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HISTORIA DE ESPAÑA II

HISTORIA DE ESPAÑA II

TEMARIO

Departamento de Historia Moderna. UNED.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

Tema I
Carlos II: Crisis e identidad1

“¿En qué se parece España a sí misma? En nada”. Semejante afirmación incluida en un


panfleto de 1669 apuntaba a una de las cuestiones principales que recorrería la
monarquía española desde el último tercio del siglo XVII y aún bastante después. Tras
criticar a quienes de una u otra manera habían venido participando en el gobierno de la
monarquía, el panfleto, en una contundente conclusión, advertía sobre un cambio
crucial que iniciado con anterioridad alcanzaba por entonces una perfecta visibilidad. La
entidad de lo que se denunciaba no era irrelevante: España sencillamente había dejado
de ser lo que era. A comienzos del reinado de Carlos II España experimentaba una crisis
de identidad, una conmoción tan intensa que el afectado parecía no reconocerse en su
propio espejo.

Quiebra de la solidaridad dinástica y Fénix de España.


Aun cargado de incertidumbre, el período que se extiende entre la paz de los Pirineos y
la muerte de Felipe IV estuvo lejos de acreditar una completa falta de rumbo de la
Monarquía. La muerte del valido Luis de Haro en 1661 dio paso a una serie de
importantes novedades. Por una parte, llevó al monarca a manifestar su decisión de
asumir las responsabilidades que le incumbían por su cargo, en sintonía con el proceder
de Luis XIV (1661) y, posteriormente, de Leopoldo I (1665). Como consecuencia
inmediata de esa medida, la figura del valido perdió la visibilidad y el protagonismo que
-a pesar de la caída de Olivares- había venido disfrutando hasta entonces, en un proceso
que fue de la mano con la recuperación del papel del Consejo de Estado y de sus
ministros. Con todo, la figura del valido no desaparecería de la escena. Como se
desprende de la actuación del duque de Medina de las Torres, el valimiento pasó a
desempeñarse en una clave ministerial. Actuando desde esa posición, Medina orientó
la política internacional de la monarquía en un sentido distinto al anterior valido. Frente
a la visión de Haro de mantener a toda costa la hegemonía de la casa de Austria y de
combatir a Francia, la prioridad de Medina pasaba por reconducir la rebelión
portuguesa, dentro de un planteamiento general que incluía el repliegue territorial de
la escena europea.
Aunque desatendidas, la sola presencia de esas propuestas no dejaba de constituir una
llamada para reorientar, en clave peninsular, la política global de la monarquía. Tal
posibilidad resultaba no obstante cada vez más difícil a la vista de la delicada situación
que se abría tras la muerte de Felipe IV en septiembre de 1665. El momento resultaba
particularmente complejo. Diseñada para evitar cualquier posible valimiento, la
creación de la Junta de Regencia constituía en sí misma un importante factor de

1Buena parte de los contenidos de este tema proceden, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo, La Crisis de la Monarquía, Madrid, Marcial Pons, 2008, pp. 395-561.

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inestabilidad, dada la animadversión que suscitó entre quienes además de ver cancelada
la posibilidad de acceder al valimiento, se vieron asimismo excluidos del nuevo
organismo. De otra parte, los rumores sobre la delicada salud del heredero promovieron
al primer plano la cuestión del reparto de la monarquía, cuestión que ya se venía
contemplando con inquietud desde el observatorio europeo y donde Francia no
ocultaba su pretensión de cerrar el camino a la rama cadete de la Casa de Austria. Pese
a la importancia de lo que estaba en juego, las relaciones entre los miembros de la Casa
no experimentaron ninguna mejora. Leopoldo I no estaba dispuesto a pasar por alto las
intencionadas dilaciones que, desde la corte de Madrid, se habían venido dando al
compromiso matrimonial con Margarita María de Austria, hija de Felipe IV y Mariana de
Austria y argumento decisivo ante una eventual sucesión. La boda, celebrada finalmente
por poderes en abril de 1666, no mejoraría esas relaciones. El emperador intentaba
consolidar una estrategia imperial diseñada desde Viena y no desde Madrid. No ocultaba
en ningún caso su fascinación por el modelo político de Luis XIV ni, tampoco, su relativa
disposición a establecer acuerdos con este último acerca de un eventual reparto de la
monarquía, algo sobre lo que ya había habido rumores poco antes de la muerte de Felipe
IV.
La corte de Viena devenía así escenario de un complicado juego de facciones donde el
emperador intentaba un entendimiento con el monarca francés, en tanto que su
ministro principal (el conde de Auersperg) lideraba la facción filoespañola de la propia
corte, en íntima conexión a su vez con la facción filoimperial de Madrid. En esta última
sede, la situación no era menos complicada. En un texto de abril de 1666 se reconocía
que la corte se encontraba dividida entre una facción de “imperialistas” y otra de
“españoles”, y donde al mismo tiempo la regente se resistía a acatar incondicionalmente
las orientaciones de su hermano y emperador. Fiel a los lazos de lealtad familiar pero
decidida al mismo tiempo a proteger a su hijo y asegurar la continuidad de Nithard,
Mariana de Austria presidía una Junta de Regencia cuya composición y actuación
reflejaba esas mismas divisiones. Intentando habilitar un espacio propio, la actuación de
Nithard acentuaba aún más esas tensiones. Desde Viena su papel se consideraba muy
desleal para con los intereses del emperador, tal y como reiteraba en sus informes el
embajador imperial, conde de Pötting, quien de hecho se relacionaba abiertamente con
los sectores opuestos al jesuita.
Con la reclamación de los derechos hereditarios de su esposa sobre una parte de
Flandes, Luis XIV iniciaba a mediados de 1667 una guerra de “devolución” que, en última
instancia, suponía un meditado desafío estratégico al poder de la Casa de Austria: si
bien eran herencia y propiedad de la rama española, los Países Bajos formaban parte al
mismo tiempo del círculo imperial de Borgoña. Los intereses de una y otra parte
resultaban así afectados, pero la posibilidad de una efectiva actuación coordinada
aparecía muy remota. De por medio presionaba por otra parte el inacabado conflicto
con Portugal, tan exigente en recursos como escaso en posibilidades de una solución
militar y de un acuerdo aceptable. En mayo de 1667 el embajador imperial en Madrid

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había consignado en su diario “el notable atrevimiento del monarca francés” por la
reciente invasión, pero esa constatación no fue seguida por la subsiguiente declaración
de guerra -por parte del emperador- que se esperaba en la corte de Madrid. La noticia
sobre la firma de un tratado de repartición de la monarquía de España, llevado a cabo
en enero de 1668 entre el emperador y el monarca francés, acentuó aún más esas
tensiones internas. Aunque finalmente el tratado se diluyese en una efímera tentativa
de rapprochement entre sus firmantes, el solo hecho de que el emperador se hubiese
avenido a firmarlo constituía -como el propio Luis XIV recogería en sus Memorias- “una
maravillosa confirmación de los derechos de la reina”. El tratado vaciaba de sentido
cualquier posible alusión a “los vínculos de sangre y unidad” o a la “causa común” entre
las dos ramas de la casa de Austria.
Si la repartición de la monarquía de España acordada entre Leopoldo I y Luis XIV había
puesto en evidencia la quiebra de la solidaridad interna de la casa, la firma del tratado
de Lisboa en febrero de 1668 -un mes después de la firma del tratado de repartición y
pocos meses antes de la paz de Aquisgrán que pondría fin a la Guerra de Devolución-
planteaba a su vez cuestiones no menos apremiantes, derivadas en este caso de la difícil
asimilación de la propia paz. Un escueto texto de trece capítulos cancelaba un conflicto
que se había prolongado durante veintiocho años y en cuyo artículo primero, “los
señores reyes Católico y de Portugal”, en su nombre “y en el de sus coronas”, suscribían
esa paz. La posibilidad de un acuerdo en términos “de rey a rey” había sido rechazada
en los últimos años del reinado de Felipe IV, decantándose en todo caso por una solución
en los términos de la tregua suscrita con los rebeldes holandeses en 1609. Las últimas
derrotas militares en el frente portugués y el éxito de la ocupación de Luis XIV
impusieron finalmente el reconocimiento de la independencia, dentro de un proceso de
negociación que hizo aún más visible el clima de enfrentamiento interno en el que se
desenvolvía el gobierno de la regencia. En última instancia la conclusión de la paz podía
leerse como una claudicación ante los intereses de la Casa, interesada en dar prioridad
a los Países Bajos. Consciente de la situación, la regente marcó sus distancias en relación
con lo que pudiera interpretarse como puro seguidismo a los intereses de Viena.
Haciendo gala de un talante consultivo intentó incluso una convocatoria de las Cortes
de Castilla para conferir más legitimidad a la firma de la paz con Portugal.
Más allá de la repercusión sobre la propia imagen de la monarquía, la independencia de
Portugal era percibida como un desgarro identitario. Así se lo había hecho notar el
duque de Alba a la regente en abril de 1666, exponiendo en su condición de consejero
de Estado que era obligado impedir que “se desmorone de esta Corona una parte tan
esencial y grande como un reyno dentro de España”. Obviamente la visible nostalgia por
España no era ajena al enfrentamiento faccional que se vivía en la corte, donde la
actuación de Mariana y la influencia de Nithard aparecían como directos responsables
de la pérdida de Portugal y de la poco honorable paz de Aquisgrán. Las consecuencias
de esa situación a la vista estaban: como en mayo de 1667 informaba el cardenal
Moncada marqués de Grana, “la Regencia se ha reducido a tiranía; el monarca es

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Eberardo Nithard”, una situación ante la que, inevitablemente, “la nobleza está
ultrajada y resuelta a no sufrirlo”.
En las Causas no causas, el manuscrito exculpatorio redactado por Nithard después de
su caída, el jesuita no dejaba de reseñar el clima antiimperial que se respiraba entre “los
españoles”. Consecuencia de todo ello, “España” se encontraba “sumamente ofendida
de aquella línea austriaca” y, lo que no era menos grave, los españoles no se mostraban
dispuestos a admitir al emperador como un posible sucesor ante el “fatal caso” de la
muerte de Carlos II. Si el rechazo a la candidatura de Luis XIV era consecuencia de “la
natural antipatía” entre las dos naciones vecinas, en el caso de Leopoldo I primaba más
una desafección personal. Tanto era así que los españoles habían comenzado a poner
“[su] mira en la persona del señor don Juan de Austria”. La irrupción de este último a un
primer plano de la escena política no constituía en sí misma ninguna novedad. Lo eran
sin embargo las circunstancias en las que ahora se producía: la posibilidad -tras la
destitución de Nithard- de que el hijo bastardo de Felipe IV acabara proclamándose “rey
o gobernador” era seriamente evaluada en los círculos gubernamentales de Lisboa,
corría en las décimas que circulaban por Madrid y era reconocida por el embajador de
Francia.
Aunque impuesta por ese contexto, se concretó así la alianza entre los miembros más
conspicuos de la aristocracia castellana y el hijo natural de Felipe IV. Entre la conjura
contra Nithard a fines de 1669 y su designación como primer ministro a comienzos de
1677 (tras el ministerio de Valenzuela), la actividad de don Juan dejó patente que el
juego político se jugaba con nuevas reglas. Su exitosa guerra contra los dos favoritos de
Mariana lo fue más de plumas que de armas, debió mas a la movilización de la opinión
pública que al juego de intrigas cortesanas. Como él mismo proclamaba, se trataba de
“restituir a España su perdida reputación”, lo que inevitablemente confería a sus
propuestas un tono nacionista y redentor a la vez. Actuaba, según se decía, en nombre
de todos los españoles, como Fénix de España.
Novatores.
Dentro de esa lógica de la “reputación”, fue además desde esos momentos de mediados
de la década de los setenta cuando se hizo notar la necesidad de dar a conocer en España
la reordenación y los avances que últimamente se habían venido produciendo en
diferentes campos del saber, dentro del complejo proceso europeo que se conoce como
revolución científica. Novatores fue el término acuñado para referirse, dentro de
España, al heterogéneo colectivo que desde mediados de los setenta intentó llevar a la
práctica tan fundamental cambio. De la necesidad de abordarlo daba cuenta con
especial plasticidad Juan de Cabriada en su Carta filosófica médico-chymica publicada
en 1687, donde denunciaba que era “lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si
fuéramos indios, hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y luces públicas que
ya están esparcidas por Europa”. Esa posición de subalternidad cultural frente a la que
se rebelaba Cabriada empezaba a erigirse en lugar común de la visión de España desde
el exterior. Allí donde Inglaterra señalaba el fin de un corrompido modelo imperial,

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Francia retrataba la cultura española como un planeta irremisiblemente fosilizado.


Puede decirse que ese era uno de los precios a pagar por la derrota política en el
contexto y discurrir de las guerras de Luis XIV.
Frente al planteamiento de una cultura postergada que así se proponía desde el exterior,
la respuesta que concretamente se produjo en España fue la de una afirmación de la
cultura propia, no necesariamente cerrada a la aceptación de novedades siempre que
éstas vinieran a converger cuando no a subordinarse a su matriz cultural. Y el pripio
ministerio de don Juan de Austria resultó fundamental a estos efectos. Vivamente
interesado en los nuevos conocimientos, con los que tenía alguna familiaridad, el primer
ministro predicaba con el ejemplo apoyando a los promotores del nuevo saber. Entre
1674 y 1679 una serie novatores (entre los que se incluían el astrónomo José de
Zaragoza y el médico milanés Juan Bautista Juanini) le dedicaron sus trabajos.
Reproduciendo en cierto sentido la geografía de apoyos políticos que había estado
detrás de don Juan, buena parte de esos protagonistas realizaron sus trabajos fuera de
la corte, en ciudades como Zaragoza, Valencia, Barcelona y Sevilla. Tal dispersión no les
impedía reconocerse como parte integrante de un colectivo mayor, ni de mantener un
permanente canal de comunicación e intercambio con lo que se producía en el seno de
la comunidad internacional. Los ámbitos del saber en el que se desplegaban eran
además sumamente diversos, de la medicina a la política, con intervención de especial
relevancia en el ámbito de la historiografía.
En la introducción de un extenso trabajo manuscrito -Censura de historias fabulosas-
que no vería la luz hasta 1742, el canónigo sevillano y destacado novator Nicolás
Antonio, fallecido en 1684, denunciaba vehementemente una historiografía que parecía
empeñada en continuar desenvolviéndose al margen de los cambios últimamente
producidos en ese campo del saber. El texto en cuestión era una censura contra una
serie de “historias fabulosas” que, vehiculadas a través de algunos recientes
chronicones, constituían en su opinión una ofensa para la imagen de España. En una
demostración de hasta qué punto la percepción que pudiera tenerse desde el exterior
se hacía notar ya sobre los asuntos internos, el ocasional censor reconocía escribir “en
defensa de la verdad, de la patria, del honor de nuestra nación”. Se sentía de alguna
manera en la obligación de exhibir sin tapujos, ante “los ojos de las naciones políticas de
Europa”, el daño que venía a causar la aparición de las falsedades contenidas en los
cronicones.
La Censura guardaba una clara sintonía con la Carta de Cabriada. Denunciaba un
comportamiento colectivo que, de forma autocomplaciente, cerraba filas en torno a una
inquietante inmovilidad. Nicolás Antonio no estaba además sólo en su cruzada
historiográfica. Lo acompañaban figuras como Gaspar Ibáñez de Segovia (marqués de
Mondéjar), el jurista Juan Lucas Cortés, el historiador José Pellicer de Ossau o el cardenal
José Sáenz de Aguirre. Prescindiendo del importante peso específico que se le reconocía
a cada uno de ellos, los miembros del grupo participaban en tertulias como la que en los
años ochenta se reunía en casa de Mondéjar para tratar, entre otras cosas, de

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cuestiones relacionadas con los estudios históricos; la realización de esa actividad


fomentaba la cohesión del grupo y, con frecuencia, ampliaba el número de integrantes.
Mantenían asimismo correspondencia regular con los estudiosos y los centros europeos
más significados con los nuevos planteamientos historiográficos, representados por los
seguidores del jesuita holandés Jean Bolland (bollandistas) y los benedictinos de la
abadía de Saint-Maur (maurinos). El hecho de que algunos de los miembros de ese grupo
tuviesen la posibilidad de llevar a cabo estancias en el extranjero (Mondéjar fue
embajador en Londres y Nicolás Antonio actuó como Agente general de las Españas -
agente de preces- en Roma) les permitió acceder a las últimas publicaciones y conocer
de cerca a los protagonistas de las nuevas propuestas. El caso de Nicolás Antonio es el
más representativo: permaneció en Roma desde 1659 ocupando una serie de cargos
eclesiásticos y hasta diecinueve años después no volvería a la península. En la capital
italiana adquirió un completo conocimiento de las nuevas corrientes, mantuvo
contactos con Papebroch y los bollandistas y consolidó una completa red de relaciones
epistolares. Y sobre todo llevó a cabo una formidable tarea de investigación que se
concretaría en la publicación, en 1672, de los dos primeros tomos de la Bibliotheca
Hispana Nova (otros dos tomos correspondientes a la Bibliohteca Hispana Vetus se
publicarían en 1696), aparte de una extensísima y valiosa serie de trabajos manuscritos
que no comenzarían a ver la luz hasta el siglo siguiente.
La aceptación con la que podían ser vistos desde determinados círculos del poder estuvo
sin embargo lejos de traducirse en un efectivo plan de apoyo. De hecho la Carta de
Cabriada se lamentaba de la falta de acciones concretas que venían impidiendo que “los
ingenios españoles, los más vivaces y profundos que tiene el mundo” pudieran
beneficiarse de los últimos adelantos. Por ello -y sin demasiados tapujos- solicitaba que,
al igual que el rey de Francia o el de Inglaterra, el monarca español debía de fundar una
“Academia Real”. Confiaba incluso en que “para un fin tan santo, útil y provechoso como
adelantar en el conocimiento de las cosas naturales” tanto “los señores” como “la
nobleza” se avendrían a colaborar sin mayor problema. Esta última referencia no era
nada retórica. Por lo que sabemos por algunos testimonios, ese año de 1687 en el que
veía la luz la Carta, la Corte se encontraba en plena efervescencia de tertulias y
academias promovidas por representantes de esos segmentos sociales a los que
justamente se refería el médico valenciano. Valencia en concreto destacaba de manera
especial en ese movimiento. La academia que se reunía en casa del matemático Baltasar
Iñigo incluía entre sus asistentes a Tosca y Corachán y en ella se trataba “casi de todo
género de ciencias”; según un texto de ese momento, entre sus intenciones figuraba la
de formar “un remedo de las Academias de las Naciones”. A fines del XVII nos consta
que la ciudad contaba al menos con tres academias o tertulias. Algo más tardíamente,
Barcelona y Sevilla contaron también con estos centros de sociabilidad científica. Dada
la dinámica civil de este proceso, la petición de Cabriada apuntaba sobre todo a la
necesidad de una cierta presencia del monarca en el mismo. Sus deseos tardarían en

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verse satisfechos trece años -y fuera de Madrid-, con la conversión en 1700 de la tertulia
que se reunía en Sevilla en la “Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias”.

Arbitrismo mercantilista.
Nicolás Antonio sabía bien que una parte de la reputación de la monarquía se dilucidaba
en el ámbito de la república de las letras. Por ello procuraba con su Biblioteca hispana
homologar la cultura propia con cualquier otra de la escena europea. En esa escena, y
en el alternativo terreno de las armas, esa reputación no dejaba por lo demás de
menguar. En mayo de 1678 el gobernador de los Países Bajos españoles, sin contar con
el consentimiento de Madrid, aceptaba en Nimega las condiciones de paz que ponían
fin a la llamada guerra de Holanda, condiciones que por otra parte habían sido
negociadas por la propia república. La monarquía española, que suscribiría el tratado en
septiembre, perdía el Franco-Condado y una estratégica serie de ciudades cercanas a la
frontera de los Países Bajos con Francia, así como la mitad de la isla de La Española. Y
en ese sentido la paz constituyó un auténtico descrédito para la monarquía, que
renunciaba a sus aspiraciones de resarcimiento de las pérdidas sufridas desde la guerra
de devolución de 1667-68.
Influido quizás por ese clima de abatimiento, el sofocamiento de la rebelión de Mesina
se llevó entonces a cabo sin contemplaciones: sobre las ruinas del palacio del Senado
mesinés, imagen misma del poder ciudadano, se erigió una estatua ecuestre de Carlos
II aplastando a una hidra. La represión no fue sólo simbólica: los privilegios de Mesina
fueron confiscados, se dispuso el control regio sobre el nombramiento de los senadores
y el propio Senado fue sustituido por un cabildo cuyas reuniones tendrían lugar en el
palacio real presididas por el gobernador. No sería esa de todos modos la norma de la
relación entre el monarca y los territorios. La celebración de la Cortes de Aragón en
1677-78, y la previsión de su reunión en Cataluña y Valencia, evidenciaban la voluntad
de recomponer el tradicional equilibrio territorial de la monarquía, la relación entre el
monarca y los derechos propios de los reinos que había sido sometida a una revisión y
tensión sin precedentes por parte de Olivares. Pero a su vez, el cauce de despliegue de
una de las políticas esenciales del reinado, la de la regeneración económica y
hacendística, siempre se concibió que había de hacerse en términos monárquicos, sin
matizaciones regnícolas.
Esas reformas de signo mercantilista que se concretarían en la década de los ochenta y
principios de los noventa bajo los ministerios del duque de Medinacelli y del conde de
Oropesa, en realidad estaban ya planteadas durante el gobierno de Juan José de Austria
a finales de los setenta. En ese sentido la paz de Nimega vino a facilitar las cosas, dado
que la pérdida de presencia y las menores exigencia de financiación de la política
exterior permitía enfrentar con más continuidad los cambios internos en cuya ejecución
la labor de Medinaceli y Oropesa resultaría decisiva. No se trató desde luego de un
avance lineal, sin retrocesos, pero finalmente la reforma acabaría asentándose. Tanto
fue así que a pesar de la caída de Oropesa en 1691 podía decirse que el proceso había

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adquirido ya vida propia, y en esa situación se mantendría hasta la muerte de Carlos II.
Y aún después: de hecho, la dinámica reformista que habitualmente se imputa a la nueva
dinastía borbónica venía precedida por esa importante herencia que, sin duda, facilitó
los cambios hacendísticos posteriores a 1700.
Uno de los hitos cruciales de esa secuencia reformista se situaba en la creación de una
Real y General Junta de Comercio en 1679, coincidiendo con el momento terminal del
gobierno de don Juan. Su objetivo no era otro que poner en práctica un auténtico
vademécum de medidas mercantilistas, procediendo a “establecer en estos reinos las
manufacturas y el Comercio”, e intentando asimismo “unir en todo lo posible el
Comercio de ella [España] con el de las provincias de mis Dominios, y acudir a que este
florezca y aumente” Revestido de ese crucial papel estratégico e integrador, el comercio
haría posible la efectiva recuperación del conjunto de la monarquía, fomentando dentro
de ese espacio económico una autarquía que permitiera liberarse de la dependencia
extranjera. Su temprana disolución en abril de 1680 (aunque al parecer continuó
actuando interinamente hasta septiembre de 1681) impide valorar debidamente su
actuación, si bien las atribuciones y jurisdicción que formalmente se le reconocían en
materia de comercio, así como la incorporación de expertos y la información recogida
sobre instituciones similares en el extranjero permiten dar una idea de su potencial
proyección. El hecho mismo de que el duque de Medinaceli -sucesor de don Juan en el
cargo- decidiese restablecer la Junta en diciembre de 1682, inaugurando una segunda
época que se prolongaría hasta junio de 1691, constituye la mejor demostración de la
importancia que se reconocía a la institución.
La reforma monetaria de 1680 suponía una nueva muesca en esa línea. Su propósito era
poner fin al prolongado período de inestabilidad monetaria que venía padeciendo
Castilla a raíz de las alteraciones de la moneda de vellón, con sus consecuencias
negativas sobre la paridad con la moneda de plata, sobre el movimiento interior de los
precios y, obviamente, sobre la propia actividad económica. Contemplada asimismo por
don Juan, la reforma de la administración de las rentas provinciales (el complejo fiscal
que integraba las principales partidas de las rentas ordinarias de la real hacienda en
Castilla) fue dispuesta por real cédula de 16 de diciembre de 1682 y abordada de forma
simultánea a la reforma monetaria. Se trataba en este caso de eliminar el sistema de
arrendamiento para sustituirlo por un encabezamiento general del reino. Presente
desde los primeros momentos de la hacienda castellana, el encabezamiento permitía
una relativa autogestión fiscal a cargo de los propios pueblos. La novedad principal venía
dada por la instauración, en marzo de 1683, de superintendencias y superintendentes en
las veintiuna provincias fiscales de Castilla. Siguiendo esa lógica restauracionista y
mercantilista, les correspondía aplicar una serie de medidas de estímulo económico que
de inmediato iban a ser dadas a conocer. A comienzos de 1683 y a fin de controlar la
operación, se establecía una Junta de Encabezamientos presidida por el propio
Medinaceli y con jurisdicción privativa sobre cualquier otro tribunal; de ella dependían
directamente los ministros enviados a las provincias.

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Las atribuciones referidas dan ya idea de la importancia que se concedía a la reforma


fiscal. Las resistencias por lo mismo no fueron de menor entidad. Las hubo incluso
dentro del propio Consejo de Castilla, Su oposición al expansionismo jurisdiccional del
Consejo de Hacienda era más que patente. Aprendiendo de esa lección, Oropesa diseñó
un plan de actuación que, sin renunciar a esa dinámica expansiva, intentaba reconducir
la postura contraria del Consejo de Castilla. Su pieza básica -dentro de una
reorganización del Consejo- fue la creación de la Superintendencia General de la Real
Hacienda en 1687, a cuyo frente como primer superintendente general situó al marqués
de los Vélez. En su mano se centralizaban los caudales de diversa procedencia que
entraban en el Consejo y, como indicaba la propia denominación de su cargo, le
correspondía ejercer una cierta dirección sobre las diversas salas del Consejo, cuidando
de hacer posible el alivio de los contribuyentes. A fin de evitar el obstruccionismo de la
reforma en su nivel territorial y buscando ganarse la complicidad de los corregidores,
Oropesa concedió la administración de las rentas provinciales a los corregidores, que
pasaban a ejercerla por vía de comisión.
Todavía la reforma de Oropesa incorporó una serie de medidas a fin de reducir gastos
de las casas reales, sueldos duplicados, gajes, mercedes etc., dentro de una línea de
actuación que no se aplicó siempre con necesaria consecuencia ni continuidad. Pero al
margen de esas oscilaciones, conviene no perder de vista hasta qué punto los cambios
puestos en marcha reiteraban la puesta en marcha de un govierno económico como la
única tecnología posible para gestionar y salir de la situación de marasmo. Se potenciaba
con ello una concepción patrimonial del reino difícil de acoplar con el orden
jurisdiccionalista. Los superintendentes, con la primacía a la vía de comisión, al modo
ejecutivo de gobierno, normalizaban una práctica de poder que, aunque contemplada
en el diseño jurisdiccional, lo era siempre en términos de solución excepcional. El
proceso de normalización de la excepción constituía no obstante el primer jalón para la
monarquía administrativa que los Borbones implantarían poco después.
La propia Junta de Comercio se atenía en su actuación ese mismo criterio. En la corte,
los Consejos continuaban canalizando las propuestas que llegaban de sus territorios
relativas a cuestiones de orden comercial e industrial, propuestas que eran remitidas al
monarca quien, a su vez, las remitía a la Junta de Comercio. Esta última emitía un
dictamen que, contando con el visto bueno del monarca, era el que finalmente se
enviaba al Consejo. La Junta gobernaba así el proceso de restauración comercial. En el
decreto de 25 de diciembre de 1682 que inauguraba la segunda etapa de la Junta, el
monarca hacía notar que la institución debía velar por “el comercio de estos reynos”. La
disposición reconocía su preocupación por una actividad en cuya protección y defensa
no cabían fronteras internas. En este sentido el espacio era único. Los reinos podían ser
varios, pero las medidas que pudieran adoptarse a efectos de regulación y fomento del
comercio no reconocían más territorio que el de España. El mercantilismo forzaba una
identificación en clave española del espacio económico. Desde otro observatorio, la
transformación que simultáneamente se estaba produciendo en las finanzas de la

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monarquía confirmaba esa evolución: a partir de 1680 los hombres de negocio


extranjeros que tradicionalmente habían dominado los tratos con la corona
abandonaban la empresa, siendo sustituidos por nacionales navarros, aragoneses, y
castellanos.

Razón de monarquía.
En septiembre de 1688 Luis XIV exponía en un manifiesto las razones que
inevitablemente le llevaban a declarar la guerra al emperador, y al que Leopoldo I (de
nuevo con la pluma de Leibniz de por medio) respondería con no menos solemnidad.
Durante nueve años la llamada guerra de la Liga de Ausburgo sumiría a Europa en un
agotador conflicto, al que Luis XIV no llegaba en las mejores condiciones. El reino de
Francia aparecía aislado frente a una espesa red de potencias rivales que a comienzos
de 1689 incluían a Holanda e Inglaterra. Y al frente de la cual aparecía un fortalecido
emperador que había podido redondear la resistencia victoriosa de Viena con una
inmediata y exitosa campaña de conquistas en la frontera oriental del Imperio.
Formalmente la monarquía española declaró la guerra a Francia en abril de 1689, si bien
desde 1684 los dos reinos registraban un enfrentamiento apenas encubierto. De hecho
desde ese año era perceptible en la península la proliferación de panfletos en los que se
reiteraban las denuncias formuladas en el Imperio contra la política anexionista de Luis
XIV, aunque había también aportaciones propias. Manuel de Lira, Secretario de
Despacho de Carlos II, las recogía en su Idea y proceder de Francia desde las pazes de
Nimega, en tanto que en otro panfleto de autoría desconocida (Manifestación de las
máximas de Francia escritas a la luz de la verdad) se insistía en la imposibilidad de
esperar una actitud amistosa por parte del reino vecino, dado que en última instancia
no podía perderse de vista que “un francés es un español al revés”. Alternativamente,
la victoria del emperador sobre los turcos y su liderazgo en la reciente cruzada, así como
la “suave protección” con la que conducía la “Germania”, ponían de manifiesto un
acusado contraste en relación con “la tiranía” con la que Francia era gobernada. Aunque
importante, la guerra no era por lo demás sólo de papeles y, en ese nuevo escenario,
Cataluña parecía llamada a jugar un papel clave.
La llamada revuelta de los barretines o de los gorrets fue en concreto el acontecimiento
que, entre 1687 y 1690, introdujo un nuevo e importante elemento desestabilizador,
cuyas secuelas se prolongarían hasta mediados de la década de los noventa. Al igual que
en anteriores situaciones de crisis, el sostenimiento del ejército de la monarquía en el
territorio catalán se situaba en el origen inmediato del los acontecimientos, en un
contexto agravado por la mala coyuntura agraria. La revuelta hizo reaparecer por un
momento la posibilidad de un nuevo 1640. De hecho, en el momento álgido del
movimiento, el intendente francés del Rosellón, Trobat, había sugerido a algunos de los
líderes que “hay que hacer lo mismo que nuestros antepasados en 1640”, advirtiéndoles
que “los castellanos son, han sido y serán siempre vuestros enemigos”. Todavía, en 1691
apoyaría una conspiración para anexionar el principado a Francia. Prescindiendo del

11
HISTORIA DE ESPAÑA II

apoyo de algunos miembros de la pequeña nobleza rural, en general los grupos


dirigentes cuidaban de marcar sus distancias en relación con ese tipo de propuestas,
cerrando filas en torno a la monarquía de Carlos II. Significativamente el monarca, a fines
del 1689, concedía a los consellers de Barcelona el derecho de permanecer cubiertos
ante el rey, tal y como podían hacer los grandes de España. La propia propaganda
política difundida durante la revuelta, incluso en sus manifestaciones más radicales,
estuvo lejos de los argumentos que en algún momento se esgrimieron en 1640. La crítica
iba dirigida contra un “mal govern” del que, además de los ministros reales, aparecían
asimismo responsables los poderes locales, cómplices en última instancia de un régimen
fiscal que les permitía escapar de las cargas fiscales impuestas para financiar la guerra.
Esta misma circunstancia inspiraba en sentido contrario a otros textos en los que,
recurriendo a los argumentos más definidores del absolutismo monárquico, se
recordaba que en situaciones de necesidad las leyes guardaban silencio.
El momento álgido de la revuelta barretina coincidía con importantes acontecimientos
en la capital de la monarquía, desencadenados a raíz de la inesperada muerte de la reina
en febrero de 1689. El 8 de mayo el Consejo de Estado proponía al monarca una
candidata para ocupar el puesto de la reina fallecida, aceptada por Carlos II una semana
después. Que la propuesta recayese en Mariana de Neoburgo, hija del Elector palatino
y cuñada del emperador, no constituyó ninguna sorpresa. Coincidiendo con un creciente
sentimiento de hostilidad hacia Francia (y apoyándose en esa comunidad de estilos que
se reconocía) la Casa de Austria parecía recuperar por un momento una imagen de
unidad. La conclusión en 1690 de La Sagrada Forma, el conocido cuadro de Claudio
Coello, venía a reforzar esa percepción de unidad. Encargada cinco años antes, la obra
ponía de manifiesto la importancia que siempre había tenido la defensa y el patrocinio
del culto a la eucaristía para los integrantes de la Casa, recompensados con frecuencia
por ello con el favor divino. Al mismo tiempo la pintura quería ofrecerse como
celebración, por la rama hispana de la Casa, de la reciente victoria conseguida en
Kahlenberg, una demostración en definitiva de cómo “las augustísimas águilas de
Austria”, con “las dos grandes y extendidas alas de Alemania y España”, se habían
elevado “a la mayor altura del orbe en potencia y majestad”. La solidaridad entre las dos
ramas no ocultaba sin embargo un cada vez más acentuado desplazamiento del
liderazgo de la casa por parte de la rama cadete. Así, tras la conquista de Buda en 1686
por las tropas del emperador y cuando se estaba formalizando la liga de Ausburgo,
Romeyn de Hooghe, un conocido grabador holandés del momento, había confeccionado
una estampa que representaba una imaginaria entrada de Leopoldo I en Bruselas; en
ella, Carlos II aparecía arrodillado ante su tío, en una tácita imploración de ayuda por
parte del austria hispano para defender las tierras del círculo borgoñón del Imperio.
La forma en la que desde el primer momento pasó a desenvolverse la nueva esposa de
Carlos II parecía confirmar esa correlación de fuerzas. La caída de Oropesa en junio de
1691 constituyó una primera demostración a este respecto. Entre los embajadores del
emperador en la corte de Madrid reinaba la convicción de que Oropesa constituía la

12
HISTORIA DE ESPAÑA II

dificultad mayor “para restablecer la absoluta compenetración entre las dos ramas de
la Casa de Austria”. El ascendiente de la reina sobre su marido fue determinante en el
apartamiento, si bien ya con anterioridad el duque de Arcos, en un memorial dirigido al
rey en el que pretendía hablar en nombre de los grandes, había denunciado a Oropesa
como causante de los males de la monarquía. A la sombra de los integrantes de un
fortalecido partido austriaco, los sectores afectados por las medidas reformistas
pasaban así factura a la actuación del anterior hombre fuerte. Justamente intentado
evitar la presencia de ese tipo de ministros, una de las recomendaciones que asimismo
se hacían a la reina era la de que su marido procediese a gobernar por sí solo.
Los resultados inmediatamente visibles no podía decirse que fueran espectaculares: a la
incapacidad para responder al avance francés en Cataluña se añadía una serie de
suspensiones de pagos de la Real Hacienda encadenadas entre 1692 y 1696. De otra
parte, las diferencias mantenidas en 1691 entre la propia reina y el emperador Leopoldo
a propósito del nombramiento del gobernador de los Países Bajos (donde la primera
defendía la candidatura de su hermano, el elector palatino, y el emperador la del elector
Maximiliano Manuel de Baviera, que resultaría finalmente elegido) aumentaban las
incertidumbres del momento, proyectando sobre la corte española un conflicto entre
facciones alemanas (bávara y palatina) cuyos intereses remitían al juego político del
Imperio. Como sagazmente advirtiera Oropesa por esas fechas, la monarquía aparecía
gobernada por un “ministerio duende”, un poder invisible en el que la ausencia de un
primer ministro se daba la mano con la incapacidad del monarca y del entorno de la
reina para sostener una línea coherente de actuación.

A la complejidad que ya de por sí encerraba ese momento político vino a sumarse la


irrupción de un actor relativamente inesperado, como eran las Cortes de Castilla. Para
el embajador imperial Lobkowitz, la concurrencia de las Cortes constituía una de las
claves para asentar la preeminencia de la Domus Austriae en el complicado nudo
sucesorio. En sus escritos hacía ver al emperador la oportunidad de celebrar un tratado
entre las dos ramas de los Habsburgo, con el objetivo de conseguir que la sucesión de la
monarquía española permaneciese siempre dentro de la Augustísima Casa,
excluyéndose a la de Francia. Otras razones asimismo dinásticas apuntaban en esa
dirección. Desde 1692 los Habsburgo tenían que contar con el nacimiento de un hijo de
Maximiliano de Baviera, el príncipe Fernando José de Baviera, cuya esposa, María
Antonia, era nieta de Felipe IV, si bien había renunciado a sus posibles derechos
hereditarios al celebrar su matrimonio con Maximiliano. El plan del embajador requería
por ello que el tratado incluyese el compromiso de que la renuncia de María Antonia -
fallecida después del parto- sería ratificada de forma solemne y pública en Cortes. La
complejidad del plan, que presuponía además el envío de ayuda militar por parte del
emperador, hizo prácticamente imposible su realización. Pero la llamada a una posible
convocatoria de Cortes encontraría, por más razones, un cierto eco. Así, a fines de 1694,
la comprometida situación del ejército en Cataluña llevó al Consejo de Castilla a plantear

13
HISTORIA DE ESPAÑA II

al monarca la urgencia de acometer una reforma que pusiese “la administración de la


real hacienda y las cosas en mejor planta”, no encontrándose para ello “otro medio que
el de las Cortes”. Presidido por el monarca, el debate que posteriormente se produjo en
el Consejo de Estado no adoptó ninguna decisión al respecto. Sirvió sin embargo para
sacar aún más a la luz el enrarecido clima de conflicto faccional que se respiraba en la
corte. Y la novedad más importante que trajo ese enfrentamiento fue la irrupción hacia
1695 del Almirante de Castilla, Juan Tomás Enríquez de Cabrera, como nuevo hombre
fuerte al frente del partido de la reina.
Los acontecimientos que se desencadenaron a partir de la grave enfermedad del
monarca en junio de 1696 -y que darían paso a la elaboración de un primer testamento
en septiembre de ese año- acentuaron aún más las tensiones internas, alimentando una
dinámica de inestabilidad política que se prolongaría sin remisión hasta la muerte de
Carlos II en 1700. En medio de esa situación el cardenal Portocarrero tomó la iniciativa
y consiguió que el 13 de junio el Consejo de Estado procediese a redactar un testamento
en el que se designaba a José Fernando de Baviera, el hijo de Maximiliano, como
heredero universal. Ante el nuevo agravamiento del monarca en septiembre, el Consejo,
en una reunión de urgencia del 13 de ese mes, acordó -con la oposición del Almirante y
tres consejeros más- que el monarca firmase el testamento. De madrugada,
Portocarrero le administraba el viático y, a primera hora de la mañana, Carlos II firmaba
la minuta del testamento redactada por el Consejo. Todavía una recaída del rey a
comienzos de octubre exigió una nueva y nada pacífica reunión del Consejo, tras cuya
conclusión, Portocarrero hizo que el monarca firmase por segunda vez el testamento.
Obviamente la enconada disputa que se venía manteniendo traducía la resistencia del
grupo austriaco a aceptar la candidatura propuesta para la sucesión que, sin embargo,
contaba con una aceptación creciente. Al margen del rechazo popular -más o menos
inducido- contra los manejos de la camarilla de la reina, pesaba también lo suyo la
posición de relativa autonomía que ofrecía el hijo del elector de Baviera frente a las
propuestas necesariamente más conflictivas procedentes del rey de Francia o el
emperador. Con la intención de reforzar esa decisión y de adoptar medidas generales
ante la delicada situación de la monarquía, Portocarrero, considerando que en 1697
había de negociarse la prorrogación del servicio de millones, se mostraba partidario de
convocar las Cortes de Castilla. La reina y el emperador contemplaban la llamada con
cierta alarma, en tanto que las ciudades con voto, en su mayor parte, tampoco parecían
demasiado interesadas.
Las propuestas de algunas de ellas en los primeros meses de 1697 aumentaron por un
momento la inquietud. Los escritos puestos en circulación activaron la memoria
constitucional del reino de Castilla asentada desde la baja Edad Media, recordando en
este sentido la identidad del reino como un mayorazgo, como un cuerpo jurídico
indisponible cuyo régimen sucesorio aparecía regido por derecho de sangre y no
hereditario, lo que coartaba cualquier decisión unilateral del monarca en relación con la
designación de sucesor. En caso de que faltase los legítimos descendientes,

14
HISTORIA DE ESPAÑA II

correspondía al “Reyno en Cortes” determinar los derechos. No sorprende por ello que,
ante la situación en la que podría entrarse, los Consejos de Castilla y Aragón señalase la
conveniencia de plegar velas. Y en febrero de 1698 el marqués Henri d’Harcourt
reanudaba las relaciones diplomáticas interrumpidas por la guerra, con instrucciones
bien precisas para aglutinar un partido favorable a la sucesión francesa, propagando la
idea de que sólo el poderío militar de Francia podía garantizar la integridad de la
monarquía. El rápido progreso del grupo profrancés se vio entonces facilitado en gran
medida por las contradicciones internas que afectaban a los alemanes, quienes, por el
hecho de contar con dos candidaturas, encontraban serias dificultades a la hora de
actuar como un grupo coordinado. Las fisuras y los cambios de posición entre sus
integrantes eran la norma. Su influencia e intromisión en las cuestiones internas de la
monarquía les significaba de otra parte la permanente desconfianza y oposición de
aquellos sectores que oficialmente estaban a cargo del gobierno. El éxito de la gestión
de Harcourt reclutando adictos y ganando influencia podía medirse por el hecho de que,
en marzo, el Almirante, en un intento por reforzar su posición, considerara necesario
llamar a Oropesa ofreciéndole la presidencia del Consejo de Castilla.
El plan no saldría adelante pero, entre tanto, nuevos acontecimientos vinieron a
complicar las tensiones internas. El once de octubre de 1698 se había suscrito en La Haya
un segundo tratado de repartición de la monarquía. Aunque lo acordado en él afectaba
al emperador y al Elector de Baviera, el tratado era fruto del entendimiento entre Luis
XIV y Guillermo III y, de hecho, estaba previsto que aquellos serían informados
posteriormente. De acuerdo con sus cláusulas e invocando la necesidad de conservar “la
tranquilidad pública y evitar una nueva guerra en Europa”, Luis XIV, Guillermo III, y “los
señores Estados Generales” procedían formalmente a “tomar de antemano” una serie
de medidas ante -la que se consideraba- próxima muerte de Carlos II. La Corona de
España y los demás “reinos ,islas, estados, países y plazas que de ella dependen” se
entregaban al príncipe elector de Baviera, excepción hecha de la provincia de Guipúzcoa,
los reinos de Nápoles, Sicilia y los presidios de Toscana, que pasaban al “señor Delfín”;
la excepción incluía asimismo al ducado de Milán, que se concedía al Archiduque.
Hábilmente Luis XIV había conseguido atraerse a Guillermo III de Orange, estatúder
hereditario de Holanda y rey de Gran Bretaña desde 1689, neutralizando así un apoyo
que era crucial para el emperador. Aunque por el momento debía permanecer en
secreto y no sería dado a conocer al Emperador ni al Elector hasta enero de 1699, en
octubre el enviado español en La Haya informaba del asunto a los consejeros de Estado.
A comienzos de noviembre el embajador francés informaba a Versalles de “la
divulgación que comienza a tener el secreto”. Dada la entidad del asunto, la respuesta
del monarca español se produjo esta vez con rapidez: el 11 de noviembre Carlos II
suscribía un nuevo testamento en el que declaraba a José Fernando de Baviera “rey” de
todos los dominios de la monarquía; en caso de fallecimiento sin sucesión la herencia
recaería en el emperador y sus descendientes legítimos y, en tercera instancia, en los
descendientes de la línea de la infanta doña Catalina, su tía y duquesa de Saboya.

15
HISTORIA DE ESPAÑA II

La maniobra contra Francia era evidente, aunque el propio emperador tampoco dejaba
de sentirse agraviado por la disposición testamentaria. Su falta de respuesta ante el
tratado de La Haya, en el que había resultado enormemente perjudicado, le restaba en
cualquier caso credibilidad para protestar ante el testamento. No podía decirse por lo
demás que la elección del hijo del Elector constituyera una sorpresa en los círculos de la
corte, donde se sabía de las presiones de Portocarrero y Oropesa sobre el monarca a
favor de la solución bávara. El testamento en principio no debería de hacerse público,
pero al igual que había sucedido con el tratado, era esa una condición imposible de
observar. La muerte por varicela de José Fernando Maximiliano de Baviera el 3 de
febrero de 1699 echó por tierra no obstante los planes de acción que se hubieran podido
poner en marcha. Por el orden sucesorio previsto en el testamento el emperador pasaba
a un primer plano, aunque no por ello su posición resultaba mucho más sólida. Por de
pronto Luis XIV se apresuró a intentar un reajuste del tratado de La Haya y a buscar un
acuerdo con el emperador, advirtiendo al mismo tiempo al monarca español que
pusiese todo su empeño en mantener la paz, no tomando ninguna resolución que
pudiera alterarla. Aunque no sin dificultades, a comienzos de abril sus gestiones
conseguían resultados: para esas fechas se disponía del texto de un nuevo acuerdo de
repartición cuyo instrumento se firmaría el 11 de junio; las negociaciones con el
emperador demorarían sin embargo su conclusión definitiva hasta marzo de 1700. En lo
fundamental, el acuerdo disponía que la mayor parte la monarquía quedaba en manos
del Archiduque, mientras que Guipúzcoa, el Milanesado, Nápoles y Sicilia pasaban al
Delfín.
Mientras tanto la situación se tensaba en el seno de la Monarquía, con el estallido en
abril de un motín contra Oropesa, el llamado motín de “los gatos”. Sin duda el momento
en el que se producía el motín, cuando se agotaba la cosecha del año anterior y la
inmediata se anunciaba especialmente mala, no fue casual, aunque no parece que
pueda establecerse una conexión mecánica sin más entre carestía y motín. La “falta de
pan” que denunciaban los relatos del motín se asociaba con el “mal gobierno”, es decir,
con unos dispositivos tradicionales de abastecimiento para la capital que habían fallado
clamorosamente, unidos en este caso a prácticas de acaparamiento y extracciones
clandestinas cuya responsabilidad mayor apuntaba a Oropesa, presidente del Consejo
de Castilla. Si el motín podía ser previsible desde el punto de vista de la política de
abastecimientos, tampoco lo era menos a partir de los enfrentamientos partidarios que
se daban en la corte. Y así provocaba la destitución de Oropesa y el destierro de la corte
del Almirante. La caída de los dos principales apoyos de la reina iba de la mano con el
ascenso de Portocarrero, al tiempo que desde el exterior, la permanente ambigüedad
de la postura del emperador en relación con el tratado de repartición, acentuaba si cabe
las incertidumbres del momento.
Aunque con algunas reticencias por la inclusión de Milán en el lote francés, Leopoldo I
parecía no obstante resignado a aceptar la propuesta, si bien la ratificación definitiva
del tratado -como ya se ha indicado- se demoraría hasta el 25 de marzo de 1700. En él

16
HISTORIA DE ESPAÑA II

se disponía que una vez “canjeadas” las ratificaciones entre sus firmantes, el emperador
dispondría de tres meses para suscribirlo. En el caso de que no fuera así, Guillermo III,
Luis XIV y los señores Estados Generales designarían un príncipe a quien conceder la
hijuela reservada al Archiduque; por otra disposición se prohibía que el Archiduque
pudiera ir a España hasta que el tratado no hubiese sido pactado y ratificado. Lejos de
una inmediata respuesta ante la posición perdedora que se le asignaba, el emperador
sometió el asunto a consulta intentando buscar una solución más aceptable para los
intereses de la Casa, dentro de una actitud que no obstante dejaba entrever una tácita
y resignada aceptación en el caso de que esto último no fuese posible. Como cabe
imaginar -y a medida que los términos del tratado iban siendo conocidos- la indignación
era la nota dominante en la corte madrileña, donde existía la convicción de que el
monarca debía de redactar un nuevo testamento. Para Portocarrero el hecho de que el
emperador no hubiese planteado una estrategia conjunta de respuesta fue la gota que
colmó el vaso de una serie de agravios que él mismo había venido denunciando desde
fines del año anterior, derivados todos ellos de las decisiones políticas adoptadas por
influencia de la reina y al servicio de sus concretos intereses. Y frente a las cuales el
emperador no parecía decidido a adoptar ninguna medida. Cada vez más, el cardenal, y
con él el consejo de Estado, se afirmaban en la idea de que la negociación con Luis XIV
era la única salida posible a la situación y la única que garantizaba la preservación de la
integridad de la monarquía. Y esa idea se impondría en el testamento que redactaba
Carlos II en octubre, en vísperas de su muerte el 1 de noviembre. España, finalmente, se
decantaba por parecerse a España, por mantener su planta territorial y evitar su
desmembración.
La muerte de Carlos II y, obviamente, el testamento, abrían un período de
incertidumbre. Poco más de un mes después, el 12 de noviembre, Luis XIV hacía público
en una solemne ceremonia el reconocimiento de su nieto como rey de España. De
acuerdo con esa situación expectante no se registraron por el momento grandes
movimientos. Nada casualmente Cataluña fue el territorio donde más lágrimas
institucionales se derramaron por el monarca fallecido, de acuerdo con una inclinación
latente por la causa austracista que, hasta 1701, el virrey Darmstatd se había cuidado
de mantener activa y para la que, como hemos visto, había sus razones. Pero ello no
significaba el rechazo ab initio del orden sucesorio establecido. El empeño se situaría en
vigilar atentamente que los requisitos forales de incorporación del monarca se
cumpliesen estrictamente, habiéndose constituido un denominado partido de celantes
con ese fin. La celebración de las Cortes de Barcelona de 1701-1702, donde el nuevo
soberano procedió al juramento de las constituciones parecía anunciar que el encaje
podía ser posible. El nieto de Luis XIV podría quizás haber hecho suyo un distinto estilo,
pero en este punto todo parece indicar que su abuelo acabó segándole la hierba a sus
pies. Prolongando la actitud anexionista del reinado, la ocupación de las plazas fuertes
de la Barrière en 1701, así como de otras acciones que se sucedieron inmediatamente
(reconocimiento del pretendiente Jacobo Estuardo como rey de Inglaterra, hijo del

17
HISTORIA DE ESPAÑA II

destronado en 1688 Jacobo II; reconocimiento y registro ante el parlamento de parisino


de los derechos de Felipe de Anjou a la Corona de Francia, alterando la propia
disposición testamentaria) abrieron inevitablemente el camino a la constitución de la
Gran Alianza de la Haya en ese mismo año. Inglaterra, Holanda y el emperador cerraban
filas a fin de “conservar la libertad de Europa, la prosperidad de la Inglaterra, y para
atajar el poder exorbitante de la Francia”. En términos concretos, la alianza intentaba
mantener los criterios de reparto establecidos con anterioridad: reconocer la herencia
hispana del Anjou a cambio de concesiones coloniales a las potencias marítimas y cesión
de los Países Bajos y los territorios italianos a Leopoldo I.

El 15 de mayo de 1702 Leopoldo I declaraba la guerra a Luis XIV y Felipe V. Un


testamento que era “nulo y de ningún valor”, confeccionado por “algunos Consejeros
españoles corrompidos de acuerdo con la intención del Rey de Francia” y dado a firmar
a un rey consumido por “la debilidad de cuerpo y de juicio”, justificaba cuando no
imponía sin más esa declaración. Un conflicto interdinástico se solapaba así con una
guerra por las libertades de Europa, encendiendo al propio tiempo una guerra civil en el
ámbito hispano que no estaba necesariamente predeterminada.

18
HISTORIA DE ESPAÑA II

Temas II y III
Presentación

A la muerte de Carlos II una nueva dinastía se entroniza en España. Comienza a ser


aceptada también por las comunidades de derecho propio, aquellas en las que el
monarca ejercía su suprema jurisdicción sobre la comunidad política en Cortes, como
Rey en Asamblea, sede en la que residía el poder más absoluto por sustanciarse en ella
la unión entre el cuerpo y la cabeza. Las Cortes de Aragón y de Cataluña intercambian
juramentos con el monarca. Lo prestan de obediencia y lo reciben a favor de sus
derechos privativos, blindándose así el supuesto jurídico y político por el que se asumía
que los reinos, los derechos territoriales que los constituían, no era algo de lo que el rey
pudiera libremente disponer. En ese periplo, antes de llegar a Valencia para la
celebración de sus Cortes, estalla sin embargo una guerra con motivo de la sucesión.
Tras la formación de la Gran Alianza en 1701, en 1703 la Casa de Austria procede a la
proclamación en Viena del Archiduque Carlos como legítimo monarca hispano,
repudiando la disposición testamentaria de Carlos II. Conducida hasta sus últimas
implicaciones, la lógica dinástica suscitaba así una situación constitucional radicalmente
nueva en el universo hispano: la comparecencia de dos instancias que se predican como
soberanas, la concurrencia de dos referentes, Felipe de Anjou y el Archiduque Carlos,
que se arrogan la legitimidad constitucional, se atribuyen la dignidad monárquica y
reclaman simultáneamente la fidelidad del cuerpo político, de unos individuos pero
también de unos territorios, así obligados a examinar su deber de obediencia y a dirigir
su fidelidad en una u otra dirección.
En esa tesitura, los territorios de la Corona de Aragón revisan su juramento de fidelidad
recién intercambiado con Felipe de Anjou. Lo derogan y lo intercambian ahora con el
Archiduque Carlos, comenzando por las Cortes de Cataluña de 1705/6. Felipe V lo
interpreta en términos de lesa majestad. Y cuando las armas lo permiten, ya en 1707
tras la batalla de Almansa, inicia una política de derogación de los fueros y libertades de
esos territorios, primero, en ese año, los de Aragón y Valencia, y luego los de Cataluña y
Mallorca. Se inicia así una intervención mayúscula sobre la parte más estructural y más
constitutiva de la monarquía, sobre la constelación de derechos territoriales que
tradicionalmente venían formando y conformando el perfil jurídico de esa monarquía
hispana. Constituyendo esos derechos territoriales la piedra angular sobre la que venían
articulándose unas identidades políticas, las propias de los territorios, la política de
nueva planta evidentemente incidía de lleno sobre concepciones culturales profundas
que se situaban más allá del estricto universo jurídico.

19
HISTORIA DE ESPAÑA II

En esa intervención se inicia la materia de los temas II y III2. Se parte de los decretos de
Nueva Planta, para pasar a analizarse la manera en la que la muesca absolutista de esos
decretos procuró también proyectarse sobre el conjunto de la monarquía, y así, sobre
espacios en los que no podía esgrimirse el argumento de la lesa majestad. Se atenderá
luego la manera en la que la constitución tradicional de la Monarquía mostró su
resistencia, y su capacidad de resistencia, frente a una forma de gobierno que cada vez
se distanciaba más del modelo judicial, esto es, del gobierno por consejo y ajustado al
proceder jurídico, para intentar configurar una forma de gobierno administrativo, de
signo más ejecutivo. Ya en el tema III se analiza el momento en el que esa tensión a la
que se venía sometiendo a la constitución tradicional deriva en una crisis: 1766, con el
catalogado como motín de Esquilache. Y se repasa la búsqueda de un equilibrio entre
ambas modalidades, la de la monarquía judicial y la administrativa, ensayada luego por
Pedro Rodríguez de Campomanes. El tema finalmente se cierra con las limitaciones de
esa tentativa, y con la detección desde la década de los ochenta de la naturaleza
constitucional del problema.

# Cuestiones conceptuales para la lectura y estudio de los temas II y III.


a.- Monarquía judicial y monarquía administrativa:
Son dos modelos de organización interior de la monarquía. En la primera el poder es
concebido como jurisdicción, por lo que toda la actividad del príncipe queda sujeta a un
procedimiento cuyas fases han de ser observadas necesariamente para dotarla de
legitimidad, siendo los Consejos la clave de bóveda de ese modo de gobierno. Ese
proceder, con sus limitaciones, empezó a mostrarse, especialmente para el caso que nos
ocupa desde principios del XVIII, como un modo de gobierno poco compatible con las
necesidades de una monarquía cada vez más activa y que buscaba desplegarse en clave
ejecutiva. Frente a las constricciones del modelo jurisdiccional sujeto al procedimiento
surgió así lo que los historiadores han denominado monarquía administrativa, un
término que indica la existencia de una nueva lógica del poder, sin querer dar a entender
con él que existiera una administración semejante a la que nació junto al Estado liberal,
o una función gubernativa específica dotada de entidad propia y de autonomía, y sin
que desapareciera tampoco el concepto de jurisdicción a través del cual se seguía
interpretando el ejercicio del poder.
b.- El concepto de policía.
«La policía es aquella providencia que mantiene el orden en los Pueblos, y que procura
todas las comodidades para el comercio de sus habitantes». Es la definición que da A.
Muñoz del concepto de policía en 1769 (Discurso sobre economía política, Madrid,
Joachin de Ibarra). Su significado por tanto remite entonces al terreno del orden y su
mantenimiento -que es el que nos resulta ahora más conocido- pero también al del

2 La mayor parte de los contenidos de estos dos temas proceden, con la debida autorización, de un trabajo
de Pablo Fernández Albaladejo: “La Monarquía de los Borbones”, en Fragmentos de Monarquía, Madrid,
Alianza, 1992, pp. 353-454.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

comercio y el aumento de comodidades -dimensión semántica de la que ahora está


despojado-.

Tema II
Nueva planta de la Monarquía

Nueva planta
En la cláusula 33 de su testamento Carlos II, invocando el «bien y defensa» de sus
vasallos, advertía a la Junta de Regencia que había de constituirse a su muerte sobre la
necesidad de que se observase, escrupulosamente, la organización de los tribunales tal
y como «oy corre y se conserva». Además de mantener la mencionada «planta», la
recomendación se hacía extensiva a la «forma de govierno», subrayando especialmente
el hecho de que se guardasen «las leyes, fueros, constituciones y costumbres» de los
súbditos.
A comienzos del siglo XVIII tanto la convocatoria y celebración de cortes -en Castilla,
Navarra, Cataluña y Aragón- como la edición de fueros o tratados que cumplían una
función similar de formal reconocimiento, parecían indicar que el nuevo monarca iba a
desenvolverse de acuerdo con las líneas marcadas por quien le había nombrado sucesor.
El inmediato comienzo de la contienda sucesoria alteraría esa posible trayectoria (ver
Tema V). Principal reducto de la oposición a Felipe de Anjou, los reinos de la Corona de
Aragón perderían como consecuencia de ello esos fueros que les acababan de ser
confirmados y en cuyo interior, acumulativamente, habían ido componiéndose los
trazos distintivos de sus respectivas identidades políticas. En su lugar se diseñaba una
planta política nueva, de características bien distintas a las recomendadas por Carlos II.
Ya desde los primeros decretos (29 de junio y 29 de julio de 1707) se proclamaba
abiertamente la voluntad de que todos los reinos de España -«todo el continente de
España», según se dice en el segundo de esos decretos- se redujesen «a la uniformidad
de unas mismas leyes, usos, costumbres i tribunales». La quiebra, formalmente, no
podía ser más radical.
Desaparecía como consecuencia de estas medidas la tradicional configuración
agregativa de la monarquía hispana, levantándose en su lugar una formación política
cimentada según el modo de gobierno de uno solo de los cuerpos -el de Castilla- que
habían venido constituyendo la monarquía. Si hasta ese momento la modelación del
espacio político era el resultado de la coordinación de los ordenamientos de cada una
de los reinos y cuerpos de la monarquía, la configuración resultante de la nueva planta
tendía a considerar el espacio político como algo visto esencialmente desde arriba,
relativo exclusivamente al ámbito jurisdiccional en el que tocaba actuar a los agentes
del poder real. Y por tanto sin ninguna especie de representación concurrente de la

21
HISTORIA DE ESPAÑA II

comunidad territorial ni subsecuente reconocimiento de un derecho propio. Esta


realidad espacial así diseñada pasó a designarse a partir de entonces como provincia,
aunque el término no date de ese momento. Tenderá a hablarse de provincias -y no de
reinos- para denominar a cada uno de los componentes del nuevo entramado territorial.
Tanto la extinción del Consejo de Aragón como la de los propios virreyes obedecen a
esta lógica de no reconocimiento de la presencia corporativa de los reinos.
Desde los primeros momentos fue éste un principio escrupulosamente observado.
Cuando con motivo de la aplicación de la nueva planta en el reino de Mallorca se
consultó al monarca acerca de la continuidad del Gran Consell -la asamblea que
representaba la universidad del reino- su respuesta no pudo ser más ilustrativa. Su
voluntad era que no hubiese «cuerpo que represente al Reino». El mismo criterio se
aplicó en Cataluña. Crudamente lo expuso Patiño cuando, en el proceso de elaboración
de la nueva planta de Cataluña, indicó a quienes trabajaban en ella que debían proceder
como si el principado «no tuviera gobierno alguno».
La eventualidad de una posible presencia corporativa quedaba restringida así al ámbito
de unas pocas ciudades, con explícita indicación de que se trataba de un privilegio ex
novo concedido y, naturalmente, en el entendimiento de que la única incorporación que
cabía sólo podía serlo al cuerpo que representaban las ciudades de Castilla. Con carácter
evidentemente retórico se aludía en las primeras convocatorias de cortes a la asamblea
de «mis reinos de la Corona de Castilla y los a ellos unidos», bien que en tal última
condición no acudía allí representación alguna. Las corporaciones que asistían lo hacían
a título particular, no hablando sino por sí mismas. A través de este selectivo mecanismo
de incorporación, Felipe V salvaba una situación de vacío político que él mismo era el
primer interesado en solucionar. Una situación que, de otra parte, no impedía a quienes
se le reconocía participación en el sistema la posibilidad de utilizar, ventajosamente,
prácticas procedentes del anterior momento pactista. Así, los poderes que se
concedieron a los diputados de la ciudad de Valencia para recibir el juramento del rey,
les facultaban además para solicitar que, «en todo tiempo se guarden a esta ciudad y
demás villas y lugares de su tierra, todas las leyes y privilegios que deben tener y gozar
conforme al derecho de incorporación hecha de estos Reinos con los de Castilla».
Era la forma de gobierno de Castilla, y en concreto la de sus tribunales, la que
materialmente procedía a establecerse de acuerdo con el primero de esos decretos.
Para Valencia y Aragón se había dispuesto una audiencia de ministros que había de
gobernarse «en todo, i por todo» según las chancillerías castellanas. Por razones
simplemente técnicas, la sola puesta en práctica de esta medida no podía dejar de
plantear, como cabe imaginar, serios problemas de instrumentación. Mayores, y por
motivos de mayor entidad, los planteaba aún la propia brusquedad y generalidad del
desmantelamiento institucional que acababa de efectuarse, hasta el extremo de obligar
al nuevo poder a reconocer la existencia de ciertos límites sobre los que debía volver.
Ya a fines de 1706 el Consejo de Aragón había indicado al monarca los riesgos que
podían resultar de una decisión uniformista a ultranza pensando, incluso, en una pronta

22
HISTORIA DE ESPAÑA II

resolución del conflicto. Sus indicaciones, frente a la posición de fuerza que ocupaba
Michel Amelot, embajador de Luis XIV y artífice de las nuevas medidas, no serían
escuchadas en el decreto del 29 de junio de 1707. Un mes más tarde sin embargo, el 29
de julio de 1707, el monarca se veía obligado a poner de manifiesto que su intención no
había sido «castigar como delincuentes» a aquellos vasallos «a los que conozco por
leales», añadiendo a continuación que tanto a éstos como a los pueblos que habían
permanecido fieles les concedía el mantenimiento de sus «privilegios, essenciones,
franquezas i libertades».
Pudieron así continuar bajo el nuevo orden toda una serie de privilegios -de la nobleza,
de la iglesia, de corporaciones, de particulares- sobre cuyas implicaciones no parece
necesario pronunciarse. Merece destacarse en este sentido la disposición de 5 de
noviembre de 1708 en virtud de la cual se ratificaba, a sus actuales detentadores, la
continuidad de las jurisdicciones alfonsinas, en contra del propio dictamen fiscal que las
consideraba incorporadas a la corona. La «convención feudal» llegaba a concurrir de
esta forma, sin mayores problemas, con la propia «soberanía».
En relación con otro estamento valenciano, el eclesiástico, se consignaban también
notables concesiones. Invocando a efectos de responsabilidad penal la distinción clásica
entre individuo y corporación, un principio cuya posible aplicación para los laicos no
había llegado a considerarse, se reconocía la imposibilidad de que las «comunidades
eclesiásticas» rebeldes pudieran perder aquellos bienes raíces y jurisdicciones que, «con
justo título», poseían. Con carácter general, en cédula de 7 de septiembre de 1707, el
monarca no tuvo inconveniente en proclamar que su ánimo siempre había sido el de
«mantener la inmunidad de la Iglesia, personal y local, la jurisdicción eclesiástica y todas
sus preeminencias en la posesión en que estaba la Iglesia en ambos Reinos antes de la
pasada turbación».
Dentro de lo que ya se insinuaba como una evolución hacia un tipo de ajuste político
más realista debe incluirse el decreto de 3 de abril de 1711, precedido de una cédula de
5 de febrero del año anterior en la que el monarca, saliendo al paso de interpretaciones
maliciosas según él mismo refiere, dejaba entrever su disposición a «moderar y alterar
en las providencias dadas hasta aquí». Reiterando la no aceptación de ninguna
limitación en punto a la «suprema y absoluta potestad y soberanía real», no por ello
dejaba de reconocerse la posibilidad de atender a «tanta comunidad y particulares»
que habían acreditado su «celo» en los últimos acontecimientos. De acuerdo con
este criterio se solicitaba a las chancillerías de uno y otro reino información acerca
de «en qué cosas y en qué casos, así en lo civil como en lo criminal», podrían
introducirse modificaciones, especialmente en relación con el gobierno de los
lugares. En esta misma línea, en enero de 1711, el monarca se dirigía al Consejo de
Castilla solicitando criterios para proceder «según derecho y reglas de buen
gobierno» en relación con la cuestión de los desafectos y disidentes. La resolución
final concretada en el decreto de 3 de abril, autorizaba a que la sala civil de la
audiencia aragonesa pudiese aplicar «las Leyes Municipales» del reino, excepción

23
HISTORIA DE ESPAÑA II

hecha de aquellos asuntos en los que una de las partes fuese el monarca o la corona.
El reino de Valencia quedó al margen de esta restauración del derecho privado,
aunque ello no obedeció a la existencia de una particular política represiva por parte
de la monarquía. En la no adopción de esa decisión influyó decisivamente la
presencia de un firme conglomerado de intereses regnícolas no demasiado
interesados en la devolución.
La continuidad de la orientación marcada por el decreto de abril de 1711 puede
comprobarse con toda claridad en los casos de Cataluña y Mallorca. El propio José
Patiño, Superintendente de Cataluña, no dejó de señalar en su informe para la
nueva planta que, «en los negocios civiles e intereses de partes, no se hallaba el
menor perjuicio al Estado y a la autoridad real, y a las regalías soberanas». En
Mallorca, D' Asfeldt, el jefe militar bajo cuyo mando se había llevado a cabo la
ocupación de la isla, se mostró partidario cuando fue consultado de mantener el
anterior entramado institucional hasta donde no entrase en colisión con la
«autoridad, regalías, y soberanía del monarca”.
El decreto de nueva planta de Mallorca -28 de noviembre de 1715- eludía por
completo cualquier consideración vindicativa apoyada en terminos de derecho de
conquista; se limitaba a presentarse en forma de «algunas nuevas providencias»
justificadas por «las turbaciones de la última guerra». En uno y otro caso la
restauración fue de mayor alcance que en Aragón: afectó, con algunas diferencias,
al derecho civil, procesal, penal y, en parte también, al mercantil.
Como puede observarse, el análisis de los sucesivos decretos de nueva planta
parece apuntar a un tono de progresiva moderación. La impresión no es del todo
engañosa. De hecho, el monarca, con esas correcciones, no hacía otra cosa que
reconocer aquellos limites dentro de los que quedaba circunscrito su poder
absoluto. Aceptaba desenvolverse así de acuerdo con la tradicional concepción
jurisdiccionalista del poder, una concepción que permitía la utilización de la potestas
extraordinaria siempre que concurriesen ciertas condiciones y se observasen
determinadas exigencias. La tantas veces invocada defensa de la autoridad y
regalías suponía que no iba a haber ninguna concesión en punto a una serie de
derechos que se consideraban privativos del monarca, ubicados dentro de su
exclusiva es era jurídica, y a los que con carácter aproximativo podemos denominar
como públicos. Fuera de este territorio los particulares, según hemos podido ver
anteriormente, podían continuar en la posesión de unos derechos que sólo en parte
podemos considerar a su vez como privados, y sobre los que el monarca no podía
actuar unilateralmente. El propio monarca por lo demás aparecía asimismo
interesado en no desmantelar por completo el anterior ordenamiento. Bien
ilustrativa era al respecto la cédula de 7 de septiembre de 1707 a propósito de la
inmunidad eclesiástica; y no menos ilustrativas resultaban las recomendaciones
que, con acusado sentido práctico, Ametller exponía en el informe sobre la nueva
planta de Cataluña.

24
HISTORIA DE ESPAÑA II

Si esta caracterización de relativa moderación no resulta del todo incierta, ello sólo
cabe admitirse en el entendimiento de que la continuidad de las especialidades
jurídicas que acababa de reconocerse pasaba a depender ahora de las reglas de un
distinto sistema político-jurídico, el castellano, en el que quedaban ubicadas. Y con
una dinámica interna no coincidente con los principios que informaban cada uno de
los ordenamientos de los que esas especialidades procedían. Su continuidad
resultaba perfectamente posible siempre que, como cuestión de principio, se
proclamase el reconocimiento de esa dependencia. No era otra cosa lo que ya en su
momento recomendara Ametller: la continuidad del derecho civil y procesal en
Cataluña «no puede ser de ningún perjuizio a la auctoridad real y su Soberanía, pues
se hará en virtud de nuevo decreto y concessión de Su Magd. que, segun le pareciere
y conveniere, la puede derogar y mudar, y no es interés de sus regalías que los
intereses y negocios de particulares se regulen por las leyes acostumbradas o por
otras, mientras que no son leyes paccionadas que no las podía derogar ni mudar
antes sin cortes, sino pendientes de la sola voluntad del Rey».
Sentado este principio podía el monarca acoger – si no promover- a quienes como
Diego Villalba representaban una especie de neoforismo no precisamente
conflictivo, y con objetivo expreso de probar «la apacible concordia de los Fueros
de Aragón con la Suprema Potestad del Príncipe». Una demostración que
naturalmente sólo podía hacerse a base de un recurso masivo al •derecho común,
de sólida implantación en Castilla, y único sistema capaz de arbitrar una
composición posible entre «especialidades forales y soberanía del rey, sin
necesidad de abolir aquellas, ni de minorar ésta».

Nuevo gobierno.
Si la restauración de las leyes municipales de Aragón parecía insinuar la
presencia de una actitud algo más conciliadora, la lectura completa del decreto
de 3 de abril de 1711 dejaba entrever no obstante algunas novedades de interés.
El abandono -como consecuencia de la guerra- y, la posterior y definitiva
ocupación de Zaragoza, permitieron a Felipe V realizar un diseño ya no tan
precipitado, con cambios significativos y no estrictamente reducibles a un
proceso de castellanización. Aludiéndose explícitamente a un “nuevo gobierno”,
se establecía ahora un tribunal provincial al que se confería no rango de
chancillería, como en su primera fundación, sino el inferior de audiencia. Sevilla,
y no Valladolid o Granada, pasaba a ser el modelo de referencia. Sin vinculación
con algún posible precedente castellano resultaba la junta o tribunal del erario,
destinado a atender la administración, cobranza y repartimento de las rentas
del reino. La principal novedad del decreto radicaba no obstante en la presencia
de un comandante general de quien, además de los asuntos inherentes a su
condición, pasaba a depender el govierno político, económico i governativo del

25
HISTORIA DE ESPAÑA II

reino. Esta preeminencia militar quedaba ratificada con la división del reino en
partidos a cuyo frente se situaba un gobernador militar con atribuciones
similares, en su distrito, a las de su superior jerárquico.
Prescindiendo de otros aspectos a los que más adelante nos referiremos,
interesa señalar la importante novedad que supuso la configuración militar
del entramado político-administrativo del reino. Es este un dato en relación
con el cual -y contrariamente a lo que a veces se ha dicho- pueden invocarse
precedentes castellanos si bien, y a efectos de su implantación efectiva, fuera el
modelo francés quien probablemente supuso el empujón definitivo. La novedad
se extendió progresivamente a los restantes territorios de la antigua corona
aragonesa. Con esta nueva autoridad venía a diluirse el recuerdo y, sobre todo, la
significación político-constitucional del antiguo virrey, intentando conferir al nuevo
cargo más la consideración de un delegado provincial que de un alter ego del
monarca.
Con todo, el momento de transición no dejó de presentar algunas ambigüedades: el
propio Patiño, en uno de sus informes, llegó a designar al nuevo cargo como
presidente de provincia. Consecuentemente, se entiende que la aceptación de estos
nuevos criterios no resultase tan sencilla como a primera vista pudiera parecer; el
marqués de Castel-Rodrigo por ejemplo, gobernador y comandante general del
principado, constantemente tendía a identificar su cargo con el de virrey, no siendo
esta una actitud aislada como tendremos ocasión de ver. En todo ello influían sin
duda las amplias atribuciones que le habían sido concedidas, y cuya vis expansiva
tendía a incrementarse ante las nuevas campañas militares (intervenciones en Italia)
que siguieron a la guerra. En Cataluña, a partir de 1715, los despachos reales
comenzaron a añadir al cargo de capitán general el de gobernador del ejército y del
principado, imputándole con ello una «superioridad sobre las jurisdicciones e
instituciones de naturaleza real». Al parecer el monarca tenía la intención de
especificar más adelante esas atribuciones, pero el decreto de nueva planta no
recogió ninguna indicación al respecto. Hasta 1725 la documentación oficial no
aludió conjuntamente al cargo de gobernador y capitán general.
El artículo primero de la nueva planta de Cataluña disponía que el capitán general
había de presidir la audiencia, pero matizaba que «solamente habría de tener voto
en las cosas de Gobierno y esto hallándose presente en la Audiencia». La asignación
a la audiencia de una más definida y consistente posición obedecía al deseo de atajar
el conflicto que venía manteniéndose entre poder militar y autoridad togada dentro
del nuevo diseño provincial. El conflicto, con mayor o menor intensidad, era
perceptible en cada uno de los territorios de la antigua corona. Ya en 1707 el
Consejo de Aragón había propuesto que el regente de la audiencia debía hacerse
cargo de las atribuciones no militares que antes tocaban al virrey. Un año después,
y a pesar de esta propuesta, el capitán general de Valencia recibía autorización para
actuar «como si no hubiese chancillería». A partir de esta situación las fricciones

26
HISTORIA DE ESPAÑA II

aumentaron. Las amplias atribuciones recientemente concedidas al poder militar en


Aragón pusieron de manifiesto que la nueva monarquía no estaba dispuesta a hacer
concesiones en relación con la presencia de ese poder al frente de la provincia, a
pesar de las reiteradas quejas de cada una de las respectivas audiencias.
Probablemente por ello la solución para Cataluña, que finalmente se impondría con
carácter general, intentó establecer si no una equiparación sí al menos una situación
más estable. En la consulta sobre la nueva planta un grupo de consejeros, en voto
particular, insistió en que la reconstrucción de la autoridad real en Cataluña podía
llevarse a cabo más adecuadamente a través de una chancillería-como «Senado de
mayor authoridad y representación que el que tenían»- que de una audiencia, que
«suena lo mismo que antes y ejecuta lo contrario». Frente a lo que postulaban
Patiño y Ametller, estos consejeros no consideraban necesaria la inclusión del
capitán general como «cabeza» de la nueva institución, convencidos que era
«impropio y extraño de el instituto, profesión y genio de los buenos Generales
governar Letrados». Prevalecería sin embargo el criterio de Patiño y Ametller,
dispuestos a convertir al capitán general en la «primera Silla en la planta del
Govierno de Cathaluña».
Ello no implicaba sin embargo que, en la nueva situación, la audiencia resultase
particularmente afectada. Perdía su condición anterior de consejo asesor del virrey
para convertirse en un tribunal que, justamente por su desvinculación de esa
autoridad, pasaba a disfrutar de jurisdicción propia, dependiendo del Consejo de
Castilla. A sus facultades judiciales sumaba las gubernativas, ejercidas por los
ministros de sus dos salas civiles constituidos en acuerdo. Con la presencia del
capitán general ese cuerpo se transformaba en el Real Acuerdo. Esta diarquía
provincial era el máximo órgano de gobierno del principado, designado
habitualmente como Su Excelencia y Real Audiencia. El decreto de nueva planta para
Cataluña fue dado a conocer en el pleno del Consejo de Castilla de 12 de octubre y,
en una segunda fase, en real cédula de 16 de enero de 1716. Entre ambas fechas se
sitúa el decreto correspondiente a Mallorca (28 de noviembre de 1715), inspirado
en todo en el modelo catalán. El 26 de julio de 1716 una real cédula disponía
finalmente -al igual que se había hecho en Zaragoza- la reducción a audiencia de la
chancillería de Valencia.
Aludiendo a una realidad de fines del siglo XVIII, Dou y Bassols señalaba que a la
junta del acuerdo «suele tocar en todas las provincias de este reyno el gobierno
político de todo su territorio con jurisdicción gubernativa del mismo», subrayando
de nuevo el hecho de que su presidente «no tiene más que un voto». Semejante
situación no se establecería sin embargo hasta 1775, momento en el cual Carlos III
ratificó que el gobierno del principado correspondía al acuerdo. Prácticamente
hasta entonces las relaciones entre los togados y el poder militar estuvieron bien
lejos de discurrir por los previstos cauces de equilibrio, debido en gran medida a la
propia situación de indeterminación de la que se partía. Como consecuencia de esta

27
HISTORIA DE ESPAÑA II

falta de precisión los capitanes generales, desde los primeros momentos, y


amparándose en lo que entendían como una superior responsabilidad en el
gobierno del principado, habían impuesto a las audiencias sus propios
procedimientos en materia de gobierno. Castel-Rodrigo ejerció su cargo sólo con
despacho de capitán general, sin un correspondiente nombramiento que acreditase
desde una perspectiva civil sus otras atribuciones, tal y como recomendaba el
Consejo de Castilla.
Este precedente tuvo su importancia y, al parecer, contó con el apoyo de la corte
hecho saber a través de la vía reservada controlada por el secretario del Despacho
de Guerra. Entre 1715 y 1734 el capitán general impuso la que ha sido designada
como una etapa de «gobierno absoluto», en la cual la supeditación de la audiencia
-que no por ello dejaba de resolver con exclusividad en determinadas materias
gubernativas- fue total. La autoridad militar llegó a prohibir que la audiencia
tramitase las consultas al Consejo de Castilla, consultas que habían de remitirse
antes a aquella autoridad, y que debían concluir con la significativa y nada
protocolaria frase de «Vuestra Excelencia resolverá lo que fuere servido». La
audiencia reclamó constantemente apoyada por el propio consejo, pero sin
conseguir que el monarca se decidiese a modificar este estado de cosas. Tampoco
lo conseguiría la promulgación en 1742 de las ordenanzas de la audiencia. Todavía
en 1754 el consejo se veía en la obligación de señalar las «exorbitantes facultades»
del capitán general que, al modo de los virreyes, prácticamente había convertido la
audiencia en su consejo privado, denunciando asimismo su resistencia -a través de
la constante interposición de recursos- a aceptar lo que tanto la nueva planta como
las propias ordenanzas de la audiencia disponían al respecto. Ante ello el monarca,
en decreto de 11 de noviembre de ese mismo año, resolvió a favor del consejo y de
la audiencia, recordando que debía observarse lo establecido en la nueva planta.
Con todo, la autoridad militar conseguiría volver atrás esa disposición 38
El enfrentamiento entre militares y togados, que en Cataluña no conocería un
relativo principio de resolución hasta 1775, no se circunscribía solamente a la esfera
superior de la administración. Se proyectaba asimismo en el ámbito de la
jurisdicción inferior, tanto en Cataluña como en Aragón, Mallorca o Valencia. La
forma en que se llevó a cabo la realización del mapa corregimental de este último
territorio es bien ilustrativa al respecto. A fines de 1707 el presidente de la
chancillería, Pedro de Larreategui, aún sin una idea muy precisa del número de
corregimientos a establecer, remitió a la Cámara de Castilla una relación de aquellos
sujetos que consideraba más apropiados para ocupar el cargo. La lista incluía un
total de veintidós personas -procedentes de la nobleza valenciana- de probada
lealtad a Felipe V, parte de las cuales eran reconocidos jurisconsultos que en algún
caso habían ocupado además cargos en la administración foral. La propuesta fue
desestimada. En su lugar se optó por nombrar corregidores a quienes venían
ejerciendo como gobernadores militares, a pesar de los inconvenientes que el

28
HISTORIA DE ESPAÑA II

propio Larreategui había señalado al respecto. La confirmación de las


gobernaciones-corregimientos significaba al mismo tiempo la imposibilidad de
cualquier acceso de elementos civiles a ese cargo.
En 1715, aprovechando la conclusión del conflicto, la Cámara de Castilla planteó de
nuevo la necesidad de que los corregimientos dejasen de ser ocupados por
militares. Tanto el capitán general como el intendente de Valencia se opusieron a la
petición. Este último argumentando que la viabilidad y efectividad del nuevo orden
fiscal dependía estrechamente de la colaboración de la tropa. Insistiría de nuevo el
consejo en 1720, consiguiendo un año después que se confeccionase un nuevo plan
de corregimientos. En él, la reducción del número de corregimientos se
acompañaba de una paralela disminución de la presencia militar en los mismos. A
su establecimiento se opuso resueltamente el capitán general. En su defensa del
corregimiento militar llegó a propugnar incluso la conveniencia de extender este
modelo a Castilla. La decisión finalmente adoptada por el monarca, en 1725, dispuso
la continuidad de los gobernadores militares con funciones de corregidor, rebajando
su número a ocho. Se mantendría un solo corregimiento de letras (Orihuela), en
tanto que en Valencia se asimilaban el cargo de corregidor y el de intendente.
Posteriormente, la cifra se fijaría en torno a los trece corregimientos o partidos, con
una muy limitada presencia civil.
Aunque con algunos matices propios, Aragón y Cataluña conocieron un proceso
paralelo de militarización de la administración territorial. En Aragón el presidente
de la chancillería consiguió imponer en 1707 un plan basado en catorce
corregimientos, nueve de ellos de capa y espada y los restantes de letras. Bajo
Felipe V los tres corregimientos pirenaicos fueron ocupados por militares, si bien en
este caso la Cámara de Castilla no perdió la jurisdicción sobre ellos. La existencia de
una específica organización militar, basada en una serie de circunscripciones
militares y destinada a asegurar el control del reino, relativiza sin embargo esa
situación de aparente predominio civil. En el informe redactado con motivo de la
nueva planta de Cataluña, Patiño había expuesto claramente los inconvenientes que
se originarían si la gente de guerra se entrometía en «las dependencias de Justicia y
Economía», lo que no impidió -tampoco en este caso- que la dinámica de hechos
consumados impuesta por el poder militar antes del decreto se constituyese en un
obstáculo insalvable. Cuando en 1718 se dieron a conocer los primeros
nombramientos, fueron confirmados en sus puestos cuatro comandantes de
guarnición que venían actuando como corregidores. De los ocho restantes
nombrados sólo uno de ellos era letrado. Desde la Cámara de Castilla, y utilizando
los mismos argumentos que en el caso de Valencia, se intentó una nivelación de la
situación que resultaría infructuosa. A mediados del siglo XVIII sólo existían en el
principado dos corregidores no militares, que llegarían a desaparecer en el último
tercio del siglo XVIII. Entre 1717 y 1808 el 96 % de los corregidores de Cataluña
habían sido militares.

29
HISTORIA DE ESPAÑA II

Los corregidores establecidos en los territorios de la antigua Corona de Aragón


habían sido concebidos como una copia de sus homónimos castellanos. Pronto sin
embargo dejaron entrever algunas características propias en relación con el modelo
de referencia. Entre ellas, y como hemos podido ver, su impronta militar, a partir de
la cual se acumularon otras diferencias adicionales. Así por ejemplo con la pérdida
de la estrecha dependencia que hasta ese momento había venido vinculando a los
corregidores con el Consejo de Castilla. Alegando su condición militar, los
corregidores valencianos demoraban la obtención del despacho -y el pago de la
media annata a él inherente- que les facultaba para ejercer como tales magistrados.
Alguno de ellos llegaría incluso a solicitar de los regidores del municipio el pago de
ese derecho. Con su rechazo a jurar el cargo ante el presidente de la chancillería
ponían de manifiesto, abierta- mente, su voluntad de no reconocer ninguna
dependencia para con el poder civil. El hecho de que a partir de 1716 el capitán
general ostentase la presidencia del Real Acuerdo facilitó este proceso. La Cámara
de Castilla continuó encontrando dificultades prácticamente insalvables a la hora de
intentar establecer algún tipo de control sobre la situación. Sus propuestas apenas
fueron atendidas y hubo de esperar a mediados de siglo para conseguir que se
aceptasen algunos nombramientos de corregidores civiles. En el principado la
evolución fue muy similar.
El mayor reconocimiento que se confería a la dimensión militar del cargo
trastornaba, de otra parte, aspectos bien relevantes de la magistratura
corregimental. Se perdía por ejemplo el carácter trienal que tradicionalmente la
había venido distinguiendo para transformarse de hecho en una magistratura
perpetua, con una orientación cada vez más provincializada. Esta realidad provincial
impuso asimismo otras modificaciones. El establecimiento de los corregidores en
Cataluña obligó a la redacción de unas instrucciones secretas (1716),
específicamente destinadas a la aplicación del programa político de la nueva planta,
y que completaban las promulgadas en 1713, de carácter más técnico y
confeccionadas sobre el modelo de las ordenanzas castellanas de 1648 45 La
Cámara no dejó de manifestar sus reticencias hacia este tipo de instrucciones, no
tanto por su contenido cuanto por lo que podían suponer de reconocimiento de
mayores márgenes de excepcionalidad en la actuación del corregidor,
especialmente en relación con los juicios de residencia. En Cataluña este control no
se establecería hasta las instrucciones de 1727.
Dada su estrecha asociación con la magistratura corregimental, el papel del alcalde
mayor resultó forzosamente afectado ante esta nueva orientación. Si, según se ha
sugerido, su papel en Castilla apuntaba ya hacia algo más que simple auxiliar del
corregidor, estas posibilidades habrían de verse incrementadas en unos territorios
donde la condición no letrada de sus superiores jerárquicos era prácticamente
general. Y donde las ausencias de aquéllos -motivadas por la necesidad de atender
sus obligaciones militares fuera del territorio- no eran precisamente infrecuentes.

30
HISTORIA DE ESPAÑA II

Desconocedores de «las reglas del derecho» y poco amigos de «mandar paisanos»,


los corregidores cedían con frecuencia a sus alcaldes mayores la presidencia de las
reuniones de los cabildos. El hecho de que pudiesen elegir a sus alcaldes garantizaba
en principio una cierta continuidad en relación con los criterios que habían de
seguirse. En conjunto, la situación resultaba sin embargo harto proclive para
generar actuaciones arbitrarias por parte de quienes ocupaban las mencionadas
alcaldías. En 1749 la monarquía modificó este estado de cosas disponiendo que el
nombramiento se hiciese por la Cámara de Castilla.
A partir de entonces pudo imprimirse al cargo una mayor orientación burocrática,
con tendencia a una cierta desprovincialización. Corregidores y alcaldes mayores
habían sido importados con la intención -declarada- de asegurar un mayor
control sobre el territorio. Conviene advertir al respecto que la jurisdicción del
corregidor en líneas generales no se extendía más allá del término que correspondía
a la ciudad cabeza del corregimiento. En el resto del partido continuaban actuando
como jueces -en nombre del rey- los bayles, aunque ahora nombrados por la
audiencia y con duración bianual. En este sentido, los corregidores no podían
«embarazar [...] la jurisdicción contenciosa ni gubernativa de las justicias de su
partido», bien que ello no obstaba para reconocérseles una «inspección y
superintendencia general en quanto a los pueblos comprendidos en su partido».
Dentro de ese objetivo de control del territorio la configuración del municipio
constituía una cuestión crucial. La aplicación obligada del modelo castellano
determinaba un tipo de corporación municipal a cuya cabeza se situaba
preceptivamente el representante del monarca -corregidor o alcalde mayor-,
correspondiéndole a él asimismo la designación de los miembros más
preeminentes, los regidores, de acuerdo con la terminología del modelo con el que
se operaba. Así, en el caso de Cataluña, la diversidad de consells comunalls que
interna y jerárquicamente articulaban la anterior corporación, fue sustituida por un
cuerpo único, cuyo número se establecía según criterios uniformes y al margen de
su anterior tradición.
El nuevo sistema ponía fin a la elección de cargos por el método de insaculación,
tradicional hasta entonces en la Corona de Aragón, impidiéndose así cualquier
asomo de una posible elección desde abajo. Tal criterio fue puesto de manifiesto
explícitamente en la nueva planta de Cataluña. Por el artículo 44 el monarca se
reservaba el nombramiento de los regidores de Barcelona y de las demás ciudades
cabezas de corregimiento, correspondiendo a la audiencia desempeñar esa labor en
los restantes lugares. En el reglamento de 1717 se reiteraba inequívocamente que
el gobierno de las universidades y pueblos correspondía «a Nos y Real Audiencia,
libre y absolutamente, y sin proposición ni concurso alguno de los mismos pueblos,
la elección de los regidores». Progresivamente, a medida que se producía la
pacificación del territorio y se ponía de manifiesto la imposibilidad de asegurar un
control directo de los nombramientos de todas las localidades, se instauró un

31
HISTORIA DE ESPAÑA II

sistema de ternas (que concedía a los ayuntamientos la capacidad de proponer


candidatos) en aquellos lugares que no eran cabezas de corregimiento. Por contra,
en las ciudades que disfrutaban de esta condición, el cargo de regidor era vitalicio,
y su designación correspondía al monarca. Antes de llegar a este último escalón, el
memorial con los méritos de cada pretendiente recorría un largo camino. en el que
la audiencia y el consejo jugaban un papel decisivo como encargados de ponderar
los méritos aducidos. Con todo, el monarca podía no elegir a ninguno de los
candidatos propuestos, y el proceso se iniciaba de nuevo.
Era este un desenlace que también podía llegar a darse en el caso de las ternas
presentadas ante la audiencia en aquellas localidades donde ésta resolvía. La no
sanción por la audiencia, cuando se producía, actuaba como una especie de
mecanismo recordatorio acerca del principio de autoridad que informaba todo el
proceso. En esos casos los miembros del tribunal no dejaban de manifestar que no
tenían ninguna obligación de «elegir o escoger» de entre los candi- datos «que
proponen los pueblos». A través de esta serie de filtros los diversos cuerpos de
regidores pudieron ser conformados, en gran medida, de acuerdo con los criterios
establecidos por la monarquía: la condición nobiliaria y la fidelidad a la dinastía en
un primer momento; consideraciones ya más atentas a la estricta idoneidad del
candidato al cargo comenzarían a aparecer a partir de 1730.
La nueva figura del regidor decano, a quien competía ejercer la dirección de las
reuniones, constituía un inestimable punto de apoyo en aquellas ocasiones en las
que el presidente de la corporación, el corregidor, necesitaba que esta última
secundase sus propuestas. No debe sobreestimarse sin embargo la capacidad de
control de que este magistrado disponía. El artículo 46 de la nueva planta reconocía
la existencia de una esfera de acción exclusivamente municipal, a cargo de los
regidores, y que incluía tanto el gobierno político de ciudades, villas y lugares como
el económico (administración de propios y rentas). Corregidores y bayles ejercían
una función tutelar e inspectora. Así por ejemplo, el corregidor no podía
«embarazar» las resoluciones. de los ayuntamientos, salvo casos de verdadera
fuerza mayor, y habiendo de dar cuenta al rey. De otra parte, la desproporción
misma entre recursos y obligaciones que -como a toda la administración del antiguo
régimen- afectaba al corregidor, imponía a este último la necesidad de respetar y
aun de ampliar de hecho esta esfera municipal si quería llevar adelante su labor con
cierto éxito. Actuando como sistema de referencia, la propia concepción corporativa
del poder característica del antiguo régimen era la mejor garantía a efectos de
impedir la implantación de un régimen que en puridad pueda ser designado como
centralista.
Al tiempo que tenían lugar las modificaciones descritas en los campos de justicia y
gobierno, la realización completa del plan de castellanización de la Corona de
Aragón exigía todavía la adopción de una serie de medidas en relación con la
organización de la hacienda. A este concreto objetivo respondía el establecimiento

32
HISTORIA DE ESPAÑA II

de una Superintendencia General de Renta primero en Valencia y luego en los


restantes territorios. Las superintendencias de rentas se habían asentado en Castilla
en los años finales del siglo XVII, íntimamente vinculadas a los cambios que se
habían producido en la administración del servicio de millones. Ya desde 1650 esta
situación había dado lugar a la aparición intermitente de superintendentes de
rentas, llegándose entre 1687 y 1691 a la creación de una Superintendencia General
de la Real Hacienda y de una red de superintendentes en cada una de las provincias
de Castilla.
El proceso guarda una cierta similitud con el que había tenido lugar en Francia,
aunque el desenlace no fuese exactamente el mismo. En Francia había desaparecido
desde 1661 el cargo de superintendente general, un cargo cuya importancia había
sido creciente desde la época de Sully. Probablemente por ello Luis XIV decidió
adoptarlo él mismo, constituyéndose en «le seul ordonnateur des fonds». Colbert,
inductor de esta reforma, consiguió simultánea- mente apartar al canciller y sus
subordinados -los maitres de requetes- del manejo de los fondos, que pasaron a ser
controlados por la gens de finance a expensas de la gens de justice. Desde su puesto
de controleur géneral Colbert hizo que pasaran a depender de él los intendentes de
provincia, que disfrutaban de atribuciones de justicia en sus respectivos distritos.
Si estas modificaciones atestiguan la preeminencia del esprit d'administration frente
al tradicional esprit de justice, no eran esos los criterios a los que respondían las
superintendencias castellanas. La pugna que aquí venía librándose entre el Consejo
de Castilla y el de Hacienda a propósito de las superintendencias de rentas -y de
quienes habían de servir en ellas- no había sido resuelta por las disposiciones de
1687 y 1691. Como consecuencia de ello un buen número de corregidores -una
magistratura judicial por tanto- ejercieron en sus distritos como superintendentes.
Como contrapartida, los conflictos resultantes de la actuación de los corregidores
como superintendentes se resolvían a través de la vía de Hacienda.
De esta forma, el experimento que se iniciaba en Valencia no constituía ninguna
improvisación. La infraestructura de asentamiento territorial que empezaban a
disponer ya las superintendencias, la diversidad y complejidad de sus cometidos, su
mayor capacidad de intervención en relación con las de Castilla y, en fin, sus propias
conexiones con el aparato militar, hacían prácticamente imposible que pudiera
darse aquí una reconducción de la situación tal como había sucedido en Castilla.
Todo parece indicar que la impronta militar de los corregidores no castellanos
impidió que la reacción corporativa de Castilla pudiera extenderse. Los intendentes
se habían convertido en la pieza central del nuevo diseño político. Prueba de ello es
que, cuan- do las circunstancias lo aconsejaron, no hubo mayor inconveniente en
vincular el corregimiento a la intendencia; entre 1718 y 1770 todos los intendentes
de Valencia fueron, al mismo tiempo, corregidores. La posición de fuerza que las
circunstancias iniciales confirieron a las superintendencias continuó manteniéndose

33
HISTORIA DE ESPAÑA II

durante la primera mitad de siglo, una vez que fueron transformadas en


intendencias.
A diferencia de la de Castilla, fundamentalmente tributaria, la Real Hacienda de los
reinos de la Corona de Aragón era de naturaleza patrimonial, constituida por un
conjunto de bienes, derechos y regalías -en proporción variable según cada uno de
los reinos- incorporados a la corona por disposición de Jaime I. En cuanto a su
régimen no había sin embargo diferencias de fondo con Castilla. Esta masa
patrimonial se consideraba como una suerte de mayorazgo establecido para el
mantenimiento de la propia dignidad real, cuyos titulares lo recibían en términos de
un dominio útil con disponibilidad limitada. El carácter patrimonial no debe
entenderse por tanto como si del patrimonio privado del monarca se tratase: su
consideración era la de bienes vinculados a la Corona, de carácter indisponible.
De resultas de la dinámica política de la baja edad media se había constituido -en
cada uno de los territorios de esa corona- frente a la hacienda del rey una
consistente hacienda del reino, bloqueándose las posibilidades de expansión de
aquélla y obligando al monarca a la convocatoria de cortes para obtener recursos
extrapatrimoniales. Esa asamblea, de otro lado, podía acordar con el monarca la
enajenación de una parte del Real Patrimonio, si bien para ello había de darse una
situación de necesidad; o cabía también que de la operación de enajenación
resultase una utilidad manifiesta para el reino. Las enajenaciones se entendían
como algo temporal y precario.

Nueva dinastía y constitución tradicional.

De manera prácticamente unívoca, las modificaciones introducidas por la nueva


planta en el conjunto de la monarquía -y particularmente en los territorios de la
Corona de Aragón- han venido siendo consideradas por la historiografía como el
cambio político mas decisivo a lo largo del antiguo régimen. No sólo se habría
producido entonces la transformación de la monarquía hispana en reino de España:
con no menos énfasis se señala además que fue ese el momento en el que aquí se
implantó una monarquía verdaderamente absoluta y, con ella, el despliegue
jurídico-institucional que complementariamente vendría a acreditar el momento de
efectiva fundación del estado moderno. Las dudas que más o menos
razonablemente se hubieran podido aducir en relación con anteriores eventos,
capaces de condensar esa especial significación, quedaban difuminadas por
completo ante la importancia de los cambios practicados por Felipe V. Sólo a estos
últimos se ha estado dispuesto a reconocer suficiente entidad como para justificar
adecuadamente esa doble fundación.
Que la transformación fue importante no parece que pueda discutirse, pero que ya
fuera ese su alcance no resulta sin embargo tan evidente. Fundamentalmente

34
HISTORIA DE ESPAÑA II

porque parece dudoso que una actuación motivada en exclusiva por las necesidades
de asentamiento de una Casa soberana deba equipararse sin más con la aparición
del moderno Estado de poder. La paternidad de los procesos de racionalización y
concentración de poder habidos en el pasado, con los medios en ello utilizados, no
tiene por qué remitir a una inevitable filiación estatal. Semejanzas formales pueden
ocultar concepciones de fondo y estrategias de poder sustancialmente diferentes.
En ese sentido, la lectura estatalista de Felipe V ha cargado su proyecto de unas con-
notaciones perfectamente ajenas al mismo, pasando por encima de aquellos
aspectos que podían resultar excéntricos en relación con esa supuesta estatalidad.
Ha podido ignorarse de esta forma algo tan fundamental como su propia
componente dinástico-patrimonial, un elemento crucial dentro del juego político y,
precisamente por ello, capaz de dar cuenta más cabal de las razones de fondo de
ese proyecto.
La cuestión no era privativa del particular ámbito de la monarquía española. A
comienzos del siglo XVIII la estrategia patrimonialista, dentro de la general
actuación política de las monarquías europeas, constituyó algo más que una simple
supervivencia. Hasta el extremo de haberse llegado a sostener que quizá se trata
del elemento que más adecuadamente pudiera llegar a definir e identificar al
absolutismo en su fase de plenitud. Tal fase se alcanzó allí donde los monarcas
implantaron una concepción del reino entendido como dominio directo,
sobreponiéndose así a las limitaciones que les venían impuestas por el dominio útil
de las constituciones tradicionales. Con ello aspiraban a conseguir «la disponibilidad
patrimonial del país y de su gente», algo que debe entenderse tanto en términos
internos como internacionales.
La actuación de Felipe V no resulta ajena a estos planteamientos, bien que la
historiografía no haya insistido mucho en ello. Además de la facultad de
«establecer» y «alterar» las leyes, en el decreto de 29 de junio de 1707 Felipe V no
había dejado de reivindicar asimismo el dominio absoluto sobre los reinos de la
Corona de Aragón, insinuando incluso esa misma posibilidad para los otros reinos
que tan legítimamente «poseía» en la monarquía. La atención concedida al Real
Patrimonio de aquella corona, así como las reformas entonces emprendidas
constituyen una buena prueba de esta orientación. Felipe V colocó al intendente -
dependiente del Consejo de Hacienda- al frente de cada una de las administraciones
provinciales del Patrimonio, concediéndole jurisdicción privativa en todo aquello
que perteneciese a la Real Hacienda y debiéndose acudir ante él «a deducir sus
derechos o reconocer la superioridad del dominio directo». La administración del
Real Patrimonio perdía además su anterior y particular organización para pasar a
incorporarse dentro de la general administración hacendística del estado real,
conservando dentro de ella un régimen diferenciado.
Contra el planteamiento del poder del monarca en términos de un excluyente poder
estatal milita también la concurrencia señorial revalidada por ese mismo

35
HISTORIA DE ESPAÑA II

absolutismo, y a la que anteriormente nos hemos referido. En la Corona de Aragón


-como en Castilla- esa presencia señorial no era precisamente irrelevante: el
territorio bajo directa jurisdicción señorial alcanzaba en Valencia al 76 % de los
núcleos de población (54 % de la población), en Cataluña en torno al 70 % en tanto
que, en Aragón, esa cifra descendía al 58 % (48 % de la población). Las referencias
cualitativas acerca de las relaciones entre poder real y régimen señorial prueban
que este último no era contemplado por la monarquía como un reducto a extinguir.
El señorío quedaba efectivamente integrado dentro del entramado administrativo
recién establecido, pero nada indica que esta nueva situación deba interpretarse
como un dato particularmente negativo. En 1723 una disposición real
«responsabilizaba a los dueños de los lugares de los nombramientos de los oficiales
de sus pueblos, sin necesidad de que los aprobasen los Capitanes Generales ni el
Real Acuerdo», lo que parece que debía tener su importancia en un reino donde los
señores tenían reputación de «reyes chiquitos». El mismo espíritu había dejado
entrever Ametller en relación con Cataluña: «con los señores feudales no se deve
innovar cosa»; la conformación del municipio señorial catalán a partir de la nueva
planta confirma que esas orientaciones trascendieron al nivel de los hechos.
A pesar de la fidelidad mostrada por Castilla para con la nueva dinastía, y a pesar
también de que sus leyes y forma de gobierno hubiesen servido como modelo
explícito para la nueva planta, su entramado institucional no quedó al margen por
completo de las novedades introducidas por Felipe V. Sin embargo, y por esa misma
fidelidad, el despliegue del absolutismo patrimonial no pudo realizarse aquí de igual
forma que en la Corona de Aragón, tanto por los compromisos tácitamente
asumidos como por la presencia, en Castilla, de un orden feudocorporativo tan
vigente y activo como bien experimentado frente a ese tipo de actuaciones.
Ya las disposiciones adoptadas por Felipe V, en plena contienda sucesoria, se hacían
cargo claramente de la imposibilidad de abordar la situación en términos
estrictamente patrimoniales. Presionado por las urgencias del conflicto sucesorio y
a fin de aprontar recursos, el monarca, el 21 de noviembre de 1706, resolvió valerse
de aquellas rentas, derechos y oficios, que por cualquier «título, motivo o razón» se
hubiesen enajenado de la Corona. Se creaba a este fin una Junta de Incorporación
cuyo decreto fundacional justificaba esa medida en términos claramente
constitucionales: de una parte, estaba la situación de necesidad creada por la propia
guerra; de otra, el explícito reconocimiento del monarca de que en estas situaciones
de urgencia era «de justicia y equidad usar de lo propio antes que entrar a grabar lo
ajeno». La junta, además de averiguar la cuantía de esas enajenaciones y recaudar
sus «rendimientos», recibió asimismo atribuciones para examinar los títulos en
virtud de los cuales se había producido la «egresión» de la corona.
La Junto se suprimía sin embargo en 1717. Para esas fechas, en los círculos
cortesanos resultaba más que evidente la presencia de un primer movimiento de
reacción interna frente a las modificaciones introducidas por la nueva dinastía. La

36
HISTORIA DE ESPAÑA II

contrarreforma sufrida por el Consejo de Castilla en 1715, que supuso el completo


desmantelamiento de lo realizado dos años antes por Orry y Macanaz (ver textos de
Dedieu y López Cordón), demuestra claramente que los sectores tradicionales no
habían perdido todavía su capacidad de maniobra: a restauración se había
conseguido en el clima de renovación político-cortesana producido por el segundo
matrimonio del monarca, coincidiendo con la caída del grupo francés y el ascenso
de Alberoni. Arropados por este clima, así como por la necesidad de FelipeV de
recomponer sus deterioradas relaciones con la Santa Sede, portavoces eclesiásticos
aprovecharon la ocasión para manifestar su disconformidad en relación con la
nueva configuración de la monarquía. Respondiendo a una petición
remitida por el propio monarca a los prelados en 1715, al pa- recer con el propósito
de que sugiriesen medios para la mejora del reino, el obispo de Cartagena -futuro
cardenal Belluga- no perdió la oportunidad que se le ofrecía para una crítica in totum
a la nueva planta. Dando por sentado que la intención del monarca era la de
«restituir sus consejos a su planta antigua», Belluga insistla en la necesidad de que
«todo lo concerniente a lo político» volviese a ser gobernado por la Justicia,
apuntando que este retorno de la monarquía a su estado anterior debería hacerse
con participación explicita de los prelados.
Las decisiones que inmediatamente se adoptaron por el nuevo grupo se encargarían
de desmentir en gran medida esas expectativas. Pronto pudo comprobarse que
Alberoni no estaba dispuesto a desandar por completo todo lo andado, si bien
también resultó perceptible que el nuevo ministro no albergaba un esquema tan
unidireccional y monolítico como el de la recién expulsada camarilla francesa. Sus
principales preocupaciones más parecían estar en Italia que en continuar
desarrollando aquí el diseño político de Luis XIV, si bien para la adecuada
consecución de esos objetivos no podía prescindir de las novedades administrativas
pue puestas en marcha durante la contienda sucesoria. Sus disposiciones de ámbito
interno reflejan consecuentemente esta situación. Antes que nada, Alberoni, con
una estrategia clásica de valido, procedió a consolidar su informal posición, lo que
le llevó a una utilización sistemática de la vía reservada y, complementariamente, a
la concentración de actividades en torno a las secretarías, en lógico detrimento del
papel de los consejos. Prosiguiendo en esa línea de concentración, los consejos, a
efectos de remediar la «alteración» experimentada por los «negocios» así
«políticos» como «particulares», habrían de reunirse para las tareas del despacho -
conjuntamente con las secretarías y contadurías- en torno a una misma sede.
La existencia de una secretaría denominada de Justicia, Gobierno Político y
Hacienda (las otras eran las de Estado y Guerra-Marina) indica claramente hasta
dónde estaba dispuesto a llegar Alberoni en punto a asegurarse el control del
sistema. No parece sin embargo que todo el esquema deba reducirse sin más a este
solo motivo. Hasta cierto punto ese proceso de concentración venía también
impuesto por la necesidad de hacer frente, con alguna eficacia, a las exigencias que

37
HISTORIA DE ESPAÑA II

empezaba a plantear la preparación de la intervención en Italia. De ahí la


preocupación por la Hacienda y, derivadamente, la vuelta a un primer plano de la
cuestión de los intendentes. Entre 1717 y 1718 tuvo lugar en efecto una importante
remodelación del Consejo de Hacienda, dirigida a potenciar el papel del
superintendente general, de las contadurías generales y del tesorero general, en un
intento de que el consejo -en sentido estricto- se limitase a la parte puramente
judicial.
La preocupación por conseguir mayores rendimientos de la Real Hacienda llevó a
Alberoni a reorientar la línea de tolerancia y favores políticos que había venido
aplicándose al comercio vasco, y de la que Bilbao había resultado especialmente
beneficiada. De por medio estaba no obstante la cuestión de los fueros. Tanto el
reino de Navarra, como las provincias de Álava y Guipúzcoa y el señorío de Vizcaya,
habían podido continuar manteniendo sus respectivos fueros, una situación poco
menos que obligada ante la fidelidad de esos territorios para con la nueva dinastía
y, también, porque así parecían aconsejarlo los propios intereses estratégicos y
comerciales de Francia. Libre de esta última hipoteca, Alberoni consideró
seriamente las posibilidades recaudatorias que se ofrecían con la captura fiscal del
comercio ilegal tradicionalmente practicado a la sombra de esos privilegios. Por
decreto de 31 de julio de 1717 se ordenó el traslado al litoral de la línea de aduanas
interiores que constituían la frontera con Castilla. Independientemente de su
dudosa rentabilidad, la medida originó un complejo movimiento social de protesta
-septiembre de 1718- en Vizcaya, que se extendería asimismo a la provincia de
Guipúzcoa. Para Alberoni la situación se hizo particularmente delicada: en agosto
había tenido lugar la derrota de cabo Passaro en tanto que en abril de 1719 el norte
peninsular era atacado por las fuerzas de la Cuádruple Alianza.
La caída del cardenal facilitó las cosas para un movimiento de reacción que se
extendió durante los años siguientes y que, a todas luces, estuvo promovido por el
amplio espectro corporativo-letrado -aunque no sólo- inmediatamente afectado
por la impronta administrativista de Alberoni. No tiene nada de extraño que, para
este sector las intendencias se convirtiesen en blanco de sus críticas.
Las autoridades militares recelaban de las excesivas atribuciones que se conferían
al intendente y no dejaron de insistir en la necesidad de separar la intendencia del
corregimiento. Las objeciones de mayor alcance venían, obviamente del Consejo de
Castilla: la consolidación del orden intendencial, por su directa dependencia de la
vía reservada de Hacienda y su impronta administrativista, sustraía del control del
consejo parcelas cruciales de la administración territorial, instaurando además una
autén-tica subversión de los propios fundamentos organizativos de la monarquía.
De ahí que sus denuncias hiciesen hincapié en los métodos particularmente
resolutivos de los intendentes, poco atentos para con las formalidades del derecho
en sus actuaciones, como si pretendiesen «persuadir a todos que en su Provinzia
tienen una suprema authoridad, mayor y de superior jerarquía que las demás

38
HISTORIA DE ESPAÑA II

justizias y tribunales». El resultado de todo ello fue la disposición de 19 de julio de


1724 por la que formalmente se extinguían las intendencias de provincia. La medida
se acompañó de una efectiva renovación en los cargos. Y definitivamente, las 21
intendencias establecidas en 1718 quedaban ahora reducidas a nueve, todas ellas
de guerra.

Coincidiendo con el comienzo del reinado de Luis I, el intento de recomponer la


monarquía de acuerdo con su orden tradicional había alcanzado, si no todos, sí al
menos algunos de sus objetivos. En 1719, en su Crisis política, una obra dedicada al
Príncipe de las Asturias, el jesuita Juan de Cabrera se había encargado de recordar y
sistematizar los principios sustentadores de ese orden tradicional, introduciendo no
obstante algunas concesiones que la propia situación imponía. En la misma
dedicatoria Cabrera daba por sentado que tras la victoria de Felipe V había estado
la mano de la «Divina Providencia» y, a un nivel más material, la propia ayuda de
Luis XIV. Pese a lo que pudiera deducirse de esas afirmaciones, no era intención del
autor limitarse a una justificación a posteriori de la «possesión justisima de su
Trono» en la que se hallaba Felipe V. Sin duda, sus 750 páginas querían ser algo más
que simple exposición de los tradicionales principios de la realeza cristiana. El sólo
hecho de que lo fueran, de otra parte, resultaba ya en sí mismo una elección nada
inocente. Frente al potencial peligro de un absolutismo militar triunfante, la
utilización de esos principios permitía recordar, sin mayores riesgos, la participación
de poderes de otro orden que no por ello habían dejado de tener una intervención
decisiva en ese desenlace: «Dios, la Naturaleza y el Reyno» fueron quienes, después
de todo, «pusieron el Cetro en la mano del Rey nuestro Señor», decía Cabrera.
Con la alusión a esa jerarquizada triada de derechos, el tratado insinuaba sutilmente
aquellos límites que incluso el agresivo absolutismo de Felipe V estaba obligado a
observar. Sentada esta cuestión de principio en la misma dedicatoria, podía pasarse
a exponer una larga serie de recomendaciones dedicadas a fomentar aquellos
medios de los que dependía «la potencia del reyno», y entre los que «plazas
fuertes» y «armas», de acuerdo con las circunstancias, merecían una muy particular
atención. Pero no para justificar a través de estas últimas ninguna preeminencia de
los «ministros militares» sobre los restantes que sirven al Príncipe ni, menos aún,
para imprimir esos principios sobre el orden político tradicional del reino. Cabrera
estaba de acuerdo con la necesidad de un orden de gobierno más ejecutivo, pero
no al precio de subvertir la tradicional identidad jurisdiccionalista de la monarquía.
En el mantenimiento de ese orden, decía, el Príncipe, por «derecho de la Soberanía»
«forma» leyes e «inviste» magistrados pero, al mismo tiempo, está obligado a «la
observancia de las leyes y derecho del Reyno en sus Tribunales», y no menos ha de
atenerse en la formación de esas leyes a que vayan dirigidas «a conservar y
promover el bien público, y común». Se trataba así de hacer conciliables el

39
HISTORIA DE ESPAÑA II

absolutismo militante de Felipe V con el mantenimiento de las posiciones ganadas


por el orden feudocorporativo dentro de Castilla.
Fiel a este objetivo, Cabrera podía llegar a no oponerse incluso a la orientación
patrimonial con la que quería fletarse ese absolutismo, pero advirtiendo clara-
mente que su fundamentación y legitimación última habría de ser no tanto dinástica
cuanto teológica: «Por Dios reynan los Príncipes, y el Reyno mas es herencia que les
viene de su mano, que de sus padres». Era éste un sutil planteamiento al que,
imprevistamente, la muerte de Luis I vino a dotar de una cierta actualidad.
En 1713, con motivo del establecimiento de la ley sálica, Felipe V había actuado de
una manera abiertamente patrimonial. Con la abdicación en enero de 1724 a favor
de su hijo el proceder había sido el mismo. Martínez Marina denunciaría más tarde,
a principios del XIX, que, tanto en ese acto como en el testamento que
simultáneamente se redactó, el monarca había dispuesto «de la corona y del reino
así como de un patrimonio o heredad suya», como si de «un mayorazgo» se tratase.
La reasunción de la corona no dejaba de plantear complejos problemas a la hora de
rectificar el estado de cosas por él mismo dispuesto, problemas que Felipe V intentó
resolver de forma consultiva, buscando esta vez un cierto respaldo constitucional a
su actuación. El Consejo de Castilla no desaprovechó la ocasión para hacer notar la
importancia de su papel ni, más sutilmente, para dejar de recordar al monarca la
vigencia de aquellos principios constitucionales por él mismo desatendidos. Tanto
la ley divina como el contrato celebrado con sus vasallos para mantenerlos «en paz
y justicia» invalidaban esa renuncia, al menos sin el «consentimiento» de estos
últimos. De otra parte estaba la continuidad misma de la corona y aún su propia
inseparabilidad de la persona del monarca. Coaccionado por estas disposiciones, el
monarca «en justicia y en conciencia», no podía «resistirse». Tal era la propuesta
que el consejo transmitía al monarca, no desaprovechando la ocasión para recordar
que se trataba del cuerpo que hacía «la mayor y más probable opinión en este
reino». El monarca, reconociendo explícitamente ese deber «de justicia y
conciencia», aceptaba sacrificarse «al bien común de esta monarquía por el mayor
de sus vasallos», de acuerdo con la «obligación que absolutamente reconoce el
Consejo tengo para ello».
El desarrollo de la Cortes de 1724, convocadas para jurar al heredero, evidencia el
carácter exclusivamente instrumental de esa prometida vuelta al sendero
constitucional. No debe interpretarse ello sin embargo en el sentido de que la
contraofensiva montada a partir de la caída de Alberoni hubiese resultado
completamente inútil. Por de pronto sirvió para bloquear el completo
establecimiento de una monarquía administrativista de acuerdo con el modelo
francés, y no menos decisivamente, para imponer al monarca un cierto
reconocimiento del ordenamiento tradicional del reino frente a sus planteamientos
exclusivamente patrimonialistas.

40
HISTORIA DE ESPAÑA II

En este clima se gestaron los llamados Capitulados de 1727, un acuerdo con el que
la monarquía venía a cerrar el conflicto foral abierto en territorio vasco en 1718, y
cuyo primer paso se había dado ya en 1722, con la vuelta de las aduanas al interior.
Prescindiendo de referir aquí la gestación y alcance de ese compromiso, interesa
señalar sobre todo la existencia en estos momentos --en sectores sin duda
vinculados al Consejo de Castilla- de una corriente crítica en relación con el conjunto
de las reformas que se habían realizado. Así, en un manuscrito redactado en torno
a 1724-26, se apuntaba claramente que tanto la supresión de los fueros de los
territorios de la Corona de Aragón como incluso las modificaciones aduaneras de
1718 fueron medidas poco pensadas. Aludiendo a la última de esas dos
disposiciones, se informaba además que «los tribunales no tubieron intervención ni
conocimiento en la idea», obra como fue de «algunos pocos ministros [...] no
prácticos en los intereses, comercio y situación de esos Países», y poco atentos a «la
calidad de los privilegios y fueros para que el modo fuese menos gravoso». El
anónimo autor insistía sobre todo en la oportunidad de reconsiderar esta última
medida, «de modo que las provincias foraneras queden restituidas a su primer ser»,
restitución que se solapaba asimismo con la petición de que la monarquía
recuperase sus anteriores señas de identidad.
La posibilidad de que la situación pudiera decantarse en un sentido o en otro
dependía de la interna correlación de fuerzas, y no menos de los efectos que sobre
la situación material del reino pudiera ejercer el coste de la política exterior de la
monarquía, consecuencia de sus relaciones y conflictos con otras casas soberanas.
Y los datos de que disponemos parecen indicar una situación de cierto compromiso
en los años inmediatamente posteriores a 1724, independientemente de que la
línea de acción de los ministros más notorios de este período (tal que Patiño entre
1726 y 1736) no deje de apuntar una clara preferencia por la continuidad del
proceso reformista, procurando evitar la dependencia de los consejos». Otro tanto
intentó hacer en relación con la administración del territorio. A pesar de la
desaparición de los intendentes de provincia, cuya función había pasado a ser
desempeñada por los corregidores, Patiño procuró asimismo que el Consejo de
Castilla no recuperase posiciones dentro de ese ámbito territorial. Entre 1724 y
1748, el papel de superintendente fue mucho más determinante que el de
corregidor. El interés de Patiño por asegurarse el control de esos servidores resulta
perfectamente comprensible. Constituían la pieza fundamental dentro del plan de
reordenación del sistema fiscal de la monarquía y de recuperación de sus niveles de
recaudación.
En este aspecto tarea no les faltaba. Por de pronto estaba de por medio el problema
de las haciendas locales, convertidas en una trama fiscal poco menos que
impenetrable a raíz de la consolidación de los servicios de millones. Desde entonces
se había constituido en Castilla una extendida red de arbitrios municipales, un
sistema propio y paralelo. Indefectiblemente, la mejora de la recaudación

41
HISTORIA DE ESPAÑA II

perseguida por la Real Hacienda pasaba por hacerse con el control de esa fiscalidad
paralela. En Valencia y Cataluña estos planteamientos ya habían llegado a
materializarse con cierta efectividad. Y la monarquía aplicó simultáneamente estas
mismas medidas en Castilla. Una vez más el precedente francés debe tenerse en
cuenta: en 1683, a través de los intendentes, Colbert había conseguido imponer una
situación de efectiva tutela administrativa sobre las finanzas municipales del reino.
Ahora bien, todo parece indicar que, aquí, esa situación estuvo lejos de alcanzarse.
Durante la guerra de Sucesión la propia monarquía no había dejado de recurrir a
expedientes que, en el fondo, reforzaban esa fiscalidad municipal. Pero, sobre todo,
estaba la existencia de unas potentes corporaciones urbanas cuyos privilegios
constituían un obstáculo nada fácil de sortear. Y no menos difícil de intervenir si
tenemos en cuenta que en este caso no podían invocarse las circunstancias de una
rebelión contra el monarca.
La reiteración de las disposiciones durante el período de Patiño algo nos indica ya
sobre su escasa efectividad, como asimismo lo indica la evolución -a la baja- de las
rentas provinciales, íntimamente vinculadas a esa fiscalidad municipal. La presencia
de un gasto siempre por encima de los niveles de recaudación condujo a una
situación inquietante en 1737, situación que dos años después -ante la apertura de
nuevos conflictos- forzaría a la monarquía a la declaración de una suspensión de
pagos. Atrapada por su propia política de grandeur en el exterior, de nuevo la casa
soberana se vio forzada a actuar, en el interior, de una manera decididamente
patrimonialista. Dos medidas de urgencia ilustran claramente este proceder: de una
parte, la creación de una Junta de baldíos (octubre de 1738) encargada de proceder
a la recuperación de las tierras «valdías, y realengas» supuestamente usurpadas a
la corona; de otra, la venta (diciembre de 1738) de los empleos de las ciudades, villas
y lugares de la Corona de Aragón. Pero de por medio volvía a aparecer la
constitución tradicional del reino. Invocando sus principios se articularía una
consistente defensa frente a la libre disponibilidad con la que el monarca pretendía
desenvolverse en punto a baldíos. Y la serie de incidentes que enmarcaron esta
operación prueba que, en Castilla, las aspiraciones patrimonialistas no se
correspondían del todo con la realidad.
Por el contrario, la intervención sobre los arbitrios municipales no originó un
movimiento de alegaciones de derecho similar al de los baldíos. La razón es que
tales reclamaciones no podían tener lugar. Cabía discutir la presunción de dominio
a favor del rey sobre las tierras baldías pero, desde un punto de vista doctrinal, nadie
disputaba al monarca su condición de administrador de los ingresos de esas
corporaciones.
La reorganización de las relaciones con las corporaciones municipales constituyó de
hecho una de las piezas centrales de las reformas de Ensenada ya en el reinado de
Fernando VI. En este punto concreto el ministro no ocultó nunca su inspiración
francesa, inspiración que conformaba el conjunto de su diseño político. Con todas

42
HISTORIA DE ESPAÑA II

las matizaciones y peculiaridades que se quieran, Ensenada representaba una firme


apuesta por la monarquía administrativa. Prácticamente en todas sus
representaciones, insistió en la necesidad de que las tareas de gobierno pudieran
desempeñarse libres de la tutela judicial. Consciente del alcance de sus medidas,
Ensenada procedía a aplicarlas dentro de una línea de cierta gradación, evitando
brusquedades. En cualquier caso, una modificación como la que Ensenada intentaba
poner en práctica no podía dejar de suscitar fuerte oposición, pues de por medio
estaba el propio orden tradicional de la monarquía. Es difícil establecer el efecto de
este constitucionalismo tradicional sobre el movimiento reformístico en el período
inmediatamente anterior a la muerte de Fernando VI, e incluso en los últimos años
del ministerio de Ensenada. Su aparición, en cualquier caso, no era ajena al clima de
partidos que se vivía en la corte. El hecho de que el ministro reformista no
controlase por completo el favor regio habría de resultar decisivo en el bloqueo de
ese proceso, tal y como ejemplarmente lo acredita el fracaso que experimentó
Ensenada cuando intentó establecer en la corte una Contaduría de propios al
margen del Consejo de Castilla.
De todas formas, a la altura de 1759 la configuración administrativa de la monarquía
era ya un dato poco menos que irreversible. Podrían discutirse ciertos desarrollos,
e incluso su ritmo de aplicación, pero la vuelta atrás no parecía ya posible. El nuevo
monarca se hizo cargo en seguida de esta orientación, y en ella insistió. Pero en su
predisposición a retomar la línea de Ensenada, Carlos III no ponderó
adecuadamente que el ritmo con el que su ministro, el marqués de Esquilache,
procedía podía acaso resultar excesivo.

Otros materiales para el estudio:


Para la trayectoria biográfica de figuras que se citan en estas páginas, como Patiño,
Alberoni o Ensenada, al igual que para el tema siguiente con Campomanes,
Esquilache o el conde de Aranda, se recomienda la consulta del Diccionario
Biográfico Español de la Real Academia de la Historia, disponible online.

43
HISTORIA DE ESPAÑA II

Tema III
Carlos III: conflicto, recomposición y crisis constitucional.

Como tradicionalmente solía suceder, la proclamación de un nuevo monarca


levantó grandes expectativas. La de Carlos III, ocurrida el 11 de septiembre de 1759,
levantó quizá más de las que cabía esperar. Primero por la situación de
incertidumbre y estancamiento que en punto a decisiones y orientación política a
seguir había padecido la monarquía en los últimos años del reinado Fernando VI.
Después por el hecho mismo de tratarse de un monarca no precisa-mente neófito,
cuya experiencia de otra parte la había adquirido en un trono extranjero (Nápoles,
1734-59), aunque no extraño del todo al pasado de la monarquía. Dada la ausencia
de anteriores vinculaciones directas con el entramado político-cortesano, existía
una mezcla de curiosidad e inquietud en relación: con la designación de quienes
habrían de ser sus más inmediatos servidores.
En cierto sentido la propia situación del monarca no dejaba de presentar algunos de
esos síntomas. En el momento de su partida de Nápoles debió arreglar una sucesión
no exenta de problemas. El 6 de octubre de 1759, víspera de su partida, un comité
compuesto de altos consejeros, servidores y seis médicos, declaró la incapacidad
mental del primogénito Felipe, con la subsiguiente privación por tanto de sus
derechos. Con anterioridad había dispuesto un Consejo de Regencia controlado por
su fiel colaborador Tanucci, que había de hacerse cargo de los asuntos del reino
durante la minoría de edad de su tercer hijo, Fernando. El segundo, Carlos, iría con
él a España para ser jurado como heredero del trono. Previamente tras largas
negociaciones, el ministro Tanucci había conseguido ese mismo año que Austria se
aviniese a reconocer la legitimidad de la transmisión del Reino a los descendientes
de Carlos. Ambas decisiones muestran su deseo por dejar resuelta una cuestión tan
reconocidamente crucial como la sucesión. La declaración de incapacidad se había
hecho ante los contrarios rumores que al parecer habían corrido en España acerca
del carácter no incurable de la enfermedad del primogénito. Pronto Carlos pudo
comprobar la escasa consistencia de los mismos. El 25 de octubre, desde Lérida,
refería a Tanucci la forma en la que el futuro Carlos IV era aclamado por «la Nobleza
y todos los Pueblos» como príncipe de Asturias.
Con todo, la confirmación más importante en este sentido era la que iba a tener
lugar en las mismas cortes convocadas en Madrid para el 17 de julio de 1760, y
donde Carlos Antonio había de ser jurado como heredero al trono. El hecho de que
tan sólo durasen cinco días resulta ya suficientemente explícito. Pero los temores
de Carlos no eran infundados. Ya se ha visto que inducido por ellos el monarca había
procedido a la declaración de incapacidad de su primogénito. Estaba luego la propia
ley sálica que, con rango de ley fundamental, estableciera su propio padre en 1713.
En las cortes se actuó como si la mencionada norma no existiese. Tal actitud

44
HISTORIA DE ESPAÑA II

resultaba poco menos que obligada ante el hecho de que el heredero había sido
educado fuera de España, circunstancia ésta que Felipe V estableció como
invalidante a efectos de la sucesión de la Corona. Interesado como estaba en pasar
por alto las exigencias de la ley de 1713, el monarca prefirió implicar al reino antes
que asumir los riesgos de una nueva solución autocrática en tema constitucional, tal
como la empleada por su padre en el proceso de establecimiento de aquella ley.
Con ello se estableció una situación no exenta de cierta paradoja: si por una parte
Carlos III conseguía hacer bueno su arreglo sucesorio, no es menos cierto que ello
lo conseguía con visos de haber procedido de manera constitucional. En parte, la
solución podía interpretarse como una reposición del orden sucesorio tradicional
alterado por Felipe V.
Exceptuando el acuerdo adoptado para solicitar del papado la proclamación como
patrona del reino de la Purísima Concepción, no se trataron mayores asuntos en
aquellas cortes. Ello no impidió sin embargo que, por parte de los diputados de las
capitales de los reinos de la antigua Corona de Aragón, se aprovechase la asamblea
para hacer llegar al monarca una Representación. En ella se planteaba, en forma de
petición, la necesidad de revisar algunos de los supuestos sobre los que habían
venido desenvolviéndose las relaciones con la monarquía desde la nueva planta.
Esta actitud no era ajena a la receptividad aparentemente mostrada por Carlos III
desde el momento de su desembarco en Barcelona, actitud que se había traducido
además en una serie de concesiones. Por lo demás, peticiones de este tipo se habían
remitido asimismo al ministro Esquilache, y no fue esa Representación la única que
se pensó en hacer llegar al Monarca. Sin embargo, tanto por los criterios que la
inspiraban como por su planteamiento general -menos quizá por lo que se denuncia
y reivindica- la Representación de 1760 resulta ser otra cosa.
Lo que allí en concreto venía a denunciarse era, por una parte, el decaimiento de la
vida municipal subsiguiente a la expropiación de competencias llevada a cabo por la
nueva planta; de otra, el sesgo netamente castellanista con el que había venido
practicándose la distribución de cargos –civiles, militares y eclesiásticos- en el
conjunto de la monarquía. La exposición, de tono moderado, renunciaba por lo
demás a cualquier reivindicación concebida en términos de imprescriptibles
derechos históricos. Claramente se situaba en las reglas de juego establecidas en
1707: se trataba de «un alegato en favor del perfeccionamiento de la nueva planta».
Eran sus incongruencias más visibles -las que se utilizaban para esa petición de
modificación. Venía a operarse en consecuencia con una lógica estrictamente
racional, no historicista. Como discutible podía presentarse así, de acuerdo con esa
lógica, que unos territorios que constituían «la tercera parte del estado» tuviesen
tan débil presencia en sus órganos políticos. Lo propio sucedía con la uniformidad
establecida: ejemplos muy próximos (Francia -curiosamente- y Austria) probaban la
posibilidad de coexistencia entre autoridad monárquica y diversidad de «regiones»
con «leyes diferentes». Obviamente, la situación del monarca como elemento de

45
HISTORIA DE ESPAÑA II

cierre del sistema quedaba fuera de toda discusión. Se entendía simplemente que
esas rectificaciones sólo podrían redundar en beneficio del sistema mismo.
No menos interés encierra la fundamentación -que suena ya a ilustrada- con la que
pretendía justificarse la petición. De acuerdo con ella la nueva planta se presentaba
como una disposición dictada «por la equidad y el celo por el bien público»,
pudiendo resultar entonces exigible que el nuevo monarca continuase en esa línea.
Su actividad debía de ir encaminada a hacer que todos sus vasallos «sean felices»,
de acuerdo con aquellas máximas que se consideran «más justas y más útiles para
el bien público», y que de hecho coincidían con las que ya habían venido utilizando
sus antecesores en el gobierno de la antigua corona. Además de esta ilustrada
utilidad, el derecho natural actuaba como un segundo puente desde el que,
pacíficamente, podía acreditarse la oportunidad de retomar ciertos principios del
viejo ordenamiento. Por derecho natural gobernaban los padres de familia sus
casas, y los ciudadanos sus ciudades; era conclusión lógica que los naturales
«gobernasen» también sus reinos, bien que «subordinados a la suprema autoridad
de los soberanos».
Si nos atenemos a la materialidad misma de las peticiones, el efecto que de modo
inmediato -y aún a medio plazo- tuvo la Representación es más bien limitado. Pero
no escapó al monarca la cuestión de integración constitucional que allí se planteaba.
De ahí que en 1766 aceptase el informe favorable de la Cámara -dictaminado por el
fiscal- en relación con una petición de la ciudad de Barcelona para que se crease una
nueva plaza en la Comisión de millones. En su dictamen, el fiscal había defendido la
oportunidad de esa solución. Primero porque concedida esa gracia en 1712 a una
serie de ciudades de Aragón y Valencia, importaba hacer lo propio con Cataluña y
Mallorca. Y después porque a esa circunstancia se agregaba «el celo, y esfuerzos con
que Cataluña y Mallorca procuran ser útiles a V.M. y al estado, y la máxima de
cultivar la perfecta unión de estos Reynos y de mantener a todos sus súbditos en
recíproca igual correspondencia y uniformidad de exempciones y prerrogativas».
Había algo más que simple politesse en el hecho de que Carlos III asumiese una
declaración de ese estilo. Sus mismos términos no debían resultarle del todo
extraños. Desde 1734 había venido actuando en esa línea, dentro de un diseño que
inspirado por Tanucci pretendía una refundación constitucional -no uniformista- de
los antiguos reinos de Sicilia y Nápoles. Un repristinamiento que claramente quería
acreditar la presencia, en el sur, de un reino nacional. De ahí su voluntad de
independización en relación con España, y también frente a las pretensiones de
superioridad feudal aducidas por la Santa Sede. Respaldando este criterio, Carlos
fue proclamado rey de Sicilia por el propio parlamento de la isla; y el primogénito,
por las mismas razones, recibió el título de príncipe de Calabria. A esa exigencia
respondía también el acaparamiento de cargos a manos de sicilianos y napolitanos.
El período napolitano resultaría fundamental en relación con las líneas de reforma
interna que luego se seguirían en España. Particularmente en punto a un militante

46
HISTORIA DE ESPAÑA II

regalismo. Todo ello, hasta cierto punto. La práctica del proyecto reformista
napolitano también hizo conocer a Carlos III la existencia de ciertos límites que
difícilmente podía saltar, y que consecuentemente imponían una política de
compromiso con aquellos poderes (nobleza, togados) que tenían capacidad para
hacerlos respetar.
Con todo era este un grado de experiencia político reformista rigurosamente inusual
en un monarca que accedía al trono. Resuelto el problema sucesorio, Carlos
comenzó a dar muestras de que el impasse anterior había concluido. En noviembre
de 1759 Martínez Pingarrón escribía a Mayans notificándole, ante las primeras
medidas del monarca, que volvía a haber «amo en casa», y que «aquí se esperan
muchas cosas nuevas en breve». Tampoco era para tanto. Por el momento Carlos
se limitaba a poner un poco de orden en el desgobernado estado de cosas de los
últimos tiempos. Esto implicaba antes que nada deshacerse de la dinámica juntista
tan utilizada por Ensenada, lo que paradójicamente daba a la medida -aunque no
fuera ese su propósito- un cierto tinte de vuelta al orden tradicional de los consejos:
«Cada consejo sus respectivos encargos de planta». Su anuncio de que no habría
«mas ministro que su magestad» pronto quedó contradicho ante el espectacular
ascenso del siciliano Esquilache. El monarca dispuso asimismo la vuelta de Ensenada
a la corte.
La rehabilitación de Ensenada, designado miembro de la recién creada Junta de
Hacienda, tenía además una importancia adicional. Era un claro aviso a propósito
de la línea política interna que previsiblemente iba a seguirse, bien que el hombre
fuerte fuese en este caso Esquilache. El monarca guardaba las formas, pero sus
preferencias se manifestaban sin ambigüedad cuando la ocasión lo requería. En la
primera consulta del viernes con el Consejo de Castilla, quedó perfectamente claro
que los consejeros no iban a recuperar protagonismo en relación con el control de
la consulta una vez resuelta por el monarca. Las relaciones privilegiadas con los
secretarios de Estado continuarían manteniéndose. Prescindiendo de los cambios
en el gobierno de corte, las medidas que pasaron a adoptarse en relación con la
administración territorial confirman la vuelta de la dinámica reformista.
Especialmente en aquellas cuestiones cuya resolución, por falta de voluntad
política, habían quedado pendientes desde la caída de Ensenada. Se explica así la
prontitud y decisión con la que Esquilache retomo el asunto de las haciendas
municipales, para cuya resolución se sirvió del material ya recopilado por su
antecesor en el cargo, Ensenada, en su proyecto de catastro. Por real decreto de 30
de julio de 1760, Esquilache dispuso la creación de una Contaduría General de
propios y arbitrios con sede en la corte. Formalmente, el «gobierno» y «dirección»
de los mismos quedaba en manos del Consejo de Castilla, a quien correspondía
tomar las oportunas providencias al respecto. De hecho, con la contaduría se
establecía un cuerpo extraño al consejo, y mediatizado en lo fundamental por el
superintendente de Hacienda. Estos habían sido asimismo los criterios que,

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HISTORIA DE ESPAÑA II

finalmente, se habían impuesto en la serie de reformas que habían tenido lugar en


la contaduría del Consejo de Indias entre febrero de 1758 y abril de 1760. La
monarquía venía mostrando un decidido interés por conferir a los contadores
entidad de cuerpo aparte, directamente vinculados al monarca y no adscritos
específicamente a ningún consejo. En el mismo sentido, la existencia de la vía
reservada de Hacienda establecía un canal de comunicación que escapaba por
completo al consejo, y a través del cual había de tramitarse obligatoriamente la
información. La configuración del entramado territorial (provincial y municipal) no
venía sino a reforzar esta orientación: se facultaba a los intendentes para que
tuviesen conocimiento en las materias de propios y arbitrios, pudiendo adoptar
aquellas providencias que estimasen justas para su administración. El contacto con
el consejo correría a cargo del propio contador general. El decreto, por último,
extendía las juntas de propios y arbitrios a todos los pueblos del reino.
En punto pues a las haciendas municipales, Esquilache no hizo sino retomar la línea
de Ensenada. Procedía sin embargo dentro de un esquema de mayor articulación
territorial e imponiendo su aplicación sin excepciones. Con la generalización del
régimen de juntas, Esquilache pasaba a hacerse cargo además de la serie de
conflictos políticos municipales que habían venido registrándose prácticamente
desde que las juntas comenzaron a actuar en 174. Por su generalidad y alcance,
estos conflictos apuntaban claramente la necesidad de un nuevo planteamiento de
las relaciones entre monarquía y municipios.
En la Representación• de 1760 algo ya se había insinuado a propósito de estas
cuestiones. Recordando que «del buen gobierno inmediato de los pueblos depende
su felicidad y la de toda la monarquía», los autores del escrito pusieron de
manifiesto la importancia de determinados problemas. Uno de ellos tenía que ver
con la operatividad del modelo municipal montado tras la guerra de Sucesión. Al
parecer, la tutela de intendentes, corregidores y audiencias resultaba asfixiante
para el desenvolvimiento de la actividad municipal, repercutiendo negativamente
en el atractivo y aún en la estima misma del cargo de regidor. A esta situación, por
otras razones, coadyuvaba en segundo lugar la venta de cargos municipales iniciada
a partir de 1739, y que había generado una actividad municipal más interesada en
los negocios particulares que en la persecución del bien público. En este contexto,
el papel que podían jugar las juntas -formadas por el superintendente y dos
regidores- no debe interpretarse sin más como un nuevo avance del centralismo
borbónico. Quienes tradicionalmente habían venido monopolizando la actividad
municipal no carecían de mecanismos de defensa frente al despliegue gubernativo
puesto en marcha por Esquilache. Entre otras razones porque tal despliegue no
impedía la utilización de la vía judicial para impugnar buena parte de unas decisiones
que querían presentarse como administrativas, pero que habían de desenvolverse
dentro del marco de una monarquía todavía jurisdiccionalista. En este punto los
intereses de las oligarquías municipales convergían en gran medida con los del

48
HISTORIA DE ESPAÑA II

orden togado, nada dispuesto a renunciar al entendimiento de lo que


tradicionalmente había venido significando hacer justicia. Sus pretensiones se
acrecentaron aún más desde que en 1762 Pedro Rodríguez Campomanes accediera
a la fiscalía civil del Consejo de Castilla. Su presencia se dejó notar en seguida. En
1763, desde la contaduría de propios y arbitrios, se informaba a Esquilache del
rumbo que habían empezado a tomar las cosas a raíz de la llegada del nuevo fiscal,
empeñado en «hacer contenciosos» aquellos expedientes «que por su naturaleza
son puramente gubernativos».
El propio gobernador del Consejo, confidencialmente, ratificó a Esquilache ese
proceder de Campomanes. Al parecer eran los escribanos de cámara y de gobierno
quienes materialmente se encargaban de dar cumplimiento a las indicaciones del
fiscal. Esquilache, que ya en 1762 había prevenido a chancillerías y audiencias que
no interfiriesen el tratamiento gubernativo que prioritariamente debía aplicarse en
las cuestiones de propios y arbitrios, tomó de nuevo cartas en el asunto. En
noviembre de 1763, a través de una real orden, Esquilache hizo saber al consejo que
los mencionados escribanos no habrían de «recibir» ni «despachar» cosa alguna en
relación con propios y arbitrios.
La Real Hacienda, y especialmente la de los reinos de la Corona de Aragón, era otro
ámbito en el que el monarca tampoco estaba dispuesto a concesiones. Aquí en todo
caso no faltaban antecedentes: ese era el espíritu que respiraban ya las ordenanzas
de intendentes de 1718 y las posteriores de 1749. A ellas se refería de hecho el
decreto de junio de 1760 cuando recordaba que, tocándoles a los intendentes velar
por la restauración y conservación así de las regalías como de los derechos y rentas
del Real Patrimonio, la audiencia debía abstenerse «de conocer de causas o
expedientes de esta naturaleza». Aquí el funcionario estatal debía velar ante todo
por el patrimonio del amo. Disposiciones de ese mismo año, y de años
inmediatamente posteriores (1761, 1763 y 1764) vinieron a reforzar la posición del
intendente.

1766
Así las cosas, en marzo de 1764 el embajador danés Antón Larrey informaba a su
jefe ministerial que Esquilache, al amparo del favor del rey, venía actuando de
acuerdo con «sus intereses particulares […] haciendo despóticamente lo que le
viene en gana». Con ello no hacía sino precipitar «al pueblo cada vez más a la
miseria», añadiendo que ésta era tan grande que «a nada que la cosecha de este
año sea tan mala como fue la del año pasado, las consecuencias no podrán ser sino
funestas y terribles». Era este un testimonio que iba a resultar profético. Con toda
probabilidad su autor disponía de fuentes privilegiadas de información, pero ello no
significa que su valoración acerca de la actividad desplegada por el ministro siciliano
sea veraz en todos sus extremos. Es cierto que todavía hoy conocemos muy poco de
esa actividad. Suficiente sin embargo como para barruntar el tono interesado y

49
HISTORIA DE ESPAÑA II

tópico que puede ocultarse tras la acusación de «despotismo»: casi todos los
reformistas del siglo XVIII la sufrieron. No se afirma con ello que en este caso resulte
del todo infundada. Pero debe tenerse en cuenta el poso que en esa impopularidad,
pudo jugar la necesidad en la que se vio el ministro de adoptar medidas para hacer
frente a las exigencias de la guerra de los Siete Años, cuyos efectos aún se notaban.
Tal y como temía el embajador danés, la cosecha de 1764 no resultó buena. A tenor
del movimiento de los precios, la de 1765 resultaría aún peor. En este contexto, el
9 de agosto de 1764 se requería la opinión del Consejo de Castilla en relación con el
libre comercio de los granos, una medida que Esquilache venía tanteando desde
1761 influido probablemente por el ejemplo de Francia, donde por disposiciones de
1763 y 1764 se había establecido completa libertad de circulación al respecto. Por
lo que suponía de quiebra del tradicional concepto de policía, la medida suscitó un
vivo e intenso debate constitucional, en el que los parlamentos se significaron
especialmente; alguno de ellos llegaría a sostener en 1768 que la libertad de los
granos suponía «una alteración de la Constitución Francesa». Observaciones de este
tipo se habían hecho asimismo desde el propio Consejo de Castilla. Uno de sus
fiscales, Lope de Sierra, había afirmado que ese comercio estaba prohibido «no sólo
por las leyes del Reino, sino también por el Derecho Canónico y doctrinas de los más
clásicos teólogos y canonistas». La concepción 50nervados50e de la economía,
como puede verse, estaba aquí bien presente. Y el mismo criterio lo compartían
corregidores e intendentes, tal y como pudo verse con motivo de la pragmática
liberalizadora de 11 de julio de 1765.
Una primera manifestación de la actitud popular ante esas medidas tuvo lugar en
Madrid en diciembre de ese mismo año. A la salida de la familia real de la iglesia de
Nuestra Señora de Atocha, la multitud sustituyó los «¡vivas!» al rey por «¡Danos pan
y muera Esquilache!». Si, en opinión de uno de los fiscales del consejo, la eliminación
de la tasa del grano iba contra las leyes del reino, el bando sobre las capas y
sombreros podía considerarse como contrario a «la inmemorial costumbre de todo
un Reino», como «opuesto a la libertad natural […] a la costumbre, y al genio de
toda la Nación». La inconstitucionalidad a la que aquí se alude procede de las
relaciones que se confeccionaron con motivo del motín que en ese 1766 tiene lugar
y se conoce como motín de Esquilache, pero no era un planteamiento exclusivo de
los amotinados. En la misma línea se inscribía el pronunciamiento de los fiscales del
consejo sobre la providencia de «capas largas y sombreros redondos». Además de
manifestar la imposibilidad de aplicar penas corporales a los infractores, los fiscales
no dejaban de señalar en su dictamen la improcedencia de que, tratándose de
«materia de Policía», su aplicación corriese sin embargo a cargo del Comandante
militar. De acuerdo con los supuestos de la cultura política tradicional, hacían notar
además que una disposición semejante sólo debía tomarse «con gravísima causa»,
y que en todo caso debía incluirse dentro de una más general reforma de abusos,
que «no urgen menos» que capas y sombreros. No es casualidad que en alguna de

50
HISTORIA DE ESPAÑA II

esas relaciones se hablara posteriormente de «la noble resistencia que tuvo [el
bando] de parte de los fiscales».
En la primavera de 1766 pudo verse que esos temores no eran infundados: primero
en Madrid e, inmediatamente

después, fuera de ella. Los documentos del motín
aluden con frecuencia al «despotismo tirano» bajo el que vive el país. Partiendo de
este dato, procedían después a una legitimación del movimiento en términos de una
supuesta restauración de derechos, planteando entonces como una auténtica
obligación la necesidad de «informar al soberano del deplorable estado de nuestra
constitución». Las alusiones a unos «Tribunales superiores enteramente
desposeídos de su autoridad», que «no son oídos ni menos respetados, en sus
dictámenes y votos de justicia», son frecuentes. De esta forma, entre las
reivindicaciones más visibles y populares del motín se dejaban caer alusiones nada
equívocas contra el diseño administrativo de Esquilache. Tales denuncias, aunque
pudiendo ser circunstancialmente asumidas por las capas populares, no parece que
puedan interpretarse como si de una estricta reivindicación de estas últimas se
tratase. Como tampoco parece serlo la defensa de «la Iglesia Católica» que
asimismo se trasluce de esas relaciones.
Todo ello permite entender la compleja trama de intereses perceptible en torno al
motín de Madrid. Compleja pero no imposible de discernir: junto a las
reivindicaciones vinculadas a los populares estaban también las de aquellos sectores
del entramado corporativo más decididamente opuestos al nuevo orden de
Esquilache. Y aun la de una parte de grandes y del clero directamente afectados por
esas medidas. A este bloque pertenecían, obviamente, los autoresde algunas de las
relaciones del motín. No por casualidad se establecía en una de ellas una tajante
diferencia entre el pueblo como «Cuerpo respetable», y el vulgo como «cuerpo sin
cabeza»; así los alborotados no debían reputarse «sino por un monstruo temerario
del ínfimo Vulgo». Que entre ambos grupos llegara a fraguar una alianza más o
menos tácita no resulta extraño. También por estas mismas fechas se concretó en
Francia un acuerdo similar entre la nobleza parlamentaria y sectores populares
defensores de la concepción patriarcal-proteccionista de la economía. En España tal
alianza no debe contemplarse como una simple instrumentación de los populares
por parte de un sector de los poderosos opuestos a Esquilache. La adopción de una
represora política urbana desplegada en Madrid en relación con las fiestas y
diversiones populares pudo ya abastecer a este sector de razones propias.
El motín lo fue sobre todo contra Esquilache. Y muy particularmente el de Madrid,
que inició la serie. Bastaron cuatro días de agitación (del 23 al 26 de marzo) para
que un asustado monarca confirmase por dos veces las peticiones que le hacían los
amotinados, entre las que por encima de todo se contaba la destitución de quien
venía siendo denunciado como «usurpador de la regia autoridad». Con esa doble
confirmación el monarca había reconocido la legitimidad misma del movimiento, tal
y como posteriormente llegaría a plasmarse en el auto acordado de 5 de mayo de

51
HISTORIA DE ESPAÑA II

1766, en el que se recogerían algunas de esas concesiones. La larga fase de clamoreo


que siguió al motín insistirá a través de una abundante producción de pasquines en
esa misma idea de legitimidad. No de otro modo puede entenderse las constantes
alusiones sobre el objetivo último del movimiento, que en el fondo no habría
pretendido sino restablecer «el buen gobierno», acabando con los «seis años de
tiranía».
Según refiere el autor de las Causas del motín de Madrid, «en el abril todo parecía
ser Motines nuestra España». No exageraba. Superan el centenar los lugares en los
que -entre abril y fines de mayo- se registró algún tipo de movimiento. Los
documentos distinguen. Se habla en ellos, sí, de motines y de tumultos populares,
pero también de algarada, asonada, bullicio y griterías sediciosas, entre otros
términos. La fijación por Esquilache pierde protagonismo, aunque no llega a
desaparecer. Más parece querer aludirse, como se pone de manifiesto en algunos
pasquines, a «los esquilaches» que caciquean la vida política municipal o incluso
provincial. A cambio la cuestión de las subsistencias, que no se reducía
estrictamente al pan, adquiere aquí una dimensión central, más directa, con menor
interferencia del juego de la alta política que se registra en el motín de Madrid. Los
motines de provincia, dicho de manera llana, «apetecían los abastos baratos».
Pero no sólo. El hecho de que los amotinados exigiesen unos abastos a precios más
t
bajos no convierte sin más a este tipo de motín en un simple acto de desesperación.
Su dinámica permite entrever la existencia de un cierto nivel de elaboración política
en relación con el procedimiento a seguir, no tan salvaje ni lineal como a veces se
ha pretendido, y capaz de conseguir buenos resultados a partir de una violencia tan
sólo insinuada. Su ritual forma parte de la cultura política popular del Occidente
europea. El clamoreo, como insinuación del motín constituye una fase
rigurosamente observada en motines de provincia que, sin trascender ese nivel,
llegarán a conseguir la rebaja de los precios del trigo. Así parece que pueden
interpretarse, aunque con diferentes matices de intensidad, los ejemplos de
Badajoz, Baza y Palencia entre otros.
La relativa facilidad con la que se arrancaron esas concesiones no era ajena a la
escasa convicción con la que buena parte de las autodades (municipales o incluso
reales) habían acogido las medidas liberalizadoras. De hecho, los propios
acontecimientos fueron utilizados por ellas para probar lo peligroso que podía
resultar el establecimiento de nuevos criterios de policía, insistiendo de paso en la
necesidad de que no se alterasen los principios tradicionales de la monarquía. En
términos paternales trató el gobernador del reino a los amotinados de Zaragoza,
quienes, a su vez, con criterios no menos tradicionales, reclamaban
perentoriamente la adopción de medidas contra quienes «atesoran los bienes de
los Pobres representados en Christo». No obstante, una más atenta consideración
de este mismo ejemplo de Zaragoza prueba suficientemente la necesidad de no
reducir el motín a una súbita reacción frente a la nueva 52nervad de los granos.

52
HISTORIA DE ESPAÑA II

Desde tiempo atrás, entre los cuerpos que dominaban el ayuntamiento y el


intendente, venía librándose un duro enfrentamiento en torno al control de los
recursos municipales. Un enfrentamiento que se repetía asimismo en las relaciones
del intendente con la autoridad militar y la audiencia. Se desprende de todo ello que
sólo a partir de un análisis detallado de los conflictos internos pueden entenderse
la serie de aspectos contradictorios que, con frecuencia, llegaron a hacerse
presentes en los motines provinciales.
El protagonismo que ha venido confiriéndose a Esquilache y su política en el
desencadenamiento de los motines no debe hacernos perder de vista que, si bien
21 compartiendo características con esos movimientos, se registraron sin embargo
otras agitaciones cuya problemática de fondo poco tenía que ver, estrictamente,
con las decisiones del ministro. Independientemente de que en algún caso llegara a
acusarse a alguno de los poderosos locales de «segundo Esquilache». Ello resulta
particularmente claro en el reino de Valencia. La cuestión central tenía que ver aquí
con el entramado feudal del reino, reforzado tras las concesiones que se habían
hecho a la nobleza en los momentos de la guerra de Sucesión e inmediatamente
después de ella. Junto con el señorío, contaba también la presencia de municipios
no menos señorialmente dotados, en posesión de una serie de regalías que, con
frecuencia, les permitía controlar y explotar las actividades de los vecinos con no
menos rigor que el propio señorío. De ahí que venga insistiéndose en la componente
anti- señorial y antimunicipal que presentan las agitaciones valencianas de 1766. Y
de ahí también la reivindicación por excelencia de las mismas: la vuelta o
reincorporación al realengo. En Elche, por ejemplo, donde se cruzaban todas estas
tensiones, llegaría a afirmarse que «sólo reconocían por dueño al rey nuestro señor
y no al excelentísimo duque de Arcos», añadiendo a renglón seguido «que querían
incorporarse a la Corona Real con los gozes y privilegios que les tenía concedidos el
señor rey don Juan de Aragón». Una actitud y unas peticiones que no carecerán de
continuidad después de 1766.
Contrastando con lo sucedido en Zaragoza y territorios valencianos, Cataluña no
experimentó prácticamente ninguna conmoción si exceptuamos algunos brotes de
clamoreo que habían tenido lugar en Barcelona. Las medidas adoptadas por el
capitán general en punto a abastos, así como un mayor incremento de la vigilancia,
fueron más que suficientes. A ello hay que añadir la actitud de los gremios
barceloneses, que llegaron a ofrecer una recompensa para quien aportase pruebas
sobre los autores de los pasquines. Al margen de estos hechos interesa subrayar el
comportamiento del ayuntamiento de Barcelona, que el 21 de abril de 1766 elaboró
una Representación que le sería entregada en mano al monarca por dos regidores
de la ciudad. Carlos III, en Aran¡uez, agradeció «este rendimiento de Barcelona y
Cataluña».

53
HISTORIA DE ESPAÑA II

En fecha tan temprana como el 27 de marzo, cuatro días después del comienzo del
motín, el embajador Larrey percibía ya certeramente el alcance de esta «crisis fatal»
que, según su informe, «será memorable para siempre en los anales de España y
puedo añadir muy bien que en los de Europa». Más allá de esa dimensión general,
los acontecimientos de 1766 impresionaron profundamente al monarca según nos
consta por diversos testimonios. Hasta el extremo de que llegó a considerar
seriamente la posibilidad de no volver a Madrid. Cuando finalmente lo hizo, a
primeros de diciembre, adoptó antes las oportunas medidas. Dispuso así el traslado
de Aranda -capitán general del reino de Valencia hasta ese momento-a la corte,
donde de inmediato sería nombrado capitán general de Castilla la Nueva y
presidente del Consejo de Castilla. La nueva autoridad pronto pudo percibir las
profundas implicaciones del movimiento: a los pocos días recibía un anónimo en el
que «los verdaderos españoles» le incitaban a que, conjuntamente con los grandes,
tomase medidas para acabar con la «tiranía despótica» que se había instalado en la
monarquía.
Aranda se aplicó de inmediato a una labor de ordenamiento y control de la corte.
Haciéndose eco del malestar Madrid sugirió a este la posibilidad de reclamar de las
corporaciones del municipio una satisfacción y aun una revocación de las gracias por
él mismo concedidas en los primeros días del tumulto. La oportunidad de esta
medida se hacía aún más patente tras el auto acorado de 5 de mayo, por el que
habían quedado anuladas en todo el remo las bajas de precios de las subsistencias
así como los indultos concedidos por magistrados y ayuntamientos, excepción
hecha de Madrid. Tal anomalía, impuesta por las capitulaciones suscritas por el
monarca en el momento del motín, creaba una delicada situación. Debiendo tenerse
la corte por «el lugar más sagrado, de mejor gobierno y de mas respeto y segundad
que todas las ciudades del reino», la excepción de Madrid comprometía en cierto
sentido la autoridad del propio monarca. Así lo hacía saber este último al consejo
en la minuta que le dirigió solicitándole su parecer sobre estos hechos, y en la que
se apuntaba ya una posible solución: la anulación de la medida podía basarse en la
ilegitimidad de quienes pretendieron actuar como «parte» del pueblo de Madrid.
El resultado de todo ello fue la real provisión de de 23 de junio de 1766 en la que la
nobleza, ayuntamiento, gremios y clero de Madrid reiterarían a Carlos III esos
argumentos, facilitándole así la reconsideración de la medida. Ya el propio
procedimiento indica bastante en relación con la importancia que el monarca
confería a las capitulaciones del motín. No menos ilustrativo al respecto resulta el
hecho de que los propios fiscales del consejo hubiesen de emitir dictamen sobre la
constitucionalidad de la medida, que se imprimió acompañando a la provisión.
Partiendo de la condición de «Cuerpo quimérico e incierto» de aquellas gentes que
suscribieron el acuerdo, los fiscales establecían claramente que sólo el
ayuntamiento era «la voz abreviada del Pueblo para representar o proponer lo que
convenga al beneficio común». Amén de insólita, por falta de precedentes, la

54
HISTORIA DE ESPAÑA II

congregación de gentes que había actuado durante el motín resultaba también


ilícita al haber prescindido del «Cuerpo del Ayuntamiento» y del corregidor como
su cabeza. Resultaba además ilegal en tanto en cuanto ese tipo de representaciones
tocaba a las cortes, y en su ausencia, a la Diputación o al propio Consejo, habiendo
de hacerse todo ello «bajo los límites, y reglas prescritas por las Leyes, y por el pacto
general de sociedad, que forma la Constitución política de la Monarquía, y Nación-
Española». Tanto esta real provisión, como el auto acordado de mayo, venían a
significar un objetivo reconocimiento y refuerzo de la constitución corporativa del
reino. Tal recordatorio de principios podía resultar especialmente oportuno en un
momento en el que, el «monstruo temerario del ínfimo vulgo», había dejado
entrever sus «desordenadas» pretensiones. Pero tampoco era cuestión de
desatender esas llamadas. Hacia su reconducción, y en términos bien corporativos,
se dirigía justamente el auto de 5 de mayo, por el cual se establecía la elección anual
de cuatro diputados que «nombrará el Común por Parroquias o Barrios» en todos
los pueblos del reino. Una medida que, líneas más abajo, se completaba con la
creación de un «Procurador Síndico» que había de actuar, precisamente, como
personero del público; se le facultaba a este fin para intervenir «en todos los actos»
del ayuntamiento, confiriéndosele «voz para pedir y proponer todo lo que convenga
al publico generalmente». De la importancia que quería atribuirse a uno y otro cargo
nos da idea el hecho de que la Instrucción para diputados de 26 de julio reconociese
rango de ley fundamental a lo dispuesto en el auto de 5 de mayo, un reconocimiento
que, si incierto entonces en cuanto a su alcance, atestiguaba cuando menos la
intención de resolver constitucionalmente la cuestión del lugar político que debía
asignarse al común.
Si bien la historiografía ha venido enfatizando una cierta virtualidad democrática en
el contenido de estas disposiciones, ello resulta totalmente extemporáneo. Lo que
aquí se intentaba, según hemos dicho, no venía a ser sino un reforzamiento objetivo
del orden corporativo del reino, diseñado desde los más rancios supuestos de esa
misma cultura corporativa, ajeno por tanto a cualquier lectura de «un hombre, un
voto» e intentando, antes que otra cosa, dar entidad corporada al «ejército de
vagabundos» que empezaba a hacerse presente en el exterior del sistema. Si el
tratamiento que debía dispensarse a diputados y personeros había de ser igual en
todo al de los restantes miembros de la corporación, tal distinción sólo se entendía
eventualmente, en tanto constituyesen «cuerpo de comunidad». No haciéndose
presente ese cuerpo, «cada uno de los que le componen sólo tienen el tratamiento
que le compete por su nacimiento, dignidad, o prerrogativa».
«La confusión ha entrado, y así se han visto en Zaragoza, en Cuenca y en Palencia
conmociones 55nervado […] todo sobre abastos y asuntos en los que los
Intendentes procedían o debían proceder como Corregidores». Con esta exposición,
nada inocente, los miembros del Consejo de Castilla hacían patente al monarca otra
de las zonas donde era necesario restablecer «las cosas en su orden natural». Los

55
HISTORIA DE ESPAÑA II

motines servían de inmejorable pretexto en un momento en el que parecía llegada


la hora de revisar -si no de hacer retroceder- el reformismo gubernativo. De ello
habría de resultar precisamente la disposición más significativa en relación con la
administración territorial del reino: el auto acordado de 13 de noviembre de 1766
por el que se establecía la separación de intendencias y corregimientos. En él se
configuraba un reparto de competencias distinto del que hasta ese momento había
venido funcionando, y que no era otro que el dispuesto por Ensenada en la
Ordenanza de 1749. A él aludían abiertamente los autores del informe, inculpándole
directamente del origen del «mal» que venía padeciendo la administración del
reino. Más inmediatamente los intendentes, por las atribuciones que les habían sido
conferidas (vía reservada, exoneración de residencias), aparecían en esa relación
como auténtica encarnación del despotismo, libres como se encontraban -por
alguna de esas atribuciones- de «el debido freno que las Leyes Fundamentales del
Estado ponen a los Jueces para dar razón de su conducta 56nervados56e». De ahí la
«confusión de negocios» que el auto se proponía enmendar, con recuperación de
posiciones a favor del corregidor y de los tribunales superiores.
El 3 de marzo de 1766, en la famosa séance de la flagellation tenida ante el
parlamento de París, Luis XV llamó al orden a un movimiento parlamentario cuyas
propuestas, bien que invocando los principios de la constitución corporativa,
empezaban a comprometer sin embargo la posición capital que venía
reconociéndose al monarca dentro del ordenamiento del reino. Al margen de este
recordatorio de las máximas constitucionales, la monarquía continuó mostrando su
apoyo. Y lo que interesa es marcar el desenlace tan diverso con el que se cerró la
crisis de 1766 e la monarquía española. Como apuntaban los miembros del Consejo_
de Castilla en el informe sobre la separación de intendencias y corregimientos, lo
que ante todo importaba era que el monarca «restablezca en su Reinado los
principios fundamentales de la Monarquía, que en tiempos anteriores fueron
56nervados». Con ese respaldo, la posibilidad de bloquear el establecimiento de la
monarquía administrativa, con su potencial carga de despotismo, podía llegar a ser
un hecho.
En cierto sentido, también parecía que las peticiones de los amotinados iban a tener
inmediata materialización si nos atenemos a las novedades establecidas por el auto
de 5 de mayo. En cierto sentido. Porque en otros el monarca -por razones de más
peso- se cuidó de dejar en claro ante los populares la no aceptación de todo aquello
que amenazase con subvertir la constitución del reino. Bien claramente le había
hecho ver algunos de estos peligros la Representación de la nobleza de Madrid
hablando en su condición de «Cuerpo principal»: admitir las concesiones hechas
durante el motín significaría reconocer al vulgo el papel de «Legislador de la
Magestad y de las clases superiores del Reyno». Tal fue también el argumento de
los otros «cuerpos visibles» que eran los gremios. Más precisos en su planteamiento
fueron los fiscales: las capitulaciones eran un atropello de «los Derechos Sagrados

56
HISTORIA DE ESPAÑA II

de la Soberanía y de la legislación». De esta forma, si Luis XV había tenido que


denunciar la pretensión de la magistratura francesa de formar un «cuerpo
imaginario» al margen del propio cuerpo del monarca, por las mismas razones
tampoco podía darse aquí por buena la actuación de una «especie de gentes» a la
que no se reconocía otra entidad que la de un «cuerpo quimérico e incierto». A
pesar de ello el monarca no quiso renunciar del todo a la imagen tradicional del rey-
dispensador: fue implacable en Zaragoza y en algunos otros casos, pero
deliberadamente mantuvo los indultos concedidos en Madrid tal como se había
comprometido con los amotinados.

La mano de Campomanes había estado detrás de estas medidas. De hecho, él había


redactado el escrito de los fiscales incluido en el auto de 23 de junio. El motín, entre
otras cosas, había venido a reforzar su criterio de actuar con menos precipitación a
la hora de introducir modificaciones en el ordenamiento tradicional de la
monarquía. En ese mismo auto no había perdido la ocasión para reivindicar la
idoneidad del consejo en relación con la representación que, directamente, se había
querido hacer llegar al monarca. Una idea que reiteraría en otras partes de su obra:
infrecuente la convocatoria de cortes, tocaba al consejo asumir el papel de «tutor
de todos», y en concreto estaban los fiscales como auténtica «voz del rey y de los
Reynos, para procurar la conservación del Erario, de los pueblos y del Estado». Todo
lo que se apartase de su idea de monarquía ordenada no era sino despotismo. Su
Dictamen Fiscal redactado a propósito de la expulsión de los jesuitas (1767),
imputados de promover los motines, prueba hasta qué punto operaban en él esas
consideraciones: la Compañía toda aparecía como «un cuerpo despótico» en el que,
el general, se equiparaba al «Superintendente absoluto de la Hacienda», en tanto
que los procuradores generales aparecían como «intendentes o cuestores de la
Monarquía». Especialmente peligrosa resultaba la capacidad de la Compañía para
atraer a «los pueblos sencillos […] al negro proyecto de despreciar a sus propios
soberanos y tribunales».
A través de Campomanes el ministerio togado pudo continuar controlando los
principales resortes de poder en el interior de la monarquía. No obstante, la
reconducción práctica de la situación que él pretendía no debe interpretarse sin más
como un movimiento de estricta reacción. Campomanes no estaba dispuesto a
renunciar a las señas de identidad tradicionales de la monarquía, pero ello no
implicaba la adopción del inmovilismo como postura. Antes al contrario:
Campomanes promovió toda una serie de reformas que con frecuencia hubieron de
instrumentarse a través de métodos bien ejecutivos, pero sobre las cuales se situaba
siempre la posición vigilante y última del consejo.

Enfermedad de la constitución.

57
HISTORIA DE ESPAÑA II

Por mucho que fuera el interés de Carlos III en la reforma interior de la monarquía,
los hechos -en un terreno tan definitorio como el gasto público- demuestran que tal
interés estaba lejos de desplazar la que en realidad constituía prioridad mayor de la
dinastía: el mantenimiento de la estructura imperial superviviente a Utrecht.
Inevitablemente tal opción implicaba hacerse cargo de toda una serie de guerras
dinásticas internacionales, con su correspondiente cobertura, y con la consecuente
detracción de un importante volumen de recursos susceptibles de ser empleados
para otros fines que los impuestos por la política de grandeur dinástica. La guerra
contra Inglaterra (1779-83) marcó en este sentido los límites del modelo de reforma
dentro del cual la monarquía venía operando desde 1766. La financiación del
conflicto obligó a la adopción de una serie de medidas de especial trascendencia en
el campo de la Hacienda, aunque no sólo. No obstante, de sus principios
inspiradores podía deducirse una situación de abierta incompatibilidad en relación
con el diseño jurisdiccionalista, al menos tal y como éste había sido reformulado por
Campomanes. Se reclamaba ahora prioridad para la vía gubernativa y los
procedimientos ejecutivos, confiriéndose al mismo tiempo mayores atribuciones a
la jurisdicción de Hacienda. El ministro Pedro López de Lerena, a quien se le cometió
esa cartera en 1785, se encargaría de llevar a la práctica esos principios. La creación
de la Junta de Estado en 1787, decidida por Floridablanca, constituye sin duda la
manifestación más visible de este intento de reconducción.
Tanto Floridablanca como -más particularmente- Lerena, parecían convencidos que
a partir de una mejora sustancial en la administración era posible todavía
recomponer la situación de la monarquía. Voces hubo sin embargo que apuntaron
entonces la inviabilidad de esa estrategia. Así lo haría por ejemplo León de Arroyal
en sus Cartas -inéditas entonces- dirigidas precisamente al conde de Lerena. Su
propuesta era tan simple como contundente: la monarquía no admitía ya más
remiendos, haciéndose necesario establecer una nueva constitución. Como el
propio Arroyal señalaba, «si vale hablar verdad, en el día no tenemos constitución».
Ciertamente no era Arroyal el primero que denunciaba la enfermedad de la cons-
titución de la monarquía: a ello había aludido ya Campomanes, y el propio príncipe
de Asturias, en una carta confidencial dirigida a Aranda, no había dejado de
reconocer «lo desbaratada que está esta máquina de la Monarquía». Había sin
embargo una importante diferencia. Lo que Arroyal planteaba, ofreciendo
abundantes ejemplos, era la estricta imposibilidad de un arreglo -como el que
pretendía aplicar Lerena- en términos de una recta administración. Ni aun sobre la
base de hacer más ágil el aparato consiliar o de implementar más expedientes de
impronta comisarial. Arroyal no hablaba de arreglar la constitución, sino de refundar
sus materiales desde los supuestos de un poder verdaderamente constituyente, al
margen por completo y en un universo conceptual que ya no era el del orden feudo-
corporativo. Convencido de que «las grandes mutaciones en los estados» solían
producirse por «un exabrupto del poder de alguna de las partes que lo componen»,

58
HISTORIA DE ESPAÑA II

Arroyal, miraba hacia un nuevo territorio político en el que las reglas de juego serían
otras.

59
HISTORIA DE ESPAÑA II

Tema IV.
De la Monarquía Católica a la Nación católica3.

Presentación.
En este tema se aborda la gestación en los momentos finales del XVIII de un discurso
que identifica en la articulación de una forma de representación política de la ciudadanía
el medio para la reforma constitucional de la monarquía. Se repasa la manera en la que
ese planteamiento se concibió bajo el influjo de la naciente ciencia política y la forma en
la que estuvo condicionado en su desarrollo por la experiencia revolucionaria francesa,
con disolución en 1808 de la monarquía en el entramado imperial napoleónico. El
objetivo es identificar trascendencia que en la cultura del constitucionalismo ilustrado
adquirieron progresivamente la nación y el catolicismo, rasgos que singularizarán la
Constitución de 1812.

La necesidad de la representación política


En un texto que se presentaba bajo título de economía política, Valentín de Foronda
reunía unas cartas escritas entre 1788 y 1790 dirigidas a un príncipe amigo. Se
aconsejaba al mismo sobre qué principios construir su nuevo reino, que no es otro que
España, como deja ver al referir sus límites geográficos y su población, que justamente
entonces estrenaba monarca, Carlos IV. Tampoco era tan extraño que esto pudiera
ocurrir, que un príncipe se decidera a dotar a su reino de una nueva constitución
informada por la nueva filosofía y la experiencia constitucional recientemente adquirida
de Norteamérica, como en aquel entonces demostraba el gran duque Leopoldo de
Toscana. Se ventilan en esas cartas cuestiones relativas a aduanas, impuestos, comercio,
industria y demás puntos habituales en cualquier escrito relacionado con la economía
política. Se le dan consejos a este príncipe como que no estorbe la circulación de bienes
y de personas, que adopte un sistema de contribuciones personales, que no introduzca
ni permita privilegios en su reino. Se argumenta, en fin, a favor de la unificación de pesos
y medidas, de la corrección moral de los préstamos monetarios con interés y de la
conveniencia de deshacerse de colonias improductivas. Pero había un concreto principio
que animaba toda la larga reflexión: “Lo primero que aconsejo a Vmd. es que
reconcentre toda su atención para penetrarse de la verdad importante, que los
derechos de propiedad, libertad, seguridad e igualdad son los cuatro manantiales de la
felicidad del Estado.” El derecho a poseer la propia persona y las cosas beneficiadas por
su industria y conocimientos, el derecho a usar de la propiedad según la conveniencia
del propio interés siempre que no vulnere los derechos ajenos y el derecho a la
certidumbre de que ni la persona ni sus bienes han de depender del capricho del

3 La mayor parte de los contenidos de este tema proceden, con la debida autorización, de diversos trabajos
de José María Portillo.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

magistrado componían el conjunto esencial de principios “a cuyo favor se resolverán un


gran número de problemas político-económicos”. El príncipe perfecto que imaginaba en
estas cartas Foronda para España en el entrante Carlos IV era uno que podía hacer “todo
aquello que no viole estos sagrados derechos”, aceptando que constituían límites
indisponibles para su propia capacidad legislativa.
La posición defendida en 1788 por Foronda es comprensible desde los postulados que
se asumen entonces de la naciente ciencia de la economía política: si se aceptaba que
el interés individual y su libre acción formaban el núcleo duro de todo progreso social,
los derechos que se asociaban al mismo sujeto –propiedad, libertad, seguridad- debían
concebirse como fundamentos de la acción política encaminada a su protección. Este
paso hacia el constitucionalismo debía, sin embargo, completarse. Hasta ahí podían
llegar también quienes, sin embargo, concluían que era al príncipe en exclusiva y sin más
concurso que el de su gobierno a quien tocaba ocupar en exclusiva el ámbito de la
política. Y fue desde la experiencia de las Sociedades Económicas que se atisbó el modo
de dotar de contenidos más audaces a la idea de la comunicación política entre el
príncipe y la sociedad, lo que fue también un nutriente muy interesante para el
incipiente constitucionalismo de finales del siglo.
Es lo que en 1784 daba a entender Jovellanos ante la Sociedad Económica de Madrid al
recordar que la labor de sus miembros era loable por su altruismo y porque “al mismo
tiempo cooperan, por decirlo así, con el Gobierno en el importante ministerio de labrar
la felicidad del Estado”. Antes, en 1781, había recordado a los miembros de la
Sociedad de Amigos del País de Asturias que entre las obligaciones de sus socios debía
contarse el estudio de la economía política, definida como la ciencia del ciudadano y del
patriota. Como juntas de patriotas, de ciudadanos que se interesaban en el progreso y
el bienestar de sus sociedades locales, que colaboraban con el gobierno en esa labor, las
Sociedades económicas se tuvieron entonces como espacios de desenvolvimiento civil.
Manuel de Aguirre en 1785 resumió perfectamente esta idea al afirmar que debían
actuar como vehículos de comunicación entre el monarca y su pueblo.
Abordando su aproximación desde distintos puntos de vista, siempre en estrecha
relación con la economía política, el pensamiento político español de finales del
setecientos llevará este planteamiento hasta la formulación constitucional de la
necesidad de la representación. Se tratará ya no sólo de proponer que las Sociedades
Económicas jueguen un papel de comunicación entre el gobierno y la sociedad sino, más
en la línea de la cultura constitucional que entre América y Europa se abría paso,
se manifestaba la urgencia de reformar el orden interno de la monarquía de modo que
tuviera cabida en él la actividad política de los ciudadanos. Fue ahí donde se produjo la
fisura más notable entre quienes asumían la modernidad constitucional sin variar su
posición respecto a la adjudicación de la dirección política de la monarquía en exclusiva
al rey y su gobierno y quienes, por el contrario, entendieron que sin un sustancial viraje
constitucional que limitara el poder y creara un espacio representativo de la ciudadanía
no podía irse mucho más allá.

61
HISTORIA DE ESPAÑA II

Espoleado por lo que entendía un vicio constitucional del sistema de rentas de la


monarquía, lo que lo hacía ineficaz por mucho que se esforzaran los ministros y
consejeros en buscar nuevos caladeros fiscales, escribió León de Arroyal unas conocidas
cartas sobre economía política ya aludidas en el tema III. En ellas se materializó con
evidencia ese tránsito hacia el constitucionalismo. En la cuarta de estas misivas, fechada
a mediados de 1789, expuso Arroyal con nitidez el nexo que entendía insuperable entre
fiscalidad y necesidad de la constitución. Aducía allí que resultaba imposible seguir
usando y abusando del crédito público en el contexto político de la monarquía. En no
muchos años esta vía efectivamente se agotará y el propio Godoy llegará a la misma
conclusión que exponía aquí Arroyal: la estructura política de la monarquía resultaba
totalmente inadaptada para enfrentar sus propias necesidades fiscales.
Arroyal aconsejaba centrarse en diseñar un sistema de rentas basado en contribuciones
ordinarias adecuado a las necesidades del Estado, dejando el empréstito como
mecanismo puramente excepcional. Y ahí justamente es donde se hacía necesaria la
comunicación constitucional entre el gobierno y la sociedad porque, de otro modo, no
podía tampoco esperarse implicación social en el mantenimiento del cuerpo político:
“Para que en España pudiésemos fiar en los empréstitos e impuestos de Inglaterra y
Holanda, era necesario que nos viésemos en iguales circunstancias… que nuestro
gobierno fijase los límites de su poder y, sobre todo, que lográsemos aquella
constitución popular que mueve en los hombres el espíritu de patriotismo y los interesa
particular y generalmente en la causa pública”. Dicho de otro modo, la diferencia no
estaba en qué impuestos se pagaran o en qué medida la monarquía se entrampara, sino
en la existencia de una constitución que implicase a los ciudadanos.
Esa carta fechada a 13 de julio de 1789, un día antes de la emblemática fecha del 14 de
julio, contenía por tanto una evidente propuesta de reforma constitucional de la
monarquía española. No se trataba de una presentación articulada de un texto
constitucional, sino del señalamiento de los problemas constitucionales que debía tener
presente cualquier intento de reforma de la monarquía aprovechando que el monarca
se estrenaba entonces en su trono. El primero de ellos se refería a la mano que
necesariamente había que meter a los asuntos eclesiásticos, reformando el tamaño y
rentas de las sedes episcopales para adecuarlas a las necesidades espirituales de la
sociedad, estableciendo rentas medias de las sedes en toda la monarquía, regulando el
sistema de oposiciones para el acceso a la carrera eclesiástica y procurando que la Iglesia
se asemejara lo más posible a la primitiva. Se trataba, en suma, de fomentar la formación
de un clero más “nacional”, tal como desde el episcopalismo proponían otros textos
coetáneos y como se intentó promover también por el liberalismo católico entre 1810 y
1814. Debía también considerarse la reforma del sistema provincial para crear cuerpos
más adaptados a la administración territorial que a la casualidad histórica. Se requería
también delimitar la función judicial del magistrado separándola exquisitamente de la
legislativa, vinculándolo estrechamente a la ley, estableciendo garantías en el proceso
y, simultáneamente, prohibiendo la interpretación de la ley y obligando a la motivación

62
HISTORIA DE ESPAÑA II

de las sentencias. Sugería, finalmente, un programa de unificación de costumbres


sociales que permitiera superar la situación de confederación de repúblicas locales que,
de facto, presentaba la monarquía. Un “catecismo político” podría ayudar, y mucho, a
generar una conciencia de ciudadanía colectiva, pero era sobre todo obra legislativa que
tenía que ir limando prácticas sociales tan envejecidas como inconvenientes.

Son todas cuestiones que estarán presentes en el programa constitucional del primer
experimento constitucional español entre 1810 y 1812 y, como entonces, sabía el autor
de estas cartas que todo ello debía envolverse en un principio que formaba el núcleo
esencial de la reflexión constitucional: “Háganse las mejores reformas, créense las
mejores costumbres, introdúzcase el orden más admirable; mientras no se modere la
autoridad soberana, todo será vano.” Era justamente lo que el inglés tenía a diferencia
del español, esto es, un sistema constitucional que servía de muralla constitucional a la
voluntad del príncipe. En el fondo, argüía Arroyal, no se trataba más que de utilizar el
poder del propio príncipe para restituir las cosas a un estado que había sido alterado
por el feudalismo y el despotismo. Es una idea de retorno a una situación ideal que
compartió gran parte del pensamiento ilustrado y que el discurso preliminar del
proyecto constitucional de 1810 hará de nuevo suya. Que el poder del príncipe y su
gobierno no debía entenderse ya monopolizador de la capacidad de decisión política, es
algo que no sólo intuía y proponía Arroyal sino que intuyeron también buena parte de
los textos que imaginaron las reformas constitucionales a finales del setecientos. La
presencia ciudadana en el ámbito de la política a través de la representación centraba
esas reflxiones. Y en ellas se entendía que la reforma constitucional necesaria implicaba
la reunión de un parlamento con funciones colegislativas.

Bajo el impacto de la experiencia de la revolución francesa, el cambio de rumbo en la


política española protagonizado por el conde de Floridablanca desde 1789 y a ratos
continuada por Manuel de Godoy desde 1792 afectó sin duda a la continuidad de este
pensamiento, sobre todo por lo que hace a sus expresiones públicas. Pero no logró,
desde luego, sofocar totalmente los rescoldos del mismo que continuaron mostrándose
a lo largo de todo el período que conduce a la crisis constitucional de 1808-1812. Es en
ese reguero que van dejando algunos textos producidos a lo largo de las dos décadas
que preceden al debate abierto el 24 de septiembre de 1810 que se puede seguir el
rastro de la conexión entre la primera constitución española y el constitucionalismo
ilustrado. El conde de Floridablanca adoptó como estrategia preventiva ante los
acontecimientos desatados en Francia desde 1789 el corte en seco de la comunicación
fluida que se daba en el espacio transfronterizo de la república de las letras. Suele asumir
la historiografía que el intento fue más bien vano, pues siguieron igualmente llegando
noticias, a través de textos de diverso tipo o de personas, que tuvieron a los intelectuales
españoles al cabo de lo que ocurría y se pensaba en el país vecino en la hora crítica de
su revolución constitucional. Sin embargo, las restricciones impuestas desde el

63
HISTORIA DE ESPAÑA II

ministerio a la difusión de las letras, sobre todo de aquellas que, como las que tenían
que ver con la economía política más se estaban acercando al constitucionalismo, tuvo
el efecto inmediato de cortar la fluidez con que en la década de los ochenta se habían
transmitido, sobre todo a través de publicaciones periódicas como El Censor o El Correo
de Madrid.

El dominio que llegó a adquirir Manuel de Godoy en el gobierno de la monarquía


española, intensificado en el contexto de la guerra de la Convención y su final en 1795,
le permitió manejar con habilidad la política de publicaciones. Aferrado a lo que se ha
llamado la “política pragmática”, el príncipe de la Paz básicamente dio continuidad a las
políticas de Floridablanca y Aranda bajo el norte siempre del servicio personal de los
reyes. No entraba en tal estructura de prioridades políticas nada que tuviera que ver con
una reforma constitucional de la monarquía, ni tan siquiera con retoques que pudieran
poner en cuestión lo esencial, esto es, que el rey era el único centro político de la
monarquía, que el gobierno estaba para ejecutar la voluntad y dirección política del
mismo y el pueblo para obedecer. A tales principios se atuvo también la política editorial
de Godoy, abriendo y cerrando la mano a demanda de las situaciones concretas pero sin
permitir en ningún caso que se conformara un estado de opinión que pudiera cuestionar
los aludidos principios básicos y casi únicos de su política. Esto explica que muchos
textos interesantes en la gestación de la cultura del constitucionalismo no vieran
entonces la luz. No significa ello que no fueran leídos y conocidos en versiones
manuscritas, pero, por lo general, les faltó el complemento de la publicación para su
difusión. Por ejemplo, la segunda parte de las Cartas económico-políticas ya referidas de
León de Arroyal datan de los años 1792 a 1795 y permanecieron inéditas hasta 1971.

Si a esto añadimos que otros rastros de este incipiente constitucionalismo quedaron


plasmados en textos destinados a promover rebeliones desde el interior de la
monarquía o a fomentarlas desde el exterior, la repercusión pública de estos textos
puede darse por escasa. Su relevancia radica más bien en la continuidad que muestran,
en el pulso tenue que bombea únicamente lo preciso para no extinguirse y que
recuperará rápidamente tono desde 1808 para manifestar todo su esplendor en la
primera de las constituciones españolas. Como ha mostrado la historiografía que se ha
ocupado de ello, de las conspiraciones –todas ellas en grado de proyecto más bien
precario- que se producen en los años noventa no se puede decir que estuvieran
respaldadas por elaborados discursos políticos. Algunas, como las apellidadas por el
conde Aranda, el de Teba o Alejandro Malaspina, ni siquiera deberían ser consideradas
propiamente como conspiraciones sino como la expresión de la oposición al gobierno
de Godoy. Mientras otras, más propiamente tales, como la ideada por Juan Bautista
Picornell, no brillaron precisamente por su elaboración. El punto fuerte
del Manifiesto de los conjurados para el día de San Blas de 1795 consistía en la
formación de una Junta Suprema que actuara como institución representativa de

64
HISTORIA DE ESPAÑA II

emergencia para dar paso, luego de normalizado el gobierno mediante una nueva
constitución, a un parlamento con funciones puramente legislativas. Es el mismo
mensaje que José Hevia enviaba al gobierno de París desde Bayona como eje principal
de la campaña de fomento revolucionario en España que pergeñaban y que basaban en
la convocatoria de las Cortes para proceder a una reforma constitucional.
La idea por tanto de fondo es la misma. Esto es, proceder a una reforma constitucional
de la monarquía que, ante todo, implicaba la presencia parlamentaria de la nación. Lo
planteaba así Arroyal en 1792 tras realizar un recorrido europeo que mostraba las
posibilidades de la reforma. Advertía respecto a España que tenía a su favor algunas
leyes fundamentales aprovechables, sobre todo la que impedía al rey hacer leyes sin el
concurso del reino. Y en su contra, que le faltaban definiciones precisas acerca de
aspectos esenciales de una sólida arquitectura constitucional: de dónde dimana el
poder, el derecho del pueblo a la representación, la regulación de la sucesión, minoría y
tutela en la monarquía y la definición de las funciones de los Consejos. Eran las
cuestiones constitucionales que preocuparon a un buen ramillete de intelectuales
españoles de la década de los noventa. En buena medida si interesó la reforma
constitucional fue para ofrecer vías que evitaran la revolución tal y como se estaba
desarrollando en el país vecino.
En esa dirección se situó Victorián de Villava al escribir sus Apuntamientos para una
reforma de España desde la distancia. En realidad, el título completo de su texto da
mejor idea de su finalidad pues añade sin perjuicio de la Monarquía ni de la Religión.
Estimando precisa una explicación sobre la intención con que se ponía manos a la obra
en la ciudad de La Plata, arrancaba el prólogo del autor: “En una época en que el espíritu
de libertad hace tantos progresos, y en que el entusiasmo que le subsigue hace tantos
estragos, debe todo buen Ciudadano dedicar sus meditaciones a evitar una revolución,
que los mismos abusos preparan, que el ejemplo de los demás Pueblos anticipa, y que
debe temerse mas que los males que padecemos, y tanto más deseamos enmendar.”
Dar un “nuevo ser” a la nación sin los riesgos “del hierro y del fuego” de la revolución
era el propósito del texto del aragonés que quedará inédito hasta 1822.
Buena parte del pensamiento español de finales del siglo XVIII interesado en explorar
las posibilidades que ofrecía el constitucionalismo tuvo claro el hecho de que, bien
entendida la idea de una reforma constitucional, podía resultar inmejorable
preservativo ante la revolución que se mostraba peligrosamente como un desenfreno
de pasiones. Y por pasiones no sólo se entendían las políticas. También se tenían en
cuenta las referidas a la religión. Si autores como Villava prevenían contra el fanatismo
político que adivinaban en la actitud revolucionaria, no menos lo hacían contra el
religioso que en su opinión conducía en también a la tiranía. De hecho los autores que
más decididamente se adentraron en la elaboración de un constitucionalismo ilustrado,
no dudaron en establecer en el mensaje evangélico el principio de la obligación política.
En una línea muy marcada de pensamiento político que llega con claridad al arranque
de la historia constitucional de España, apreciaron el derecho de las naciones a

65
HISTORIA DE ESPAÑA II

constituirse y la capacidad social de alterar las reglas esenciales del gobierno –las leyes
fundamentales- para procurarse su felicidad deduciéndolo del mandato divino de
multiplicarse, poblar y henchir el mundo dado a la humanidad en su creación en la
persona de Adán. Del mismo modo, se defenderá que el pacto social, la creación de la
sociedad y de su orden político por consentimiento, no era más que la traslación político
constitucional de “orden admirable” establecido por Dios en el universo. Se trata de una
actitud que ejemplifica bien Pablo de Olavide cuando compone su Evangelio en Triunfo,
donde se ensaya un completo tratado de moral para la ciudadanía católica. Será ese
mismo hilo el que seguirán conspicuos liberales de ambas partes del mundo hispano,
como Francisco Martínez Marina o Juan Germán Roscio. El constitucionalismo ilustrado
se orientaba así, en buena medida, hacia un planteamiento que proponía una reforma
de la monarquía centrada en la nación y ajena a cualquier forma de enjuiciamiento de
su identidad católica. Y las huellas de ese pensamiento quedarían impresas con
profundidad en la Constitución de 1812. El paso de esa cultura del constitucionalismo a
la Constitución se produjo sin embargo en un escenario sumamente singular.

Revolución y mediatización imperial de la monarquía.

El mundo de los literati europeos vio sorprendido en los años setenta del siglo XVIII cómo
los colonos británicos en América habían logrado oponerse al despotismo parlamentario
y gubernamental de Londres a través de una revolución constitucional. Aunque España,
en seguimiento de su política internacional marcada por la alianza con Francia, apoyó
aquella insurrección que tanto podía debilitar a Inglaterra, no podía quedar inmune a
sus consecuencias, como vio enseguida el conde Aranda y repetirían luego
prácticamente todos los comentaristas de la crisis española iniciada en 1808. A
diferencia de Francia, España si tenía tras de sí un ingente dominio ultramarino y su
constitución interna era especialmente ajena a los principios que animaban el
experimento constitucional estadunidense.
El arranque de la revolución constitucional en Francia en el verano de 1789 acabó
además por hacer patente que en lo sucesivo se impondría un cambio en el sistema
operativo que manejaban las viejas monarquías europeas. Su primera versión, cuajada
en una constitución en 1791, a pesar de mantener la presencia de la monarquía se
mostraba radicalmente hostil a la historia y la tradición de la monarquía. Y el primer
posicionamiento hispano ante ese fenómeno consistió en el aislamiento, aunque pronto
la revolución ofrecería una faz ante la que no cabía mantenerse impasible al implicar la
muerte de la monarquía con la del rey en enero de 1793. La guerra de la Convención
(1793-1 795) fue el contexto en el que se encumbro definitivamente quien sería desde
ese momento y casi ininterrumpidamente hasta la crisis de 1808 el factotum de la
política española, Manuel de Godoy. Aunque el resultado de la guerra fue ciertamente
magro para España, Godoy consiguió en el camino desembarazarse del partido
cortesano liderado por el conde de Aranda y organizar su propia facción, la del rey en

66
HISTORIA DE ESPAÑA II

definitiva. Por otro lado, pudo presentar como un éxito la paz de Basilea, puesto que
España no sufría merma territorial, lo que no era poco, y en Francia parecía que la
situación política se tornaba bastante mas moderada. El momento parecía por tanto
propicio para quienes sostenían una imagen más conservadora acerca de la necesidad
de transformar las relaciones políticas internas en la monarquía, defendiendo la posición
del príncipe como el único centro de actividad propiamente política.
Sin embargo, si la Constitución francesa de 1795 ofrecía el fin de la revolución y la
consolidación de un régimen efectivamente constitucional, aquello no significaba que
se renunciara a una posición de peso en Europa. Así lo entendió Napoleón. Y para
cuando en el borde del cambio de siglo se hizo con el control del poder en Francia,
España había ya reorientado de nuevo su política exterior hacia su tradicional pacto de
familia. La diferencia, notable, es que al otro lado del pacto no estaba ya "la familia",
sino una república que se estaba transformando rápidamente en imperio, como
formalmente lo hará desde 1804.
El tratado de San Ildefonso de 1796, con el que se retomaba la política de Estado de
alianza con Francia, marcó el inicio de un proceso de mediatización imperial de la
monarquía española que ira pronunciándose hasta culminar en el tratado de
Fontainebleau de 1807. Durante la década que separa ambos convenios, España ira
progresivamente poniendo al servicio del emergente imperio francés la parte imperial
de su monarquía, evidenciando así, de manera creciente, su dependencia de Francia en
términos del derecho de gente. El fracaso de la paz de Amiens (1802) y el reinicio de las
hostilidades entre Francia y Gran Bretaña acentuó notablemente esa tendencia con la
firma del tratado de subsidios (1803), que dejaba prácticamente al servicio de las
necesidades francesas los beneficios fiscales del imperio español. No cabía entonces ya
vuelta atrás en la política de Estado, y la dependencia de Francia, e los años
subsiguientes, se convertiría a la vez en el seguro que permitía aferrarse al mando de la
monarquía a la facción cortesana dirigida por Carlos IV y a el mismo, así como en el rejón
de muerte de la propia monarquía. Si el mencionado tratado de subsidios demostraba
hasta qué punto el imperio de Francia iba absorbiendo la parte imperial de la monarquía
española, el tratado de Fontainebleau hizo ver que el proceso de mediatización no se
iba a detener ahí. Firmado en octubre de 1807, en el momento en que en la corte
española se destapaba una trama urdida por el príncipe de Asturias para derrocar a
Manuel de Godoy y forzar la abdicación de Carlos IV4, mediante aquel tratado el

4
“Un amplio sector de la aristocracia española practicó desde el primer momento una oposición política y
social frontal a Manuel Godoy, a quien consideró un advenedizo que se había valido de medios innobles
para acceder al poder. Al comienzo de la trayectoria política de Godoy, en su época como miembro del
gobierno (1792-1798), el grupo más combativo fue el articulado en torno al Conde de Aranda, el llamado
«partido aragonés». A partir de 1794, al desaparecer el conde de la escena pública, este «partido» perdió
mucha fuerza y de hecho pudo ser controlado por Godoy, aunque no cesaron los ataques y las críticas. En
1806 reverdeció la oposición aristocrática, esta vez articulada en torno al Príncipe de Asturias. Su
matrimonio con M.ª Antonia, hija de los reyes de Nápoles, deparó la oportunidad. La Princesa de Asturias
mantuvo una comunicación permanente con su madre, la reina M.ª Carolina, enemiga declarada de Godoy,
y por influencia de ella desplegó gran actividad para organizar en el cuarto de su esposo Fernando un foco
encarnizadamente contrario a Godoy, cuyo poder político se había incrementado desde 1801 al recibir el

67
HISTORIA DE ESPAÑA II

monarca español accedía a algo totalmente inusitado como era que tropas extranjeras
cruzaran el territorio de la monarquía, con cargo además en su manutención a las
finanzas españolas, y que otras tropas se acantonaran en la frontera listas para entrar
también en la península. En aquel memento quedaba totalmente cumplida la operación
de mediatización imperial de la monarquía española que se había ido gestando desde la
centuria anterior.

La nación católica.
La crisis de independencia abierta en España en 1808 con la intervención militar y
dinástica de Napoleón, creó los presupuestos esenciales para una reconsideración
radical del ordenamiento monárquico en el sentido ya insinuado por el
constitucionalismo ilustrado. Finalmente, ese discurso ilustrado, apoyándose sobre el
estado de emergencia, pudo desarrollar una propuesta decididamente política haciendo
de la nación el sujeto histórico del proceso de independencia. Así se entiende que antes
que de sujetos individuales, el experimento constitucional gaditano de 1812 se ocupase
de la comunidad nacional, de su libertad, independencia, soberanía, territorio y
confesión religiosa. En aquel momento no parecería prioritario una definición
constitucional de los derechos individuales. En el texto de 1812 era la nación la que
protegía “mediante leyes sabias y justas, la libertad civil, la propiedad y los demás
derechos legítimos de todos los individuos que la componían”. Y el punto furte de la
definición gaditana de nación venía dado por su profesión de fe exclusiva, sancionada
en el artículo XII: “La religión de la nación española es y será siempre la católica,
apostólica y romana, única verdadera. La nación la protegerá mediante leyes sabias y
justas y prohibirá el ejercicio de cualquier otra”. El constitucionalismo hispano nacía así
sin conceder ningún espacio a la libertad religiosa, considerada en otras experiencias
constitucionales por el contrario como el requisito imprescindible para fundamentar la
libertad del individuo.

nombramiento de Generalísimo de los ejércitos. Godoy ya no estaba en el gobierno, pero su nuevo cargo le
otorgaba el mando supremo del ejército, lo cual contrarió de modo especial a la nobleza, y, además, la
renovada confianza de los reyes en su persona le permitió controlar la política española de forma más
amplia que cuando estuvo al frente del gobierno. El nuevo foco opositor estuvo integrado por un reducido
grupo de aristócratas, relacionados directamente algunos de ellos con el «partido arandista» del primer
momento, aunque su alma no fue un noble, sino un clérigo: el canónigo Escoiquiz. En perfecta
comunicación con el Duque del Infantado, considerado a la sazón cabeza de la aristocracia española,
Escoiquiz urdió una serie de planes para acabar con Godoy, consistentes en la combinación de una amplia
campaña propagandística para destruir su imagen con la preparación de un proyecto para apartarlo del
poder. En octubre de 1807 Godoy descubrió este proyecto, conocido como la «Conspiración de El
Escorial», y logró paralizar, por de pronto, el ataque, pero sólo unos meses más tarde el grupo fernandino
culminó sus propósitos en el Motín de Aranjuez. Organizado y dirigido por aristócratas y militares, en
comunión con el Príncipe de Asturias y el infante don Antonio, hermano de Carlos IV, los protagonistas
del motín lograron su objetivo. Godoy fue hecho prisionero, cesado en todos sus cargos y honores y sus
bienes secuestrados, y el príncipe Fernando obtuvo de su padre la cesión de la Corona.”. Cfr., Emilio La
Parra, “Godoy prisionero de Fernando VII (marzo-mayo de 1808)”. https://www.dip-
badajoz.es/cultura/ceex/reex_digital/reex_LVII/2001/T.%20LVII%20n.%203%202001%20sept.-
dic/RV11356.pdf

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HISTORIA DE ESPAÑA II

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HISTORIA DE ESPAÑA II

TEMA V.
LA MONARQUÍA DE ESPAÑA EN EL ORDEN EUROPEO Y COLONIAL

1. Las relaciones entre las potencias de la Ilustración


El conflicto como principal motor de cambio –social e histórico- constituye un axioma
del análisis social. A su vez, las formas supremas de conflicto, la guerra y la revolución,
han sido las principales fuentes de trasformación de y entre las potencias. El concepto
contemporáneo de revolución se acuña precisamente en el periodo que trata este tema,
si bien en su tramo final y en su dimensión social -la más característica- después, con la
francesa de 1789. Así, la guerra se convierte en el único de dichos motores de cambio
que operó plenamente en tal periodo. Pero es necesario tener en cuenta que, al igual
que el concepto de revolución se fija o cambia en un momento determinado, el de
guerra también es un fenómeno histórico, que se transforma en el tiempo, y que su
significado en el XVIII resultaba distinto del actual, por lo que resulta imprescindible
pensar históricamente para comprender su dimensión en el periodo a estudio.
Periclitadas con Westfalia las razones religiosas como principio director de los conflictos
bélicos, el que tres de las principales conflagraciones del XVIII sean conocidas como
guerras de sucesión –las de España, Polonia y Austria- conduce la atención hacia las
razones dinásticas como motivación bélica fundamental. Sin embargo, no resulta
completamente correcto considerar los principales conflictos del XVIII meramente como
“guerras dinásticas”. Si bien los príncipes europeos confundían los intereses de sus casas
con los de sus estados, existen razones poderosas para matizar tal simplificación. En
primer lugar, no todos los agentes políticos eran monarquías; junto a estas existían un
puñado de repúblicas que no dejaron de intervenir y de recurrir a la guerra en su acción
política por más que carecieran de intereses dinásticos. También los matrimonios entre
las casas reinantes se concertaban atendiendo arelaciones de poder. En estas subyacen
conflictos entre unas entidades que venían trasformando sus fronteras e identidades
desde los albores de la modernidad. Por último, existían otros factores que motivaban
la actuación de las potencias y que se dirimían en los enfrentamientos entre los que
destaca señaladamente el comercio, de cuya importancia los actores políticos fueron
conscientes, con una atención creciente a las consecuencias económicas de la guerra y
de la paz. Todo se tradujo en la importancia central de la dimensión colonial en las
guerras, y de una serie de aspectos relacionados como el corso o la libertad de
navegación. Así, las razones dinásticas no constituyeron la razón única de las guerras,
aunque sí contribuyeran, posiblemente, a su carácter limitado.
El concepto de guerra total –o de exterminio físico y político del adversario- es un
fenómeno contemporáneo y ajeno a la dinámica de las potencias modernas. Los suyos
eran conflictos localizados en el tiempo y se emprendían para solventar un problema
determinado: el destino de una corona, la posesión de una colonia, ganar una
determinada ventaja comercial o estratégica…, y no estaban basados en razones
nacionalistas o ideológicas. Libradas por ejércitos profesionales, se privilegiaba la

70
HISTORIA DE ESPAÑA II

estrategia sobre la fuerza, sin arriesgar más que lo preciso para forzar una negociación
en condiciones favorables. De ahí la gran importancia que cobra la diplomacia durante
el siglo, muchas veces emprendida al margen de aparatosos congresos de paz que solo
certificaban logros obtenidos o rendidos en negociaciones directas entre los
contendientes y que continuaban incluso durante las hostilidades. En este sentido, por
más que entre el inicio del siglo y la muerte de Carlos III España conociera más años de
guerra que de paz, las conversaciones, e incluso el comercio, no se interrumpían entre
las potencias. En el XVIII, el cambio de una situación a otra parecía natural, lo que
contribuía a la estabilidad del orden internacional.
Además de los aspectos anteriores se debe tener en cuenta que los actores eran
conscientes de las limitaciones a lo que era posible conseguir mediante el recurso a las
armas. Las guerras resultaban muy caras para los limitados recursos de unas potencias
conscientes de los peligros de prolongarlas. Además, libradas entre amplias coaliciones
–donde no resultaban insólitos los cambios de bando-, debían prestar atención no solo
a sus enemigos, sino también a la fiabilidad de sus socios. En las alianzas el compromiso
a no negociar la paz por separado era tan solemnemente invocado como habitualmente
quebrantado. La solemnidad de las cláusulas de paces y tratados no redimía a estas de
idéntico pronóstico. Por ejemplo, el emperador Carlos VI, quien persiguió y obtuvo el
reconocimiento de los derechos su hija María Teresa en más de dos docenas de tratados,
no consiguió que fueran honrados a su muerte. En ese contexto, el éxito desmesurado
de un contendiente provocaba recelos entre sus coaligados y se generaban incentivos
para consolidar mediante la paz las ventajas obtenidas con las armas frente a buscar
maximizar los resultados.
En una época así caracterizada resultan naturalmente conciliables la celebérrima
definición por Clausewitz de “la guerra como la continuación de la política por otros
medios”, y la inversión de tal aforismo por Foucault para quien “la política es la guerra
continuada por otros medios”. La concurrencia de las dos sentencias describe bien una
dinámica de la sociabilidad internacional europea del siglo XVIII que si bien estaba sujeta
una evolución continua, también mostraba una notable tendencia de fondo a la
estabilidad y cuyas mayores sacudidas se produjeron precisamente al inicio y final del
siglo. Con la clave de bóveda de esa dimensión de moderación en sus conflictos, se
pueden describir unos factores constantes en las relaciones internacionales.
A principios del XVIII, Europa contaba con cinco potencias coloniales. España, con las
colonias más extensas y ricas –y deseadas-; Francia e Inglaterra, con territorios en
Norteamérica y el Caribe y que también compartían ambiciones en extremo Oriente;
Portugal, que tras el Tratado de Methuen (1703), cayó en la órbita de Gran Bretaña,
limitando su autonomía estratégica, y las Provincias Unidas quienes tras las guerras de
navegación habían perdido progresivamente la importancia que llegaron a gozar en el
XVII. El conglomerado patrimonial de los Habsburgos de Viena, al que sumaban la
dignidad imperial, no conseguiría que pasaran de meros proyectos sus ambiciones
coloniales pero seguiría ostentando el carácter de gran potencia continental. Además,

71
HISTORIA DE ESPAÑA II

otras dos coronas experimentarían una consolidación de su poder: Prusia, que se


convertiría en el gran rival de los Austrias dentro de Alemania, y Rusia, quien tras la Gran
Guerra del Norte (1700-21), desplazaba a Suecia como potencia dominante en el Báltico.
Junto a ellas, una serie de potencias de segundo y tercer orden –Saboya, Baviera,
Venecia, el reino daño-noruego, algunos principados del Imperio, Polonia y otros
pequeños estados- perseguían su engrandecimiento o al menos su conservación con
severas dificultades para seguir una política independiente de las de las grandes
potencias.
Una tendencia constante del siglo XVIII fue el enfrentamiento entre Francia e Inglaterra.
Las raíces se pueden encontrar con la dinámica generada por la entronización del
antiguo estatúder -y adversario de Luis XIV- Guillermo III, pero también que ambas
competían directamente en sus intereses coloniales o en el fenómeno repetidamente
observado de la pugna entre la potencia consolidada y la emergente en una situación
internacional dada. Los británicos, con la marina como instrumento clave de su política
exterior, trataron de arbitrar y controlar la política europea, pero no obtuvieron en el
XVIII una preponderancia supranacional como la hispana o francesa de los siglos
anteriores. Si bien el dominio del mar les permitía ejercer un control económico de los
dominios de ultramar, para proyectar su poder en el continente precisaban de aliados
en el continente y explotar las rivalidades en Europa. Francia salía fortalecida del cambio
dinástico en Madrid, ganando seguridad en sus fronteras y constituyendo la principal
potencia militar del continente. En el centro y este de Europa, Austria, Prusia y Rusia se
vieron progresivamente favorecidas por la decadencia turca. Italia a su vez, vuelve a ser
escenario de ambiciones y teatro de las operaciones militares que había venido
esquivando en el periodo anterior. Dichas son las claves con las que la Monarquía de
España tuvo que reacomodar su política exterior durante el siglo XVIII.
2. Cambio dinástico y guerra de sucesión española (1701-1715)
La sucesión de Carlos II terminó suponiendo, como va apuntado, la alteración más
importante de equilibrios en Europa de todo el periodo a estudio en este tema. En ella
se pueden identificar todos los factores que han sido descritos en el epígrafe anterior,
pero también una solución taxativa a los problemas que habían originado el conflicto,
repetida constantemente en los tratados que la finalizaban –«confirmar la paz y la
tranquilidad del mundo cristiano por medio de un justo equilibrio de poder»- y que
continuaría en vigor hasta el ciclo bélico originado por la Revolución Francesa. Con el
cambio dinástico se dirimió –como riesgo potencial- la posibilidad de una monarquía
universal borbónica que aunara las coronas de Francia y España. A la luz de los primeros
acontecimientos parecía un riesgo efectivo. Los movimientos de tropas francesas
asegurando Lombardía y los países bajos españoles –con el desalojo de la barrera
neerlandesa-, la primera distribución de alianzas –en el que Portugal y Saboya figuraban
en el lado borbónico- o la posición de Luis XIV sobre una legitimidad de su casa derivada
de sus derechos de sangre y no de la instauración testamentaria de Carlos II- y por tanto
del principio de separación de coronas- apuntaban en dicha dirección.

72
HISTORIA DE ESPAÑA II

Para el análisis puede ser muy útil un concepto de la teoría de las relaciones
internacionales, la llamada trampa hobbessiana, que sostiene que un factor
determinante en los inicios de las hostilidades es el miedo generalizado a un ataque
enemigo que incentiva uno propio preventivo. Es un fenómeno observado desde la
antigüedad, el mismo Tucídides lo formuló en su Historia de la Guerra del Peloponeso y
que también ha acuñado en la literatura científica un concepto homónimo y
emparentado, la trampa de Tucídides. Parece más conveniente destacar el primero
dado que Hobbes añade un elemento de interés. El impacto de sus teorizaciones sobre
la sociabilidad humana y su traslado a la internacional subrayan el entendimiento de la
guerra de todos contra todos como estado de naturaleza, pero también el de la
necesidad de un pacto que supere la guerra civil primigenia. La necesidad de dicho pacto
constituía una variable latente en la dinámica internacional, que con la resolución del
conflicto se transformaría en observable.
La trampa hobessiana también puede explicar las actuaciones de las potencias
borbónicas. El emperador impugnó inmediatamente la coronación de Felipe V, iniciando
un movimiento de tropas hacia Italia, Guillermo III y los holandeses verificaron pasos
que mostraban su determinación de desafiar lo dispuesto testamentariamente por
Carlos II. Por tanto, los movimientos se intensificaron, provocando una espiral de
conflicto.
La distribución de fuerzas inicial parecía muy favorable a los borbones. Las primeras
operaciones contuvieron el avance imperial en Italia, iniciaron combates en Alemania y
parecían haber consolidado sus posiciones en Flandes. Sin embargo, las cosas
empezaron a cambiar en 1703. La pérdida del lucrativo “asiento de negros” y las
implicaciones sobre la propia soberanía de una consolidación borbónica provocaron un
cambio de bando de Portugal (tratado de Methuem, 1703), al igual que las perspectivas
de quedarse encajonado entre Lombardía y Francia –y el cálculo que siempre le
acompañaba- hicieron lo propio con el duque de Saboya. Con ambos en la Gran Alianza,
las fuerzas parecían equilibrarse. La gran batalla de la guerra, Blenheim (1704) supuso
una grave derrota para Francia, y con la captura de Gibraltar ese mismo año significaban
el inicio de un ciclo favorable a la Gran Alianza. Marcando el final de sus operaciones
ofensivas en Alemania y Portugal, las potencias borbónicas pasaban a la defensiva en
Italia, Flandes y los territorios hispánicos peninsulares. En el norte se verificaría la
pérdida de Flandes (Ramilliés, 1706) propiciando el paso a la defensiva de Francia en
este frente. En Italia, por el Tratado de Milán (1707) las tropas francesas pasaron a
Francia para reforzar sus posiciones en el norte, cediendo Lombardía y dejando el
camino expedito al Imperio hacia las posiciones hispanas en aquella Península. En
España, los territorios de la Corona de Aragón pasaron a la obediencia del archiduque
Carlos, quien llego a tomar Madrid en dos ocasiones (1706 y 1710), pero no pudo
consolidarlo en ninguna de ellas, sufriendo sus más severas derrotas en sus respectivas
retiradas (Almansa, 1707 y Brihuega y Villaviciosa, 1710). A esas alturas, ya parecía no
existir una solución militar al conflicto.

73
HISTORIA DE ESPAÑA II

La dimensión política del conflicto en Madrid transcurrió por varias fases engarzadas al
resultado de las operaciones militares. Desde el principio de su reinado, Felipe V pareció
someterse a una tutela prolongada de su abuelo, representada por las importantes
responsabilidades asumidas por Amelot, embajador francés, y Jean Orry, secretario de
Guerra y Hacienda, en la reorganización de la monarquía. La dirección francesa de los
asuntos se veía reforzada por la importancia de las tropas expedicionarias francesas en
el frente peninsular. Los cuerpos españoles más capacitados, los ejércitos de Lombardía
y Flandes, se encontraban comprometidos en el continente y la dependencia de Francia
resultaba crítica. Tras 1709, Luis XIV había iniciado conversaciones con los aliados,
primero en La Haya y después en Geertruidenberg. Ambas sucesivamente proponían
diversas fórmulas para desalojar a Felipe V del trono español a lo que este se negó,
expulsando a Amelot de Madrid e iniciando un periodo de acción autónoma apoyado en
bases exclusivamente españolas. A la postre, la negativa de Luis XIV a participar en el
derrocamiento de su nieto hizo fracasar estas primeras tentativas de paz.
Contando de nuevo con el apoyo militar francés, Felipe V se encontró asentado ya
firmemente en el trono francés y con dos herederos nacidos en Madrid, que reforzaban
su posición. A su vez, la elección del archiduque como emperador (1711) pero sobre
todo la elección de un nuevo gabinete tory (1710) condujeron al final de la guerra.
Desentendiéndose de sus aliados, los británicos buscaron mediante la diplomacia
directa con los borbones consolidar una paz favorable a sus intereses y de la que, en
términos de poder, salieron muy beneficiados. La paz de Utrecht (1713) les significó
importantes concesiones comerciales en América, la conservación de Gibraltar y
Menorca como bases de su penetración en el Mediterráneo. Un nuevo ordenamiento
territorial en el continente por el que las posesiones españolas en el continente pasaron
a manos austriacas, excepto Sicilia destinada a Saboya, en un rediseño continental -y
también regional- de poder basado, como se ha anticipado, en el principio del equilibrio.
Felipe V conseguía asentarse en el trono de Madrid, cediendo las posesiones italianas y
los países bajos españoles, además de una –nueva- renuncia a sus derechos al trono
francés. Las ventajas comerciales concedidas a Gran Bretaña en ultramar significaban
una penetración comercial británica pero, por otra parte, alejaban la francesa que
también había preocupado en Madrid. Si el testamento de Carlos II significaba la quiebra
de dos siglos de enfrentamiento con Francia, los términos de la nueva paz, la muerte de
su primera mujer y el nuevo matrimonio de Felipe V (1714) y la muerte de su abuelo
(1715) no significaron una alianza estrecha sino que abrieron espacio para una política
exterior netamente española, centrada en las nuevas prioridades que se imponían.

3. La monarquía tras Utrecht: hacia una nueva política exterior


La reconfiguración de la monarquía había proporcionado un perfil compacto: los
dominios peninsulares y las colonias ultramarinas, alejándose España de los
compromisos directos en el norte y centro de Europa. Sin embargo, seguiría
desempeñando un papel importante en Europa, pero sobre todo como potencia

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HISTORIA DE ESPAÑA II

colonial. La conservación de las Indias, a pesar de los retrocesos en el continente, fue la


principal prioridad política, particularmente atenta hacia los intereses comerciales y
estratégicos. Como consecuencia, el enfrentamiento con el Reino Unido fue una
constante. La amenaza que suponía sobre el comercio con América y su comercio era
invariable, aunque nunca llegó a temerse una conquista de las Indias cuyos centros
vitales, las altiplanicies de Méjico y Perú, estaban muy alejados de las costas. Como
derivada, el expansionismo en el plata y en Brasil de su aliado Portugal si suponía una
amenaza directa.
El segundo vector de la acción exterior española en el siglo XVIII se situaba en Italia.
Pocos años después de Utrecht, los gobernantes españoles promovieron aventuradas
acciones que son consideradas fruto del llamado «irredentismo italiano», en una
especie de prolongación de la guerra de Sucesión. Por otra parte, la opinión de que esta
política italiana tendía más que nada a satisfacer las ambiciones de Isabel de Farnesio
debe ser matizada. Su elección como segunda consorte de Felipe V no fue ajena a sus
derechos dinásticos en Parma, Plasencia y Toscana, lo que demuestra un interés en
continuar la tradición mediterránea de los monarcas aragoneses y tratar de seguir
cumpliendo allí, sobre todo en los reinos del sur, un papel tutelar.
Sobre dichas coordenadas, Atlántico y Mediterráneo, en las que se incluyen también la
reivindicación de Gibraltar y Menorca, y la política de seguridad y de pacificación con los
países del norte de África, se traza la política exterior española en el siglo de la
Ilustración. Salvo en las primeras décadas, los gobiernos de Felipe V acabaron por
adaptar su actuación exterior al sistema de equilibrio europeo, buscando el eje que más
favoreciera los intereses del país, que indefectiblemente fue el de París. Más que las
dinásticas, las razones decisivas fueron las estratégicas, particularmente la necesidad de
defenderse de Gran Bretaña con el aliado más fuerte posible. Por tanto, aun en el
supuesto de que reinaran dos dinastías distintas en Francia y en España, es probable que
el acuerdo se hubiera producido igualmente.
Se puede apuntar una tendencia general hacia la neutralidad. Una tendencia que,
ciertamente, fue negada durante el reinado de Felipe V, pero consagrada por los
gobiernos de su sucesor inmediato y, en el fondo, también por los de Carlos III. Al
margen de las aspiraciones personales de los protagonistas de la política exterior
española, fue otra de las estrategias con las que se intentaba defender el imperio
colonial frente a Gran Bretaña. En cualquier caso, la clave principal de la política exterior
española en el siglo de la Ilustración se halla precisamente en este último componente
de la monarquía, el componente americano.

4. El irredentismo en Italia
La reacción contra Utrecht y el intento de recuperar posiciones en Italia empezaría con
el arriesgado proyecto emprendido por Giulio Alberoni. Enviado del duque de Parma en
Madrid, fue el encargado de concertar el nuevo matrimonio del rey y a quien la
influencia de la reina consiguió conferir la dirección de la política exterior hispana.

75
HISTORIA DE ESPAÑA II

Consciente de que sus proyectos en Italia significaban la guerra con el Imperio, Alberoni
comenzó por una reorganización militar y por un acercamiento a la Santa Sede.
Asimismo, trató de atraerse a Gran Bretaña y Holanda mediante nuevas concesiones
comerciales. Sin embargo, se encontró con una aproximación británica a Francia, que
conduciría, finalmente, tras la adhesión de Holanda, a la Triple Alianza de La Haya (1717).
Los firmantes se reafirmaban en la defensa del equilibrio diseñado en Utrecht, con el
compromiso de evitar la unión de las coronas francesa y españolaen la persona de Felipe
V. Este sistema duraría casi un cuarto de siglo y contribuiría, no sólo a hacer más efectiva
la política británica en el Mediterráneo, sino que, unido al tratado de Gran Bretaña con
el Imperio (1716), completó el aislamiento inicial de España en su política italiana.
Alberoni trató de replicar buscando un acercamiento a Suecia, Rusia, e incluso el Imperio
turco, buscando la retaguardia de Austria, aunque no consiguió más que estrechar las
relaciones entre Gran Bretaña y el Imperio.
Así, se decidió a emprender un ataque sobre Cerdeña. En julio de 1717 salió de
Barcelona, al mando del marqués de Lede, una flota de 12 navíos de guerra y 8.000
hombres. En agosto desembarcó en la isla iniciando las hostilidades contra el emperador
y que para noviembre había concluido con apoyo de la población. El asombro y la alarma
de las potencias fueron enormes ante este síntoma del resurgir de la potencia militar
española y, sobre todo, ante el inconformismo de sus reyes con el sistema de Utrecht.
Francia y Gran Bretaña presentaron quejas formales ante el gobierno español. Sin
embargo, optaron de momento por la vía diplomática. Además de Parma, ofrecieron
Toscana para el infante Carlos e incluso se insinuó la posibilidad de restituir Gibraltar.
Las propuestas fueron rechazadas por los españoles, crecidos por la facilidad de la
empresa de Cerdeña y la confianza en sus posibilidades.
Alberoni, sin medir las consecuencias, optó por un nuevo acto de fuerza. Mientras las
potencias interesadas continuaban negociando, una nueva expedición militar española
partía de Barcelona en junio de 1718, organizada por Patiño e integrada por un
contingente mucho mayor. Esta vez, Lede llevaba consigo su nombramiento como virrey
de Sicilia. Las tropas españolas desembarcaron el 1 de julio cerca de Palermo y no
encontraron una resistencia fuerte. Rápidamente fue ocupándose las plazas más
importantes de la isla, también con un notable apoyo local, arrinconando al ejército
piamontés.
Sin embargo, la reacción de las potencias fue fulminante. El 2 de agosto, con la
incorporación de Austria, la Triple alianza paso a Cuádruple. En noviembre, Víctor
Amadeo de Saboya se unió a la alianza, aceptando un trueque de Sicilia por Cerdeña. En
la corte española, las opiniones estaban divididas entre los partidarios de evitar el
enfrentamiento con la Cuádruple -incluido Alberoni- y los que pretendían oponerse a
ultranza a todas sus condiciones. No hubo tiempo: aún estaba en Madrid el enviado de
la Cuádruple con una oferta aliada que incluía la sucesión en Parma y Toscana, cuando
se supo de la destrucción de la flota española por la inglesa, a pesar de no existir
declaración de guerra.

76
HISTORIA DE ESPAÑA II

Después de esto, era evidente que los proyectos no podían tener éxito. No obstante, se
rechazó la paz y continuaron los combates en Sicilia, aunque con crecientes dificultades.
Lede, sin apoyo naval, no podía impedir el flujo de refuerzos austríacos y las tropas
españolas hubieron de permanecer a la defensiva. La lógica dictaba buscar un
compromiso; sin embargo, Alberoni, con el respaldo de los reyes, decidió continuar la
lucha en otros escenarios.
Preparó un doble movimiento completamente descabellado, en busca de los puntos
débiles de sus adversarios. Intentó derrocar como regente de Francia al duque de
Orleans y, a la vez, desestabilizar la corona inglesa. Obviamente era absurdo tratar de
romper la Cuádruple Alianza por el lado de Francia, precisamente la potencia de la que
podría esperarse una mejor predisposición, consiguiendo, sin embargo, que en enero de
1719 Francia le declarara la guerra. Este movimiento implicó efectivamente el
desembarco de tropas españolas en la Bretaña Francesa, al igual que el apoyo a los
jacobitas en Escocia, otro en en Kintaill. Ninguna de las operaciones obtuvo el menor
éxito y había logrado implicarse en una guerra simultáneamente con las potencias más
importantes de Europa. Entre sus consecuencias se contaron expediciones de castigo
británicas a Vigo y Santoña, sendas invasiones francesas del Pais Vasco y Cataluña –con
una respuesta hispana en la Cerdaña francesa-. Mientras tanto, en Sicilia, donde
continuaba la lucha, Lede no tuvo más remedio que proponer a los austríacos un
armisticio lo que significaba reconocer la pérdida de la isla.
Cuando llegaron a Madrid noticias sobre todos estos hechos, se hizo evidente la
necesidad de la paz y de la caída del responsable. El 5 de diciembre de 1719, Giulio
Alberoni fue despedido de la corte y expulsado de España. En enero de 1720, España se
adhirió a la Cuádruple alianza, incluyendo para Felipe V su enésima renuncia al trono de
Francia y someterse a Utrecht. La adhesión fue aprovechada para transferir Cerdeña a
Víctor Amadeo de Saboya y Sicilia al emperador Carlos VI. España sólo consiguió el
reconocimiento de la sucesión en los ducados de Parma y Toscana a los hijos de Isabel
de Farnesio. Este fue, a costa de un gran esfuerzo militar y diplomático, el único
resultado de la política exterior de Alberoni que, finalmente, conoció el más estrepitoso
fracaso. Sin embargo, se evidenció una capacidad militar hispana que debía ser tomada
en cuenta a pesar de las incoherencias de su política exterior.
España necesitaba contar con auxilios exteriores para aspirar a lograr sus pretensiones
internacionales. En enero de 1720, una vez incorporado Felipe V a la Cuádruple alianza
y aceptadas todas sus premisas, comenzó un nuevo período en la política exterior
española en el que la corte de Madrid, renunciando a actuar en solitario, trataría de
buscar la alianza con las grandes potencias, en particular con Francia. Con esta intención,
el gobierno español envió sus representantes al congreso general de Cambrai. También
tendrá lugar otra iniciativa. Con las tropas evacuadas de Cerdeña y Sicilia se encomendó
a Patiño la organización de una nueva expedición para destruir las fortificaciones en
torno a Ceuta, que logró fácilmente su objetivo inicial previsto. Sin embargo, como Gran

77
HISTORIA DE ESPAÑA II

Bretaña mostrara su inquietud por la presencia de tropas españolas al otro lado del
estrecho de Gibraltar, se ordenó su regreso para no poner en peligro las negociaciones.
Francia y España firmaron una alianza en Madrid (1721). Sus claves eran la promesa del
apoyo francés en la recuperación de Gibraltar y en los ducados italianos. También se
hicieron proyectos matrimoniales. En Londres fue bien recibida una oferta de nuevas
concesiones comerciales, allí preocupaba la intención del Carlos VI de adquirir potencia
marítima y comercial aprovechando sus puertos mediterráneos y flamencos. Así, el 13
de junio de 1721, Gran Bretaña se incorporó al tratado de alianza franco español.
Sin embargo, la ruptura del compromiso entre el rey francés y una infanta española,
movió al barón de Ripperdá, nuevo encargado de la política exterior y personaje aún
más atrabiliario que Alberoni, a ofrecer al emperador un ventajoso tratado de comercio,
además de la alianza defensiva, el primer tratado de Viena (1725). Las indiscreciones de
Ripperdá hicieron públicas sus negociaciones pretendidamente secretas, lo que provocó
un acercamiento entre Gran Bretaña y Francia. A cambio de su reconocimiento como
rey de España y de la conformidad con la solución a la cuestión italiana propuesta por la
Cuádruple, Felipe V reconocía la Compañía de Ostende y prometía a los súbditos del
emperador los mismos privilegios comerciales otorgados a holandeses y británicos. El
clima prebélico que esto ocasionaría, además de la vaguedad de los compromisos
imperiales, forzó la dimisión y posterior encarcelamiento de Ripperdá. Su caída dio paso,
por vez primera, a ministros españoles en puestos de máxima responsabilidad y
formados desde los tiempos de Orry.
El más destacado era José Patiño quien, a partir de 1726, se centrará en la
reconstrucción interior y en racionalizar la política exterior española. Impulsó la
actuación internacional española dotándola de medios necesarios desde las secretarías
de Hacienda y de Marina e Indias. Así, el comercio y la explotación económica de las
colonias se convirtieron en el objetivo principal. Aplicando análisis realistas, buscaba un
nuevo papel en el sistema internacional sin desafiar el equilibrio europeo para, desde
él, actuar conforme a las necesidades e intereses del reino. También se mostraba
interesado en el control de puntos estratégicos en la costa africana. Pensaba que el
respaldo fundamental de la diplomacia española estaba en Francia y que la gran rival
era Gran Bretaña, con quien convenía, sin embargo, mantener la comunicación. Así,
Patiño buscará una presencia internacional efectiva, pero con objetivos realistas y
específicos.
Puede hablarse del comienzo de una etapa en las aspiraciones internacionales de
España. Las primeros pasos fueron desenmarañar la situación creada por Ripperdá en el
acercamiento a Viena y que había incluido un sitio a Gibraltar que continuaba abierto y
una situación inflamable en colonias. El levantamiento del asedio a Gibraltar, la
devolución a Gran Bretaña de presas y embargos españoles, la retirada de las flotas
inglesas de Antillas y del estrecho, la presentación de excusas por la ruptura del
compromiso con la infanta fueron varios de los ítems que, mediante los preliminares de
París (1727) y la convención del Pardo (1728) lograron la desescalada.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

España iniciaría el siguiente movimiento en dos pasos. El primero, proponiendo a


Francia, Gran Bretaña y Holanda una alianza frente al emperador. Además, se decidió
aceptar la propuesta portuguesa de casar al príncipe de Asturias, Fernando, con María
Bárbara de Braganza y a la infanta Marra Ana Victoria -la fallida prometida de Luis XV-
con el príncipe del Brasil y heredero de Portugal, José l. Los matrimonios implicaban para
España un cierto éxito político en la medida en que facilitaban que Portugal no
dependiera exclusivamente de Londres y La Haya. El tratado de Sevilla (1729), con
Francia y Gran Bretaña, fue el principal logro de lo anterior y representó un pacto de
unión, paz y mutua defensa, que marginaba a Austria.
También significaba una victoria británica que veía confirmados todos sus privilegios
comerciales, lo que no dejaba de ser un ejercicio de realismo ya que su flota dominaba
los mares y todos aceptaban su papel de árbitro en las querellas entre los estados
continentales. Francia firmó el tratado con el evidente propósito de evitar una alianza
bilateral hispano-británica. Para España supuso renunciar a la alianza austríaca y obtuvo
el derecho a mantener guarniciones españolas como garantía de la sucesión en los
ducados italianos. Posteriormente, Walpole negoció un segundo tratado de Viena
(1731). Por él, Carlos VI obtuvo de Gran Bretaña, Holanda y España, el reconocimiento
de la pragmática sanción a cambio de la abolición de la Compañía de Ostende y de la
aceptación de don Carlos como duque de Parma, acompañado por 6000 soldados
españoles. Las tropas españolas salieron desde Barcelona en octubre, y don Carlos lo
hizo en diciembre, siendo proclamado soberano de Toscana y Parma.
Con los efectivos militares con que se habían asegurado los ducados, Patiño organizó
una expedición a Orán. Se concentró una flota y un ejército de 30.000 soldados en
Alicante y desembarcó cerca de Mazalquivir. Apenas encontró resistencia, tomando
Orán el 5 de julio de 1732. La escuadra volvió a España, tras guarnecer la plaza, además
de Mazalquivir y otros fuertes. Tras rechazar varios contraataques, quedó reforzada la
posición en el Mediterráneo, perdiendo los piratas berberiscos una de sus bases
principales.
Patiño había conseguido reorientar la acción exterior española y situarla en una posición
desde la que intentar recuperar Gibraltar y de Menorca y el control del comercio
americano. Cada vez resultaba más claro que el auténtico rival era Gran Bretaña y que
el teatro primordial serían el Atlántico y las colonias. Así, sólo la alianza con Francia
podría contrarrestar la situación y pasó a ser entendida como una necesidad palmaria
de la política exterior.
4. Segunda fase del reinado de Felipe V. La guerra de sucesión de Polonia
Una alianza entre Gran Bretaña, Francia y España se enfrentaba al hecho cierto de que
sus intereses eran opuestos, sobre todo en ultramar. La suspicacia británica se centraba
en el fortalecimiento naval español y en la amenaza que suponía para el contrabando
inglés. Patiño había establecido el embrión de una marina de guerra permanente. Por
otra parte, la creación de reales compañías de comercio o los registros sueltos conseguía
recuperar mercados en las costas americanas; es decir la búsqueda de una política

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HISTORIA DE ESPAÑA II

atlántica pujante. Pero la suspicacia alcanzaba también Italia y el Mediterráneo en cuyo


comercio residían importantes intereses británicos.
La situación se deterioró en 1733, con otra grave crisis sucesoria, ahora en Polonia. La
corte francesa trató de aprovechar la circunstancia para restaurar en Polonia a
Estanislao Leszczýnski, suegro de Luis XV, destronado en 1709. Otro candidato era
Augusto, elector de Sajonia, hijo del rey fallecido, al que apoyaban Austria, Rusia y
Prusia, buscando evitar que se reanudase la antigua relación entre Francia y el estado
centroeuropeo. El primer paso lo dio el propio Estanislao Leszczýnski, al entrar en
Polonia y hacer que, en septiembre de 1733, una mayoría de la nobleza polaca, tras ser
sobornada con oro francés, lo eligiera como rey. Ante la inminencia de la guerra,
Chauvelin, secretario de Exteriores francés y cabeza del partido belicista,
tradicionalmente hostil a la casa de Austria, buscó aliados. Primero, Francia prometía a
Piamonte-Cerdeña (tratado de Turín, 1733) el Milanesado. Y también se dirigió a Baviera
y España.
Mientras tanto, en octubre de 1733, con apoyo ruso y austriaco, el elector de Sajonia
fue proclamado rey de Polonia con el nombre de Augusto III. Como respuesta, Luis XV
declaró la guerra a Austria. El cardenal Fleury, partidario de la paz, se resignó a la lucha,
pero logró que no participaran Gran Bretaña y Holanda con la garantía de que Francia
no invadiría los Países Bajos austríacos y que no intervendría en el Báltico.
Patiño consiguió un tratado de alianza entre sus reyes y Luis XV, (Tratado del Escorial,
1733). Francia se ofrecía a garantizar los derechos del infante don Carlos sobre Parma,
Plasencia y Toscana y se comprometía a apoyar la reivindicación de Nápoles y Sicilia para
el infante don Felipe. A cambio, se obligaba a combatir contra Austria, sin hacer la paz
por separado. En una cláusula secreta, Luis XV también se obligaba en la devolución de
Gibraltar, incluso por la fuerza, si era necesario, a cambio Felipe V prometía a los
súbditos franceses los privilegios comerciales británicos en América. El tratado de El
Escorial es conocido como primer pacto de Familia, aunque representa más el
pragmatismo político y la necesidad de conjugar los intereses hispano-franceses frente
a Gran Bretaña que una solidaridad familiar.
La guerra se decidió militarmente en el oeste, sobre todo por las operaciones en Italia.
La pérdida de Dantzig, costó la corona a Estanislao Leszczýnski, en la primavera de 1735,
toda Polonia estaba controlada por los austro-rusos. En el oeste, las armas francesas
obtuvieron rápidos éxitos, en Alemania y Lombardía. Así, mientras las tropas españolas
entraban en tierras napolitanas, la escuadra de Montemar, desde la costa, protegía las
operaciones y en abril de 1734 tomó Nápoles, dedicándose a controlar los escasos
núcleos de resistencia. Don Carlos, una vez recibidos de su padre sus derechos sobre
Nápoles y Sicilia, comenzó a gobernar como rey de las dos Sicilias, título que Luis XV
reconoció inmediatamente. Antes de que fuera completada la ocupación de Nápoles,
partió una primera expedición a Sicilia, también a las órdenes de Montemar, que obtuvo
una rápida victoria. Por último, Montemar, volvió a Nápoles para organizar un ejército

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HISTORIA DE ESPAÑA II

de 25.000 hombres con el que intervenir en Lombardía, junto a los franceses, donde la
guerra continuaba indecisa.
En el norte de Italia, en efecto, se habían estabilizado las líneas. Como los borbónicos no
lograban una victoria determinante, Gran Bretaña y Holanda, hasta entonces a la
expectativa, decidieron imponer su mediación. Sin embargo, el cardenal Fleury, desde
siempre opuesto a este conflicto, decidió aprovechar los éxitos franceses en los
primeros encuentros para anticiparse a la interesada mediación británica y buscó la
negociación directa y secreta con el emperador, a pesar de que con ello incumplía el
tratado de El Escorial y ponía en crisis el primer pacto de Familia. Las negociaciones
fueron rápidas. La solución era que Estanislao Leszczýnski recibiera los ducados de Bar y
de Lorena para que, a su muerte, fuesen legados a su hija, la reina de Francia, para lo
que era necesario a su vez ofrecer Toscana al duque Francisco III de Lorena como
indemnización. A don Carlos de Borbón, se le reconocería como rey de Nápoles y Sicilia,
convertidos en reino independiente, pero se le exigía la renuncia a Toscana, Parma y
Plasencia. Estos dos últimos ducados pasarían al emperador, a quien se devolvía Milán
y Mantua, mientras que Saboya obtenía los ducados de Novara y Tortona. España,
abandonada por Francia, no tuvo otro remedio que adherirse. Fleury, a cambio,
únicamente, de reconocer la Pragmática sanción, logró que Lorena se integrase en
Francia e iniciar una colaboración franco-austríaca con la que recuperar para Francia
parte del terreno ganado desde Utrecht por Gran Bretaña y convertirse en el eje del
apoyo mutuo entre las tres monarquías frente al arbitraje británico. Pero la paz
definitiva de 1738 resultó útil para España, que ya preveía un enfrentamiento con Gran
Bretaña.

5. Guerra colonial y sucesión imperial


El anunciado conflicto con Gran Bretaña fue provocado por la rivalidad colonial. El
contrabando británico motivaba confiscaciones y la renuencia española a renunciar al
derecho de inspección de los navíos ingleses. Esta tensión aumentó tras el fracaso de las
flotas de 1731 y 1737, que fracasaron comercialmente. Desde el punto de vista
británico, el esfuerzo de Patiño por reorganizar el comercio y la marina amenazaba con
limitar la libertad de sus buques. Las reclamaciones mutuas no dieron resultado y en la
cámara de los Comunes surgió una oposición dura, defensora de su superioridad
comercial sobre y que reprochaba a Walpole que tolerase las represalias españolas
contra el contrabando británico en América.
Además, se añadían las disputas fronterizas de los colonos españoles con los británicos
en Florida y Georgia, y con los portugueses en el Plata. Después de algunos otros
incidentes, la opinión británica dio gran importancia al asunto Jenkins: un oficial de un
guardacostas español seccionó la oreja al capitán contrabandista Jenkins al tratar de
apresarlo. Temiendo la intervención directa de Francia, Walpole y el embajador en
Madrid, Benjamin Keene, hicieron lesfuerzos para evitar la guerra. El resultado fue un
acuerdo hispano británico firmado el 14 de enero de 1739 en El Pardo. El

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HISTORIA DE ESPAÑA II

incumplimiento mutuo lo hizo totalmente ineficaz este acuerdo: el gobierno británico


envió la escuadra del almirante Haddock a Gibraltar y el marqués de Villadarias,
secretario de Estado, amenazó al embajador Keene con la supresión del asiento y la
incautación de todas las embarcaciones inglesas en puertos españoles si la escuadra no
abandonaba el peñón. Walpole ya no pudo resistir más la presión belicista y el 23 de
octubre de 1739, Gran Bretaña declaró formalmente la guerra.
Mientras una parte de la flota de guerra británica permanecía en tomo a sus islas como
prevención de un ataque franco-español, una gran escuadra a mando del almirante
Vernon partía a las Antillas. Su primera acción fue el violento saqueo de Portobelo,
perpetrado en noviembre de 1739. Sin embargo, fracasaron en intentos sucesivos en La
Habana y Santiago de Cuba. El propio Vernon cosecharía un gran fracaso con graves
pérdidas en abril de 1741 en Cartagena de Indias, frente a una defensa española muy
eficaz. El almirante Anson remontó la costa chilena, saqueó Paila, en el Perú y, en
Panamá, logró apresar un galeón español. Un éxito escaso para la marina más poderosa
y los elevados costes soportados. Además, corsarios vascos, catalanes y mallorquines
apresaban con facilidad a numerosos mercantes ingleses. En Belice los británicos fueron
desalojados y producía gran inquietud la presencia de numerosas tropas ante Gibraltar;
en Cataluña, que amenazaban con desembarcar en Mahón, y las que, en Galicia, el
duque de Ormond reunía para pasar a Irlanda.
La guerra no estaba resultando como Londres había previsto. Las restantes potencias, a
excepción de alguna ayuda naval francesa a España, permanecían neutrales ante un
conflicto cuyo desarrollo era lento y equilibrado. La marina española, fortalecida por
Patiño, estaba demostrando ser capaz de resistir a la británica, mientras ésta se
desgastaba sin éxito en cada acción que emprendía. Fleury vio entonces la ocasión de
intervenir frente a Gran Bretaña. Para ello, necesitaba que se mantuviese un período de
calma en Europa continental. Sin embargo, un nuevo conflicto iba a desencadenarse en
el continente.
El nuevo rey de Prusia, Federico II, decidió buscar el apoyo de las potencias occidentales
para ganar posiciones frente a Austria, optando inicialmente por Francia, eje de la
política continental en el momento en que se presagiaba la temida crisis sucesoria en el
Imperio. El 20 de octubre de 1740 moría Carlos VI de Austria, desencadenando otra gran
guerra sucesoria. Mediante la Pragmática sanción se incluyeron dos medidas
fundamentales: la indivisibilidad de los territorios de los Habsburgos y la inclusión de las
hijas de Carlos VI en la sucesión imperial. A partir de entonces, el emperador vivió
obsesionado por asegurar su sucesión en su primogénita y porque los estados imperiales
y las potencias europeas reconocieran la Pragmática de 1713, lo que le impuso
limitaciones dentro y fuera de Alemania. Sin embargo, a su muerte, las candidaturas se
multiplicaron. En particular, los derechos de la archiduquesa fueron impugnados por el
elector de Baviera y por el elector de Sajonia y rey de Polonia, ambos yernos de José l.
La ocasión era propicia para que las potencias europeas sacaran partido. De esta forma,
si bien la crisis era más que nada un asunto que enfrentaba a María Teresa con los

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HISTORIA DE ESPAÑA II

príncipes alemanes -sobre todo con Federico II-, la sucesión imperial atrajo la atención
de toda Europa.
Francia, el elector palatino y el de Colonia, a los que se unieron los reyes de España y de
las Dos Sicilias, se comprometieron a apoyar la candidatura de Baviera. Poco después,
el 5 de junio de, por el tratado de Breslau (1741), Prusia -a quien se reconocía Silesia,
ocupada por Federico II el año anterior- se comprometió también a sostener la
candidatura del elector de Baviera. Por último, Suecia fue requerida por los coaligados
para inmovilizar a Rusia.
Mientras que los prusianos no podían ser detenidos en Silesia, tropas francesas y
bávaras penetraban por el Danubio y llegaban hasta las cercanías de Viena. Sin embargo,
la peligrosa situación austríaca se vio aliviada ya que el ejército coaligado se desvió hacia
Bohemia, donde Carlos Alberto se hizo coronar rey y, después, en Frankfurt, el 12 de
febrero de 1742, emperador. La retirada forzada de tropas austríacas del Milanesado
para utilizarlas en Alemania decidió a España a intervenir en el norte de Italia. En 1741
el infante don Felipe, al mando de un contingente hispano-francés inició un avance que
terminaría detenido. Una vez que Federico II hubo completado la conquista de Silesia,
su único interés fue lograr una paz que le permitiera consolidar el éxito. Esta decisión
salvó a María Teresa, quien prefirió resignarse a ceder Silesia a Prusia. Tentó también a
Carlos Manuel de Piamonte-Cerdeña, muy suspicaz ante los proyectos franco-españoles
sobre el Milanesado, logrando que el saboyano se apartara apartándose de la coalición.
Los abandonos permitieron a María Teresa contraatacar. En primer lugar, pudo enviar
un numeroso ejército a Módena frente a los españoles y napolitanos, forzando su
retirada hasta los Estados Pontificios. En segundo lugar, en agosto de 1742, las tropas
austríacas obligaron a replegarse al ejército francés de Alemania. Con ello, no sólo
consiguieron penetrar en Bohemia, sino que ocuparon Baviera, el estado patrimonial
del coronado Carlos VII.
En ese momento una gran escuadra británica se presentó frente a Nápoles, trasladando
hasta el Mediterráneo el conflicto colonial Iniciado en 1739, forzando al rey Carlos a
declarar su neutralidad y ordenar la inmediata retirada del ejército napolitano del
frente. La reacción austríaca se había visto favorecida por la evolución de la política
exterior británica. Gran Bretaña mantuvo el reconocimiento de la Pragmática y ofreció
ayuda a Austria, aunque sin querer comprometerse en el continente antes de finalizar
su guerra marítima con España. Pero ante el avance francés en Bohemia, se impusieron
los partidarios de la lucha contra Francia. Holanda Sajonia y Hesse se incorporaron con
ellos al bando austriaco.
Durante los siguientes dos años continuaron las operaciones, sobre todo en Italia
septentrional sin que ninguno de los bandos adquiera ningún avance significativo
aunque el bando borbónico fue perdiendo apoyos. En definitiva, en el otoño de 1743,
tras una febril actividad diplomática, Francia y España estaban aisladas, mientras los
aliados tenían ahora como objetivo arrebatar a Francia Alsacia, Lorena y posiciones en
Flandes. Esta situación, además de motivar la declaración de guerra de Francia a

83
HISTORIA DE ESPAÑA II

Piamonte-Cerdeña, propició que el acercamiento entre Francia y España se hiciera más


estrecho. El resultado fue el tratado de Fontainebleau (1743) conocido como segundo
pacto de Familia, que comprometía a Luis XV a establecer al infante don Felipe en el
estado de Milán y en los ducados de Parma y Plasencia, a garantizar Nápoles para don
Carlos y a declarar la guerra a Gran Bretaña, guerra cuyo objetivo principal sobre el papel
sería la restitución de Gibraltar y Menorca. La principal contrapartida española consistía
en dar por acabadas las concesiones comerciales a los británicos en América. Luis XV se
colocaba ahora a remolque de las aspiraciones hispanas.
La guerra –más allá de la guerra de la oreja de Jenkins- asistió a intensos combates fuera
de Europa: los británicos y los franceses libraron intensos combates en América del
Norte y en el subcontinente Indio. Sin embargo la guerra de sucesión austriaca fue, en
lo esencial, un conflicto continental. Las operaciones se extendieron mucho, una
rebelión jacobita apoyada por Francia llego tan al sur como Derby y no fue conjurada
hasta la batalla de Culloden (1746), se produjo la invasión francesa de los países bajos
austriacos llegando a penetrar en la república neerlandesa, a su vez los austriacos
penetraron en Alsacia o los franceses en los territorios occidentales de Piamonte
Frecuentemente las potencias retiraban efectivos de un frente para reforzar otro
escenario más importante a sus intereses particulares, Austria era muy sensible a
Bohemia, Prusia miraba con desconfianza cualquier penetración foránea en Alemania -
ya fuera el reforzamiento de los Hannover ingleses, las operaciones francesas o
austriacas- al igual que le sucedía a los piamonteses con el Milanesado. Por tanto, el
desarrollo de esta guerra demostró, una vez más, la poca fiabilidad de las coaliciones y
compromisos. Cada una de las potencias primaba sus objetivos sobre sus compromisos,
desentendiéndose de estos cuando se consideraba en una posición ventajosa –actitud
en la que destacarían el Prusia y el duque de Saboya-, aunque sí que se puede seguir una
línea constante que es la lucha directa entre Francia y Gran Bretaña en cualquier
circunstancia.
Dos muertes contribuyeron a una evolución del conflicto. En 1745 murió el emperador
Carlos VII de Baviera, logrando la púrpura imperial Francisco I, el marido de María
Teresa, lo que reforzaba la posición de María Teresa pero dejaba, además, resuelto uno
de los problemas que se planteaban con la guerra. Felipe V moriría un año después, en
julio de 1746. Obviamente, esto significaba un cambio en la medida que su sucesor,
Fernando VI, tendría forzosamente una actitud distinta ante la prioridad italiana en
política exterior.
Las operaciones en Italia estuvieron sometidas a oscilaciones en las que distintas
penetraciones franco españolas en los dominios septentrionales austriacos no
conseguían consolidarse y eran seguidas por contraataques austriacos con apoyo naval
británico y la alianza oscilante piamontesa, que tampoco lograban una penetración en
los dominios meridionales de los borbones españoles. Conforme avanzaba la guerra,
parecía clara la imposibilidad de conseguir el objetivo principal de construcción de un
estado patrimonial fuerte para el segundogénito de Isabel de Farnesio, pero también

84
HISTORIA DE ESPAÑA II

que se había logrado consolidar una recuperación de la presencia en Italia y que la voz
española debía ser atendida en el orden continental, lo que suponen indudables logros
del reinado frente a la situación salida de Utrecht. Todo parecía indicar que había llegado
el momento de la paz.
En 1746, con Fernando VI ya instalado en el trono de Madrid el gobierno británico
confiaba en la posibilidad de conseguir la retirada de España de la guerra e intentó llegar
a un acuerdo por separado con España. Sin embargo, los españoles no querían ni
sacrificar a los hermanastros del rey, ni comprar la paz -a pesar de desearla
ardientemente- al precio de abrir aún más el comercio colonial y peninsular a los
ingleses. Las conversaciones hispano-británicas fracasaron a causa de los desacuerdos
sobre Gibraltar, sobre las condiciones del establecimiento de don Felipe en Italia y sobre
el asiento de negros. Newcastle había calculado mal las aspiraciones y el respeto del
gobierno español a sus compromisos.
La apertura en diciembre de 1747 de un congreso general en Aquisgrán para negociar la
paz se debió, sobre todo, al desgaste y al cansancio de los beligerantes. Las
negociaciones se fueron llevando a cabo por partes. Francia, incumpliendo una el pacto
de Familia, trataba sucesivamente primero con Austria y posteriormente con Gran
Bretaña. Esa dinámica, además de la falta de fiabilidad, reflejaba un temor francés a
Gran Bretaña y Prusia que se saldó en unos preliminares (abril de 1748) que tuvieron
que ser aceptados –con no poca indignación- por los representantes austriacos y
españoles. El único logro español fue la asignación a don Felipe de los ducados de Parma,
Plasencia y Guastalla en un nuevo estado patrimonial que consolidaba la influencia de
los Borbones españoles frente a las casas de Austria y de Saboya, y establecía un
equilibrio menos precario en Italia. Significaba también el techo de los logros españoles
en su política italiana. Se habría de inaugurar una nueva fase en la política exterior
española en la que al revisionismo era sustituido por el principio de que la prioridad de
la política exterior española se debía situar en aguas atlánticas.

6. Neutralidad, independencia y rearme naval


Aunque el reinado de Fernando VI comenzó en plena guerra de sucesión de Austria,
constituyó un periodo de paz y de reconstrucción interna. A diferencia del reinado
anterior, el principio director de la política exterior fue dejar a España al margen de todo
conflicto bélico, dejando de lado proyectos como los italianos del reinado anterior, si
bien sus objetivos se situaban más cerca de la neutralidad armada que del puro
pacifismo.
La primera idea de Fernando VI –quien se mantuvo apartado de las tareas de gobierno-
fue mantener en sus puestos a los experimentados ministros de su padre, la mayoría de
los cuales habían demostrado ya su eficacia. A la muerte de Campillo (1743), las cuatro
secretarías que desempeñaba se habían asignado a un hombre de extracción social y
carrera política parecidas: Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, el mayor
talento organizador del siglo XVIII. Ensenada tenía una clara visión de cuales debían ser

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HISTORIA DE ESPAÑA II

las prioridades políticas, que presentó por escrito a Fernando VI. Partiendo de la paz
como máxima aspiración, proponía dos líneas de actuación: reforzar la posición militar
e internacional española para reclamar Gibraltar y Menorca, y conservar la amistad con
Francia. Aun consciente de que trataría de utilizar a España, la consideraba
imprescindible como contrapeso de la amenaza británica. Para lograrlo, Ensenada
trabajó en la reorganización de la Hacienda, para mantener una marina y un ejército
poderosos, como protección de las colonias y su comercio del peligro representado por
Gran Bretaña. Así, dentro de la tendencia pacifista del reinado, Ensenada era proclive a
un entendimiento con Francia y se le achacaba una clara hostilidad hacia Gran Bretaña,
a quien siempre inquietó la política de Ensenada, sobre todo la de rearme naval. Por
ello, la diplomacia británica buscaría su caída, que logró en 1754.
El único nombramiento ministerial anterior a la crisis de 1754 fue el de José de Carvajal
y Lancaster en la Secretaria de Estado, principal responsable de las relaciones exteriores
y la otra personalidad clave del periodo. Carvajal coincidía con Ensenada en la política
de reformas, aunque en política exterior representa una línea opuesta. Propugnaba un
equilibrio europeo basado en una alianza duradera de España con Portugal y Gran
Bretaña, cuyas aspiraciones coloniales no consideraba contrapuestas a las españolas,
sino complementarias. Para él, Gran Bretaña resultaba peor enemigo que Francia. Dado
que ambas políticas quedaban compensadas, parecía como si Femando VI hubiese
buscado la garantía de la no beligerancia. Al menos en la práctica, la diferente tendencia
de los dos ministros proporcionó a la corona los contrapesos que le permitieron
mantener un decidido pacifismo.
Para que fuera posible la política de independencia exterior y de neutralidad se
requerían recursos militares. A este respecto, Ensenada proyectó la creación de una
considerable fuerza terrestre y naval. Bajo su administración se reorganizó el arsenal de
la Carraca en Cádiz y se crearon los de El Ferro! y Cartagena. Como era previsible, el
programa de construcciones navales despertó las suspicacias británicas, a pesar de que
las precariedades económicas hicieron que el éxito fuera sólo parcial. Por tanto, se
trataba de una neutralidad armada, que no dependió de la simple pugna de pareceres
entre los dos ministros ni consistió solamente en esquivar las presiones de Francia y de
Gran Bretaña.
A partir de 1748, tras la paz de Aquisgrán, España pudo enfocar sus relaciones exteriores
en función de los intereses del estado. Dichos intereses pasaban por una buena
administración de las colonias y del comercio con ellas, lo que, a su vez, necesitaba
ineludiblemente de la paz, en especial en el mar. Unos intereses y unas necesidades que,
además, encajaban perfectamente con el pacifismo preconizado desde el trono. Aunque
la neutralidad pretendida desde Aquisgrán hasta el fin del reinado de Fernando VI no
significaba el aislamiento internacional. París y Londres se esforzaban por atraer a
España, ya que contar a su favor con la capacidad política, militar y estratégica de
España, sin serles esencial, les resultaba muy deseable. Así, gozó de una presencia

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HISTORIA DE ESPAÑA II

permanente en las cancillerías europeas, sobre todo en lo relativo a problemas


americanos y en ningún momento permaneció al margen de la diplomacia continental.
Uno de los logros de esta política lo constituyó reconducir las relaciones con Gran
Bretaña. Poco después de la paz de Aquisgrán, entraron en negociaciones para resolver
los asuntos pendientes. El embajador Keene y Carvajal llegaron a un convenio, que fue
suscrito en octubre de 1749 y elevado a tratado al año siguiente. España aceptó
indemnizar a la South Sea Company con 100.000 libras por el asiento de negros, que
sería suprimido. El resto de privilegios y tratados fueron confirmados, pero sirvió para
limitar la penetración británica en las colonias españolas.
Se hacía también preciso un acuerdo con Portugal. El principal contencioso era por la
colonia del Sacramento. Este territorio en la margen izquierda del Río de la Plata, casi
enfrente de Buenos Aires, representaba, a la vez, una peligrosa avanzadilla de la
penetración portuguesa en esta importante vía fluvial y un enclave privilegiado para el
contrabando británico hacia el Perú. Desde que los portugueses la fundaran en 1680,
había cambiado varias veces de manos. Dado el respaldo británico, la solución militar no
era una opción, por lo que Carvajal pensaba que la solución consistía en ofrecer a
Portugal una compensación valiosa, que quedaría subsanada por el dominio completo
del Plata. Según su oferta, Portugal devolvería la colonia a cambio de lbicuy, un extenso
territorto en el Paraguay y que Carvajal consideraba de escaso valor, precisamente
donde la Compañía de Jesús había fundado sus misiones, las famosas «reducciones» de
guaraníes. Sobre estas bases se llegó al tratado de Madrid (1750), duramente criticado
ya que España compensaba por la devolución de un territorio que le pertenecía. De
todas formas, el tratado no se pudo llevar a la práctica, contó con la oposición del
ministro luso marqués de Pombal, del Consejo de Indias, la de los colonos portugueses
y, sobre todo, la resistencia de los jesuitas –lo que, años después, se volvió contra la
Compañía-. Finalmente, en 1761, ya en tiempos de Carlos III, su ejecución fue
suspendida mediante la declaración de El Pardo.
Otro complemento de la paz de Aquisgrán, conveniente también para afianzar la
neutralidad española, fue la reanudación de relaciones con Austria y Piamonte-Cerdeña.
Mediante el tratado de Aranjuez (1752) se establecía una alianza defensiva entre el rey
de España, la emperatriz María Teresa, en calidad de duquesa de Milán, y su esposo, el
emperador Francisco, como duque de Toscana. Los firmantes se obligaban a mantener
la neutralidad de los estados italianos en caso de conflicto y se garantizaban
mutuamente sus dominios, al que posteriormente se adhirió Carlos Manuel de Cerdeña.
El pacifismo de la corona y la neutralidad perseguida por el gobierno español se habían
convertido en realidad. Aunque hubo fuertes presiones tanto británicas como francesas,
las cancillerías europeas habían acabado por aceptar y respetar la posición neutral
española.
El 8 de abril de 1754 fallecía Carvajal y, al intentar Ensenada hacerse con el control de la
secretaría vacante determinó su propia caída en desgracia. El rey nombró a Ricardo Wall,
embajador español en Londres, ya que posición de Ensenada ya había quedado

87
HISTORIA DE ESPAÑA II

debilitada desde que filtrara a Carlos de Nápoles el tratado con Portugal al que se
oponía. La trama contra el marqués hacía tiempo que estaba en marcha. Su organizador,
el embajador Keene contaba ahora en la corte con Wall, además de otros
colaboradores. Keene venía preparando la maniobra final que la desaparición de
Carvajal hacía perentoria. Ensenada, decidido a contrarrestar el creciente influjo
británico, encargó al embajador en París, sin conocimiento del rey y del resto del
gobierno, que negociase una nueva alianza con Francia. El espionaje británico
proporcionó al embajador Keene y a Ricardo Wall pruebas de la iniciativa, que fue
considerada en la corte como una iniciativa bélica a espaldas de los reyes. El 20 de julio
de 1754 Ensenada fue arrestado y desterrado a Granada. Lo mismo se hizo con sus
partidarios. Incluso, en el creciente enfrentamiento entre la corona y la Compañía de
Jesús, se consideraba a Ensenada vinculado a los jesuitas y, por tanto, también habría
sido víctima de esta tensión. Posteriormente, en 1756, el embajador Keene logró
completar el éxito de su gestión con la expulsión de la corte del confesor del rey,
Francisco Rávago.
Sin embargo, la política de neutralidad española era tan sólida que estos hechos no
acabaron con ella, a pesar de las presiones de Gran Bretaña y Francia. Así pudo
comprobarse en años siguientes, durante los cuales las relaciones internacionales
europeas conocerán una imprevista inversión de alianzas. Tras la paz de Aquisgrán, las
grandes potencias europeas quedaron divididas en dos campos: a Francia y Prusia se
oponían Gran Bretaña y Austria. En este marco, la hostilidad entre franceses y británicos
por motivos coloniales no hacía más que incrementarse, así como la austro-prusiana en
la lucha por la hegemonía alemana. En todas las cancillerías europeas se contaba con
que pronto el antagonismo franco-británico daría lugar a una guerra.
La diplomacia austríaca perseguía reconquistar Silesia y reducir a Prusia a potencia de
segundo orden. Desde 1750 tentaba a Francia con ofertas de apoyo frente a Gran
Bretaña y con cesiones territoriales en los Países Bajos. Paralelamente, Gran Bretaña
buscaba una potencia que, en la previsible guerra, garantizara el estado de Hannover y
fuera capaz de enfrentarse a los franceses en el continente. Austria quedó pronto
descartada al conocerse sus contactos con Francia. Federico II seguía oficialmente aliado
a Luis XV, pero, al verse aislado en un momento en el que sospechaba la intención
austríaca, y confiando poco en la alianza francesa, ofreció a Londres un pacto defensivo
para el caso de conflicto armado. El resultado fue el tratado de Westminster (1756),
pocos días después de que Francia declarara la guerra. El gobierno francés,
considerándose engañado por Federico II, firmó con Austria ese mismo año el primer
tratado de Versalles. Al mismo tiempo, como reacción a la alianza anglo-prusiana, Viena
obtuvo la alianza de Rusia. Por tanto, la denominada inversión de alianzas no fue
provocada por iniciativa de una única potencia, sino que fue el resultado de una serie
de iniciativas paralelas.
Mientras tanto, en América del Norte, los colonos franceses y británicos habían ido
enfrentándose desde 1749, lo que desembocaría con la invasión de Acadia por los

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HISTORIA DE ESPAÑA II

colonos británicos en 1755. La flota británica se sumó a los corsarios para apresar
cuantas embarcaciones francesas encontraban en el Atlántico, incluidas las que
pescaban en de Terranova. Era el principio de la guerra, que iba a durar siete años y que,
iniciada en las colonias, Francia declaró oficialmente a Gran Bretaña el 1O de enero de
1756, mientras Austria y Prusia ultimaban su preparación para la guerra en Europa. En
mayo de 1756, una flota francesa logró apoderarse por sorpresa de Menorca, lo que
aseguraba a Francia una posición diplomática más sólida, reforzada por la declaración
holandesa de neutralidad.
En Alemania, Federico II, seguro de su superioridad militar, tomó la iniciativa. El 2 de
agosto de 1756 dirigió un ultimátum a Viena exigiendo la confirmación de su renuncia a
Silesia. Ante la previsible negativa de María Teresa, atacó Sajonia, estado aliado de
Austria, sin declarar la guerra. Sin embargo, los sajones resistieron en Pima hasta
octubre y lo único que consiguió Federico fue acelerar la formación de la coalición
contraria. En efecto, Viena supo aprovechar la agresión para atraer aún más a Francia,
con compensaciones en los Países Bajos y un auténtico reparto de Prusia entre los
restantes estados alemanes. En esta alianza fueron entrando sucesivamente los
príncipes alemanes. Rusia se unió en febrero de 1757, y Suecia, cuyo objetivo era
recuperar Pomerania, lo hizo en marzo. Austria había conseguido unir a los principales
estados continentales contra Prusia, dejándola rodeada. La situación de Federico II era
muy difícil. La desproporción de fuerzas al iniciarse la guerra permitía pronosticar una
rápida victoria de la coalición. Sin embargo, Gran Bretaña entró también en la guerra
continental cuya generalización se había hecho Inevitable. Únicamente España, muy
solicitada, permanecía al margen del conflicto. Tras el ataque a Sajonia, Federico II no
consiguió sostener sus posiciones en Bohemia. Aun así, Federico II logró rehacerse en el
terreno militar gracias a su genio y a los errores de sus adversarios. En 1757, en las
batallas de Rossbach y Lethuen logró invertir la situación. En el mar, la guerra también
se volvió contra la coalición. La marina británica, sin rival, atacaba puertos franceses y
realizó un desembarco en Normandía. La flota francesa del Mediterráneo fue derrotada
frente a Lagos, en la costa sur de Portugal; la del Atlántico a la altura de Belle-Isle, ya en
1759. Lo mismo ocurría en ultramar.
Más al sur, a pesar de la neutralidad española, el litoral centroamericano y el comercio
colonial español también eran acosados por los corsarios británicos. A medida que Gran
Bretaña obtenía mayor ventaja sobre Francia en la lucha colonial, sus agresiones se
hacían más peligrosas y la neutralidad más difícil de mantener. Sin embargo, el gobierno
español persistía en rechazar tanto las ofertas como las presiones de los contendientes.
En realidad, en la corte española toda decisión fue aplazada hasta el final del reinado,
cuya proximidad era evidente. En efecto, Fernando VI falleció el 10 de agosto de 1759,
durante un ataque de epilepsia, tras casi un año de agonía. En Madrid se esperaba con
ansia al sucesor.
7. Carlos III. Fin de la neutralidad y redefinición de la política exterior

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HISTORIA DE ESPAÑA II

Carlos III accedió en el trono español tras 25 años de experiencia de reinado en Nápoles.
Destinado a suceder a Fernando VI, siguió atentamente la política interior y exterior
española desde Italia. Tras los cuatro meses de regencia de su madre, durante los cuales
ordenó aplazar cualquier decisión importante, entró en Madrid el 9 de diciembre de
1759. Sus primeras decisiones demostraron su deseo de continuidad. Fueron
confirmados todos los ministros a excepción de Valparaíso, sustituido en Hacienda por
Esquilache. En política exterior también se dio continuidad a la neutralidad que se
entendía conveniente, sobre todo en relación con América y su comercio, en un
momento en el que España no se encontraba preparada para defender con eficacia su
imperio. Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos a corto y largo plazo hizo
imposible mantener esas políticas y acabó participando tanto en la guerra de los Siete
años como en la de independencia de las Trece colonias de América del Norte. El hecho
de que se tomaran algunas decisiones forzadas no desdice el que la política exterior
desarrollada a lo largo del reinado muestre una coherencia general a través de la que
pueden apreciarse una racionalidad y una dirección inteligibles, especialmente desde
que estuvo bajo la dirección de Floridablanca (1777).
Un planteamiento clásico sostiene que, al iniciarse del reinado, la situación internacional
estaba determinada por tres coordenadas principales. En primer lugar, la
descomposición a favor de Gran Bretaña del «equilibrio americano»; en segundo, la
tensión interna en los estados alemanes, suscitada por el expansionismo militar
prusiano en rivalidad con Austria, y, en tercer lugar, la decadencia acelerada del Imperio
otomano planteaba la posibilidad de nuevas rivalidades motivadas por el desequilibrio
generado. En esas coordenadas, la situación geográfica de España obligaba a atender
simultáneamente el Mediterráneo y el Atlántico, pero resultaba necesario también
atender a los acontecimientos centroeuropeos. En el Mediterráneo, además de la
recuperación de Gibraltar y Menorca, su objetivo se centrará en mantener el statu quo
en Italia. El costoso equilibrio logrado con el Imperio se completaría con la armonía con
Turín, Venecia y Génova, alumbrando un periodo de paz que se mantendría durante el
reinado. Pero además el interés español fue abriéndose a la comunicación con el mundo
islámico, guiándose por la posibilidad de abrir nuevos mercados para la economía
española.
Pero la principal directriz de las relaciones internacionales durante la segunda mitad del
XVIII fue la seguridad de América. La presión británica ante la recuperación de la
potencia marítima española y la necesidad de conservar y defender todos los territorios
y sus recursos obligaban al gobierno de Carlos III a dedicarle una atención preferente.
España, como potencia colonial, no podía quedar al margen del constante
enfrentamiento entre Francia y Gran Bretaña en América y otros territorios colonizados.
Haber optado por la alianza con Gran Bretaña quizá habría supuesto una garantía
comercial, pero a cambio de ceder en el control de los mercados americanos; haber
optado por el enfrentamiento abierto y sin aliados hubiera precipitado los peligros, más
que frenado el expansionismo inglés. Así, aunque la estrategia que se intentó fue la de

90
HISTORIA DE ESPAÑA II

mantener la neutralidad, las circunstancias imposibilitarían sostenerla y pronto se


tendría que decidir un trascendente cambio en la política exterior.
Ese cambio requirió el abandono de la neutralidad heredada y la aceptación de las
demandas francesas de alianza. Ante el enfrentamiento inevitable con Gran Bretaña, la
única forma de contrarrestar su poderío pasaba por unir la diplomacia y la capacidad
militar españolas a las francesas. El gobierno de Carlos III tratará de instrumentar, no un
pacto ocasional, como habían sido los de 1733 y 1743, sino una alianza permanente y
con garantías de estabilidad. Será el tercer pacto de Familia. Pero la urgencia francesa
logrará, paralelamente, la participación española en la guerra de los Siete años.
Al acceder al trono Carlos III, la guerra de los Siete años se hallaba en su momento
culminante. De las dos vertientes de este conflicto, la continental y la colonial, la primera
preocupaba poco en España, siempre que no provocara una alteración del equilibrio
italiano. En cambio, la colonial era crítica para los intereses hispanos. Hasta 1758, los
franceses habían logrado importantes victorias; sin embargo, la caída de Louisbourg, en
julio de dicho año, dio paso a una sucesión de triunfos británicos en la India, en África y,
sobre todo, en América, gracias a la aplastante superioridad naval británica. La marina
de guerra francesa demostraba no estar a la altura de sus ambiciones coloniales y
determinaba el signo de la guerra. Así, la posterior toma de Montreal (1760), supuso la
práctica desaparición del imperio colonial francés en América del Norte y la ruptura del
equilibrio en la zona.
Para remontar este momento crítico, Carlos III se ofreció como mediador entre
franceses y británicos. Pero el ofrecimiento no fue aceptado por William Pltt, decidido a
sacar el máximo rendimiento a los éxitos militares. Fracasado este intento, Francia
necesitaba angustiosamente un potente aliado que contribuyera a remontar la
dificilísima situación militar y financiera y que, al mismo tiempo, sirviera como una pieza
importante a la hora de las negociaciones de paz a las que Francia acudiría como
perdedora. La alianza con Francia podía servir a España para atemperar la ventaja
británica y equilibrar a largo plazo el poderío naval británico. Pero era una opción
arriesgada porque convertiría a la América hispana y al comercio colonial español en
objetivos militares, implicando el colapso del tráfico entre España y sus colonias y el
incremento del contrabando. Se trataba, pues, de una decisión estratégica de largo
alcance en la que el objetivo primordial era conservar la integridad de la monarquía y de
sus colonias y asegurar su comunicación comercial.
Otros factores, como la negativa británica a atender las reclamaciones españolas en los
contenciosos pendientes, acabaría por forzar la decisión. El gobierno inglés, en lugar de
observar una actitud neutra, permitió que aumentaran las agresiones y la tensión. A los
problemas con las pesquerías de Terranova, los establecimientos británicos en la costa
de Honduras, las capturas por corsarios ingleses –e incluso propia marina real- de
mercantes españoles, cuyo pabellón era neutral en el conflicto, hay que añadir el
perjuicio económico del sistemático contrabando británico practicado en las colonias
españolas como los principales motivos de fricción.

91
HISTORIA DE ESPAÑA II

Ante la actitud desafiante con que el gobierno británico acogía las reclamaciones
españolas, se explica la aproximación a Francia y las negociaciones de una alianza.
Madrid no tuvo otra salida que buscar el acuerdo como respuesta a la agresividad
británica y en busca del mantenimiento del equilibrio en el espacio atlántico-americano,
cuya ruptura hacía temer incluso por la integridad de Nueva España. El marqués de
Grimaldi fue enviado a Versalles para tratar con el secretario de estado Choiseul. Llevaba
un proyecto de alianza redactado por el propio Ricardo Wall y la indicación expresa de
no comprometer a España en la guerra. Abierta la negociación en marzo de 1761, se
propuso inicialmente posponer el acuerdo hasta el momento de la paz, que ya
negociaban Francia y Gran Bretaña. En realidad, más que en pos de la paz, Choiseul
negociaba con Londres para obligar a España a intervenir por temor a verse perjudicada
por un acuerdo sin su presencia; y paralelamente, trataba de lograr la alianza con España
para usarla como arma en la negociación con Gran Bretaña. Choiseul tenía preparado
un proyecto de alianza defensiva y ofensiva con España que incluía un tratado de
comercio. En el contraproyecto, Ricardo Wall rechazaba la inclusión del acuerdo
comercial que, en los términos propuestos, no significaba más que sustituir la injerencia
británica por la francesa; insistía, en cambio, en la alianza marítima y solicitaba, como
condición mínima, la recuperación de Menorca. En definitiva, triunfó la idea francesa de
desdoblar la alianza española en un pacto para después de la paz y una convención para
la «situación presente».
Así, el 15 de agosto de 1761 se firmaron el tercer pacto de Familia y la convención. Ésta
fue la primera vez que se empleó el término «pacto de Familia» para definir un tratado
franco español. Pero fue cuando más lejos se estuvo de una unión dinástica o familiar.
El pacto obedecía, sobre todo, a la necesidad de defensa común frente al expansionismo
británico, es decir, a una estrategia a largo plazo. También lo confirma el que, a pesar
de los esfuerzos de Carlos III, ni el reino de Nápoles, ni el ducado de Parma se adhirieron
a él. La convención, a la que se dio carácter secreto, contenía el compromiso español de
participar activamente en la guerra si para el 1 de mayo de 1762 Gran Bretaña no
hubiese aceptado las condiciones de paz que Francia le ofrecía. Ambos reyes se
comprometían a intentar que Portugal se sumara a la alianza, o, al menos, que
mantuviera la neutralidad durante el conflicto, de forma que la marina británica no
pudiera utilizar los puertos lusos. Finalmente, se acordaba un bloqueo conjunto al
comercio inglés.
La firma del tercer pacto de Familia despertó las sospechas británicas, que,
fundamentalmente, temían que se escondiera un acuerdo secreto para la entrada de
España en la guerra. Pitt, buen conocedor de la verdadera correlación de fuerzas en el
frente atlántico, quiso declarar rápidamente la guerra para anticiparse a los preparativos
militares españoles. Así estaba ocurriendo: los astilleros españoles trabajaban a plena
producción, mientras las principales plazas americanas eran artilladas y fortificadas.
Aunque los miembros moderados con el propio rey Jorge III se impusieron a Pitt, lo que
provocó su dimisión. El privy council, controlado por Newcastle, trató de reanudar las

92
HISTORIA DE ESPAÑA II

conversaciones con España. Sin embargo, la exigencia previa de información sobre los
acuerdos hispano-franceses hizo que se llegara a la ruptura definitiva: el 2 de enero de
1762, el conde de Egremont, sucesor de Pitt en la Secretaría de Guerra, remitió la
declaración de guerra a España.
De esta forma, la convención arrastró a España a una guerra en la que se unía al lado
perdedor y, además, en el momento menos oportuno ya que, tras las victorias de 1759,
la contienda en América estaba sentenciada a favor de los británicos. Al mismo tiempo,
y a pesar de la severa derrota sufrida en agosto de 1759 por Federico II en Kunersdorf,
la guerra en Europa demostraba la incapacidad de la coalición antiprusiana para hacer
realidad su teórica superioridad. Sin embargo, la decisión española fue calculada,
largamente meditada y en absoluto caprichosa en una coyuntura muy delicada. Es
evidente que el gobierno español se vio obligado por las circunstancias y que, más que
a la propia guerra, miraba hacia su desenlace y la reconstrucción posterior del equilibrio
atlántico de forma que no quedara amenazada la propia existencia del Imperio español.
Las operaciones militares fueron muy desfavorables. Los planes conjuntos -asalto a
Jamaica y Belice, invasión de Portugal y bloqueo comercial contra Inglaterra- apenas
pudieron ser llevados a la práctica. Es más, los británicos se anticiparon tomando la
Martinica, La Habana y Manila en 1762. Portugal, el eterno aliado británico, se resistió
a aceptar las condiciones. A principios de mayo las tropas españolas cruzaron la frontera,
pero los rumores de que se estaba negociando la paz hicieron detener la campaña que,
en definitiva, resultó inoperante. Por otra parte, el gobierno español ordenó al
gobernador de Buenos Aires que tomase la Colonia del Sacramento. En 1762 capituló la
guarnición portuguesa y un intento inmediato luso-británico de recuperar la colonia
fracasó, en el único éxito español durante la guerra.
El bloqueo comercial trataba de colapsar la financiación británica de la guerra
impidiendo su comercio con Francia, España, Nápoles, Sicilia, Holanda y Portugal. Pero
comenzó a fracasar por la resistencia de los propios comerciantes irlandeses –y aun
españoles- establecidos en Cádiz, por la neutralidad napolitana y por la negativa a
sumarse de los holandeses. Por el contrario, fue el comercio colonial hispano el que
quedó drásticamente bloqueado.
Los avances de Prusia en Alemania, así como el agotamiento militar y financiero de los
contendientes, aceleró la búsqueda de la paz general. Los acuerdos conocidos como paz
de París y de Hubertusburg (1763) pusieron, respectivamente, fin a la guerra de los Siete
años en las colonias y en la Europa central. Según la paz de París, del imperio colonial
francés sólo quedaban un puñado de islas y cinco factorías en la India. España también
sufrió las consecuencias de la derrota. Gran Bretaña retuvo Gibraltar -además de
recuperar Menorca- y conservó el monopolio de la pesca en Terranova, libertad para la
corta del palo campeche en Honduras y el derecho a que los tribunales ingleses juzgaran
los apresamientos de sus corsarios. Para recuperar La Habana y Manila, España tuvo que
evacuar Portugal y devolver la colonia del Sacramento, entregar Florida a Gran Bretaña
y conceder a los ingleses el derecho a la navegación por el Mississippi. De Francia,

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HISTORIA DE ESPAÑA II

interesada en conservar la alianza con Madrid y como compensación, recibió Luisiana,


amplia región prácticamente sin colonizar, extendida desde el sur del valle del
Mississippi hasta el golfo de México. Estaba incluida Nueva Orleans, fundada en 1717 y
verdadero emporio del comercio de la zona. Con ello, España ganaba un territorio
colonial, pero también la responsabilidad de contener el empuje británico en la cuenca
del Mississippi. Por el tratado de París, Gran Bretaña se vio definitivamente elevada al
rango de primera potencia mundial y sin rival en el mar, aunque Francia y España unidas
podían seguir haciéndole frente. Para Francia supuso la peor derrota de toda la Edad
Moderna y subraya su declinar marítimo y colonial. Por su parte, España quedó en
América sola frente al expansionismo británico, que daba un paso más y volvía a dictar
sus condiciones. En adelante la política exterior española mostraría mayor desconfianza
con respecto a Francia, cuyos condicionamientos internacionales llevaban a su gobierno
a practicar un doble juego. Se anunciaba así la reafirmación de la estricta defensa de
intereses españoles que caracterizó la política exterior a partir del momento en que
estuvo en manos de Floridablanca.
Entre 1776 y 1777 tuvieron lugar dos hechos de suma importancia para la marcha
posterior de las relaciones exteriores de España. Uno de carácter internacional, la
declaración de independencia de las Trece colonias británicas de América del Norte el 4
de julio de 1776, y otro interno, el nombramiento como secretario de Estado de José
Moñino y Redondo, conde de Floridablanca. Este, ministro omnipotente hasta 1792, es
el personaje clave en la política del reinado y siempre pretendió dar a su gestión un
enfoque realista y pragmático, no exento de grandes proyectos y promovió importantes
modificaciones en política exterior que buscaban la seguridad de América y la cobertura
diplomática frente a Gran Bretaña, pero también la autonomía respecto de Francia.
Floridablanca puso en práctica una política estructurada en torno a tres objetivos
fundamentales: la reafirmación del papel de España en Europa; la búsqueda de un nuevo
reequilibrio tanto del espacio atlántico como del mediterráneo, y el fomento del
comercio y la apertura de nuevos mercados. Así, la seguridad en el comercio y
navegación en el Mediterráneo acabó convirtiéndose en una de sus directrices. Dado
que resultaba prioritario el aislamiento de Gran Bretaña, buscaría mejorar las relaciones
con Portugal y con las potencias centroeuropeas y del oriente mediterráneo.
Tras la guerra de los Siete años, los pobladores de las trece colonias, conscientes de
haber sido los artífices de la victoria, esperaban beneficiarse de ella. Sin embargo, el
gobierno de Londres no los tuvo en cuenta, sino que trató de que fuesen las colonias las
que cargasen con las consecuencias financieras del conflicto. Apenas finalizada, se elevó
notablemente la presión fiscal de la Metrópoli y en 1766 se produjeron los primeros
incidentes, seguidos del boicot al consumo de productos británicos. El 16 de diciembre
de 1773, en Boston, el famoso incidente conocido como tea-party simbolizó la protesta.
La represión no hizo más que extender el descontento que pasó a ser canalizado por el
congreso de Filadelfia, reunido por primera vez en 1774. A partir de las indisciplinadas
milicias de voluntarios, el congreso creó un ejército americano al mando de George

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HISTORIA DE ESPAÑA II

Washington. El 4 de julio de 1776, el congreso de Filadelfia, asumiendo la dirección


ideológica y militar de la rebelión, proclamó la unión de las Trece colonias y la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, redactada por Thomas
Jefferson. Quedaba fundado así un estado regido por la naturaleza y la razón y no por la
legitimidad de derecho divino y los privilegios tradicionales.
Los colonos sabían que necesitaban apoyos exteriores, y estaban limitados por las
circunstancias políticas de su movimiento. Sólo podrían contar con los enemigos de Gran
Bretaña, es decir, Francia y España, que podrían aprovechar la ocasión para debilitar la
economía y la potencia militar británicas. En particular, el gobierno de Carlos III pensó
en recuperar el dominio pleno sobre el golfo de México, que la paz de 1763 había
menoscabado con la cesión de Florida, territorio que neutralizaba el control hispano
sobre el trayecto final del Mississippi.
Francia, cuyos colonos permanecían en la zona de soberanía española desde 1763,
tampoco renunciaba a posibles reivindicaciones territoriales y a la restauración del
equilibrio comercial. Charles Gravier, ministro francés de Asuntos Exteriores desde
mayo de 1774, propugnaba una franca alianza con los norteamericanos respaldando sus
proyectos de independencia. La posición francesa –sin colonias ya en Norteamérica- no
era tan delicada como la española, que seguía siendo una gran potencia colonial en el
mismo escenario donde se debatía el nacimiento de una nueva nación.
El primer planteamiento de Floridablanca consistía en que, si se intervenía, debía
hacerse coordinadamente con Francia y que quedaran claramente establecidas las
futuras fronteras estratégicas y territoriales, tanto en el Caribe como en el valle del
Mississippi. Pronto, en diciembre de 1776, la victoria de los colonos en Long Island hizo
ver la posibilidad del triunfo final. En ese momento, Francia y España se decidieron por
la ayuda discreta con armas y dinero. Floridablanca continuaba reacio a la intervención
directa, temiendo las consecuencias de un conflicto generalizado. Las propuestas
norteamericanas de intensas relaciones mercantiles en el futuro no compensaban los
riesgos de posible modelo insurreccional para las minorías ilustradas criollas de la
América hispana. La postura que logró hacer prevalecer Floridablanca estaba clara:
reserva plena de la soberanía y libertad de acción política; preeminencia de los intereses
nacionales, en ningún modo subordinados a un pacto de Familia que Francia había
repetidamente incumplido.
Contra todo pronóstico, la guerra fue decantándose hacia los norteamericanos. La
victoria rebelde de Saratoga (1777) terminó con las últimas dudas francesas y fructificó
en el reconocimiento y la alianza con la nueva nación (1778). El gobierno francés quería
anticiparse a una negociación entre los norteamericanos y la corona inglesa, y entró
abiertamente en la guerra. Por parte española, Floridablanca se resistía aún a firmar una
alianza con los colonos, pero la formación de una Liga de Neutrales (Rusia, Suecia,
Dinamarca, Holanda y Prusia), dejó aislada a Gran Bretaña. El 12 de abril de 1779, las
dos potencias borbónicas firmaron secretamente la convención de Aranjuez,
antecedente inmediato de la entrada de España en la guerra. Francia, al comprometerse

95
HISTORIA DE ESPAÑA II

a que Menorca, Gibraltar, Florida y Belice fueran devueltas a España, parecía dispuesta
a pagar el precio de la intervención española. Puede decirse que Floridablanca había
conseguido ligar el esfuerzo francés a los objetivos españoles y, significativamente, la
independencia norteamericana sólo era mencionada como factor para debilitar a Gran
Bretaña y como ocasión para lograr los objetivos acordados en la convención.
Ya no había más opción que declarar a Gran Bretaña una guerra en la que se entraba en
el momento más favorable. Tanto como para que entre los objetivos militares se
incluyera la posibilidad de invadir Gran Bretaña que, aunque inviable, sirvió para retener
parte de la marina británica en tomo a sus islas. Desde julio de 1779, tropas españolas y
francesas intentaron conquistar Gibraltar. Tras el enésimo fracaso en el peñón, Menorca
pasó a ser ahora el objetivo prioritario. Una expedición española partió de Cádiz a finales
de julio de 1781, a la que se sumaron tropas francesas y, el 4 de febrero de 1782, el
general James Murray se rindió con su guarnición. Una vez lograda la conquista de
Menorca, volvió a intentarse la de Gibraltar, saldada con un nuevo fracaso.
Paralelamente, tropas españolas luchaban en América. El gobernador de Luisiana,
Bernardo Gálvez, anticipándose al plan británico para conquistar Nueva Orleans y San
Luis, remontó el Mississippi y se apoderó de todos los fuertes británicos de su orilla
izquierda, cerró alianzas con la población indígena y regresó a Nueva Orleans. Desde allí
inició una segunda operación con la que conquistó Mobile y, en mayo de 1781,
Pensacola. Un año después, el general Cagigal se apoderaba de la isla bahameña de
Nueva Providencia, acelerando el éxito norteamericano. Yorktown (1781) supuso la
victoria decisiva. Aunque los británicos continuaban la guerra marítima en las Antillas y
en el Índico, ya era patente que no reconquistarían sus antiguas trece colonias.
La caída de Yorktown había provocado la dimisión del gobierno de lord North y su
sustitución en marzo de 1782 por un gabinete whig muy dispuesto a negociar la paz. Las
conversaciones en busca de la paz comenzaron en abril de 1782 entre Gran Bretaña,
Francia, España y los representantes norteamericanos John Adams, Benjamin Franklin y
John Jay, en Versalles. El gobierno británico centró todo su esfuerzo en separar la
negociación con los «insurrectos» de las restantes. Los representantes norteamericanos
no tardaron en lograr la firma de unos preliminares. El 30 de noviembre de 1782, Gran
Bretaña reconocía oficialmente la independencia de los Estados Unidos de
Norteamérica. También fue fijada la frontera de norte a sur, en el río Santa Cruz, los
Grandes Lagos y el Mississippi y se acordó que los colonos legitimistas emigraran al
Canadá. Nacía así la primera nación «europea independiente fuera de Europa», que
llegaba acompañada de una revolución, tanto como movimiento de sublevación de
territorios coloniales como por adoptar un régimen republicano fundado en las
libertades individuales y los derechos naturales del ciudadano, la soberanía popular y la
división de poderes.
El tratado de Versallles (1783) recoge el acuerdo angloamericano, confirmando los
preliminares de noviembre de 1782; el angloholandés, por el que se restablecía la
situación colonial en Extremo oriente a excepción del desalojo holandés de su última

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HISTORIA DE ESPAÑA II

factoría en la India; el anglofrancés, por el que Francia, entre otras cosas, recobraba
Tobago, Santa Lucía, sus establecimientos en Senegal, sus factorías en la India y el
derecho de pesca en Terranova, y, por último, el angloespañol. En Versalles, tras una
guerra en la que las armas españolas alternaron los éxitos con los fracasos, España
recuperó Menorca, Florida y distintas posesiones del golfo de México, acabando con las
intromisiones británicas en Honduras, aunque se devolvía Bahamas y el ansiado rescate
de Gibraltar resultó inalcanzable. Pero los territorios españoles en América alcanzaron
ahora su máxima extensión. Todo un éxito de no ser por los elevados costes comerciales
-interrupción drástica del comercio colonial hispano desde 1779 a 1783- y financieros
de la guerra -primera emisión de vales reales-, que agravarían aún más el delicado
estado de la hacienda, y que dejaron una herencia muy pesada al reinado siguiente.
En lo relativo a los frentes secundarios, tras el fracaso del tratado de Límites de 1750
con Portugal, resultaba imprescindible acabar con la persistente confrontación en la
región del Plata y restablecer formalmente la paz. Mediante el tratado de San Ildefonso
(1777), se solucionaba la cuestión fronteriza al recobrar España la colonia del
Sacramento, fijándose los límites en el río Uruguay, complementado con un tratado de
Amistad, Garantía y Comercio (1778). Igualmente, para reforzar las nuevas relaciones,
se recurrió a los enlaces matrimoniales. Gran Bretaña, atada por el conflicto
norteamericano, hubo de permanecer inactiva ante estos acuerdos.
Con respecto al centro y al oriente europeo, Floridablanca logró establecer relaciones
diplomáticas con Berlín en 1780. En cuanto a Rusia, se habían establecido a partir de
1761 contactos diplomáticos que en los fueron formalizados años ochenta. Convenía
algún entendimiento con el Zar a causa de la presencia rusa en Alaska que hacía temer
un posible enfrentamiento en las costas del Pacífico; de hecho, alguna pequeña fricción
llegó a producirse en California. Sin embargo, gracias a la declaración de neutralidad de
Catalina II se consiguió evitar la ruptura.
El siguiente paso, la apertura de relaciones con el mundo islámico, comenzando con
Marruecos, ocupó una atención constante, aunque secundaria, del reinado. Parecía
imprescindible superar unas relaciones anacrónicas, radicalizadas por causas religiosas,
convertidas en guerra endémica, no declarada, permanente y con serios inconvenientes
para el comercio regular. Esbozada ya en los años cincuenta, esta política trataba de
dotar de seguridad a esta área también con vistas a una posible expansión comercial. En
1765 se iniciaron los contactos informales a través de los franciscanos José Boltas y
Bartolomé Girón, oficialmente agente de Carlos III. Llegó a ofrecerse la apertura a
Marruecos de los puertos americanos. La respuesta del sultán fue la espectacular
embajada de Sidi Ahmed El Gazelh, en julio de 1766. Las conversaciones fueron lentas y
difíciles, sobre todo a causa de la aspiración marroquí de la devolución de Ceuta y
Melilla, precisamente cuando se buscaba ampliar la presencia española en las costas
africanas. Jorge Juan fue nombrado embajador en Marruecos y, con el terreno ya
preparado, logró un primer tratado de paz y comercio (1767). Este tratado debía poner
fin a los continuos incidentes ya que delimitaba con precisión los territorios en tomo a

97
HISTORIA DE ESPAÑA II

las plazas de soberanía española. Además, otorgaba libertad mutua de comercio, fijados
los derechos en los puertos, y concedía a los pescadores españoles el derecho de pesca
en la desembocadura del río Nun. No acabaron las tensiones y se volvieron a producir
asedios marroquíes en Melilla (1774), y del peñón de Vélez (1775), que acabaron en
fracaso. La rebelión de Mülay Yacid, hijo del sultán, precipitó la oferta de paz a España,
cuyo gobierno preparaba en aquel momento una poderosa expedición contra
Marruecos. El empeño de Grimaldi hizo que las fuerzas aprestadas fueran finalmente
destinadas a atacar por sorpresa Argel, la más peligrosa base de la piratería berberisca.
El desembarco, en junio de 1775 acabaría en un estrepitoso fracaso.
Poco después volvieron a reanudarse las negociaciones con Marruecos hasta que, en
1779, una nueva embajada encabezada obtuvo un nuevo tratado (1780), muy ventajoso.
En plena guerra contra Gran Bretaña y durante un nuevo asedio a Gibraltar, este tratado
obligó a la marina británica a abandonar Tánger, mientras que los puertos marroquíes
podían ser utilizados sin restricciones por los españoles, protegidos por un consulado
general. Posteriormente, en junio de 1785, la embajada de Francisco Salinas, sobrino de
Floridablanca, sirvió para confirmar y ampliar las concesiones marroquíes. Con todo ello,
el reino marroquí, de enemigo tradicional se había convertido en auxiliar poderoso.
El establecimiento de relaciones con Turquía puso fin a un enfrentamiento secular. El
interés estaba en evitar la desaparición del Imperio turco, pieza importante en el
equilibrio oriental, muy amenazado por las ambiciones de Austria y Rusia. En esto
estaban de acuerdo Francia, España y Gran Bretaña. A pesar de numerosos obstáculos,
en 1782 se firmó un tratado de paz y comercio entre España y Turquía, que incluía la
representación consular, acceso a los Santos Lugares y promesa de buenos oficios en las
negociaciones con las tres regencias norteafricanas, que completarían la acción
diplomática española en aquel área. Floridablanca había logrado un acercamiento a los
países islámicos y, con ello, una sensible mejora de la posición de los intereses españoles
en el Mediterráneo.
En conjunto, Floridablanca había conseguido, a pesar de algunos fracasos, un sistema
de relaciones exteriores capaz de sostener la posición española en un primer plano
internacional. Sin embargo, en los últimos años del reinado de Carlos III, el realismo de
Floridablanca le llevó a una calculada inhibición en el exterior, motivada sobre todo por
la grave e irreversible crisis de la Hacienda.
Carlos III murió el 14 de diciembre da 1788. Legaba un reino fortalecido en su política
exterior y en vías de resurgimiento interior. Se había desarrollado una estrategia política
clara, con una fácil continuidad, ya que Carlos IV heredó también los ministros de su
padre. Pocos podían anticipar en diciembre de 1788 que incluso el sistema de equilibrio
mantenido a lo largo de todo el siglo XVIII iría a saltar en pedazos ante el empuje
revolucionario francés.

98
HISTORIA DE ESPAÑA II

Tema VI:
Dinastía e Iglesia nacional5.

Es en el siglo XVIII cuando cristaliza en España el ideal de una Iglesia nacional inspirada
en el galicanismo. No obstante, cabe tener en cuenta dos elementos intrínsecos a la
tradición hispana: por un lado, la memoria de la Iglesia visigótica, que habría de actuar
como justificación histórica, y, por otro, que ya en el siglo XVII se había asistido a
distintas desavenencias con Roma que habían sido la consecuencia directa de algunas
actuaciones que marcarán la posterior concepción eclesiástica nacional.
En este sentido resulta claro que fue con los novatores con quienes surgió una actitud
apologética hacia el pasado cultural y eclesiástico hispano. La Bibliotheca Hispana (1672-
1696) de Nicolás Antonio es un buen ejemplo de ello: bajo el calificativo de Hispana se
incluyen en ella escritores latinos, padres de la Iglesia visigoda, judíos y musulmanes de
la Edad Media o humanistas y teólogos de Trento como síntoma de unidad política,
cultural y eclesiástica. Desde el punto de vista estrictamente eclesiástico la Collectio
maxima conciliorum Hispaniae et Novi Orbis (1693-1694) del cardenal Sáenz de Aguirre
va también en esa línea: se incluyen en ella los concilios españoles, especialmente de
los visigodos reunidos en Toledo, siendo un referente obligado para los reformistas
hispanos y para los regalistas teóricos y prácticos.
Pero, en todo caso, ya a finales del siglo XVII es visible el influjo galicano en España. Si el
regalismo hispano había surgido con las quejas de las Cortes contra el centralismo y los
abusos de la curia romana; el galicanismo tendrá mayores dosis de exigencias
eclesiástico-episcopales. La idea de que eclesiásticos y laicos conformaban la sociedad y
que los obispos gozaban de una mayor potestad en sus diócesis que lo que Roma
suponía, es fácil de observar en los regalistas hispanos de esa época.
De esta forma, la influencia galicana irá aumentando a lo largo del siglo XVIII tanto
debido a las circunstancias políticas como a distintas lecturas de los intelectuales. En
1709 se produce una primera ruptura de relaciones diplomáticas que dará alas a la idea
de una Iglesia nacional y a la exaltación del monarca. Las sucesivas divergencias son
conocidas: nueva ruptura en 1736 con motivo del acceso del príncipe Carlos de Borbón
al reino de Nápoles. Y como tampoco fue bien resuelto el concordato de 1737 (al igual
que el de 1717), continuaron las polémicas entre intervinientes intelectuales y políticos,
por parte española, y curiales, por Roma, hasta el concordato de 1753. Nuevas
divergencias hay con la implantación del exequatur regio en 1762 con motivo de la
prohibición inquisitorial del Catecismo de Mesènguy, o la polémica sobre el Monitorio

5La mayor parte de los contenidos de este tema procede, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo (ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial
Pons, 2001, pp. 549-568.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

de Parama con el Juicio imparcial de Campomanes, la penetración de las ideas del


Sínodo de Pistoia y la Constitución Civil del Clero para finalizar con Urquijo.
Parece lógico que en un siglo de tensiones con Roma, polemistas y políticos buscasen
argumentos a favor de sus criterios. Consecuentemente la mirada a Europa para conocer
las obras de los ideólogos de las otras Iglesias nacionales se acentuó. Destáquense las
lectruas de la Historia de la Iglesia de Claude Fleury, cuyas Instituciones canónicas fueron
prohibidas por la Inquisición. Pero la obra del galicanismo era en todo caso la Defensa
de los cuatro artículos galicanos de Bossuet; una obra, que, en todo caso, en 1682 había
sido combatida por los teólogos españoles (Sáenz de Aguirre) y alguien como Gregorio
Mayans sólo pudo acceder a ella cuando el gobierno le proporcionó un ejemplar para
que defendiese los intereses de la Monarquía.
Claro que no fue el único que leyó la obra de Bossuet. En el Juicio Imparcial de
Campomanes su impronta es visible así como las citas a Fleury, Natal Alexandro o Marcá
(Francia), Van Espen (Países Bajos), Febronio (Alemania) o Pereira (Portugal). Todo ello
sin descuidar el pasado hispánico con referencias a regalistas nacionales.
A través de la mirada a la tradición hispana los polemistas encontraron motivos para la
justificación de una Iglesia nacional que no rompía con la ortodoxia y la obediencia a
Roma, mantenía una autonomía disciplinar notable y hallaba su base en los concilios de
Toledo bajo la autoridad tutelar del monarca. A propósito de la Collectio de Sáenz de
Aguirre, es reseñable que un regalista de la talla de Campomanes considerase esta
recopilación como “el manantial más puro de Derecho de la Iglesia española y en que se
apoyan los fundamentos del Patronato Universal”. El Patronato, dígase de paso, era la
potestad que los monarcas españoles se arrogaban en nombramientos eclesiásticos,
pero también en la construcción de iglesias o en el establecimiento demarcaciones
diocesanas
Así las cosas, es dentro de esa concepción de una Iglesia nacional como se explica el
interés por un mejor conocimiento de la Iglesia visigoda. Se asiste en el reinado de
Fernando VI a una comisión archivística encargada de buscar documentos favorables al
Patronato Universal, y se produce una exaltación de los Santos Padres visigodos
(especialmente San Isidoro) y de la ortodoxia del rey Witiza. Y todo ello con las polémicas
políticas como telón de fondo.
Por ejemplo, a raíz de la ruptura de relaciones entre Madrid y Roma en 1709 verá la luz
el Pedimento Fiscal de Melchor de Macanaz, quien planteará un ideal del regalismo
español que incluye el control del Santo Oficio. También es en esa época cuando
Francisco de Solís escribirá su Dictamen, en línea episcopalista frente a las injerencias
romanas.
El episcopalismo, con manifestaciones visibles entre los españoles de Trento, partía del
supuesto de que el obispo recibía la potestad de jurisdicción, iure divino, desde el
momento de la consagración; una potestad que había disminuido como consecuencia
de las reservas de Roma. Frente al centralismo romano, el remedio sólo podía venir de
la autoridad soberana del monarca, dirá Solís. El rey podría consultar a personalidades

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HISTORIA DE ESPAÑA II

sabias y justas, convocar una junta de eclesiásticos y ministros en pro del bien común y,
sobre todo, convocar un concilio nacional a imagen de los de Toledo.
La Iglesia visigoda se convierte, pues, en modelo a seguir. Lo es también para los
antirregalistas. Luis Belluga, obispo de Murcia, no dudará en señalar que la época de
mayor esplendor de los reyes coincidió con la obediencia y sumisión a Roma (Recaredo),
mientras que la segunda etapa (desde Witiza) se caracterizará por la decadencia. Así la
desobediencia se corresponderá con fracaso político: Witiza y la invasión musulmana,
Felipe II y el impuesto de millones de la Armada Invencible o Felipe V y la ruptura con
Roma y la pérdida de territorios europeos. Pese a las discrepancias con Solís, subyace en
Belluga también la idea de una Iglesia nacional durante la época visigoda.
Si Belluga es la excepción, el tono general es el de la defensa de la ortodoxia visigoda,
precisando su autonomía disciplinar respecto a Roma. El jesuita Andrés Marcos Burriel
merece atención porque gozó de conocimientos más amplios que sus coetáneos al
dirigir la Comisión de Archivos. En el fondo, su actividad demuestra el interés por
conseguir un mejor conocimiento de la historia eclesiástica que permita, mediante la
identificación de documentos, una justificación del Patronato Universal y, en
consecuencia, una Iglesia nacional. Burriel conocía la Collectio de Aguirre, pero era
consciente de sus limitaciones y de la necesidad de ampliar las investigaciones; algo que
era compartido en el campo de la política. Campomanes visitó el archivo de El Escorial a
mediados de siglo y no cabe duda de que todos estos aprendizajes influirían en las
exigencias para con Roma.
El concordato de 1753 es el mejor receptáculo de la experiencia reseñada. En él se
garantizó el control del monarca no sólo en el nombramiento de los obispos sino
también en casi toda la masa beneficial de la iglesia hispana. El concordato, en
consecuencia, aumentó el poder del rey, en consonancia también con las nuevas
corrientes ideológicas europeas. En este sentido, además de Bossuet y Van Espen,
aparecen dos autores que inciden en la mentalidad de las nuevas generaciones:
Febronio y Pereira.
La idea de Iglesia nacional explica la unidad de los planteamientos regalistas. El
episcopalismo iure divino permite concebir medios unificadores que veían en el obispo
el derecho de convocar concilios y su potestad para controlar a los religiosos sin recurrir
a Roma; si bien conviene precisar que hubo obispos que defendiendo la jurisdicción
episcopal rechazaban la intromisión de la autoridad política. De ahí que pueda decirse
que la postura favorable a la convocatoria de concilios por parte de los obispos no
siempre fue bien vista por los ministros, como tampoco lo era por parte de Roma, que
temía un excesivo poder episcopal. Así puede entenderse con facilidad la posición del
gobierno: sólo permitió la celebración de concilios en Tarragona, siguiendo una tradición
secular, pero no autorizó a que se publicasen actas. Hubo también concilios en el mundo
ultramarino, por ejemplo, en Manila y en México, donde sí se publicaron actas, en todo
caso.

101
HISTORIA DE ESPAÑA II

Por ello, puede decirse que el episcopalismo propiciado por los políticos era
fundamentalmente un instrumento para el control de la Iglesia hispana y un arma en las
polémicas con la curia. Eso explicaría que el gobierno no pactara con Roma en asuntos
económicos o disciplinares a nivel nacional, antes que enfrentarse con los obispos
reunidos en concilio.
Ahora bien, no hay duda de que la Iglesia visigoda episcopalista-conciliarista era
considerada por los regalistas (Mayans o Campomanes) como el punto de origen del
Patronato Regio sobre la Iglesia española. La continuidad durante la llamada
“Reconquista” demostraba la legitimidad de la actitud de los Borbones en el siglo XVIII.
Para el monarca y sus ministros, no obstante, los hechos históricos del pasado
constituían solamente un argumento para llevar a cabo un proyecto de Iglesia Nacional
y, en ese sentido, la actividad gubernamental se centró en una serie de objetivos
concretos. El primer medio de control de la Iglesia era la elección de obispos. Los Reyes
Católicos iniciaron la lucha por el control del nombramiento de los obispos, que
consiguieron por la gracia del Patronato Real en Granda y del Vicariato Apostólico en
América. En las polémicas del XVIII fue considerada una regalía del monarca y todos
acudían para justificarla al Concilio XII de Toledo. Y, dado que el Concilio Ecuménico de
Nicea establecía que la elección fuera hecha por el clero y el pueblo, los regalistas
entendían que el monarca representaba al pueblo.
La regalía quedó consolidada en el Concordato de 1753, ampliada con el control de la
práctica totalidad de la masa beneficial de la península Ibérica y América. Desde esta
perspectiva, resultan clarificadoras las utilidades que auguraba Mayans a ese
concordato: la primera, la buena elección de los ministros eclesiásticos; la segunda, la
reforma del estado eclesiástico seglar y regular; la tercera, el alivio de la Monarquía.
Todo, pues, iba encaminado al control de la Iglesia.
Punto esencial en ese control fue eliminar la expulsión de los jesuitas. Se trató de una
prueba de fuerza contra la orden que manifestaba, por sus constituciones, mayor
obediencia a la Santa Sede. Pero en realidad se trataba también de un mensaje para
todas las congregaciones toda vez que el obispo, iure divino, tenía jurisdicción directa
sobre regulares y seculares, siendo, según los regalistas, una de las razones de la
decadencia de monjes y frailes su sujeción a Roma. No se puede negar, pues, que en
este campo los obispos coincidiesen con los regalistas y las pretensiones del gobierno,
lo cual explica el intento de canonizar al obispo Palafoz, quien, en el siglo XVII, había
mantenido fuertes divergencias con la Compañía.
Es en este contexto en el que alcanzó resonancia en España la obra del regalista belga
Van Espen. Las referencias de Mayans a su persona son constantes y también es
perceptible en Campomanes y en la antipatía que le generaban las órdenes religiosas,
así como en sus repetidos designios para que éstas obedezcan a la autoridad episcopal.
Es sabido, en todo caso, que el tema de la autonomía de las órdenes no fue fácil; pero
el gobierno español consiguió al menos que estos conglomerados fuesen al menos
gobernados por españoles (Boxadors para los dominicos; Vázquez para los agustinos).

102
HISTORIA DE ESPAÑA II

Desde esa perspectiva, es posible entender las líneas gubernamentales de actuación y


el interés constante por disminuir las apelaciones a Roma; la solución pasará por ampliar
los derechos episcopales para resolver problemas sin acudir a la curia. Por eso, no se
debe olvidar que el Decreto Urquijo de 1799 y los problemas que generó para con Roma
tuviese su base en la búsqueda de ampliación de los derechos jurisdiccionales de los
obispos.
También es de reseñar en esa época la influencia de la Constitución Civil del Clero,
dentro de la Revolución Francesa, y su carácter “nacionalista”. Es entonces cuando en
Francia según Rafael Olaechea se propuso que la religión católica fuese la nacional, pero
divorciada de las interferencias de cualquier potencia extranjera y, por ende, de Roma.
Así pues, también en España la idea de una Iglesia nacional se convierte en el deseo de
hombres de gobierno y de muchos obispos. El historiador Teófanes Egido habla del
sueño de una Iglesia nacional pero siempre teniendo un especial interés por prevenir el
cisma. Además, el gobierno trató de limitar el excesivo protagonismo de los obispos en
estos procesos y no dudó en castigar a los prelados que manifestaron independencia de
criterio o discrepancia respecto la política eclesiástica del gobierno.
Interesa también señalar que, en las polémicas, más allá de los aspectos económicos,
afloraban aspectos doctrinales. Por ejemplo, en la primera mitad del siglo XVIII, al
perseguir la subordinación del Santo Oficio al monarca, Macanaz procurará trasladar a
los tribunales regios la capacidad de conocimiento y calificación de delitos aun en los
casos y causas puramente de fe. El proyecto de Macanaz, cierto es, quedó frustrado.
Pero esa actitud adquirió múltiples manifestaciones. Sin afán de reseñar todos los
intentos de control del Santo Oficio, baste destacar la prohibición de las obras del
cardenal Noris, dentro del Índice de 1747, la repulsa del inquisidor Quintano Bonifaz por
la prohibición del Catecismo de Mesènguy acompañada del exequatur regio de los
documentos papales, habiendo más casos.
De esta forma, la línea doctrinal que impone el Santo Oficio estará marcada por las
directrices gubernamentales. Así, en la primera mitad del XVIII, la obsesión del Santo
Oficio es perseguir brotes de jansenismo. En contraste, en la segunda parte de la
centuria el objetivo directo e inmediato fueron las doctrinas específicamente jesuíticas
y el probabilismo-laxismo.
Queda un último aspecto cultural que, por su relación con la historia eclesiástica, cabe
recordar. Es bien sabido que con la Guerra de Sucesión española la Monarquía perdió
gran parte de sus territorios europeos. En estricta compensación se agudizó el sentido
de unidad en la Península. Puede decirse que ese criterio se aplicó en el Decreto de
Nueva Planta con la abolición de las legislaciones forales de la Corona de Aragón y la
supresión de barreras aduaneras internas. Pero también se hizo visible en el campo
cultural con la fundación de la Real Academia Española de la Lengua, la Real Biblioteca
o la Real Academia de la Historia.
Interesa señalar, a propósito de esto último, el control gubernamental sobre los estudios
de historia eclesiástica. Dado que los falsos cronicones habían creado una historia

103
HISTORIA DE ESPAÑA II

eclesiástica ficticia, desmontar esa fantástica visión iba a costar muchos esfuerzos. Y,
por cierto, los gobiernos borbónicos no ayudaron en la empresa de acabar con los mitos
históricos.
Había un interés en fomentar todas las tradiciones políticas, pero, sobre todo,
eclesiásticas, que pudiesen favorecer la unidad. Una de esas tradiciones era el origen
apostólico de la cristiandad en Hispania. Así adquirirá especial valor la llegada de
Santiago y San Pablo, la tradición de la Virgen del Pilar, la actividad de los apóstoles… De
hecho, cuantos defendían esas tradiciones encontraron el favor y el apoyo de los
órganos de gobierno. El caso paradigmático es el del padre Flórez y su España sagrada.
Tampoco se olvide que el mismo Feijoo no dudó en afirmar que la Providencia había
agraciado a España con la predicación de dos apóstoles, los referidos Santiago y Pablo y
defendió vivamente la tradición del Pilar.
En cambio, los gobiernos persiguieron cualquier intento de atacar esas tradiciones. Juan
Ferreras, bibliotecario mayor de Felipe V, negó en sus páginas la tradición del Pilar. Pero
las protestas aragonesas y un informe del confesor Daubenton llevaron a que se
prohibiesen las páginas en que aquel ponía en duda ese mito. No menos significativa es
la peripecia de la Censura de historias fabulosas, de Nicolás Antonio y que fue editada
por Mayans en 1742. El erudito vio embargada la edición así como las galeradas de Obras
chronológicas de Mondejar y volúmenes manuscritos de su propiedad. Mayans fue
acusado por el Consejo de Castilla y por su gobernador, el cardenal Molina, de
antiespañol.
En síntesis, puede decirse que los diferentes gobiernos de la Monarquía borbónica en el
siglo XVIII pretendieron dirigir la Iglesia hispana en todos los campos: jurídico,
administrativo, cultural, apostólico y, en algunos aspectos, incluso doctrinal. El control
de los obispos fue el campo preferido de su actuación. Quizás con ese episcopalismo
creyeran que podían eliminar parte del influjo de Roma y dirigir los aspectos
eclesiásticos en beneficio propio. También en el campo de las discusiones doctrinales
conducentes a un episcopalismo a medida. El Decreto Urquijo de 1799 fue el fruto
natural de esa evolución secular. La tradición regalista hispana, con el recuerdo de la
Iglesia, servía de apoyo al interés por ejercer un mayor control de la jerarquía y de la
actividad eclesiástica. Lo que sucedía en España iba en consonancia con lo que acontecía
en Francia, Portugal o en territorios de la actual Alemania y ello explica el interés con el
que se siguieron los movimientos de oposición a la curia, desde el galicanismo a la
actitud jansenista o a las doctrinas perceptibles en el Sínodo de Pistoia o en la
Constitución Civil del Clero.

104
HISTORIA DE ESPAÑA II

Tema VII:
El orden cultural6

Con frecuencia, de forma algo simple, se ha presentado el cambio de dinastía como


causa y cauce de innovaciones provenientes del exterior, y, también, como una especie
de cambio de decorado y de vestuario, sin tener en cuenta ni el substrato endémico de
esas transformaciones ni el hecho de que, incluso a nivel epidérmico, la moda francesa
ya había afectado a la sociedad barroca española antes de que llegaran los Borbones. La
figura del caballero con la mano en el pecho y los ojos puestos en el cielo no debía
abundar demasiado a finales del siglo XVII, al menos en la corte madrileña. El
afrancesamiento de la alta sociedad había comenzado ya cuando el rey francés se sentó
con peluca de fantasía y atuendo colorista en el trono de Madrid. Las voces de los
predicadores dejan fiel constancia de que había caído en olvido el barroco desengaño
de la vida y de la realidad terrenas.
Las medidas que se toman en estos primeros años del siglo XVIII se suelen remitir al
pensamiento de los funcionarios franceses, silenciando la existencia en España de una
especie de partido proborbónico, cuyas intenciones y esperanzas no se limitaban a que
otra Casa real europea se ciñera la corona española. El paso de la Casa de Austria a la
de Borbón encierra algo más que una cuestión genealógica. Según Francisco Sánchez-
Blanco, de las opciones que se presentaban a los españoles, una tiene signo continuista
y otra rupturista. Cada alternativa llevaría aparejado un programa político.
En teoría cabeza del supuesto partido español, Pedro Portocarrero y Guzmán dio a la
imprenta en 1700 -cuando todavía el asunto de la sucesión no se había resuelto- la obra
Theatro monarchico de España, que contiene las más puras, como cathólicas máximas
de Estado, por las quales así los príncipes como las repúblicas aumentan y mantienen
sus dominios. El argumento de la ortodoxia religiosa sigue teniendo peso en ella y la
propaganda borbónica, durante la Guerra de Sucesión, subrayará que el pretendiente
austriaco es apoyado por aliados protestantes. Pero la política suele perseguir metas
que poco tienen que ver con la teología. Desde una perspectiva secularizada, la
Monarquía debería, en su opinión, proponerse el objetivo de fomentar la prosperidad
en la vida civil, sin olvidar que para poner los cimientos de ellas hay que cuidar la
educación de los jóvenes. Es decir, en cierta forma el partido proborbónico habría
abrigado la esperanza de un renacimiento material, basado en una nueva política
cultural.
Portocarrero señaló además tareas que debería emprender la nueva dinastía.
Formulándolo todo con prudencia, indicó la necesidad de suprimir los privilegios que se

6La mayor parte de los contenidos de este tema procede, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo (ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial
Pons, 2001, pp. 569-596.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

arrogaban las casas nobiliarias para ocupar puestos; de recordar a la Iglesia su obligación
de contribuir a la fiscalidad regia; de establecer reformas administrativas; de una más
justa distribución de cargos de acuerdo con talentos, méritos y utilidad en pro del bien
común. Algo que, en líneas generales, indicaría un refuerzo de la autoridad real frente a
la nobleza y al clero, dando mayor protagonismo a otros grupos sociales.
Y en cierto sentido el partido proborbónico ofrecerá un programa cultural destinado a
corregir errores y vicios de la época anterior (identificados en el rechazo al trabajo y el
asfixiante recurso a la honra). Se trata de hacer frente a lo que se entiende como miseria
y atraso cultural con respecto a su entorno. De ahí que la opción borbónica encierre para
algunos una expectativa de ruptura con el periodo anterior tanto en la vertiente socio-
política como en la intelectual.
Se abriga la esperanza de que los Borbones sustituyan a la jerarquía del honor nobiliario
por la de la formación intelectual de los individuos, y paralelamente la renovación moral
ha de consistir en estimar más el trabajo que el nombre, lo cual implica estimar y premiar
adecuadamente las actividades útiles al común de la sociedad y en cierta forma olvidar
el pasado.
En la crítica a la sociedad española bajo los Austrias entran también argumentos que se
refieren al estamento eclesiástico y su excesivo número o el poder ilimitado de la
Inquisición, tal y como denunciarán Melchor de Macanaz o José Campillo. También se
dirá que, frente a la recurrente defensa de la Cristiandad, habrán entrar en juego otros
valores seculares, y será ahí, a través de la enseñanza, como se asistirá a un relativo
proceso de ruptura en el campo cultural.

La cultura favorecida por los primeros borbones


Es interesante acudir a los Avisos para bien gobernar una Monarquía católica de
Melchor de Macanaz para comprender que las medidas que apuestan por el cambio
inciden, entre otros aspectos, en la necesidad de reformar los métodos y contenidos de
la enseñanza a todos los niveles. Muchos como él son conscientes de modificar una
estructura tan petrificada como la Universidad y optan por crear instituciones paralelas
o conceder protección a iniciativas particulares. Tiene carácter sintomático la temprana
aprobación por parte de la Corona de la tertulia de médicos prácticos y experimentales
que se reunía desde hacía algún tiempo en Sevilla. Este tipo de saberes como el que
propugnan los sevillanos tenía más que ver con el empirismo inglés y holandés, que
había entrado en España con anterioridad a la dinastía, pero es precisamente el tipo de
saber que deciden apoyar los ministros de Felipe V.
La alternativa a la fórmula escolástica presente en la universidad será combatida
mediante las nuevas fundaciones. La fundación de la Universidad de Cervera puede ser
leída también en esa línea. Pero son más destacables las Reales Academias de Lengua y
de la Historia, apostando también por el cultivo de sabres no escolásticos como la
medicina, la náutica, la artillería, la ingeniería, las matemáticas o las bellas artes entre
otros.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

Se comienza también a asistir a la organización de expediciones científicas y se envían


comisionados, unas veces, y espías, otras, para que observen el funcionamiento de las
manufacturas, adquieran maquinaria o recluten expertos. Otra iniciativa ligada a la
nueva política es el apoyo a la prensa periódica de carácter cultural. Se crea con apoyo
oficial el Diario de los literatos (1737-1742) como instrumento para intentar mejorar la
producción intelectual del país.

El planteamiento cultural de Feijoo


Durante el reinado de los dos primeros Barbones predominan claramente las iniciativas
en el campo de las ciencias positivas sobre las disciplinas humanistas. Esa orientación,
defendida por el benedictino Benito J. Feijoo en los discursos que forman el Teatro
Crítico Universal, es la que siguen políticos como Macanaz, Patiño, Campillo y Ensenada,
ministros al mismo tiempo proyectistas y gestores, que llevan a cabo reformas
apoyándose en intendentes y, sobre todo, en funcionarios con conocimientos y
experiencia en el campo de la economía, de la agricultura o de las manufacturas.
La campaña de Feijoo contra los errores comunes no debe considerarse la decisión de
un individuo aislado, sino un proyecto colectivo en el que estaban implicados políticos,
comerciantes, órdenes religiosas y una parte de la inteligencia del país. La identificación
de la Corona con la actividad de Feijoo se refleja claramente en la orden de Femando VI
prohibiendo que se impugnen sus escritos, unos escritos dirigidos a cambiar la
mentalidad del gran público; que superan el ámbito de las controversias universitarias
o el de los temas preferidos por la erudición humanista; que se proponen objetivos
como desarraigar las supersticiones o reformar los estudios y los procedimientos
judiciales.
En los tomos, que van apareciendo con periodicidad entre 1726 y 1760, de su Teatro
Crítico Universal y de las Cartas eruditas y curiosas, enseña a sus conciudadanos a dudar
tanto de las opiniones que circulan en la voz del pueblo como en los libros de texto. De
ahí que la duda que él predica se deba aplicar también a las disciplinas escolares. En
todas, excepto en teología -dice recortando cauta mente el principio-, debe anteponerse
la experiencia a la autoridad. Las ciencias naturales adquieren así autonomía y rechazan
la tutela que ejercían sobre ellas la teología y la filosofía. Escepticismo y empirismo son
dos caras de la misma medalla y también la premisa para determinar lo que, por
ejemplo, hay que quitar o añadir en la enseñanza de la medicina y de la física.
La repercusión sobre la Historia es también evidente. La experiencia propia tiene más
valor que el estimar la veracidad de testimonios ajenos. De ahí que se prefieran las
historias escritas por testigos presenciales y sobre sucesos recientes. El conocimiento
empírico alcanza en todos los campos un prestigio superior en la erudición humanística.
Es decir, es una postura muy distinta a la de aquellos historiadores que se inclinaban por
aceptar todo lo que una autoridad, religiosa o secular, proponía como cierto o posible.
Feijoo, pues, concede preferencia al escepticismo sobre el dogmatismo apodíctico de
los escolásticos y sobre la erudición y crítica textual de los humanistas. Feijoo además

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HISTORIA DE ESPAÑA II

aconseja conocer a los modernos y no tanto (o no solamente) a los antiguos. Aconseja


Feijoo el aprendizaje de lenguas modernas y sostiene que libros escritos en francés o en
inglés contienen conocimientos valiosos que eran desconocidos por griegos y latinos. La
observación directa y la comprobación mediante experiencias controladas se le antojan
además el método adecuado para avanzar en el conocimiento y aprovechamiento de los
fenómenos naturales.
Así las cosas, Feijoo propondrá como meta pedagógica cambiar la mentalidad de unos
españoles acostumbrados sólo a creer, y disponerlos a la vivencia de la incertidumbre y
al convencimiento de que nadie está en posesión de toda la verdad.
La alternativa mayansiana.
Gregorio Mayans, el erudito de Oliva que fue además bibliotecario de la Biblioteca Real,
vivió, sin embargo, con cierta preocupación algunos aspectos de la política cultural
borbónica. Él plantea una reforma científica y moral de los españoles de una forma
menos rupturista con el pasado. Pretende restaurar el esplendor de las letras sin innovar
o introducir ciencias extranjeras. Cree que la restauración debe basarse en una mejora
de la enseñanza pero orientada hacia el ideal retórico de la época clásica. Además, su
preocupación por la continuidad doctrinal es mucho más intensa que en Feijoo. Mayans
considera que pertenece a la norma de buen gusto el atenerse a los autores más
elocuentes y ortodoxos de la Antigüedad.
La curiosidad intelectual de Mayans, como hombre de leyes, le lleva a buscar las fuentes
auténticas del Derecho nacional y el fundamento de las tradiciones. Lo cual no obsta
para que recomiende algunas modificaciones en la forma de estudiar en las
universidades escolásticas. Considera, por ejemplo, conveniente disminuir el espacio
que se concede a la argumentación con silogismos y, además, critica la mentalidad
escolástica o sectaria, es decir, de lucha y competencia entre las diversas corrientes del
pensamiento católico, en la cual parece no quedar rastro de consenso.
Mayans, con la vista puesta en los mejores modelos nacionales del Renacimiento, tanto
filosóficos como literarios, sostiene que se podría barrer toda la basura de cuestiones
absurdas que se ha ido depositando en los tratados escolásticos y redactar nuevos libros
de texto, sin inventar nada nuevo, pero ofreciendo un resumen claro y elegante de la
doctrina cierta y comúnmente aceptada en la ortodoxia cristiana. La modernización de
los textos significa, para él, destilar la doctrina esencial y católica, desechando
cuestiones superfluas. Para ello nada mejor que volver a los principios y recoger los
textos de los escritores primitivos de la Iglesia. De acuerdo con esa mentalidad, que se
puede llamar, y se llamaba entonces, ecléctica. Su eclecticismo significa una fase previa
a la apología de la religión cristiana contra las desviaciones de los autores modernos, lo
cual hace ver que la reforma mantiene los principios misioneros del tiempo de los
Austrias.

El giro cultural.

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HISTORIA DE ESPAÑA II

La venida de Carlos III a Madrid despierta expectativas halagüeñas entre los partidarios
de la modernización de España. Algunos se prometían un relanzamiento de la causa bor-
bónica en lo que tenía de innovador. Sin embargo, pronto se vieron frustradas tales
esperanzas. La ruptura con la tradición de ministros-gestores como Campillo, Patiño y
Ensenada es evidente. Car los III se rodea de juristas que defiendan sus regalías en los
pleitos que sostiene con Roma o con sus propios vasallos. En lugar de proyectistas
entusiasmados con modernizar ocupan ahora los puestos claves hombres que actúan de
acuerdo a la práctica forense. No son promotores y planificadores de cambios, sino
hombres especializados en informar y dictaminar sobre causas iniciadas por personas o
instituciones particulares.
Se puede apuntar, así que Carlos III acudió a Mayans para reformar los estudios en un
síntoma de que él, a diferencia de sus predecesores, mostraba cierta inclinación por la
corriente ecléctica y desconfiaba de la experimental y crítica inspirada en Feijoo. Existe
una afinidad intelectual, además, entre Mayans y Carlos III a través de Francisco Pérez
Bayer, personaje afín a las ideas del valenciano. Carlos III, pues, concede un decisivo
protagonismo a la corriente que había permanecido marginada de la política oficial
durante los reinados anteriores. Se sabe que Mayans no comulga con innovaciones
extranjeras pero que critica con Vives los defectos de la escolástica. En lugar de
promocionar instituciones alternativas o proyectos de nueva planta se empeña en
reformar las universidades buscando desde el primer momento un compromiso con los
escolásticos reacios a la reforma.
Los disturbios de 1766 los soluciona llamando a un militar para que restablezca el orden
a base de medidas policiales y pagando un costoso precio cultural: la expulsión de los
jesuitas y el encarcelamiento de los presuntos amigos de éstos: Ensenada, Gándara, el
marqués de Valdeflores y muchos otros. No es ninguna frivolidad afirmar que la
resolución de la crisis significó una doble represión de las Luces en España. En primer
lugar, los jesuitas, o por lo menos una parte de ellos, habían iniciado durante el reinado
de Fernando VI una profunda remodelación de los estudios. En el Colegio Imperial
habían introducido nuevos métodos y contenidos muy distintos a los de la antigua ratio
studiorum. En segundo lugar, ellos representaban una teología con puntos similares o
interpretables en sentido de la antropología moderna. Si creemos más al contempo-
ráneo Enrique Flórez que a Marcelino Menéndez y Pelayo, la doctrina de los jesuitas
inclinaba al naturalismo antropológico, a la tolerancia religiosa, así como a una cierta
concepción populista del poder real, y son estas doctrinas las que se quieren eliminar.
Ellos defendían que Adán, y con él la humanidad, gozó en el Paraíso de un estado
natural. Esto es, dispuso de un conocimiento natural de Dios, de la naturaleza y de las
normas morales. Después del pecad, o la constitución humana no se deterioró tanto
como para que se borrara esa ciencia original. Agustinos y tomistas prefieren no hablar
de un estado de naturaleza, sino de un estado de gracia y justicia original, que se perdió
con el pecado. La teología, así, sólo habla de sobre naturaleza y ésta es administrada por
el magisterio eclesiástico y el aparato sacramental.

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El episodio de la expulsión de los jesuitas tiene, por tanto, consecuencias culturales e


ideológicas de gran alcance. Por un lado, significa el cierre de numerosos colegios que
no volverán a abrir hasta pasados unos años, y, por otro, la eliminación de la teología
que se ha desarrollado en la Europa Moderna, sobre todo en lo concerniente al Derecho
natural.
En las universidades se suprimen las cátedras que propagaban doctrina jesuítica. Contra
lo que muchos creen, en España las medidas anti-jesuíticas no son consecuencia de las
Luces ni traen consigo avances. Pero, en cualquier caso, se presenta una ocasión para
remodelar el ámbito académico y universitario

Las alternativas de reforma


Las propuestas que proceden de las universidades demuestran, en cualquier caso, poco
interés por cambiar las cosas. Si, por otro lado, atendemos a Mayans observamos
alternativas eclécticas: primero la Biblia y cánones eclesiásticos y, luego, las ciencias. En
estas no hay que seguir el espíritu de partido, sino la libertad de elección dentro de la
ortodoxia católica.
Mayans fija pruebas que se han de superar y conocimientos que se han de poseer antes
de matricularse en diferentes cursos. Exige que se sepa leer y escribir correctamente en
castellano y en latín como condición previa a los estudios básicos de retórica; que antes
de cursar Medicina se haya estudiado filosofía y griego; que a las Leyes las preceda la
retórica; y que en el Derecho, el civil romano anteceda al español y al natural. Se trata
de poner orden y control en el currículo académico y subrayar también obligaciones de
los profesores que también abundan en el sentido pedagógico de la Universidad.
El de Oliva también cree que es de desterrar las disputas entre escuelas. Se inclina por
separar los estudios matemáticos en una facultad independiente de modo que la nueva
ciencia no interfiera la línea de las facultades de filosofía, lees o teología. No niega la
utilidad de la disciplina para los oficios y defiende que se explique en castellano. Para
filosofía recomienda textos como los de Tosca o Duhamel; en Medicina, de Boerhaave,
pero comentándose también la obra de Hipócrates; en Derecho, de Heinecio.
En otro orden de cosas, el aspecto disciplinar, más que doctrinal, es el que mueve en
1771 a Carlos III a disponer la reforma de los colegios universitarios. Pero no hay nada
de modernización de la ciencia. En todo caso, la influencia de Mayans se hará notar en
los intentos de reforma de los estudios preliminares en las facultades de artes. Sus obras
Idea de la gramática latina (1768) y Gramática de la lengua latina, serán publicadas por
entonces por Mayans y esta última será impuesta en el Consejo de universidades del
Reino de Aragón. Campomanes también propondrá el texto en Salamanca pero el
claustro no lo aceptará. Mientras que a Alcalá se propone esta obra de Mayans para
enseñar retórica.
Muy distinta es la propuesta de Pablo de Olavide. Para él la expulsión de los jesuitas
ofrece una magnífica ocasión para empezar de cero. Repite una fórmula ensayada por
los primeros Borbones: establecer una universidad de nueva fundación, sin servidumbre

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a constituciones y costumbres, y donde no se repitan las luchas entre las órdenes


religiosas y sus correspondientes escuelas. Su rechazo al modelo universitario
tradicional es total y por ello su empeño en un proyecto ex novo. Mientras que la antigua
universidad tenía como objeto formar teólogos y multiplicar el número de clérigos, la
nueva debe secularizarse y educar a individuos que sirvan a la Monarquía.
La nueva universidad debe ser también incompatible con el espíritu de gremio o de
cuerpo, tan típico de los colegios mayores de la época, reservados a la alta nobleza. La
meta de los estudios universitarios debe ser formar una conciencia de ciudadano que
anteponga la unidad del cuerpo social al particularismo. Prevé, por tanto, medidas
encaminadas a romper los partidos existentes.
El plan de Olavide lleva una impronta positivista que conecta con Feijoo y Gándara y
también con Manuel S. Rubín de Celis. Olavide prevé que los alumnos de diez u once
años aprendan durante un año, además de gramática latina, nociones de aritmética,
para después recibir una formación básica con cuatro cursos de física. La facultad de
artes está ahora presidida por la filosofía natural y experimental. En Leyes antepone el
derecho natural y de gentes al derecho positivo civil o canónico. Sugiere también que se
estudie derecho nacional en preferencia sobre el romano. En teología Olavide pone el
acento en la teología fundamental y positiva.
Olavide, pues, representa una alternativa “más moderna” que Mayans y no está
completamente sólo: Nipho ya había expuesto en 1763 una lista de lecturas para forma
ciudadano; y Enrique Ramos, bajo el seudónimo de Antonio Muñoz publica en 1769
Discurso sobre economía política con reflexiones similares a las de Olavide. Pero si
Olavide va en esa línea, a la misma altura Cándido María Trigueros presenta en la
Academia Sevillana de Buenas Letras un proyecto más conservador o, si se quiere, más
ecléctico y aconsejará reformar antes que partir de cero. “Mi parecer es que conviene
seguir en parte, y parte innovar” dirá.
Desde luego, el gobierno de Carlos III no pone en práctica el plan radical de nueva
fundación propuesto por Olavide. Parece como si creyera que, expulsados los jesuitas,
la escolástica se reformará a sí misma en forma y fondo. El gobierno, no obstante,
escribe a las universidades exhortándolas a que modernicen los libros de textos y
encomienda a los claustros que modifiquen la metodología en los cursos. Pero apelando
a la buena voluntad el resultado fue prácticamente nulo.
Se trata de una febril actividad seudorreformadora del gobierno respecto a las
universidades que a finales de los años setenta se acaba disipando sin obtener
resultados. La indignación entre los ilustrados se deja sentir en periódicos como El
Censor, El Corresponsal del Censor, El Apologista Universal o El Teniente del Apologista
Universal.
Síntoma de la política cultural represiva de Carlos III tras los alborotos de 1766 es la
clausura del foro abierto a la crítica literaria y política que mantenían y a los numerosos
periódicos que se publicaban en esa década. Prácticamente desaparecen todos en los
años siguientes. España se queda sin más información que la de los papeles oficiales: La

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HISTORIA DE ESPAÑA II

Gaceta y el Mercurio. Con todo, mientras el conde de Aranda ocupa la presidencia del
Consejo de Castilla, los ilustrados se sienten protegidos en el ámbito privado de sus
tertulias. Si no dan lugar a escándalos, pueden leer, opinar y satirizar sin sobresaltos.
Piénsese al respecto en Testamento político del filósofo Marcelo o en Arte de las Putas
de Nicolás Fernández de Moratín.

Involución de la política borbónica.


A mediados de la década de 1770 la situación política empeora. La campaña de Argel y
los disturbios de Francia de 1775 preceden un nuevo endurecimiento en el interior del
país contra los partidarios de las Luces. La sustitución de Grimaldi por Floridablanca no
promete ninguna apertura a las ideas filosóficas. La Inquisición es reactivada para
impedir que entren libros franceses y que los españoles dispongan de licencias para leer
libros prohibidos. Empiezan también a proliferar tratados contra los filósofos. El más
conocido es el del monje Fernando Cevallos, cuyos ataques empiezan a producirse
cuando Olavide es todavía intendente de Andalucía y asistente de la ciudad de Sevilla.
La intención de Cevallos es claramente política: llamar la atención a los gobernantes del
peligro que la nueva filosofía encierra para la concepción de una monarquía absoluta;
es el altar el mejor sostén del trono, les recuerda.
Así que, con la conformidad del gobierno, la Inquisición procesa a Olavide y advierte a
otros ilustrados menos significados. La confianza de la minoría ilustrada en el gobierno
se debilita sensiblemente. El nombramiento de Floridablanca como primer secretario
del Despacho Universal lleva consigo una consecuente política de distanciamiento
diplomático y cultural con respecto a Francia. La licencia para imprimir libros se hace
más severa. También las reformas tienen ahora la finalidad preferente de hacer del clero
secular una especie de funcionariado fiel a la Monarquía. Los párrocos deben transmitir
a los fieles conocimientos de agricultura y otros oficios, así como organizar y coordinar
instituciones benéficas que suavicen las consecuencias de la desigualdad social. En las
Sociedades Económicas que se fundan a partir de 1775, el clero, según voluntad del
gobierno, ha de tener presencia determinante.
La promoción de las Sociedades Económicas significa un intento de controlar a los
gremios y de dar una nueva misión tutelar al clero y a la nobleza en el desarrollo de las
regiones. Sin embargo, el planteamiento se verá superado y a partir de los ochenta se
observa como miembros de la Vascongada, la Aragonesa o la Segoviana buscan
transformarlas en patrióticas, con fines informativo-representativos y también den
enseñanza general, creando seminarios para educar no sólo a los artesanos sino a toda
la juventud en sus deberes para con la sociedad.
La campaña antifilosófica que se desarrolla durante la década de los setenta va
acompañada de un rechazo intelectual de la filosofía de las Luces: en especial de
Voltaire, Rousseau, Helvetius, Holbach. El problema filosófico ha pasado de apoyar la
ciencia experimental a transformar la sociedad del Antiguo Régimen de acuerdo con
principios de tolerancia, libertad y justicia social. Las Luces iluminan las relaciones entre

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HISTORIA DE ESPAÑA II

los hombres y no primordialmente el universo físico. De ahí que se pueda decir que entre
las Luces y el absolutismo carolino exista una disparidad insalvable. Los políticos en
torno a Carlos III son conscientes del peligro y desautorizan a los nuevos filósofos mucho
antes de que estalle la Gran Revolución en el país vecino.
La antipatía de Floridablanca hacia los franceses tiene raíces sociales y culturales,
además de consideraciones de política internacional. El divorcio entre el gobierno y
cultura ilustrada va en aumento. Algunos opositores se articulan en torno al periódico
El Censor y otras voces afines. Pero Floridablanca se escudará tras un partido xenófobo
y tradicionalista. Ciertamente la de la tradición será la línea política que acabará
abrazando Carlos III y así la dinastía borbónica se convertirá en la defensora del espíritu
nacional frente a las influencias extranjeras. La idea de revolución que resquebraje los
cimientos del poder del soberano y la tranquilidad del reino son el estímulo para estas
posiciones.
Hacia mediados de la década de los ochenta, en los últimos años del reinado de Carlos
III, retorna incluso el espíritu contra el que se había combatido a principios de siglo. En
1786 a la hora de crear una cátedra de historia literaria en los Reales Estudios de San
Isidro, se opta por un modelo -el del padre Andrés- en el que se ponen en valor los siglos
XVI y XVII. Y algo similar se ve en el Teatro histórico-crítico de la elocuencia española,
obra de Antonio Campmany de clara finalidad apologética del pasado de los Austrias.
Juan Pablo Forner también irá en esa línea en Oración apologética. Forner aconseja
restaurar la literatura del tiempo de los Habsburgo y rechazar la superficialidad del XVIII
de los primeros Borbones.
La justificación original del cambio de dinastía sólo queda reservada para los que creen
todavía en un proceso reformador. Jovellanos, por ejemplo, en un elogio de Felipe V no
glosa tanto al rey como a las virtudes y la política del momento que vivió el primer
Borbón. Pero, en todo caso, puede decirse que la idea de restaurar el pasado austracista
ha sustituido al idilio con las Luces europeas. Sin esa evolución ideológica y sin la
identificación oficial con un populismo de formas no se entiende que surja el calificativo
de afrancesado para denominar precisamente a aquellos defensores de la misión
reformadora de los Borbones. La españolización de Carlos III, llegado de Nápoles -
recuérdese- no había consistido sólo en sustituir colaboradores extranjeros por
nacionales, sino en presentar su Monarquía en continuidad con la mentalidad de la
España de los Austrias.

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