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Oración

Definición
Griego; euchesthai; latín: precari; inglés: pray; francés: prier, suplicar, pedir).

Un acto de la virtud de religión que consiste en pedir ciertos dones o gracias de Dios. En un sentido más
general, se trata de la aplicación de la mente a las cosas divinas, no simplemente para adquirir
conocimientos respecto a ellas, sino para utilizar ese conocimiento como medio de unión con Dios. Esto
puede llevarse a cabo a través de la alabanza o de la acción de gracias, pero definitivamente la petición
constituye el acto principal de la oración.

Las palabras que usa la Escritura para referirse a ella son: invocar (Gn 4, 26), interceder (Job 22, 10); mediar
(Is 53, 10), consultar (I Re 28, 6); suplicar (Ex 32, 11) y, con mucha frecuencia, clamar. Los Padres hablan de
ella como “la elevación del alma a Dios”, con miras a pedirle cosas apropiadas (San Juan Damasceno, “De
fide”, III, 24, in P.G. XCIV, 1090). También la ven como comunicación y conversación con Dios (San Gregorio
de Niza, “De oratione dominica”, en P.G. XLIV, 1125) o como diálogo con Dios (San Juan Crisóstomo,
“Homilia XXX in Gen.”, n. 5, en P.G. LIII, 280). Es, pues, la manifestación a Dios de nuestros deseos, ya sea
respecto a nosotros mismos o a otros. Tal manifestación, es claro, no pretende enseñarle algo a Dios, ni
darle indicaciones sobre lo que debe hacer. Sólo quiere apelar a su bondad respecto a las cosas que nos
son necesarias. La necesidad, por otro lado, de esa apelación no nace de que Dios ignore nuestros
sentimientos o necesidades, sino de que nosotros debemos dar forma a nuestros deseos, concentrar la
totalidad de nuestra atención en lo que queremos pedirle, ayudarnos a apreciar nuestra cercana relación con
Él. No hace falta que la expresión sea externa o vocal; basta la interna y mental.

Por la oración nosotros reconocemos el poder y la bondad de Dios, a la vez que nuestra precariedad y
dependencia. Por eso es que la oración es un acto de la virtud de religión que implica la mayor reverencia a
Dios y que nos acostumbra a volver el rostro hacia Él en toda circunstancia. No sólo porque lo que pedimos
sea algo bueno o beneficioso para nosotros, sino porque lo deseamos recibir como un regalo de Dios y de
nadie más, por más que nos pudiera parecer deseable o bueno. La oración presupone la fe en Dios y la
esperanza en su bondad. Dios nos mueve a la oración a través de ambas virtudes. También el conocimiento
que tenemos de Dios a través de la luz de la razón nos motiva a pedirle ayuda, aunque la oración motivada
por la simple razón carezca de inspiración sobrenatural. Este tipo de oración, si bien nos es útil para no
perder nuestro conocimiento natural de Dios, y por tanto para no desconfiar de Él, o para evitar ofenderlo,
nunca nos puede disponer para recibir su gracia.

Los objetos de la oración


Como en todo acto que sirve para la salvación, la gracia no sólo es requisito para disponernos a la oración,
sino también para ayudarnos a determinar por qué orar. En esto “el Espíritu viene en ayuda de nuestra
flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir domo conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables” (Rm 8, 26). Hay ciertas cosas por las que sabemos con certeza que debemos orar, tales
como nuestra salvación y los medios para alcanzarla, la resistencia ante las tentaciones, la práctica de la
virtud y la perseverancia final. Pero para conocer los medios apropiados de utilidad en circunstancias
particulares constantemente sentimos la necesidad de la luz y la guía del Espíritu. Para que no haya la
menor posibilidad de error de nuestra parte en una obligación tan fundamental, Cristo nos enseñó por qué
debemos pedir en la oración y en qué orden debemos hacerlo. En respuesta a la petición de sus discípulos
de que los enseñara a orar, Él pronunció la oración comúnmente conocida como “Oración del Señor” o
“Padre Nuestro”, de la que se desprende que sobre todo debemos orar para que Dios sea glorificado, y para
que, a tal fin, los hombres se conviertan en dignos ciudadanos de su reino, viviendo en conformidad con su
voluntad. Claro que tal conformidad está implícita en toda oración; no se debe pedir nada que no sea
conforme a la divina providencia. Eso en cuanto a los objetos espirituales de nuestra oración. Pero también
debemos pedir cosas materiales: el pan de cada día y todo lo que va implicado en ese concepto, la salud, la
fuerza, otros bienes temporales, tanto materiales y corporales como morales y mentales; los logros que
signifiquen un servicio a Dios y a los demás. Finalmente, existen algunos males de los que debemos pedir
que se nos ayude a escapar: el castigo de nuestros pecados; el peligro de las tentaciones; todo tipo de
aflicción espiritual o física, si éstas nos impiden servir a Dios.

A quién podemos
Si bien Dios Padre es mencionado en la Oración del Señor como aquel a quien debemos hacer oración, no
está fuera de lugar dirigir nuestras oraciones a las otras personas divinas. Invocar a una de ellas no excluye
a las otras dos. El Padre es más comúnmente nombrado al comienzo de las oraciones de la Iglesia, aunque
la conclusión de éstas siempre es “Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la
unidad el Espíritu Santo por los siglos de los siglos”. Si la oración es dirigida a Dios Hijo la conclusión es:
“Que vives y reinas con Dios Padre en la unidad del Espíritu Santo, Dios, por los siglos de los siglos” o
“Quien contigo vive y reina en la unidad, etc.”. Se puede orar a Cristo en cuanto hombre, porque Él es una
persona divina, pero no a su naturaleza humana como tal, precisamente porque las oraciones se dirigen a
una persona y no a algo impersonal o abstracto. Aquellas plegarias que se dirigen a cosas impersonales,
como por ejemplo, el Corazón, las Llagas o la Cruz de Cristo, deben entenderse figurativamente como
destinadas a Cristo persona.

Quién puede orar


Dado que el Señor Jesús prometió interceder por nosotros (Jn 14, 16) y realmente así lo hace (Rm 8, 34;
Heb 7, 25), podemos solicitar su intercesión, aunque esto no se acostumbre en el culto público. Él ora
gracias a sus propios méritos; los santos interceden a favor nuestro gracias a los méritos de Él, no los
propios. Consecuentemente, cuando dirigimos nuestra oración a los santos es para pedir que intercedan por
nosotros, y sabemos que ellos no pueden concedernos don alguno por su propio poder, ni gracias a sus
méritos. Incluso las almas del purgatorio, según la opinión general de los teólogos, oran a Dios para que
mueva a los fieles a ofrecer sacrificios, oraciones y obras de expiación en su favor. Y también oran por ellos
mismos y por quienes aún estamos en el mundo. El hecho de que Cristo conozca el futuro, o de que los
santos puedan conocer muchas cosas del futuro, no les impide orar. Del mismo modo como prevén el futuro,
así prevén también de qué forma los acontecimientos por venir pueden ser influenciados por sus oraciones y,
de ese modo, a través de la oración ellos pueden tratar de ayudar a que suceda lo mejor, por más que
aquellos por los que ellos oran pueden no querer disponerse a recibir las bendiciones solicitadas. Pueden
orar los justos y los pecadores. Clemente XI condenó (Denzinger, 10a ed. , no. 1409) la opinión de Quesnel
que afirmaba que la oración de los pecadores se añadía a sus pecados. Si bien la oración del pecador no
tiene méritos sobrenaturales, sí puede ser escuchada y debe realizarla tal como antes de haber pecado. Sin
importar qué tan endurecido esté el corazón del pecador, o precisamente por ello, él también necesita la
oración y debe hacerla si quiere ser liberado del pecado y las tentaciones que lo asedian. Su oración sólo
ofendería a Dios si fuera hipócrita o presuntuosa, como si quisiese pedir a Dios que le permitiera seguir en el
mal camino. No hace falta mencionar que es imposible orar en el infierno. Ni el diablo ni las almas perdidas
pueden orar ni ser objeto de la oración.
Por quién podemos orar
Se puede orar por los bienaventurados no con el fin de acrecentar su bienaventuranza sino para que su
gloria sea mejor conocida y sus ejemplos imitados. Al orar unos por otros presumimos que Dios otorgará su
gracia en consideración a quien ora. Gracias a la solidaridad de la Iglesia, o sea, a la estrecha relación mutua
de los fieles en cuanto que son miembros del Cuerpo Místico de Cristo, cualquiera puede beneficiarse de las
buenas acciones y, en especial, de las oraciones de los demás, como si tomara parte en ellas. Esto es lo que
está en la base del deseo de san Pablo de que se hagan súplicas, oraciones, intercesiones y acciones de
gracias por toda la humanidad (Tim 2, 1), por todos, sin excepción, de cualquier nivel social, por los justos,
los pecadores, los no creyentes, los muertos y los vivos, los enemigos y los amigos (Cfr. COMUNIÓN DE
LOS SANTOS).

Efectos de la oración
Nuestra oración no hace que Dios cambie su voluntad o sus actos a favor nuestro. Simplemente hace
efectivo lo que tenía decretado desde la eternidad a causa de nuestra oración. Esto lo puede hacer
directamente, sin intervención de una causa secundaria, como acontece cuando nos otorga un don
sobrenatural como la gracia actual, o indirectamente, como cuando nos da un don natural. En este último
caso su providencia dirige las causas que contribuyen a lograr el efecto deseado. Estas pueden ser agentes
libres o morales, como es la persona humana. También puede ser que algunas causas sean morales y otras
no, que serían físicas y no libres. O que ninguna sea libre. Finalmente, sin emplear ninguna de las causas
dichas, por intervención milagrosa, Él puede producir el efecto por el que se oró.

El uso o el hábito de la oración repercute en beneficio nuestro de varias maneras. Además de obtener las
gracias y dones que requerimos, el proceso mismo eleva nuestra mente y nuestro corazón hacia el
conocimiento y amor de las cosas divinas, nos da mayor confianza en Dios y nos inculca otros sentimientos
valiosos. Tan numerosos y útiles son esos efectos de la oración que ellos mismos nos sirven de
compensación aún en el caso de que no se nos conceda lo que pedimos. Frecuentemente incluso ellos son
de mayor provecho nuestro que aquello que pedimos. Nada que pudiésemos recibir como respuesta a
nuestra plegaria puede superar la conversación familiar con Dios, que es la naturaleza misma de la oración.
Además de esos efectos de la oración, podemos (de congruo) obtener de ella méritos para la restauración de
la gracia, si es que estamos en estado de pecado, por no mencionar también las nuevas inspiraciones de la
gracia, el aumento de la gracia santificante y la satisfacción del castigo temporal debido al pecado. Con toda
la importancia que tales beneficios puedan revestir, son sólo marginales respecto del efecto impetrador
propio de la oración, el cual se sustenta en la promesa infalible de Dios: “Pedid y se os dará; buscad y
hallaréis; llamad y se os abrirá” (Mt 7,7); “Por eso os digo, todo cuanto pidáis en la oración creed que ya lo
habéis recibido y lo obtendréis” (Mc 11, 24. Cfr. también Lc 11, 11; Jn 16, 24 e inumerables afirmaciones en
torno a esto en el Antiguo Testamento).

Condiciones de la oración
Por más absolutas que puedan parecer las afirmaciones de Cristo respecto a la oración, no pueden
soslayarse ciertas condiciones de las que depende la eficacia de la misma. En primer lugar, su objeto debe
ser digno de Dios y bueno para quien eleva la plegaria, ya en lo espiritual, ya en lo temporal. Tal condición
siempre está implícita en la oración de quien está entregado a la voluntad de Dios, listo para aceptar
cualquier favor espiritual que Dios se digne concederle, y deseoso de los dones temporales en la medida en
que éstos lo ayuden a servir a Dios. Después, es necesaria la fe. Pero no esa fe general que afirma que Dios
es capaz de dar respuesta a la oración, o que ésta es un medio poderoso de obtener sus favores, sino la que
contiene implícita una total confianza en que Dios es absolutamente fiel a sus promesas de escuchar la
oración de aquellos que le suplican por algún motivo. Esta confianza implica un verdadero acto de fe y
esperanza, que nos aseguran que si nuestra petición es para nuestro bien, de seguro Dios la concederá o
nos otorgará algo equivalente o mejor, según su sabiduría considere conveniente. Para ser eficaz, la oración
debe ser humilde. Pedir como si uno tuviera derechos sobre la bondad de Dios, o títulos de alguna clase que
nos hagan merecedores del favor de Dios, no sería una oración sino una exigencia. La parábola del fariseo y
el publicano ilustran esto muy claramente, y en la Escritura abundan los testimonios acerca de la fuerza de la
humildad en la oración. “Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (Sal 51, 19). “La oración
del humilde atraviesa las nubes” (Ecclo 35, 17). Aparte del sacrificio de humildad, podemos y debemos
asegurarnos que nuestra conciencia sea buena y que no haya en nuestra conducta algún defecto
inconsistente con la oración. Definitivamente, podemos hacer referencia a nuestros méritos en la medida que
ellos nos recomienden ante Dios, con la condición que el principal motivo de nuestra confianza sea la bondad
de Dios y los méritos de Cristo. Otra cualidad necesaria de la oración es la sinceridad. Sería ilógico pedir un
favor y no llevar a cabo todo lo que estuviera en nuestras fuerzas para obtenerlo, pedir algo sin realmente
desearlo. O hacer algo incongruente con la oración al mismo tiempo que se está orando. Consecuentemente,
la insistencia o fervor es otra de las cualidades, que excluye las peticiones tibias o tímidas. Una cosa es
aceptar la voluntad de Dios en la oración y otra muy distinta ser indiferente, en el sentido de que no nos
importara si nuestra oración es o no es escuchada. La verdadera resignación ante la voluntad de Dios
únicamente es posible una vez que hemos deseado y expresado fervientemente en la oración nuestros
deseos respecto a aquello que nos parece necesario para cumplir la voluntad de Dios. Esta insistencia es el
elemento que conforma la oración que tan bien describen las parábolas del amigo inoportuno a media noche
(Lc 11, 5-8) o de la viuda y el juez injusto (Lc 18, 2-5), y que finalmente obtiene el preciado don de la
perseverancia en la gracia.

La atención en la oración
Finalmente, la atención es parte esencial de la oración. Siendo esta última una expresión del sentimiento que
emana de nuestras facultades intelectuales, la aplicación de éstas, o sea, la atención, es necesaria. Cuando
cesa la atención cesa también la oración. Permitir que la mente divague o se distraiga con otra ocupación o
pensamiento necesariamente da fin a la oración y ésta sólo se reinicia cuando la mente se retira del objeto
que la distrajo. Es un error admitir las distracciones cuando uno está obligado a empeñarse en la oración.
Cuando no existe tal obligación, uno queda en libertad de pasar del objeto de la oración a otro objeto
apropiado, siempre y cuando esto se haga con reverencia. Esto es muy sencillo cuando se aplica a la
oración mental, pero ¿requiere la oración vocal la misma atención que la mental?. En otras palabras, cuando
uno hace oración vocal ¿debe uno poner atención al significado de las palabras?. Y si llegara uno a
distraerse ¿ese hecho significaría el fin de la oración?. La oración vocal difiere de la mental precisamente en
que la oración mental no es posible sin atender a los pensamientos concebidos y expresados interna o
externamente. Ni es posible orar sin poner atención al pensamiento y a las palabras cuando expresamos
nuestros sentimientos en nuestras propias palabras. Por su parte, todo lo que se necesita en la oración vocal
propiamente dicha es la repetición de ciertas palabras, generalmente fijas, con intención de utilizarlas como
oración. Mientras dure la intención, o sea, mientras no se haga nada para terminar esa oración o mientras no
se haga algo incompatible con la oración, y uno continúe repitiendo la forma de oración con reverencia y la
postura corporal adecuada, apegándose a la forma de oración prescrita, sin permitir ligereza o irreverencia,
será posible orar en medio de calles atestadas de gente, en las que es imposible evitar ver señales y sonido
y, consecuentemente, imaginaciones y pensamientos. (Santa Teresa de Ávila, preocupada porque la
tendencia de algunos teólogos contemporáneos suyos a justificar como válida formalmente la oración vocal
bien intencionada pero desatenta- resultado, en ocasiones, de utilizar en la plegaria una lengua desconocida
para el pueblo como era el latín- pudiera mermar la voluntad de sus discípulas respecto a la necesidad de
pensar en el significado de lo que decían al orar, les advierte acerca del peligro de atenerse a la simple
intención, con descuido de la atención: ”Porque no puedan decir por nosotras que hablamos y no nos
entendemos, salvo si no nos parece basta irnos por la costumbre, con sólo pronunciar las palabras, que esto
basta. Si basta o no, en eso no me entremeto, los letrados lo dirán. Lo que yo querría hiciésemos nosotras,
hijas, es que no nos contentemos con sólo eso... Que no se sufre hablar con Dios y con el mundo, que no es
otra cosa estar rezando y escuchando por otra parte lo que están hablando, o pensar en lo que se les
ofrece”. Camino de perfección, cap. 24, 2, 4. N.T).

Si uno repite las palabras de la oración y evita distracciones deliberadas de la mente hacia cosas que no
pertenecen a la oración, es posible admitir, sin faltar a la debida reverencia, por debilidad mental o
inadvertencia, numerosos pensamientos no relacionados con el tema de la oración. Es claro que este grado
de atención no nos posibilita obtener todo el fruto que la oración nos pudiera dar. Si alguien tuviera como
norma contentarse con eso terminaría aceptando cada vez más libremente las distracciones. Es por ello que
se aconseja no únicamente mantener siempre vivo el deseo de orar sino también siempre recordar el
objetivo de la oración y, en lo posible, pensar en por lo menos algunos de los sentimientos o expresiones de
la oración (S.S. Juan Pablo II dice, refiriéndose al rezo del Rosario: “En efecto, con el trasfondo de las
Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su
conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a
través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas
decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la
humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos
más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana”.
Carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, 2. N.T.). Como medio para cultivar el hábito, se recomienda,
sobre todo en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, recitar ciertas oraciones comunes: el Padre Nuestro,
el Angelus, el Credo, el Yo Pecador, etc., tan despacio como sea necesario para poder respirar una vez entre
las palabras o frases principales y permitir, así, pensar en su significado y experimentar en el corazón los
sentimientos apropiados. Otra práctica que el mismo autor recomienda mucho consiste en tomar cada frase
de la oración y usarla como tema de meditación pero sin detenerse demasiado en cada una de ellas, excepto
cuando se encuentra una sugerencia, un pensamiento o un sentimiento útil. Hay que permanecer en ese
pasaje en tanto éste nos brinde alimento para el pensamiento o la emoción. Una vez que hayamos
permanecido ahí el tiempo suficiente, basta terminar la oración sin ulterior reflexión. (Cfr. DISTRACCIÓN).

Necesidad de la oración
La oración es necesaria para la salvación; constituye un precepto específico de Cristo en los Evangelios (Mt
6, 9; 7, 7; Lc 11, 9; Jn 16, 26; Col 4, 2; Rom 12, 12; I Pe 4, 7). Dicho precepto nos obliga en aquello que es
verdaderamente necesario para la salvación. Sin la oración no podemos resistir la tentación ni obtener la
gracia de Dios, ni crecer y perseverar en ella. Esta necesidad es universal; corresponde a todo hombre
según sus estados de vida, pero muy especialmente a aquellos quienes por causa de su oficio, sacerdotal,
por ejemplo, u otras obligaciones religiosas, deben orar de modo especial por el bien de otros y el suyo
propio. Es una obligación que nos afecta en toda ocasión. “Les propuso una parábola para inculcarles que
era preciso orar siempre sin desfallecer” (Lc 18, 1). Pero indudablemente que es más urgente cuando
tenemos mayor necesidad de hacer oración; cuando sin ella no podemos sobreponernos a los obstáculos ni
realizar nuestras obligaciones; cuando, para llevar a cabo un acto de caridad, debemos orar por otros;
cuando la oración constituye parte de alguna obligación impuesta por la Iglesia, tal como la participación en
la Misa dominical y de otras fiestas. Esto se aplica a la oración vocal, pero la necesidad es idéntica en lo
tocante a la oración mental, o meditación, sobre todo cuando debemos aplicar nuestra mente al estudio de
las cosas divinas para adquirir el conocimiento de las verdades necesarias para la salvación.

La obligación de orar es permanente. Lo cual no significa que debamos hacer de la oración nuestra única
ocupación, como creían los euquitas o mesalianos y otras sectas heréticas parecidas. Los textos de la
Escritura que nos motivan a orar sin cesar implican que debemos hacerlo con tanta frecuencia e intensidad
como sea necesaria; que debemos perseverar en oración hasta que obtengamos lo que deseamos. Algunos
autores hablan de la vida virtuosa diciendo que es una oración interrumpida y hacen referencia al proverbio
“trabajar es orar” (laborare est orare). Esto, claro, no significa que la virtud o el trabajo suplanten el deber de
orar, pues no es posible practicar la virtud ni trabajar apropiadamente sin recurrir frecuentemente a la
oración. Los wyclifitas y los waldenses, según la opinión de Suárez, proponían lo que ellos llamaban “oración
vital”, que hacía tanto hincapié en las buenas obras que llegaba a excluir toda forma de oración vocal,
excepto el Padre Nuestro. Fue por ello que Suárez no aprobaba esa expresión, aunque san Francisco de
Sales la utilizó para dar a entender oración reforzada por el trabajo o, mejor dicho, trabajo inspirado por la
oración. La práctica de la Iglesia, devotamente obedecida por la feligresía, es comenzar y terminar el día con
la oración y, a pesar de que las plegarias matutinas y vespertinas no constituyen un deber estricto, su
práctica satisface de tal manera nuestro sentido de la necesidad de orar que su descuido y omisión
prolongados hasta pueden ser considerados pecado, dependiendo de lo que los haya originado y que
generalmente es algún tipo de pereza.

Oración vocal
La oración puede ser clasificada como vocal o mental, pública o privada. En la oración vocal el acto interno
implicado en todo tipo de oración va acompañado por algún tipo de acto exterior, generalmente una
expresión verbal. Esta acción externa no solamente nos mantiene atentos a la oración, sino que aumenta su
intensidad. Ejemplos de ellos son las oraciones de los judíos en la cautividad (Ex 2, 23), o luego de su
idolatría entre los cananeos (Jue 3, 9), el Padre Nuestro (Mt 6, 9), la oración del propio Jesús después de
resucitar a Lázaro (Jn 11, 41) y los testimonios de Heb 5, 7 y 13, 15. Frecuentemente se nos recomienda
usar himnos, cánticos y otras formas de oración vocal. Esta ha sido práctica común de la Iglesia desde su
inicio y nadie la ha negado, a no ser por los wyclifitaas y los quietistas. Los primeros ponían objeciones a su
necesidad, alegando que Dios no necesita nuestras palabras para saber lo que sucede en nuestras almas y
que, siendo la oración un acto espiritual, no requería del cuerpo para su realización. Los últimos
consideraban toda acción externa de la oración como una interferencia exterior con la pasividad requerida-
según ellos- por el alma para orar adecuadamente. Es obvio que la oración debe constituir una acción de la
persona integral, alma y cuerpo. Igualmente, que Dios, quien creó ambos, debe sentirse contento por ser
servido por ambos, los cuales, cuando actúan al unísimo, se complementan en vez de entorpecerse
mutuamente. Los wyclifitas no solamente se oponían a toda forma de expresión externa de oración, sino a la
oración vocal en su sentido estricto, o sea, a cualquier oración expresada en palabras, excepto el Padre
Nuestro. El uso de muchas formas de oración verbal ya está testimoniado con el uso de la plegaria sobre los
primeros frutos (Dt 26, 13). Además, si es correcto el uso del Padre Nuestro, que también es oración vocal,
¿porqué no las demás?. Las letanías, las colectas, las oraciones eucarísticas de la Iglesia primitiva eran
indudablemente oraciones vocales fijas, y las oraciones domésticas diarias, el Padre Nuestro, el Ave María,
el Credo de los Apóstoles, el Yo Pecador, los actos de fe, esperanza y caridad, etc., testimonian el uso de
esas formas en la Iglesia y la preferencia de los fieles por esas formas aprobadas, en contraste con otras
compuestas por ellos mismos.

Las posturas de la oración


Las posturas de la oración son también evidencia de la tendencia natural humana a expresar sentimientos
internos a través de signos externos. Ciertas posturas, como la estar de pie con las manos extendidas, según
se acostumbraba en Roma, han sido consideradas apropiadas para la oración no sólo entre los judíos y
cristianos, sino también entre pueblos no cristianos. El “orante “ (el prototipo de los cristianos en oración que
aparecen en las pinturas murales de las catacumbas romanas) nos muestra las posturas preferidas por los
primeros cristianos: de pie con las manos extendidas, como Cristo en la cruz, según explica Tertuliano, o con
la las manos elevadas al cielo y la cabeza inclinada, o, en el caso de los fieles, con la vista elevada al cielo y,
en el caso de los catecúmenos, con los ojos fijos en la tierra. La postración, el arrodillarse, la genuflexión y
otras posturas similares como golpearse el pecho, son signos externos de la reverencia propia de la oración,
pública o privada.
Oración mental
La meditación es una forma de oración mental que consiste en la aplicación de las diferentes facultades del
alma: memoria, imaginación, intelecto y voluntad, a la consideración de algún misterio, principio, verdad o
hecho con vistas a provocar las emociones espirituales adecuadas y encontrar una solución acerca del curso
de acción que se deba tomar considerando la voluntad de Dios y como medio para unirse a El. Tal práctica
ha sido común de las almas temerosas de Dios. Hay abundante evidencia de ello en el Antiguo Testamento,
como por ejemplo, en Sal 38, 4; 62, 7; 76, 13; 118 passim; Ecclo 14, 22; Is 26, 9; 57, 1; Jer 12, 11. En el
Nuevo Testamento, Cristo dejó abundantes ejemplos y san Pablo se refiere a ello frecuentemente, por
ejemplo, en Ef 6, 18; Col 4, 2; I Tim 4, 15; I Cor 14, 15. En la Iglesia siempre se ha practicado. Entre quienes
la recomiendan a los fieles está Crisóstomo en sus dos libros acerca de la oración y en sus “Homilia XXX in
Génesis” y “Homilia VI in Isaiam”. También Casiano en su “Conferencia IX”, san Jerónimo en la “Epistola 22
ad Eustochium”, san Basilio en su “Homilia sobre santa Julita” y “In regular breviori”, 301. San Cipriano lo
hace en “In expositione orationis dominicalis”; san Ambrosio en “De sacramentis”, VI, 3; san Agustín en
“Epistola 121 ad Probam”, CC, V, VI, VII; Boctius, “De spiritu et anima” XXXII; san León en “Sermo VIII de
jejunio”; san Bernardo, “De consecratione”, I, VII; santo Tomás en II-II, Q. 83, a. 2.

Los escritos de los Padres y de los grandes teólogos son, en gran parte, fruto de la meditación devota y del
estudio de los misterios de la religión. Sin embargo, no parece haber señales de meditación metódica antes
del siglo XV. Incluso en los monasterios anteriores a ese tiempo, no parece haber existido ninguna norma
para el coro o para el ordenamiento de temas, orden, método y tiempo para la meditación. Desde el inicio,
antes de la mitad del siglo XII, los cartujos tenían tiempos determinados para la oración mental, como se
sigue del “Consuetudinario” de Guigo, pero no aparece ninguna reglamentación más detallada. Alrededor de
los inicios del siglo XVI uno de los hermanos de la Vida Común, Jean Mombaer, de Bruselas, publicó varios
temas o puntos de meditación. La regla de la vida monástica generalmente prescribían horas para la oración
común que incluía la recitación del Oficio Divino, pero dejaba al individuo la tarea de considerar uno u otro de
sus textos como pudiera. Por el mismo tiempo, el capítulo de Milán de los dominicos prescribía la oración
mental media hora en las mañanas y en las tardes. Entre los franciscanos ya existen registros de oración
mental metódica a mediados de ese siglo. En el caso de los carmelitas no había reglamentación al respecto
hasta que santa Teresa la introdujo como norma dos horas al día. Si bien san Ignacio redujo la meditación a
un método muy definido en sus ejercicios espirituales, no llegó dicha práctica a incluirse en su regla hasta
treinta años después de la fundación de la Sociedad de Jesús. Su método y el de san Sulpicio han ayudad a
extender el hábito de la meditación más allá del claustro, entre los fieles de todo el mundo.

Métodos de meditación
En el método de san Ignacio, el tema de la meditación se elige con antelación, generalmente la noche
anterior. Puede ser cualquier verdad o acontecimiento relacionado con Dios o el alma humana, la existencia
de Dios, sus atributos, tales como justicia, misericordia, amor y sabiduría, la ley, la providencia, la revelación,
la creación y su objeto, el pecado y su castigo, la muerte, la creación y su fin, el juicio, el infierno, la
redención, etc. Es necesario definir muy claramente el aspecto del tema, porque de otro modo la
consideración será muy superficial o general, y no se obtendrá ningún beneficio práctico. Debe preverse en
lo posible la aplicación de la reflexión a las propias necesidades espirituales y tratar de interesarse en ello a
base de recordarlo, al acostarse y al levantarse, para lograr convertirlo en un pensamiento que esté presente
al despertarse y al dormirse. Una vez preparada para la meditación, la persona debe concederse unos
minutos para concentrarse en lo que está a punto de hacer y, así, empezar con una mente quieta y
profundamente impresionada ante lo sagrado de la oración. Naturalmente, a esto sigue un acto de adoración
a Dios, acompañado de la petición de que nuestra intención de honrarlo en la oración sea sincera y
perseverante. Igualmente, que cada facultad y acto nuestro, interno y externo, pueda contribuir a su alabanza
y servicio. Enseguida se trae a la mente el tema de la meditación y, con el fin de fijar la atención, aquí se
utiliza la imaginación para construir alguna escena apropiada al tema, por ejemplo: el jardín de Edén si se
trata de meditar en la creación o en la caída del hombre; el valle de Josafat, si se trata del juicio final; el pozo
insondable de fuego, si del infierno. A esta actividad se le llama “composición de lugar” y aún cuando el tema
de la meditación no tenga vínculos asociativos materiales, la imaginación siempre puede inventar alguna
escena o imagen sensible que ayude a concentrar la atención y apreciar el material espiritual que se esté
considerando. Por ejemplo, si se considera el pecado, especialmente el carnal, como algo que esclaviza el
alma, el Libro de la Sabiduría, 9, 15 asemeja el cuerpo a una cárcel del alma: “Pues el cuerpo mortal oprime
el alma y la tienda terrenal abruma la mente reflexiva”.

Con frecuencia este primer paso o preludio, como se le llama también, puede llegar a ocupar
provechosamente la totalidad del tiempo destinado para la meditación, pero generalmente debería poder
hacerse en breves minutos. Le sigue a esto una breve petición para obtener la gracia especial que uno
espera obtener. Y ahora es cuando empieza la meditación propiamente dicha. La memoria recuerda el tema
de la manera más definida posible, punto por punto, repitiéndolo si es necesario, siempre teniéndolo en
mente como un asunto de interés personal. El sustento de todo es un acto de profunda fe que se continúa
hasta que el intelecto aprende naturalmente la verdad o la trascendencia del hecho que se considera y
comienza a concebirlo como un asunto de cuidadosa consideración, razonando sobre él y estudiando qué
pueda significar para su bienestar propio. Gradualmente surge un interés genuino en la reflexión hasta que,
teniendo a la fe como aliada en la activación de la inteligencia natural, uno empieza a percibir aplicaciones a
su propia realidad y necesidad y a sentir la ventaja o necesidad de actuar respecto a las conclusiones que se
tomen. Este es un momento importante de la meditación. El convencimiento de que debemos o necesitamos
hacer algo congruente con lo considerado hace nacer en nosotros los deseos o resoluciones que nosotros
ansiamos lograr. Si hacemos esto seriamente no debemos engañarnos a nosotros mismos en lo tocante a la
conveniencia o posibilidad de las decisiones que tomemos. No importa cuánto nos cueste el ser congruentes
y perseverantes, debemos tomar esas decisiones, y entre más reconozcamos su dificultad y nuestra
debilidad o incapacidad, más trataremos de valorar los motivos que nos llevan a tomarlas y, sobre todo, más
trataremos de orar para ser capaces de ponerlas en práctica.

Si de verdad estamos interesados, no nos contentaremos con un proceso superficial. A la luz de la verdad
que estamos meditando, nuestra mente evocará nuestras experiencias pasadas y nos confrontará con la
memoria de los fracasos que hayamos tenido en intentos anteriores similares al que estamos considerando
o, al menos, con un sentido agudizado de la dificultad que no espera, haciéndonos más cuidadosos de los
motivos que nos animan y más humildes al suplicar la gracia de Dios. Tales súplicas, así como las diversas
emociones que surjan de nuestra reflexión, encontrarán su expresión en forma de oraciones a Dios, también
llamadas coloquios o conversaciones con Él. Estas pueden ocurrir en cualquier punto del proceso; cada vez
que nuestro pensamiento nos inspire a invocar a Dios acerca de nuestras necesidades, o para pedir luz que
nos haga entender cuáles son éstas y los medios necesarios para obtener su solución. Este proceso general
está sujeto a variaciones dependiendo del carácter del tema que esté siendo considerado. El número de
preludios y coloquios puede variar; puede variar el tiempo que se haya de dedicar al razonamiento, de
acuerdo a nuestro conocimiento del tema. No hay nada mecánico en el proceso. Si se le analiza, se trata
simplemente de la operación natural de cada facultad y de todas ellas en concierto. Roothan, quien ha
preparado el mejor resumen de dicho proceso, recomienda una preparación remota antes de iniciarlo, de
modo que estemos debidamente preparados para entrar en la meditación y, después de cada ejercicio, una
revisión detallada de cada parte para ver en qué grado se ha avanzado. Es muy recomendable, para
recordar el pensamiento o motivo o afecto principal, redactar un breve memorandum, preferentemente
enmarcado en las palabras de algún texto de la Escritura, de la “Imitación de Cristo”, de los Padres de la
Iglesia o de algún autor reconocidamente sólido en temas espirituales. La meditación realizada
periódicamente según este método ayuda a crear una atmósfera o espíritu de oración.

El método más popular entre los sulpicianos, y que es observado en sus seminarios, no difiere
substancialmente del anterior. Según Chenart, compañero de Olier y durante largo tiempo director del
seminario de san Sulpicio, la meditación debe consistir de tres partes: la preparación, la oración propiamente
dicha y la conclusión. A modo de preparación se debe empezar con actos de adoración a Dios Omnipotente,
de humillación, y con peticiones fervientes dirigidas al Espíritu Santo para saber cómo orar y obtener sus
frutos. La oración propiamente dicha consta de consideraciones y de las emociones o afectos espirituales
que resultan de aquellas. Cualquiera que sea el tema de la meditación, se le debe considerar como si fuera
ejemplificado por la vida de Cristo, tanto en si mismo como en su importancia práctica en nuestra vida. Entre
más simples sean tales consideraciones, mejor. No es recomendable un razonamiento muy largo o
intrincado. Cuando sea necesario algún razonamiento, debe hacerse simple y siempre a la luz de la fe. Están
fuera de lugar la especulación, la sutileza o la curiosidad. Debe intentarse por todos los medios llevar a cabo
reflexiones prácticas y sencillas, orientadas al auto examen, para ver en qué forma se adapta nuestra
conducta a las conclusiones que derivamos de tales consideraciones. El propósito principal de la meditación
es el afecto. Y la norma y meta de éste debe ser la caridad. De ser posible, los afectos deben ser pocos y de
tal simplicidad e intensidad que puedan inspirar al alma a actuar en la dirección de la conclusión que se
derive de la consideración y a decidir hacer algo concreto en servicio de Dios. Buscar demasiados afectos
solamente distrae o disipa la atención de la mente y debilita la firmeza de la voluntad. Si encontramos que es
difícil limitar el número de las emociones, no vale la pena hacer demasiado esfuerzo en ese sentido y es
mejor dedicar nuestras energías a obtener el mejor fruto posible de las emociones que surjan naturalmente y
sin esfuerzo de nuestras reflexiones mentales. Como medio de mantener en la mente durante el día el
pensamiento o motivo principal de la meditación, se sugiere que fabriquemos un ramillete espiritual, como
primorosamente se le llama, con el cual podamos refrescar nuestra memoria.

Una meditación realizada cuidadosamente forma hábitos de recordar y razonar rápidamente y con facilidad
acerca de las cosas divinas, de modo que se puedan provocar afectos piadosos, que pueden ser muy
intensos y mantenernos apegados fuertemente a la voluntad de Dios. Álvarez de Paz y otros autores desde
su tiempo llaman “oración afectiva” a la oración compuesta principalmente de tales afectos, para señalar que
en vez de tener que trabajar mentalmente para admitir o captar alguna verdad, el alma se vuelve tan familiar
con ella que su mero recuerdo la llena de sentimientos de fe, esperanza y caridad; nos mueve a ser más
generosos en la práctica de alguna de las virtudes morales; nos inspira para sacrificarnos o para realizar
acciones encaminadas a la gloria de Dios. Cuando los afectos son más simples, o sea, menos numerosos y
variados, menos interrumpidos por razonamientos o intentos mentales de encontrar expresiones apropiadas
para las consideraciones o los mismo afectos, conforman lo que Bossuet y sus seguidores llaman “oración
de simplicidad”; oración de simple atención; de tema divino que no contiene razonamiento acerca de si
mismo, sino que aparece a intervalos para renovar a fortalecer los sentimientos que mantienen el alma unida
a Dios.

Estos grados de oración son expresados con varios nombres por los diferentes autores espirituales: “oración
del corazón”, “recogimiento activo”, etc. También con frases paradójicas como “reposo activo”, “quietud
activa”, “silencio activo”, para expresar oposición a estados pasivos similares. San Francisco de sales la
llamó “oración de entrega simple a Dios”, no con el sentido de hacer nada, o de permanecer inerte en su
presencia, sino de hacer todo lo posible para controlar nuestras facultades inquietas y chocantes, y
mantenerlas dispuestas para lo que Él mande. Como quiera que se denominen esos grados de oración, es
importante no confundirlos con los modos del quietismo (Cfr. GUYON, MOLINOS), para no exagerar su
importancia y hacerlos ver como absolutamente distintos de la oración vocal y la meditación; son
simplemente grados de la oración ordinaria. La práctica de la meditación desarrolla el hábito de centrar
nuestros afectos en las cosas divinas. Entre más se cultiva ese hábito, más fácil es evitar las distracciones,
incluso aquellas generadas por la complejidad de nuestros sentimientos y pensamientos, hasta que llega el
momento en que Dios, o alguna verdad relacionada con Él, se convierte en el simple objeto de nuestra
imperturbable atención, mantenida así por la firme e intensa emoción que suscita.

San Ignacio y otros maestros del arte de la oración han hecho sugerencias para pasar de la meditación
propiamente dicha a esos grados más elevados de oración. En los “Ejercicios Espirituales” la repetición de
meditaciones previas se convierte en oración afectiva y los ejercicios de la segunda semana, las
contemplaciones de la vida de Cristo, son virtualmente idénticos a la oración de simplicidad que, a fin de
cuentas, es lo mismo que la práctica ordinaria de la contemplación. Otros modos de oración están descritos
en los artículos sobre CONTEMPLACIÓN, ORACION DE QUIETUD.
La clasificación de oración privada y pública fue hecha para denotar la distinción entre la oración del
individuo, realizada con o sin la presencia de otros, para sus necesidades o de los demás, y la oración que
se eleva oficial o litúrgicamente, en público o en secreto, como cuando un sacerdote recita el oficio divino
fuera del coro. Todas las oraciones litúrgicas de la Iglesia son públicas, como es el caso de todas las
oraciones ofrecidas por alguien que tenga órdenes sagradas, en su carácter de ministro. Estas oraciones
públicas generalmente son ofrecidas en lugares especialmente diseñados para ese propósito, en templos o
capillas, del mismo modo como en el Antiguo Testamento las plegarias eran elevadas en el Templo y en las
sinagogas. También se han fijado tiempos específicos para ellas: las diversas horas del oficio divino, los días
de súplicas y vigilias, los tiempos de Adviento y Cuaresma, y ocasiones de necesidades especiales, de
aflicción, de acción de gracias, de jubileo, universales o solamente para algunos sectores significativos de la
feligresía (Cfr. UNIÓN DE ORACIÓN).

(Convendría complementar la lectura del presente artículo repasando la Cuarta Parte, nos. 2558-2856, “La
Oración Cristiana”, del Catecismo de la Iglesia Católica publicado por el Papa Juan Pablo II, en 1992. N.T.)

Bibliografía
SANTO TOMÁS, II-II, Q. LXXXIII; SUÁREZ, De oratione, I, en De religione, IV; PESCH, Praelectiones
dogmaticae, IX (Friburgo, 1902); SAN BERNARDO, Scala claustralium, atribuido a San Agustín bajo el título
de “Scala paradisi” en volumen IX entre sus obras; ROOTHAAN, The Method of Meditation (Nueva York,
1858); LETOURNEAU, Methode d'oraison mentale du seminaire de St-Sulpice (París, 1903); Catechism of
the Council of Trent, tr. DONOVAN (Dublín, s. d.); POULAIN, The Graces of Interior Prayer (San Luis, 1911);
CAUSADE, Progress in Prayer, tr. SHEEHAN (San Luis); FISHER, A Treatise on Prayer (Londres, 1885);
EGGER, Are Our Prayers Heard? (Londres, 1910); SAN FRANCISCO DE SALES, Tratado del Amor de Dios
(tr. Londres, 1884); SAN PEDRO DE ALCÁNTARA, A Golden Treatise on Mental Prayer (tr. Oxford, 1906);
FABER, Growth in Holiness (Londres, 1854). Entre los muchos libros de meditación se pueden citar los
siguientes: AVANCINI, Vita et doctrina Jesu Christi ex quatuor evangeliis collectae (París, 1850); DE PONTE,
Meditationes de praecipuis fidei nostrae mysteriis (San Luis, 1908-10), tr., Meditations on the Mysteries of
Holy Faith (Londres, 1854); GRANADA, Meditations and Contemplations (Nueva York, 1879); LANCICIUS,
Pious Affections towards God and the Saints (Londres, 1883); SEGNERI, The Manna of the Soul (Londres,
1892); SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE, Meditations for Sundays and Festivals (Nueva York, 1882);
BELLORD, Meditations (Londres); LUCK, Meditations; CHALLONER, Considerations upon Christian Truths
and Christian Doctrines (Filadelfia, 1863); CLARKE, Meditations on the Life, Teaching and Passion of Jesus
Christ (Nueva York, 1901); HAMON, Meditations for all the Days in the Year (Nueva York, 1894); MEDAILLE,
Meditations on the Gospels, tr. EYRE (Nueva York, 1907); NEWMAN, Meditations and Devotions (Nueva
York, 1893); WISEMAN, Daily Meditations (Dublin, 1868); VERCRUYSSE, Practical Meditations (Londres).

Fuente: Wynne, John. "Prayer." The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company,
1911. <http://www.newadvent.org/cathen/12345b.htm>.

Traducido por Javier Algara Cossío. rc

Enlaces internos relacionados con la Oración

[1] Oratorio.

[2] Oratorio de San Felipe Neri.


[3] Oraciones ACI Prensa.

[4] Salmos.

[5] San Alfonso María Ligorio.

[6] Oraciones al Corazón de Jesús. Devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

[7] Oraciones a los Ángeles.

[8] Oraciones a San José.

[9] Oraciones a la Sagrada Eucaristia. Sacrificio de la Misa

[10] San Gregorio Nacianceno.

[11] San Gregorio Nacianceno (I)

[12] Catequesis del Papa: San Gregorio Nacianceno (II)

[13] Oración metódica del Carmelo.

[14] Punto de vista. La importancia de la Oración. Alejandro Bermúdez.

Espíritu santo:

Es la fuerza invisible de Dios y que está ahora con nosotros.

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