me incliné hacia delante, cerré la distancia que nos separaba y la besé—.
Te amo, Ophelia —susurré contra sus labios.

Ophelia
decir que me amaba hizo que mi corazón latiera con más fuerza contra mi pecho.
Todos los que alguna vez dijeron amarme me habían lastimado. Incluso Alex. De algún
modo, cuando me rodeó la nuca con la mano y me atrajo hacia sí para darme otro beso,
creí que este amor sería diferente. La suavidad con que sus dedos me rozaban la nuca me
hizo olvidar las caricias bruscas. Pero a veces me encontraba a mí misma anhelando esas
caricias. Nunca entendería cómo funcionaba su cerebro, pero no importaba, porque yo
tampoco entendía el mío. Me había enamorado del hombre de mis pesadillas, y no tenía por
qué tener sentido.
Me agarré el dobladillo de la camisa y me la pasé por la cabeza.
—Ophelia —advirtió, pero no hizo falta.
Sabía lo que haría, y lo acogí con satisfacción.
Sus ojos permanecieron clavados en mí mientras me bajaba los pantalones del pijama y
los apartaba de un puntapié. Se levantó de la silla, apartó la mesita y se colocó frente a mí
mientras se quitaba los pantalones de chándal. Puso las manos a ambos lados de la silla,
abrazándome con sus poderosos brazos, y me besó. Duro, impulsivo y lleno de necesidad.
Me levantó como si no pesara nada y me inmovilizó contra la pared. Le rodeé con las
piernas, y la dura calidez de su polla descansó entre nosotros. Echó las caderas hacia atrás
y se introdujo dentro de mí, y yo dejé caer la cabeza contra la pared mientras me llenaba.
Un gruñido salió de su garganta y vibró contra mis labios.
—Dios mío, O, te sientes increíble. —Su boca bajó hasta mi cuello y me mordió la piel—
. Cuando todo estaba mal, tú estabas tan bien.
—Túmbame y fóllame como si aún me tuvieras bajo llave —susurré antes de besarle la
boca.
Me llevó hasta la alfombra que cubría el viejo suelo de madera y me tumbó boca arriba.
Se arrodilló, me rodeó los muslos con las manos y me acercó a él. Hubo un momento de
pánico cuando recordé una vez, no hacía mucho tiempo, en que me di la vuelta y lo vi entre
mis piernas. Era inquietantemente parecido, pero esta vez había una diferencia.
Lo quería.
Se inclinó sobre mí y me besó los pechos.
—No te follaré como a una cautiva, O, pero te follaré como si aún me pertenecieras,
porque tu cuerpo es mío. Esto es mío —susurró mientras besaba la piel por encima de mi
corazón—. Y esto también. —Levantó la cabeza y pasó por encima de mis labios para
besarme la frente.
Alex curvó las caderas hacia delante y empujó dentro de mí. Eché la cabeza hacia atrás
y dejé que las lágrimas se deslizaran por el pliegue de mis párpados mientras me follaba.
No podía evitarlo. Por primera vez en mi vida, sentí una oleada abrumadora de amor
intenso, y provenía de la última persona que esperaba. Mis lágrimas estaban impregnadas
de una felicidad que nunca había experimentado. Alex conocía mi dolor y yo conocía el
suyo. Lo sentí en cada empujón mientras intentaba ayudarnos a olvidar todo el dolor que
habíamos experimentado. Me hizo el amor como si fuera un reflejo de sí mismo y, por una
vez, le gustó lo que vio.
Se sentó y me rozó la raja con los dedos. Me follaba como si su vida dependiera de mi
placer, y yo se lo daba con gusto. Su pulgar acarició mi clítoris y mis uñas se clavaron en
sus costados mientras me acercaba más y más.
Lo atraje hacia mí y jadeé contra su hombro mientras me frotaba hasta que estuve tan
cerca. Tan cerca.
—Puedo sentir cómo te aprietas, O. Deja de pensar en ello. Deja de intentar correrte y
deja que ocurra —susurró mientras movía el pulgar por mi clítoris.
Me concentré en cómo me estiraba la polla y en cómo me acariciaba con los dedos. Su
peso me presionaba con cada potente embestida, hundiéndose en mi...
Gruñó cuando me estremecí y me apreté contra él.
—Es una buena chica —susurró. Sus caderas tartamudeaban contra las mías mientras
aguantaba mi orgasmo—. Y tú eres mía —gruñó mientras se corría dentro de mí,
persiguiendo mi jugos con los suyos. Se inclinó y me besó.
Alexzander emergió de las profundidades del infierno y me protegió del diablo mientras
nos elevaba hasta que sentimos la primera brisa fresca golpear nuestros rostros. Intentó
dejarme a las puertas, pero no se lo permití. Se ganó su camino de vuelta aquí arriba, en la
tierra, a mi lado. La gente se preguntará cómo pude yacer con un demonio, pero los
demonios no son más que ángeles caídos, y Alex cayó muy jodidamente fuerte. Sólo estaba
dispuesto a levantarse de nuevo y hacer honor a su nombre.
Me gustaría dar las gracias a mi marido, que me dio varias ideas desafortunadas, como
el tarro y la botella de refresco. Sigue apoyándome a medida que mi viaje como autora se
oscurece. Es mi mayor fan, ¡y le estoy muy agradecida!
Esta historia nunca habría salido tan bien sin mi increíble amiga y editora Brooke. Si me
hubieras preguntado si alguna vez le haría editar un libro tan depravado como éste, te
habría dicho . . sí, ¡probablemente! Gracias por tener una mente abierta y por seguir siendo
mi amiga cuando soy una autora-zilla.
Gracias a mi asistente personal, Christina Santos, por su inagotable apoyo.
Muchos de mis betas se echaron atrás. A los que se quedaron y lo leyeron, los quiero de
una forma extraña. Danielle G., Ash, Jay, Kolleen, Christina, Reneé, Nuzhat y otros.
No podría hacer esto sin estos mecenas especiales: Lori (¡Un cariño especial para ti,
amiga!), Nineette, Rachel, Amy W., Ariel, Kimberly B., Jay, Jessica, Dimitra, Venetta y
@doseofdarkromance.
Lauren Biel es autora de numerosos libros de romances oscuros y tiene varios títulos más
en preparación. Cuando no trabaja, escribe. Cuando no está escribiendo, pasa tiempo con
su marido, sus amigos o sus mascotas. También se la puede encontrar dando un paseo a
caballo o sentada junto a una cascada en el norte del estado de Nueva York. Al leer su obra,
espere lo inesperado.
Para ser el primero en conocer sus próximos títulos, visite www.LaurenBiel.com.

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