Está en la página 1de 2

Rehabilitar el sentido del sacrificio

La palabra sacrificio genera sentimientos encontrados y reacciones paradójicas en nuestra época.

Por un lado, a ojos de la gran mayoría de nuestros contemporáneos, resulta lógico y evidente la
necesidad de generar una cultura del sacrificio para alcanzar objetivos en el ámbito del deporte,
del trabajo o de la investigación académica. Nadie llega a la cumbre sin haberse esforzado, sin
haber sacrificado los deseos y los apetitos que le desviaban de la meta establecida.

Sin embargo, en cuestiones religiosas el término lleva asociada una connotación negativa y levanta
no pocas sospechas. El sacrificio por razones espirituales resulta para muchos –creyentes o no–
cuestionable. Es posible que haya razones históricas de peso que justifiquen el prejuicio cultural
existente hacia el discurso y las prácticas sacrificiales, aunque, como sucede con todo prejuicio,
convendrá examinarlo detenidamente para rescatar aquello de valioso que ha quedado
encubierto.

Conviene recordar que la palabra sacrificio (del latín sacrum, sagrado; y facere, hacer) significa
literalmente «hacer sagrado». El ser humano «hace sagradas» –de forma natural e inevitable–
múltiples realidades: tiempos, lugares, objetos, relaciones, personas y recuerdos.
El ciclo litúrgico, por ejemplo, no es otra cosa que una sacralización del tiempo. Y lo mismo sucede
con lugares significativos –templos, tumbas, ermitas, rutas de peregrinación– que han sido
sacralizados a lo largo de los siglos.

La tendencia a hacer sagrado el mundo, sin embargo, desborda el ámbito de la religión y se cuela
en toda realidad humana. Siempre hay recuerdos, personas, épocas y lugares que resultan
especiales –sagrados– para una persona, para una familia o para una comunidad. Porque remiten
a experiencias fundantes que dejaron huella: la memoria de un antepasado, el lugar de las
vacaciones familiares, el colegio de la infancia o un acontecimiento que marcó un antes y un
después. Todas ellas son susceptibles de sacralización.

En el ámbito religioso, por desgracia, parece que la palabra sacrificio se ha empobrecido


progresivamente y ha quedado limitada a la renuncia y a la abstinencia, a un conjunto de prácticas
ascéticas –en apariencia, para algunos, masoquistas– que impiden descubrir aquello que hay
también de positivo en ellas. Y lo que es quizás peor, la deformada comprensión contemporánea
puede esconder sacrificios que –disfrazados bajo otros ropajes– aceptamos sin rechistar. Clarificar
y rehabilitar el sentido del sacrificio constituye, por tanto, una de las tareas espirituales principales
de nuestro tiempo.

Una narración paradigmática que alerta sobre el peligro de los falsos sacrificios son las tentaciones
de Jesús en el desierto. Cuando el diablo plantea que se postre y le adore, ¿no está invitándole a
que sacrifique su proyecto del Reino a cambio de hacer sagradas otras realidades: la satisfacción
de los apetitos, el poder político, el reconocimiento religioso?

Quizás podríamos añadir a la lista contemporánea de los (falsos) sacrificios que nuestra sociedad
propone el culto al bienestar, al éxito, a la apariencia física y a la imagen pública –que tantas
renuncias, a menudo cruentas, conlleva–.
Podemos concluir preguntándonos también si una renovada y sana comprensión del sacrificio no
nos ayudaría a orientar nuestras decisiones vitales más importantes; si no podría ser un
instrumento privilegiado para elegir lo que resulta más valioso en la vida: aquello que vale la pena
hacer sagrado.

Jaime Tatay, sj

También podría gustarte