Está en la página 1de 5

El veneno del subjetivismo

Una causa de miseria y vicio siempre está presente entre nosotros, en ciertos periodos de la
historia esto se ve fuertemente aumentado por el dominio temporal por alguna falsa filosofía.
Pensar bien no va a convertir en hombres buenos a hombres malos, pero un error teórico puede
eliminar barreras ordinarias al mal y quitar a las buenas intenciones su soporte natural.
Actualmente un error de este tipo se puede hacer presento, esto no se refiere a las filosofías del
poder de los totalitarios, sino a algo más hondo y que se extiende ampliamente, y que en efecto a
dado a estos filosofías del poder su oportunidad de oro… El subjetivismo.

El científico tiene que asumir la validez de su propia lógica, incluso para demostrar que es
subjetiva. Hay científicos modernos, me he enterado, que han eliminado las palabras verdad o
realidad de su lenguaje y que sostienen que la finalidad de su trabajo no es saber lo que tienen
ante sí, sino lograr resultados prácticos. Esto es, sin duda, un mal síntoma. Pero, en general, el
subjetivismo es un tan incómodo compañero de trabajo para la investigación, que el peligro, en
esta área, es continuamente contraatacado.

Por razón práctica entiendo nuestros juicios sobre bien y mal. Si les sorprende que incluya esto
bajo el título de razón, permítanme recordarles que su sorpresa es un resultado del subjetivismo
que estoy discutiendo. Hasta los tiempos modernos ningún pensador de primer orden dudó
alguna vez que nuestros juicios de valor fueran juicios racionales o que lo que descubrían era
objetivo. Se daba por sentado que en una tentación la pasión se oponía no a un sentimiento, sino
a una razón. Así pensó Platón, así Aristóteles, así Hooker, Butlery el doctor Johnson. La visión
moderna es muy distinta. No considera que los juicios de valor sean juicios en absoluto. Son
sentimientos, o complejos, o actitudes, producidos en una comunidad por la presión del ambiente
y sus tradiciones, variando de una comunidad a otra. Decir que algo es bueno es solamente
expresar lo que sentimos al respecto.

“Quizás”, piensa el reformador o experto educacional, “hubiera sido mejor de otro modo.
Mejoremos nuestra moralidad”. A partir de esta idea aparentemente inocente viene la
enfermedad que ciertamente acabará con nuestra especie, si es que no es destruida: la fatal
superstición de que el hombre puede crear valores, que una comunidad puede escoger su
“ideología”. Todo el mundo se indigna al escuchar a los alemanes definir la justicia como aquello
que conviene al Tercer Reich. Pero no siempre se recuerda que esa indignación es totalmente
carente de fundamento si nosotros mismos creemos que la moralidad es un sentimiento subjetivo
que puede ser cambiado a voluntad.

Todo esto es tan obvio que puede ser considerado una tautología. Pero cuán poco se comprende
esto puede ser evaluado a partir del procedimiento del reformador moral que, tras decir que
“bueno” significa “aquello que hemos sido condicionados a preferir”, sigue de buena gana
adelante preguntándose si acaso no sería “mejor” ser condicionados de otro modo. ¿Qué puede
significar aquí la palabra “mejor”?
Normalmente tiene en mente la noción de que si logra despojarse de un juicio de valor tradicional,
encontrará otra cosa más “real” o “sólida” sobre la cual basar un nuevo esquema de valores. Dirá,
por ejemplo, “debemos abandonar tabúes irracionales y basar nuestros valores en el bien de la
comunidad” - como si la máxima “debes promover el bien de la comunidad” fuera algo más que
una variante polisilábica de “trata como quieres que te traten”, que no tiene otro fundamento que
el antiguo juicio de valor que pretende estar rechazando. O intentará basar sus valores en la
biología y nos dirá que hay que actuar de un modo determinado, en aras de la preservación de la
especie. Aparentemente no anticipa la pregunta “¿por qué debe ser preservada la especie?” Da por
sentado que debe ser así, porque descansa sobre juicios de valor tradicionales. Si estuviera
comenzando, como pretende, desde una pizarra en blanco, jamás llegaría a
este principio. A veces lo intenta recurriendo al “instinto”. “Tenemos el instinto de preservar la
especie”, nos podría decir. ¿Pero lo tenemos? Y si lo tenemos, ¿quién dice que debamos obedecer
los instintos? ¿Y por qué obedecer a este instinto en particular de entre todos los instintos que
compiten con el de la preservación de la especie? El reformador sabe que algunos instintos deben
ser obedecidos y otros no, sólo porque está midiendo con una medida, y la medida, una vez más,
es la moral tradicional que cree estar superando.

Es un error intentar rechazar los valores tradicionales como algo subjetivo y sustituirlo por un
nuevo esquema de valores. Grabemos dos proposiciones en nuestras mentes.

1) La mente humana no es capaz de crear nuevos valores.


2) Cada intento por hacer esto consiste en arbitrariamente seleccionar una máxima de
moralidad tradicional, aislarla del resto y erigirla en un unum necessarium .

La moral ordinaria nos hace honrar a nuestros padres y cuidar de nuestros hijos. Tomando sólo el
segundo precepto construyes una ética futurista en que las exigencias de la “posteridad” son el
único criterio. También nos ordena mantener nuestras promesas y dar de comer a los pobres.
Tomando sólo el segundo precepto obtienes una ética comunista en que la “producción” y
distribución de los productos al pueblo son el único criterio. La moral ordinaria nos dice, ceteris
paribus, que amemos a nuestros parientes y conciudadanos más que a los extraños. Aislando este
precepto puedes obtener o una ética aristocrática con las exigencias de clase como único criterio,
o bien una ética racista en que sólo se reconoce los derechos de sangre. Estos sistemas son luego
usados como un fundamento desde el cual lanzar un ataque a la ética tradicional; pero
absurdamente, ya que es sólo de la moral tradicional de donde sacan la apariencia de validez que
poseen. Si la reverencia a los padres o las promesas sólo son un subproducto subjetivo de la
naturaleza física, así lo será también la reverencia por la raza o por la posteridad. El tronco al que
el reformador quiere dar con el hacha es el mismo que sostiene la rama que él quiere conservar.

Toda idea de una moralidad “nueva” o “científica” o “moderna” debe por lo tanto ser desechada
como una mera confusión. Sólo tenemos dos alternativas. O las máximas de la moralidad
tradicional son aceptadas como axiomas de la razón práctica que ni admiten ni requieren
argumentos para defenderlos, y no “ver” cuál pretendidamente ha perdido status humano; o bien
no hay valores en absoluto, y lo que tomamos por valores no eran más que “proyecciones” de
emociones irracionales. Es perfectamente inútil, tras haber rechazado la moral tradicional con la
pregunta, “¿por qué habríamos de obedecerla?”, intentar la reintroducción de un valor más
adelante en nuestra filosofía. Cualquier valor que introduzcamos podrá ser rechazado del mismo
modo.

Contra lo que he dicho la mente moderna tiene dos líneas de defensa. La primera es sostener que
la moral tradicional es diferente dependiendo de época y lugar. La segunda es sostener que
atarnos a un código moral inmutable es detener todo progreso y es conformidad con el
estancamiento. Ambas son insanas.

Si el agua está estancada por largo tiempo, apesta. Inferir a partir de ahí que todo lo que
permanece inmóvil debe ser de algún modo impuro, es caer víctima de la metáfora. El espacio no
apesta por haber preservado las tres dimensiones desde el comienzo. El amor no se ve
deshonrado por la constancia, y cuando nos lavamos las manos buscamos estancamiento,
‘retrocediendo el reloj', artificialmente restaurando nuestras manos al status quo en el cual
comenzaron el día y resistiendo la tendencia natural de los eventos, que aumentaría su suciedad
desde el día de nuestro nacimiento hasta nuestra muerte. Reemplacemos el término emotivo
‘estancamiento' por el descriptivo ‘permanencia'. ¿Un criterio moral permanente impide el
progreso? Por el contrario, si no es bajo la suposición de un criterio inmutable, el progreso es
imposible. Si el bien es un punto fijo, al menos es posible que nos acerquemos más y más a él;
pero si el término es tan móvil como el tren, ¿cómo puede el tren avanzar hacia él? Nuestras ideas
sobre el bien pueden cambiar, pero no cambian para bien ni para mal si no hay un bien absoluto e
inmutable al cual se puedan aproximar o del cual se puedan alejar.

Los dos grandes métodos para oscurecer este acuerdo son los siguientes: primero, puedes
concentrarte en aquellas divergencias sobre moral sexual que los más serios moralistas consideran
pertenecientes a la ley positiva más que a la natural, pero que despiertan fuertes emociones. Las
diferencias en torno a la definición del incesto o entre poligamia y monogamia caen bajo este
apartado. El segundo método es tratar como diferencias en juicios de valor lo que en realidad son
diferencias sobre creencia en hechos. De este modo los sacrificios humanos, o la persecución a las
brujas, son ejemplos permanentemente citados como prueba de diferencias radicales en la
moralidad. Pero la verdadera diferencia se encuentra en otro lugar. Nosotros no sacrificamos a
hombres para deshacernos de una peste, porque no creemos que una peste pueda ser vencida de
ese modo. Sí ‘sacrificamos' a hombres en la guerra, y sí perseguimos a espías y traidores.

Hasta aquí he estado considerando las objeciones que los no creyentes levantan contra la doctrina
de los valores objetivos, o la ley natural. Pero hoy en día tenemos que estar preparados para
responder a las objeciones de cristianos también. ‘Humanismo' y ‘liberalismo' son términos que
están recibiendo un uso de simple reprobación, y ambos serán eventualmente usados para
referirse a la postura que estoy defendiendo. Si aceptamos los primeros principios de la razón
práctica como las premisas incuestionables de toda acción, ¿estamos confiando en nuestra propia
razón e ignorando la Caída, y estamos retrotrayendo nuestra adhesión absoluta desde una
Persona a una abstracción?
Por lo que respecta a la Caída, sugiero que el tenor general de las Escrituras no nos lleva a creer
que nuestro conocimiento de la ley esté tan depravado como nuestra capacidad para cumplirla. En
el mismo capítulo (Romanos 7) en el que más fuertemente señala nuestra incapacidad para
cumplir con la ley moral, también afirma que percibimos la bondad de la ley y nos alegramos en
ella de acuerdo al hombre interior. Nuestra justicia puede estar sucia y destruida; pero el
cristianismo no nos da ningún fundamento para suponer que nuestras percepciones del bien y el
mal estén en la misma condición. Pueden, sin duda, estar dañadas; pero hay una diferencia entre
mala vista y ceguera. Una vez que admitimos que lo que Dios entiende por ‘bondad' es
radicalmente distinto de lo que nosotros juzgamos como bueno, no queda diferencia en pie entre
pura religión y culto al demonio.

Una vez que admitimos que nuestra razón práctica es efectivamente razón, y que los imperativos
fundamentales son tan absolutos y categóricos como pretenden ser, entonces adhesión absoluta a
ellos es el deber del hombre. Y tal es la adhesión que se debe tener a Dios. Y estas dos adhesiones
deben, de algún modo, ser lo mismo. ¿Pero cómo debemos representarnos la relación entre Dios y
la ley moral? Decir que la ley moral es la ley de Dios no es una solución final. ¿Estas cosas son
buenas porque Dios las manda o Dios las manda porque son buenas? Si es cierto lo primero, si
debemos definir el bien como aquello que Dios manda, entonces la bondad de Dios mismo es
vaciada de contenido, y las órdenes de un enemigo omnipotente tendrían el mismo peso sobre
nosotros como las de ‘el Dios justo'. Si es cierto lo segundo, entonces parecemos estar
defendiendo una diarquía cósmica, o incluso convirtiendo a Dios en un mero ejecutor de una ley
de algún modo externa o antecedente a Él mismo.

En este punto conviene recordar que la teología cristiana no sostiene que Dios sea una persona.
Cree que Él es tal, que en Él una Trinidad de Personas es consistente con una unidad de Deidad. En
ese sentido lo considera algo bastante distinto a una persona, tal como un cubo, en el cual seis
caras son consistentes con una unidad de cuerpo, es distinto de un cuadrado. (La gente que viviera
en un planeta plano, de sólo dos dimensiones, intentando imaginar un cubo, tendría que o
imaginar las seis caras coincidiendo, lo cual destruiría sus diferencias, o bien tendría que imaginar
las seis caras una al lado de la otra, destruyendo su unidad. Por lo tanto, es posible que la dualidad
que se nos aparece cuando pensamos primero en nuestro Padre Celestial y, segundo, en los
imperativos evidentes de la ley moral, no sea un mero error sino una real percepción (aunque
inadecuada y propia de criaturas) de cosas que necesariamente se presentarían como dos en
cualquier modo de ser que entre en nuestra experiencia, pero que no están de tal modo divididas
en el ser absoluto del Dios suprapersonal. Cuando intentamos pensar en una persona y en una ley,
nos vemos obligados a pensar en la persona obedeciéndola o creándola. Y cuando pensamos en Él
creándola nos vemos obligados a pensar en Él creándola o en conformidad con un criterio último
de bondad o bien creándola arbitrariamente mediante un sic volo, sic iubeo. Pero es probable que
sea precisamente aquí donde nuestras categorías nos traicionen. Pero sería posible establecer dos
negaciones: que Dios ni obedece ni crea la ley moral. El bien es increado; no podría ser de otro
modo; no tiene en sí ni sombra de contingencia; se encuentra, como dijo Platón, al otro lado de la
existencia. Es el Rita de los hindúes, por el cual los dioses mismos son buenos, el Tao de los chinos,
del cual todas las realidades proceden. Pero nosotros, más favorecidos que los más sabios de los
paganos, sabemos que lo que está más allá de la existencia, lo que no admite contingencia, lo que
otorga divinidad a todo lo demás, lo que es el fundamento de la existencia, no es sólo una ley, sino
un amor que engendra, un amor engendrado y un amor que, estando entre estos dos, también es
inminente en todos los que son reunidos para participar de la unidad de su vida autocausada. Dios
no es sólo bueno, sino el bien; la bondad no sólo es divina, sino que es Dios.

Estas pueden parecer especulaciones alambicadas: pero no creo que nada distinto pueda
salvarnos. Un cristianismo que no vea la experiencia moral y religiosa encontrarse en el infinito, no
en una infinitud negativa, sino en la infinitud positiva del Dios suprapersonal, no tiene nada que lo
distinga a la larga de la adoración de demonios; y una filosofía que no acepte el valor como algo
eterno y objetivo sólo nos puede conducir a la ruina. Y la cuestión no es sólo de importancia
especulativa. Un buen número de ‘planificadores' en la plataforma democrática, un buen número
de científicos de mirada mansa en un laboratorio democrático, quieren decir lo mismo que quiere
decir un fascista. Quieren decir que el ‘bien' es aquello que los hombres puedan ser condicionados
a aceptar. Creen que es la función de ellos y de los de su especie condicionar a los hombres; crear
conciencias por medio de eugenesia, manipulación psicológica de niños, educación estatal y
propaganda masiva. Como están confundidos no perciben que el que crea la conciencia no es él
mismo sujeto de conciencia. Pero tarde o temprano tienen que despertar y ver la lógica de su
posición; y cuando despierten, ¿qué barreras quedarán entre nosotros y la división final de la
humanidad entre el pequeño grupo de los condicionadores, que están más allá de la moralidad, y
la gran multitud de los condicionados en los cuales la moralidad escogida por el experto será
inculcada de acuerdo al gusto de él mismo? Si ‘bien' sólo significa la ideología local, ¿cómo pueden
ser guiados por una idea de bien quienes inventan tal ideología? La misma idea de libertad
presupone una ley moral objetiva que cubra a gobernados y gobernantes por igual. El subjetivismo
en materia de valores es eternamente incompatible con la democracia. Nosotros y los
gobernantes somos de la misma especie en tanto que estamos sujetos a la misma ley. Pero si no
existe ninguna Ley de la Naturaleza, el ethos de cada sociedad será la creación de sus gobernantes,
educadores y condicionadores; y todo creador está por sobre y afuera de su propia creación.

Salvo que retornemos a una creencia cruda y casi infantil en valores objetivos, pereceremos. Si
retornamos, puede que vivamos, lo cual puede tener otra ventaja menor. Si creyéramos en la
absoluta realidad de los lugares comunes elementales de la moral, valoraríamos a los que piden
nuestros votos con otros criterios que los que han estado de moda. Si creemos que el bien es algo
que debe ser inventado, demandaremos de nuestros gobernantes cualidades tales como ‘visión',
‘dinamismo', ‘creatividad' y cosas por el estilo. Si volvemos a la visión objetiva, deberíamos
estarles exigiendo cualidades mucho más extrañas, y más beneficiosas- virtud, conocimiento,
diligencia y capacidad. ‘Visión' es algo que todo el mundo está ofreciendo. Pero muéstrenme a un
hombre dispuesto a hacer el trabajo de un día, recibiendo el salario de un día, rechazando
sobornos, que no va a maquillar su resultado, y que haya aprendido a hacer su trabajo.

También podría gustarte