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HISTORIA DE ESPAÑA II
TEMARIO
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Tema I
Carlos II: Crisis e identidad1
1Buena parte de los contenidos de este tema proceden, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo, La Crisis de la Monarquía, Madrid, Marcial Pons, 2008, pp. 395-561.
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inestabilidad, dada la animadversión que suscitó entre quienes además de ver cancelada
la posibilidad de acceder al valimiento, se vieron asimismo excluidos del nuevo
organismo. De otra parte, los rumores sobre la delicada salud del heredero promovieron
al primer plano la cuestión del reparto de la monarquía, cuestión que ya se venía
contemplando con inquietud desde el observatorio europeo y donde Francia no
ocultaba su pretensión de cerrar el camino a la rama cadete de la Casa de Austria. Pese
a la importancia de lo que estaba en juego, las relaciones entre los miembros de la Casa
no experimentaron ninguna mejora. Leopoldo I no estaba dispuesto a pasar por alto las
intencionadas dilaciones que, desde la corte de Madrid, se habían venido dando al
compromiso matrimonial con Margarita María de Austria, hija de Felipe IV y Mariana de
Austria y argumento decisivo ante una eventual sucesión. La boda, celebrada finalmente
por poderes en abril de 1666, no mejoraría esas relaciones. El emperador intentaba
consolidar una estrategia imperial diseñada desde Viena y no desde Madrid. No ocultaba
en ningún caso su fascinación por el modelo político de Luis XIV ni, tampoco, su relativa
disposición a establecer acuerdos con este último acerca de un eventual reparto de la
monarquía, algo sobre lo que ya había habido rumores poco antes de la muerte de Felipe
IV.
La corte de Viena devenía así escenario de un complicado juego de facciones donde el
emperador intentaba un entendimiento con el monarca francés, en tanto que su
ministro principal (el conde de Auersperg) lideraba la facción filoespañola de la propia
corte, en íntima conexión a su vez con la facción filoimperial de Madrid. En esta última
sede, la situación no era menos complicada. En un texto de abril de 1666 se reconocía
que la corte se encontraba dividida entre una facción de “imperialistas” y otra de
“españoles”, y donde al mismo tiempo la regente se resistía a acatar incondicionalmente
las orientaciones de su hermano y emperador. Fiel a los lazos de lealtad familiar pero
decidida al mismo tiempo a proteger a su hijo y asegurar la continuidad de Nithard,
Mariana de Austria presidía una Junta de Regencia cuya composición y actuación
reflejaba esas mismas divisiones. Intentando habilitar un espacio propio, la actuación de
Nithard acentuaba aún más esas tensiones. Desde Viena su papel se consideraba muy
desleal para con los intereses del emperador, tal y como reiteraba en sus informes el
embajador imperial, conde de Pötting, quien de hecho se relacionaba abiertamente con
los sectores opuestos al jesuita.
Con la reclamación de los derechos hereditarios de su esposa sobre una parte de
Flandes, Luis XIV iniciaba a mediados de 1667 una guerra de “devolución” que, en última
instancia, suponía un meditado desafío estratégico al poder de la Casa de Austria: si
bien eran herencia y propiedad de la rama española, los Países Bajos formaban parte al
mismo tiempo del círculo imperial de Borgoña. Los intereses de una y otra parte
resultaban así afectados, pero la posibilidad de una efectiva actuación coordinada
aparecía muy remota. De por medio presionaba por otra parte el inacabado conflicto
con Portugal, tan exigente en recursos como escaso en posibilidades de una solución
militar y de un acuerdo aceptable. En mayo de 1667 el embajador imperial en Madrid
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había consignado en su diario “el notable atrevimiento del monarca francés” por la
reciente invasión, pero esa constatación no fue seguida por la subsiguiente declaración
de guerra -por parte del emperador- que se esperaba en la corte de Madrid. La noticia
sobre la firma de un tratado de repartición de la monarquía de España, llevado a cabo
en enero de 1668 entre el emperador y el monarca francés, acentuó aún más esas
tensiones internas. Aunque finalmente el tratado se diluyese en una efímera tentativa
de rapprochement entre sus firmantes, el solo hecho de que el emperador se hubiese
avenido a firmarlo constituía -como el propio Luis XIV recogería en sus Memorias- “una
maravillosa confirmación de los derechos de la reina”. El tratado vaciaba de sentido
cualquier posible alusión a “los vínculos de sangre y unidad” o a la “causa común” entre
las dos ramas de la casa de Austria.
Si la repartición de la monarquía de España acordada entre Leopoldo I y Luis XIV había
puesto en evidencia la quiebra de la solidaridad interna de la casa, la firma del tratado
de Lisboa en febrero de 1668 -un mes después de la firma del tratado de repartición y
pocos meses antes de la paz de Aquisgrán que pondría fin a la Guerra de Devolución-
planteaba a su vez cuestiones no menos apremiantes, derivadas en este caso de la difícil
asimilación de la propia paz. Un escueto texto de trece capítulos cancelaba un conflicto
que se había prolongado durante veintiocho años y en cuyo artículo primero, “los
señores reyes Católico y de Portugal”, en su nombre “y en el de sus coronas”, suscribían
esa paz. La posibilidad de un acuerdo en términos “de rey a rey” había sido rechazada
en los últimos años del reinado de Felipe IV, decantándose en todo caso por una solución
en los términos de la tregua suscrita con los rebeldes holandeses en 1609. Las últimas
derrotas militares en el frente portugués y el éxito de la ocupación de Luis XIV
impusieron finalmente el reconocimiento de la independencia, dentro de un proceso de
negociación que hizo aún más visible el clima de enfrentamiento interno en el que se
desenvolvía el gobierno de la regencia. En última instancia la conclusión de la paz podía
leerse como una claudicación ante los intereses de la Casa, interesada en dar prioridad
a los Países Bajos. Consciente de la situación, la regente marcó sus distancias en relación
con lo que pudiera interpretarse como puro seguidismo a los intereses de Viena.
Haciendo gala de un talante consultivo intentó incluso una convocatoria de las Cortes
de Castilla para conferir más legitimidad a la firma de la paz con Portugal.
Más allá de la repercusión sobre la propia imagen de la monarquía, la independencia de
Portugal era percibida como un desgarro identitario. Así se lo había hecho notar el
duque de Alba a la regente en abril de 1666, exponiendo en su condición de consejero
de Estado que era obligado impedir que “se desmorone de esta Corona una parte tan
esencial y grande como un reyno dentro de España”. Obviamente la visible nostalgia por
España no era ajena al enfrentamiento faccional que se vivía en la corte, donde la
actuación de Mariana y la influencia de Nithard aparecían como directos responsables
de la pérdida de Portugal y de la poco honorable paz de Aquisgrán. Las consecuencias
de esa situación a la vista estaban: como en mayo de 1667 informaba el cardenal
Moncada marqués de Grana, “la Regencia se ha reducido a tiranía; el monarca es
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Eberardo Nithard”, una situación ante la que, inevitablemente, “la nobleza está
ultrajada y resuelta a no sufrirlo”.
En las Causas no causas, el manuscrito exculpatorio redactado por Nithard después de
su caída, el jesuita no dejaba de reseñar el clima antiimperial que se respiraba entre “los
españoles”. Consecuencia de todo ello, “España” se encontraba “sumamente ofendida
de aquella línea austriaca” y, lo que no era menos grave, los españoles no se mostraban
dispuestos a admitir al emperador como un posible sucesor ante el “fatal caso” de la
muerte de Carlos II. Si el rechazo a la candidatura de Luis XIV era consecuencia de “la
natural antipatía” entre las dos naciones vecinas, en el caso de Leopoldo I primaba más
una desafección personal. Tanto era así que los españoles habían comenzado a poner
“[su] mira en la persona del señor don Juan de Austria”. La irrupción de este último a un
primer plano de la escena política no constituía en sí misma ninguna novedad. Lo eran
sin embargo las circunstancias en las que ahora se producía: la posibilidad -tras la
destitución de Nithard- de que el hijo bastardo de Felipe IV acabara proclamándose “rey
o gobernador” era seriamente evaluada en los círculos gubernamentales de Lisboa,
corría en las décimas que circulaban por Madrid y era reconocida por el embajador de
Francia.
Aunque impuesta por ese contexto, se concretó así la alianza entre los miembros más
conspicuos de la aristocracia castellana y el hijo natural de Felipe IV. Entre la conjura
contra Nithard a fines de 1669 y su designación como primer ministro a comienzos de
1677 (tras el ministerio de Valenzuela), la actividad de don Juan dejó patente que el
juego político se jugaba con nuevas reglas. Su exitosa guerra contra los dos favoritos de
Mariana lo fue más de plumas que de armas, debió mas a la movilización de la opinión
pública que al juego de intrigas cortesanas. Como él mismo proclamaba, se trataba de
“restituir a España su perdida reputación”, lo que inevitablemente confería a sus
propuestas un tono nacionista y redentor a la vez. Actuaba, según se decía, en nombre
de todos los españoles, como Fénix de España.
Novatores.
Dentro de esa lógica de la “reputación”, fue además desde esos momentos de mediados
de la década de los setenta cuando se hizo notar la necesidad de dar a conocer en España
la reordenación y los avances que últimamente se habían venido produciendo en
diferentes campos del saber, dentro del complejo proceso europeo que se conoce como
revolución científica. Novatores fue el término acuñado para referirse, dentro de
España, al heterogéneo colectivo que desde mediados de los setenta intentó llevar a la
práctica tan fundamental cambio. De la necesidad de abordarlo daba cuenta con
especial plasticidad Juan de Cabriada en su Carta filosófica médico-chymica publicada
en 1687, donde denunciaba que era “lastimosa y aun vergonzosa cosa que, como si
fuéramos indios, hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y luces públicas que
ya están esparcidas por Europa”. Esa posición de subalternidad cultural frente a la que
se rebelaba Cabriada empezaba a erigirse en lugar común de la visión de España desde
el exterior. Allí donde Inglaterra señalaba el fin de un corrompido modelo imperial,
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verse satisfechos trece años -y fuera de Madrid-, con la conversión en 1700 de la tertulia
que se reunía en Sevilla en la “Regia Sociedad de Medicina y otras Ciencias”.
Arbitrismo mercantilista.
Nicolás Antonio sabía bien que una parte de la reputación de la monarquía se dilucidaba
en el ámbito de la república de las letras. Por ello procuraba con su Biblioteca hispana
homologar la cultura propia con cualquier otra de la escena europea. En esa escena, y
en el alternativo terreno de las armas, esa reputación no dejaba por lo demás de
menguar. En mayo de 1678 el gobernador de los Países Bajos españoles, sin contar con
el consentimiento de Madrid, aceptaba en Nimega las condiciones de paz que ponían
fin a la llamada guerra de Holanda, condiciones que por otra parte habían sido
negociadas por la propia república. La monarquía española, que suscribiría el tratado en
septiembre, perdía el Franco-Condado y una estratégica serie de ciudades cercanas a la
frontera de los Países Bajos con Francia, así como la mitad de la isla de La Española. Y
en ese sentido la paz constituyó un auténtico descrédito para la monarquía, que
renunciaba a sus aspiraciones de resarcimiento de las pérdidas sufridas desde la guerra
de devolución de 1667-68.
Influido quizás por ese clima de abatimiento, el sofocamiento de la rebelión de Mesina
se llevó entonces a cabo sin contemplaciones: sobre las ruinas del palacio del Senado
mesinés, imagen misma del poder ciudadano, se erigió una estatua ecuestre de Carlos
II aplastando a una hidra. La represión no fue sólo simbólica: los privilegios de Mesina
fueron confiscados, se dispuso el control regio sobre el nombramiento de los senadores
y el propio Senado fue sustituido por un cabildo cuyas reuniones tendrían lugar en el
palacio real presididas por el gobernador. No sería esa de todos modos la norma de la
relación entre el monarca y los territorios. La celebración de la Cortes de Aragón en
1677-78, y la previsión de su reunión en Cataluña y Valencia, evidenciaban la voluntad
de recomponer el tradicional equilibrio territorial de la monarquía, la relación entre el
monarca y los derechos propios de los reinos que había sido sometida a una revisión y
tensión sin precedentes por parte de Olivares. Pero a su vez, el cauce de despliegue de
una de las políticas esenciales del reinado, la de la regeneración económica y
hacendística, siempre se concibió que había de hacerse en términos monárquicos, sin
matizaciones regnícolas.
Esas reformas de signo mercantilista que se concretarían en la década de los ochenta y
principios de los noventa bajo los ministerios del duque de Medinacelli y del conde de
Oropesa, en realidad estaban ya planteadas durante el gobierno de Juan José de Austria
a finales de los setenta. En ese sentido la paz de Nimega vino a facilitar las cosas, dado
que la pérdida de presencia y las menores exigencia de financiación de la política
exterior permitía enfrentar con más continuidad los cambios internos en cuya ejecución
la labor de Medinaceli y Oropesa resultaría decisiva. No se trató desde luego de un
avance lineal, sin retrocesos, pero finalmente la reforma acabaría asentándose. Tanto
fue así que a pesar de la caída de Oropesa en 1691 podía decirse que el proceso había
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adquirido ya vida propia, y en esa situación se mantendría hasta la muerte de Carlos II.
Y aún después: de hecho, la dinámica reformista que habitualmente se imputa a la nueva
dinastía borbónica venía precedida por esa importante herencia que, sin duda, facilitó
los cambios hacendísticos posteriores a 1700.
Uno de los hitos cruciales de esa secuencia reformista se situaba en la creación de una
Real y General Junta de Comercio en 1679, coincidiendo con el momento terminal del
gobierno de don Juan. Su objetivo no era otro que poner en práctica un auténtico
vademécum de medidas mercantilistas, procediendo a “establecer en estos reinos las
manufacturas y el Comercio”, e intentando asimismo “unir en todo lo posible el
Comercio de ella [España] con el de las provincias de mis Dominios, y acudir a que este
florezca y aumente” Revestido de ese crucial papel estratégico e integrador, el comercio
haría posible la efectiva recuperación del conjunto de la monarquía, fomentando dentro
de ese espacio económico una autarquía que permitiera liberarse de la dependencia
extranjera. Su temprana disolución en abril de 1680 (aunque al parecer continuó
actuando interinamente hasta septiembre de 1681) impide valorar debidamente su
actuación, si bien las atribuciones y jurisdicción que formalmente se le reconocían en
materia de comercio, así como la incorporación de expertos y la información recogida
sobre instituciones similares en el extranjero permiten dar una idea de su potencial
proyección. El hecho mismo de que el duque de Medinaceli -sucesor de don Juan en el
cargo- decidiese restablecer la Junta en diciembre de 1682, inaugurando una segunda
época que se prolongaría hasta junio de 1691, constituye la mejor demostración de la
importancia que se reconocía a la institución.
La reforma monetaria de 1680 suponía una nueva muesca en esa línea. Su propósito era
poner fin al prolongado período de inestabilidad monetaria que venía padeciendo
Castilla a raíz de las alteraciones de la moneda de vellón, con sus consecuencias
negativas sobre la paridad con la moneda de plata, sobre el movimiento interior de los
precios y, obviamente, sobre la propia actividad económica. Contemplada asimismo por
don Juan, la reforma de la administración de las rentas provinciales (el complejo fiscal
que integraba las principales partidas de las rentas ordinarias de la real hacienda en
Castilla) fue dispuesta por real cédula de 16 de diciembre de 1682 y abordada de forma
simultánea a la reforma monetaria. Se trataba en este caso de eliminar el sistema de
arrendamiento para sustituirlo por un encabezamiento general del reino. Presente
desde los primeros momentos de la hacienda castellana, el encabezamiento permitía
una relativa autogestión fiscal a cargo de los propios pueblos. La novedad principal venía
dada por la instauración, en marzo de 1683, de superintendencias y superintendentes en
las veintiuna provincias fiscales de Castilla. Siguiendo esa lógica restauracionista y
mercantilista, les correspondía aplicar una serie de medidas de estímulo económico que
de inmediato iban a ser dadas a conocer. A comienzos de 1683 y a fin de controlar la
operación, se establecía una Junta de Encabezamientos presidida por el propio
Medinaceli y con jurisdicción privativa sobre cualquier otro tribunal; de ella dependían
directamente los ministros enviados a las provincias.
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Razón de monarquía.
En septiembre de 1688 Luis XIV exponía en un manifiesto las razones que
inevitablemente le llevaban a declarar la guerra al emperador, y al que Leopoldo I (de
nuevo con la pluma de Leibniz de por medio) respondería con no menos solemnidad.
Durante nueve años la llamada guerra de la Liga de Ausburgo sumiría a Europa en un
agotador conflicto, al que Luis XIV no llegaba en las mejores condiciones. El reino de
Francia aparecía aislado frente a una espesa red de potencias rivales que a comienzos
de 1689 incluían a Holanda e Inglaterra. Y al frente de la cual aparecía un fortalecido
emperador que había podido redondear la resistencia victoriosa de Viena con una
inmediata y exitosa campaña de conquistas en la frontera oriental del Imperio.
Formalmente la monarquía española declaró la guerra a Francia en abril de 1689, si bien
desde 1684 los dos reinos registraban un enfrentamiento apenas encubierto. De hecho
desde ese año era perceptible en la península la proliferación de panfletos en los que se
reiteraban las denuncias formuladas en el Imperio contra la política anexionista de Luis
XIV, aunque había también aportaciones propias. Manuel de Lira, Secretario de
Despacho de Carlos II, las recogía en su Idea y proceder de Francia desde las pazes de
Nimega, en tanto que en otro panfleto de autoría desconocida (Manifestación de las
máximas de Francia escritas a la luz de la verdad) se insistía en la imposibilidad de
esperar una actitud amistosa por parte del reino vecino, dado que en última instancia
no podía perderse de vista que “un francés es un español al revés”. Alternativamente,
la victoria del emperador sobre los turcos y su liderazgo en la reciente cruzada, así como
la “suave protección” con la que conducía la “Germania”, ponían de manifiesto un
acusado contraste en relación con “la tiranía” con la que Francia era gobernada. Aunque
importante, la guerra no era por lo demás sólo de papeles y, en ese nuevo escenario,
Cataluña parecía llamada a jugar un papel clave.
La llamada revuelta de los barretines o de los gorrets fue en concreto el acontecimiento
que, entre 1687 y 1690, introdujo un nuevo e importante elemento desestabilizador,
cuyas secuelas se prolongarían hasta mediados de la década de los noventa. Al igual que
en anteriores situaciones de crisis, el sostenimiento del ejército de la monarquía en el
territorio catalán se situaba en el origen inmediato del los acontecimientos, en un
contexto agravado por la mala coyuntura agraria. La revuelta hizo reaparecer por un
momento la posibilidad de un nuevo 1640. De hecho, en el momento álgido del
movimiento, el intendente francés del Rosellón, Trobat, había sugerido a algunos de los
líderes que “hay que hacer lo mismo que nuestros antepasados en 1640”, advirtiéndoles
que “los castellanos son, han sido y serán siempre vuestros enemigos”. Todavía, en 1691
apoyaría una conspiración para anexionar el principado a Francia. Prescindiendo del
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dificultad mayor “para restablecer la absoluta compenetración entre las dos ramas de
la Casa de Austria”. El ascendiente de la reina sobre su marido fue determinante en el
apartamiento, si bien ya con anterioridad el duque de Arcos, en un memorial dirigido al
rey en el que pretendía hablar en nombre de los grandes, había denunciado a Oropesa
como causante de los males de la monarquía. A la sombra de los integrantes de un
fortalecido partido austriaco, los sectores afectados por las medidas reformistas
pasaban así factura a la actuación del anterior hombre fuerte. Justamente intentado
evitar la presencia de ese tipo de ministros, una de las recomendaciones que asimismo
se hacían a la reina era la de que su marido procediese a gobernar por sí solo.
Los resultados inmediatamente visibles no podía decirse que fueran espectaculares: a la
incapacidad para responder al avance francés en Cataluña se añadía una serie de
suspensiones de pagos de la Real Hacienda encadenadas entre 1692 y 1696. De otra
parte, las diferencias mantenidas en 1691 entre la propia reina y el emperador Leopoldo
a propósito del nombramiento del gobernador de los Países Bajos (donde la primera
defendía la candidatura de su hermano, el elector palatino, y el emperador la del elector
Maximiliano Manuel de Baviera, que resultaría finalmente elegido) aumentaban las
incertidumbres del momento, proyectando sobre la corte española un conflicto entre
facciones alemanas (bávara y palatina) cuyos intereses remitían al juego político del
Imperio. Como sagazmente advirtiera Oropesa por esas fechas, la monarquía aparecía
gobernada por un “ministerio duende”, un poder invisible en el que la ausencia de un
primer ministro se daba la mano con la incapacidad del monarca y del entorno de la
reina para sostener una línea coherente de actuación.
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correspondía al “Reyno en Cortes” determinar los derechos. No sorprende por ello que,
ante la situación en la que podría entrarse, los Consejos de Castilla y Aragón señalase la
conveniencia de plegar velas. Y en febrero de 1698 el marqués Henri d’Harcourt
reanudaba las relaciones diplomáticas interrumpidas por la guerra, con instrucciones
bien precisas para aglutinar un partido favorable a la sucesión francesa, propagando la
idea de que sólo el poderío militar de Francia podía garantizar la integridad de la
monarquía. El rápido progreso del grupo profrancés se vio entonces facilitado en gran
medida por las contradicciones internas que afectaban a los alemanes, quienes, por el
hecho de contar con dos candidaturas, encontraban serias dificultades a la hora de
actuar como un grupo coordinado. Las fisuras y los cambios de posición entre sus
integrantes eran la norma. Su influencia e intromisión en las cuestiones internas de la
monarquía les significaba de otra parte la permanente desconfianza y oposición de
aquellos sectores que oficialmente estaban a cargo del gobierno. El éxito de la gestión
de Harcourt reclutando adictos y ganando influencia podía medirse por el hecho de que,
en marzo, el Almirante, en un intento por reforzar su posición, considerara necesario
llamar a Oropesa ofreciéndole la presidencia del Consejo de Castilla.
El plan no saldría adelante pero, entre tanto, nuevos acontecimientos vinieron a
complicar las tensiones internas. El once de octubre de 1698 se había suscrito en La Haya
un segundo tratado de repartición de la monarquía. Aunque lo acordado en él afectaba
al emperador y al Elector de Baviera, el tratado era fruto del entendimiento entre Luis
XIV y Guillermo III y, de hecho, estaba previsto que aquellos serían informados
posteriormente. De acuerdo con sus cláusulas e invocando la necesidad de conservar “la
tranquilidad pública y evitar una nueva guerra en Europa”, Luis XIV, Guillermo III, y “los
señores Estados Generales” procedían formalmente a “tomar de antemano” una serie
de medidas ante -la que se consideraba- próxima muerte de Carlos II. La Corona de
España y los demás “reinos ,islas, estados, países y plazas que de ella dependen” se
entregaban al príncipe elector de Baviera, excepción hecha de la provincia de Guipúzcoa,
los reinos de Nápoles, Sicilia y los presidios de Toscana, que pasaban al “señor Delfín”;
la excepción incluía asimismo al ducado de Milán, que se concedía al Archiduque.
Hábilmente Luis XIV había conseguido atraerse a Guillermo III de Orange, estatúder
hereditario de Holanda y rey de Gran Bretaña desde 1689, neutralizando así un apoyo
que era crucial para el emperador. Aunque por el momento debía permanecer en
secreto y no sería dado a conocer al Emperador ni al Elector hasta enero de 1699, en
octubre el enviado español en La Haya informaba del asunto a los consejeros de Estado.
A comienzos de noviembre el embajador francés informaba a Versalles de “la
divulgación que comienza a tener el secreto”. Dada la entidad del asunto, la respuesta
del monarca español se produjo esta vez con rapidez: el 11 de noviembre Carlos II
suscribía un nuevo testamento en el que declaraba a José Fernando de Baviera “rey” de
todos los dominios de la monarquía; en caso de fallecimiento sin sucesión la herencia
recaería en el emperador y sus descendientes legítimos y, en tercera instancia, en los
descendientes de la línea de la infanta doña Catalina, su tía y duquesa de Saboya.
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La maniobra contra Francia era evidente, aunque el propio emperador tampoco dejaba
de sentirse agraviado por la disposición testamentaria. Su falta de respuesta ante el
tratado de La Haya, en el que había resultado enormemente perjudicado, le restaba en
cualquier caso credibilidad para protestar ante el testamento. No podía decirse por lo
demás que la elección del hijo del Elector constituyera una sorpresa en los círculos de la
corte, donde se sabía de las presiones de Portocarrero y Oropesa sobre el monarca a
favor de la solución bávara. El testamento en principio no debería de hacerse público,
pero al igual que había sucedido con el tratado, era esa una condición imposible de
observar. La muerte por varicela de José Fernando Maximiliano de Baviera el 3 de
febrero de 1699 echó por tierra no obstante los planes de acción que se hubieran podido
poner en marcha. Por el orden sucesorio previsto en el testamento el emperador pasaba
a un primer plano, aunque no por ello su posición resultaba mucho más sólida. Por de
pronto Luis XIV se apresuró a intentar un reajuste del tratado de La Haya y a buscar un
acuerdo con el emperador, advirtiendo al mismo tiempo al monarca español que
pusiese todo su empeño en mantener la paz, no tomando ninguna resolución que
pudiera alterarla. Aunque no sin dificultades, a comienzos de abril sus gestiones
conseguían resultados: para esas fechas se disponía del texto de un nuevo acuerdo de
repartición cuyo instrumento se firmaría el 11 de junio; las negociaciones con el
emperador demorarían sin embargo su conclusión definitiva hasta marzo de 1700. En lo
fundamental, el acuerdo disponía que la mayor parte la monarquía quedaba en manos
del Archiduque, mientras que Guipúzcoa, el Milanesado, Nápoles y Sicilia pasaban al
Delfín.
Mientras tanto la situación se tensaba en el seno de la Monarquía, con el estallido en
abril de un motín contra Oropesa, el llamado motín de “los gatos”. Sin duda el momento
en el que se producía el motín, cuando se agotaba la cosecha del año anterior y la
inmediata se anunciaba especialmente mala, no fue casual, aunque no parece que
pueda establecerse una conexión mecánica sin más entre carestía y motín. La “falta de
pan” que denunciaban los relatos del motín se asociaba con el “mal gobierno”, es decir,
con unos dispositivos tradicionales de abastecimiento para la capital que habían fallado
clamorosamente, unidos en este caso a prácticas de acaparamiento y extracciones
clandestinas cuya responsabilidad mayor apuntaba a Oropesa, presidente del Consejo
de Castilla. Si el motín podía ser previsible desde el punto de vista de la política de
abastecimientos, tampoco lo era menos a partir de los enfrentamientos partidarios que
se daban en la corte. Y así provocaba la destitución de Oropesa y el destierro de la corte
del Almirante. La caída de los dos principales apoyos de la reina iba de la mano con el
ascenso de Portocarrero, al tiempo que desde el exterior, la permanente ambigüedad
de la postura del emperador en relación con el tratado de repartición, acentuaba si cabe
las incertidumbres del momento.
Aunque con algunas reticencias por la inclusión de Milán en el lote francés, Leopoldo I
parecía no obstante resignado a aceptar la propuesta, si bien la ratificación definitiva
del tratado -como ya se ha indicado- se demoraría hasta el 25 de marzo de 1700. En él
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se disponía que una vez “canjeadas” las ratificaciones entre sus firmantes, el emperador
dispondría de tres meses para suscribirlo. En el caso de que no fuera así, Guillermo III,
Luis XIV y los señores Estados Generales designarían un príncipe a quien conceder la
hijuela reservada al Archiduque; por otra disposición se prohibía que el Archiduque
pudiera ir a España hasta que el tratado no hubiese sido pactado y ratificado. Lejos de
una inmediata respuesta ante la posición perdedora que se le asignaba, el emperador
sometió el asunto a consulta intentando buscar una solución más aceptable para los
intereses de la Casa, dentro de una actitud que no obstante dejaba entrever una tácita
y resignada aceptación en el caso de que esto último no fuese posible. Como cabe
imaginar -y a medida que los términos del tratado iban siendo conocidos- la indignación
era la nota dominante en la corte madrileña, donde existía la convicción de que el
monarca debía de redactar un nuevo testamento. Para Portocarrero el hecho de que el
emperador no hubiese planteado una estrategia conjunta de respuesta fue la gota que
colmó el vaso de una serie de agravios que él mismo había venido denunciando desde
fines del año anterior, derivados todos ellos de las decisiones políticas adoptadas por
influencia de la reina y al servicio de sus concretos intereses. Y frente a las cuales el
emperador no parecía decidido a adoptar ninguna medida. Cada vez más, el cardenal, y
con él el consejo de Estado, se afirmaban en la idea de que la negociación con Luis XIV
era la única salida posible a la situación y la única que garantizaba la preservación de la
integridad de la monarquía. Y esa idea se impondría en el testamento que redactaba
Carlos II en octubre, en vísperas de su muerte el 1 de noviembre. España, finalmente, se
decantaba por parecerse a España, por mantener su planta territorial y evitar su
desmembración.
La muerte de Carlos II y, obviamente, el testamento, abrían un período de
incertidumbre. Poco más de un mes después, el 12 de noviembre, Luis XIV hacía público
en una solemne ceremonia el reconocimiento de su nieto como rey de España. De
acuerdo con esa situación expectante no se registraron por el momento grandes
movimientos. Nada casualmente Cataluña fue el territorio donde más lágrimas
institucionales se derramaron por el monarca fallecido, de acuerdo con una inclinación
latente por la causa austracista que, hasta 1701, el virrey Darmstatd se había cuidado
de mantener activa y para la que, como hemos visto, había sus razones. Pero ello no
significaba el rechazo ab initio del orden sucesorio establecido. El empeño se situaría en
vigilar atentamente que los requisitos forales de incorporación del monarca se
cumpliesen estrictamente, habiéndose constituido un denominado partido de celantes
con ese fin. La celebración de las Cortes de Barcelona de 1701-1702, donde el nuevo
soberano procedió al juramento de las constituciones parecía anunciar que el encaje
podía ser posible. El nieto de Luis XIV podría quizás haber hecho suyo un distinto estilo,
pero en este punto todo parece indicar que su abuelo acabó segándole la hierba a sus
pies. Prolongando la actitud anexionista del reinado, la ocupación de las plazas fuertes
de la Barrière en 1701, así como de otras acciones que se sucedieron inmediatamente
(reconocimiento del pretendiente Jacobo Estuardo como rey de Inglaterra, hijo del
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Temas II y III
Presentación
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En esa intervención se inicia la materia de los temas II y III2. Se parte de los decretos de
Nueva Planta, para pasar a analizarse la manera en la que la muesca absolutista de esos
decretos procuró también proyectarse sobre el conjunto de la monarquía, y así, sobre
espacios en los que no podía esgrimirse el argumento de la lesa majestad. Se atenderá
luego la manera en la que la constitución tradicional de la Monarquía mostró su
resistencia, y su capacidad de resistencia, frente a una forma de gobierno que cada vez
se distanciaba más del modelo judicial, esto es, del gobierno por consejo y ajustado al
proceder jurídico, para intentar configurar una forma de gobierno administrativo, de
signo más ejecutivo. Ya en el tema III se analiza el momento en el que esa tensión a la
que se venía sometiendo a la constitución tradicional deriva en una crisis: 1766, con el
catalogado como motín de Esquilache. Y se repasa la búsqueda de un equilibrio entre
ambas modalidades, la de la monarquía judicial y la administrativa, ensayada luego por
Pedro Rodríguez de Campomanes. El tema finalmente se cierra con las limitaciones de
esa tentativa, y con la detección desde la década de los ochenta de la naturaleza
constitucional del problema.
2 La mayor parte de los contenidos de estos dos temas proceden, con la debida autorización, de un trabajo
de Pablo Fernández Albaladejo: “La Monarquía de los Borbones”, en Fragmentos de Monarquía, Madrid,
Alianza, 1992, pp. 353-454.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Tema II
Nueva planta de la Monarquía
Nueva planta
En la cláusula 33 de su testamento Carlos II, invocando el «bien y defensa» de sus
vasallos, advertía a la Junta de Regencia que había de constituirse a su muerte sobre la
necesidad de que se observase, escrupulosamente, la organización de los tribunales tal
y como «oy corre y se conserva». Además de mantener la mencionada «planta», la
recomendación se hacía extensiva a la «forma de govierno», subrayando especialmente
el hecho de que se guardasen «las leyes, fueros, constituciones y costumbres» de los
súbditos.
A comienzos del siglo XVIII tanto la convocatoria y celebración de cortes -en Castilla,
Navarra, Cataluña y Aragón- como la edición de fueros o tratados que cumplían una
función similar de formal reconocimiento, parecían indicar que el nuevo monarca iba a
desenvolverse de acuerdo con las líneas marcadas por quien le había nombrado sucesor.
El inmediato comienzo de la contienda sucesoria alteraría esa posible trayectoria (ver
Tema V). Principal reducto de la oposición a Felipe de Anjou, los reinos de la Corona de
Aragón perderían como consecuencia de ello esos fueros que les acababan de ser
confirmados y en cuyo interior, acumulativamente, habían ido componiéndose los
trazos distintivos de sus respectivas identidades políticas. En su lugar se diseñaba una
planta política nueva, de características bien distintas a las recomendadas por Carlos II.
Ya desde los primeros decretos (29 de junio y 29 de julio de 1707) se proclamaba
abiertamente la voluntad de que todos los reinos de España -«todo el continente de
España», según se dice en el segundo de esos decretos- se redujesen «a la uniformidad
de unas mismas leyes, usos, costumbres i tribunales». La quiebra, formalmente, no
podía ser más radical.
Desaparecía como consecuencia de estas medidas la tradicional configuración
agregativa de la monarquía hispana, levantándose en su lugar una formación política
cimentada según el modo de gobierno de uno solo de los cuerpos -el de Castilla- que
habían venido constituyendo la monarquía. Si hasta ese momento la modelación del
espacio político era el resultado de la coordinación de los ordenamientos de cada una
de los reinos y cuerpos de la monarquía, la configuración resultante de la nueva planta
tendía a considerar el espacio político como algo visto esencialmente desde arriba,
relativo exclusivamente al ámbito jurisdiccional en el que tocaba actuar a los agentes
del poder real. Y por tanto sin ninguna especie de representación concurrente de la
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HISTORIA DE ESPAÑA II
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resolución del conflicto. Sus indicaciones, frente a la posición de fuerza que ocupaba
Michel Amelot, embajador de Luis XIV y artífice de las nuevas medidas, no serían
escuchadas en el decreto del 29 de junio de 1707. Un mes más tarde sin embargo, el 29
de julio de 1707, el monarca se veía obligado a poner de manifiesto que su intención no
había sido «castigar como delincuentes» a aquellos vasallos «a los que conozco por
leales», añadiendo a continuación que tanto a éstos como a los pueblos que habían
permanecido fieles les concedía el mantenimiento de sus «privilegios, essenciones,
franquezas i libertades».
Pudieron así continuar bajo el nuevo orden toda una serie de privilegios -de la nobleza,
de la iglesia, de corporaciones, de particulares- sobre cuyas implicaciones no parece
necesario pronunciarse. Merece destacarse en este sentido la disposición de 5 de
noviembre de 1708 en virtud de la cual se ratificaba, a sus actuales detentadores, la
continuidad de las jurisdicciones alfonsinas, en contra del propio dictamen fiscal que las
consideraba incorporadas a la corona. La «convención feudal» llegaba a concurrir de
esta forma, sin mayores problemas, con la propia «soberanía».
En relación con otro estamento valenciano, el eclesiástico, se consignaban también
notables concesiones. Invocando a efectos de responsabilidad penal la distinción clásica
entre individuo y corporación, un principio cuya posible aplicación para los laicos no
había llegado a considerarse, se reconocía la imposibilidad de que las «comunidades
eclesiásticas» rebeldes pudieran perder aquellos bienes raíces y jurisdicciones que, «con
justo título», poseían. Con carácter general, en cédula de 7 de septiembre de 1707, el
monarca no tuvo inconveniente en proclamar que su ánimo siempre había sido el de
«mantener la inmunidad de la Iglesia, personal y local, la jurisdicción eclesiástica y todas
sus preeminencias en la posesión en que estaba la Iglesia en ambos Reinos antes de la
pasada turbación».
Dentro de lo que ya se insinuaba como una evolución hacia un tipo de ajuste político
más realista debe incluirse el decreto de 3 de abril de 1711, precedido de una cédula de
5 de febrero del año anterior en la que el monarca, saliendo al paso de interpretaciones
maliciosas según él mismo refiere, dejaba entrever su disposición a «moderar y alterar
en las providencias dadas hasta aquí». Reiterando la no aceptación de ninguna
limitación en punto a la «suprema y absoluta potestad y soberanía real», no por ello
dejaba de reconocerse la posibilidad de atender a «tanta comunidad y particulares»
que habían acreditado su «celo» en los últimos acontecimientos. De acuerdo con
este criterio se solicitaba a las chancillerías de uno y otro reino información acerca
de «en qué cosas y en qué casos, así en lo civil como en lo criminal», podrían
introducirse modificaciones, especialmente en relación con el gobierno de los
lugares. En esta misma línea, en enero de 1711, el monarca se dirigía al Consejo de
Castilla solicitando criterios para proceder «según derecho y reglas de buen
gobierno» en relación con la cuestión de los desafectos y disidentes. La resolución
final concretada en el decreto de 3 de abril, autorizaba a que la sala civil de la
audiencia aragonesa pudiese aplicar «las Leyes Municipales» del reino, excepción
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HISTORIA DE ESPAÑA II
hecha de aquellos asuntos en los que una de las partes fuese el monarca o la corona.
El reino de Valencia quedó al margen de esta restauración del derecho privado,
aunque ello no obedeció a la existencia de una particular política represiva por parte
de la monarquía. En la no adopción de esa decisión influyó decisivamente la
presencia de un firme conglomerado de intereses regnícolas no demasiado
interesados en la devolución.
La continuidad de la orientación marcada por el decreto de abril de 1711 puede
comprobarse con toda claridad en los casos de Cataluña y Mallorca. El propio José
Patiño, Superintendente de Cataluña, no dejó de señalar en su informe para la
nueva planta que, «en los negocios civiles e intereses de partes, no se hallaba el
menor perjuicio al Estado y a la autoridad real, y a las regalías soberanas». En
Mallorca, D' Asfeldt, el jefe militar bajo cuyo mando se había llevado a cabo la
ocupación de la isla, se mostró partidario cuando fue consultado de mantener el
anterior entramado institucional hasta donde no entrase en colisión con la
«autoridad, regalías, y soberanía del monarca”.
El decreto de nueva planta de Mallorca -28 de noviembre de 1715- eludía por
completo cualquier consideración vindicativa apoyada en terminos de derecho de
conquista; se limitaba a presentarse en forma de «algunas nuevas providencias»
justificadas por «las turbaciones de la última guerra». En uno y otro caso la
restauración fue de mayor alcance que en Aragón: afectó, con algunas diferencias,
al derecho civil, procesal, penal y, en parte también, al mercantil.
Como puede observarse, el análisis de los sucesivos decretos de nueva planta
parece apuntar a un tono de progresiva moderación. La impresión no es del todo
engañosa. De hecho, el monarca, con esas correcciones, no hacía otra cosa que
reconocer aquellos limites dentro de los que quedaba circunscrito su poder
absoluto. Aceptaba desenvolverse así de acuerdo con la tradicional concepción
jurisdiccionalista del poder, una concepción que permitía la utilización de la potestas
extraordinaria siempre que concurriesen ciertas condiciones y se observasen
determinadas exigencias. La tantas veces invocada defensa de la autoridad y
regalías suponía que no iba a haber ninguna concesión en punto a una serie de
derechos que se consideraban privativos del monarca, ubicados dentro de su
exclusiva es era jurídica, y a los que con carácter aproximativo podemos denominar
como públicos. Fuera de este territorio los particulares, según hemos podido ver
anteriormente, podían continuar en la posesión de unos derechos que sólo en parte
podemos considerar a su vez como privados, y sobre los que el monarca no podía
actuar unilateralmente. El propio monarca por lo demás aparecía asimismo
interesado en no desmantelar por completo el anterior ordenamiento. Bien
ilustrativa era al respecto la cédula de 7 de septiembre de 1707 a propósito de la
inmunidad eclesiástica; y no menos ilustrativas resultaban las recomendaciones
que, con acusado sentido práctico, Ametller exponía en el informe sobre la nueva
planta de Cataluña.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Si esta caracterización de relativa moderación no resulta del todo incierta, ello sólo
cabe admitirse en el entendimiento de que la continuidad de las especialidades
jurídicas que acababa de reconocerse pasaba a depender ahora de las reglas de un
distinto sistema político-jurídico, el castellano, en el que quedaban ubicadas. Y con
una dinámica interna no coincidente con los principios que informaban cada uno de
los ordenamientos de los que esas especialidades procedían. Su continuidad
resultaba perfectamente posible siempre que, como cuestión de principio, se
proclamase el reconocimiento de esa dependencia. No era otra cosa lo que ya en su
momento recomendara Ametller: la continuidad del derecho civil y procesal en
Cataluña «no puede ser de ningún perjuizio a la auctoridad real y su Soberanía, pues
se hará en virtud de nuevo decreto y concessión de Su Magd. que, segun le pareciere
y conveniere, la puede derogar y mudar, y no es interés de sus regalías que los
intereses y negocios de particulares se regulen por las leyes acostumbradas o por
otras, mientras que no son leyes paccionadas que no las podía derogar ni mudar
antes sin cortes, sino pendientes de la sola voluntad del Rey».
Sentado este principio podía el monarca acoger – si no promover- a quienes como
Diego Villalba representaban una especie de neoforismo no precisamente
conflictivo, y con objetivo expreso de probar «la apacible concordia de los Fueros
de Aragón con la Suprema Potestad del Príncipe». Una demostración que
naturalmente sólo podía hacerse a base de un recurso masivo al •derecho común,
de sólida implantación en Castilla, y único sistema capaz de arbitrar una
composición posible entre «especialidades forales y soberanía del rey, sin
necesidad de abolir aquellas, ni de minorar ésta».
Nuevo gobierno.
Si la restauración de las leyes municipales de Aragón parecía insinuar la
presencia de una actitud algo más conciliadora, la lectura completa del decreto
de 3 de abril de 1711 dejaba entrever no obstante algunas novedades de interés.
El abandono -como consecuencia de la guerra- y, la posterior y definitiva
ocupación de Zaragoza, permitieron a Felipe V realizar un diseño ya no tan
precipitado, con cambios significativos y no estrictamente reducibles a un
proceso de castellanización. Aludiéndose explícitamente a un “nuevo gobierno”,
se establecía ahora un tribunal provincial al que se confería no rango de
chancillería, como en su primera fundación, sino el inferior de audiencia. Sevilla,
y no Valladolid o Granada, pasaba a ser el modelo de referencia. Sin vinculación
con algún posible precedente castellano resultaba la junta o tribunal del erario,
destinado a atender la administración, cobranza y repartimento de las rentas
del reino. La principal novedad del decreto radicaba no obstante en la presencia
de un comandante general de quien, además de los asuntos inherentes a su
condición, pasaba a depender el govierno político, económico i governativo del
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reino. Esta preeminencia militar quedaba ratificada con la división del reino en
partidos a cuyo frente se situaba un gobernador militar con atribuciones
similares, en su distrito, a las de su superior jerárquico.
Prescindiendo de otros aspectos a los que más adelante nos referiremos,
interesa señalar la importante novedad que supuso la configuración militar
del entramado político-administrativo del reino. Es este un dato en relación
con el cual -y contrariamente a lo que a veces se ha dicho- pueden invocarse
precedentes castellanos si bien, y a efectos de su implantación efectiva, fuera el
modelo francés quien probablemente supuso el empujón definitivo. La novedad
se extendió progresivamente a los restantes territorios de la antigua corona
aragonesa. Con esta nueva autoridad venía a diluirse el recuerdo y, sobre todo, la
significación político-constitucional del antiguo virrey, intentando conferir al nuevo
cargo más la consideración de un delegado provincial que de un alter ego del
monarca.
Con todo, el momento de transición no dejó de presentar algunas ambigüedades: el
propio Patiño, en uno de sus informes, llegó a designar al nuevo cargo como
presidente de provincia. Consecuentemente, se entiende que la aceptación de estos
nuevos criterios no resultase tan sencilla como a primera vista pudiera parecer; el
marqués de Castel-Rodrigo por ejemplo, gobernador y comandante general del
principado, constantemente tendía a identificar su cargo con el de virrey, no siendo
esta una actitud aislada como tendremos ocasión de ver. En todo ello influían sin
duda las amplias atribuciones que le habían sido concedidas, y cuya vis expansiva
tendía a incrementarse ante las nuevas campañas militares (intervenciones en Italia)
que siguieron a la guerra. En Cataluña, a partir de 1715, los despachos reales
comenzaron a añadir al cargo de capitán general el de gobernador del ejército y del
principado, imputándole con ello una «superioridad sobre las jurisdicciones e
instituciones de naturaleza real». Al parecer el monarca tenía la intención de
especificar más adelante esas atribuciones, pero el decreto de nueva planta no
recogió ninguna indicación al respecto. Hasta 1725 la documentación oficial no
aludió conjuntamente al cargo de gobernador y capitán general.
El artículo primero de la nueva planta de Cataluña disponía que el capitán general
había de presidir la audiencia, pero matizaba que «solamente habría de tener voto
en las cosas de Gobierno y esto hallándose presente en la Audiencia». La asignación
a la audiencia de una más definida y consistente posición obedecía al deseo de atajar
el conflicto que venía manteniéndose entre poder militar y autoridad togada dentro
del nuevo diseño provincial. El conflicto, con mayor o menor intensidad, era
perceptible en cada uno de los territorios de la antigua corona. Ya en 1707 el
Consejo de Aragón había propuesto que el regente de la audiencia debía hacerse
cargo de las atribuciones no militares que antes tocaban al virrey. Un año después,
y a pesar de esta propuesta, el capitán general de Valencia recibía autorización para
actuar «como si no hubiese chancillería». A partir de esta situación las fricciones
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porque parece dudoso que una actuación motivada en exclusiva por las necesidades
de asentamiento de una Casa soberana deba equipararse sin más con la aparición
del moderno Estado de poder. La paternidad de los procesos de racionalización y
concentración de poder habidos en el pasado, con los medios en ello utilizados, no
tiene por qué remitir a una inevitable filiación estatal. Semejanzas formales pueden
ocultar concepciones de fondo y estrategias de poder sustancialmente diferentes.
En ese sentido, la lectura estatalista de Felipe V ha cargado su proyecto de unas con-
notaciones perfectamente ajenas al mismo, pasando por encima de aquellos
aspectos que podían resultar excéntricos en relación con esa supuesta estatalidad.
Ha podido ignorarse de esta forma algo tan fundamental como su propia
componente dinástico-patrimonial, un elemento crucial dentro del juego político y,
precisamente por ello, capaz de dar cuenta más cabal de las razones de fondo de
ese proyecto.
La cuestión no era privativa del particular ámbito de la monarquía española. A
comienzos del siglo XVIII la estrategia patrimonialista, dentro de la general
actuación política de las monarquías europeas, constituyó algo más que una simple
supervivencia. Hasta el extremo de haberse llegado a sostener que quizá se trata
del elemento que más adecuadamente pudiera llegar a definir e identificar al
absolutismo en su fase de plenitud. Tal fase se alcanzó allí donde los monarcas
implantaron una concepción del reino entendido como dominio directo,
sobreponiéndose así a las limitaciones que les venían impuestas por el dominio útil
de las constituciones tradicionales. Con ello aspiraban a conseguir «la disponibilidad
patrimonial del país y de su gente», algo que debe entenderse tanto en términos
internos como internacionales.
La actuación de Felipe V no resulta ajena a estos planteamientos, bien que la
historiografía no haya insistido mucho en ello. Además de la facultad de
«establecer» y «alterar» las leyes, en el decreto de 29 de junio de 1707 Felipe V no
había dejado de reivindicar asimismo el dominio absoluto sobre los reinos de la
Corona de Aragón, insinuando incluso esa misma posibilidad para los otros reinos
que tan legítimamente «poseía» en la monarquía. La atención concedida al Real
Patrimonio de aquella corona, así como las reformas entonces emprendidas
constituyen una buena prueba de esta orientación. Felipe V colocó al intendente -
dependiente del Consejo de Hacienda- al frente de cada una de las administraciones
provinciales del Patrimonio, concediéndole jurisdicción privativa en todo aquello
que perteneciese a la Real Hacienda y debiéndose acudir ante él «a deducir sus
derechos o reconocer la superioridad del dominio directo». La administración del
Real Patrimonio perdía además su anterior y particular organización para pasar a
incorporarse dentro de la general administración hacendística del estado real,
conservando dentro de ella un régimen diferenciado.
Contra el planteamiento del poder del monarca en términos de un excluyente poder
estatal milita también la concurrencia señorial revalidada por ese mismo
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En este clima se gestaron los llamados Capitulados de 1727, un acuerdo con el que
la monarquía venía a cerrar el conflicto foral abierto en territorio vasco en 1718, y
cuyo primer paso se había dado ya en 1722, con la vuelta de las aduanas al interior.
Prescindiendo de referir aquí la gestación y alcance de ese compromiso, interesa
señalar sobre todo la existencia en estos momentos --en sectores sin duda
vinculados al Consejo de Castilla- de una corriente crítica en relación con el conjunto
de las reformas que se habían realizado. Así, en un manuscrito redactado en torno
a 1724-26, se apuntaba claramente que tanto la supresión de los fueros de los
territorios de la Corona de Aragón como incluso las modificaciones aduaneras de
1718 fueron medidas poco pensadas. Aludiendo a la última de esas dos
disposiciones, se informaba además que «los tribunales no tubieron intervención ni
conocimiento en la idea», obra como fue de «algunos pocos ministros [...] no
prácticos en los intereses, comercio y situación de esos Países», y poco atentos a «la
calidad de los privilegios y fueros para que el modo fuese menos gravoso». El
anónimo autor insistía sobre todo en la oportunidad de reconsiderar esta última
medida, «de modo que las provincias foraneras queden restituidas a su primer ser»,
restitución que se solapaba asimismo con la petición de que la monarquía
recuperase sus anteriores señas de identidad.
La posibilidad de que la situación pudiera decantarse en un sentido o en otro
dependía de la interna correlación de fuerzas, y no menos de los efectos que sobre
la situación material del reino pudiera ejercer el coste de la política exterior de la
monarquía, consecuencia de sus relaciones y conflictos con otras casas soberanas.
Y los datos de que disponemos parecen indicar una situación de cierto compromiso
en los años inmediatamente posteriores a 1724, independientemente de que la
línea de acción de los ministros más notorios de este período (tal que Patiño entre
1726 y 1736) no deje de apuntar una clara preferencia por la continuidad del
proceso reformista, procurando evitar la dependencia de los consejos». Otro tanto
intentó hacer en relación con la administración del territorio. A pesar de la
desaparición de los intendentes de provincia, cuya función había pasado a ser
desempeñada por los corregidores, Patiño procuró asimismo que el Consejo de
Castilla no recuperase posiciones dentro de ese ámbito territorial. Entre 1724 y
1748, el papel de superintendente fue mucho más determinante que el de
corregidor. El interés de Patiño por asegurarse el control de esos servidores resulta
perfectamente comprensible. Constituían la pieza fundamental dentro del plan de
reordenación del sistema fiscal de la monarquía y de recuperación de sus niveles de
recaudación.
En este aspecto tarea no les faltaba. Por de pronto estaba de por medio el problema
de las haciendas locales, convertidas en una trama fiscal poco menos que
impenetrable a raíz de la consolidación de los servicios de millones. Desde entonces
se había constituido en Castilla una extendida red de arbitrios municipales, un
sistema propio y paralelo. Indefectiblemente, la mejora de la recaudación
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perseguida por la Real Hacienda pasaba por hacerse con el control de esa fiscalidad
paralela. En Valencia y Cataluña estos planteamientos ya habían llegado a
materializarse con cierta efectividad. Y la monarquía aplicó simultáneamente estas
mismas medidas en Castilla. Una vez más el precedente francés debe tenerse en
cuenta: en 1683, a través de los intendentes, Colbert había conseguido imponer una
situación de efectiva tutela administrativa sobre las finanzas municipales del reino.
Ahora bien, todo parece indicar que, aquí, esa situación estuvo lejos de alcanzarse.
Durante la guerra de Sucesión la propia monarquía no había dejado de recurrir a
expedientes que, en el fondo, reforzaban esa fiscalidad municipal. Pero, sobre todo,
estaba la existencia de unas potentes corporaciones urbanas cuyos privilegios
constituían un obstáculo nada fácil de sortear. Y no menos difícil de intervenir si
tenemos en cuenta que en este caso no podían invocarse las circunstancias de una
rebelión contra el monarca.
La reiteración de las disposiciones durante el período de Patiño algo nos indica ya
sobre su escasa efectividad, como asimismo lo indica la evolución -a la baja- de las
rentas provinciales, íntimamente vinculadas a esa fiscalidad municipal. La presencia
de un gasto siempre por encima de los niveles de recaudación condujo a una
situación inquietante en 1737, situación que dos años después -ante la apertura de
nuevos conflictos- forzaría a la monarquía a la declaración de una suspensión de
pagos. Atrapada por su propia política de grandeur en el exterior, de nuevo la casa
soberana se vio forzada a actuar, en el interior, de una manera decididamente
patrimonialista. Dos medidas de urgencia ilustran claramente este proceder: de una
parte, la creación de una Junta de baldíos (octubre de 1738) encargada de proceder
a la recuperación de las tierras «valdías, y realengas» supuestamente usurpadas a
la corona; de otra, la venta (diciembre de 1738) de los empleos de las ciudades, villas
y lugares de la Corona de Aragón. Pero de por medio volvía a aparecer la
constitución tradicional del reino. Invocando sus principios se articularía una
consistente defensa frente a la libre disponibilidad con la que el monarca pretendía
desenvolverse en punto a baldíos. Y la serie de incidentes que enmarcaron esta
operación prueba que, en Castilla, las aspiraciones patrimonialistas no se
correspondían del todo con la realidad.
Por el contrario, la intervención sobre los arbitrios municipales no originó un
movimiento de alegaciones de derecho similar al de los baldíos. La razón es que
tales reclamaciones no podían tener lugar. Cabía discutir la presunción de dominio
a favor del rey sobre las tierras baldías pero, desde un punto de vista doctrinal, nadie
disputaba al monarca su condición de administrador de los ingresos de esas
corporaciones.
La reorganización de las relaciones con las corporaciones municipales constituyó de
hecho una de las piezas centrales de las reformas de Ensenada ya en el reinado de
Fernando VI. En este punto concreto el ministro no ocultó nunca su inspiración
francesa, inspiración que conformaba el conjunto de su diseño político. Con todas
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Tema III
Carlos III: conflicto, recomposición y crisis constitucional.
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resultaba poco menos que obligada ante el hecho de que el heredero había sido
educado fuera de España, circunstancia ésta que Felipe V estableció como
invalidante a efectos de la sucesión de la Corona. Interesado como estaba en pasar
por alto las exigencias de la ley de 1713, el monarca prefirió implicar al reino antes
que asumir los riesgos de una nueva solución autocrática en tema constitucional, tal
como la empleada por su padre en el proceso de establecimiento de aquella ley.
Con ello se estableció una situación no exenta de cierta paradoja: si por una parte
Carlos III conseguía hacer bueno su arreglo sucesorio, no es menos cierto que ello
lo conseguía con visos de haber procedido de manera constitucional. En parte, la
solución podía interpretarse como una reposición del orden sucesorio tradicional
alterado por Felipe V.
Exceptuando el acuerdo adoptado para solicitar del papado la proclamación como
patrona del reino de la Purísima Concepción, no se trataron mayores asuntos en
aquellas cortes. Ello no impidió sin embargo que, por parte de los diputados de las
capitales de los reinos de la antigua Corona de Aragón, se aprovechase la asamblea
para hacer llegar al monarca una Representación. En ella se planteaba, en forma de
petición, la necesidad de revisar algunos de los supuestos sobre los que habían
venido desenvolviéndose las relaciones con la monarquía desde la nueva planta.
Esta actitud no era ajena a la receptividad aparentemente mostrada por Carlos III
desde el momento de su desembarco en Barcelona, actitud que se había traducido
además en una serie de concesiones. Por lo demás, peticiones de este tipo se habían
remitido asimismo al ministro Esquilache, y no fue esa Representación la única que
se pensó en hacer llegar al Monarca. Sin embargo, tanto por los criterios que la
inspiraban como por su planteamiento general -menos quizá por lo que se denuncia
y reivindica- la Representación de 1760 resulta ser otra cosa.
Lo que allí en concreto venía a denunciarse era, por una parte, el decaimiento de la
vida municipal subsiguiente a la expropiación de competencias llevada a cabo por la
nueva planta; de otra, el sesgo netamente castellanista con el que había venido
practicándose la distribución de cargos –civiles, militares y eclesiásticos- en el
conjunto de la monarquía. La exposición, de tono moderado, renunciaba por lo
demás a cualquier reivindicación concebida en términos de imprescriptibles
derechos históricos. Claramente se situaba en las reglas de juego establecidas en
1707: se trataba de «un alegato en favor del perfeccionamiento de la nueva planta».
Eran sus incongruencias más visibles -las que se utilizaban para esa petición de
modificación. Venía a operarse en consecuencia con una lógica estrictamente
racional, no historicista. Como discutible podía presentarse así, de acuerdo con esa
lógica, que unos territorios que constituían «la tercera parte del estado» tuviesen
tan débil presencia en sus órganos políticos. Lo propio sucedía con la uniformidad
establecida: ejemplos muy próximos (Francia -curiosamente- y Austria) probaban la
posibilidad de coexistencia entre autoridad monárquica y diversidad de «regiones»
con «leyes diferentes». Obviamente, la situación del monarca como elemento de
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HISTORIA DE ESPAÑA II
cierre del sistema quedaba fuera de toda discusión. Se entendía simplemente que
esas rectificaciones sólo podrían redundar en beneficio del sistema mismo.
No menos interés encierra la fundamentación -que suena ya a ilustrada- con la que
pretendía justificarse la petición. De acuerdo con ella la nueva planta se presentaba
como una disposición dictada «por la equidad y el celo por el bien público»,
pudiendo resultar entonces exigible que el nuevo monarca continuase en esa línea.
Su actividad debía de ir encaminada a hacer que todos sus vasallos «sean felices»,
de acuerdo con aquellas máximas que se consideran «más justas y más útiles para
el bien público», y que de hecho coincidían con las que ya habían venido utilizando
sus antecesores en el gobierno de la antigua corona. Además de esta ilustrada
utilidad, el derecho natural actuaba como un segundo puente desde el que,
pacíficamente, podía acreditarse la oportunidad de retomar ciertos principios del
viejo ordenamiento. Por derecho natural gobernaban los padres de familia sus
casas, y los ciudadanos sus ciudades; era conclusión lógica que los naturales
«gobernasen» también sus reinos, bien que «subordinados a la suprema autoridad
de los soberanos».
Si nos atenemos a la materialidad misma de las peticiones, el efecto que de modo
inmediato -y aún a medio plazo- tuvo la Representación es más bien limitado. Pero
no escapó al monarca la cuestión de integración constitucional que allí se planteaba.
De ahí que en 1766 aceptase el informe favorable de la Cámara -dictaminado por el
fiscal- en relación con una petición de la ciudad de Barcelona para que se crease una
nueva plaza en la Comisión de millones. En su dictamen, el fiscal había defendido la
oportunidad de esa solución. Primero porque concedida esa gracia en 1712 a una
serie de ciudades de Aragón y Valencia, importaba hacer lo propio con Cataluña y
Mallorca. Y después porque a esa circunstancia se agregaba «el celo, y esfuerzos con
que Cataluña y Mallorca procuran ser útiles a V.M. y al estado, y la máxima de
cultivar la perfecta unión de estos Reynos y de mantener a todos sus súbditos en
recíproca igual correspondencia y uniformidad de exempciones y prerrogativas».
Había algo más que simple politesse en el hecho de que Carlos III asumiese una
declaración de ese estilo. Sus mismos términos no debían resultarle del todo
extraños. Desde 1734 había venido actuando en esa línea, dentro de un diseño que
inspirado por Tanucci pretendía una refundación constitucional -no uniformista- de
los antiguos reinos de Sicilia y Nápoles. Un repristinamiento que claramente quería
acreditar la presencia, en el sur, de un reino nacional. De ahí su voluntad de
independización en relación con España, y también frente a las pretensiones de
superioridad feudal aducidas por la Santa Sede. Respaldando este criterio, Carlos
fue proclamado rey de Sicilia por el propio parlamento de la isla; y el primogénito,
por las mismas razones, recibió el título de príncipe de Calabria. A esa exigencia
respondía también el acaparamiento de cargos a manos de sicilianos y napolitanos.
El período napolitano resultaría fundamental en relación con las líneas de reforma
interna que luego se seguirían en España. Particularmente en punto a un militante
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regalismo. Todo ello, hasta cierto punto. La práctica del proyecto reformista
napolitano también hizo conocer a Carlos III la existencia de ciertos límites que
difícilmente podía saltar, y que consecuentemente imponían una política de
compromiso con aquellos poderes (nobleza, togados) que tenían capacidad para
hacerlos respetar.
Con todo era este un grado de experiencia político reformista rigurosamente inusual
en un monarca que accedía al trono. Resuelto el problema sucesorio, Carlos
comenzó a dar muestras de que el impasse anterior había concluido. En noviembre
de 1759 Martínez Pingarrón escribía a Mayans notificándole, ante las primeras
medidas del monarca, que volvía a haber «amo en casa», y que «aquí se esperan
muchas cosas nuevas en breve». Tampoco era para tanto. Por el momento Carlos
se limitaba a poner un poco de orden en el desgobernado estado de cosas de los
últimos tiempos. Esto implicaba antes que nada deshacerse de la dinámica juntista
tan utilizada por Ensenada, lo que paradójicamente daba a la medida -aunque no
fuera ese su propósito- un cierto tinte de vuelta al orden tradicional de los consejos:
«Cada consejo sus respectivos encargos de planta». Su anuncio de que no habría
«mas ministro que su magestad» pronto quedó contradicho ante el espectacular
ascenso del siciliano Esquilache. El monarca dispuso asimismo la vuelta de Ensenada
a la corte.
La rehabilitación de Ensenada, designado miembro de la recién creada Junta de
Hacienda, tenía además una importancia adicional. Era un claro aviso a propósito
de la línea política interna que previsiblemente iba a seguirse, bien que el hombre
fuerte fuese en este caso Esquilache. El monarca guardaba las formas, pero sus
preferencias se manifestaban sin ambigüedad cuando la ocasión lo requería. En la
primera consulta del viernes con el Consejo de Castilla, quedó perfectamente claro
que los consejeros no iban a recuperar protagonismo en relación con el control de
la consulta una vez resuelta por el monarca. Las relaciones privilegiadas con los
secretarios de Estado continuarían manteniéndose. Prescindiendo de los cambios
en el gobierno de corte, las medidas que pasaron a adoptarse en relación con la
administración territorial confirman la vuelta de la dinámica reformista.
Especialmente en aquellas cuestiones cuya resolución, por falta de voluntad
política, habían quedado pendientes desde la caída de Ensenada. Se explica así la
prontitud y decisión con la que Esquilache retomo el asunto de las haciendas
municipales, para cuya resolución se sirvió del material ya recopilado por su
antecesor en el cargo, Ensenada, en su proyecto de catastro. Por real decreto de 30
de julio de 1760, Esquilache dispuso la creación de una Contaduría General de
propios y arbitrios con sede en la corte. Formalmente, el «gobierno» y «dirección»
de los mismos quedaba en manos del Consejo de Castilla, a quien correspondía
tomar las oportunas providencias al respecto. De hecho, con la contaduría se
establecía un cuerpo extraño al consejo, y mediatizado en lo fundamental por el
superintendente de Hacienda. Estos habían sido asimismo los criterios que,
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1766
Así las cosas, en marzo de 1764 el embajador danés Antón Larrey informaba a su
jefe ministerial que Esquilache, al amparo del favor del rey, venía actuando de
acuerdo con «sus intereses particulares […] haciendo despóticamente lo que le
viene en gana». Con ello no hacía sino precipitar «al pueblo cada vez más a la
miseria», añadiendo que ésta era tan grande que «a nada que la cosecha de este
año sea tan mala como fue la del año pasado, las consecuencias no podrán ser sino
funestas y terribles». Era este un testimonio que iba a resultar profético. Con toda
probabilidad su autor disponía de fuentes privilegiadas de información, pero ello no
significa que su valoración acerca de la actividad desplegada por el ministro siciliano
sea veraz en todos sus extremos. Es cierto que todavía hoy conocemos muy poco de
esa actividad. Suficiente sin embargo como para barruntar el tono interesado y
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tópico que puede ocultarse tras la acusación de «despotismo»: casi todos los
reformistas del siglo XVIII la sufrieron. No se afirma con ello que en este caso resulte
del todo infundada. Pero debe tenerse en cuenta el poso que en esa impopularidad,
pudo jugar la necesidad en la que se vio el ministro de adoptar medidas para hacer
frente a las exigencias de la guerra de los Siete Años, cuyos efectos aún se notaban.
Tal y como temía el embajador danés, la cosecha de 1764 no resultó buena. A tenor
del movimiento de los precios, la de 1765 resultaría aún peor. En este contexto, el
9 de agosto de 1764 se requería la opinión del Consejo de Castilla en relación con el
libre comercio de los granos, una medida que Esquilache venía tanteando desde
1761 influido probablemente por el ejemplo de Francia, donde por disposiciones de
1763 y 1764 se había establecido completa libertad de circulación al respecto. Por
lo que suponía de quiebra del tradicional concepto de policía, la medida suscitó un
vivo e intenso debate constitucional, en el que los parlamentos se significaron
especialmente; alguno de ellos llegaría a sostener en 1768 que la libertad de los
granos suponía «una alteración de la Constitución Francesa». Observaciones de este
tipo se habían hecho asimismo desde el propio Consejo de Castilla. Uno de sus
fiscales, Lope de Sierra, había afirmado que ese comercio estaba prohibido «no sólo
por las leyes del Reino, sino también por el Derecho Canónico y doctrinas de los más
clásicos teólogos y canonistas». La concepción 50nervados50e de la economía,
como puede verse, estaba aquí bien presente. Y el mismo criterio lo compartían
corregidores e intendentes, tal y como pudo verse con motivo de la pragmática
liberalizadora de 11 de julio de 1765.
Una primera manifestación de la actitud popular ante esas medidas tuvo lugar en
Madrid en diciembre de ese mismo año. A la salida de la familia real de la iglesia de
Nuestra Señora de Atocha, la multitud sustituyó los «¡vivas!» al rey por «¡Danos pan
y muera Esquilache!». Si, en opinión de uno de los fiscales del consejo, la eliminación
de la tasa del grano iba contra las leyes del reino, el bando sobre las capas y
sombreros podía considerarse como contrario a «la inmemorial costumbre de todo
un Reino», como «opuesto a la libertad natural […] a la costumbre, y al genio de
toda la Nación». La inconstitucionalidad a la que aquí se alude procede de las
relaciones que se confeccionaron con motivo del motín que en ese 1766 tiene lugar
y se conoce como motín de Esquilache, pero no era un planteamiento exclusivo de
los amotinados. En la misma línea se inscribía el pronunciamiento de los fiscales del
consejo sobre la providencia de «capas largas y sombreros redondos». Además de
manifestar la imposibilidad de aplicar penas corporales a los infractores, los fiscales
no dejaban de señalar en su dictamen la improcedencia de que, tratándose de
«materia de Policía», su aplicación corriese sin embargo a cargo del Comandante
militar. De acuerdo con los supuestos de la cultura política tradicional, hacían notar
además que una disposición semejante sólo debía tomarse «con gravísima causa»,
y que en todo caso debía incluirse dentro de una más general reforma de abusos,
que «no urgen menos» que capas y sombreros. No es casualidad que en alguna de
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esas relaciones se hablara posteriormente de «la noble resistencia que tuvo [el
bando] de parte de los fiscales».
En la primavera de 1766 pudo verse que esos temores no eran infundados: primero
en Madrid e, inmediatamente
•
después, fuera de ella. Los documentos del motín
aluden con frecuencia al «despotismo tirano» bajo el que vive el país. Partiendo de
este dato, procedían después a una legitimación del movimiento en términos de una
supuesta restauración de derechos, planteando entonces como una auténtica
obligación la necesidad de «informar al soberano del deplorable estado de nuestra
constitución». Las alusiones a unos «Tribunales superiores enteramente
desposeídos de su autoridad», que «no son oídos ni menos respetados, en sus
dictámenes y votos de justicia», son frecuentes. De esta forma, entre las
reivindicaciones más visibles y populares del motín se dejaban caer alusiones nada
equívocas contra el diseño administrativo de Esquilache. Tales denuncias, aunque
pudiendo ser circunstancialmente asumidas por las capas populares, no parece que
puedan interpretarse como si de una estricta reivindicación de estas últimas se
tratase. Como tampoco parece serlo la defensa de «la Iglesia Católica» que
asimismo se trasluce de esas relaciones.
Todo ello permite entender la compleja trama de intereses perceptible en torno al
motín de Madrid. Compleja pero no imposible de discernir: junto a las
reivindicaciones vinculadas a los populares estaban también las de aquellos sectores
del entramado corporativo más decididamente opuestos al nuevo orden de
Esquilache. Y aun la de una parte de grandes y del clero directamente afectados por
esas medidas. A este bloque pertenecían, obviamente, los autoresde algunas de las
relaciones del motín. No por casualidad se establecía en una de ellas una tajante
diferencia entre el pueblo como «Cuerpo respetable», y el vulgo como «cuerpo sin
cabeza»; así los alborotados no debían reputarse «sino por un monstruo temerario
del ínfimo Vulgo». Que entre ambos grupos llegara a fraguar una alianza más o
menos tácita no resulta extraño. También por estas mismas fechas se concretó en
Francia un acuerdo similar entre la nobleza parlamentaria y sectores populares
defensores de la concepción patriarcal-proteccionista de la economía. En España tal
alianza no debe contemplarse como una simple instrumentación de los populares
por parte de un sector de los poderosos opuestos a Esquilache. La adopción de una
represora política urbana desplegada en Madrid en relación con las fiestas y
diversiones populares pudo ya abastecer a este sector de razones propias.
El motín lo fue sobre todo contra Esquilache. Y muy particularmente el de Madrid,
que inició la serie. Bastaron cuatro días de agitación (del 23 al 26 de marzo) para
que un asustado monarca confirmase por dos veces las peticiones que le hacían los
amotinados, entre las que por encima de todo se contaba la destitución de quien
venía siendo denunciado como «usurpador de la regia autoridad». Con esa doble
confirmación el monarca había reconocido la legitimidad misma del movimiento, tal
y como posteriormente llegaría a plasmarse en el auto acordado de 5 de mayo de
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En fecha tan temprana como el 27 de marzo, cuatro días después del comienzo del
motín, el embajador Larrey percibía ya certeramente el alcance de esta «crisis fatal»
que, según su informe, «será memorable para siempre en los anales de España y
puedo añadir muy bien que en los de Europa». Más allá de esa dimensión general,
los acontecimientos de 1766 impresionaron profundamente al monarca según nos
consta por diversos testimonios. Hasta el extremo de que llegó a considerar
seriamente la posibilidad de no volver a Madrid. Cuando finalmente lo hizo, a
primeros de diciembre, adoptó antes las oportunas medidas. Dispuso así el traslado
de Aranda -capitán general del reino de Valencia hasta ese momento-a la corte,
donde de inmediato sería nombrado capitán general de Castilla la Nueva y
presidente del Consejo de Castilla. La nueva autoridad pronto pudo percibir las
profundas implicaciones del movimiento: a los pocos días recibía un anónimo en el
que «los verdaderos españoles» le incitaban a que, conjuntamente con los grandes,
tomase medidas para acabar con la «tiranía despótica» que se había instalado en la
monarquía.
Aranda se aplicó de inmediato a una labor de ordenamiento y control de la corte.
Haciéndose eco del malestar Madrid sugirió a este la posibilidad de reclamar de las
corporaciones del municipio una satisfacción y aun una revocación de las gracias por
él mismo concedidas en los primeros días del tumulto. La oportunidad de esta
medida se hacía aún más patente tras el auto acorado de 5 de mayo, por el que
habían quedado anuladas en todo el remo las bajas de precios de las subsistencias
así como los indultos concedidos por magistrados y ayuntamientos, excepción
hecha de Madrid. Tal anomalía, impuesta por las capitulaciones suscritas por el
monarca en el momento del motín, creaba una delicada situación. Debiendo tenerse
la corte por «el lugar más sagrado, de mejor gobierno y de mas respeto y segundad
que todas las ciudades del reino», la excepción de Madrid comprometía en cierto
sentido la autoridad del propio monarca. Así lo hacía saber este último al consejo
en la minuta que le dirigió solicitándole su parecer sobre estos hechos, y en la que
se apuntaba ya una posible solución: la anulación de la medida podía basarse en la
ilegitimidad de quienes pretendieron actuar como «parte» del pueblo de Madrid.
El resultado de todo ello fue la real provisión de de 23 de junio de 1766 en la que la
nobleza, ayuntamiento, gremios y clero de Madrid reiterarían a Carlos III esos
argumentos, facilitándole así la reconsideración de la medida. Ya el propio
procedimiento indica bastante en relación con la importancia que el monarca
confería a las capitulaciones del motín. No menos ilustrativo al respecto resulta el
hecho de que los propios fiscales del consejo hubiesen de emitir dictamen sobre la
constitucionalidad de la medida, que se imprimió acompañando a la provisión.
Partiendo de la condición de «Cuerpo quimérico e incierto» de aquellas gentes que
suscribieron el acuerdo, los fiscales establecían claramente que sólo el
ayuntamiento era «la voz abreviada del Pueblo para representar o proponer lo que
convenga al beneficio común». Amén de insólita, por falta de precedentes, la
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Enfermedad de la constitución.
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Por mucho que fuera el interés de Carlos III en la reforma interior de la monarquía,
los hechos -en un terreno tan definitorio como el gasto público- demuestran que tal
interés estaba lejos de desplazar la que en realidad constituía prioridad mayor de la
dinastía: el mantenimiento de la estructura imperial superviviente a Utrecht.
Inevitablemente tal opción implicaba hacerse cargo de toda una serie de guerras
dinásticas internacionales, con su correspondiente cobertura, y con la consecuente
detracción de un importante volumen de recursos susceptibles de ser empleados
para otros fines que los impuestos por la política de grandeur dinástica. La guerra
contra Inglaterra (1779-83) marcó en este sentido los límites del modelo de reforma
dentro del cual la monarquía venía operando desde 1766. La financiación del
conflicto obligó a la adopción de una serie de medidas de especial trascendencia en
el campo de la Hacienda, aunque no sólo. No obstante, de sus principios
inspiradores podía deducirse una situación de abierta incompatibilidad en relación
con el diseño jurisdiccionalista, al menos tal y como éste había sido reformulado por
Campomanes. Se reclamaba ahora prioridad para la vía gubernativa y los
procedimientos ejecutivos, confiriéndose al mismo tiempo mayores atribuciones a
la jurisdicción de Hacienda. El ministro Pedro López de Lerena, a quien se le cometió
esa cartera en 1785, se encargaría de llevar a la práctica esos principios. La creación
de la Junta de Estado en 1787, decidida por Floridablanca, constituye sin duda la
manifestación más visible de este intento de reconducción.
Tanto Floridablanca como -más particularmente- Lerena, parecían convencidos que
a partir de una mejora sustancial en la administración era posible todavía
recomponer la situación de la monarquía. Voces hubo sin embargo que apuntaron
entonces la inviabilidad de esa estrategia. Así lo haría por ejemplo León de Arroyal
en sus Cartas -inéditas entonces- dirigidas precisamente al conde de Lerena. Su
propuesta era tan simple como contundente: la monarquía no admitía ya más
remiendos, haciéndose necesario establecer una nueva constitución. Como el
propio Arroyal señalaba, «si vale hablar verdad, en el día no tenemos constitución».
Ciertamente no era Arroyal el primero que denunciaba la enfermedad de la cons-
titución de la monarquía: a ello había aludido ya Campomanes, y el propio príncipe
de Asturias, en una carta confidencial dirigida a Aranda, no había dejado de
reconocer «lo desbaratada que está esta máquina de la Monarquía». Había sin
embargo una importante diferencia. Lo que Arroyal planteaba, ofreciendo
abundantes ejemplos, era la estricta imposibilidad de un arreglo -como el que
pretendía aplicar Lerena- en términos de una recta administración. Ni aun sobre la
base de hacer más ágil el aparato consiliar o de implementar más expedientes de
impronta comisarial. Arroyal no hablaba de arreglar la constitución, sino de refundar
sus materiales desde los supuestos de un poder verdaderamente constituyente, al
margen por completo y en un universo conceptual que ya no era el del orden feudo-
corporativo. Convencido de que «las grandes mutaciones en los estados» solían
producirse por «un exabrupto del poder de alguna de las partes que lo componen»,
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Arroyal, miraba hacia un nuevo territorio político en el que las reglas de juego serían
otras.
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Tema IV.
De la Monarquía Católica a la Nación católica3.
Presentación.
En este tema se aborda la gestación en los momentos finales del XVIII de un discurso
que identifica en la articulación de una forma de representación política de la ciudadanía
el medio para la reforma constitucional de la monarquía. Se repasa la manera en la que
ese planteamiento se concibió bajo el influjo de la naciente ciencia política y la forma en
la que estuvo condicionado en su desarrollo por la experiencia revolucionaria francesa,
con disolución en 1808 de la monarquía en el entramado imperial napoleónico. El
objetivo es identificar trascendencia que en la cultura del constitucionalismo ilustrado
adquirieron progresivamente la nación y el catolicismo, rasgos que singularizarán la
Constitución de 1812.
3 La mayor parte de los contenidos de este tema proceden, con la debida autorización, de diversos trabajos
de José María Portillo.
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Son todas cuestiones que estarán presentes en el programa constitucional del primer
experimento constitucional español entre 1810 y 1812 y, como entonces, sabía el autor
de estas cartas que todo ello debía envolverse en un principio que formaba el núcleo
esencial de la reflexión constitucional: “Háganse las mejores reformas, créense las
mejores costumbres, introdúzcase el orden más admirable; mientras no se modere la
autoridad soberana, todo será vano.” Era justamente lo que el inglés tenía a diferencia
del español, esto es, un sistema constitucional que servía de muralla constitucional a la
voluntad del príncipe. En el fondo, argüía Arroyal, no se trataba más que de utilizar el
poder del propio príncipe para restituir las cosas a un estado que había sido alterado
por el feudalismo y el despotismo. Es una idea de retorno a una situación ideal que
compartió gran parte del pensamiento ilustrado y que el discurso preliminar del
proyecto constitucional de 1810 hará de nuevo suya. Que el poder del príncipe y su
gobierno no debía entenderse ya monopolizador de la capacidad de decisión política, es
algo que no sólo intuía y proponía Arroyal sino que intuyeron también buena parte de
los textos que imaginaron las reformas constitucionales a finales del setecientos. La
presencia ciudadana en el ámbito de la política a través de la representación centraba
esas reflxiones. Y en ellas se entendía que la reforma constitucional necesaria implicaba
la reunión de un parlamento con funciones colegislativas.
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ministerio a la difusión de las letras, sobre todo de aquellas que, como las que tenían
que ver con la economía política más se estaban acercando al constitucionalismo, tuvo
el efecto inmediato de cortar la fluidez con que en la década de los ochenta se habían
transmitido, sobre todo a través de publicaciones periódicas como El Censor o El Correo
de Madrid.
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emergencia para dar paso, luego de normalizado el gobierno mediante una nueva
constitución, a un parlamento con funciones puramente legislativas. Es el mismo
mensaje que José Hevia enviaba al gobierno de París desde Bayona como eje principal
de la campaña de fomento revolucionario en España que pergeñaban y que basaban en
la convocatoria de las Cortes para proceder a una reforma constitucional.
La idea por tanto de fondo es la misma. Esto es, proceder a una reforma constitucional
de la monarquía que, ante todo, implicaba la presencia parlamentaria de la nación. Lo
planteaba así Arroyal en 1792 tras realizar un recorrido europeo que mostraba las
posibilidades de la reforma. Advertía respecto a España que tenía a su favor algunas
leyes fundamentales aprovechables, sobre todo la que impedía al rey hacer leyes sin el
concurso del reino. Y en su contra, que le faltaban definiciones precisas acerca de
aspectos esenciales de una sólida arquitectura constitucional: de dónde dimana el
poder, el derecho del pueblo a la representación, la regulación de la sucesión, minoría y
tutela en la monarquía y la definición de las funciones de los Consejos. Eran las
cuestiones constitucionales que preocuparon a un buen ramillete de intelectuales
españoles de la década de los noventa. En buena medida si interesó la reforma
constitucional fue para ofrecer vías que evitaran la revolución tal y como se estaba
desarrollando en el país vecino.
En esa dirección se situó Victorián de Villava al escribir sus Apuntamientos para una
reforma de España desde la distancia. En realidad, el título completo de su texto da
mejor idea de su finalidad pues añade sin perjuicio de la Monarquía ni de la Religión.
Estimando precisa una explicación sobre la intención con que se ponía manos a la obra
en la ciudad de La Plata, arrancaba el prólogo del autor: “En una época en que el espíritu
de libertad hace tantos progresos, y en que el entusiasmo que le subsigue hace tantos
estragos, debe todo buen Ciudadano dedicar sus meditaciones a evitar una revolución,
que los mismos abusos preparan, que el ejemplo de los demás Pueblos anticipa, y que
debe temerse mas que los males que padecemos, y tanto más deseamos enmendar.”
Dar un “nuevo ser” a la nación sin los riesgos “del hierro y del fuego” de la revolución
era el propósito del texto del aragonés que quedará inédito hasta 1822.
Buena parte del pensamiento español de finales del siglo XVIII interesado en explorar
las posibilidades que ofrecía el constitucionalismo tuvo claro el hecho de que, bien
entendida la idea de una reforma constitucional, podía resultar inmejorable
preservativo ante la revolución que se mostraba peligrosamente como un desenfreno
de pasiones. Y por pasiones no sólo se entendían las políticas. También se tenían en
cuenta las referidas a la religión. Si autores como Villava prevenían contra el fanatismo
político que adivinaban en la actitud revolucionaria, no menos lo hacían contra el
religioso que en su opinión conducía en también a la tiranía. De hecho los autores que
más decididamente se adentraron en la elaboración de un constitucionalismo ilustrado,
no dudaron en establecer en el mensaje evangélico el principio de la obligación política.
En una línea muy marcada de pensamiento político que llega con claridad al arranque
de la historia constitucional de España, apreciaron el derecho de las naciones a
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HISTORIA DE ESPAÑA II
constituirse y la capacidad social de alterar las reglas esenciales del gobierno –las leyes
fundamentales- para procurarse su felicidad deduciéndolo del mandato divino de
multiplicarse, poblar y henchir el mundo dado a la humanidad en su creación en la
persona de Adán. Del mismo modo, se defenderá que el pacto social, la creación de la
sociedad y de su orden político por consentimiento, no era más que la traslación político
constitucional de “orden admirable” establecido por Dios en el universo. Se trata de una
actitud que ejemplifica bien Pablo de Olavide cuando compone su Evangelio en Triunfo,
donde se ensaya un completo tratado de moral para la ciudadanía católica. Será ese
mismo hilo el que seguirán conspicuos liberales de ambas partes del mundo hispano,
como Francisco Martínez Marina o Juan Germán Roscio. El constitucionalismo ilustrado
se orientaba así, en buena medida, hacia un planteamiento que proponía una reforma
de la monarquía centrada en la nación y ajena a cualquier forma de enjuiciamiento de
su identidad católica. Y las huellas de ese pensamiento quedarían impresas con
profundidad en la Constitución de 1812. El paso de esa cultura del constitucionalismo a
la Constitución se produjo sin embargo en un escenario sumamente singular.
El mundo de los literati europeos vio sorprendido en los años setenta del siglo XVIII cómo
los colonos británicos en América habían logrado oponerse al despotismo parlamentario
y gubernamental de Londres a través de una revolución constitucional. Aunque España,
en seguimiento de su política internacional marcada por la alianza con Francia, apoyó
aquella insurrección que tanto podía debilitar a Inglaterra, no podía quedar inmune a
sus consecuencias, como vio enseguida el conde Aranda y repetirían luego
prácticamente todos los comentaristas de la crisis española iniciada en 1808. A
diferencia de Francia, España si tenía tras de sí un ingente dominio ultramarino y su
constitución interna era especialmente ajena a los principios que animaban el
experimento constitucional estadunidense.
El arranque de la revolución constitucional en Francia en el verano de 1789 acabó
además por hacer patente que en lo sucesivo se impondría un cambio en el sistema
operativo que manejaban las viejas monarquías europeas. Su primera versión, cuajada
en una constitución en 1791, a pesar de mantener la presencia de la monarquía se
mostraba radicalmente hostil a la historia y la tradición de la monarquía. Y el primer
posicionamiento hispano ante ese fenómeno consistió en el aislamiento, aunque pronto
la revolución ofrecería una faz ante la que no cabía mantenerse impasible al implicar la
muerte de la monarquía con la del rey en enero de 1793. La guerra de la Convención
(1793-1 795) fue el contexto en el que se encumbro definitivamente quien sería desde
ese momento y casi ininterrumpidamente hasta la crisis de 1808 el factotum de la
política española, Manuel de Godoy. Aunque el resultado de la guerra fue ciertamente
magro para España, Godoy consiguió en el camino desembarazarse del partido
cortesano liderado por el conde de Aranda y organizar su propia facción, la del rey en
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HISTORIA DE ESPAÑA II
definitiva. Por otro lado, pudo presentar como un éxito la paz de Basilea, puesto que
España no sufría merma territorial, lo que no era poco, y en Francia parecía que la
situación política se tornaba bastante mas moderada. El momento parecía por tanto
propicio para quienes sostenían una imagen más conservadora acerca de la necesidad
de transformar las relaciones políticas internas en la monarquía, defendiendo la posición
del príncipe como el único centro de actividad propiamente política.
Sin embargo, si la Constitución francesa de 1795 ofrecía el fin de la revolución y la
consolidación de un régimen efectivamente constitucional, aquello no significaba que
se renunciara a una posición de peso en Europa. Así lo entendió Napoleón. Y para
cuando en el borde del cambio de siglo se hizo con el control del poder en Francia,
España había ya reorientado de nuevo su política exterior hacia su tradicional pacto de
familia. La diferencia, notable, es que al otro lado del pacto no estaba ya "la familia",
sino una república que se estaba transformando rápidamente en imperio, como
formalmente lo hará desde 1804.
El tratado de San Ildefonso de 1796, con el que se retomaba la política de Estado de
alianza con Francia, marcó el inicio de un proceso de mediatización imperial de la
monarquía española que ira pronunciándose hasta culminar en el tratado de
Fontainebleau de 1807. Durante la década que separa ambos convenios, España ira
progresivamente poniendo al servicio del emergente imperio francés la parte imperial
de su monarquía, evidenciando así, de manera creciente, su dependencia de Francia en
términos del derecho de gente. El fracaso de la paz de Amiens (1802) y el reinicio de las
hostilidades entre Francia y Gran Bretaña acentuó notablemente esa tendencia con la
firma del tratado de subsidios (1803), que dejaba prácticamente al servicio de las
necesidades francesas los beneficios fiscales del imperio español. No cabía entonces ya
vuelta atrás en la política de Estado, y la dependencia de Francia, e los años
subsiguientes, se convertiría a la vez en el seguro que permitía aferrarse al mando de la
monarquía a la facción cortesana dirigida por Carlos IV y a el mismo, así como en el rejón
de muerte de la propia monarquía. Si el mencionado tratado de subsidios demostraba
hasta qué punto el imperio de Francia iba absorbiendo la parte imperial de la monarquía
española, el tratado de Fontainebleau hizo ver que el proceso de mediatización no se
iba a detener ahí. Firmado en octubre de 1807, en el momento en que en la corte
española se destapaba una trama urdida por el príncipe de Asturias para derrocar a
Manuel de Godoy y forzar la abdicación de Carlos IV4, mediante aquel tratado el
4
“Un amplio sector de la aristocracia española practicó desde el primer momento una oposición política y
social frontal a Manuel Godoy, a quien consideró un advenedizo que se había valido de medios innobles
para acceder al poder. Al comienzo de la trayectoria política de Godoy, en su época como miembro del
gobierno (1792-1798), el grupo más combativo fue el articulado en torno al Conde de Aranda, el llamado
«partido aragonés». A partir de 1794, al desaparecer el conde de la escena pública, este «partido» perdió
mucha fuerza y de hecho pudo ser controlado por Godoy, aunque no cesaron los ataques y las críticas. En
1806 reverdeció la oposición aristocrática, esta vez articulada en torno al Príncipe de Asturias. Su
matrimonio con M.ª Antonia, hija de los reyes de Nápoles, deparó la oportunidad. La Princesa de Asturias
mantuvo una comunicación permanente con su madre, la reina M.ª Carolina, enemiga declarada de Godoy,
y por influencia de ella desplegó gran actividad para organizar en el cuarto de su esposo Fernando un foco
encarnizadamente contrario a Godoy, cuyo poder político se había incrementado desde 1801 al recibir el
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HISTORIA DE ESPAÑA II
monarca español accedía a algo totalmente inusitado como era que tropas extranjeras
cruzaran el territorio de la monarquía, con cargo además en su manutención a las
finanzas españolas, y que otras tropas se acantonaran en la frontera listas para entrar
también en la península. En aquel memento quedaba totalmente cumplida la operación
de mediatización imperial de la monarquía española que se había ido gestando desde la
centuria anterior.
La nación católica.
La crisis de independencia abierta en España en 1808 con la intervención militar y
dinástica de Napoleón, creó los presupuestos esenciales para una reconsideración
radical del ordenamiento monárquico en el sentido ya insinuado por el
constitucionalismo ilustrado. Finalmente, ese discurso ilustrado, apoyándose sobre el
estado de emergencia, pudo desarrollar una propuesta decididamente política haciendo
de la nación el sujeto histórico del proceso de independencia. Así se entiende que antes
que de sujetos individuales, el experimento constitucional gaditano de 1812 se ocupase
de la comunidad nacional, de su libertad, independencia, soberanía, territorio y
confesión religiosa. En aquel momento no parecería prioritario una definición
constitucional de los derechos individuales. En el texto de 1812 era la nación la que
protegía “mediante leyes sabias y justas, la libertad civil, la propiedad y los demás
derechos legítimos de todos los individuos que la componían”. Y el punto furte de la
definición gaditana de nación venía dado por su profesión de fe exclusiva, sancionada
en el artículo XII: “La religión de la nación española es y será siempre la católica,
apostólica y romana, única verdadera. La nación la protegerá mediante leyes sabias y
justas y prohibirá el ejercicio de cualquier otra”. El constitucionalismo hispano nacía así
sin conceder ningún espacio a la libertad religiosa, considerada en otras experiencias
constitucionales por el contrario como el requisito imprescindible para fundamentar la
libertad del individuo.
nombramiento de Generalísimo de los ejércitos. Godoy ya no estaba en el gobierno, pero su nuevo cargo le
otorgaba el mando supremo del ejército, lo cual contrarió de modo especial a la nobleza, y, además, la
renovada confianza de los reyes en su persona le permitió controlar la política española de forma más
amplia que cuando estuvo al frente del gobierno. El nuevo foco opositor estuvo integrado por un reducido
grupo de aristócratas, relacionados directamente algunos de ellos con el «partido arandista» del primer
momento, aunque su alma no fue un noble, sino un clérigo: el canónigo Escoiquiz. En perfecta
comunicación con el Duque del Infantado, considerado a la sazón cabeza de la aristocracia española,
Escoiquiz urdió una serie de planes para acabar con Godoy, consistentes en la combinación de una amplia
campaña propagandística para destruir su imagen con la preparación de un proyecto para apartarlo del
poder. En octubre de 1807 Godoy descubrió este proyecto, conocido como la «Conspiración de El
Escorial», y logró paralizar, por de pronto, el ataque, pero sólo unos meses más tarde el grupo fernandino
culminó sus propósitos en el Motín de Aranjuez. Organizado y dirigido por aristócratas y militares, en
comunión con el Príncipe de Asturias y el infante don Antonio, hermano de Carlos IV, los protagonistas
del motín lograron su objetivo. Godoy fue hecho prisionero, cesado en todos sus cargos y honores y sus
bienes secuestrados, y el príncipe Fernando obtuvo de su padre la cesión de la Corona.”. Cfr., Emilio La
Parra, “Godoy prisionero de Fernando VII (marzo-mayo de 1808)”. https://www.dip-
badajoz.es/cultura/ceex/reex_digital/reex_LVII/2001/T.%20LVII%20n.%203%202001%20sept.-
dic/RV11356.pdf
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TEMA V.
LA MONARQUÍA DE ESPAÑA EN EL ORDEN EUROPEO Y COLONIAL
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estrategia sobre la fuerza, sin arriesgar más que lo preciso para forzar una negociación
en condiciones favorables. De ahí la gran importancia que cobra la diplomacia durante
el siglo, muchas veces emprendida al margen de aparatosos congresos de paz que solo
certificaban logros obtenidos o rendidos en negociaciones directas entre los
contendientes y que continuaban incluso durante las hostilidades. En este sentido, por
más que entre el inicio del siglo y la muerte de Carlos III España conociera más años de
guerra que de paz, las conversaciones, e incluso el comercio, no se interrumpían entre
las potencias. En el XVIII, el cambio de una situación a otra parecía natural, lo que
contribuía a la estabilidad del orden internacional.
Además de los aspectos anteriores se debe tener en cuenta que los actores eran
conscientes de las limitaciones a lo que era posible conseguir mediante el recurso a las
armas. Las guerras resultaban muy caras para los limitados recursos de unas potencias
conscientes de los peligros de prolongarlas. Además, libradas entre amplias coaliciones
–donde no resultaban insólitos los cambios de bando-, debían prestar atención no solo
a sus enemigos, sino también a la fiabilidad de sus socios. En las alianzas el compromiso
a no negociar la paz por separado era tan solemnemente invocado como habitualmente
quebrantado. La solemnidad de las cláusulas de paces y tratados no redimía a estas de
idéntico pronóstico. Por ejemplo, el emperador Carlos VI, quien persiguió y obtuvo el
reconocimiento de los derechos su hija María Teresa en más de dos docenas de tratados,
no consiguió que fueran honrados a su muerte. En ese contexto, el éxito desmesurado
de un contendiente provocaba recelos entre sus coaligados y se generaban incentivos
para consolidar mediante la paz las ventajas obtenidas con las armas frente a buscar
maximizar los resultados.
En una época así caracterizada resultan naturalmente conciliables la celebérrima
definición por Clausewitz de “la guerra como la continuación de la política por otros
medios”, y la inversión de tal aforismo por Foucault para quien “la política es la guerra
continuada por otros medios”. La concurrencia de las dos sentencias describe bien una
dinámica de la sociabilidad internacional europea del siglo XVIII que si bien estaba sujeta
una evolución continua, también mostraba una notable tendencia de fondo a la
estabilidad y cuyas mayores sacudidas se produjeron precisamente al inicio y final del
siglo. Con la clave de bóveda de esa dimensión de moderación en sus conflictos, se
pueden describir unos factores constantes en las relaciones internacionales.
A principios del XVIII, Europa contaba con cinco potencias coloniales. España, con las
colonias más extensas y ricas –y deseadas-; Francia e Inglaterra, con territorios en
Norteamérica y el Caribe y que también compartían ambiciones en extremo Oriente;
Portugal, que tras el Tratado de Methuen (1703), cayó en la órbita de Gran Bretaña,
limitando su autonomía estratégica, y las Provincias Unidas quienes tras las guerras de
navegación habían perdido progresivamente la importancia que llegaron a gozar en el
XVII. El conglomerado patrimonial de los Habsburgos de Viena, al que sumaban la
dignidad imperial, no conseguiría que pasaran de meros proyectos sus ambiciones
coloniales pero seguiría ostentando el carácter de gran potencia continental. Además,
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Para el análisis puede ser muy útil un concepto de la teoría de las relaciones
internacionales, la llamada trampa hobbessiana, que sostiene que un factor
determinante en los inicios de las hostilidades es el miedo generalizado a un ataque
enemigo que incentiva uno propio preventivo. Es un fenómeno observado desde la
antigüedad, el mismo Tucídides lo formuló en su Historia de la Guerra del Peloponeso y
que también ha acuñado en la literatura científica un concepto homónimo y
emparentado, la trampa de Tucídides. Parece más conveniente destacar el primero
dado que Hobbes añade un elemento de interés. El impacto de sus teorizaciones sobre
la sociabilidad humana y su traslado a la internacional subrayan el entendimiento de la
guerra de todos contra todos como estado de naturaleza, pero también el de la
necesidad de un pacto que supere la guerra civil primigenia. La necesidad de dicho pacto
constituía una variable latente en la dinámica internacional, que con la resolución del
conflicto se transformaría en observable.
La trampa hobessiana también puede explicar las actuaciones de las potencias
borbónicas. El emperador impugnó inmediatamente la coronación de Felipe V, iniciando
un movimiento de tropas hacia Italia, Guillermo III y los holandeses verificaron pasos
que mostraban su determinación de desafiar lo dispuesto testamentariamente por
Carlos II. Por tanto, los movimientos se intensificaron, provocando una espiral de
conflicto.
La distribución de fuerzas inicial parecía muy favorable a los borbones. Las primeras
operaciones contuvieron el avance imperial en Italia, iniciaron combates en Alemania y
parecían haber consolidado sus posiciones en Flandes. Sin embargo, las cosas
empezaron a cambiar en 1703. La pérdida del lucrativo “asiento de negros” y las
implicaciones sobre la propia soberanía de una consolidación borbónica provocaron un
cambio de bando de Portugal (tratado de Methuem, 1703), al igual que las perspectivas
de quedarse encajonado entre Lombardía y Francia –y el cálculo que siempre le
acompañaba- hicieron lo propio con el duque de Saboya. Con ambos en la Gran Alianza,
las fuerzas parecían equilibrarse. La gran batalla de la guerra, Blenheim (1704) supuso
una grave derrota para Francia, y con la captura de Gibraltar ese mismo año significaban
el inicio de un ciclo favorable a la Gran Alianza. Marcando el final de sus operaciones
ofensivas en Alemania y Portugal, las potencias borbónicas pasaban a la defensiva en
Italia, Flandes y los territorios hispánicos peninsulares. En el norte se verificaría la
pérdida de Flandes (Ramilliés, 1706) propiciando el paso a la defensiva de Francia en
este frente. En Italia, por el Tratado de Milán (1707) las tropas francesas pasaron a
Francia para reforzar sus posiciones en el norte, cediendo Lombardía y dejando el
camino expedito al Imperio hacia las posiciones hispanas en aquella Península. En
España, los territorios de la Corona de Aragón pasaron a la obediencia del archiduque
Carlos, quien llego a tomar Madrid en dos ocasiones (1706 y 1710), pero no pudo
consolidarlo en ninguna de ellas, sufriendo sus más severas derrotas en sus respectivas
retiradas (Almansa, 1707 y Brihuega y Villaviciosa, 1710). A esas alturas, ya parecía no
existir una solución militar al conflicto.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
La dimensión política del conflicto en Madrid transcurrió por varias fases engarzadas al
resultado de las operaciones militares. Desde el principio de su reinado, Felipe V pareció
someterse a una tutela prolongada de su abuelo, representada por las importantes
responsabilidades asumidas por Amelot, embajador francés, y Jean Orry, secretario de
Guerra y Hacienda, en la reorganización de la monarquía. La dirección francesa de los
asuntos se veía reforzada por la importancia de las tropas expedicionarias francesas en
el frente peninsular. Los cuerpos españoles más capacitados, los ejércitos de Lombardía
y Flandes, se encontraban comprometidos en el continente y la dependencia de Francia
resultaba crítica. Tras 1709, Luis XIV había iniciado conversaciones con los aliados,
primero en La Haya y después en Geertruidenberg. Ambas sucesivamente proponían
diversas fórmulas para desalojar a Felipe V del trono español a lo que este se negó,
expulsando a Amelot de Madrid e iniciando un periodo de acción autónoma apoyado en
bases exclusivamente españolas. A la postre, la negativa de Luis XIV a participar en el
derrocamiento de su nieto hizo fracasar estas primeras tentativas de paz.
Contando de nuevo con el apoyo militar francés, Felipe V se encontró asentado ya
firmemente en el trono francés y con dos herederos nacidos en Madrid, que reforzaban
su posición. A su vez, la elección del archiduque como emperador (1711) pero sobre
todo la elección de un nuevo gabinete tory (1710) condujeron al final de la guerra.
Desentendiéndose de sus aliados, los británicos buscaron mediante la diplomacia
directa con los borbones consolidar una paz favorable a sus intereses y de la que, en
términos de poder, salieron muy beneficiados. La paz de Utrecht (1713) les significó
importantes concesiones comerciales en América, la conservación de Gibraltar y
Menorca como bases de su penetración en el Mediterráneo. Un nuevo ordenamiento
territorial en el continente por el que las posesiones españolas en el continente pasaron
a manos austriacas, excepto Sicilia destinada a Saboya, en un rediseño continental -y
también regional- de poder basado, como se ha anticipado, en el principio del equilibrio.
Felipe V conseguía asentarse en el trono de Madrid, cediendo las posesiones italianas y
los países bajos españoles, además de una –nueva- renuncia a sus derechos al trono
francés. Las ventajas comerciales concedidas a Gran Bretaña en ultramar significaban
una penetración comercial británica pero, por otra parte, alejaban la francesa que
también había preocupado en Madrid. Si el testamento de Carlos II significaba la quiebra
de dos siglos de enfrentamiento con Francia, los términos de la nueva paz, la muerte de
su primera mujer y el nuevo matrimonio de Felipe V (1714) y la muerte de su abuelo
(1715) no significaron una alianza estrecha sino que abrieron espacio para una política
exterior netamente española, centrada en las nuevas prioridades que se imponían.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
4. El irredentismo en Italia
La reacción contra Utrecht y el intento de recuperar posiciones en Italia empezaría con
el arriesgado proyecto emprendido por Giulio Alberoni. Enviado del duque de Parma en
Madrid, fue el encargado de concertar el nuevo matrimonio del rey y a quien la
influencia de la reina consiguió conferir la dirección de la política exterior hispana.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Consciente de que sus proyectos en Italia significaban la guerra con el Imperio, Alberoni
comenzó por una reorganización militar y por un acercamiento a la Santa Sede.
Asimismo, trató de atraerse a Gran Bretaña y Holanda mediante nuevas concesiones
comerciales. Sin embargo, se encontró con una aproximación británica a Francia, que
conduciría, finalmente, tras la adhesión de Holanda, a la Triple Alianza de La Haya (1717).
Los firmantes se reafirmaban en la defensa del equilibrio diseñado en Utrecht, con el
compromiso de evitar la unión de las coronas francesa y españolaen la persona de Felipe
V. Este sistema duraría casi un cuarto de siglo y contribuiría, no sólo a hacer más efectiva
la política británica en el Mediterráneo, sino que, unido al tratado de Gran Bretaña con
el Imperio (1716), completó el aislamiento inicial de España en su política italiana.
Alberoni trató de replicar buscando un acercamiento a Suecia, Rusia, e incluso el Imperio
turco, buscando la retaguardia de Austria, aunque no consiguió más que estrechar las
relaciones entre Gran Bretaña y el Imperio.
Así, se decidió a emprender un ataque sobre Cerdeña. En julio de 1717 salió de
Barcelona, al mando del marqués de Lede, una flota de 12 navíos de guerra y 8.000
hombres. En agosto desembarcó en la isla iniciando las hostilidades contra el emperador
y que para noviembre había concluido con apoyo de la población. El asombro y la alarma
de las potencias fueron enormes ante este síntoma del resurgir de la potencia militar
española y, sobre todo, ante el inconformismo de sus reyes con el sistema de Utrecht.
Francia y Gran Bretaña presentaron quejas formales ante el gobierno español. Sin
embargo, optaron de momento por la vía diplomática. Además de Parma, ofrecieron
Toscana para el infante Carlos e incluso se insinuó la posibilidad de restituir Gibraltar.
Las propuestas fueron rechazadas por los españoles, crecidos por la facilidad de la
empresa de Cerdeña y la confianza en sus posibilidades.
Alberoni, sin medir las consecuencias, optó por un nuevo acto de fuerza. Mientras las
potencias interesadas continuaban negociando, una nueva expedición militar española
partía de Barcelona en junio de 1718, organizada por Patiño e integrada por un
contingente mucho mayor. Esta vez, Lede llevaba consigo su nombramiento como virrey
de Sicilia. Las tropas españolas desembarcaron el 1 de julio cerca de Palermo y no
encontraron una resistencia fuerte. Rápidamente fue ocupándose las plazas más
importantes de la isla, también con un notable apoyo local, arrinconando al ejército
piamontés.
Sin embargo, la reacción de las potencias fue fulminante. El 2 de agosto, con la
incorporación de Austria, la Triple alianza paso a Cuádruple. En noviembre, Víctor
Amadeo de Saboya se unió a la alianza, aceptando un trueque de Sicilia por Cerdeña. En
la corte española, las opiniones estaban divididas entre los partidarios de evitar el
enfrentamiento con la Cuádruple -incluido Alberoni- y los que pretendían oponerse a
ultranza a todas sus condiciones. No hubo tiempo: aún estaba en Madrid el enviado de
la Cuádruple con una oferta aliada que incluía la sucesión en Parma y Toscana, cuando
se supo de la destrucción de la flota española por la inglesa, a pesar de no existir
declaración de guerra.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Después de esto, era evidente que los proyectos no podían tener éxito. No obstante, se
rechazó la paz y continuaron los combates en Sicilia, aunque con crecientes dificultades.
Lede, sin apoyo naval, no podía impedir el flujo de refuerzos austríacos y las tropas
españolas hubieron de permanecer a la defensiva. La lógica dictaba buscar un
compromiso; sin embargo, Alberoni, con el respaldo de los reyes, decidió continuar la
lucha en otros escenarios.
Preparó un doble movimiento completamente descabellado, en busca de los puntos
débiles de sus adversarios. Intentó derrocar como regente de Francia al duque de
Orleans y, a la vez, desestabilizar la corona inglesa. Obviamente era absurdo tratar de
romper la Cuádruple Alianza por el lado de Francia, precisamente la potencia de la que
podría esperarse una mejor predisposición, consiguiendo, sin embargo, que en enero de
1719 Francia le declarara la guerra. Este movimiento implicó efectivamente el
desembarco de tropas españolas en la Bretaña Francesa, al igual que el apoyo a los
jacobitas en Escocia, otro en en Kintaill. Ninguna de las operaciones obtuvo el menor
éxito y había logrado implicarse en una guerra simultáneamente con las potencias más
importantes de Europa. Entre sus consecuencias se contaron expediciones de castigo
británicas a Vigo y Santoña, sendas invasiones francesas del Pais Vasco y Cataluña –con
una respuesta hispana en la Cerdaña francesa-. Mientras tanto, en Sicilia, donde
continuaba la lucha, Lede no tuvo más remedio que proponer a los austríacos un
armisticio lo que significaba reconocer la pérdida de la isla.
Cuando llegaron a Madrid noticias sobre todos estos hechos, se hizo evidente la
necesidad de la paz y de la caída del responsable. El 5 de diciembre de 1719, Giulio
Alberoni fue despedido de la corte y expulsado de España. En enero de 1720, España se
adhirió a la Cuádruple alianza, incluyendo para Felipe V su enésima renuncia al trono de
Francia y someterse a Utrecht. La adhesión fue aprovechada para transferir Cerdeña a
Víctor Amadeo de Saboya y Sicilia al emperador Carlos VI. España sólo consiguió el
reconocimiento de la sucesión en los ducados de Parma y Toscana a los hijos de Isabel
de Farnesio. Este fue, a costa de un gran esfuerzo militar y diplomático, el único
resultado de la política exterior de Alberoni que, finalmente, conoció el más estrepitoso
fracaso. Sin embargo, se evidenció una capacidad militar hispana que debía ser tomada
en cuenta a pesar de las incoherencias de su política exterior.
España necesitaba contar con auxilios exteriores para aspirar a lograr sus pretensiones
internacionales. En enero de 1720, una vez incorporado Felipe V a la Cuádruple alianza
y aceptadas todas sus premisas, comenzó un nuevo período en la política exterior
española en el que la corte de Madrid, renunciando a actuar en solitario, trataría de
buscar la alianza con las grandes potencias, en particular con Francia. Con esta intención,
el gobierno español envió sus representantes al congreso general de Cambrai. También
tendrá lugar otra iniciativa. Con las tropas evacuadas de Cerdeña y Sicilia se encomendó
a Patiño la organización de una nueva expedición para destruir las fortificaciones en
torno a Ceuta, que logró fácilmente su objetivo inicial previsto. Sin embargo, como Gran
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Bretaña mostrara su inquietud por la presencia de tropas españolas al otro lado del
estrecho de Gibraltar, se ordenó su regreso para no poner en peligro las negociaciones.
Francia y España firmaron una alianza en Madrid (1721). Sus claves eran la promesa del
apoyo francés en la recuperación de Gibraltar y en los ducados italianos. También se
hicieron proyectos matrimoniales. En Londres fue bien recibida una oferta de nuevas
concesiones comerciales, allí preocupaba la intención del Carlos VI de adquirir potencia
marítima y comercial aprovechando sus puertos mediterráneos y flamencos. Así, el 13
de junio de 1721, Gran Bretaña se incorporó al tratado de alianza franco español.
Sin embargo, la ruptura del compromiso entre el rey francés y una infanta española,
movió al barón de Ripperdá, nuevo encargado de la política exterior y personaje aún
más atrabiliario que Alberoni, a ofrecer al emperador un ventajoso tratado de comercio,
además de la alianza defensiva, el primer tratado de Viena (1725). Las indiscreciones de
Ripperdá hicieron públicas sus negociaciones pretendidamente secretas, lo que provocó
un acercamiento entre Gran Bretaña y Francia. A cambio de su reconocimiento como
rey de España y de la conformidad con la solución a la cuestión italiana propuesta por la
Cuádruple, Felipe V reconocía la Compañía de Ostende y prometía a los súbditos del
emperador los mismos privilegios comerciales otorgados a holandeses y británicos. El
clima prebélico que esto ocasionaría, además de la vaguedad de los compromisos
imperiales, forzó la dimisión y posterior encarcelamiento de Ripperdá. Su caída dio paso,
por vez primera, a ministros españoles en puestos de máxima responsabilidad y
formados desde los tiempos de Orry.
El más destacado era José Patiño quien, a partir de 1726, se centrará en la
reconstrucción interior y en racionalizar la política exterior española. Impulsó la
actuación internacional española dotándola de medios necesarios desde las secretarías
de Hacienda y de Marina e Indias. Así, el comercio y la explotación económica de las
colonias se convirtieron en el objetivo principal. Aplicando análisis realistas, buscaba un
nuevo papel en el sistema internacional sin desafiar el equilibrio europeo para, desde
él, actuar conforme a las necesidades e intereses del reino. También se mostraba
interesado en el control de puntos estratégicos en la costa africana. Pensaba que el
respaldo fundamental de la diplomacia española estaba en Francia y que la gran rival
era Gran Bretaña, con quien convenía, sin embargo, mantener la comunicación. Así,
Patiño buscará una presencia internacional efectiva, pero con objetivos realistas y
específicos.
Puede hablarse del comienzo de una etapa en las aspiraciones internacionales de
España. Las primeros pasos fueron desenmarañar la situación creada por Ripperdá en el
acercamiento a Viena y que había incluido un sitio a Gibraltar que continuaba abierto y
una situación inflamable en colonias. El levantamiento del asedio a Gibraltar, la
devolución a Gran Bretaña de presas y embargos españoles, la retirada de las flotas
inglesas de Antillas y del estrecho, la presentación de excusas por la ruptura del
compromiso con la infanta fueron varios de los ítems que, mediante los preliminares de
París (1727) y la convención del Pardo (1728) lograron la desescalada.
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de 25.000 hombres con el que intervenir en Lombardía, junto a los franceses, donde la
guerra continuaba indecisa.
En el norte de Italia, en efecto, se habían estabilizado las líneas. Como los borbónicos no
lograban una victoria determinante, Gran Bretaña y Holanda, hasta entonces a la
expectativa, decidieron imponer su mediación. Sin embargo, el cardenal Fleury, desde
siempre opuesto a este conflicto, decidió aprovechar los éxitos franceses en los
primeros encuentros para anticiparse a la interesada mediación británica y buscó la
negociación directa y secreta con el emperador, a pesar de que con ello incumplía el
tratado de El Escorial y ponía en crisis el primer pacto de Familia. Las negociaciones
fueron rápidas. La solución era que Estanislao Leszczýnski recibiera los ducados de Bar y
de Lorena para que, a su muerte, fuesen legados a su hija, la reina de Francia, para lo
que era necesario a su vez ofrecer Toscana al duque Francisco III de Lorena como
indemnización. A don Carlos de Borbón, se le reconocería como rey de Nápoles y Sicilia,
convertidos en reino independiente, pero se le exigía la renuncia a Toscana, Parma y
Plasencia. Estos dos últimos ducados pasarían al emperador, a quien se devolvía Milán
y Mantua, mientras que Saboya obtenía los ducados de Novara y Tortona. España,
abandonada por Francia, no tuvo otro remedio que adherirse. Fleury, a cambio,
únicamente, de reconocer la Pragmática sanción, logró que Lorena se integrase en
Francia e iniciar una colaboración franco-austríaca con la que recuperar para Francia
parte del terreno ganado desde Utrecht por Gran Bretaña y convertirse en el eje del
apoyo mutuo entre las tres monarquías frente al arbitraje británico. Pero la paz
definitiva de 1738 resultó útil para España, que ya preveía un enfrentamiento con Gran
Bretaña.
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príncipes alemanes -sobre todo con Federico II-, la sucesión imperial atrajo la atención
de toda Europa.
Francia, el elector palatino y el de Colonia, a los que se unieron los reyes de España y de
las Dos Sicilias, se comprometieron a apoyar la candidatura de Baviera. Poco después,
el 5 de junio de, por el tratado de Breslau (1741), Prusia -a quien se reconocía Silesia,
ocupada por Federico II el año anterior- se comprometió también a sostener la
candidatura del elector de Baviera. Por último, Suecia fue requerida por los coaligados
para inmovilizar a Rusia.
Mientras que los prusianos no podían ser detenidos en Silesia, tropas francesas y
bávaras penetraban por el Danubio y llegaban hasta las cercanías de Viena. Sin embargo,
la peligrosa situación austríaca se vio aliviada ya que el ejército coaligado se desvió hacia
Bohemia, donde Carlos Alberto se hizo coronar rey y, después, en Frankfurt, el 12 de
febrero de 1742, emperador. La retirada forzada de tropas austríacas del Milanesado
para utilizarlas en Alemania decidió a España a intervenir en el norte de Italia. En 1741
el infante don Felipe, al mando de un contingente hispano-francés inició un avance que
terminaría detenido. Una vez que Federico II hubo completado la conquista de Silesia,
su único interés fue lograr una paz que le permitiera consolidar el éxito. Esta decisión
salvó a María Teresa, quien prefirió resignarse a ceder Silesia a Prusia. Tentó también a
Carlos Manuel de Piamonte-Cerdeña, muy suspicaz ante los proyectos franco-españoles
sobre el Milanesado, logrando que el saboyano se apartara apartándose de la coalición.
Los abandonos permitieron a María Teresa contraatacar. En primer lugar, pudo enviar
un numeroso ejército a Módena frente a los españoles y napolitanos, forzando su
retirada hasta los Estados Pontificios. En segundo lugar, en agosto de 1742, las tropas
austríacas obligaron a replegarse al ejército francés de Alemania. Con ello, no sólo
consiguieron penetrar en Bohemia, sino que ocuparon Baviera, el estado patrimonial
del coronado Carlos VII.
En ese momento una gran escuadra británica se presentó frente a Nápoles, trasladando
hasta el Mediterráneo el conflicto colonial Iniciado en 1739, forzando al rey Carlos a
declarar su neutralidad y ordenar la inmediata retirada del ejército napolitano del
frente. La reacción austríaca se había visto favorecida por la evolución de la política
exterior británica. Gran Bretaña mantuvo el reconocimiento de la Pragmática y ofreció
ayuda a Austria, aunque sin querer comprometerse en el continente antes de finalizar
su guerra marítima con España. Pero ante el avance francés en Bohemia, se impusieron
los partidarios de la lucha contra Francia. Holanda Sajonia y Hesse se incorporaron con
ellos al bando austriaco.
Durante los siguientes dos años continuaron las operaciones, sobre todo en Italia
septentrional sin que ninguno de los bandos adquiera ningún avance significativo
aunque el bando borbónico fue perdiendo apoyos. En definitiva, en el otoño de 1743,
tras una febril actividad diplomática, Francia y España estaban aisladas, mientras los
aliados tenían ahora como objetivo arrebatar a Francia Alsacia, Lorena y posiciones en
Flandes. Esta situación, además de motivar la declaración de guerra de Francia a
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que se había logrado consolidar una recuperación de la presencia en Italia y que la voz
española debía ser atendida en el orden continental, lo que suponen indudables logros
del reinado frente a la situación salida de Utrecht. Todo parecía indicar que había llegado
el momento de la paz.
En 1746, con Fernando VI ya instalado en el trono de Madrid el gobierno británico
confiaba en la posibilidad de conseguir la retirada de España de la guerra e intentó llegar
a un acuerdo por separado con España. Sin embargo, los españoles no querían ni
sacrificar a los hermanastros del rey, ni comprar la paz -a pesar de desearla
ardientemente- al precio de abrir aún más el comercio colonial y peninsular a los
ingleses. Las conversaciones hispano-británicas fracasaron a causa de los desacuerdos
sobre Gibraltar, sobre las condiciones del establecimiento de don Felipe en Italia y sobre
el asiento de negros. Newcastle había calculado mal las aspiraciones y el respeto del
gobierno español a sus compromisos.
La apertura en diciembre de 1747 de un congreso general en Aquisgrán para negociar la
paz se debió, sobre todo, al desgaste y al cansancio de los beligerantes. Las
negociaciones se fueron llevando a cabo por partes. Francia, incumpliendo una el pacto
de Familia, trataba sucesivamente primero con Austria y posteriormente con Gran
Bretaña. Esa dinámica, además de la falta de fiabilidad, reflejaba un temor francés a
Gran Bretaña y Prusia que se saldó en unos preliminares (abril de 1748) que tuvieron
que ser aceptados –con no poca indignación- por los representantes austriacos y
españoles. El único logro español fue la asignación a don Felipe de los ducados de Parma,
Plasencia y Guastalla en un nuevo estado patrimonial que consolidaba la influencia de
los Borbones españoles frente a las casas de Austria y de Saboya, y establecía un
equilibrio menos precario en Italia. Significaba también el techo de los logros españoles
en su política italiana. Se habría de inaugurar una nueva fase en la política exterior
española en la que al revisionismo era sustituido por el principio de que la prioridad de
la política exterior española se debía situar en aguas atlánticas.
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las prioridades políticas, que presentó por escrito a Fernando VI. Partiendo de la paz
como máxima aspiración, proponía dos líneas de actuación: reforzar la posición militar
e internacional española para reclamar Gibraltar y Menorca, y conservar la amistad con
Francia. Aun consciente de que trataría de utilizar a España, la consideraba
imprescindible como contrapeso de la amenaza británica. Para lograrlo, Ensenada
trabajó en la reorganización de la Hacienda, para mantener una marina y un ejército
poderosos, como protección de las colonias y su comercio del peligro representado por
Gran Bretaña. Así, dentro de la tendencia pacifista del reinado, Ensenada era proclive a
un entendimiento con Francia y se le achacaba una clara hostilidad hacia Gran Bretaña,
a quien siempre inquietó la política de Ensenada, sobre todo la de rearme naval. Por
ello, la diplomacia británica buscaría su caída, que logró en 1754.
El único nombramiento ministerial anterior a la crisis de 1754 fue el de José de Carvajal
y Lancaster en la Secretaria de Estado, principal responsable de las relaciones exteriores
y la otra personalidad clave del periodo. Carvajal coincidía con Ensenada en la política
de reformas, aunque en política exterior representa una línea opuesta. Propugnaba un
equilibrio europeo basado en una alianza duradera de España con Portugal y Gran
Bretaña, cuyas aspiraciones coloniales no consideraba contrapuestas a las españolas,
sino complementarias. Para él, Gran Bretaña resultaba peor enemigo que Francia. Dado
que ambas políticas quedaban compensadas, parecía como si Femando VI hubiese
buscado la garantía de la no beligerancia. Al menos en la práctica, la diferente tendencia
de los dos ministros proporcionó a la corona los contrapesos que le permitieron
mantener un decidido pacifismo.
Para que fuera posible la política de independencia exterior y de neutralidad se
requerían recursos militares. A este respecto, Ensenada proyectó la creación de una
considerable fuerza terrestre y naval. Bajo su administración se reorganizó el arsenal de
la Carraca en Cádiz y se crearon los de El Ferro! y Cartagena. Como era previsible, el
programa de construcciones navales despertó las suspicacias británicas, a pesar de que
las precariedades económicas hicieron que el éxito fuera sólo parcial. Por tanto, se
trataba de una neutralidad armada, que no dependió de la simple pugna de pareceres
entre los dos ministros ni consistió solamente en esquivar las presiones de Francia y de
Gran Bretaña.
A partir de 1748, tras la paz de Aquisgrán, España pudo enfocar sus relaciones exteriores
en función de los intereses del estado. Dichos intereses pasaban por una buena
administración de las colonias y del comercio con ellas, lo que, a su vez, necesitaba
ineludiblemente de la paz, en especial en el mar. Unos intereses y unas necesidades que,
además, encajaban perfectamente con el pacifismo preconizado desde el trono. Aunque
la neutralidad pretendida desde Aquisgrán hasta el fin del reinado de Fernando VI no
significaba el aislamiento internacional. París y Londres se esforzaban por atraer a
España, ya que contar a su favor con la capacidad política, militar y estratégica de
España, sin serles esencial, les resultaba muy deseable. Así, gozó de una presencia
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debilitada desde que filtrara a Carlos de Nápoles el tratado con Portugal al que se
oponía. La trama contra el marqués hacía tiempo que estaba en marcha. Su organizador,
el embajador Keene contaba ahora en la corte con Wall, además de otros
colaboradores. Keene venía preparando la maniobra final que la desaparición de
Carvajal hacía perentoria. Ensenada, decidido a contrarrestar el creciente influjo
británico, encargó al embajador en París, sin conocimiento del rey y del resto del
gobierno, que negociase una nueva alianza con Francia. El espionaje británico
proporcionó al embajador Keene y a Ricardo Wall pruebas de la iniciativa, que fue
considerada en la corte como una iniciativa bélica a espaldas de los reyes. El 20 de julio
de 1754 Ensenada fue arrestado y desterrado a Granada. Lo mismo se hizo con sus
partidarios. Incluso, en el creciente enfrentamiento entre la corona y la Compañía de
Jesús, se consideraba a Ensenada vinculado a los jesuitas y, por tanto, también habría
sido víctima de esta tensión. Posteriormente, en 1756, el embajador Keene logró
completar el éxito de su gestión con la expulsión de la corte del confesor del rey,
Francisco Rávago.
Sin embargo, la política de neutralidad española era tan sólida que estos hechos no
acabaron con ella, a pesar de las presiones de Gran Bretaña y Francia. Así pudo
comprobarse en años siguientes, durante los cuales las relaciones internacionales
europeas conocerán una imprevista inversión de alianzas. Tras la paz de Aquisgrán, las
grandes potencias europeas quedaron divididas en dos campos: a Francia y Prusia se
oponían Gran Bretaña y Austria. En este marco, la hostilidad entre franceses y británicos
por motivos coloniales no hacía más que incrementarse, así como la austro-prusiana en
la lucha por la hegemonía alemana. En todas las cancillerías europeas se contaba con
que pronto el antagonismo franco-británico daría lugar a una guerra.
La diplomacia austríaca perseguía reconquistar Silesia y reducir a Prusia a potencia de
segundo orden. Desde 1750 tentaba a Francia con ofertas de apoyo frente a Gran
Bretaña y con cesiones territoriales en los Países Bajos. Paralelamente, Gran Bretaña
buscaba una potencia que, en la previsible guerra, garantizara el estado de Hannover y
fuera capaz de enfrentarse a los franceses en el continente. Austria quedó pronto
descartada al conocerse sus contactos con Francia. Federico II seguía oficialmente aliado
a Luis XV, pero, al verse aislado en un momento en el que sospechaba la intención
austríaca, y confiando poco en la alianza francesa, ofreció a Londres un pacto defensivo
para el caso de conflicto armado. El resultado fue el tratado de Westminster (1756),
pocos días después de que Francia declarara la guerra. El gobierno francés,
considerándose engañado por Federico II, firmó con Austria ese mismo año el primer
tratado de Versalles. Al mismo tiempo, como reacción a la alianza anglo-prusiana, Viena
obtuvo la alianza de Rusia. Por tanto, la denominada inversión de alianzas no fue
provocada por iniciativa de una única potencia, sino que fue el resultado de una serie
de iniciativas paralelas.
Mientras tanto, en América del Norte, los colonos franceses y británicos habían ido
enfrentándose desde 1749, lo que desembocaría con la invasión de Acadia por los
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HISTORIA DE ESPAÑA II
colonos británicos en 1755. La flota británica se sumó a los corsarios para apresar
cuantas embarcaciones francesas encontraban en el Atlántico, incluidas las que
pescaban en de Terranova. Era el principio de la guerra, que iba a durar siete años y que,
iniciada en las colonias, Francia declaró oficialmente a Gran Bretaña el 1O de enero de
1756, mientras Austria y Prusia ultimaban su preparación para la guerra en Europa. En
mayo de 1756, una flota francesa logró apoderarse por sorpresa de Menorca, lo que
aseguraba a Francia una posición diplomática más sólida, reforzada por la declaración
holandesa de neutralidad.
En Alemania, Federico II, seguro de su superioridad militar, tomó la iniciativa. El 2 de
agosto de 1756 dirigió un ultimátum a Viena exigiendo la confirmación de su renuncia a
Silesia. Ante la previsible negativa de María Teresa, atacó Sajonia, estado aliado de
Austria, sin declarar la guerra. Sin embargo, los sajones resistieron en Pima hasta
octubre y lo único que consiguió Federico fue acelerar la formación de la coalición
contraria. En efecto, Viena supo aprovechar la agresión para atraer aún más a Francia,
con compensaciones en los Países Bajos y un auténtico reparto de Prusia entre los
restantes estados alemanes. En esta alianza fueron entrando sucesivamente los
príncipes alemanes. Rusia se unió en febrero de 1757, y Suecia, cuyo objetivo era
recuperar Pomerania, lo hizo en marzo. Austria había conseguido unir a los principales
estados continentales contra Prusia, dejándola rodeada. La situación de Federico II era
muy difícil. La desproporción de fuerzas al iniciarse la guerra permitía pronosticar una
rápida victoria de la coalición. Sin embargo, Gran Bretaña entró también en la guerra
continental cuya generalización se había hecho Inevitable. Únicamente España, muy
solicitada, permanecía al margen del conflicto. Tras el ataque a Sajonia, Federico II no
consiguió sostener sus posiciones en Bohemia. Aun así, Federico II logró rehacerse en el
terreno militar gracias a su genio y a los errores de sus adversarios. En 1757, en las
batallas de Rossbach y Lethuen logró invertir la situación. En el mar, la guerra también
se volvió contra la coalición. La marina británica, sin rival, atacaba puertos franceses y
realizó un desembarco en Normandía. La flota francesa del Mediterráneo fue derrotada
frente a Lagos, en la costa sur de Portugal; la del Atlántico a la altura de Belle-Isle, ya en
1759. Lo mismo ocurría en ultramar.
Más al sur, a pesar de la neutralidad española, el litoral centroamericano y el comercio
colonial español también eran acosados por los corsarios británicos. A medida que Gran
Bretaña obtenía mayor ventaja sobre Francia en la lucha colonial, sus agresiones se
hacían más peligrosas y la neutralidad más difícil de mantener. Sin embargo, el gobierno
español persistía en rechazar tanto las ofertas como las presiones de los contendientes.
En realidad, en la corte española toda decisión fue aplazada hasta el final del reinado,
cuya proximidad era evidente. En efecto, Fernando VI falleció el 10 de agosto de 1759,
durante un ataque de epilepsia, tras casi un año de agonía. En Madrid se esperaba con
ansia al sucesor.
7. Carlos III. Fin de la neutralidad y redefinición de la política exterior
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Carlos III accedió en el trono español tras 25 años de experiencia de reinado en Nápoles.
Destinado a suceder a Fernando VI, siguió atentamente la política interior y exterior
española desde Italia. Tras los cuatro meses de regencia de su madre, durante los cuales
ordenó aplazar cualquier decisión importante, entró en Madrid el 9 de diciembre de
1759. Sus primeras decisiones demostraron su deseo de continuidad. Fueron
confirmados todos los ministros a excepción de Valparaíso, sustituido en Hacienda por
Esquilache. En política exterior también se dio continuidad a la neutralidad que se
entendía conveniente, sobre todo en relación con América y su comercio, en un
momento en el que España no se encontraba preparada para defender con eficacia su
imperio. Sin embargo, el desarrollo de los acontecimientos a corto y largo plazo hizo
imposible mantener esas políticas y acabó participando tanto en la guerra de los Siete
años como en la de independencia de las Trece colonias de América del Norte. El hecho
de que se tomaran algunas decisiones forzadas no desdice el que la política exterior
desarrollada a lo largo del reinado muestre una coherencia general a través de la que
pueden apreciarse una racionalidad y una dirección inteligibles, especialmente desde
que estuvo bajo la dirección de Floridablanca (1777).
Un planteamiento clásico sostiene que, al iniciarse del reinado, la situación internacional
estaba determinada por tres coordenadas principales. En primer lugar, la
descomposición a favor de Gran Bretaña del «equilibrio americano»; en segundo, la
tensión interna en los estados alemanes, suscitada por el expansionismo militar
prusiano en rivalidad con Austria, y, en tercer lugar, la decadencia acelerada del Imperio
otomano planteaba la posibilidad de nuevas rivalidades motivadas por el desequilibrio
generado. En esas coordenadas, la situación geográfica de España obligaba a atender
simultáneamente el Mediterráneo y el Atlántico, pero resultaba necesario también
atender a los acontecimientos centroeuropeos. En el Mediterráneo, además de la
recuperación de Gibraltar y Menorca, su objetivo se centrará en mantener el statu quo
en Italia. El costoso equilibrio logrado con el Imperio se completaría con la armonía con
Turín, Venecia y Génova, alumbrando un periodo de paz que se mantendría durante el
reinado. Pero además el interés español fue abriéndose a la comunicación con el mundo
islámico, guiándose por la posibilidad de abrir nuevos mercados para la economía
española.
Pero la principal directriz de las relaciones internacionales durante la segunda mitad del
XVIII fue la seguridad de América. La presión británica ante la recuperación de la
potencia marítima española y la necesidad de conservar y defender todos los territorios
y sus recursos obligaban al gobierno de Carlos III a dedicarle una atención preferente.
España, como potencia colonial, no podía quedar al margen del constante
enfrentamiento entre Francia y Gran Bretaña en América y otros territorios colonizados.
Haber optado por la alianza con Gran Bretaña quizá habría supuesto una garantía
comercial, pero a cambio de ceder en el control de los mercados americanos; haber
optado por el enfrentamiento abierto y sin aliados hubiera precipitado los peligros, más
que frenado el expansionismo inglés. Así, aunque la estrategia que se intentó fue la de
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Ante la actitud desafiante con que el gobierno británico acogía las reclamaciones
españolas, se explica la aproximación a Francia y las negociaciones de una alianza.
Madrid no tuvo otra salida que buscar el acuerdo como respuesta a la agresividad
británica y en busca del mantenimiento del equilibrio en el espacio atlántico-americano,
cuya ruptura hacía temer incluso por la integridad de Nueva España. El marqués de
Grimaldi fue enviado a Versalles para tratar con el secretario de estado Choiseul. Llevaba
un proyecto de alianza redactado por el propio Ricardo Wall y la indicación expresa de
no comprometer a España en la guerra. Abierta la negociación en marzo de 1761, se
propuso inicialmente posponer el acuerdo hasta el momento de la paz, que ya
negociaban Francia y Gran Bretaña. En realidad, más que en pos de la paz, Choiseul
negociaba con Londres para obligar a España a intervenir por temor a verse perjudicada
por un acuerdo sin su presencia; y paralelamente, trataba de lograr la alianza con España
para usarla como arma en la negociación con Gran Bretaña. Choiseul tenía preparado
un proyecto de alianza defensiva y ofensiva con España que incluía un tratado de
comercio. En el contraproyecto, Ricardo Wall rechazaba la inclusión del acuerdo
comercial que, en los términos propuestos, no significaba más que sustituir la injerencia
británica por la francesa; insistía, en cambio, en la alianza marítima y solicitaba, como
condición mínima, la recuperación de Menorca. En definitiva, triunfó la idea francesa de
desdoblar la alianza española en un pacto para después de la paz y una convención para
la «situación presente».
Así, el 15 de agosto de 1761 se firmaron el tercer pacto de Familia y la convención. Ésta
fue la primera vez que se empleó el término «pacto de Familia» para definir un tratado
franco español. Pero fue cuando más lejos se estuvo de una unión dinástica o familiar.
El pacto obedecía, sobre todo, a la necesidad de defensa común frente al expansionismo
británico, es decir, a una estrategia a largo plazo. También lo confirma el que, a pesar
de los esfuerzos de Carlos III, ni el reino de Nápoles, ni el ducado de Parma se adhirieron
a él. La convención, a la que se dio carácter secreto, contenía el compromiso español de
participar activamente en la guerra si para el 1 de mayo de 1762 Gran Bretaña no
hubiese aceptado las condiciones de paz que Francia le ofrecía. Ambos reyes se
comprometían a intentar que Portugal se sumara a la alianza, o, al menos, que
mantuviera la neutralidad durante el conflicto, de forma que la marina británica no
pudiera utilizar los puertos lusos. Finalmente, se acordaba un bloqueo conjunto al
comercio inglés.
La firma del tercer pacto de Familia despertó las sospechas británicas, que,
fundamentalmente, temían que se escondiera un acuerdo secreto para la entrada de
España en la guerra. Pitt, buen conocedor de la verdadera correlación de fuerzas en el
frente atlántico, quiso declarar rápidamente la guerra para anticiparse a los preparativos
militares españoles. Así estaba ocurriendo: los astilleros españoles trabajaban a plena
producción, mientras las principales plazas americanas eran artilladas y fortificadas.
Aunque los miembros moderados con el propio rey Jorge III se impusieron a Pitt, lo que
provocó su dimisión. El privy council, controlado por Newcastle, trató de reanudar las
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HISTORIA DE ESPAÑA II
conversaciones con España. Sin embargo, la exigencia previa de información sobre los
acuerdos hispano-franceses hizo que se llegara a la ruptura definitiva: el 2 de enero de
1762, el conde de Egremont, sucesor de Pitt en la Secretaría de Guerra, remitió la
declaración de guerra a España.
De esta forma, la convención arrastró a España a una guerra en la que se unía al lado
perdedor y, además, en el momento menos oportuno ya que, tras las victorias de 1759,
la contienda en América estaba sentenciada a favor de los británicos. Al mismo tiempo,
y a pesar de la severa derrota sufrida en agosto de 1759 por Federico II en Kunersdorf,
la guerra en Europa demostraba la incapacidad de la coalición antiprusiana para hacer
realidad su teórica superioridad. Sin embargo, la decisión española fue calculada,
largamente meditada y en absoluto caprichosa en una coyuntura muy delicada. Es
evidente que el gobierno español se vio obligado por las circunstancias y que, más que
a la propia guerra, miraba hacia su desenlace y la reconstrucción posterior del equilibrio
atlántico de forma que no quedara amenazada la propia existencia del Imperio español.
Las operaciones militares fueron muy desfavorables. Los planes conjuntos -asalto a
Jamaica y Belice, invasión de Portugal y bloqueo comercial contra Inglaterra- apenas
pudieron ser llevados a la práctica. Es más, los británicos se anticiparon tomando la
Martinica, La Habana y Manila en 1762. Portugal, el eterno aliado británico, se resistió
a aceptar las condiciones. A principios de mayo las tropas españolas cruzaron la frontera,
pero los rumores de que se estaba negociando la paz hicieron detener la campaña que,
en definitiva, resultó inoperante. Por otra parte, el gobierno español ordenó al
gobernador de Buenos Aires que tomase la Colonia del Sacramento. En 1762 capituló la
guarnición portuguesa y un intento inmediato luso-británico de recuperar la colonia
fracasó, en el único éxito español durante la guerra.
El bloqueo comercial trataba de colapsar la financiación británica de la guerra
impidiendo su comercio con Francia, España, Nápoles, Sicilia, Holanda y Portugal. Pero
comenzó a fracasar por la resistencia de los propios comerciantes irlandeses –y aun
españoles- establecidos en Cádiz, por la neutralidad napolitana y por la negativa a
sumarse de los holandeses. Por el contrario, fue el comercio colonial hispano el que
quedó drásticamente bloqueado.
Los avances de Prusia en Alemania, así como el agotamiento militar y financiero de los
contendientes, aceleró la búsqueda de la paz general. Los acuerdos conocidos como paz
de París y de Hubertusburg (1763) pusieron, respectivamente, fin a la guerra de los Siete
años en las colonias y en la Europa central. Según la paz de París, del imperio colonial
francés sólo quedaban un puñado de islas y cinco factorías en la India. España también
sufrió las consecuencias de la derrota. Gran Bretaña retuvo Gibraltar -además de
recuperar Menorca- y conservó el monopolio de la pesca en Terranova, libertad para la
corta del palo campeche en Honduras y el derecho a que los tribunales ingleses juzgaran
los apresamientos de sus corsarios. Para recuperar La Habana y Manila, España tuvo que
evacuar Portugal y devolver la colonia del Sacramento, entregar Florida a Gran Bretaña
y conceder a los ingleses el derecho a la navegación por el Mississippi. De Francia,
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HISTORIA DE ESPAÑA II
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HISTORIA DE ESPAÑA II
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HISTORIA DE ESPAÑA II
a que Menorca, Gibraltar, Florida y Belice fueran devueltas a España, parecía dispuesta
a pagar el precio de la intervención española. Puede decirse que Floridablanca había
conseguido ligar el esfuerzo francés a los objetivos españoles y, significativamente, la
independencia norteamericana sólo era mencionada como factor para debilitar a Gran
Bretaña y como ocasión para lograr los objetivos acordados en la convención.
Ya no había más opción que declarar a Gran Bretaña una guerra en la que se entraba en
el momento más favorable. Tanto como para que entre los objetivos militares se
incluyera la posibilidad de invadir Gran Bretaña que, aunque inviable, sirvió para retener
parte de la marina británica en tomo a sus islas. Desde julio de 1779, tropas españolas y
francesas intentaron conquistar Gibraltar. Tras el enésimo fracaso en el peñón, Menorca
pasó a ser ahora el objetivo prioritario. Una expedición española partió de Cádiz a finales
de julio de 1781, a la que se sumaron tropas francesas y, el 4 de febrero de 1782, el
general James Murray se rindió con su guarnición. Una vez lograda la conquista de
Menorca, volvió a intentarse la de Gibraltar, saldada con un nuevo fracaso.
Paralelamente, tropas españolas luchaban en América. El gobernador de Luisiana,
Bernardo Gálvez, anticipándose al plan británico para conquistar Nueva Orleans y San
Luis, remontó el Mississippi y se apoderó de todos los fuertes británicos de su orilla
izquierda, cerró alianzas con la población indígena y regresó a Nueva Orleans. Desde allí
inició una segunda operación con la que conquistó Mobile y, en mayo de 1781,
Pensacola. Un año después, el general Cagigal se apoderaba de la isla bahameña de
Nueva Providencia, acelerando el éxito norteamericano. Yorktown (1781) supuso la
victoria decisiva. Aunque los británicos continuaban la guerra marítima en las Antillas y
en el Índico, ya era patente que no reconquistarían sus antiguas trece colonias.
La caída de Yorktown había provocado la dimisión del gobierno de lord North y su
sustitución en marzo de 1782 por un gabinete whig muy dispuesto a negociar la paz. Las
conversaciones en busca de la paz comenzaron en abril de 1782 entre Gran Bretaña,
Francia, España y los representantes norteamericanos John Adams, Benjamin Franklin y
John Jay, en Versalles. El gobierno británico centró todo su esfuerzo en separar la
negociación con los «insurrectos» de las restantes. Los representantes norteamericanos
no tardaron en lograr la firma de unos preliminares. El 30 de noviembre de 1782, Gran
Bretaña reconocía oficialmente la independencia de los Estados Unidos de
Norteamérica. También fue fijada la frontera de norte a sur, en el río Santa Cruz, los
Grandes Lagos y el Mississippi y se acordó que los colonos legitimistas emigraran al
Canadá. Nacía así la primera nación «europea independiente fuera de Europa», que
llegaba acompañada de una revolución, tanto como movimiento de sublevación de
territorios coloniales como por adoptar un régimen republicano fundado en las
libertades individuales y los derechos naturales del ciudadano, la soberanía popular y la
división de poderes.
El tratado de Versallles (1783) recoge el acuerdo angloamericano, confirmando los
preliminares de noviembre de 1782; el angloholandés, por el que se restablecía la
situación colonial en Extremo oriente a excepción del desalojo holandés de su última
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HISTORIA DE ESPAÑA II
factoría en la India; el anglofrancés, por el que Francia, entre otras cosas, recobraba
Tobago, Santa Lucía, sus establecimientos en Senegal, sus factorías en la India y el
derecho de pesca en Terranova, y, por último, el angloespañol. En Versalles, tras una
guerra en la que las armas españolas alternaron los éxitos con los fracasos, España
recuperó Menorca, Florida y distintas posesiones del golfo de México, acabando con las
intromisiones británicas en Honduras, aunque se devolvía Bahamas y el ansiado rescate
de Gibraltar resultó inalcanzable. Pero los territorios españoles en América alcanzaron
ahora su máxima extensión. Todo un éxito de no ser por los elevados costes comerciales
-interrupción drástica del comercio colonial hispano desde 1779 a 1783- y financieros
de la guerra -primera emisión de vales reales-, que agravarían aún más el delicado
estado de la hacienda, y que dejaron una herencia muy pesada al reinado siguiente.
En lo relativo a los frentes secundarios, tras el fracaso del tratado de Límites de 1750
con Portugal, resultaba imprescindible acabar con la persistente confrontación en la
región del Plata y restablecer formalmente la paz. Mediante el tratado de San Ildefonso
(1777), se solucionaba la cuestión fronteriza al recobrar España la colonia del
Sacramento, fijándose los límites en el río Uruguay, complementado con un tratado de
Amistad, Garantía y Comercio (1778). Igualmente, para reforzar las nuevas relaciones,
se recurrió a los enlaces matrimoniales. Gran Bretaña, atada por el conflicto
norteamericano, hubo de permanecer inactiva ante estos acuerdos.
Con respecto al centro y al oriente europeo, Floridablanca logró establecer relaciones
diplomáticas con Berlín en 1780. En cuanto a Rusia, se habían establecido a partir de
1761 contactos diplomáticos que en los fueron formalizados años ochenta. Convenía
algún entendimiento con el Zar a causa de la presencia rusa en Alaska que hacía temer
un posible enfrentamiento en las costas del Pacífico; de hecho, alguna pequeña fricción
llegó a producirse en California. Sin embargo, gracias a la declaración de neutralidad de
Catalina II se consiguió evitar la ruptura.
El siguiente paso, la apertura de relaciones con el mundo islámico, comenzando con
Marruecos, ocupó una atención constante, aunque secundaria, del reinado. Parecía
imprescindible superar unas relaciones anacrónicas, radicalizadas por causas religiosas,
convertidas en guerra endémica, no declarada, permanente y con serios inconvenientes
para el comercio regular. Esbozada ya en los años cincuenta, esta política trataba de
dotar de seguridad a esta área también con vistas a una posible expansión comercial. En
1765 se iniciaron los contactos informales a través de los franciscanos José Boltas y
Bartolomé Girón, oficialmente agente de Carlos III. Llegó a ofrecerse la apertura a
Marruecos de los puertos americanos. La respuesta del sultán fue la espectacular
embajada de Sidi Ahmed El Gazelh, en julio de 1766. Las conversaciones fueron lentas y
difíciles, sobre todo a causa de la aspiración marroquí de la devolución de Ceuta y
Melilla, precisamente cuando se buscaba ampliar la presencia española en las costas
africanas. Jorge Juan fue nombrado embajador en Marruecos y, con el terreno ya
preparado, logró un primer tratado de paz y comercio (1767). Este tratado debía poner
fin a los continuos incidentes ya que delimitaba con precisión los territorios en tomo a
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HISTORIA DE ESPAÑA II
las plazas de soberanía española. Además, otorgaba libertad mutua de comercio, fijados
los derechos en los puertos, y concedía a los pescadores españoles el derecho de pesca
en la desembocadura del río Nun. No acabaron las tensiones y se volvieron a producir
asedios marroquíes en Melilla (1774), y del peñón de Vélez (1775), que acabaron en
fracaso. La rebelión de Mülay Yacid, hijo del sultán, precipitó la oferta de paz a España,
cuyo gobierno preparaba en aquel momento una poderosa expedición contra
Marruecos. El empeño de Grimaldi hizo que las fuerzas aprestadas fueran finalmente
destinadas a atacar por sorpresa Argel, la más peligrosa base de la piratería berberisca.
El desembarco, en junio de 1775 acabaría en un estrepitoso fracaso.
Poco después volvieron a reanudarse las negociaciones con Marruecos hasta que, en
1779, una nueva embajada encabezada obtuvo un nuevo tratado (1780), muy ventajoso.
En plena guerra contra Gran Bretaña y durante un nuevo asedio a Gibraltar, este tratado
obligó a la marina británica a abandonar Tánger, mientras que los puertos marroquíes
podían ser utilizados sin restricciones por los españoles, protegidos por un consulado
general. Posteriormente, en junio de 1785, la embajada de Francisco Salinas, sobrino de
Floridablanca, sirvió para confirmar y ampliar las concesiones marroquíes. Con todo ello,
el reino marroquí, de enemigo tradicional se había convertido en auxiliar poderoso.
El establecimiento de relaciones con Turquía puso fin a un enfrentamiento secular. El
interés estaba en evitar la desaparición del Imperio turco, pieza importante en el
equilibrio oriental, muy amenazado por las ambiciones de Austria y Rusia. En esto
estaban de acuerdo Francia, España y Gran Bretaña. A pesar de numerosos obstáculos,
en 1782 se firmó un tratado de paz y comercio entre España y Turquía, que incluía la
representación consular, acceso a los Santos Lugares y promesa de buenos oficios en las
negociaciones con las tres regencias norteafricanas, que completarían la acción
diplomática española en aquel área. Floridablanca había logrado un acercamiento a los
países islámicos y, con ello, una sensible mejora de la posición de los intereses españoles
en el Mediterráneo.
En conjunto, Floridablanca había conseguido, a pesar de algunos fracasos, un sistema
de relaciones exteriores capaz de sostener la posición española en un primer plano
internacional. Sin embargo, en los últimos años del reinado de Carlos III, el realismo de
Floridablanca le llevó a una calculada inhibición en el exterior, motivada sobre todo por
la grave e irreversible crisis de la Hacienda.
Carlos III murió el 14 de diciembre da 1788. Legaba un reino fortalecido en su política
exterior y en vías de resurgimiento interior. Se había desarrollado una estrategia política
clara, con una fácil continuidad, ya que Carlos IV heredó también los ministros de su
padre. Pocos podían anticipar en diciembre de 1788 que incluso el sistema de equilibrio
mantenido a lo largo de todo el siglo XVIII iría a saltar en pedazos ante el empuje
revolucionario francés.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Tema VI:
Dinastía e Iglesia nacional5.
Es en el siglo XVIII cuando cristaliza en España el ideal de una Iglesia nacional inspirada
en el galicanismo. No obstante, cabe tener en cuenta dos elementos intrínsecos a la
tradición hispana: por un lado, la memoria de la Iglesia visigótica, que habría de actuar
como justificación histórica, y, por otro, que ya en el siglo XVII se había asistido a
distintas desavenencias con Roma que habían sido la consecuencia directa de algunas
actuaciones que marcarán la posterior concepción eclesiástica nacional.
En este sentido resulta claro que fue con los novatores con quienes surgió una actitud
apologética hacia el pasado cultural y eclesiástico hispano. La Bibliotheca Hispana (1672-
1696) de Nicolás Antonio es un buen ejemplo de ello: bajo el calificativo de Hispana se
incluyen en ella escritores latinos, padres de la Iglesia visigoda, judíos y musulmanes de
la Edad Media o humanistas y teólogos de Trento como síntoma de unidad política,
cultural y eclesiástica. Desde el punto de vista estrictamente eclesiástico la Collectio
maxima conciliorum Hispaniae et Novi Orbis (1693-1694) del cardenal Sáenz de Aguirre
va también en esa línea: se incluyen en ella los concilios españoles, especialmente de
los visigodos reunidos en Toledo, siendo un referente obligado para los reformistas
hispanos y para los regalistas teóricos y prácticos.
Pero, en todo caso, ya a finales del siglo XVII es visible el influjo galicano en España. Si el
regalismo hispano había surgido con las quejas de las Cortes contra el centralismo y los
abusos de la curia romana; el galicanismo tendrá mayores dosis de exigencias
eclesiástico-episcopales. La idea de que eclesiásticos y laicos conformaban la sociedad y
que los obispos gozaban de una mayor potestad en sus diócesis que lo que Roma
suponía, es fácil de observar en los regalistas hispanos de esa época.
De esta forma, la influencia galicana irá aumentando a lo largo del siglo XVIII tanto
debido a las circunstancias políticas como a distintas lecturas de los intelectuales. En
1709 se produce una primera ruptura de relaciones diplomáticas que dará alas a la idea
de una Iglesia nacional y a la exaltación del monarca. Las sucesivas divergencias son
conocidas: nueva ruptura en 1736 con motivo del acceso del príncipe Carlos de Borbón
al reino de Nápoles. Y como tampoco fue bien resuelto el concordato de 1737 (al igual
que el de 1717), continuaron las polémicas entre intervinientes intelectuales y políticos,
por parte española, y curiales, por Roma, hasta el concordato de 1753. Nuevas
divergencias hay con la implantación del exequatur regio en 1762 con motivo de la
prohibición inquisitorial del Catecismo de Mesènguy, o la polémica sobre el Monitorio
5La mayor parte de los contenidos de este tema procede, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo (ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial
Pons, 2001, pp. 549-568.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
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HISTORIA DE ESPAÑA II
sabias y justas, convocar una junta de eclesiásticos y ministros en pro del bien común y,
sobre todo, convocar un concilio nacional a imagen de los de Toledo.
La Iglesia visigoda se convierte, pues, en modelo a seguir. Lo es también para los
antirregalistas. Luis Belluga, obispo de Murcia, no dudará en señalar que la época de
mayor esplendor de los reyes coincidió con la obediencia y sumisión a Roma (Recaredo),
mientras que la segunda etapa (desde Witiza) se caracterizará por la decadencia. Así la
desobediencia se corresponderá con fracaso político: Witiza y la invasión musulmana,
Felipe II y el impuesto de millones de la Armada Invencible o Felipe V y la ruptura con
Roma y la pérdida de territorios europeos. Pese a las discrepancias con Solís, subyace en
Belluga también la idea de una Iglesia nacional durante la época visigoda.
Si Belluga es la excepción, el tono general es el de la defensa de la ortodoxia visigoda,
precisando su autonomía disciplinar respecto a Roma. El jesuita Andrés Marcos Burriel
merece atención porque gozó de conocimientos más amplios que sus coetáneos al
dirigir la Comisión de Archivos. En el fondo, su actividad demuestra el interés por
conseguir un mejor conocimiento de la historia eclesiástica que permita, mediante la
identificación de documentos, una justificación del Patronato Universal y, en
consecuencia, una Iglesia nacional. Burriel conocía la Collectio de Aguirre, pero era
consciente de sus limitaciones y de la necesidad de ampliar las investigaciones; algo que
era compartido en el campo de la política. Campomanes visitó el archivo de El Escorial a
mediados de siglo y no cabe duda de que todos estos aprendizajes influirían en las
exigencias para con Roma.
El concordato de 1753 es el mejor receptáculo de la experiencia reseñada. En él se
garantizó el control del monarca no sólo en el nombramiento de los obispos sino
también en casi toda la masa beneficial de la iglesia hispana. El concordato, en
consecuencia, aumentó el poder del rey, en consonancia también con las nuevas
corrientes ideológicas europeas. En este sentido, además de Bossuet y Van Espen,
aparecen dos autores que inciden en la mentalidad de las nuevas generaciones:
Febronio y Pereira.
La idea de Iglesia nacional explica la unidad de los planteamientos regalistas. El
episcopalismo iure divino permite concebir medios unificadores que veían en el obispo
el derecho de convocar concilios y su potestad para controlar a los religiosos sin recurrir
a Roma; si bien conviene precisar que hubo obispos que defendiendo la jurisdicción
episcopal rechazaban la intromisión de la autoridad política. De ahí que pueda decirse
que la postura favorable a la convocatoria de concilios por parte de los obispos no
siempre fue bien vista por los ministros, como tampoco lo era por parte de Roma, que
temía un excesivo poder episcopal. Así puede entenderse con facilidad la posición del
gobierno: sólo permitió la celebración de concilios en Tarragona, siguiendo una tradición
secular, pero no autorizó a que se publicasen actas. Hubo también concilios en el mundo
ultramarino, por ejemplo, en Manila y en México, donde sí se publicaron actas, en todo
caso.
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HISTORIA DE ESPAÑA II
Por ello, puede decirse que el episcopalismo propiciado por los políticos era
fundamentalmente un instrumento para el control de la Iglesia hispana y un arma en las
polémicas con la curia. Eso explicaría que el gobierno no pactara con Roma en asuntos
económicos o disciplinares a nivel nacional, antes que enfrentarse con los obispos
reunidos en concilio.
Ahora bien, no hay duda de que la Iglesia visigoda episcopalista-conciliarista era
considerada por los regalistas (Mayans o Campomanes) como el punto de origen del
Patronato Regio sobre la Iglesia española. La continuidad durante la llamada
“Reconquista” demostraba la legitimidad de la actitud de los Borbones en el siglo XVIII.
Para el monarca y sus ministros, no obstante, los hechos históricos del pasado
constituían solamente un argumento para llevar a cabo un proyecto de Iglesia Nacional
y, en ese sentido, la actividad gubernamental se centró en una serie de objetivos
concretos. El primer medio de control de la Iglesia era la elección de obispos. Los Reyes
Católicos iniciaron la lucha por el control del nombramiento de los obispos, que
consiguieron por la gracia del Patronato Real en Granda y del Vicariato Apostólico en
América. En las polémicas del XVIII fue considerada una regalía del monarca y todos
acudían para justificarla al Concilio XII de Toledo. Y, dado que el Concilio Ecuménico de
Nicea establecía que la elección fuera hecha por el clero y el pueblo, los regalistas
entendían que el monarca representaba al pueblo.
La regalía quedó consolidada en el Concordato de 1753, ampliada con el control de la
práctica totalidad de la masa beneficial de la península Ibérica y América. Desde esta
perspectiva, resultan clarificadoras las utilidades que auguraba Mayans a ese
concordato: la primera, la buena elección de los ministros eclesiásticos; la segunda, la
reforma del estado eclesiástico seglar y regular; la tercera, el alivio de la Monarquía.
Todo, pues, iba encaminado al control de la Iglesia.
Punto esencial en ese control fue eliminar la expulsión de los jesuitas. Se trató de una
prueba de fuerza contra la orden que manifestaba, por sus constituciones, mayor
obediencia a la Santa Sede. Pero en realidad se trataba también de un mensaje para
todas las congregaciones toda vez que el obispo, iure divino, tenía jurisdicción directa
sobre regulares y seculares, siendo, según los regalistas, una de las razones de la
decadencia de monjes y frailes su sujeción a Roma. No se puede negar, pues, que en
este campo los obispos coincidiesen con los regalistas y las pretensiones del gobierno,
lo cual explica el intento de canonizar al obispo Palafoz, quien, en el siglo XVII, había
mantenido fuertes divergencias con la Compañía.
Es en este contexto en el que alcanzó resonancia en España la obra del regalista belga
Van Espen. Las referencias de Mayans a su persona son constantes y también es
perceptible en Campomanes y en la antipatía que le generaban las órdenes religiosas,
así como en sus repetidos designios para que éstas obedezcan a la autoridad episcopal.
Es sabido, en todo caso, que el tema de la autonomía de las órdenes no fue fácil; pero
el gobierno español consiguió al menos que estos conglomerados fuesen al menos
gobernados por españoles (Boxadors para los dominicos; Vázquez para los agustinos).
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eclesiástica ficticia, desmontar esa fantástica visión iba a costar muchos esfuerzos. Y,
por cierto, los gobiernos borbónicos no ayudaron en la empresa de acabar con los mitos
históricos.
Había un interés en fomentar todas las tradiciones políticas, pero, sobre todo,
eclesiásticas, que pudiesen favorecer la unidad. Una de esas tradiciones era el origen
apostólico de la cristiandad en Hispania. Así adquirirá especial valor la llegada de
Santiago y San Pablo, la tradición de la Virgen del Pilar, la actividad de los apóstoles… De
hecho, cuantos defendían esas tradiciones encontraron el favor y el apoyo de los
órganos de gobierno. El caso paradigmático es el del padre Flórez y su España sagrada.
Tampoco se olvide que el mismo Feijoo no dudó en afirmar que la Providencia había
agraciado a España con la predicación de dos apóstoles, los referidos Santiago y Pablo y
defendió vivamente la tradición del Pilar.
En cambio, los gobiernos persiguieron cualquier intento de atacar esas tradiciones. Juan
Ferreras, bibliotecario mayor de Felipe V, negó en sus páginas la tradición del Pilar. Pero
las protestas aragonesas y un informe del confesor Daubenton llevaron a que se
prohibiesen las páginas en que aquel ponía en duda ese mito. No menos significativa es
la peripecia de la Censura de historias fabulosas, de Nicolás Antonio y que fue editada
por Mayans en 1742. El erudito vio embargada la edición así como las galeradas de Obras
chronológicas de Mondejar y volúmenes manuscritos de su propiedad. Mayans fue
acusado por el Consejo de Castilla y por su gobernador, el cardenal Molina, de
antiespañol.
En síntesis, puede decirse que los diferentes gobiernos de la Monarquía borbónica en el
siglo XVIII pretendieron dirigir la Iglesia hispana en todos los campos: jurídico,
administrativo, cultural, apostólico y, en algunos aspectos, incluso doctrinal. El control
de los obispos fue el campo preferido de su actuación. Quizás con ese episcopalismo
creyeran que podían eliminar parte del influjo de Roma y dirigir los aspectos
eclesiásticos en beneficio propio. También en el campo de las discusiones doctrinales
conducentes a un episcopalismo a medida. El Decreto Urquijo de 1799 fue el fruto
natural de esa evolución secular. La tradición regalista hispana, con el recuerdo de la
Iglesia, servía de apoyo al interés por ejercer un mayor control de la jerarquía y de la
actividad eclesiástica. Lo que sucedía en España iba en consonancia con lo que acontecía
en Francia, Portugal o en territorios de la actual Alemania y ello explica el interés con el
que se siguieron los movimientos de oposición a la curia, desde el galicanismo a la
actitud jansenista o a las doctrinas perceptibles en el Sínodo de Pistoia o en la
Constitución Civil del Clero.
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Tema VII:
El orden cultural6
6La mayor parte de los contenidos de este tema procede, con la debida autorización, de Pablo Fernández
Albaladejo (ed.), Los Borbones. Dinastía y memoria de nación en la España del siglo XVIII, Madrid, Marcial
Pons, 2001, pp. 569-596.
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arrogaban las casas nobiliarias para ocupar puestos; de recordar a la Iglesia su obligación
de contribuir a la fiscalidad regia; de establecer reformas administrativas; de una más
justa distribución de cargos de acuerdo con talentos, méritos y utilidad en pro del bien
común. Algo que, en líneas generales, indicaría un refuerzo de la autoridad real frente a
la nobleza y al clero, dando mayor protagonismo a otros grupos sociales.
Y en cierto sentido el partido proborbónico ofrecerá un programa cultural destinado a
corregir errores y vicios de la época anterior (identificados en el rechazo al trabajo y el
asfixiante recurso a la honra). Se trata de hacer frente a lo que se entiende como miseria
y atraso cultural con respecto a su entorno. De ahí que la opción borbónica encierre para
algunos una expectativa de ruptura con el periodo anterior tanto en la vertiente socio-
política como en la intelectual.
Se abriga la esperanza de que los Borbones sustituyan a la jerarquía del honor nobiliario
por la de la formación intelectual de los individuos, y paralelamente la renovación moral
ha de consistir en estimar más el trabajo que el nombre, lo cual implica estimar y premiar
adecuadamente las actividades útiles al común de la sociedad y en cierta forma olvidar
el pasado.
En la crítica a la sociedad española bajo los Austrias entran también argumentos que se
refieren al estamento eclesiástico y su excesivo número o el poder ilimitado de la
Inquisición, tal y como denunciarán Melchor de Macanaz o José Campillo. También se
dirá que, frente a la recurrente defensa de la Cristiandad, habrán entrar en juego otros
valores seculares, y será ahí, a través de la enseñanza, como se asistirá a un relativo
proceso de ruptura en el campo cultural.
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El giro cultural.
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La venida de Carlos III a Madrid despierta expectativas halagüeñas entre los partidarios
de la modernización de España. Algunos se prometían un relanzamiento de la causa bor-
bónica en lo que tenía de innovador. Sin embargo, pronto se vieron frustradas tales
esperanzas. La ruptura con la tradición de ministros-gestores como Campillo, Patiño y
Ensenada es evidente. Car los III se rodea de juristas que defiendan sus regalías en los
pleitos que sostiene con Roma o con sus propios vasallos. En lugar de proyectistas
entusiasmados con modernizar ocupan ahora los puestos claves hombres que actúan de
acuerdo a la práctica forense. No son promotores y planificadores de cambios, sino
hombres especializados en informar y dictaminar sobre causas iniciadas por personas o
instituciones particulares.
Se puede apuntar, así que Carlos III acudió a Mayans para reformar los estudios en un
síntoma de que él, a diferencia de sus predecesores, mostraba cierta inclinación por la
corriente ecléctica y desconfiaba de la experimental y crítica inspirada en Feijoo. Existe
una afinidad intelectual, además, entre Mayans y Carlos III a través de Francisco Pérez
Bayer, personaje afín a las ideas del valenciano. Carlos III, pues, concede un decisivo
protagonismo a la corriente que había permanecido marginada de la política oficial
durante los reinados anteriores. Se sabe que Mayans no comulga con innovaciones
extranjeras pero que critica con Vives los defectos de la escolástica. En lugar de
promocionar instituciones alternativas o proyectos de nueva planta se empeña en
reformar las universidades buscando desde el primer momento un compromiso con los
escolásticos reacios a la reforma.
Los disturbios de 1766 los soluciona llamando a un militar para que restablezca el orden
a base de medidas policiales y pagando un costoso precio cultural: la expulsión de los
jesuitas y el encarcelamiento de los presuntos amigos de éstos: Ensenada, Gándara, el
marqués de Valdeflores y muchos otros. No es ninguna frivolidad afirmar que la
resolución de la crisis significó una doble represión de las Luces en España. En primer
lugar, los jesuitas, o por lo menos una parte de ellos, habían iniciado durante el reinado
de Fernando VI una profunda remodelación de los estudios. En el Colegio Imperial
habían introducido nuevos métodos y contenidos muy distintos a los de la antigua ratio
studiorum. En segundo lugar, ellos representaban una teología con puntos similares o
interpretables en sentido de la antropología moderna. Si creemos más al contempo-
ráneo Enrique Flórez que a Marcelino Menéndez y Pelayo, la doctrina de los jesuitas
inclinaba al naturalismo antropológico, a la tolerancia religiosa, así como a una cierta
concepción populista del poder real, y son estas doctrinas las que se quieren eliminar.
Ellos defendían que Adán, y con él la humanidad, gozó en el Paraíso de un estado
natural. Esto es, dispuso de un conocimiento natural de Dios, de la naturaleza y de las
normas morales. Después del pecad, o la constitución humana no se deterioró tanto
como para que se borrara esa ciencia original. Agustinos y tomistas prefieren no hablar
de un estado de naturaleza, sino de un estado de gracia y justicia original, que se perdió
con el pecado. La teología, así, sólo habla de sobre naturaleza y ésta es administrada por
el magisterio eclesiástico y el aparato sacramental.
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Gaceta y el Mercurio. Con todo, mientras el conde de Aranda ocupa la presidencia del
Consejo de Castilla, los ilustrados se sienten protegidos en el ámbito privado de sus
tertulias. Si no dan lugar a escándalos, pueden leer, opinar y satirizar sin sobresaltos.
Piénsese al respecto en Testamento político del filósofo Marcelo o en Arte de las Putas
de Nicolás Fernández de Moratín.
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los hombres y no primordialmente el universo físico. De ahí que se pueda decir que entre
las Luces y el absolutismo carolino exista una disparidad insalvable. Los políticos en
torno a Carlos III son conscientes del peligro y desautorizan a los nuevos filósofos mucho
antes de que estalle la Gran Revolución en el país vecino.
La antipatía de Floridablanca hacia los franceses tiene raíces sociales y culturales,
además de consideraciones de política internacional. El divorcio entre el gobierno y
cultura ilustrada va en aumento. Algunos opositores se articulan en torno al periódico
El Censor y otras voces afines. Pero Floridablanca se escudará tras un partido xenófobo
y tradicionalista. Ciertamente la de la tradición será la línea política que acabará
abrazando Carlos III y así la dinastía borbónica se convertirá en la defensora del espíritu
nacional frente a las influencias extranjeras. La idea de revolución que resquebraje los
cimientos del poder del soberano y la tranquilidad del reino son el estímulo para estas
posiciones.
Hacia mediados de la década de los ochenta, en los últimos años del reinado de Carlos
III, retorna incluso el espíritu contra el que se había combatido a principios de siglo. En
1786 a la hora de crear una cátedra de historia literaria en los Reales Estudios de San
Isidro, se opta por un modelo -el del padre Andrés- en el que se ponen en valor los siglos
XVI y XVII. Y algo similar se ve en el Teatro histórico-crítico de la elocuencia española,
obra de Antonio Campmany de clara finalidad apologética del pasado de los Austrias.
Juan Pablo Forner también irá en esa línea en Oración apologética. Forner aconseja
restaurar la literatura del tiempo de los Habsburgo y rechazar la superficialidad del XVIII
de los primeros Borbones.
La justificación original del cambio de dinastía sólo queda reservada para los que creen
todavía en un proceso reformador. Jovellanos, por ejemplo, en un elogio de Felipe V no
glosa tanto al rey como a las virtudes y la política del momento que vivió el primer
Borbón. Pero, en todo caso, puede decirse que la idea de restaurar el pasado austracista
ha sustituido al idilio con las Luces europeas. Sin esa evolución ideológica y sin la
identificación oficial con un populismo de formas no se entiende que surja el calificativo
de afrancesado para denominar precisamente a aquellos defensores de la misión
reformadora de los Borbones. La españolización de Carlos III, llegado de Nápoles -
recuérdese- no había consistido sólo en sustituir colaboradores extranjeros por
nacionales, sino en presentar su Monarquía en continuidad con la mentalidad de la
España de los Austrias.
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