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Ignacio Pérez Campelo

Las golondrinas estaban empezando sus vuelos arriba y abajo, adelante y atrás en busca de comida
ahora que el sol había perdido toda su fuerza y casi se podía mirar directamente su forma oblonga.
Estaba a punto de ocultarse detrás de unos cerros cubiertos por una vegetación frondosa, espesa,
con mucha encina y matorral. Unos cerros por dónde sólo podían pasar los animalejos por
intricados caminos hechos de pasar una y otra vez. A esas horas del atardecer había en el aíre una
tonalidad anaranjada que parecía que en cualquier momento se iba a prender fuego la hierba reseca
del verano. El ambiente estaba cargado después de un largo día canicular. Los pegotes de alquitrán
del asfalto de la vieja carretera se habían cubierto de burbujas a lo largo del día para acabar
explotando y dejando pequeños cráteres en el alquitrán dándoles un aspecto lunar.

Ha sido un día despejado, con un cielo azul intenso que hacía daño mirar. Pero en ese momento, se
estaban acercando unos nubarrones espesos, negros que venían del norte. La carretera parte uno de
los cerros en dos y se interna en el valle hasta llegar a una mansión. Esa carretera hace de cordón
umbilical entre la mansión y el resto del mundo. Es una mansión de dos naves laterales, una de ellas
derruida, y un frente con una puerta a la que se accede subiendo una escalera de granito. Encima de
la puerta hay escudo heráldico grabado en piedra y que está medio desgastado. Es una de esas
mansiones con muchos pasillos y habitaciones, con cuartos oscuros y pasadizos cuyas puertas están
disimuladas en la pared. Andrés aparcó detrás de un coche que no le sonaba. ¿Quién coño habrá
venido hasta el culo del mundo? Tenía unas ganas terribles de quitarme la ropa que se pegaba a mi
cuerpo con una desagradable sensación de humedad. El cuello me escocía por el continuo roce con
el otro cuello, el de la camisa y el bote de “Talquistina” iba a desaparecer en las profundidades de
mi entrepierna. No me apetecía nada entretenerme con desconocidos.
−Hola, ya he llegado− anuncié mientras me dirigía rápidamente al dormitorio para ducharme y
cambiarme de ropa.
−Hola cariño, estoy en el salón con una visita. Ven a saludar.
¡Joder! Las pocas ganas que tengo de charla y me obliga a cumplir con la visita inmediatamente.
Mira cariño pero…, iba a empezar a decir pero no dije ni la eme. Me quedé parado debajo del dintel
de la puerta mirándola. Ahí estaba, sentada a la derecha de mi mujer con un muestrario de frascos y
tubos de colores sobre las rodillas, mirando hacia mí con la aséptica sonrisa que dirige un vendedor
a quien no es objetivo de su venta.
−Cariño, pasa y saluda, sé un poco amable ¿quieres? Mi marido es escritor ¿sabe?, y los escritores,
al menos mi marido, viven un poco en su propio mundo, por eso tienen esa cara de despiste o de
asombro, igual que ahora.
−Ya, ya me doy cuenta−dijo la vendedora.
No ha cambiado nada. Esther sigue casi igual que siempre. El pelo diferente, más claro; ella más
guapa, más atractiva, con la caída de pelo a lo Verónica Lake, cayéndole el flequillo sobre el ojo

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derecho. No la he visto desde la fiesta de fin de carrera, después de pasar unos estupendos años a su
lado.
− ¿Qué? ¿No vas a decir nada? Saluda a Esther.
−Eh… Si, bueno… ¿Qué tal está usted?
−Muy bien, gracias. Encantada de conocerle.
−Por favor, no me tutee, llámeme Andrés.
−Encantada Andrés.
Será un escritor de éxito, pero esa corbata que lleva es como para colgarle con ella, aunque mucho
me temo que no aguantaría ese cuerpo. Con lo delgado y guapo que era este chico. Solamente le
queda restos de la guapura, eso sí, un poco grasienta. Está visto que dedicarse a las letras no es nada
bueno.
De repente, el resplandor de un relámpago iluminó el salón. Al instante, un ensordecedor e
interminable trueno hizo temblar las paredes de la mansión. Afuera se oyó el ruido de algún cascote
del ala derruida cayéndose de su inestable asiento. Se empezó a oír el repiqueteo furioso de las
gotas de la lluvia contra el tejado. Sonaban tan fuerte que no se sabía si era lluvia o granizo lo que el
cielo estaba arrojando. Beatriz miraba alternativamente a Esther y a Andrés, finalmente, mirándola
le dijo:
−¿Porqué no te quedas a cenar y así le das tiempo a la lluvia a que escampe?
−Sí, Beatriz tiene razón. Quédate a cenar y danos un poco de charla. La carretera que nos lleva a la
civilización es peligrosa y con agua patina como una pista de hielo.
−Mmmm. Está bien, me quedaré a cenar. Pero te ayudo con la cena.
−No, no, faltaría más. Quédate aquí, que solo voy a preparar una cena ligerita.
−Bueno, si no os importa, me voy a adecentar un poco mientras preparáis la cena y os acomodáis.

Estos dos cabrones se conocen. Esa mirada asustada de Andrés, la mirada casi con placer sexual con
que lo miraba ella. Seguro, se conocen de antes. Ya estoy harta de sus infidelidades y sus mentiras.
Que si tengo que ir a un simposio a no sé donde esta semana. No cariño, no hace falta que vengas.
Si te vas a aburrir entre tanto escritor y académico. Y total, cuando acaba la jornada estoy tan
cansado que no me apetece nada más que ir a la habitación del hotel a estar tranquilo y no te voy a
poder llevar a ningún sitio. Ya, tranquilo, ja. Con una fulana es con quien te tranquilizas tú. Cuántas
veces habré olido perfume de mujer, siempre distinto, en tu ropa. Hasta en la ropa interior. Que si
son cosas mías, de mi imaginación. Que será el perfume de alguna compañera que se pega a la ropa.
Que si…, que si…, que si… Con lo enamorada que he estado de ti. Con lo enamorada que sigo
estando de ti. Y así me lo pagas, que he vivido para ti abandonando mi vida. Dejando a mis amigos
porque eran unos trogloditas y no se podía hablar con ellos de nada porque cuando les intentabas
explicar algo que no entendían se ponían como focas. Casi sin ver a mi familia porque mi padre era

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inaguantable y mi madre una cursi. Dejar mi trabajo para centrarme totalmente en ti, en tus
necesidades, para que pudieses escribir a gusto y sin problemas. Para acabar viniendo a este lugar
dejado de la mano Dios solo porque a ti te gustaba. Que es un sitio muy romántico. Que nadie nos
iba a molestar. Que ibas a trabajar mucho más. Y yo ¿qué? Sin poder salir. Sin ningún sitio cercano
a no sé cuantos quilómetros a la redonda. Aburrida como una ostra. Y encima viene esta
pelandrusca a robarme mi marido en mis propias narices. Si es que ya no aguanto más, pero no
puedo dejarte porque sigo loca de amor por ti. Pero mira, haber venido a este caserón antiguo me va
a solucionar los problemas. Porque a ti te gustará mucho, pero recorrerle, lo que se dice recorrerle,
nada. Pero yo sí. He tenido tiempo de sobra para recorrerle a lo largo, a lo ancho, de arriba a abajo.
Y ya ves tú, he encontrado cosas. Resulta que esta casa debió ser en tiempos de su construcción la
casa de un alquimista, un médico o un brujo, vete tú a saber. Porque en un cuarto en lo más
profundo del sótano y con la puerta bien escondida hay un montón de libracos que no hay quien
entienda esa letra tan alargada e inclinada que parece que se vaya a caer, y unos cuantos frascos con
calaveras y tibias. Así que usaré uno que pone cicuta como condimento para la cena. Y la
pelandrusca esa, que se joda y que no hubiese venido.

La tormenta seguía encima de la casa, arreciando por momentos. Lanzando continuamente truenos
que hacían temblar los cimientos y paredes y cuyos resplandores conferían un aspecto
fantasmagórico al interior de la mansión llenándola de luces y sombras que desaparecían tan rápido
como venían.
−Ya está la cena. A la mesa.
−Eres un ángel cariño, que haría yo sin ti.
−Está todo riquísimo. Repetiría, pero no quiero cenar demasiado que luego tengo que coger el
coche y me entrará sueño con el estómago tan lleno.
−Sí, la verdad es que hoy me ha quedado la cena de muerte. Espero que os haya gustado porque va
a ser la última que cenéis.
−Pero ¿qué dices?
−Nada, nada, cosas mías.
−Qué dolor de cabeza me está entrando −dijo Esther
−A mí también me está doliendo la cabeza y el estómago. ¿Qué has echado en la comida?
Se fue a levantar y tropezó tontamente con la silla, intento apoyarse en la mesa pero sus brazos no
pudieron sujetarle y cayó al suelo mientras la saliva le salía por la comisura de la boca.
−Cicuta... Para todos… Ya no te…, aguanto…, más infidelidades... Y como me has…, destrozado
la vida…, para mí también ha habido… Adiós mi amor… Cómo te he querido.

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